martes, 28 de septiembre de 2021

"Aleister Crowley y las vacaciones en Cefalú" por Fernando Olalquiaga



«Haz lo que quieras», repetía la Bestia aquí y allá a quien lo quisiera escuchar. Es más, añadió una segunda parte al mandamiento para darle a todo el asunto un carácter absoluto, irreversible, burocrático: «Haz lo que quieras será la única ley». Para qué complicarse la vida con más preceptos, con decálogos, con sacramentos, con algún tipo de antiderecho canónico cuyo motto latino bien podría ser Sanctis meis testiculi, cuando todo es mucho más sencillo. ¿Tengo derecho a hacer esto? Sí. Apoyado por la ley y su principio irrefutable, siempre tengo derecho. Por mis santos cojones. Y unos lo llamaron liberalismo y otros Thelema.

Tal y como sabemos desde mucho antes de que apareciera Freud dispuesto a aburrirnos con sus milongas, resulta que lo que quiere hacer todo el mundo es follar. Está descrito bien clarito en la Biblia, versículo aleatorio. Aleister Crowley, el autor de la genialidad ya citada —y es una genialidad porque una vez que sea lo suficientemente conocida y adoptada hará que cualquier estudio de la FAES resulte ser una obviedad— lo sabía muy bien. Cada mañana, después del desayuno, sin apenas tiempo para haber engullido un par de huevos fritos en grasa de carnero y, salvo los viernes, tres salchichas de Warwickshire, su padre reunía en el salón de la casa a la familia, al servicio y a cualquiera que tuviera la mala idea de asomar la cabeza por allí y les hacía leer a cada uno un capítulo de la Biblia en voz alta.

En la sesera del pequeño Alick, como en la de cualquiera que esté bien educado, ya sea en un colegio de curas o no, pronto se empezó a desarrollar una patología con la que hoy en día nos encontramos bien familiarizados, y del mismo modo en que nosotros simpatizamos con malvados legendarios como Tony Soprano, Hannibal Lecter o Freddie Mercury, él muy pronto empezó a animar interiormente al Falso Profeta, la Puta de Babilonia y la Bestia para que en las páginas finales del Apocalipsis triunfaran sobre la fuerzas del bien. Comenzó soñando con un mundo en el que los regalos de Navidad no estuvieran prohibidos por ser un símbolo del paganismo —tal y como pregonaba la Hermandad de Plymouth, una especie de Opus Dei a lo bestia del que era miembro activo su padre— y terminó visualizando escenas en las que la sodomía y el sexo grupal eran un modo de saludo tan natural como entrelazar las manos.

De la idealización pasó a la acción, y dedicó el resto de su vida a reunir en su persona unas cualidades que solamente podrían ser apreciadas en lugares tan acogedores como el infierno, y quizás en alguna convención de la rama más extrema del canibalismo. No es de extrañar que cuando heredó una fortuna que pedía a gritos un modo extravagante de ser dilapidada, el joven Edward Alexander se cambiara el nombre, renegara de Dios, abandonara la Universidad de Cambridge y, a la manera de las comisiones del FMI, se dedicara a recorrer el mundo mientras intentaba por todos los medios cubrirse de vergüenza, para finalmente fundar su propia religión.

El momento era propicio. A finales del siglo XIX y principios del XX las sociedades secretas eran, paradójicamente, muy populares. Era normal que alguien como Crowley, cuyas aficiones eran escalar montañas, escribir mala poesía y jugar al ajedrez —en los círculos más internos de la Universidad de Navarra es inquebrantable el consenso a la hora de definir la simpatía hacia esos pasatiempos como taras de difícil tratamiento— terminara por interesarse en el ocultismo e ingresando en una de esas sociedades. Allí pudo dar rienda suelta a casi todas sus chaladuras, y era feliz conviviendo entre gentes que creían que en alguna cumbre elevada del Himalaya, mediante un proceso que, para acabar de liarlo todo, podríamos considerar una especie de socialismo místico, los JEFES SECRETOS se dedicaban en cuerpo (inmaterial) y alma (también inmaterial, claro) a diseñar el destino del mundo, y que se cambiaban sus nombres de Tom, George y Alfred —o incluso William Butler Yeats— por Vestiga Nulla Restrorsum, Deo Duce Comite Ferro o Causa Scientiae. A Crowley, por novato, calvo y gordito, le dieron el nombre de Perdurabo. Cómo contenían la risa a la hora de pasar lista en sus reuniones es una de las técnicas secretas de control mental más preciadas, y no nos ha llegado entera.

Pero no fue hasta tener una intensa experiencia mística en Estocolmo, que es una manera un tanto rara de decir que un fornido escandinavo lo puso mirando a Katmandú y le hizo descubrir la verdad revelada en forma de sexo anal, que realmente Crowley inició el camino hacia las maravillas de la magia sexual que, si hacemos caso a sus enseñanzas y nos sometemos a sus dictados, pueden poner fin a los sufrimientos tardoadolescentes de tantos y tantos homínidos cargados de energía potencial sexual (con las mochilas cargadas, vaya) y los aún más numerosos seres pacientes que tenemos que soportar sus quejas. Crowley vino para liberarnos a todos.

Mientras viajaba por la costa norte de Sicilia, cerca de Cefalú, Crowley encontró el lugar ideal en el que poner en práctica las enseñanzas que le había dictado durante tres días en El Cairo uno de los Jefes Secretos o un demonio, no hay acuerdo entre los telemitas. En cualquier caso fue un espíritu que se hacía llamar Aiwass. Ese dictado formaba lo que más tarde se conocería como El libro de la ley. Con los últimos restos de su herencia, Crowley compró una casa de una planta en la cima de una montaña y allí se dedicó a practicar los ritos que harían posible encontrar la verdadera voluntad de cada uno.

Aquí, teniendo en cuenta que, como ya tenemos todos bien claro, la voluntad última y universal es follar, y que una de las prácticas más comunes de la abadía del «Haz lo que quieras» para lograr los fines deseados era la magia sexual, encontramos una contradicción que da mucho que pensar y que hace dudar de las capacidades intelectuales de Aiwass. No tuvo importancia, el éxito fue inmediato. En la abadía se jugaba a una especie de fútbol frontón llamado The Game of Thelema, se saludaba al sol todas las mañanas, se decoraban las paredes con pinturas guarras entre las que destacaban, cómo no, los cipotes detalladamente representados, con sus pelillos y sus gotitas, se mantenía una dieta a base de heroína, éter, hachís, cocaína, morfina y brandy, una dieta que haría las delicias de cualquiera que buscara liberarse de lo que fuera, y por supuesto se follaba a todas horas y de todas las maneras posibles e imposibles. Un sueño para las almas inadaptadas de ayer y hoy.

Todo iba como la seda hasta que Frederick Charles Loveday murió allí mismo a causa de una infección de hígado o de una gastroenteritis, probablemente porque aquel lugar, que carecía de electricidad y agua corriente, era lo más parecido a una cochiquera que haya conocido la humanidad. Pero la prensa pronto descubrió que además el joven Charles, bajo las indicaciones de Crowley y buscando un vicesecretariado en algún ministerio, había sacrificado un gato y se había bebido pinta y media de su sangre sin hacerle muchos ascos. De algún modo la historia llegó a oídos de Mussolini que, como sabemos, era poco amigo de las libertades, y la abadía fue cerrada. Crowley volvió a Inglaterra, donde en 1947 aparentemente moriría para en realidad transfigurarse en Iggy Pop, David Bowie o Glenn Close. No está claro, pues las fechas de nacimiento de todos ellos son adecuadas, pero la última opción es la preferida por los telemitas más obscenos.

Es un secreto a voces que hoy en día abundan las agencias de viajes que tienen paquetes turísticos que incluyen estancias en una resucitada abadía de Thelema, aunque no figuren en sus catálogos ni en sus páginas web. Acudan a una agencia, apóyense en el mostrador más cercano, murmuren «paciencia y saliva» y observen lo que pasa. Habrá quien ya esté planeando sus vacaciones en Cefalú; no serán pocos los adeptos de todas las edades que ya estén atiborrando sus maletas con las obras completas de Brandon Sanderson, con sus copias manoseadas de la caja roja de D&D, con sus camisetas XXXL, en varias tonalidades del azul oscuro, negro y magenta, en que se representa la silueta de un lobo aullando sobre una luna llena o la cara de un husky siberiano. Meted también un par de discos de Mike Oldfield, que no se os olvide. Y las Converse Magic Johnson. Infelices. Todos llegáis a la abadía del «Haz lo que quieras» con la promesa de lograr vuestros deseos. Así que ponte esta túnica. Fuma un poco de esto y bébete aquello. Es café, relaja los esfínteres. Adopta la posición del lobo. El culo más en pompa. Más. Más. No cierres los ojos, y mucho menos la boca. Y ahora recuerda la única ley y dime qué viene a continuación.

sábado, 25 de septiembre de 2021

"El suicidio como fin de fiesta" por Manuel Vicent



Había amanecido un sol radiante aquel 28 de junio de 1914 en Baden-Baden. Era la víspera de San Pedro y San Pablo y muchos burgueses austriacos habían decidido pasar el día de fiesta en ese balneario. Stefan Zweig era uno de ellos. En su libro El mundo de ayer cuenta que a la hora del té bajo los perfumados tilos del parque, una orquesta de violines y pistones hacía sonar un vals; algunos veraneantes a esa hora también apostaban en la ruleta del casino y otros ataviados con pamelas y sombreros blancos, seguidos de niñas vestidas con colores claros, cruzaban los puentecillos de hierro colado que unen los jardines a uno y otro lado del río Oos. En medio de esta perfecta armonía, de repente, la orquesta dejó de sonar. Algunos oyentes rodearon a un guardia que en ese momento estaba fijando en un tablón visible un cartel con la noticia de que el archiduque Francisco Fernando, heredero del trono del imperio austro-húngaro, y su mujer habían sido asesinados en Sarajevo a manos de Gavrilo Princip, un nacionalista serbio que luchaba por la independencia de su país frente a Austria. Nadie dio demasiada importancia a ese hecho, de modo que el vals comenzó a sonar de nuevo desde el mismo compás en que se había interrumpido.

También en Baden-Baden los burgueses no imaginaban la terrible carnicería que se avecinaba. Creían que la guerra sería una cuestión de cuatro días y puesto que no tenían recuerdo de ninguna contienda, como si se tratara de una aventura romántica, los jóvenes austriacos en 1914, ebrios de entusiasmo y de cerveza, gritaban por la calle y corrían a alistarse con toda prisa temiendo que la guerra terminarse sin poder hacerlo y partían al frente cargados de flores. Fue una guerra de trincheras, cuerpo a cuerpo, a bayoneta calada que empezó con un vals. Pero la vida no había cambiado, excepto para los que iban al frente. En la ciudad la gente iba a los teatros, celebraba fiestas y llenaba los bares.También había amanecido un día radiante el 1 de septiembre de 1939 en la ciudad-balneario de Bath, a 150 kilómetros al oeste de Londres. Era viernes y Stefan Zweig había ido a ver un abogado para hablar de los requisitos para casarse con su secretaria Lotte Altmann. Fue atendido por un funcionario muy amable con quien programó la ceremonia para el lunes siguiente. Pero, de repente, un empleado se acercó muy alterado y les anunció que Alemania acababa de declarar la guerra a Polonia. El funcionario, como si no hubiera pasado nada, siguió explicándoles a la pareja los detalles del acto nupcial. Por la tarde llegaron las noticias de los primeros bombardeos y la radio transmitía los bramidos de Hitler mientras en la ciudad de Bath, según cuenta Stefan Zweig en sus Diarios, todo el mundo permanecía sereno e imperturbable; la gente seguía su vida con toda normalidad, ajena a la gran tragedia que se avecinaba. El escritor solo estaba afanado por los trámites de la boda, por el interés de comprar una casa para establecerse y poder escribir.

El 3 de septiembre de 1939 el embajador británico lanzó el ultimátum a Alemania y horas después Inglaterra declaró la guerra a Alemania. A Stefan Zweig le atormentaba no poder escribir en su lengua, no dominaba el inglés y además como austriaco había sido declarado enemigo extranjero, pero mientras comenzaban a caer las bombas sobre Londres su obsesión era casarse y comprar una casa. Esos días en la ciudad balneario de Bath lucía un sol espléndido. No había ninguna señal de que el país estuviera en guerra. En sus Diarios Stefan Zweig describe una excursión por las verdes colinas de alrededor en el que descubre el esplendor de la naturaleza que hace olvidar la estupidez humana. Escribe: ”Las tardes se han vuelto terriblemente tristes. Las calles están oscuras y desiertas, hay que evitar que desde las ventanas salga el más mínimo rayo de luz. No quiero pensar cuando oscurezca a las cuatro de la tarde. Además no hay cines ni teatros ni nada de nada. Recuerdo la Viena de 1914, incluso la del 1918, con la ópera, los bailes y los espectáculos, cuando se podía pensar en vivir y dormir…”.

El 6 de septiembre, mientras Stefan Zweig lee en el periódico las noticias de los bombardeos recibe la llamada de que puede casarse a las cuatro de la tarde y al mismo tiempo le llega una carta en que el señor Hundley le dice que está dispuesto a venderle la casa. Con su novia Lotte va a verla, le parece muy hermosa y decide comprarla. Después del almuerzo se afeita a toda prisa y finalmente se casa sin mucha ceremonia y toma como esposa a Lotte Altmann, mientras Cracovia había sido tomada por los nazis y Varsovia estaba a punto de caer. Nunca Bath había estado tan hermosa. El escritor recordaba el vals interrumpido bajo los tilos de Baden-Baden de aquel 29 de junio de 1914. Fin de la fiesta. Stefan y Lotte se suicidaron en Petrópolis, Brasil, en 1942.

domingo, 12 de septiembre de 2021

"Misioneros de la cultura" por Eva Díaz Pérez




Viajaban a la España olvidada. Una España rural que aún seguía perdida en los viejos mapas de los caminos de herradura. Cuando la carretera se terminaba los misioneros tenían que abandonar los camiones y seguir en mulos. Llevaban gramófonos, proyectores de cine, bibliotecas ambulantes, copias de cuadros del Prado y telones para el retablo de fantoches y para representar a Lope y Calderón. Atravesando campos desiertos y desfiladeros, enfangados de ilusión y barro, llegaban a aldeas y pueblos adonde no había llegado la luz eléctrica ni el automóvil. Y, naturalmente, tampoco la cultura.

Probablemente las Misiones Pedagógicas fueron uno de los proyectos más hermosos de la historia de España. Un intento por cambiar el país a través de la educación y la cultura, llevando el arte, el teatro, la música, el cine y la literatura a lugares condenados a una vida de pura subsistencia. Aquel proyecto impulsado por la Segunda República -y del que ahora se cumplen noventa años- fue una verdadera revolución social, un intento limpio y decente de cambiar las diferencias sociales, de permitir un acceso verdaderamente democrático a la educación y a la cultura. Algo que en este presente de ruido y sobreinformación parece lejano. Ahora, incluso desde una aldea perdida, cualquiera tiene acceso a las bibliotecas y museos del mundo, a filmotecas y repositorios virtuales de teatro. Y, sin embargo, el consumo cultural a través de internet representa un mínimo porcentaje frente al uso para fines frívolos y vacíos. La cultura nunca ha sido tan accesible como ninguneada. Tristes paradojas de la Historia.

Las Misiones Pedagógicas se crearon en mayo de 1931 y su existencia va unida al impulso educativo realizado por la Segunda República para acabar con los altos índices de analfabetismo y modernizar el sistema educativo, aún controlado por la Iglesia. Las Misiones son hijas de las corrientes culturales europeas de finales del siglo XIX, del espíritu del krausismo y la Institución Libre de Enseñanza.

A comienzos de siglo se produce un cambio en la brújula de la cultura española que daría como resultado la Edad de Plata. Se crea la Residencia de Estudiantes, la Junta de Ampliación de Estudios o el Centro de Estudios Históricos para las élites ilustradas. Sin embargo, el gobierno de la Segunda República no olvidó a los sectores desfavorecidos llevando la cultura a los rincones perdidos de la geografía.

Los misioneros eran precisamente los jóvenes maestros y artistas educados en aquellas modernas instituciones culturales. Participaron en esta aventura algunos de los creadores de la Generación del 27 como María Zambrano, Luis Cernuda, Alejandro Casona, José Val del Omar, Ramón Gaya, Rafael Dieste, Maruja Mallo, Eduardo Martínez Torner o María Moliner. La Barraca, dirigida por García Lorca y Eduardo Ugarte, formó parte también de este programa cultural.

En las memorias de algunos de aquellos jóvenes se cuenta la reacción de los campesinos cuando llegaban cargados de artilugios extraños. El cineasta granadino Val del Omar contaba que en una aldea de Castilla proyectó una imagen que había grabado en la playa de Almuñécar. El Mediterráneo llegó hasta aquel lugar de la Castilla profunda ante los ojos sorprendidos de un público que nunca había visto el cine, pero tampoco el mar.

Otra de las experiencias más emocionantes era la que provocaba el Museo Circulante con las copias de lienzos del Prado que hacían jóvenes pintores como Ramón Gaya, Juan Bonafé o Ismael González de la Serna. Los misioneros decían que los niños se acercaban a tocar los lienzos creyendo que la carne pintada era de verdad. Tampoco habían visto nunca un cuadro.

Otras reacciones se producían al ver en las veladas cinematográficas escenas de la gran ciudad porque se asustaban de los automóviles, de la gente andando apresurada por las aceras, de los trenes que se dirigían hacia ellos. Al terminar la película, miraban dentro del proyector para ver dónde estaban aquellas personas que habían surgido de la pared. Creían que, en efecto, aquellos misioneros hacían milagros.

Pero llegó la guerra y aquel proyecto desapareció. En el frente hubo versiones politizadas para los soldados del bando republicano y en la dictadura se impulsó el programa folklorista de los Coros y Danzas de España. Ya nada tenía que ver con el espíritu original de las Misiones Pedagógicas. Durante mucho tiempo, algunos aldeanos guardaron con temor por su vida libros de las Bibliotecas Ambulantes que llevaban el sello de las Misiones. Sabían que escondían objetos peligrosos. Pero refugiados en la memoria quedaron para siempre aquellos recitales del romancero viejo y la flor de leyendas, las risas con el retablo de fantoches, Charlot en las veladas cinematográficas, las voces mágicas en los gramófonos, la carne de ángeles de Murillo entre pucheros y alcuzas de aceite. Y todo en aquel paisaje de pueblos dormidos, fango de arroyuelos, vientos de estiércol y perros que ladraban en las noches de verano. Antes de aquel verano en el que llegó la guerra y todas sus pesadillas.

jueves, 9 de septiembre de 2021

"El océano exorcista de Valle-Inclán" por Álvaro Cortina



Las dos biografías que tengo a mano sobre Ramón María del Valle-Inclán advierten la circunstancia de que, pese a haber nacido, el escritor, en la misma costa de Pontevedra, apenas tuvo ojos, en la literatura de su ciclo galaico, para el mar. La Galicia de Valle, nacido en Villanueva de Arousa, en la Comarca de Salnés, junto a una ría, es más bien una Galicia interior. Esto es cierto en general, aunque también matizable: se me ocurre que una de las escenas más impresionantes del Valle céltico y legendario sucede, precisamente, en un arenal abierto al Atlántico. Se trata, por lo demás, de una playa exorcista. Así, el océano gallego, tenebroso y elemental, aparece, en la literatura de Valle, para sacar el demonio y volverse a ir. Y, por cierto, que el buen lector me perdone al relacionar un tema esencialmente jovial como la playa con el oscuro Belcebú, y con los rituales para poseídos, pero que no se le ocurra pensar que este asunto es impropio de las páginas de El Cultural: traigo un precedente excelso.

En las páginas del viejo Los Lunes de El Imparcial se escribió ya sobre playas exorcistas, sin ir más lejos. En el texto de un número septembrino de 1904 de este suplemento literario (publicación esencial de nuestra Edad de Plata) encontramos una playa exorcista como la copa de un pino. El artículo que versa sobre ella, asilvestrado y terrible, se titula 'Santa Baya de Cristalmide'. Tal es mi precedente. Su autor, un joven Valle que había publicado ya tres Sonatas, comienza de esta manera su breve texto de satanismo marino:

“Doña Micaela de Ponte y Andrade, hermana de mi abuelo, tenía los demonios en el cuerpo, y como los exorcismos no bastaban a curarla, decidióse en consejo de familia, que presidió el abad de Brandeso, llevarla a la romería de Santa Baya de Cristalmide”.

Después, se cuenta, el narrador mismo y un criado viejo escoltaron a la tía abuela, afectada por el mal del Gran Satán, a la mentada ermita, “a la media noche, que es cuando se celebra la misa de las endemoniadas”. Valle reutilizaría enseguida este artículo en su novela Flor de santidad. Historia milenaria, que apareció ese mismo otoño de 1904. El resultado de esta reutilización, el desenlace de Flor de santidad, cuasi operística apoteosis donde tiene lugar la misa y el ritual de exorcismo de playa, es una de las escenas más impresionantes de la literatura del 98. El mar, por tanto, aparece en Valle de manera puntual, pero, ciertamente, para presidir una escena inolvidable que cierra una inolvidable novela: dediquemos unas líneas a esa escena playera de Flor de santidad, obra maestra injustamente eclipsada por otros títulos modernistas y galaicos del autor. Leemos:

“Santa Baya de Cristalmide está al otro lado del monte, allá en los arenales donde el mar brama”, escribe. Vayamos hacia la última loma, siguiendo el bramido del mar, de la mano de la pobre Ádega, la heroína, la visionaria, a quien debo presentar cuanto antes.

La pastorcilla de Marte

En la novela que nos ocupa, la poseída no es una tía abuela, sino la rubia y desequilibrada rapaza Ádega, que perdió a sus padres en el Año del Hambre. Comenzamos la historia milenaria con los pastoreos de la huérfana, en los despoblados de la Galicia campesina, entre grandes piedras que el autor llama “célticas”. El Atlántico, no lo olvidamos, nos espera desde el inicio, es un continuo presentimiento. Escribe Valle: “oíase bravío y ululante el mar lejano, como si fuese un lobo hambriento escondido en los pinares”. El dominio acuático, el océano tremebundo y emocional, permanece latente en el curso del relato y se descubrirá sólo al final. Pero sigamos con la historia de Ádega y su peripecia en Flor de santidad, la cuarta novela de Valle.

La obra dividida en cinco partes o “estancias”, cuenta, ambiguamente y a modo de opaca leyenda, las peripecias de aquella sierva hipersensible e inocentona que pensaba que iba a tener un hijo de Jesucristo pero que, en realidad, estaba preñada de un peregrino mendicante. Ádega, la pobrecita, huirá de una primera venta, donde desempeña la labor de pastora, y terminará laborando en la servidumbre del Pazo de Brandeso (lugar esencial dentro del universo de Valle). En este último palacio, advierten sus compañeros en las palabras de Ádega la locura de los poseídos. Se consulta, por tanto, al abad. Éste “resolvió que aquella rapaza tenía el mal cativo”. La pobre Ádega veía en torno los ojos del mismísimo Satán.

Por cierto, he encontrado en una novela playera, gallega y muy bien temperada, de nuestros días, una especie de pariente literaria de esa pobre chiflada de Ádega, una versión moderna, de los años 90 del siglo XX. Me refiero a Miss Marte o Mai Lavinia, del relato Miss Marte, de Manuel Jabois. Por cierto, Valle podría haber titulado su historia simplemente como Ádega (de hecho, la novela proviene de la fusión de unos cuantos relatos: tres de ellos se titulaban Ádega (Historia milenaria) o Ádega (Cuento bizantino)).

He pensado en la Ádega valleinclaniana, por ejemplo, cuando el también pontevedrés Jabois escribe que acontecía, entre la gente de la aldea de la Costa da Morte en la que tiene lugar la acción, “como si la mente estropeada de Mai Lavinia fuese una atracción de feria en la que descubrir emociones intensas, no todas ellas buenas, pero emociones al fin y al cabo, que terminan cuando uno se baja de ella”. En Flor de santidad, los campesinos de Valle escuchan las locuras de la huérfana marciana con el aire medroso y fascinado de los niños chicos.

En su relato de investigación cuenta Jabois cómo se construye, en torno a su marciana Lavinia, una bella y siniestra leyenda. La Ádega de Jabois, la malpocada Miss Marte, alimenta, con su historia, con sus desarreglos mentales y con la criatura que lleva con ella un espíritu como de cuento, efectivamente. Lo mismo pasa con la Ádega de Valle: los labriegos que la escuchan se fascinan. A veces se santiguan. “¡Tú tienes el mal cativo, rapaza!”, le dice una; otro circunstante de la visionaria exclama: “¡Muy bien pudo ser aparición de milagro!”. Además, tanto la marciana de Jabois, como la marciana pastora que nos ocupa, encuentran su destino en el mar, en una playa fundamental. Pero, ¡por santa Baya!, centrémonos, de una vez por todas, en Flor de santidad y sólo en Flor de santidad.

Santa Baya de La Lanzada y el ritual de las olas

Como pasaba con la presunta tía abuela de Valle, en el artículo mencionado, a la ficticia Ádega se le acabará diagnosticando el ramo cativo: se considera necesario en el Pazo llevarla a la misa nocturna de las endemoniadas. Allí, junto a un arenal, con el ulular del mar, se concitan mendicantes que acuden a rezar a la santa y a asistir, o participar, en el ritual de las nueve olas marinas:

“Todos los años acuden a su fiesta [de Santa Baya de Cristalmide] muchos devotos. La ermita, situada en lo alto, tiene un esquilón que se toca con una cadena. El tejado es de losas, y bien pudiera ser de oro si la santa quisiera”.

Al viajero valleinclaniano que busque en la Comarca de Salnés la ermita que responda al nombre de Santa Baya de Cristalmide, se le avisa desde aquí que no la encontrará. La abundante toponimia, precisa pero imprecisa, similar pero siempre cambiada y fantaseada, de la obra gallega de Valle ha excitado a los eruditos ansiosos de conocer los modelos originales de las aldeas, templos, pazos, ferias, puentes y espacios de aquellas ficciones. Pues bien, aunque hay espacio para especular sobre la topografía valleinclaniana del ciclo gallego, parece que sí sabemos, con seguridad, en qué ermita se basa para la conclusión marino-satánica de Flor de santidad: Nuestra Señora de la Lanzada, junto a la Playa de la Lanzada, en Sangenjo, Pontevedra. Así pues, el viajero filólogo que busque la ermita de las posesiones infernales de playa debería quedarse con este nombre. Al segundo genio manco de las letras españolas le debió de impresionar no sólo el enclave, azotado por el mar, sino cierto ritual.

Se trata del ritual de la fertilidad, que se celebraba después de la romería de la Virgen de la Lanzada. Tenía lugar, según un erudito consultado, el día de San Juan, y según otro, a fines de agosto. ¡Que no nos despisten estas pequeñeces! En la noche correcta (sea junio o agosto), tras la misa, las mujeres que pretendían quedarse encintas descendían a pie al conjunto rocoso que hay, al parecer, en la rompiente de la ermita, en la Playa de la Lanzada. Allí, cara al mar, habían de recibir, las ansiosas de progenie, nueve olas, ni más ni menos. Las ondas marinas debían pasar por encima de los cuerpos erguidos y azotar los vientres femeninos. Valle transformó esto, tan vistoso, en la que es su gran escena marina gallega (superior a unos pasajes interesantes de Romance de lobos) y, de paso, en su gran escena satanista (sólo disputable por su relato “Mi hermana Antonia”). Leamos algunas de esas líneas nocturnales de Flor de santidad:

“Terminada la misa, todas las posesas del mal espíritu son despojadas de sus ropas y conducidas al mar, envueltas en lienzos blancos. Ádega llora vergonzosa, pero acata humilde cuanto la dueña dispone. […] La ola negra y bordeada de espumas se levanta para tragarlas y sube por la playa, y se despeña sobre aquellas cabezas greñudas y aquellos hombros tiritantes. El pálido pecado de la carne se estremece, y las bocas sacrílegas escupen el agua salada del mar. […] Prestes y monagos recitan sus latines, y las endemoniadas, entre las espumas de una ola, claman, blasfemas:

-¡Santa, tiñosa!

-¡Santa, rabuda!

-¡Santa, salida!

-¡Santa, preñada!

Los aldeanos, arrodillados, cuentan las olas. Son siete las que habrá de recibir cada poseída para verse libre de los malos espíritus y salvar su alma de la cárcel oscura del Infierno. ¡Son siete como los pecados del mundo!”

De esta manera, la romería y el ritual fertilizante de las nueve olas de Nuestra Señora de La Lanzada se metamorfosean en el pregnante y psicotrópico ritual exorcista de las siete olas de Santa Baya de Cristalmide. Muchos años después de la novela milenaria, en La lámpara maravillosa, escribirá Valle: “La Tierra de Salnés estaba toda en mi conciencia por la gracia de la visión gozosa y teologal”. La “Tierra”, de acuerdo… ¡aunque también una pequeña porción de su Mar! “Visión teologal”, dice. Está bien… aunque la historia de Ádega, la marciana, tiene su parte de visión satánica. Ádega veía al diablo en sus delirios y éste le asediaba para tocarle los pechos: “Peleaba por poner en ellos la boca, como si fuese una criatura”. ¡Y que nadie me diga que la playas exorcistas son un tema literario impropio de este suplemento, porque ya salió en las páginas de Los Lunes de El Imparcial!