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lunes, 28 de agosto de 2023

"El buen europeo no tiene casa" por Jorge Freire




Nacido en Praga el 4 de septiembre de 1875, a Rainer Maria Rilke lo llamaban «el buen europeo». Por un lado, escribía en alemán y en francés; por otro, vivió en medio centenar de domicilios a lo largo y ancho del continente. El sentimiento de desarraigo lo acompañó toda la vida.

¿Es la infancia, como reza su frase más sobada, la única patria del hombre? La suya no fue especialmente feliz. Después de morir su hermana, su madre se empeñó en vestirlo de niña hasta los siete años, compensando con un exceso de mimos el fracaso de su matrimonio; a los once años, su padre lo envió a la academia militar, tratando de resarcirse del fracaso de su propia carrera en el ejército, lo que le proporcionó un «abecedario de horrores».

Pasó un año en Múnich, recién iniciada la veintena, so pretexto de terminar la carrera, cuando ya abrigaba el barrunto de que la poesía iba a ser su única ocupación. Allí conoció a Lou Andreas-Salomé, la mujer más determinante de su vida, que le sugirió que se psicoanalizase, buscase un empleo y se volviese, en resumidas cuentas, una persona normal. Fue Lou quien germanizó su nombre natal, René, como Rainer Maria. Nadie lo marcó tanto. Hasta su letra, que era inclinada y abigarrada, pasó a ser redondeada y clara, como la de ella.

Después vino el viaje a Italia, consignado en un Diario florentino que solo puede entenderse como prenda de amor, y la llegada a Berlín, donde vivía ella con su marido. Durante esos meses cruzaron bosques poblados de gamos y corzos, caminando siempre descalzos, tal y como prescribían las enseñanzas del doctor Andreas, con quien Lou llevaba casada una década, acaso sin consumar jamás el matrimonio.

Decía el poeta y filósofo Valverde que Rilke era un germano muy eslavo, y lo cierto es que no sintió lo que era la patria hasta que no franqueó la espesura de la taiga. En Rusia conoció al pintor Leonid Pasternak (su hijo, Borís, quien por entonces tenía nueve años, pero que, andando el tiempo, alcanzaría fama mundial por El doctor Zhivago, nunca olvidaría el encuentro) y a León Tolstói, con el que no terminó de entenderse. No debía de ser fácil el trato con el hiperestésico Rainer, presa de la abulia y de los bandazos somáticos de la creación poética (cada pieza que terminaba lo dejaba exánime); basta imaginar su estampa con el cuaderno de apuntes en el bolsillo de su chalequito de satén abotonado hasta el cuello para hacerse una idea de su carácter pintoresco. Pero siempre hay un roto para un descosido y hasta el propio Rilke, quintaesencia del desarraigado, halló una tierra en la que podría haber echado raíces.

Cuando llegó a París en 1902, con la intención de conocer al escultor Auguste Rodin, se encontró una ciudad llena de hospitales y moribundos. La experiencia le surtió de material para una novela que tituló inicialmente Diario de mi otro yo y que terminó convertida en esa obra fronteriza que es Los apuntes de Malte Laurids Brigge, un totum revolutum, compuesto de excursos filosóficos, bosquejos de poemas en prosa y anotaciones inclasificables. Por sus páginas desfilan santos, poetas y reyes locos. Después del Malte, Rilke sintió que ya estaba todo dicho, y hasta barajó la posibilidad de dejar la escritura y hacerse médico. Pero, en realidad, abandonó otras dos cosas: la prosa, que nunca volvería a retomar, y París; la Gran Guerra, que lo sorprendió en Alemania, le impidió volver a la Ciudad de la Luz.

A renglón seguido vinieron Capri, Venecia, Múnich y, por supuesto, el castillo de Duino. Después de más de una década documentándose, su travesía a España tenía que ser «el viaje de los viajes». Llegó a Toledo siguiendo el rastro del Greco y se llevó un chasco, pues la ciudad no se ajustaba a sus ideas preconcebidas. De su estancia en Ronda extrajo alguna que otra inspiración: por ejemplo, una cancioncilla infantil que escuchó en un convento de monjas y que, diez años después, escribiendo los Sonetos a Orfeo en la torre de Muzot, en el cantón suizo del Valais, le vendría súbitamente a las mientes e inspiraría el soneto XXI.

Son bien conocidas las reservas con que Rilke manejaba sus lances amorosos, tentándose la ropa antes de exponer sus sentimientos y haciéndose la víctima en muchas ocasiones. Hasta la princesa de Thurn y Taxis, propietaria del castillo de Duino, el fortín a orillas del Adriático donde Rilke escribió sus célebres Elegías, desistió de sus tentativas de emparejarlo con alguna joven triestina cuando, con cara de suplicio y lágrimas de cocodrilo, el «trasnochado donjuán» alegó que, si veía con frecuencia a la misma chica, corría el riesgo de acabar convirtiéndose en su esclavo. Su relación con Lou lo atestigua. Por eso es sorprendente que rompiese con tanta determinación su matrimonio con Clara Westhoff, con la que había tenido una hija siendo ambos muy jóvenes. Pero tiene su lógica si entendemos que, para Rilke, la literatura era una suerte de sacerdocio. «Si puedes vivir sin escribir —decía en sus Cartas a un joven poeta—, no escribas». La trashumancia era, al parecer, condición de posibilidad de la escritura.

Cuesta encontrar una gran ciudad europea en la que el «buen europeo» no residiese. Resulta paradójico, en consecuencia, que su viaje más determinante fuera un paseo breve. Una mañana de enero de 1912, bajando desde el castillo de Duino por el barranco que conducía a la playa Sistiana, en la costa adriática, Rilke escuchó una voz en su interior inquiriendo una pregunta: «¿Quién, si yo gritara, me escucharía en los celestes coros?». Pasaron diez años hasta que, presa de la inspiración, escribiese en unas semanas las Elegías de Duino, que se inician con dicha frase. Curiosamente, no las compuso en el castillo, sino en la vieja cabaña del guarda, en el interior del bosque, con la sola compañía de una mesita y una butaca.

Desconocemos en qué celestes coros pensaba el «buen europeo». Para algunos, se inspiraba en el «ángel meridiano» de la catedral de Chartres, al que había dedicado el primer grupo de sus Nuevos poemas; para otros, en el «ángel terrible» de la puerta del infierno, obra a la que su maestro Rodin dedicó treinta y siete años y que aun así dejó sin terminar; y, para otros, en las pinturas del Greco. Unos señalan la semejanza con el daena de la religión zoroástrica, y otros, con el malak coránico. Su identidad nos es indiferente, pero su figura, convertida en tópico, cae sobre la poesía de Rilke como una losa, y conduce a innumerables lecturas tópicas y simplificadoras. Fue Heidegger quien afirmó en «¿Y para qué poetas en tiempos de miseria?», ensayo contenido en Caminos de bosque, que la tarea del poeta es «prestar atención al rastro de los dioses huidos» y «preservar todavía la huella de lo sacro». Puestos a simplificar, uno diría que la obra de Heidegger, acaso el filósofo más importante del pasado siglo, no es más que una nota al pie de la poesía de Rilke.

Si nos resulta lejano el tiempo bíblico en que podíamos ver a los ángeles no es porque estos hayan huido, sino porque, al no resistir su presencia, hemos dejado de verlos. Como se lee en El libro de horas: «A dónde se han ido los días de Tobías, / cuando uno de los ángeles más deslumbrantes, / de pie junto a la sencilla puerta de la casa, / y algo disfrazado para el viaje, dejó de ser terrible». Según Henry Corbin, el mundo occidental perdió a sus ángeles cuando el mecanicismo cartesiano nos escindió en cuerpo y mente, condenándonos a andar sin rumbo, «en el vagabundeo y la perdición». Para el poeta Keats, la filosofía recortó las alas del ángel; de ahí que lamentase en su poema Lamia que se hubiera destejido el arco iris, como si, al enunciar la teoría corpuscular de la luz, Newton hubiera robado el enigma a un fenómeno que era mejor no comprender del todo.

La retórica del «desencantamiento del mundo», por decirlo con Weber, hunde sus raíces en una larga tradición surgida al rescoldo de la Revolución Industrial. No han sido pocos los autores que, desde entonces, han tratado de convencernos de que el precio del progreso es la pérdida del sentido. Argumentan que la misma técnica que nos ha permitido medir y pesar el mundo es la misma que nos distancia de él, convirtiéndolo en una suerte de mariposa clavada en el alfiler, fácilmente analizable pero carente de vida. Toda tentativa de ilustración es, en último término, una suerte de desencantamiento. Abierta la tramoya de par en par, contemplamos las bielas y los pistones que accionan el decorado, y, en ese momento, el misterio se desvanece. Pero Rilke, a despecho de lo que sostienen muchos de sus exégetas, no es el enésimo defensor del desencantamiento, sino todo lo contrario.

Como nos sugieren sus versos, acaso el desarraigo sea la condición natural del ser humano. Dice la séptima elegía: «Cada giro apagado del mundo deja tales desheredados, / a quienes no les pertenece lo anterior ni todavía lo próximo. / Porque también lo próximo es distante para los humanos». Dos décadas atrás había escrito en «Día de otoño», incluido en El libro de las imágenes: «Quien ya no tiene casa, no la construirá. / Quien ahora está solo, lo estará mucho tiempo». Pero la obra de Rilke, como no nos enseñan las Elegías, sino su relativa continuación, los Sonetos a Orfeo, no es sino una tentativa de ofrecer un nuevo arraigo.

¿No fue la búsqueda de un sustrato firme, un arraigo que la cosmopolita Praga le había negado, lo que lo movió a afirmarse descendiente de una noble estirpe establecida en la región de Carintia en el siglo XIII, proclamando así sus vínculos con lo habsburgués? Su apellido procedía, en realidad, de unos campesinos llegados a Bohemia cuatro siglos más tarde, pero esto no le impidió grabar en su tumba un escudo de armas inventado por él mismo. No es casualidad que el árbol genealógico descrito en el soneto XVII (las ramas se quiebran, sin embargo, todavía. / Pero apenas llegada una arriba, / ella se curva en forma de lira) adoptase la forma del instrumento de Orfeo. ¿Hay raíces más vigorosas que las que riega «el dios-río de la sangre»?

Arraiga quien percibe la melodía órfica que lo incluye todo, tanto a los vivos como a los muertos. «Un dios lo puede. Pero, dime, ¿cómo / podrá seguirlo un hombre por la angosta lira?». Mirando al lado en sombra. La poesía de Rilke, que es una afirmación radical de la existencia, agarra al lector de la solapa y le conmina a dejar huir del sufrimiento, aceptándolo por completo; a acoger la percepción de los sentidos en el espíritu y lo invisible en lo visible. Como reza el celebérrimo final del soneto XIX: «solo el canto sobre la tierra / santifica y celebra».

En resumidas cuentas, arraiga quien se afianza en lo profundo. «Quien sepa de las raíces del sauce —dice el soneto VI— será más apto para doblar sus ramas». Orfeo, merced a su sacrificio, permite que oigamos su melodía. «Y todo calló. Pero aún en el callar hubo / un nuevo comienzo, un cambio, una señal». Solo tras la muerte vibra la lira: tras la muerte del propio músico, desmembrado por las ménades, ofendidas por sus constantes desaires, en efecto; pero también antes, tras la muerte de Eurídice, a la que ve morir dos veces. «No temáis sufrir y lo que pesa / devolvedlo pues al peso de la tierra». Acaso la trascendencia se dé en vida, y no después de la muerte, pues el sujeto se trasciende a sí mismo no con su propia muerte, sino con la de los que lo rodean.

Ahora bien, ¿cuánta verdad —por decirlo con Nietzsche— puede afrontar el espíritu? «No es que tú puedas soportar / la voz de Dios, ni mucho menos. Pero escucha el soplo, / el mensaje incesante que se forma en el silencio». ¿Cómo? Mirando como el ángel. Es decir, abriendo los ojos de par en par y mirando al interior («En ningún lugar, amada, habrá mundo si no es dentro»). Recuérdese la respuesta de Rilke al poeta en agraz que le pregunta por la calidad de sus versos: «Mira usted hacia fuera, y eso, sobre todo, no debería hacerlo ahora. Nadie puede aconsejarle, ni nadie, ayudarle. Hay solo un único medio. Está en usted. Examine ese fundamento que usted llama escribir; ponga a prueba si extiende sus raíces hasta el lugar más profundo del corazón».

Rilke vivió por y para la poesía. La rosa, que es la flor de los poetas, le enseñó que no hay frontera entre apariencia y realidad, como no la hay entre cuerpo y vestido: «pero cada uno de tus pétalos evita / y al mismo tiempo niega toda vestidura». Carácter es destino: fue precisamente la espina de una rosa lo que puso término a su vida. Una mañana de octubre de 1926 quiso cortar una rosa para una amiga egipcia y se pinchó con una espina; la herida se infectó y, para Rilke, muy débil por la leucemia, eso fue fatal. En su epitafio se puede leer: «Oh, tú, rosa, pura contradicción, placer de no ser el sueño de nadie bajo los párpados». Pura contradicción, en efecto, por la que el buen europeo no tiene casa.

miércoles, 23 de agosto de 2023

"Meditaciones a partir de una mudanza" por Juan Gabriel Vásquez




Por estos días terminé de empacar, en 152 cajas de cartón, los libros de mi biblioteca, y lo primero que se me vino a la mente cuando se cerró la última caja fue una frase que le escribió Flaubert a Louise Colet, su amante ocasional y su cómplice literaria: “¡Qué sabios seríamos si conociéramos solamente cinco o seis libros!”. Yo no llegué a contar los míos, porque en una mudanza no hay tiempo para esos cuidados de neurótico, y mucho menos cuando lo que se empaca no es una biblioteca, sino 11 años de vida en los cuales cada objeto tiene su historia y parece desesperado por contarla. Y a veces hay que detenerse y ponerle atención: nuestras cosas saben de nosotros verdades que nosotros ignoramos, y es mucho lo que podemos aprender de lo que somos, o de la persona en que para bien o para mal nos hemos convertido, cuando recordamos de dónde salieron y cuánto tiempo han pasado con nosotros, y sobre todo cuando decidimos si las llevamos a un destino nuevo o las condenamos sin misericordia al basurero del olvido.

Pero me desvío. Decía que no sé cuántos libros puse en esas cajas que cruzarán el Atlántico, pero sí que dejé atrás una cuarta parte, por lo menos, de la colección que se me ha ido acumulando desde que me fui de esa misma ciudad por primera vez, hace 27 años; y al hacerlo tuve que rendirme a una revelación que nunca, en ninguna de las cuatro mudanzas totales que he hecho en mi vida itinerante, cerrando una vida para siempre y abriendo una nueva en un lugar distinto, me había asaltado con tanta fuerza: hay libros que ya nunca voy a leer. Parece una circunstancia banal, pero todo lector de verdad llega tarde o temprano a un momento de su madurez cuando comienza a hacer cuentas, y se da cuenta de que puede saber, con poco margen de error, cuántos libros caben en el tiempo que le queda de vida. Yo llevo poco más de 30 años leyendo literatura de la forma en que lo hago hoy en día, no como pasatiempo sino como vicio incurable; y, salvo accidente o enfermedad azarosa, nada me impide creer que me quedan otros 30 años de lectura. La diferencia entre los años que vienen y los que han pasado es el vértigo de saber que ya no hay tiempo para todo.

No es distinto, acaso, lo que nos pasa con la gente. El tiempo es limitado, y yo he comprendido que solo puedo gastar el mío con dos tipos de personas: las que me enriquecen y las que me necesitan. Pero estas son palabras amplias en las que caben muchas cosas, desde las amistades probadas a lo largo de varios años hasta las más recientes (que no precisan de mucho tiempo para instalarse en nuestras vidas con la descarada solidez de lo imprescindible), pasando por los minutos breves que compartimos con un desconocido interesante; y muchos suelen serlo si uno sabe mirar con atención y escuchar con interés genuino, y si no apaga la imaginación, que es la única herramienta que tenemos para entrar en la vida escondida de los otros. En esas vidas secretas, en las vidas ocultas o recónditas de la gente con la cual nos cruzamos todos los días, siempre está ocurriendo algo interesante. Cualquier encuentro, si uno tiene los sentidos despiertos y la curiosidad no está en modo avión, puede abrir una ventana hacia las habitaciones ajenas donde podemos ver, cada uno de nosotros, cómo viven los demás su vida entera.

Su vida entera: así lo dijo Ford Madox Ford, el autor de esa maravilla que es El buen soldado, un libro de 1915 que en nuestra lengua se conoce o se lee menos de lo que nos gustaría a sus proselitistas irredentos. (Cada vez que Rodrigo Fresán recluta a un nuevo lector, por ejemplo, me lo cuenta con el mismo orgullo con que suele dar la noticia de haber terminado un nuevo libro). Se trata de una novela breve y bellísima cuyos logros se pueden medir con su primera frase: “Esta es la historia más triste que he oído jamás”. Así es: pues el hecho de que el resto de las páginas estén a la altura de esas palabras atrevidas, de que sean capaces de no desmerecer ni quedar en ridículo, es la mejor carta de recomendación que se me ocurre. La novela habla entre muchas otras cosas de la dificultad insondable de conocer a los demás, o de la inutilidad de nuestros juicios, que siempre son precarios, o de lo sorprendentes e impredecibles que son los otros seres humanos, y no siempre para bien (o casi nunca). “No sé nada –nada en absoluto– del corazón humano”, dice Dowell, el narrador de la novela. Lo que nos cuenta es una indagación, hecha al azar de las revelaciones y los descubrimientos, en los secretos de los otros, lo que callan u ocultan, todo lo que se mueve detrás de sus máscaras y sus imposturas; y mientras cuenta la historia de los otros, los lectores nos vamos percatando de que tampoco él, ese narrador, es como sospechábamos: también él tiene otra cara.

Me gustan las ficciones que son también una metáfora de la lectura de ficción: que ponen en escena, de formas indirectas o laterales, nuestra curiosidad insaciable por las vidas de los otros. Por supuesto que uno nunca sabe con total certeza por qué acaba dedicándose a escribir novelas, aunque los novelistas nos llenemos la boca frecuentemente con palabras largas y grandilocuencias bien estudiadas, pero una de las razones más claras para leerlas debe ser esa insatisfacción insoportable: tenemos solamente una vida y estamos encerrados en ella, fatalmente condenados a mirar el mundo desde el mismo lugar —desde los mismos ojos, desde la misma conciencia— hasta el día de nuestra muerte. La lectura de ficción, aparte de un vicio de justificación difícil (pero que no debería necesitar justificación ninguna, como no la necesita ningún vicio que se respete), es una de las pocas maneras medianamente eficaces que hemos inventado los seres humanos para lidiar con los crueles límites de nuestras existencias monótonas y confinadas: para tener más vidas, sí, para ser otros, para saber hasta donde pueda saberse cómo es vivir siendo otra persona.

Si no me equivoco, es la misma razón por la que la gente toma hongos o se droga de otras formas, o lleva vidas paralelas (la exploración, como decía el poeta Robert Frost, de los caminos que no hemos tomado), o cierra una vida en un lugar para inventarse una nueva en otro, a veces haciéndolo por su cuenta y riesgo, a veces llevándose consigo a toda su familia. La insatisfacción nos agobia de mil maneras distintas, y de distintas maneras respondemos. Creo que era Harold Bloom el que decía que la ficción no sería necesaria si los seres humanos viviéramos 150 años: pues en vidas más largas podríamos tal vez conocer a personas suficientes para saciar nuestra sed de experiencia, o por lo menos conoceríamos mejor a los que conocemos someramente en nuestras vidas limitadas. Pero no tenemos esos años de más: nuestras vidas son cortas; peor aún, son una sola. Para vivir cuanto queremos vivir, para entendernos y entender a los otros tan bien como quisiéramos, tenemos pocas facultades. “¡Qué sabios seríamos si conociéramos solamente cinco o seis libros!”, escribe Flaubert. ¿Cuáles son? Yo sé cuáles son los míos. Pero sé también que no serán los de otra persona.

domingo, 30 de abril de 2023

"Cómo ser Cervantes: cagándola mucho" por Martín Sacristán




Cuando el más clásico de nuestros escritores escribió en la dedicatoria de su última novela que ya palmaba, así: «con las ansias de la muerte, gran señor, esta te escribo» le faltó añadir «tras cagarla mucho toda mi vida». La fama de El Quijote no solo nos ha eclipsado una biografía delirante, también le ha añadido un respeto que nos ha impedido entender en su plenitud quién fue Cervantes. Un gafe, un macarra, un jeta, un precario, y un improvisador con atisbos de genialidad brillante que dio la espalda, una y otra vez, a la intuición. Alguien a quien le soplaron cinco o seis veces los números ganadores de la lotería, y siempre eligió otros.

Estuvo a punto de triunfar con solo veinte años. Introducido en el círculo literario de la villa por el humanista Juan López de Hoyos, la amistad forjada allí con el escritor Pedro Laynez le condujo hasta el príncipe Carlos, convirtiéndose en uno de los jóvenes que acompañaban y divertían al heredero de Felipe II. Cuando el rey quiso celebrar el nacimiento de su hija Catalina Micaela con un fiestón en las calles para los madrileños, se eligió uno de sus sonetos para uno de los arcos triunfales de madera y cartón que decoraron la ciudad. En aquel siglo la literatura era sobre todo una herramienta que te abría las puertas para ser cortesano, es decir, para tener un cargo que te permitiese vivir con holgura. Miguel estaba en el lugar adecuado en el momento propicio.

Y entonces llegó su primera gran cagada.

Una tarde, estando en el patio de palacio, donde frecuentaba al príncipe, se cabreó como un mono por algo que le dijo el italiano Antonio de Sigura. Un pintor y arquitecto italiano traído por Felipe II para trabajar en El Escorial. Se cabreó tanto que lo cosió a cuchilladas. Era un delito castigado con diez años de destierro, pero ni siquiera se presentó al juicio para defenderse. Y, para peor, durante la investigación se descubrió que ni siquiera era hidalgo. Su padre, un oportunista, había ido firmando con el don como si lo fuera, y como era de Alcalá de Henares, y su hijo formaba parte de los íntimos del príncipe, nadie se ocupó de comprobarlo. Pero ahora que no tenía manera de demostrar que era noble, sumaron a su condena la pena de los plebeyos, la amputación de la mano derecha.

Todo esto figura en la orden de busca y captura dictada contra él. Cuando la Real Academia de la Historia descubrió ese documento en el Archivo de Simancas lo ocultó durante veinte años. Les daba vergüenza desvelar que el héroe nacional literario no era un hombre ejemplar. Sobre todo porque el origen de la disputa con Sicura fue la venta de la virginidad de su hermana Andrea Cervantes por doscientos cincuenta ducados. Con los años, y después de venderla varias veces, ella se convirtió en cortesana, o lo que es lo mismo, en prostituta de lujo. Su padre timador y buscavidas, sus hermanas cortesanas, él mismo un oportunista, así eran los Cervantes.

Huyendo de los tribunales, Miguel pasó a Italia, se enroló como soldado raso en los Tercios, y allí volvió a tener otra vez la oportunidad de su vida. Y la cagó. Otra vez.

Lepanto, aunque marítima, fue una batalla que libró la infantería. El éxito dependía de arrimarse a la galera enemiga, tender un tablón, mandar por ahí a la vanguardia al asalto, y mientras estos recibían tiros y tajos, botar embarcaciones con soldados que subían por los costados. Si ganaron los Tercios y no los turcos fue sobre todo por su habilidad en entender las órdenes del toque de tambor, ya que la batalla se libró en la oscuridad. Aunque era de día, usaron tanta pólvora con los arcabuces y los cañonazos como para que la nube blanca provocada por las explosiones no permitiera ver a pocos pasos.

Cervantes subió al asalto desde una de las barcas, recibiendo dos tiros de arcabuz, uno en el pecho, otro en la mano izquierda. Pese a ello, y sin ser muy consciente del dolor ni de las heridas, siguió luchando. Al menos eso contó él, y así lo atestiguaron dos alféreces que también sobrevivieron. El general en jefe de la armada, Juan de Austria, hermanastro de Felipe II, le premió personalmente. Subiéndole la paga, contribuyendo a sus gastos de hospital, y sobre todo entregándole una carta de recomendación con su sello. A esa se uniría otra del duque de Sessa, también recomendándole. Ambos documentos podrían abrirle la puerta al cargo en corte que las heridas a Sigura le negaron años antes. Así que cambiándose el nombre de Miguel de Cervantes Cortinas por Miguel de Cervantes Saavedra, para despistar sobre la orden de busca y captura que aún seguía vigente, regresó a la península.

La flota de Nápoles en la que regresaba fue dispersada por una tormenta. La galera en que viajaba Cervantes quedó sola, y ya con Cadaqués a la vista, fue asaltada por tres barcos piratas argelinos. Insuficientes para rendir una galera llena de soldados de Tercios, aguantaron el asalto varias horas. Pero el futuro escritor, de acuerdo con el capitán, sugirió que mejor era rendirse que perder todos la vida, y dejaron de luchar. Justo en el momento en que apareció en el horizonte la flota española reagrupada. Era demasiado tarde. Los ágiles barcos piratas huyeron con botín y prisioneros sin que pudieran alcanzarles las pesadas galeras.

La cagó, y la cagaron, rindiéndose.

Cervantes pasó cinco años prisionero en Argel. Intentó fugarse cuatro veces, y estuvo a punto de ser ejecutado al menos tres. En la última, el gobernador Hasan Bajá le tuvo con el cuello en la horca, el pie en la banqueta que le sujetaba y amenazándole a gritos con dejarle morir de un momento a otro. Las dos cartas de recomendación por grandes de España consiguieron que se le confundiese con un noble, pidiendo un rescate de quinientos ducados, en lugar de los cincuenta que solían por un soldado como él. Su familia tardó muchos años en reunir trescientos, la orden monástica que gestionaba los rescates puso el resto. Justo en el último minuto, cuando Miguel estaba ya encadenado como galeote a una galera turca y a punto de partir a Constantinopla, de donde no hubiera regresado nunca.

Su vuelta a la península no fue fácil. Nada más llegar, la Inquisición inició un proceso por sodomía contra él. Un religioso, que también estuvo cautivo en Argel, aseguró que Miguel había tenido amoríos con moros, algo bastante común. Los piratas llevaban en sus barcos «mujeres barbadas», y tenían preferencia por los prisioneros extranjeros. Algunos cervantistas plantean la pregunta de si Miguel no se salvaría tantas veces de ser ejecutado, algo poco frecuente, gracias a tener un amante argelino. De los inquisidores se salvó con una argucia legal, un documento notarial donde otros cautivos juraron que el tal Saavedra se había comportado acorde a los principios cristianos en Argel.

En los siguientes años alternó una incipiente carrera como escritor con los ruegos repetidos a la corte de Felipe II de que le premiaran de una vez por su comportamiento en Lepanto, batalla de la que ya no se acordaba nadie. Para peor, Juan de Austria y el duque de Sessa ya habían muerto. Y mientras, la orden de rescatadores le apretaba con la deuda de doscientos ducados, amenazando embargar los bienes de su familia si no les pagaba.

Fueron tres años en los que escribió como un galeote para conseguir dinero. Veinte obras teatrales, de las que solo conocemos el nombre de diez, y conservamos dos. Su novela pastoril La Galatea, con la que se unió al género de moda. Sus ingresos con la literatura apenas superan los cien ducados anuales. El sueldo de un barrendero madrileño entonces era de cincuenta. Al final de este período, por fin recibe un cargo oficial, el de comisario de abastos. Durante el tiempo que le duran ese y otros dos cargos públicos, trece años, deja de escribir.

Y comienza la parte más insulsa de su biografía. Muere su amigo de juventud Pedro Laynez, y acude a su pueblo, Esquivias, para ayudar a la viuda en una edición póstuma de sus poemas. Allí se casa con Catalina de Esquivias, una joven de diecinueve —él tiene treinta y siete—, con la que nunca tendrá hijos. Pero de cuyas tierras acabará viviendo, al menos en parte. Primero recorre Andalucía expropiando cereales y aceite a los campesinos para la Armada Invencible. Es decir, se los compra a la fuerza al precio que pone el rey, inferior al real de mercado. Luego es nombrado proveedor de galeras, más o menos lo mismo, y más tarde recaudador de impuestos.

Esta vida termina con su encarcelamiento debido a un juez corrupto que quiere ser sobornado. En un trámite habitual y no penal, los funcionarios de palacio reclaman al recaudador Cervantes una pequeña cantidad que le resta entregar de los tributos. Un ajuste contable, vaya. Pero el juez, para recibir un soborno a cambio de su liberación, le reclama la cantidad total, seis mil ochocientos ducados, y lo encarcela. Miguel se niega a pagar el soborno, apela al rey, y no solo le dan la razón, obligan al juez a liberarlo. Pero como todo tarda tanto con la burocracia del Siglo de Oro, pasa seis meses en la cárcel.

Cuando sale es un hombre de cincuenta y uno, desengañado, viejo, harto de todo. Escribe un soneto a la muerte de Felipe II, donde habla de su decepción. El rey que tanto prometió para su imperio no dejó nada, ni bienestar para los ciudadanos del reino ni para quienes le sirvieron, como él. Con su hijo Felipe III no tiene oportunidades en la corte. Su vida laboral ha terminado. Regresa a Esquivias, donde se convierte en ese hidalgo rural que tanto se parece al Alonso Quijano en El Quijote. Ve nacer el éxito de la nueva novela picaresca, un invento moderno que le parece horrible. Hay que recuperar, piensa, el sentido moral de la literatura, su valor de ejemplo, no alabar al superviviente que sale adelante entre la corrupción y la ineficiencia españolas. Y entonces comete el mayor acierto y a la vez el mayor error de su vida. Su verdadera gran cagada. Escribe la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, una autoficción donde se cachondea de sus propios sueños y aspiraciones, de ese soldado de Lepanto convencido de los proyectos megalómanos de Felipe II, de una España quebrada, y de una vida personal en que no ha alcanzado ni la gloria ni la riqueza. Y queda convencido, durante el resto de su vida, que esta novela suya era una mierda. O al menos, una cosa menor.

Nada cabreó más a Cervantes que El Quijote tuviera tanto éxito. La gente de aquel siglo, y de toda Europa, se reía a carcajadas con las patochadas del caballero loco. La tradujeron al inglés, al francés, y con el tiempo a la mayoría de lenguas del continente. Hasta William Shakespeare copió el argumento de la Historia de Cardenio, contenida en la primera parte, para estrenar una obra del mismo título en 1613. Y serían los europeos quienes enseñasen a los españoles, más o menos hacia el XIX, el valor de la novela cervantina, que aquí ya no se tenía en mucha estima.

En el mismo año de su publicación, 1605, cuando la corte había sido trasladada a Valladolid para que el duque de Lerma diera un pelotazo inmobiliario, y al agasajar a los embajadores ingleses en la plaza de toros de la ciudad, un número cómico en la arena representó el episodio de los molinos con don Quijote y Sancho encarnados en un par de actores, incluidos Rocinante como caballo viejo y flaco, y el borrico. Cervantes y Lope de Vega estaban entre el público, como escritores insignes de la corte. El autor del Quijote, más cabreado que un mono, otra vez, diciendo a todo el mundo que era mejor su novela pastoril, La Galatea. Y casi rogándoles que no lean su Quijote sino de pasada.

Al año siguiente, con la corte de vuelta en Madrid, Cervantes es admitido en las tertulias del círculo literario donde también está Lope, que le ha cogido bastante manía. Ve en Miguel a un viejo cascarrabias que siempre está en contra de la modernización de los géneros, abanderada por él. También le molesta tener que compartir el fervor de los lectores con este tipo al que aplastó en el teatro, años atrás, y que ahora todo el mundo conoce por una narración cómica. Pero que, en su opinión, no tiene ni idea de escribir.

Miguel vive en la precariedad, en un piso de alquiler en el actual Barrio de las Letras, gracias a los ingresos de los bienes de su mujer en Esquivias, que también ha acabado odiándole. Tanto como para pedir no ser enterrada junto a él. Dentro del país se cachondean del anciano gruñón, seguramente cornudo porque viejo como es no puede satisfacer a su mujer, tan joven. El embajador francés que vino de visita y pidió conocerle preguntó por qué a un escritor tan señalado no le tenía la corte situado en un puesto que le permitiese escribir con holgura. La respuesta: porque así, en la estrechez, avivará el ingenio y producirá más obras como El Quijote.

Es a eso a lo que Cervantes se niega en rotundo. Se resiste a escribir la segunda parte del Quijote, por mucho que se lo pidan todos, porque se niega que esa novelilla que no es ni ejemplar, como las otras suyas, sea motivo de su fama. De hecho no remató la gran revolución de la novela moderna hasta que alguien publicó, bajo el nombre de Tomás de Avellaneda, la segunda parte apócrifa. Dicen que fue un negro literario encargado por Lope de Vega, que ya no podía más con él, pero no está demostrado. El de Avellaneda no es malo, pero no tiene la brillantez cervantina. Su mayor valor es provocar un metajuego literario dentro del verdadero segundo Quijote que eleva aún más el valor de la obra. Avellaneda hace mejor a Cervantes. De hecho su mérito es haberle obligado a escribirlo, convertirlo en inmortal.


Miguel, como escritor, es un dios. Y como hombre no puede estar más ciego para no verlo. Nunca entenderá el valor de su Quijote, y morirá cagándola en un intento de ser recordado por otra obra.


Enfermo, agotado, cada vez más pobre, con problemas renales y hepáticos, seguramente diabético, medio sordo, sin dientes, tal como se retrata a sí mismo con sorna, cree que va a morir como un escritor menor, y que pronto será olvidado. Necesitaba escribir algo que le pusiera por encima de Lope de Vega, que situase su genio en el Parnaso junto a las musas. Las formas clásicas, el pasado, pensaba, eran mejores literariamente que todas las modernizaciones de género a las que está asistiendo. Incluida la suya, la reforma de la novela. Así que su oportunidad, piensa, es volver a los clásicos.


El resultado es un bodrio. Una novela bizantina como la que llevaba haciéndose desde finales del Imperio romano. Los trabajos de Persiles y Segismunda. Su cagada final, nivel genio. Nivel dios.


Tras su muerte es enterrado deprisa. Ningún lector acompaña su ataúd, como harán los de Lope pocos años después, honrándole como a un santo. Le olvidarán tanto que ni llegarán a encontrarse sus huesos cuando los busque Ana Botella, siglos después. Los ilustrados del XVIII le despreciarán. Su profecía está cumplida. Solo los europeos nos lo devolverán, haciendo que le leamos de nuevo, al advertirnos que toda la novela occidental moderna bebe y nace en El Quijote, en cientos de lenguas distintas.

De no haberla cagado tanto, Miguel de Cervantes Saavedra, o Cortinas, hubiera sido un cortesano más, empleado en el palacio real, autor de sonetos secundarios, tan poco recordado como Pedro Laynez. Y hoy estaríamos en un mundo literario distinto porque El Quijote modificó la forma de narrar de este planeta. Qué gran cagada fue tu vida, Miguel. Qué gloriosa gran cagada.

martes, 29 de noviembre de 2022

"Dostoievski, el poder del espíritu" por Rafael Narbona



Nabokov no comprendía a Dostoievski. Opinaba que sus novelas solo eran una deplorable combinación de caos y sentimentalismo. No soportaba su fervor religioso y su exaltación del pueblo ruso. A veces, las grandes antipatías surgen de secretas afinidades u obsesiones comunes. Nabokov y Dostoievski se asomaron a los mismos abismos: las pasiones desordenadas, las miserias de la razón, la impotencia ante la vida, el tacto áspero de la muerte, el filo acerado de las ideas.

Nabokov respondió a esos desafíos con escepticismo y desencanto, buscando en la literatura el orden que no apreciaba en el universo. La belleza le parecía el único consuelo al que se podía apelar desde la razón. En cambio, Dostoievski se refugió en la tradición y la fe. Responsabilizó a Occidente de propagar el nihilismo y la desesperanza, afirmando que solo el alma rusa, fiel a las enseñanzas del cristianismo primitivo, podía ofrecer una alternativa saludable a una humanidad sumida en la angustia y el miedo.
El tiempo parece haberle dado la razón a Nabokov, pero se trata de una victoria amarga, pues el desencantamiento del mundo ha producido un infortunio colosal. El hombre ha interiorizado que solo es una mota insignificante en un cosmos frío e indiferente y no percibe otro horizonte que la nada. El refinado y cínico Humbert Humbert se mofa del Príncipe Myshkin, un "idiota" que intentó obrar éticamente y al que la historia ha vapuleado sin compasión. Los libertinos han silenciado a los santos, celebrando el placer y el instante.


La carcajada estridente del Marqués de Sade es la melodía triunfante de nuestro tiempo. Nabokov no ha cesado de coleccionar "nínfulas", criaturas tan frágiles como esas mariposas que cazaba con su red y clavaba en un cartón. En cuanto a Dostoievski, se reconoce su genio literario, pero se escarnecen sus ideas. Arrodillado ante un icono, su imagen parece tan anacrónica como las reliquias de un viejo monasterio ortodoxo.

"Si Dios no existe, todo está permitido", sostiene Iván Karamázov. El actual concepto de la ética repudia esa reflexión, pues presupone que la moral es autónoma y no necesita un fundamento sobrenatural. La autonomía es un principio líquido que abona una perspectiva relativista. Si la razón humana es la única legisladora, ¿qué impide que los valores se desplacen o inviertan según las épocas? Para los héroes de la Ilíada, rematar al adversario herido y vencido no era una abominación, sino un acto virtuoso. Aquiles se compadece de Príamo, pero no lo hace por razones sentimentales.

En el mundo antiguo, perdonar al enemigo derrotado acredita magnanimidad, grandeza, no compasión. El perdón implica poder, magnificencia. Es un lujo, casi un despilfarro. No está al alcance de los débiles. Es una prerrogativa exclusiva de los grandes caudillos. Es lo que intenta explicarle Oskar Schindler al brutal Amon Göth, comandante del campo de concentración de Plaszow, en la famosa película de Steven Spielberg, pero el oficial nazi prefiere continuar satisfaciendo su instinto criminal.

Nietzsche consideraba que la magnanimidad era superior a la compasión. Su filosofía es un intento de restaurar la moral de Odiseo, Aquiles y Áyax el Grande. El superhombre es magnánimo, pero no compasivo. El filósofo alemán admiraba a Dostoievski por su intuición psicológica, por su capacidad de describir el paisaje interior de un hombre atormentado, por su recreación del resentimiento, la impotencia y el nihilismo. Estaba de acuerdo en que si Dios no existía, todo estaba permitido, pero no le desagradaba que fuera así, pues pensaba que la legitimidad de la moral procedía de la fuerza y no de sentimentalismos decadentes y opuestos al sentido ascendente de la vida.

Nabokov no es un filósofo, pero comparte con Nietzsche el desprecio por la tradición judeocristiana. No piensa que el hombre sea algo sagrado. No pretende invertir los valores. Simplemente, cree que no existen. Humbert Humbert deshumaniza a Lolita sin que le estorbe la mala conciencia. En cierta manera, es el heredero del Marqués de Sade, pues interpreta la vida como juego, exceso, éxtasis. Ni siquiera está cerca de Raskólnikov, pues este mata a la usurera para liberar a su hermana de un matrimonio indigno. Lolita no es simplemente una víctima. Simboliza la destrucción de la inocencia en un entorno contaminado por la frivolidad, el hastío y el cinismo.

En Los demonios, Dostoievski también aborda el tema de la inocencia profanada, pero no desde la perspectiva de Nabokov, sino desde el prisma de Nietzsche. Stavroguin viola a Matryosha, una niña de once años —la edad de Lolita— para demostrar que puede usurpar el lugar de Dios, decidiendo sobre la vida y la muerte de los otros. No acepta ningún mandato externo, pues cree en la autonomía absoluta de su voluntad. No comete su crimen con placer morboso, como Humbert Humbert, sino con desgana y hastío. "Su malignidad —explica Dostoievski— era fría, tranquila y, si se puede decir así, racional; por tanto, la más repugnante y terrible de entre todas las posibilidades". Su regla de oro es que no existen ni el bien ni el mal. Las categorías morales solo son prejuicios. Sin embargo, no puede evitar sentir lástima por su víctima, un sentimiento que lo enloquece y acaba llevándolo al suicidio. Humbert Humbert jamás conocerá el remordimiento. Solo le aflige la frustración de haber perdido a Lolita y, lejos de quitarse la vida, asesinará a Clare Quilty, otro perverso y el hombre que le ha arrebatado a su "nínfula".

Stavroguin pertenece a esa aristocracia educada en Occidente incapaz de comprender el alma del pueblo ruso. Por el contrario, María Lebyadkin, su esposa enferma y virginal, encarna las virtudes de ese pueblo desdeñado por los intelectuales y las clases altas. Inocente y sin malicia, su religiosidad desprende una sabiduría ancestral. Para ella, "la Madre de Dios es la gran madre, la tierra húmeda".

La obligación del ser humano es cuidar y cultivar esa tierra para que proporcione frutos. Para Dostoievski, la salvación de la humanidad solo puede venir de la fe sencilla del pueblo, que inspira hermosos gestos como la de esa niña de diez años que le dio una limosna cuando se hallaba deportado en Siberia y tiritaba de frío en una estación de tren en compañía de otros condenados. Conmovida por su miseria, la niña, una pobre campesina, se desprendió de una moneda, depositándola en su mano y le dijo: "Por el amor de Cristo".

En la estepa, Dostoievski aprendió que cuando el hombre pierde toda esperanza, se convierte en un ser abyecto o muere de dolor. Hijo de su siglo, todas las dudas y vacilaciones se disolvieron con el hambre, el frío y los malos tratos. Su conversión no se debió a una convicción racional, sino a un impulso del corazón semejante al de Kierkegaard, que descartó la posibilidad de la certeza en el terreno de lo espiritual. "Si alguien me demostrase que Cristo está fuera de la verdad, y que, en realidad, la verdad está fuera de Cristo —escribe Dostoievski—, entonces preferiría quedarme con Cristo antes que con la verdad".

Nabokov detestaba ese razonamiento, pues no creía en Cristo ni en la verdad. Al igual que Stavroguin, pertenecía a la élite educada en la cultura occidental. Con Humbert Humbert no quiso desafiar a Dios, sino mostrar cómo era el mundo realmente: un teatro donde no hay reglas morales universales ni permanentes, sino juegos perversos. Como Sartre, opina que el amor es una ilusión. Solo existe el deseo, que nos cosifica. De ahí que los otros sean el infierno.

Su mirada nos deshumaniza, pues solo aspira a la dominación y el sometimiento. Lolita es el ser humano abandonado a su suerte, una criatura a la que le han despojado brutalmente de su inocencia y que ya no espera nada de sus semejantes. De hecho, acabará asumiendo el cinismo de los adultos que han abusado de ella.

Dostoievski advirtió que la razón escondía grandes peligros. Stavroguin se convierte en un violador por un exceso de racionalidad. Humbert Humbert no parece tan racional, pero en el fondo comparte la convicción de que el bien y el mal son conceptos relativos y, por tanto, intercambiables. Dostoievski, al que se lee sobre todo por sus dotes como psicólogo y su capacidad para recrear experiencias como la soledad, la locura o el desamparo, prefirió dejar de lado la razón y confiar en el poder del espíritu.

Su fe siempre soportó el acecho de la duda, como cuando contempló en Basilea el Cristo muerto de Hans Holbein y casi sufrió una crisis epiléptica, pues solo advirtió en la imagen impotencia, dolor y miseria. Sin embargo, luchó contra esa impresión y prefirió aferrarse a la idea de que Cristo realmente era el camino, la verdad y la vida.

En nuestros días, el materialismo parece haber derrotado al espíritu, pero esa victoria no ha traído paz, sino desesperación. Sartre, Camus, Cioran, no ofrecen al ser humano otra salida que la náusea, el pesimismo o el sarcasmo. Dostoievski, con su mensaje de fe y esperanza, tal vez resulte incomprensible o irritante para los que reducen la verdad a evidencias empíricas, pero aún sigue reconfortando el alma de los que no pueden aceptar la idea de que el hombre solo sea un ser para la muerte.

martes, 22 de noviembre de 2022

"William Shakespeare, poeta del caos" por Rafael Narbona



Al leer a Shakespeare se experimentan las mismas sensaciones que al adentrarse en un texto sagrado: temor, perplejidad, asombro, espanto. Parece que todo aconteciera por primera vez, que cada historia fuera el principio de una cadena infinita, que la locura, lejos de ser una desgracia humana, constituyera una de las fuerzas del universo. Las historias de Shakespeare no están sujetas a las servidumbres del tiempo y el espacio. Ostentan la extraña perennidad de los mitos, capaces de conmover indistintamente a todos los hombres. La gloria de los clásicos depende de su capacidad de estar asociados a una imagen.

Cervantes es inseparable del hidalgo enloquecido que embiste a los molinos. No podemos pensar en Dante sin evocar los nueve círculos del Infierno. Homero nos trae a la mente la cólera de Aquiles y la ira del cíclope. Shakespeare ha creado una imagen que abarca toda la aventura de la conciencia humana. Somos el único animal que piensa en su muerte y se plantea si la vida es un don o una horrible condena.
Hamlet, daga en mano, preguntándose si merece la pena existir o no, si es razonable aguantar el infortunio o ponerle fin con un gesto letal, simboliza la anomalía de nuestra especie. Hace tiempo que dejamos de obrar solo por instinto, pero no estamos seguros de que ese salto haya constituido un progreso o una maldición. ¿Estamos más cerca del cielo o del infierno que un gato dormido al sol?

El ser humano actúa presuntamente impulsado por la razón, pero Shakespeare nos muestra que a menudo las pasiones eclipsan nuestro juicio. Otelo mata a Desdémona sin pruebas inequívocas de su deslealtad. El rey Lear reparte su reino entre sus hijas, a pesar de que eso significa quedar expuesto a las aristas de la ingratitud filial. Romeo y Julieta se enamoran, sin ignorar que su idilio puede desembocar en una orgía de sangre, pues sus familias están mortalmente enemistadas.

Shakespeare nos enseña que hay una violencia desatada por las pasiones, turbia y brutal, pero hay otra violencia peor, la violencia inspirada por la ambición. Lucifer se rebeló contra Dios porque anhelaba usurpar su poder. Destruyó la armonía del Paraíso Celestial, corrompiendo a otros ángeles, que se aliaron con él para asaltar el trono del Padre. Ese lejano intento de parricidio –Lucifer intentó matar a Dios, su creador– es el arquetipo de otras acciones similares: Edipo matando a su padre en un cruce de caminos, el bastardo Smerdiakov acabando con la vida de Fiódor Karamázov, Lord Macbeth asesinando al rey Duncan mientras duerme.

En Macbeth, Shakespeare nos revela que matar al padre –un rey lo era hasta que Luis XVI fue ejecutado como un vulgar criminal– altera el equilibrio del cosmos. El cielo se oscurece, los campos fértiles se convierten en yermos, la primavera se ausenta, la razón zozobra como un barco que se estrella contra los arrecifes. El caldero de las brujas que encienden la hybris de Lord Macbeth, presagiándole que será rey, desprende una niebla espesa que sepulta el reino de Escocia y que no retrocederá hasta que el bosque de Birnan comienza a reptar por los montes de Dunsinane.

Lady Macbeth instiga a su marido a traicionar a Duncan, sin sospechar que el crimen abrirá las puertas de la locura. Lord Macbeth no podrá dormir ni descansar. Al matar a Duncan, ha matado al sueño, a la paz, a la serenidad. Su mujer descubrirá que sus propias manos se han teñido de sangre y que nada puede limpiarlas. Shakespeare es el poeta del caos, el cronista de la oscuridad y el mal, el testigo de la interminable caída del hombre en una culpa sin expectativas de redención.


Hasta la aparición de Dostoievski, ningún escritor se aventurará en un territorio tan sombrío. Sus tragedias son auténticos descensos a los infiernos, con tramas salpicadas de asesinatos, traiciones, suicidios y arrebatos de locura. Shakespeare se interesa por la historia y la política. Dostoievski prefiere circunscribirse a las cuestiones morales y religiosas. Ambos estudian la psicología humana, pero con una importante diferencia: Dostoievski nunca priva a sus personajes del hilo de la esperanza, por tenue que sea. En cambio, Shakespeare deja al hombre a la intemperie.

Los dioses no son benévolos, sino crueles y despectivos. Disfrutan con nuestro sufrimiento. Incluso lo provocan para aliviar su tedio. No les preocupa la justicia ni la equidad. Shakespeare no es un autor cristiano. Su perspectiva coincide con la de los trágicos griegos. No hay que esperar nada del cielo. Es absurdo presentar a los dioses como los padres de la humanidad. Shakespeare es despiadado con sus criaturas. Ni siquiera recurre al "Deus ex machina" para salvarlos de su amargo destino.

Eurípides se compadece hasta de Medea, invocando a Helios para que le envíe su carro y poder huir de la ira de Creonte y Jasón. Podría castigarla, pues ha matado a sus hijos y se lo merece, pero elige la clemencia. Shakespeare obra de otra manera. No ahorra al rey Lear el horrible sufrimiento de perder a Cordelia, ahorcada en un calabozo cuando estaba a punto de recuperar el poder y resarcir la injusticia que había cometido con ella, acusándola de mala hija por aconsejarle que no se despojara de su reino y lo dividiera entre sus herederos.

¿Quién era realmente Shakespeare? ¿El humilde palafrenero con escasos conocimientos de latín que acabó siendo actor, autor y propietario de una compañía de teatro? ¿Fue tan deficiente la formación de Shakespeare y tan humildes sus orígenes? Hoy sabemos que Shakespeare fue hijo de un próspero comerciante de lana que ocupó un alto cargo del gobierno local. Gracias a eso, adquirió el derecho de estudiar en el Stratford Grammar School, un centro bastante riguroso que instruía a sus alumnos en gramática y literatura latinas. No hay ningún documento que acredite la asistencia de Shakespeare a esta escuela, pero su conocimiento de las obras de Esopo, Ovidio y Virgilio, algo que puede apreciarse en sus dramas, avala esta hipótesis.


Los escépticos han apuntado que el verdadero autor del corpus shakesperiano fue un grupo de pensadores dirigidos por Francis Bacon, Walter Raleigh y Edmund Spenser. Otros han señalado como posibles autores a Christopher Marlowe, Edward de Vere, decimoséptimo conde de Oxford, o incluso a lady Mary Sidney, condesa de Pembroke. Todas estas teorías no parecen muy creíbles. Al margen de esta polémica, sabemos algo con seguridad sobre la pluma que alumbró Hamlet, Macbeth, El rey Lear o La tempestad. Dudaba de la existencia del Dios cristiano, pero había algo que le aterraba más: la posibilidad de que no existiera y el mundo solo fuera el cuento de un idiota, una historia sin significado llena de ruido y furia.

Shakespeare fue un hombre atormentado. Sus comedias evidencian que no carecía de sentido del humor, pero su interpretación del universo se parece a la de Pascal: vivimos suspendidos sobre un abismo, amenazados por el frío, el silencio y la oscuridad. Pascal halló consuelo en la fe; Shakespeare, incapaz de creer en la misericordia de un Dios bueno, se limitó a deambular por un páramo umbrío y lluvioso, acompañando al rey Lear y su bufón, abrumado por la sospecha de ser la pesadilla de un aciago demiurgo.

miércoles, 28 de septiembre de 2022

"Los enigmas que encierra la obra cumbre de Marcel Proust" por Roland Barthes




La historia literaria tiene, al parecer, pocos enigmas. Aquí tenemos uno cuyo protagonista es Proust. Me intriga y me interesa en la medida en que se trata de un enigma de creación (los únicos que son pertinentes para aquel que desee escribir).

No nos cansamos de repetir que Proust solo escribió una obra, En busca del tiempo perdido, y que, aunque esta obra sea nominalmente tardía, todas las publicaciones menores que la precedieron la estaban anunciando. Bien. Pero la vida creativa de Proust presenta dos partes muy bien delimitadas. Hasta 1909, Proust lleva una vida social activa, escribe cosas sueltas, esto o aquello, busca, experimenta, pero claramente la gran obra no “cuaja”. La muerte de su madre, en 1905, lo trastorna mucho, lo aparta un tiempo del mundo, pero el deseo de escribir vuelve enseguida, sin que pueda, al parecer, superar una cierta agitación estéril. La agitación se acentúa y toma poco a poco la forma de una indecisión: ¿se propone (o quiere) escribir una novela o un ensayo? Intenta el ensayo partiendo de las ideas de [el crítico] Sainte-Beuve, aunque en un estilo novelesco, ya que mezcla fragmentos de estética literaria, episodios, escenas, diálogos, personajes que encontraremos más adelante en En busca del tiempo perdido. Este ensayo (palabra límite), llamado Contra Sainte-Beuve, conforma un manuscrito que entrega en junio de 1909 a Le Figaro y que le rechazan en agosto. Aquí tenemos un episodio enigmático del que no sabemos nada, un “silencio” que constituye el enigma del que hablaba: ¿qué ocurre en este mes de septiembre de 1909 en la vida o en la cabeza de Proust? El caso es que la biografía lo sitúa en octubre de ese mismo año ya lanzado de cabeza en la gran obra a la que sacrificará todo lo demás, retirándose del mundo para escribirla, llegando a arrancársela a la muerte por muy poco. Así que tenemos dos situaciones, a uno y otro lado de este mes de septiembre de 1909: antes, la vida social, la creación dubitativa; después, el retiro, la rectitud (evidentemente, estoy simplificando).

Lo que está en juego en esta mutación es lo siguiente: todos los escritos de Proust anteriores a En busca del tiempo perdido tienen un aspecto fragmentario, corto: relatos, artículos, trozos de textos. Tenemos la impresión de que los ingredientes están ahí (como se suele decir en términos culinarios), pero que la operación que los transformará en plato todavía no ha tenido lugar. Realmente “no es eso”. Y luego, de golpe (septiembre de 1909), “cuaja”: la mayonesa se liga y ya solo queda espesarla poco a poco. Proust practica además la técnica de los “añadidos”: va reinfundiendo de forma constante alimento a este organismo que crece, porque ahora ya tiene una forma. La misma grafía cambia: Proust siempre escribió, como decía él, “al galope” (y este ritmo manual no puede dejar de estar relacionado con el ritmo de su frase); pero en el momento en que arranca En busca del tiempo perdido, la escritura cambia: se “concentra”, se “complica”, se sobrecarga de correcciones que brotan por todas partes. En suma, durante este mes de septiembre se produce en Proust una especie de operación alquímica que transmuta el ensayo en novela, y la forma breve, discontinua, en forma larga, hilada, adornada.

¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha hecho que, de repente, un mes de verano en París, la cosa “cuaje” y sea para siempre (hasta la muerte de Proust en 1922 y mucho después, ya que nuestra lectura presente, activa, no deja de engordar En busca del tiempo perdido, no deja de sobrealimentarlo)? No creo que haya que buscar un aspecto determinante en la biografía. Es cierto que los acontecimientos privados pueden tener una influencia decisiva sobre una obra, pero esta influencia es compleja, se ejerce con retardo. No cabe duda de que la muerte de la madre es, en cierta forma, el hecho seminal de En busca del tiempo perdido, pero la obra no se puso en marcha hasta cuatro años después de esa muerte. Creo más bien en un descubrimiento de orden creativo: Proust encontró un medio, quizá puramente técnico, para que la obra se “sostuviera”, para “facilitar” su escritura (en el sentido operativo de la palabra, como cuando hablamos de “facilitadores”).

Intuitivamente, diría que lo que encontró podría pertenecer a una de las cuatro “técnicas siguientes” (o a varias de ellas al mismo tiempo):

1) Una cierta forma de decir “yo”, una forma de enunciación original que remite de forma indudable al autor, al narrador y al protagonista. 2) Una “verdad” (poética) de los nombres propios que elige definitivamente; para los nombres principales de En busca del tiempo perdido Proust tuvo muchas dudas y la obra parece ponerse en marcha en el momento en que encuentra los nombres “adecuados” (es bien sabido, por otra parte, que en la propia novela encontramos una teoría del nombre propio). 3) Un cambio de proporciones; es posible (gracias a una química misteriosa) que un proyecto que lleva tiempo bloqueado se haga posible en el momento en que se decide bruscamente, y como por una inspiración repentina, aumentar su tamaño; en el orden estético, las dimensiones de una cosa determinan su sentido. 4) Finalmente, una estructura novelesca que a Proust se le revela en La comedia humana y que es (cito a Proust) “la admirable invención de Balzac de haber conservado los mismos personajes en todas sus novelas”, procedimiento condenado por Sainte-Beuve pero que, para Proust, es una idea genial. Cuando conocemos la importancia de los retornos, coincidencias, inversiones a lo largo de toda la obra, y hasta qué punto Proust estaba orgulloso de esta construcción mediante encabalgamientos, que hace que un detalle insignificante que aparece al principio de la novela reaparezca al final como crecido, germinado, desplegado, podemos pensar que Proust descubrió la eficacia novelesca de lo que podríamos llamar “acodos” de figuras: una figura plantada aquí, a menudo discretamente (digamos, por ejemplo, la dama de rosa), reaparece mucho más tarde, a caballo sobre una gran cantidad de otras relaciones que van formando una nueva planta (Odette).

Estos elementos deberían ser objeto de investigación, tanto biográfica como estructural. Y por una vez la erudición se podría justificar en la medida en que alumbraría a “los que quieren escribir”.

domingo, 7 de agosto de 2022

"La médica imaginaria" por Irene Vallejo


En los veranos de infancia y sed, tu madre repetía: no dejes de asombrarte cada vez que abras el grifo. Y cuando girabas la manija, te parecía que el chorro brotaba como riéndose y silbando, sorpresa, sorpresa. Ella intentaba que retuvieras ese instante de fascinación, que conservaras siempre viva la admiración por esos avances ya rutinarios. Con el paso del tiempo, cuando se borra el halo de novedad, cuando nadie recuerda que no siempre hubo carcajadas de agua en las casas, olvidas proteger el prodigio. Y así es como empiezas a perderlo.

Los logros que hoy disfrutamos son fruto de una larga cadena de esfuerzos y riesgos. Conocemos la peripecia de la griega Agnódice a través de Higino, un escritor de origen hispano, primero esclavo y luego liberto del emperador Augusto. Contó en sus Fábulas que la avanzada democracia ateniense prohibía —bajo pena de muerte— estudiar medicina a los esclavos y las mujeres. Un asunto tan vital como el nacimiento de los herederos no podía quedar en manos de personas sospechosas de inferioridad moral. Para aprender los secretos de la profesión, la atrevida Agnódice se cortó el pelo y se vistió de hombre. Cuando ya ejercía, siempre con ropa masculina, sus colegas empezaron a envidiar el éxito que conseguía entre las pacientes. Obsesionados por la infidelidad, los atenienses recelaron de ese médico joven, delicado y depilado, y lo denunciaron por seducir a las damas casadas y cansadas del encierro en el gineceo. En el juicio, sin otra salida, Agnódice levantó su túnica hasta el cuello. Fue un error: los médicos exigieron su ejecución por la osadía de disfrazarse de hombre. Como reacción, las mujeres se movilizaron: amenazaron con no tener relaciones sexuales y librarse de parir. “Si ella no puede acercarse a nuestros cuerpos enfermos, tampoco lo haréis vosotros a nuestros cuerpos sanos”. La revuelta femenina surtió efecto y la médica fue absuelta. Un año después, una nueva ley permitió a las atenienses estudiar y practicar la medicina, con una condición: solo atenderían a otras mujeres.

Nunca sabremos si Agnódice existió en realidad, pero la fuerza de las historias es tan poderosa que —incluso si son imaginarias— pueden tener consecuencias históricas. En 1869 la británica Sophia Jex-Blake logró ser la primera mujer admitida en la Facultad de Medicina de Edimburgo. Consciente del prestigio de los clásicos, su alegato se basó en el relato de Higino sobre aquella audaz ateniense.

En la España de 1841, un alumno reservado y huidizo de la Facultad de Derecho de Madrid —capa, pelo corto— fue desenmascarado: se trataba de la joven Concepción Arenal. El rector quiso expulsarla, pero ella argumentó, insistió, resistió. Finalmente le permitieron acudir como oyente, pero sin exámenes ni título. Cada mañana, un bedel la esperaba en la puerta y la conducía a una habitación cerrada. El profesor recogía allí a Concepción, la custodiaba camino al aula, la sentaba en un rincón apartado y, al concluir, la devolvía a la habitación. La escena parece anunciar la llegada de los primeros estudiantes negros a las universidades del sur de Estados Unidos, más de un siglo después, escoltados por tropas federales.

En buena parte del planeta no existen ya barreras legales que impidan el acceso a la educación. Sin embargo, persiste una que bien conocía Sancho Panza: “Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener; y antes se toma el pulso al haber que al saber”. Cervantes no ignoraba los apuros de las familias sin pedigrí: su licenciado Vidriera, hijo de labradores, solo puede asistir a clase en Salamanca como criado de dos ricos estudiantes —”gente antojadiza y gastadora”—. En el presente, las becas son la clave de bóveda que permite traspasar los muros; esos grifos de agua que no deberíamos cerrar con indiferencia. La palabra “beca” daba nombre a una prenda de vestir y, más tarde, a una prebenda económica para alumnos sin medios. Simbólicamente representa la esperanza de que nadie deba disfrazarse —como hicieron Agnódice o Concepción— para abrir las puertas del saber: el sueño de que la universidad sea de verdad una casa universal.

"Vacaciones abrasadoras y aburridas en el Madrid desierto de Ignacio Aldecoa" por Lourdes Ventura




"Cuando Elisa salió a la calle caía el sol tras de las altas casas del otro lado de la avenida [...] Casi no había tráfico y los pocos coches que pasaban lo hacían lentamente. Era la hora perezosa y misteriosa en que los juegos de los niños pasan a ser mágicos, en que los dibujos en el polvo se transforman en criptogramas cabalísticos y en el que las conversaciones se adormilan en susurros plenos de complicidad".

Así describe Ignacio Aldecoa (Vitoria, 1925 - Madrid, 1969) la hora del crepúsculo en el Madrid desierto del verano, en donde su protagonista se mueve a la deriva, entre las terrazas de los cafés y las tabernas populares a las que acude con un fotógrafo bohemio. La atmósfera de Los pájaros de Baden-Baden evoca la respiración interna de unos personajes burgueses aplastados por el calor y el aburrimiento. La acción del relato se desarrolla en un tiempo delimitado: los días de julio y agosto, hasta las primeras lluvias de septiembre. El calor en la ciudad despoblada es un protagonista más.
Una joven algo perdida se ha quedado en Madrid para escribir un libro. A mediados de los años 60 una mujer sin marido resultaba una mujer incompleta. Elisa, universitaria y bella, refugiada en las habitaciones sofocantes de su casa, tiene miedo de la futura derrota de su cuerpo: "Ahora la abrazaba el temor de la vergüenza de la edad: de sus treinta y cuatro años y su soltería".

Aun así, Elisa es capaz de sentarse sin compañía a la hora del ocaso en una terraza del paseo de Rosales. Ante una mujer atractiva y solitaria, rodeada de cuadernos de trabajo como un muro simbólico, los Rodríguez de aquellos calurosos veranos sólo se atrevían a franquear la muralla intelectual si previamente habían sido presentados. Para entender la sensualidad reprimida de aquel tiempo –y es un punto central que conecta directamente el deseo no exteriorizado con el calor manifiesto en este relato–, hay que fijarse en los diálogos a medias de los otros dos hombres que asedian a la protagonista con el mayor de los disimulos.

Ricardo, casado con una compañera de estudios de Elisa, la aborda por casualidad en la terraza de Rosales: "Pero ¿qué haces tan sola? Pero ¿qué haces aquí? Esto se avisa, traidora". Confianzudo, simpático, comenta que está guapísima y prepara el camino para volverla a ver otro día, en una piscina, en una terraza nocturna a las afueras de Madrid, huyendo del calor. Empieza, como táctica, dando un poco de pena: "Yo, de Rodríguez, como un perro sin amo. Por la mañana, el Ministerio. Como en cualquier parte. Luego la siesta y a aburrirme".

Un confidente maduro

Hay otro Don Juan llamado Pedro, un médico. También saldrá con Elisa a las terrazas. Su esposa y Elisa son buenas amigas. Él hace de confidente maduro; cuando los celos pueden con él, imaginamos que esta declaración inconclusa viene de lejos: "Si tú hubieras sido razonable… Elisa, si tú hubieras querido… Lo mismo en el verano que en el invierno… A veces no cuentas con que los demás, con que yo…". Elisa le corta bruscamente: "No sigas".

Sólo el fotógrafo artista, en su desenvoltura y a golpe de cubalibres, consigue conquistarla, para decepcionarla pronto. "Yo creo que en el estudio hace más calor, pero puede que usted esté más cómoda […] El blancor de los azulejos y el agua de las pilas dan una impresión de frescor".

Ella ha acudido a ver al artista para contratar unas fotos para su trabajo. El desorden de la casa bohemia, el joven que baja las escaleras, con shorts y una camisa atada a la cintura, a por "un gran trozo de hielo", las artísticas fotografías en las carpetas, el cubalibre que anuncia otras copas. El narrador omnisciente describe lo que debió pensar Elisa: "El hielo en los vasos estaba lleno de campanillas y luceritos".

En las novelas de veranos tórridos siempre se bebe un alcohol específico. Al inicio del relato de Aldecoa, Elisa toma un sorbo de cerveza para comprobar que está "desagradablemente tibia". Su amigo Ricardo llama al camarero y pide: "Cangrejos y cerveza muy fría". Con el bohemio, beberá cubalibre con mucho hielo. Los personajes de Los caballitos de Tarquinia, de Marguerite Duras, de veraneo en la calurosa provincia de Viterbo, beben sin parar Campari. Es esta novela de Duras una de las mejores historias sobre un verano abrasador. Profundo, existencial, amenazante, es el calor de Argel en El extranjero, de Camus.

En el entierro de la madre del protagonista "el resplandor del cielo era insostenible". En un momento dado el cortejo funerario pasa por un camino en obras recientes: "El sol había hecho saltar el alquitrán. Los pies se hundían en él y dejaban abierta su carne brillante". En El extranjero, el protagonista bebe café con leche, como en otros lugares de África donde se aplacan las altas temperaturas con bebidas calientes. En un relato de los Cuentos romanos, de Alberto Moravia, el calor de Roma invita a tomar Martinis.

Elisa, en Los pájaros de Baden-Baden, sentada en Rosales "como si estuviera en un mirador que al mismo tiempo fuese un muelle", ve tornarse de rojo la tarde madrileña como si se tratara del Mediterráneo. "Había dejado sus cuadernos abandonados sobre el mármol del velador y miraba al mar resultante de muchos mares de verano", escribe Aldecoa. El autor de Con el viento solano, más surrealista ibérico que realista, tertuliano insomne, esposo de la escritora Josefina Rodríguez, fue amado por el cine y Mario Camus llevó a la pantalla varias de sus obras, entre ellas estos Pájaros de Baden-Baden.

Nuestros padres y abuelos repetían en verano esta frase: "Madrid en agosto, con dinero y sin familia, Baden-Baden". Se atribuye a Francisco Silvela, Presidente del Consejo de Ministros entre 1899 y 1903. Una invención paradójica, comparar el lujoso balneario de la Belle Epoque, en Baden-Baden, al suroeste de Alemania, con el castizo Madrid de finales del XIX, caluroso, popular y de sillas al fresco con botijos. La ironía de Aldecoa es retratar a un puñado de seres varados en un Madrid marítimo y solitario y hacer un guiño al público con ese Baden-Baden lejano, fastuoso y soñado.

miércoles, 3 de agosto de 2022

"La redención americana de Lorca: así escribió 'Poeta en Nueva York' entre la depresión y el desamor" por Nuria Azancot




Era su primer viaje a América, pero al partir el 19 de junio hacia Estados Unidos a bordo del transatlántico Olympic desde el puerto de Southampton, el desánimo abrumaba a Federico García Lorca (Fuente Vaqueros, 1898 - Viznar, 1936). Por una parte, no lograba superar su ruptura sentimental con el escultor Emilio Aladrén, amigo de Salvador Dalí y de Maruja Mallo, que lo describía como "un lindo chico, muy guapo, muy guapo, como un efebo griego. Era un festejante mío (como dicen en Argentina) y Federico me lo quitó […]". Tras dos años de relación (1927-1928), Aladrén había abandonado al poeta por la inglesa Eleanor Dove.

Por si esto fuese poco, tras el éxito del Romancero gitano sufrió las burlas insidiosas (y tal vez tiznadas de envidia) de sus mejores amigos, Dalí y Luis Buñuel, que tildaron su poesía de "comerciable" y vulgarizadora. Y, finalmente, él mismo temió estar convirtiéndose en una suerte de autor folclórico dedicado a la gitanería.
Su depresión era tal (según Ian Gibson le rondó incluso la idea del suicidio) que Fernando de los Ríos, su antiguo profesor y amigo de la familia, le pidió que le acompañara a Nueva York. Y Lorca aceptó, a pesar de escribir al embajador de Chile, su íntimo Carlos Morla Lynch, que "New York me parece horrible pero por eso mismo me voy allí". Ya en el barco, poco antes de desembarcar, insistía: "Me siento deprimido y lleno de añoranzas. Tengo hambre de mi tierra. […] No sé para qué he partido; me lo pregunto cien veces al día. […] no me reconozco. Parezco otro Federico".




Y, sin embargo, cuando desde el buque tuvo su primera visión de Nueva York, el 26 de junio, le deslumbraron los rascacielos iluminados "que tocaban las estrellas", "las miles de luces, los ríos de autos" de aquella "Babilonia trepidante y enloquecedora". Tanto que apenas dos días después de desembarcar, escribió a su familia que "París me produjo gran impresión, Londres mucho más, y ahora New York me ha dado como un mazazo en la cabeza", y para subrayar lo increíble de la ciudad, les aseguraba que en solo tres de sus grandes edificios "cabe Granada entera. Son casillas donde caben 30.000 personas".
"Aprendiendo" inglés

Al final, pasaría nueve meses en Nueva York y otros tres meses en Cuba. Como si de un estudiante actual en viaje agosteño de estudios se tratara, el fin oficial de la aventura americana de Federico era aprender inglés. Lorca empezó a seguir cursos para extranjeros de la Universidad de Columbia en junio y julio, pero con tan poca dedicación como se temían quienes le conocían bien.

De hecho, antes de partir en La Gaceta Literaria se pudo leer: "¿A qué va Lorca a New York? ¿A aprender el inglés? […] Aprenderá el inglés en dos meses, con gramófono".
Lejos de las aulas, Lorca comenzó a frecuentar a León Felipe, Ángel Flores, Francisco Ágea, y se encontró con españoles de paso en la ciudad, como Julio Camba, Concha Espina, Antonia Mercé, Encarnación López (La Argentinita) o Ignacio Sánchez Mejías...

Cuando llegó agosto, el poeta, que no se había presentado al examen de inglés de la Universidad, escribió "El rey de Harlem", donde leemos "El sol que se desliza por los bosques / seguro de no encontrar una ninfa, / el sol que destruye números y no ha cruzado nunca un sueño, / el tatuado sol que baja por el río / y muge seguido de caimanes") y "1910 (Intermedio)", dos de los primeros poemas de lo que sería Poeta en Nueva York. También la revista Alhambra, que dirigía en Nueva York su nuevo amigo Ángel Flores, publicó dos romances traducidos al inglés y varias fotografías del poeta

Cielo abierto

Yo no podré quejarme
si no encontré lo que buscaba.
Cerca de las piedras sin jugo y los
insectos vacíos
no veré el duelo del sol con las
criaturas en carne viva.

Pero me iré al primer paisaje
de choques, líquidos y rumores.
que trasmina a niño recién nacido
y donde toda superficie es evitada,
para entender que lo que busco
tendrá su blanco de alegría
cuando yo vuele mezclado con el amor
y las arenas.

[...]
Yo no podré quejarme
si no encontré lo que buscaba;
pero me iré al primer paisaje de
humedades y latidos
para entender que lo que busco
tendrá su blanco de alegría
cuando yo vuele mezclado con el amor
y las arenas.

Vuelo fresco de siempre sobre lechos
vacíos,
sobre grupos de brisas y barcos
encallados.
Tropiezo vacilante por la dura
eternidad fija
y amor al fin sin alba. Amor.

Al tiempo, se multiplicaban las invitaciones para que pasase una temporada lejos de Nueva York, huyendo de las altísimas temperaturas de la ciudad. Finalmente, aceptará la de Philip Cummings e irá con su amigo a Eden Mills, en el estado de Vermont, un pintoresco pueblo fronterizo con Canadá.

Vacaciones en Vermont

Dicen los especialistas que la estancia en Vermont resultó clave para Lorca, pues el "paisaje prodigioso" le ayudo a soportar "una melancolía infinita" y resultó además muy fructífera en lo que a la creación poética se refiere. Escribió mucho y probablemente allí, en un estado de desesperación, nacieron los poemas "Cielo vivo", "Poema doble del Lago Edén" –con versos tan estremecedores como "Quiero llorar porque me da la gana / como lloran los niños del último banco, / porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja, / pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado"–, "Vaca" y "Tierra y luna" de su futuro libro neoyorquino.

Y sin embargo, a pesar de la amabilidad de la familia Cummings, Lorca sentía que se ahogaba en aquella vida demasiado tranquila que no solo contrastaba con las seis bulliciosas semanas vividas en Nueva York sino que, al parecer, le despertaban unos recuerdos tristes que le quemaban, según le confesó a Ángel del Río en una carta de finales de agosto.


En los poemas escritos durante esas semanas, sin embargo, son escasas y difusas las alusiones a lo extremado del clima, pues lo cierto es que Lorca seguía profundamente impactado por el trato dispensado a la minoría negra. De ahí que los poemas agosteños de Poeta en Nueva York mencionados fuesen para el poeta y dramaturgo un verdadero grito de horror, de denuncia contra la injusticia y la discriminación, contra la deshumanización de la sociedad moderna y la alienación del ser humano.

El resto de las vacaciones lo pasó en Bushnellsville y en Newburgh, disfrutando la hospitalidad, primero, de Ángel del Río y, luego, de Federico de Onís. Probablemente de esos días datan "Vuelta de paseo", "Nocturno del hueco", "Paisaje con dos tumbas y un perro asirio", "Ruina" y "Muerte". En total, García Lorca pudo pasar unas cinco semanas fuera de la ciudad en las que no dejó de escribir su futuro libro, que, sin embargo, no pudo publicarse hasta 1940, cuatro años después de su muerte.

Sin embargo, su transformación poética y personal había sido tan completa esos meses, tan abrumadora, que cuando años más tarde (entre 1931 y 1935) pronunciaba en distintas ciudades su conferencia-recital "Un poeta en Nueva York", solía dirigirse al público precisando: "He dicho un poeta en Nueva York y he debido decir Nueva York en un poeta".