Presentación de un poemario que pienso escribir antes de que den las 12 de la noche de este día 8 de septiembre de 2013 para disfrute exclusivo de uno mismo. Solo publicaré aquí las poesías que consigan librar una estricta censura.
No he llegado hasta aquí
para amargarme con las reflexiones
de existencialistas.
No, no he llegado hasta aquí para eso.
sino para cantar los placeres
de la vida,
para saborearlos con el paladar bruñido
de los clásicos,
para andar de la mano de Ovidio
y recuperar la sinceridad de la voz,
si alguna vez la tuve.
Es difícil hablar de la carne
arañando nuestra propia piel.
Es difícil rebañar la herida abierta
y definir el sabor de nuestra propia sangre.
Pocos fueron los que acertaron
con la descripción precisa,
pocos los que consiguieron
provocar en otros
la sensación de arrancar los labios
del escribano.
Menos aún los que lograron
hacer transfusiones de miga de pan.
He llegado hasta aquí
para clavarme los dientes
en las ingles,
y aunque parezca imposible
la contorsión,
me ejercitaré
hasta ser inverosímilmente flexible.
Secciones
Degollación de la rosa
(636)
Artículos
(447)
Crónicas desde la "indocencia"
(159)
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Bachillerato
(130)
Eva
(84)
Libros
(63)
El Gambitero
(32)
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(27)
Torrente maldito
(27)
Te negarán la luz
(22)
Bilis
(19)
Fotomatón
(19)
La muerte en bermudas
(18)
Las mil y una noches
(15)
Sintaxis
(13)
El teatro
(12)
XXI
(6)
Reliquias paganas
(3)
Farsa y salvas del Rey Campechano
(2)
Caballero Reynaldo
(1)
domingo, 8 de septiembre de 2013
sábado, 27 de julio de 2013
Jorge Bustos: "La pícara comezón de desollar al prójimo" (disputas de los escritores de principio de siglo)
Para calibrar la desoladora distancia que nos separa entre lo que fuimos y lo que somos, basta leer un libro rigurosamente descatalogado que conseguí por la benemérita mediación de Iberlibros. Se trata de La linterna de Diógenes, de Alberto Guillén. Ustedes no habrán oído hablar de él por esta misma moda de denostar al denostador que vengo denunciando. Pero es el clásico de historia literaria española mejor escrito del siglo XX y el muestrario de vanidad letraherida más fascinante y divertido que he leído en mi vida. No he podido dejar página sin subrayar. Es un libro que justifica no una tesis, sino una cátedra de literatura hispánica. Es un perdurable monumento a la fatuidad irredimible de los hombres de letras, un Machu Picchu de la sátira venenosa, un reguero monstruoso de ídolos caídos, una cumbre de la vis cómica a la altura de Aristófanes yQuevedo escrita por un emigrante peruano de 23 años en la escena literaria madrileña dominada por los ismos y las generaciones del 14 y del 98. El buen juicio de Alberto Olmos comparte aquí el descubrimiento definiéndolo con tanta plasticidad como tino: “un rayajo de coca para los lectores de la toxina literaria”.
Alberto Guillén, que solo por esta obra ya discute a Mario Vargas Llosa la primogenitura literaria de la ciudad de Arequipa (donde había nacido en 1897), se plantó en Madrid en 1920 ahíto de arrogancia juvenil, dispuesto a situarse como uno más entre los grandes literatos españoles y a ceñir el laurel del éxito sonoro en la antigua metrópoli. La ambición fantasiosa es habitual en veinteañeros altivos; lo que no suele suceder a esa edad es que además la acompañe una erudición clásica, un estilo maduro, un vocabulario fecundo, un control pleno del tono y el humor, un dominio ciertamente insultante del retrato psicológico, un talento en suma tan cuajado como el que derrocha el autor de La linterna de Diógenes.
Guillén estaba dotado de un talento singular y de una vívida conciencia de la singularidad de su talento, dejémoslo en egolatría justificada. Ocurre que la egolatría es la primera instancia de la decepción. Cuando esta llega, algunos se deprimen y otros se vengan. “Su faz apuñaladora era faz de hombre sanguinario, que ha asistido al sacrificio de los imbéciles en el ara de los sacrificios. (…) Estaba borracho de orgullo y tuvimos cuidado con él como con los borrachos de vino. (…) Pronto me di cuenta de que tenía talento, y talento peligroso”, rememora Gómez de la Serna, que aceptó al peruano en la sagrada cripta del Café Pombo. Guillén frecuentó tertulias y aduló a los mandarines del momento; en Madrid logró publicar tres poemarios pero traía ideas demasiado miríficas sobre la generosidad de la Madre Patria y no encontró otra cosa que el eterno mundillo infatuado de ayer y de hoy, admirable solo en las obras y ruin en los caracteres, despreciativo de cuanto ignora, cerrado a corrientes foráneas que amenacen su prestigio arduamente erigido sobre obediencias debidas y colegas descabalgados. Pero antes de salir de aquí sacudiendo el polvo de las sandalias, decidió que aquella corte de ingratos pavos reales se acordaría de él. Y vaya si se acordaron. “Guillén pasó por España como el simún por el desierto”, exclamaría el venezolano Rufino Blanco-Fombona recordando el fenomenal escándalo que siguió a la publicación de La linterna de Diógenes.
Sin más obra que los versos de sus cuatro poemarios ni más honores que un premio en un certamen arequipeño, el poeta de egotismos nietzscheanos devino furioso libelista y declaró la guerra a todo el estamento literario español, desde los autores más conspicuos a los oportunistas más evidentes, entrevistándolos a todos ellos, humillando por igual —merced al sistemático uso del off the record— a las figuras sagrados de principios de siglo y a nombres hoy justamente olvidados: Ricardo León, Gregorio Martínez Sierra, Azorín, Emilio Carrere, Baroja, los hermanos Quintero, Jacinto Grau, Concha Espina, Benavente, Julio Camba, Ortega y Gasset, Gómez de la Serna, Pérez de Ayala, Maeztu, Juan Ramón Jiménez, Palacio Valdés, Ramón y Cajal, Cansinos-Assens, Villaespesa, Marquina, Noel… Todos entraron al trapo de un falso carné que rezaba: Corresponsal de la Prensa Peruana en Europa. El escritor vive de vanidad y de vanidad muere, y todos desataron imprudentemente sus lenguas viperinas ante aquel joven periodista que prometía transportar el eco de sus santos nombres allende el Atlántico. Por el libro desfilan 34 españoles y cuatro hispanoamericanos afincados en Madrid de diferentes generaciones y movimientos literarios, epígonos de un romanticismo apolillado y renovadores ultraístas, filósofos conservadores y versificadores del modernismo, periodistas de celebrada ironía y dramaturgos millonarios, poetas insobornables y novelistas folletinescos, bohemios hambrentones y esnobs amanerados. Todos se destrozan entre ellos ante los oídos aparentemente distraídos de Guillén amparándose en la cláusula de confidencialidad, en la creencia de que aquel jovencito que fingía una logradísima ingenuidad respetaría el secreto de lo inconveniente y restringiría sus notas públicas al panegírico de curso común en la prensa cultural, hoy como ayer.
Pero Guillén, tras la entrevista del día, llegaba a su miserable pensión y transcribía el retrato menos favorable de los posibles, sin traicionar por ello la verdad de lo oído ni cansarse en apostillas personales más allá de sañudas descripciones físicas, que persiguen siempre un parangón zoológico en el aspecto de sus entrevistados. Si Diógenes vagaba de día por Atenas con su candil buscando un hombre honesto, uno que viviera para sí mismo, Guillén se postula cínico en Madrid a la busca de la honestidad extinguida de la fauna literaria, paseando más que una linterna un espejito de mano en el que reflejar —con aumentos deformantes, justo es decirlo— la miseria moral imperante entre los tenidos por los más venerables de toda colmena humana: sus artistas, intelectuales, académicos y poetas. Lo que fascina de Guillén es la seguridad desarmante que tiene en sí mismo, la temeridad victoriosa con la que desafía a gigantes y logra abatirlos con la fuerza refleja —como en judo— de su propia vanidad.
Así, Baroja comparece como un vejete misantrópico que no se lava, que “huele a ratón” y que acostumbra “eructar ante la gente sus ajos y sus tonterías”. De Benavente señala Pérez de Ayala “esa malevolencia morbosa y aguda que caracteriza a las mujeres”. Fombona deshace a los mentecatos “bajo sus adjetivos con un muñeco de serrín”, y carga contra los escritores de Argentina que, “no pudiendo ser la cabeza de Suramérica, ha preferido ser la sotacola de Europa”. A Camba se le reconoce su gracejo inimitable —“puede no firmar sus crónicas”, concede el autor—, aunque en tertulia el gallego no tiene piedad de la beatería de Maeztu o la fatuidad de Grau, quien en el paroxismo de la petulancia sentencia ante Guillén: “Esquilo, Shakespeare y yo”.Carmen de Burgos, alias Colombine, destripa a Cansinos-Assens: “Nació fracasado, vive fracasado, es un fracasado. Todos lo sabemos y lo peor es que él también lo sabe. Tiene los tres sexos, pero es sucio y desharrapado. Mejor no hablemos de él porque llegaríamos a sentir mal olor”. A su vez, Cansinos desagua los celos que le tenía a Ramón reduciendo el talento del inventor de la greguería a “tomar el pulso a las ranas”. Ramón responderá al judío Cansinos sin compasión: “¡Pobre Cansinos, desgalichado, viejo, con cara de caballo a cuestas, torcido, con sus miradas estearinosas, antiguo como el Talmud!”.
A Valle-Inclán atribuye Concha Espina un alma pequeña, una barba sucia y una terrible intolerancia hacia el talento de los demás. El valenciano Federico García Sanchiz declara: “Sí, yo me baño. Soy una excepción de la regla. Los españoles no se bañan ni tienen mujer. Por eso andan con la piel tirante y padecen del hígado. Son biliosos. ¿Sabe? Ni Baroja ha resuelto el problema sexual (…) ¿Belda? Es mi amigo; explota el apetito de los onanistas y de los viejos masoquistas, pero tiene mucho talento…”. Azorín “posa en gélido”, dándoselas de asceta incorruptible, al igual que Juan Ramón, que levanta acta de defunción sumaria de la literatura española a excepción de él mismo, poeta de incombustible llama interior que “necesitaría trescientos años para dar todo lo que lleva aquí”. Durante la entrevista al autor de Platero, el joven Guillén logró ligarse a la criada y salió de la casa murmurando: “Ya ven lo que se saca de visitar grandes poetas: liarse con las criaditas rubias de ojos tristes”. Ramiro de Maeztu cultiva la pose del pensador de Rodin, aunque luego se queja de las puyas de Pérez de Ayala, a quien llama “roedorcillo”, y el poeta Eduardo Marquina posa de hombre ocupado, de agenda apretada debido a su éxito, pero entre idas y venidas del despacho al dormitorio siempre encuentra tiempo para despellejar a sus contemporáneos: “Gasset es otro que quiere ser profundo a fuerza de ser oscuro, y a veces suele salirle la frase como al borriquillo de la fábula, por casualidad. (…) Arniches es una cosa que necesitó Pérez de Ayala para tirársela a Benavente a la cabeza”. Martínez Sierra se las echa de bolchevique y enemigo de la Corona, pero le explica a nuestro reportero que no lleva su republicanismo al teatro porque, citando a Lope, “el vulgo es necio, y pues lo paga, es justo / hablarle en necio para darle gusto”. Y el tremendo bolchevique se apresura a pedir a Guillén un borrador de la crónica para darle el visto bueno. De Ortega resalta el autor su fealdad y su pose de cumbre “a la que yo nunca he de subir”. Eugenio Noel, que acusa a Azorín de hacer acuarelas, escritos sin hondura, exclama sin ruborizarse en mitad del café: “Si Cervantes pestañeara, estaría a mi lado…”. Y en este plan todo el libro, con una gracia vitriólica que te saca la carcajada y una modernidad en el estilo que asegura su sorprendente vigencia. Terminamos la obra admirando la audacia y la inteligencia de este desconocido por los manuales de literatura que está muy necesitado de reivindicación urgente, de reconocimiento a su hazaña sin precedentes en la historia de nuestras letras, con Umbral, Cela yUllán como contadísimos seguidores. Es que hay que tener muchos huevos y una atalaya fortificada o un billete solo de ida al extranjero —caso de este Diógenes peruano— para matricularse en esa escuela tan ingrata como jugosa del ataque literario.
Pero el espejo de Guillén no solo refleja la mezquindad de los escritores sino del carácter español en general, pues el peruano acusa una clara emergencia de ese rencor indigenista sobre el que se fundaría el populismo antiespañol suramericano durante todo el siglo XX y lo que llevamos de XXI. En el caso de Guillén, razón no le faltaba al señalar las deficiencias de aquella España que suma a su atraso histórico la vergüenza de su propia identidad: “Faltan baños y sobran mendigos; faltan industrias y sobran hombres robustos que se tienden con la panza al sol, faltan escuelas y sobran folletines pornográficos. Ya ni siquiera hay mantones ni peinetas, y hasta las muchachas de la vida de la calle Mesonero o de Jardines y las papillotes de Maxim’s o de Rosales tratan de imitar la R de las cocotas galas y se oxigenan los cabellos cortados por la nuca (…) Yo amaba una España de cartulina postal, donde los mantones de las manolas detonan sus colores violentos sobre las sierras bravas, donde los ojos de las gitanas arden, abriendo la promesa de una sonrisa cálida, y donde las bailaoras repican las castañuelas (…) Y España empieza a despreciar sus chulos y sus toreros, sus mantillas y sus peinetas. Es decir, lo único típico, lo único español. Quiere imitar a Francia, y solo le toma los defectos; quiere modernizarse, y pierde toda su alma apasionada y mística, ardiente y aventurera”. Fombona, a quien suponemos habrá leído su paisano Nicolás Maduro, llegó a decirle a Guillén que su libro sería una “batalla de Ayacucho espiritual”, pues “es preciso decirle a España que hemos dejado de ser colonias definitivamente”.
La linterna de Diógenes fue ampliamente reseñada y más abundantemente comentada en los cafés y teatros del todo Madrid durante aquel año de 1921, y supongo que ya en lo sucesivo. De golpe, todos los escritores de España dejaron de mirarse a la cara. Las heridas en el orgullo del artista cicatrizan mal, si es que lo hacen, y la venganza del poeta pobre pero talentoso fue dulcísima y completa. “Es un libro triste para los españoles”, escribió Unamuno. “El paisaje literario que describe no puede ser más desolador, y aterra la idea de estar uno en él avecindado con sentimientos de rivalidad y odio tan feroces”, publicó en su columna Luis Araquistáin. “La mayoría de los ingenios interrogados por Guillén no ha podido resistir la pícara comezón de desollar al prójimo. El cuadro es regocijante y triste a la vez”, sentenció el mismo Manuel Azaña. Desde el otro lado del charco, el ecuatoriano Gonzalo Zaldumbideaplaudía la gesta: “La risa que excita (¿salubre?, ¿malsana?) parece esponjar, refrescar las partes del alma magulladas por la hipócrita camaradería literaria y el resobado panurguismo. Y, pensándolo bien, no deja de tener su gallardía el decirles esas cosas enormes a los españoles en sus barbas”. Todo un triunfo.
Pero la verdadera, única gota de honestidad pura en el desierto de la chismografía nacional la encarna el bueno de Gabriel Miró, el único escritor sin máscara ni pose que se abre como es ante la mirada clínica de Guillén, confesándole sus dudas, sus sudores para escribir una buena frase, su vocación abnegada de escritor, su admiración por el mérito ajeno. Y al haber encontrado al fin un hombre, nuestro autor endereza por primera vez el rictus burlón de sus labios y se pone serio: “Miró no es un hombre social. Está lejos de toda esa gesticulante farsa literaria. No usa antifaz, ni cotiza su voz en el mercado de elogios. No sabría llevar el esmoquin o la chistera, o escribir un capítulo de libro o un retazo de comedia tras un banquete trivial. Está bien lejos de toda esa comadrería literaria, entre la cual he paseado mi alma como un espejo curvo e irónico; esa comadrería que me ha encharcado un poco, pero de la cual he salido riendo como un niño. Un niño un poco malo, es verdad; un niño cazador de mariposas; un niño ingenuo, muy ingenuo, pero que sabe distinguir el gato de la liebre, y sabe, además, escribir, sobre el humo, una alegre tabla de valores”.
No es el lugar para debatir sobre la viabilidad de la convivencia humana si todos practicáramos la sinceridad absoluta. Tampoco hace falta decir que creemos en la separación entre ética y estética, y que no hay que enjuiciar la calidad literaria de los autores citados por el impudor de sus vicios y su resuelta apostasía de cualquier signo de caridad y de modestia. Ya Lope de Vega escribió, cegado por la envidia: “Ninguno es tan necio que alabe el Quijote”. Lo que he querido demostrar en este ponzoñoso artículo es que la iconoclastia por la iconoclastia no tiene mérito, que es preciso aprender de nuestros clásicos a insultarnos con estilo y que hoy a cualquier cosa le llamamos rajada.
domingo, 7 de julio de 2013
Poema escatológico
A
veces (no siempre)
advierto
un vacío
en
medio del vientre
que
intento empastar
con
miga de pan
y
sangre caliente.
A
veces (no siempre)
un
golpe de alcohol
me
rompe los viernes
y
se abre la brecha
que
muerde, que duele,
que
ahonda la herida.
A
veces (no siempre)
escruto
los posos
del
bacín de peltre
y
leo la causa
de
mis padeceres:
la
vida se ahoga
al
oler la muerte.
A
veces (no siempre)
el
último tramo
que
lleva a la nieve
es
senda de piedra
y
brasas ardientes.
Y
yo, sin zapatos,
camino
doliente.
A
veces (no siempre)
con
los pies desnudos
preparo,
inocente,
alfombras
de tinta
para
protegerme.
A
veces (no siempre)
Hay
voces que claman:
“¡Mientes,
mientes, mientes!
Surgen
tus palabras
entre
dientes verdes”.
A
veces, casi siempre,
no
siento lo que digo,
y
el bacín de peltre
denuncia
el embuste
de
mis tibias heces.
jueves, 4 de julio de 2013
Las vacas y los días
Seguía a las vacas
como ellas contemplan el ferrocarril,
con la idiotez del rumiante.
Seguía su ritmo cansino
de ubres bamboleantes
y anoté en mi cuaderno
los pasos recorridos.
Me tumbé en la hierba
como ellas hacen
cuando se hartan de pasear
su pesado cuerpo
por el campo.
Y rumié las nuevas del día.
Y volvió a pasar el tren para
atrapar ahora mi atención.
Sentí el fresco de la tarde
y todo se volvió estrépito,
(por un instante).
Y volvieron las cigarras
con su viola rota
para envolverme en el vacío.
Arranqué unas margaritas
y las mastiqué hasta hacerlas
papilla. Un gusto amargo
llenó mi paladar
y volvió a pasar otro tren,
el de la noche,
ya sin vagones,
con destellos de lámparas
flotando vacilantes en la oscuridad,
rompiendo la noche sobre los raíles,
y rumié las margaritas hasta engullirlas
sin aprensión.
Me acurruqué en la base de una encina
y esperé al sueño con la docilidad
de un animal sin ambiciones,
domesticado, huero.
Con la felicidad de las bestias,
me dormí y me despertó de madrugada
el correo de las siete y media.
Sin palabras
Se encontró con la ruina,
con la sola esposa de la mañana
y volvíó con ella a su noche
y labró con ella surcos de angustia.
Se hace pronto la tarde
y nadie nos recoge de la mano,
partimos hacia el crepúsculo
como abejas ebrias de polen
y ya no hay nada,
ni siquiera remos en la montaña,
ni siquiera labios en el horizonte.
Despídete sin palabras,
sin doblegar la voluntad de la lluvia,
despídete sin lágrimas,
diluyéndote en la espesura de las sombras.
No hables, despídete sin palabras.
domingo, 23 de junio de 2013
Final de "La conciencia de Zeno" de Italo Svevo
El final de la novela de Italo Svevo, "La conciencia de Zeno", publicada en 1926, ofrece una especie de profecía irónica con una clarividencia de visionario que asusta por su acierto:
"Tal vez gracias a una catástrofe inaudita, producida por los instrumentos, volvamos a la salud. Cuando no basten los gases venenosos, un hombre hecho como los demás, en el secreto de una habitación de este mundo, inventará un explosivo inigualable, en comparación con el cual los explosivos existentes en la actualidad serán considerados juguetes inofensivos. Y otro hombre hecho también como todos los demás, pero un poco más enfermo que ellos, robará dicho explosivo y se situará en el centro de la Tierra para colocarlo en el punto en que su efecto pueda ser máximo. Habrá una explosión enorme que nadie oirá y la Tierra, tras recuperar la forma de nebulosa, errará en los cielos libre de parásitos y enfermedades."
martes, 18 de junio de 2013
"Fábula de la génesis de una novela" (Bilis, historia para un solo lector)
Soñé durante varias noches que yo era mi padre, que mi padre era mi abuelo, que mi abuelo era mi
bisabuelo, que mi bisabuelo era mi tatarabuelo, que todos éramos el mismo. Nos encontrábamos en medio de un páramo yermo, solo se oía el sonido del viento y me asomaba a un
precipicio en cuyo fondo se alojaban las carcasas de mi familia, las camisas de
serpiente de las que se habían despojado mis antepasados para introducirse en
el cuerpo nuevo de sus hijos. Mi abuelo tiraba esa cáscara de piel arrugada al
fondo del abismo y se metía dentro del cuerpo de mi padre, mi padre hacía lo
mismo y se metía dentro de mí. Formábamos una cola interminable que acababa en
el borde del precipicio. Al abrirse el plano del sueño (siempre sueño con más
de una cámara), comprobé que no era solo la fila de nuestra familia la que
estaba allí, todo el páramo estaba lleno de columnas de hombres que esperaban
su turno para ser poseídos por sus antecesores y así asomarse al borde del precipicio.
Una vez que mi
padre entró en mí, un enano con cascabeles me estampó un sello de tinta en la
frente: la cédula necesaria para identificarme como miembro terminado. Ejercían de empleados del sueño, se movían por el páramo como
ratas nerviosas que presienten el fuego. Dos de ellos me arrastraron hasta una
habitación estrecha, oscura, en la que tuve que agacharme para entrar. Me
sentaron en una silla metálica y a modo de interrogatorio de serie policíaca
comenzaron no a sacarme información sino a darme instrucciones: me ordenaron que olvidara todo lo que mi padre había sido, que abandonara la idea que se
impone cuando uno madura (que la vida tiene poco sentido). Yo ya era mi padre, yo ya era el viejo que mi
padre era (me lo confirmaba el espejo) pero no debía mostrarlo. Había que dotar
de sentido a lo que me quedaba por vivir (así me lo ordenaban los enanos). Los putos enanos daban vueltas a mi
alrededor, se subían a la mesa, me abofeteaban con saña, sonaban los cascabeles
cada vez que me clavaban su mano abierta sobre la cara y me instaban una y otra
vez a que odiara todo lo que mi padre me había inoculado. Utilizaron medios
mecánicos de persuasión, al modo de La naranja mecánica (mis sueños son muy cinematográficos). Me obligaban a ver
proyecciones de la vida de mi padre, de mi vida, para que las odiara, para que
las olvidara, para que no formaran parte de toda esa absurda montaña de
herencias transmitidas a través de la suplantación física.
Desperté, me
había caído de la cama, sudaba mucho, abrí los ojos y comprobé que estaba en mi
habitación. Oí unos cascabeles que se perdían por la escalera, bajé tras ellos.
Me guio su sonido hasta el despacho y comencé a escribir “Bilis”.
Mi padre ya
estaba en mí, solo hay que leer el primer capítulo de la novela para comprobarlo. La primera
frase es, con poquísimas variaciones, la que diría mi padre poco antes de morir
un año después: “El día que murió mi padre me cagué en Dios hasta que se me
rajó el paladar”. Escribía yo, pero era realmente mi padre el que lo hacía recordando a su vez la muerte del suyo.
Continué en ese
trance durante meses, inventando los recuerdos de mi padre o quizá no. Es posible que las amenazas de los duendes no surtieran efecto y las historias se atuvieran a una realidad de la que ni siquiera yo era consciente. Que escribiera al dictado del que me suplantaba creyendo que escribía ficción cuando no eran sino recuerdos de alguien que no era yo.
Los malditos enanos me visitaban todas las tardes, me exigían coherencia en el relato y me apartaban de la desorganizada realidad. No los veía, oía sus cascabeles alrededor
de la mesa del despacho. Notaba cómo me estiraban las orejas, cómo me metían
los dedos en los ojos, cómo me apretaban las sienes con sus puños de muñecas de
feria. Y me confundían el relato, me sacaban de mi padre para que no fuera él,
para que se convirtiera en Marcelo Atienza, el protagonista final de mi novela.
El orden narrativo fue dejando poco a poco
la vida de mi padre de lado. O era él mismo poseído por su padre quien se había adueñado del relato. Todo se confundía en un juego de perspectivas que interponía un espejo a otro. Los puñeteros enanos se exasperaban, se ofendían, me dañaban. Veían cómo Marcelo Atienza (la imagen de mi padre) se apropiaba del relato y volcaba la memoria de mi abuelo hasta provocar su desgarro: lo rememora, lo idealiza, lo vuelve personaje legendario, lo convierte en
alguien que tampoco era él.
"Veo a mi padre hablando de la admiración de los parisienses ante el
esplendor de Naná en el hipódromo del Bois de Boulogne, mientras sorbo absenta
de un medio cráneo desportillado. Se desliza el discurso de su admiración con
una parsimonia densa, mastica las palabras, se atusa el pelo y, en el cuento de
la carrera final (…), unas gotas de brillantina perlan sus sienes morenas.
Ladea la cabeza para mirarme, pero no parece verme. Mi transparencia me pone
nervioso. Intento agarrarlo de la manga, quiero tirar de las solapas de su
chaqueta, pero no consigo alcanzarlo (…) El aceite sigue chorreando, cada vez
con mayor caudal, por el rostro de mi padre. Detiene el discurso para enjugarse
la brillantina con un pañuelo blanquísimo. Nos encontramos solos, él y yo. No
se oye ningún ruido, ni siquiera hay nadie tras la barra. Su voz reverbera en
la botillería empolvada y vuelve a mis oídos envuelta en un timbre cristalino
que no recordaba. Tengo la sensación de haberme trasladado a los días en que yo
no lo conocí, a aquellos momentos sobre los que tantas leyendas había forjado.
Leo sus labios con el placer de verle narrar el triunfo de Naná (…). Tantas
veces había pasado sobre ese pasaje que casi lo recito a coro con la voz
empastada de Melquiades. Transfigurado por la copiosidad del ungüento que le rezuma
de la cabeza, sigo su letanía narrativa hasta que el uniforme de lona de un
guardiacivil se interpone entre nosotros. No puedo ver su rostro, las cinchas
acharoladas que le ciñen la guerrera chirrían hasta dañarme los oídos. Lo
prende por los sobacos y lo saca a rastras de aquella sala luminosa que poco a
poco se va apagando como una lámpara de gas agotada".
La narración
se convierte en una lucha a muerte entre el recuerdo del pasado y los putos
enanos que no paran de incordiar y agitar sus cascabeles encima del teclado
del ordenador. Es un duelo parricida de hijos en rememoración imposible de la vida de sus padres, es la historia sempiterna del miedo al olvido. El almacén de ultramarinos, escenario de la memoria, se desmorona sin remedio en los rincones del recuerdo, herido por los bocados voraces de las ratas.
Todo se disloca en detrimento de la memoria. No hay manera de recuperar el pasado , como no hay forma de reconstruir las paredes de tierra asoladas por los roedores. La ficción y la realidad se revuelcan en la misma
cama, se aman, se odian, se escupen, se lamen, se hacen de todo.
No tenía
especial interés en contar una historia de posguerra, es más, me repelía esa
época para enmarcar una historia. Pero seguía el mandato del sueño: una especie de encargo
sentimental que no podía eludir. La realidad se me escurría entre los dedos, se
me deshacía, me la machacaban esos putos enanos saltarines que no me permitían
hablar con fidelidad del pasado. La ficción iba ganando terreno, se adueñaba del relato. Quedaban como testimonios de la memoria los
escenarios, las descripciones del almacén, del baile, de las calles, de las
fiestas, del sórdido ambiente de la época, de los personajes amputados por el
silencio de posguerra, pero la narración seguía el dictado de los cascabeles de
los enanos. No había manera de que los recuerdos
engarzaran una historia coherente. Los puñeteros enanos me obligaron a echar
mano de la ficción, del sueño, del imaginario descabellado para construir la
historia.
Desde
luego, el intento de “Bilis” no ha sido reconstruir una anécdota del pasado, ni
por supuesto reclamar ninguna deuda que yo tuviera con él (quizás sí mi padre y
los que vivieron la maldición del silencio). El mismo relato me llevó sobre su
propia tesis: el pasado no se puede recobrar en el recuerdo, se nos deshace
como esas paredes de arena de la trastienda. Es nuestra imaginación la que
inventa el pasado y lo convierte a su antojo en lo que ella quiere.
martes, 11 de junio de 2013
"La dolce vita" : quarto giorno, "Un vía crucis con Emmanuelle". Crónicas romanas.
Último día en Roma. Los cielos se han calmado y luce un sol espléndido dispuesto a despedirnos con todos los honores. La libertad que hemos dado a los chicos renueva nuestras fuerzas, aunque sean ya muchos los kilómetros que entorpecen nuestras piernas. Al llegar a la explanada en donde se yergue San Juan de Letrán, la luz ruge tan furiosa que nos parece oír ritmos caribeños mezclados con las letanías de las misas del Corpus. Pero no es un espejismo, realmente en las puertas del templo se dispone un escenario de donde sale la alegría contagiosa de los ritmos salseros. Chicos y chicas de una escuela de baile le dan vida a la imponente fachada de la primera basílica católica. Las esculturas que coronan el atrio neoclásico parecen bailar también sobre sus peanas de granito. Al penetrar en la frescura del templo, se amortiguan los ritmos cubanos para ser sustituidos por coros mortuorios de eunucos encarnados que empapan las bóvedas con rancias melodías. El contraste de la alegría del sol y de los bailes con la angustia de las imágenes y de los cánticos corales es una fiel metáfora de la muerte y de la vida. Impresionan las dimensiones de la nave y la magnificencia de las esculturas que representan a los fundadores de la Iglesia. Una sensación parecida sentimos al penetrar en Santa Mª la Mayor. Vaya peregrinación, nunca había tenido un domingo tan santo desde que mi madre me llevara a la iglesia de mi pueblo para tomar la comunión. Incluso nos topamos con los fastos finales de la misa del Corpus en la que la púrpura y el dorado de los casullones es tan obscena como el trono en el que Emmanuelle presentaba su película más escandalosa en los años 70. Los obispos muestran sus mitras, sus báculos, se levantan y comienzan la procesión dentro del templo, seguidos de una comitiva de militares con tricornio antiguo. Me parece haber entrado en una pelíicula tan rancia que apenas puedo dar crédito de lo que estamos viviendo. En cualquier momento, por cualquier rincón de la iglesia pueden cobrar vida todas las momias de papas, santones y curas enterrados en ese antro y levantarse para llevarnos con ellos. La luz de nuevo nos da un respiro, pero corto. Para terminar el vía crucis volvemos al Vaticano. Allí ríos y ríos de masa vuelven de una nueva sesión papal. Me siento realmente extraño, como en aquella película (y vuelvo al cine de los 70) en que una chica comienza a descubrir su sexualidad y todo se le vuelve sucio, hasta las tabletas de su falda. No buscamos los templos, sino el lugar en donde comimos unos tagliagolo que nos deleitaron con más fuerza que los museos vaticanos. Pero el domingo en los alrededores de la Plaza de San Pedro nada es lo mismo. Nos han cambiado el menú, la masa no permite cocinar con el sosiego que merecen esas comidas elaboradas, y nos defrauda la comida que los domingos reservan para los fieles fervorosos de las hostias y los sudores.
Por la tarde en el Palacio Borghese y en sus jardines disfrutamos de una jornada de puro arte. Aquí sí podemos gozar con la placidez de la contemplación. En las salas del palacio se dispone una colección de muy buen gusto, sin masificaciones, preparada para que un esteta se deleite con las delicias del arte sin prisa. En El rapto de Proserpina los dedos del fauno hollan los muslos de la ninfa para hacernos creer que el mármol es tan maleable y vivo como la carne deseada. Dafne se transforma en laurel de piedra ante la vista aterrada de un Apolo desconcertado. Los sátiros aparecen por todos los rincones con sus orejas afiladas de duendes pícaros, así como las ninfas desnudas, para contrarrestar el empacho de sotanas e incienso que habíamos recibido por la mañana. Seguro que en una de estas habitaciones, escondido, está uno de los Borghese esperando a que nos vayamos para seguir disfrutando de su palacio con el brillo de la lujuria tensando sus ojos repletos de sexo. A la salida, de nuevo el señor Peronni nos solaza del calor y nos relaja sobre un banco desde el que vemos correr a los muchachos por la hierba y rodar a los triciclos sobre el pavimento.
La última cena, cerca de la Vía Veneto. Los chicos vuelven a alardear de su capacidad para el alboroto y la alegría. Volvemos hasta la Plaza de España y la Fontana de Trevi para completar un final circular, agotador y espléndido con una grappa ardiente que nos deja el regusto de un viaje extenuante, sin términos medios, con primeros y segundos planos.
viernes, 7 de junio de 2013
"La dolce vita": Crónicas romanas (terze giorno), "Bermudas empapadas"
La tercera mañana en Roma nos amenaza con hacernos caer el cielo sobre nuestras cabezas. Las nubes oscuras se ciernen con aspecto amenazante en la puerta del hotel. Los adolescentes son ajenos a los signos de las tempestades externas. En cuanto la mayoría ve que las dos cabecillas visten pantalones cortos y blusas de gasa, los demás suben a las habitaciones para embutirse en sus mejores galas. Jupiter disfruta de lo lindo con ellos, descarga toda su furia sobre las piernas desnudas de las muchachas y sobre los hombros ateridos de ellos. Se ríe, como lo hacen los dioses cachondos cuando contemplan la ignorancia de los atrevidos. En la boca del Coliseo, las muchachas y muchachos se azoran por agenciarse paraguas y chubasqueros que hacen de ellos figuras patéticas, envases de plástico vulgar ocultan sus mejores galas y el rey de los pantalones cortos y las camisetas de 300 euros tiene que recurrir a la textura de la bolsa de basura.
Andrea, un guía barbado y joven, de fácil verbo, nos deleita con historias bajo la lluvia torrencial que nos sustraen de la modernidad de los paraguas indios y nos trasladan al mundo de Augusto. Historias humanas de gladiadores que desafían a las del del cine de Hollywood, emperadores revividos, la arena del Coliseo convertida en selva africana para ocultar a los condenados que se defienden del león con una lanza temblona, la piedra mojada nos avisa de que nada es lo que parece, los 55.000 espectadores vociferan para salvar al gladiador que se ha comportado con fiereza en el ruedo, el Coliseo es una antigua plaza de toros donde no solo se juega la vida de un animal, todo se vuelve vivo, a pesar de la puñetera cruz que muestra postiza el imperio de la Iglesia incluso en ese escenario antiguo de paganos. Revivimos bajo la lluvia el salvaje ritmo de la vida primitiva, el pálpito de un ritmo distinto al de la vida moderna, tan sosegada, tan moderada. Ascendemos hasta una colina y el cielo descarga contra nosotros toda su furia y a pesar de todo, no es capaz de limpiar la masa de turistas que ensucia las calles de Roma, ni siquiera puede con los jóvenes que desean desprenderse del yugo de la visita guiada. En San Pietro in Víncoli nos esperan las cadenas de San Pedro, las cadenas que enganchan a toda ese rebaño sumiso que atesta el Vaticano para comprar todos los rosarios de plástico que puedan ofrecerse en las tiendas de la banalidad espiritual. Y escondida en un rincón (aparece cuando una moneda de un feligrés la ilumina) de repente se muestra el Moisés de Miguel Ángel, una nueva maravilla ante la que se nos cae la baba de incautos mortales. Andrea nos dice que la escultura estaba destinada para la tumba de un Papa, pero uno no se acostumbra a ver las obras de este genio con objetividad. Se derrumban todas las nociones de experto y adoramos la pericia inefable del hombre que no era hombre. Las imágenes de Miguel Ángel nos trasladan a otro mundo, es un impacto que nos saca de nuestra miseria cotidiana y nos eleva a la esencia de la BELLEZA, así con mayúsculas, porque no sé explicarlo con metáforas. Mientras tanto, Mariola sigue embutida en plástico transparente y muestra frustrada su rostro de gala a través del óvalo de la vulgaridad hindú.
En los foros las historias de Andrea repican sobre los paraguas junto con las gotas de lluvia: orgías, bacanales, vestales que entregan su virginidad de treinta años por una vida muelle, los chicos se despistan entre las nubes. Las lápidas de las calles nos van marcando un camino de cabras que lamemos con el delirio del que desea recuperar el pasado. La columnas en soledad nos avisan del maltrato de los tiempos. Despedimos a Andrea entre lluvia, nostalgia y frustración.
En los museos capitolinos vuelve la intensidad del pasado a hostigar a algunos. Los muchachos se han hartado de tanta nostalgia.
En el Trastévere vuelven las controversias acerca de las fachadas romanas que podrían convertirse en edificios de Albacete. Un bar humilde ofrece humilde refugio y cerveza consoladora a nuestros cansados pasos.
De vuelta al hotel, derrengados y ahogados por la lluvia y por las ruinas, subimos a las habitaciones para encontrar el descanso necesario. En la habitación donde se nos aparece todas las mañanas Ronaldo en calzoncillos, los duendes han hurtado mi cama y la han convertido en un catre de servicio militar. Me siento sobre él para comprobar su consistencia y se hunden dos costillas. Me echan de la habitación de Ronaldo, no podré ver el amanecer con la imagen del ángel en calzoncillos, como si un diablo embaucador hubiera preparado los acontecimientos para tener el privilegio de quedarse a solas con el Mesías. Maldita parada del destino.
miércoles, 5 de junio de 2013
"La dolce vita" (Crónicas romanas-secondo giorno): "El arcángel Ronaldo y Roma podría ser Albacete"
El segundo día en Roma nos confirma la revelación: nada más levantarnos, se abre la puerta del baño y aparece un ángel para anunciarnos la buena nueva, no se trata del arcángel Gabriel, sino de un émulo vestido con la camiseta de Ronaldo y en calzoncillos. Su impoluta blancura nos avisa de su confraternidad papal, y de que ha llegado el Mesías de nuestra nueva religión.
La masa es una hidra informe que se mueve con pesadez por los lugares turísticos, provista de todo tipo de artefactos con luces estira sus tentáculos en el vacío, engulle al viajero y lo abduce en su actitud de autómata sin voluntad. Las salas de los Museos Vaticanos esconden maravillas del arte que son despreciadas y vulgarizadas por los flashes de la masa. Avanza sin razón, como una marabunta de insectos poseídos por la voracidad de aniquilación del arte. Ni siquiera los frescos de Rafael son capaces de elevar el espíritu del monstruo informe. Tampoco la Capilla Sixtina. La maravilla de Miguel Ángel, colgada en la bóveda como un deseo lujurioso que nunca podremos colmar, no se puede tocar, ni siquiera somos capaces de saborear tanta genialidad, se aparta de nuestra vista y de nuestro tacto. Recorremos la capilla como terneros en busca del matarife, conducidos por un guardia que nos empuja al matadero con la cara agria de la insustancialidad. Alguien que convive entre semejante belleza debería haberse contaminado por ella, pero no. Conseguimos salir del laberinto, apresados por la frustación de quien ha tenido a su alcance un manjar y no ha podido saborearlo. En la basílica de San Pedro la enfervorizada sigue con sus aparatos en ristre levantando muros frente a las obras de arte. La Piedad está tomada por el monstruo, es imposible acceder a ella. No hay momento para el goce artístico, solo para extender el certificado gráfico de que uno ha estado allí, empotrado contra un japonés liviano y un alemán con calcetines blancos. No hay nadie que venda mejor sus productos que la Iglesia, el mercadeo del espíritu se percibe en su centro con mayor claridad que en ninguna otra parte, y la grey acepta la imposición con sumisa obediencia.
Resulta chocante que la hora de la comida, en el refugio de la conversación, de la salsa de bogavante y de la grappa uno encuentre el placer frustado que no ha conseguido desatar en la contemplación de la obra de los genios.
Por la noche, el Trastévere, barrio bullicioso, con calles que prestan a la imaginación todo lo que la noche esconde, toda la decadencia viva de las fachadas que nos abrazan con el calor de las desconchaduras. Discutimos sobre la necesidad de restaurarlas hasta que un mercachifle hindú comienza a lanzar pelotas de silicona al aire y a iluminar con linternas fluorescentes las paredes de la discordia para evitar una cara y dolorosa restauración. Lo afirman los más grandes historiadores del arte: si se diera una mano de enjalbiegue a las fachadas romanas, podrían ser tan esplendorosas como las de Albacete.
Los pies arden, prendidos por los adoquines de la ciudad eterna. Todo es fuego en los paseos interminables con la cola interminable de chicos renqueando, cantando y saltando. Arde el arte y arde la imaginación envuelta en las llamas del monstruo informe. Nosotros nos refugiamos bajo el manto de nuestro guía Ronaldo que aparece de nuevo en la habitación del hotel vestido de blanco impoluto con calzoncillos de lana.
La masa es una hidra informe que se mueve con pesadez por los lugares turísticos, provista de todo tipo de artefactos con luces estira sus tentáculos en el vacío, engulle al viajero y lo abduce en su actitud de autómata sin voluntad. Las salas de los Museos Vaticanos esconden maravillas del arte que son despreciadas y vulgarizadas por los flashes de la masa. Avanza sin razón, como una marabunta de insectos poseídos por la voracidad de aniquilación del arte. Ni siquiera los frescos de Rafael son capaces de elevar el espíritu del monstruo informe. Tampoco la Capilla Sixtina. La maravilla de Miguel Ángel, colgada en la bóveda como un deseo lujurioso que nunca podremos colmar, no se puede tocar, ni siquiera somos capaces de saborear tanta genialidad, se aparta de nuestra vista y de nuestro tacto. Recorremos la capilla como terneros en busca del matarife, conducidos por un guardia que nos empuja al matadero con la cara agria de la insustancialidad. Alguien que convive entre semejante belleza debería haberse contaminado por ella, pero no. Conseguimos salir del laberinto, apresados por la frustación de quien ha tenido a su alcance un manjar y no ha podido saborearlo. En la basílica de San Pedro la enfervorizada sigue con sus aparatos en ristre levantando muros frente a las obras de arte. La Piedad está tomada por el monstruo, es imposible acceder a ella. No hay momento para el goce artístico, solo para extender el certificado gráfico de que uno ha estado allí, empotrado contra un japonés liviano y un alemán con calcetines blancos. No hay nadie que venda mejor sus productos que la Iglesia, el mercadeo del espíritu se percibe en su centro con mayor claridad que en ninguna otra parte, y la grey acepta la imposición con sumisa obediencia.
Resulta chocante que la hora de la comida, en el refugio de la conversación, de la salsa de bogavante y de la grappa uno encuentre el placer frustado que no ha conseguido desatar en la contemplación de la obra de los genios.
Por la noche, el Trastévere, barrio bullicioso, con calles que prestan a la imaginación todo lo que la noche esconde, toda la decadencia viva de las fachadas que nos abrazan con el calor de las desconchaduras. Discutimos sobre la necesidad de restaurarlas hasta que un mercachifle hindú comienza a lanzar pelotas de silicona al aire y a iluminar con linternas fluorescentes las paredes de la discordia para evitar una cara y dolorosa restauración. Lo afirman los más grandes historiadores del arte: si se diera una mano de enjalbiegue a las fachadas romanas, podrían ser tan esplendorosas como las de Albacete.
Los pies arden, prendidos por los adoquines de la ciudad eterna. Todo es fuego en los paseos interminables con la cola interminable de chicos renqueando, cantando y saltando. Arde el arte y arde la imaginación envuelta en las llamas del monstruo informe. Nosotros nos refugiamos bajo el manto de nuestro guía Ronaldo que aparece de nuevo en la habitación del hotel vestido de blanco impoluto con calzoncillos de lana.
lunes, 3 de junio de 2013
"La dolce vita" (Crónicas romanas- primo giorno): "Los fastos del PAPArdelle"
Las densas esperas de los viajes los hacen interminables. Las salas de embalsamamiento de los aeropuertos y los vestíbulos de los hoteles se han inventado para destruir la ilusión del viajero. En nuestro caso, solo la presencia de Peronni, un señor rubio con la hospitalidad de los antiguos anfitriones, nos permitió disimular los sinsabores de la llegada a Roma. El señor Peronni, humilde y fresco, nos acaricia y nos consuela de nuestro desgaste turístico.
El primer contacto con la ciudad fue gastronómico. Emulamos la frugalidad de los pajaritos que, por las aceras, picoteaban pan empapado en los charcos. La culminación de nuestro banquete se nos sirvió en un dedal de plástico, un sorbete ridículo que nos dejó las tripas tan claras como las habíamos llevado. El Guzmán de Alfarache, cuando pasó por estas tierras (ya en el siglo XVII) no salió mejor alimentado y, como él, aprendimos pronto de la experiencia (no se debe confiar en los falsos consejos de los posaderos).
Por la tarde, en la escalinata de la imponente iglesia de Santa Mª la Mayor se preparan los fastos para recibir al Papa Francisco. Un cordón de carabinieri presume de sus uniformes rancios, con aire soviético. Los guardias de seguridad rodean cardenales ensotanados que entrelazan a la altura del pecho sus manos aguanosas. Los fieles se atropellan en el redil de vallas, cuatro horas antes de que comience la misa. La parafernalia se prepara con esmero, engrasada con el lujo del poder. En la fachada opuesta de Sta. Mª la Mayor, los inmigrantes africanos se pasan las botellas de la pobreza de mano en mano que sirven para tragar las miserias del día. Nada se mueve aquí, todo es como siempre. Alguien con malos instintos ha encarbonado los rostros de los africanos para arrojarlos sobre la escalinata de la pobreza y disponerlos así, sin error posible, en la contrafachada del oropel. Desde los cielos, el Espíritu Santo baja, ya no en forma de paloma, sino transformado en gaviota. Muestra su vuelo amenazador de ave de rapiña y se cierne sobre las cabezas ensortijadas de los pobres que se esconden en la fachada falsa de la Iglesia.
Todo penitente tiene su recompensa y lo que habíamos penado durante la comida, lo cobramos en la cena. El hambre aguza el ingenio y el instinto. Tras sufrir el tumulto que enjuga las bellezas de la Fontana de Trevi y las absorbe en los objetivos de las cámaras, decidimos tomarnos la revancha y sustituimos el fervor espiritual de la fachada principal de Santa Mª la Mayor por un manjar divino que nos convierte en devotos de una nueva religiosidad, cuyo objeto es el placer: fundamos la secta del "Papardell
e de marisco". Levantamos cálices de vidrio tan pesados que se nos quiebran las muñecas, sorbemos el líquido divino y ofrecemos los manjares a los japoneses que nos miran con gesto de admiración por nuestro fervor sincero. Una fuente deliciosa de bogavante y pasta nos libra del mal y nos hace caer en la tentación, amén. Las gaviotas sobrevuelan las callejuelas convertidas en turistas asiáticos y olvidamos pronto la escena de los inmigrantes entregados a su indolencia.
Los muchachos, entretanto, han ocupado los rediles de la feligresía papal. Son materia inocente y maleable, deslumbrada por los rayos de la fama y de la masa. Se mezclan sus fotografías, cofundidos en el tumulto de la Fontana de Trevi y apretujados por los fieles del Papa. La noche cae, envuelta en el sopor de una primera jornada agotadora, aunque esperanzados por la venida próxima de nuestro mesías.
El primer contacto con la ciudad fue gastronómico. Emulamos la frugalidad de los pajaritos que, por las aceras, picoteaban pan empapado en los charcos. La culminación de nuestro banquete se nos sirvió en un dedal de plástico, un sorbete ridículo que nos dejó las tripas tan claras como las habíamos llevado. El Guzmán de Alfarache, cuando pasó por estas tierras (ya en el siglo XVII) no salió mejor alimentado y, como él, aprendimos pronto de la experiencia (no se debe confiar en los falsos consejos de los posaderos).
Por la tarde, en la escalinata de la imponente iglesia de Santa Mª la Mayor se preparan los fastos para recibir al Papa Francisco. Un cordón de carabinieri presume de sus uniformes rancios, con aire soviético. Los guardias de seguridad rodean cardenales ensotanados que entrelazan a la altura del pecho sus manos aguanosas. Los fieles se atropellan en el redil de vallas, cuatro horas antes de que comience la misa. La parafernalia se prepara con esmero, engrasada con el lujo del poder. En la fachada opuesta de Sta. Mª la Mayor, los inmigrantes africanos se pasan las botellas de la pobreza de mano en mano que sirven para tragar las miserias del día. Nada se mueve aquí, todo es como siempre. Alguien con malos instintos ha encarbonado los rostros de los africanos para arrojarlos sobre la escalinata de la pobreza y disponerlos así, sin error posible, en la contrafachada del oropel. Desde los cielos, el Espíritu Santo baja, ya no en forma de paloma, sino transformado en gaviota. Muestra su vuelo amenazador de ave de rapiña y se cierne sobre las cabezas ensortijadas de los pobres que se esconden en la fachada falsa de la Iglesia.
Todo penitente tiene su recompensa y lo que habíamos penado durante la comida, lo cobramos en la cena. El hambre aguza el ingenio y el instinto. Tras sufrir el tumulto que enjuga las bellezas de la Fontana de Trevi y las absorbe en los objetivos de las cámaras, decidimos tomarnos la revancha y sustituimos el fervor espiritual de la fachada principal de Santa Mª la Mayor por un manjar divino que nos convierte en devotos de una nueva religiosidad, cuyo objeto es el placer: fundamos la secta del "Papardell
e de marisco". Levantamos cálices de vidrio tan pesados que se nos quiebran las muñecas, sorbemos el líquido divino y ofrecemos los manjares a los japoneses que nos miran con gesto de admiración por nuestro fervor sincero. Una fuente deliciosa de bogavante y pasta nos libra del mal y nos hace caer en la tentación, amén. Las gaviotas sobrevuelan las callejuelas convertidas en turistas asiáticos y olvidamos pronto la escena de los inmigrantes entregados a su indolencia.
Los muchachos, entretanto, han ocupado los rediles de la feligresía papal. Son materia inocente y maleable, deslumbrada por los rayos de la fama y de la masa. Se mezclan sus fotografías, cofundidos en el tumulto de la Fontana de Trevi y apretujados por los fieles del Papa. La noche cae, envuelta en el sopor de una primera jornada agotadora, aunque esperanzados por la venida próxima de nuestro mesías.
martes, 28 de mayo de 2013
"La dolce vita" (Crónicas de Roma. Previo)
Cualquiera que tenga la perspectiva de viajar al extranjero con más de 40 adolescentes a punto de reventar de impaciencia no debería estar emocionado por el viaje, sino todo lo contrario. Compartir 4 días con muchachos y muchachas de 16 años para reprimir sus instintos de procreación y desenfreno no es ninguna atracción agradable para nadie, ni siquiera para quien está habituado a compartir horas de clase con ellos. Sin embargo, y, a pesar de todo, el destino de este viaje lo cambia todo o no, aún no lo sé. Solo he estado en Roma en una ocasión, cuatro días tan intensos que incluso a alguien habituado a viajar le emocionaron de tal manera que no daba crédito a las sensaciones que se removían por debajo de la piel cuando deambulábamos por el Trastévere o por el Foro romano o por los adoquines de las calles más desconocidas de la capital italiana.
El mito es un elemento trascendental a la hora de experimentar sensaciones desconocidas. A cierta edad aparentemente uno lo ha vivido todo y se le ha endurecido la piel de tal manera que nada es capaz de perforar su indolencia, pero no, Roma consiguió conmoverme y apasionarme y desatarme como ningún otro lugar lo había conseguido. Quizás en La Habana tuve una sensación similar, pero era mucho más joven, no sé si se puede comparar.
Ahora, a punto de viajar de nuevo a la ciudad italiana por segunda vez, el ansia por revivir esa ilusión del viaje que te despierta, que te revive, que te renueva, se ve atenuado por el estrangulamiento de la vida policíaca. Sí, tendré que convertirme en guardián de las costumbres, en vigía de la moral, y, a pesar de todo, no me resigno a respirar el aire fresco de aquella Roma que tan solo hace tres años me purificó los pulmones y me entregó a la oxigenante experiencia de la sorpresa: descubrir el Panteón tras atravesar una pequeña calleja de vinos, desembocar como un torrente desesperado en la Plaza Navona y fundir el cauce dulce con la belleza espontánea y salada de las fuentes intemporales, respirar el aire de vida del Trastévere, oír la furia de voces de los autos sobre los adoquines, el muslo muerto de los dioses palpitando en las ruinas del teatro Marcelo y las ninfas del Tíber lanzar helados de estrachatela sobre los extranjeros idiotizados por la belleza de los puentes. Roma no es una ciudad, es una caverna con fuego en la que se reflejan las más desatinadas impresiones sobre sus paredes, es la idea precisa de la belleza en la que uno hubiera querido estamparse de querer ser sombra de lumbre. Ya he olvidado a los adolescentes, seguro que Roma me ofrece de nuevo la imagen temblona de la idea intemporal de la belleza, en la que comprobar cómo la vida se renueva constantemente a través del arte.
domingo, 28 de abril de 2013
"No soy responsable de mis palabras"
No me siento responsable
de mis palabras.
Veo esos cuerpos muertos,
hundiéndose en las aguas
de un pozo inmenso,
decantándose hasta el fondo
como el indiferente limo.
Y el experimento del tiempo,
hincha las vísceras
de gases químicos,
hace ascender los cuerpos
lentamente,
infestando el agua estancada.
Ya en la superficie,
recojo los cuerpos hinchados
y los vuelco sobre el papel,
con cuidado de que no revienten,
de que su veneno
no deje perdida la hoja.
Los limpio con oficio
de relojero,
los embadurno de tinta
y, como un disecador
minucioso,
los convierto en versos
que no son míos,
en imágenes sin vida
que solo alentarán
en los ojos de un demiurgo
avezado.
No soy responsable
de mis palabras,
aunque advierto una familiar
fijeza
en sus ojos de vidrio.
viernes, 26 de abril de 2013
"En la ciudad de Ursus" (crónica de un viaje por Rumanía): Última jornada, "Me duelen las entrañas"
En Cluj-Napoca, la ciudad rumana-romana, no existe el sol ni el viento. Los cielos se tejen con cables de teléfonos y las iglesias se han adueñado de las calles. En Cluj-Napoca, en Rumanía, la apostolina Mª Luisa tejió también con bolsas de basura y cartulinas los trajes de pingüino para disfrazar a nuestros chicos en la representación de un autor rumano de difícil interpretación. Alejandro, Alicia, Susana, Leticia, Pilar, Míriam, Irene y Luismi se atropellaban en el vestíbulo del teatro que a nosotros nos sirvió de camerinos y de sala de ensayos (así es el teatro de urgencia). Los nervios eran evidentes, el teatro mudo que iban a representar era incomprensible y fallaron también los medios técnicos (cómo no). Aún así, ataviados con picos y patas de papel y vestidos con el plástico de los desperdicios no dudaron nuestros chicos en saltar al escenario y salir airosos del embolado en el que nos habíamos metido con ese Apollodor que viajaba por todo el mundo y que saludaba a toda la familia y que acudía al médico y otras tantas acciones sin sentido.. El teatro del absurdo se unió a nuestro teatro de la urgencia y se formó un conglomerado extraño. Después de las representaciones asistimos a una película rumana muy curiosa en la que se trataba el problema de la transición a la democracia de un pueblo sometido a un dictador y la impudicia de los buitres occidentales (en este caso franceses). Todo en tono de comedia social a la manera de Loach, no sé dónde vio el profesor italiano las referencias a Joyce ni el parecido que le encontró la profesora rumana con Volver. Lo mejor de la película fue sin duda el paseo de Alejandro entre la primera butaca y la pantalla quejándose de que le dolían mucho las entrañas, posiblemente previó los discursos posteriores que pretendían comentar la película.
Se curó milagrosamente con unos tragos de agua.
Por la noche, la fiesta de despedida: un baile de máscaras intercultural con cena frugal y mucha diversión (hasta mi hija bailaba). Un camarero rumano que había trabajado en la costa española nos sirvió con mucha dedicación, a nosotros y a las dos profesoras rumanas que se sentaron a nuestra mesa y que se parecían misteriosamente a dos personajes muy famosos de la prensa rosa. En los bailes, de nuevo emergió la figura de Lusmi, deslumbrando con su ritmo latino insuperable, aunque una de las chicas turcas le hizo la competencia seriamente. Todo olía a adioses y a despedidas eternas. Así lo vieron los turcos quienes volvieron a chocar sus cabezas contra las nuestras con la tristeza de no volvernos a ver. En las repisas de las ventanas descansaban las máscaras de pasta lanzando muecas de melancolía que dejaron en penumbra la sala. La aventura había concluido, las jornadas en el país en donde no sopla el viento y el sol se esconde por miedo a las arañas tocaban a su fin. El lamento turco fue el más intenso. No compartimos con ellos muchas palabras, pero sí muchos sentidos cabezazos.
Se curó milagrosamente con unos tragos de agua.
Por la noche, la fiesta de despedida: un baile de máscaras intercultural con cena frugal y mucha diversión (hasta mi hija bailaba). Un camarero rumano que había trabajado en la costa española nos sirvió con mucha dedicación, a nosotros y a las dos profesoras rumanas que se sentaron a nuestra mesa y que se parecían misteriosamente a dos personajes muy famosos de la prensa rosa. En los bailes, de nuevo emergió la figura de Lusmi, deslumbrando con su ritmo latino insuperable, aunque una de las chicas turcas le hizo la competencia seriamente. Todo olía a adioses y a despedidas eternas. Así lo vieron los turcos quienes volvieron a chocar sus cabezas contra las nuestras con la tristeza de no volvernos a ver. En las repisas de las ventanas descansaban las máscaras de pasta lanzando muecas de melancolía que dejaron en penumbra la sala. La aventura había concluido, las jornadas en el país en donde no sopla el viento y el sol se esconde por miedo a las arañas tocaban a su fin. El lamento turco fue el más intenso. No compartimos con ellos muchas palabras, pero sí muchos sentidos cabezazos.
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