Luis Cernuda siempre fue un exiliado. Su compromiso con la defensa de la Segunda República, que incluyó una breve participación como voluntario en el frente de la Sierra de Guadarrama, le obligó a abandonar España durante las postrimerías de la Guerra Civil. Conmocionado por el asesinato de su amigo Federico García Lorca, al que le dedicó una hermosa elegía (“A un poeta muerto, F.G.L.”), sabía que los vencedores no le perdonarían su condición de poeta homosexual con ideas progresistas. Aparentemente, su exilio empezó cuando los nuevos bárbaros comenzaron a incendiar España “al paso alegre de la paz”, pero en realidad la sensación de ser un extraño en su propia tierra ya bullía en su cabeza desde la juventud. Por muchas razones. Por su homosexualidad. Por el espanto que le producía “la hiel sempiterna del español terrible”. Por la tristeza que le causaba le hegemonía del catolicismo, con sus “tristes dioses crucificados”. Cernuda se exiliaba a diario, refugiándose en la belleza. La música, la poesía, el paisaje, la pintura, le parecían territorios mucho más amables que la áspera realidad. Se sentía más vinculado a un poema de Góngora, un grabado de William Blake o el aria de una ópera italiana que al mundo cotidiano, infectado de crudeza. Su incomodidad no afectaba tan solo a los aspectos más sombríos de la tradición española. El poder destructor del tiempo y la fragilidad de los afectos le producían un enorme malestar y solo lograba hallar consuelo en la imaginación. Soñar le parecía la única forma tolerable de vivir. Su poesía es un intento de sustituir el mundo real por ensoñaciones capaces de abolir, al menos por unos instantes, la tristeza, el desengaño y la muerte.
¿Por qué Ludwig Otto Frederik Wilhelm, conocido como Luis II de Baviera, fascinaba a Luis Cernuda? Si repasamos su biografía, advertiremos de inmediato sus múltiples afinidades con el poeta: amor por la belleza, pasión por el arte, homosexualidad, desdén por lo material. Apodado el “Rey Loco”, el “Rey Cisne” o el “Rey de Cuento de Hadas”, Ludwig ascendió al trono en 1864, cuando solo tenía dieciocho años. Nunca le interesaron los asuntos de Estado. Solo le apasionaba la arquitectura y la música. “A Ludwig le gustaba disfrazarse -comentaba su madre al evocar su infancia-. Amaba el arte, el teatro, la música, le gustaba dar a otros sus propiedades y dinero”. Fascinado por los cuentos y leyendas de la Edad Media, de joven se hizo muy amigo de su ayuda de campo, el apuesto aristócrata Paulo de Thurn y Taxis, perteneciente a una de las familias más ricas de Baviera. Solían cabalgar juntos, leer poesía en voz alta y representar escenas de las óperas de Richard Wagner.
El 25 de agosto de 1861, Ludwig asistió a la representación de Lohengrin y su pasión por Wagner se volvió aún más intensa. Su relación con Paulo se interrumpió cuando su amigo comenzó a interesarse por las mujeres. Su prima Isabel de Baviera, más conocida como Sissi, ocupó el vacío dejado por su amigo y ayuda de cámara, sin que surgiera en ningún momento una atracción romántica. Ludwig y Sissi compartían el amor por la naturaleza, la poesía y la música. En la intimidad, la princesa se refería a su primo como “mi Águila” y él la llamaba “mi Gaviota”. Introvertido, creativo y con buena apariencia, Ludwig era muy apreciado por sus súbditos por sus gestos de generosidad. Cuando murió su padre y subió al trono, aumentó el salario de los sirvientes de la corte y conmovió hasta las lágrimas a los Consejeros de Estado con su discurso de coronación. No habló de política, sino de arte, anticipando cuáles serían sus prioridades como rey. No tardaría mucho en dejar de acudir a los actos oficiales para centrarse en sus proyectos arquitectónicos: la construcción de tres grandes castillos, Neuschwanstein, Herrenchiemsee y Linderhof. Para ello, recurrió a la fortuna familiar, evitando tocar las arcas del Estado. Mecenas de Richard Wagner, impulsó la construcción del Teatro del Festival de Bayreuth, y Anton Bruckner, que le admiraba por su sensibilidad, le dedicó su Séptima sinfonía, compuesta entre 1881 y 1883. Nunca perdió el afecto del pueblo, pues viajaba a menudo por la campiña bávara y charlaba con campesinos y artesanos para conocer sus necesidades. Siempre dejaba un rastro de gratitud, pues no escatimaba gastos a la hora de realizar obsequios y resolver los problemas de las familias que le atendían. Todavía hoy en Baviera se le conoce como “nuestro querido rey”.
Durante su reinado, Ludwig se enamoró de tres hombres: un cortesano, el principal caballerizo de la Casa Real y una estrella de teatro húngaro. En sus diarios, extraviados durante la Segunda Guerra Mundial, manifiesta el sentimiento de culpabilidad que le produce su homosexualidad y asegura que hará lo posible para respetar los preceptos de la moral católica. Su desinterés por el gobierno y su personalidad atípica provocaron que se tejiera una conspiración para apartarle de la corona. Declarado loco a instancias de su familia, pasó sus últimos días en un pabellón de reposo. Supuestamente murió ahogado en el lago de Starnberg el 13 de junio de 1886 en compañía de su psiquiatra. Todo sugiere que no se trató de un accidente, pues Ludwig era un magnífico nadador y varios testigos presenciaron cómo dos hombres seguían al rey y a su médico hasta el lago.
Era inevitable que Luis Cernuda se sintiera seducido por el “Rey Loco”. Ambos sufrían una hiperestesia que los situó en los márgenes de la sociedad. Abrumados por la estridencia del mundo, se refugiaron en la belleza y murieron lejos de sus sueños, acorralados por la incomprensión de sus contemporáneos. En 1962, un año antes morir, Cernuda publicó Desolación de la Quimera, su último libro, que incluía el largo poema “Luis de Baviera escucha Lohengrin”.
Compuesto de largos versículos, el poema comienza con una sinfonía de colores. Sumido en la penumbra, el rey contempla un escenario donde destellan “algún oro y una estridencia granate”. El palco que ocupa Luis de Baviera se parece a esa falsa burbuja de opulencia donde pasa sus días. Aunque es un lugar lujoso, prevalece la oscuridad, es decir, la ambición de poder, la traición y la mentira. Solo la belleza aporta algo de luz. La música de Wagner es la “fuente escondida” de la que mana paz, armonía, equilibrio y color. La caverna mágica del escenario alberga un “aire fulvo” y un “iris perlado”. Cernuda ha aprendido las lecciones del Simbolismo, que utiliza el color para reflejar estados del alma. El aire del escenario oscila entre el bronce y la plata, alejando a las sombras que amenazan al espíritu. Escuchar Lohengrin es algo más que disfrutar de una ópera. La música es un rito iniciático que abre las puertas de un más allá donde los colores se escuchan y las notas se manifiestan como fogonazos o manchas de luz.
Cernuda compara a Luis II de Baviera con un elfo de la mitología nórdica. En las novelas de fantasía y folklore, los elfos son descritos como pequeñas criaturas de orejas puntiagudas y temperamento travieso. En cambio, los elfos de la mitología nórdica son representados como hombres y mujeres de gran estatura y belleza, con poderes mágicos y una vida casi inmortal. Habitan en grutas, bosques y fuentes. Luis II de Baviera rozaba dos metros y poseía un rostro de una belleza casi femenina. Cernuda destaca su “negro pelo” y sus “ojos sombríos”. Fascinado por el fulgor que desprende el escenario, su refinamiento se refleja en su atuendo: pelliza de martas y un pañuelo blanco de seda anudado al cuello. Su mirada melancólica bebe la melodía, como si fuera una tierra seca que absorbe la lluvia. Lohengrin es una ráfaga de frescor en un páramo maltratado por un sol ardiente.
Más adelante, Cernuda desdobla el relato. Por un lado, la ópera de Wagner ilumina el presente con su ensoñación romántica. Por otro, el júbilo se desata en el interior del rey, siempre ensombrecido por un destino que no ha elegido. Ambos acontecimientos se funden, “como color y forma / se funden en un cuerpo”, en una apoteosis de “razón y enigma”. La música es una ceremonia sagrada, “un ascua litúrgica”. Frente al dios cristiano, Cernuda celebra las deidades paganas, cuyas leyendas no repudian el cuerpo. No hay nada indigno en la carne. La belleza es un hecho material, no una abstracción.
Gracias a la música, Ludwig siente que es un verdadero rey. Su reino no es de este mundo. Su cetro está en el terreno de los sueños. No le interesa gobernar territorios ni someter a sus habitantes. Solo quiere correr libremente por los bosques, “beber el aire”. Anhela que le dejen vivir en paz. Desea alejarse de las ciudades. Su hogar está en las montañas nevadas y los lagos. No le agradan las multitudes. Prefiere la soledad y no ambiciona otra corona que la belleza. Sin embargo, la soledad puede ser amarga. Su corazón suspira por “el bisel de una boca, / unos ojos profundos, una piel soleada”. La gracia de un cuerpo joven es el único imperio al que se sometería sin resistencia. Frente a su encanto, no es rey, sino súbdito, “siervo de la humana hermosura”. La aparición en el escenario de un bello joven rubio despierta la ilusión de desdoblarse en espectador y actor. “¿Magia o espejismo?”. “¿Cuál de los dos es él, o no es él, acaso ambos?”. Cernuda redunda en el paradójico y esclarecedor “Yo es otro” de Rimbaud. En nuestro interior, se agitan multitudes y la alteridad, lejos de constituir una forma de oposición, es el camino más fructífero. Nuestra realización personal depende de nuestra capacidad de separarnos de nosotros mismos y confundirnos con otras identidades.
Según avanza la ópera, Luis II de Baviera experimenta la sensación de haberse introducido en un sueño y no quiere despertarse, pero de repente le asalta el miedo: “¿no muere aquel que ve a su doble?”. Su temor se diluye al advertir que el amor es la única salvación posible. No importa a quién amar. El simple hecho de amar nos rescata del río del devenir, pues revive el pasado e ilumina el futuro. “Sólo el amor depara al rey razón para estar vivo”. ¿Qué importa la aspereza del día a día, la ingrata tarea de gobernar y la aversión de los que no le comprenden? “¿No le basta que exista, fuera de él, lo amado? / Contemplar a lo hermoso, ¿no es respuesta bastante?” Cuando le juzguen en el futuro, alegará que “las sombras de sus sueños para él eran la verdad de la vida. / No fue de nadie, ni a nadie pudo llamar suyo”.
El poema concluye con una hermosa reconciliación con la existencia. El rey se refugia en la música para huir de la vida, pero en realidad la vida es música. Ahora que lo ha descubierto ya no se siente un desterrado, sino un enamorado “de lo que él mismo es”. Y ni siquiera la muerte le atemoriza, pues el que ama la música “siempre en la música vive”. ¿Experimentó algo similar Cernuda durante su exilio mexicano? La muerte le sorprendió el 5 de noviembre de 1963. Un infarto fulminante acabó con su vida en Coyoacán. Vivía en casa de Concha Méndez, la primera mujer de Manuel Altolaguirre, que le había cedido un pabellón en el jardín para que pudiera disfrutar de su amada soledad. “Leve es la parte de la vida / que como dioses rescatan los poetas”, escribió Cernuda en su elegía a García Lorca. En esa leve parte está la gruta encantada que hipnotizó a Luis II de Baviera mientras escuchaba Lohengrin y que ha llegado hasta nosotros mediante un largo poema con el poder de aplacar el sinsabor de ser polvo en el vendaval del tiempo.