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viernes, 14 de marzo de 2025

"Luis Cernuda y Luis de Baviera escuchan Lohengrin" por Rafael Narbona



Luis Cernuda siempre fue un exiliado. Su compromiso con la defensa de la Segunda República, que incluyó una breve participación como voluntario en el frente de la Sierra de Guadarrama, le obligó a abandonar España durante las postrimerías de la Guerra Civil. Conmocionado por el asesinato de su amigo Federico García Lorca, al que le dedicó una hermosa elegía (“A un poeta muerto, F.G.L.”), sabía que los vencedores no le perdonarían su condición de poeta homosexual con ideas progresistas. Aparentemente, su exilio empezó cuando los nuevos bárbaros comenzaron a incendiar España “al paso alegre de la paz”, pero en realidad la sensación de ser un extraño en su propia tierra ya bullía en su cabeza desde la juventud. Por muchas razones. Por su homosexualidad. Por el espanto que le producía “la hiel sempiterna del español terrible”. Por la tristeza que le causaba le hegemonía del catolicismo, con sus “tristes dioses crucificados”. Cernuda se exiliaba a diario, refugiándose en la belleza. La música, la poesía, el paisaje, la pintura, le parecían territorios mucho más amables que la áspera realidad. Se sentía más vinculado a un poema de Góngora, un grabado de William Blake o el aria de una ópera italiana que al mundo cotidiano, infectado de crudeza. Su incomodidad no afectaba tan solo a los aspectos más sombríos de la tradición española. El poder destructor del tiempo y la fragilidad de los afectos le producían un enorme malestar y solo lograba hallar consuelo en la imaginación. Soñar le parecía la única forma tolerable de vivir. Su poesía es un intento de sustituir el mundo real por ensoñaciones capaces de abolir, al menos por unos instantes, la tristeza, el desengaño y la muerte.
¿Por qué Ludwig Otto Frederik Wilhelm, conocido como Luis II de Baviera, fascinaba a Luis Cernuda? Si repasamos su biografía, advertiremos de inmediato sus múltiples afinidades con el poeta: amor por la belleza, pasión por el arte, homosexualidad, desdén por lo material. Apodado el “Rey Loco”, el “Rey Cisne” o el “Rey de Cuento de Hadas”, Ludwig ascendió al trono en 1864, cuando solo tenía dieciocho años. Nunca le interesaron los asuntos de Estado. Solo le apasionaba la arquitectura y la música. “A Ludwig le gustaba disfrazarse -comentaba su madre al evocar su infancia-. Amaba el arte, el teatro, la música, le gustaba dar a otros sus propiedades y dinero”. Fascinado por los cuentos y leyendas de la Edad Media, de joven se hizo muy amigo de su ayuda de campo, el apuesto aristócrata Paulo de Thurn y Taxis, perteneciente a una de las familias más ricas de Baviera. Solían cabalgar juntos, leer poesía en voz alta y representar escenas de las óperas de Richard Wagner.
El 25 de agosto de 1861, Ludwig asistió a la representación de Lohengrin y su pasión por Wagner se volvió aún más intensa. Su relación con Paulo se interrumpió cuando su amigo comenzó a interesarse por las mujeres. Su prima Isabel de Baviera, más conocida como Sissi, ocupó el vacío dejado por su amigo y ayuda de cámara, sin que surgiera en ningún momento una atracción romántica. Ludwig y Sissi compartían el amor por la naturaleza, la poesía y la música. En la intimidad, la princesa se refería a su primo como “mi Águila” y él la llamaba “mi Gaviota”. Introvertido, creativo y con buena apariencia, Ludwig era muy apreciado por sus súbditos por sus gestos de generosidad. Cuando murió su padre y subió al trono, aumentó el salario de los sirvientes de la corte y conmovió hasta las lágrimas a los Consejeros de Estado con su discurso de coronación. No habló de política, sino de arte, anticipando cuáles serían sus prioridades como rey. No tardaría mucho en dejar de acudir a los actos oficiales para centrarse en sus proyectos arquitectónicos: la construcción de tres grandes castillos, Neuschwanstein, Herrenchiemsee y Linderhof. Para ello, recurrió a la fortuna familiar, evitando tocar las arcas del Estado. Mecenas de Richard Wagner, impulsó la construcción del Teatro del Festival de Bayreuth, y Anton Bruckner, que le admiraba por su sensibilidad, le dedicó su Séptima sinfonía, compuesta entre 1881 y 1883. Nunca perdió el afecto del pueblo, pues viajaba a menudo por la campiña bávara y charlaba con campesinos y artesanos para conocer sus necesidades. Siempre dejaba un rastro de gratitud, pues no escatimaba gastos a la hora de realizar obsequios y resolver los problemas de las familias que le atendían. Todavía hoy en Baviera se le conoce como “nuestro querido rey”.
Durante su reinado, Ludwig se enamoró de tres hombres: un cortesano, el principal caballerizo de la Casa Real y una estrella de teatro húngaro. En sus diarios, extraviados durante la Segunda Guerra Mundial, manifiesta el sentimiento de culpabilidad que le produce su homosexualidad y asegura que hará lo posible para respetar los preceptos de la moral católica. Su desinterés por el gobierno y su personalidad atípica provocaron que se tejiera una conspiración para apartarle de la corona. Declarado loco a instancias de su familia, pasó sus últimos días en un pabellón de reposo. Supuestamente murió ahogado en el lago de Starnberg el 13 de junio de 1886 en compañía de su psiquiatra. Todo sugiere que no se trató de un accidente, pues Ludwig era un magnífico nadador y varios testigos presenciaron cómo dos hombres seguían al rey y a su médico hasta el lago.
Era inevitable que Luis Cernuda se sintiera seducido por el “Rey Loco”. Ambos sufrían una hiperestesia que los situó en los márgenes de la sociedad. Abrumados por la estridencia del mundo, se refugiaron en la belleza y murieron lejos de sus sueños, acorralados por la incomprensión de sus contemporáneos. En 1962, un año antes morir, Cernuda publicó Desolación de la Quimera, su último libro, que incluía el largo poema “Luis de Baviera escucha Lohengrin”.
Compuesto de largos versículos, el poema comienza con una sinfonía de colores. Sumido en la penumbra, el rey contempla un escenario donde destellan “algún oro y una estridencia granate”. El palco que ocupa Luis de Baviera se parece a esa falsa burbuja de opulencia donde pasa sus días. Aunque es un lugar lujoso, prevalece la oscuridad, es decir, la ambición de poder, la traición y la mentira. Solo la belleza aporta algo de luz. La música de Wagner es la “fuente escondida” de la que mana paz, armonía, equilibrio y color. La caverna mágica del escenario alberga un “aire fulvo” y un “iris perlado”. Cernuda ha aprendido las lecciones del Simbolismo, que utiliza el color para reflejar estados del alma. El aire del escenario oscila entre el bronce y la plata, alejando a las sombras que amenazan al espíritu. Escuchar Lohengrin es algo más que disfrutar de una ópera. La música es un rito iniciático que abre las puertas de un más allá donde los colores se escuchan y las notas se manifiestan como fogonazos o manchas de luz.
Cernuda compara a Luis II de Baviera con un elfo de la mitología nórdica. En las novelas de fantasía y folklore, los elfos son descritos como pequeñas criaturas de orejas puntiagudas y temperamento travieso. En cambio, los elfos de la mitología nórdica son representados como hombres y mujeres de gran estatura y belleza, con poderes mágicos y una vida casi inmortal. Habitan en grutas, bosques y fuentes. Luis II de Baviera rozaba dos metros y poseía un rostro de una belleza casi femenina. Cernuda destaca su “negro pelo” y sus “ojos sombríos”. Fascinado por el fulgor que desprende el escenario, su refinamiento se refleja en su atuendo: pelliza de martas y un pañuelo blanco de seda anudado al cuello. Su mirada melancólica bebe la melodía, como si fuera una tierra seca que absorbe la lluvia. Lohengrin es una ráfaga de frescor en un páramo maltratado por un sol ardiente.
Más adelante, Cernuda desdobla el relato. Por un lado, la ópera de Wagner ilumina el presente con su ensoñación romántica. Por otro, el júbilo se desata en el interior del rey, siempre ensombrecido por un destino que no ha elegido. Ambos acontecimientos se funden, “como color y forma / se funden en un cuerpo”, en una apoteosis de “razón y enigma”. La música es una ceremonia sagrada, “un ascua litúrgica”. Frente al dios cristiano, Cernuda celebra las deidades paganas, cuyas leyendas no repudian el cuerpo. No hay nada indigno en la carne. La belleza es un hecho material, no una abstracción.
Gracias a la música, Ludwig siente que es un verdadero rey. Su reino no es de este mundo. Su cetro está en el terreno de los sueños. No le interesa gobernar territorios ni someter a sus habitantes. Solo quiere correr libremente por los bosques, “beber el aire”. Anhela que le dejen vivir en paz. Desea alejarse de las ciudades. Su hogar está en las montañas nevadas y los lagos. No le agradan las multitudes. Prefiere la soledad y no ambiciona otra corona que la belleza. Sin embargo, la soledad puede ser amarga. Su corazón suspira por “el bisel de una boca, / unos ojos profundos, una piel soleada”. La gracia de un cuerpo joven es el único imperio al que se sometería sin resistencia. Frente a su encanto, no es rey, sino súbdito, “siervo de la humana hermosura”. La aparición en el escenario de un bello joven rubio despierta la ilusión de desdoblarse en espectador y actor. “¿Magia o espejismo?”. “¿Cuál de los dos es él, o no es él, acaso ambos?”. Cernuda redunda en el paradójico y esclarecedor “Yo es otro” de Rimbaud. En nuestro interior, se agitan multitudes y la alteridad, lejos de constituir una forma de oposición, es el camino más fructífero. Nuestra realización personal depende de nuestra capacidad de separarnos de nosotros mismos y confundirnos con otras identidades.
Según avanza la ópera, Luis II de Baviera experimenta la sensación de haberse introducido en un sueño y no quiere despertarse, pero de repente le asalta el miedo: “¿no muere aquel que ve a su doble?”. Su temor se diluye al advertir que el amor es la única salvación posible. No importa a quién amar. El simple hecho de amar nos rescata del río del devenir, pues revive el pasado e ilumina el futuro. “Sólo el amor depara al rey razón para estar vivo”. ¿Qué importa la aspereza del día a día, la ingrata tarea de gobernar y la aversión de los que no le comprenden? “¿No le basta que exista, fuera de él, lo amado? / Contemplar a lo hermoso, ¿no es respuesta bastante?” Cuando le juzguen en el futuro, alegará que “las sombras de sus sueños para él eran la verdad de la vida. / No fue de nadie, ni a nadie pudo llamar suyo”.
El poema concluye con una hermosa reconciliación con la existencia. El rey se refugia en la música para huir de la vida, pero en realidad la vida es música. Ahora que lo ha descubierto ya no se siente un desterrado, sino un enamorado “de lo que él mismo es”. Y ni siquiera la muerte le atemoriza, pues el que ama la música “siempre en la música vive”. ¿Experimentó algo similar Cernuda durante su exilio mexicano? La muerte le sorprendió el 5 de noviembre de 1963. Un infarto fulminante acabó con su vida en Coyoacán. Vivía en casa de Concha Méndez, la primera mujer de Manuel Altolaguirre, que le había cedido un pabellón en el jardín para que pudiera disfrutar de su amada soledad. “Leve es la parte de la vida / que como dioses rescatan los poetas”, escribió Cernuda en su elegía a García Lorca. En esa leve parte está la gruta encantada que hipnotizó a Luis II de Baviera mientras escuchaba Lohengrin y que ha llegado hasta nosotros mediante un largo poema con el poder de aplacar el sinsabor de ser polvo en el vendaval del tiempo.

"Pedro Páramo: 70 años de Comala, la ciudad donde hablan los vivos y los muertos" por Rafael Narbona



¿Verdaderamente nos acercamos a los clásicos con “un previo fervor y una misteriosa lealtad”, como señaló Borges? ¿O tal vez sería más exacto decir que adjudicar a un libro la condición de clásico equivale a extender un certificado de defunción? Creo que la definición de Borges solo puede aplicarse a los lectores exigentes, pero no a los que se acercan a una obra buscando entretenimiento. Sin embargo, los clásicos no son aburridos y, por supuesto, no están muertos. Pedro Páramo acaba de cumplir setenta años y conserva intacta su capacidad de suscitar ternura, espanto y perplejidad. Se ha dicho que la novela de Juan Rulfo fundó el realismo mágico, lo cual no es cierto, pues la combinación de elementos fantásticos y crudo realismo ya estaba presente en obras como Leyendas de Guatemala, de Miguel Ángel Asturias, de 1930, Las lanzas coloradas, del venezolano Arturo Uslar-Pietri, de 1931, o El reino de este mundo, del cubano Alejo Carpentier, de 1949. Lo cierto es que las innovaciones absolutas no existen en la ciencia ni en la literatura. Los cambios se gestan poco a poco, imitando el lento trabajo de los estratos geológicos. El éxito de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, puso de moda el realismo mágico, abriendo las puertas a una riada de imitadores con un talento desigual. García Márquez elogió Pedro Páramo y calificó a Rulfo de maestro. Es un noble gesto, pero ese reconocimiento ha favorecido las interpretaciones poco atinadas.
Publicado en 1955, Pedro Páramo está muy lejos de la sensualidad, el neobarroquismo y la exuberancia de Cien años de soledad. Su austeridad y minimalismo no se corresponden con el concepto de lo “real maravilloso”. La coexistencia de los vivos y los muertos no puede calificarse de fantasía, sino de anomalía ontológica. Los muertos no vuelven a la vida gracias a la imaginación. Por el contrario, desdibujan la vida, sugiriendo que la existencia es una ilusión extraordinariamente frágil. No es que la línea entre la vida y la muerte sea finísima, sino que tal vez no existe. Al contacto con los muertos, los vivos se difuminan. El ser no es sinónimo de vida, sino de carencia. Lo vivo es deficiente, incompleto, irreal. La muerte es lo único completo, real y definitivo. No ser es más lógico que existir. Juan Preciado, el hombre que viaja a Comala para conocer a su padre, Pedro Páramo, un cacique despiadado y venal, no parece un ser de carne y hueso. Solo es una sombra que se arrastra por los yermos y los pueblos muertos de Colima y Jalisco. Sabemos que cumple un encargo de su madre, Dolores, un personaje igualmente borroso. Ambos son seres huecos y sin atributos, breves formas o chispazos de una tierra violenta y olvidada. Presumimos que los dos son infelices y carecen de un propósito vital. Su desdicha es la de miles de hombres y mujeres que viven y mueren en una región maltratada por el clima y la historia. Son las víctimas sin nombre de la injusticia, la pobreza y la corrupción. Salieron de la tierra y volverán a la tierra. Solo son polvo en mitad de un desierto infinito.
Cuando Juan Preciado llega a Comala, ignora que Pedro Páramo, la vieja alcahueta Dorotea, Eduviges Dyada y su hermana María, el padre Rentería y otros habitantes del pueblo murieron hace tiempo. De hecho, todos parecen intensamente reales. No son fantasmas, sino vidas que palpitan y se retuercen como llamas. Pedro Páramo aún suspira por Susana San Juan. Para convertirla en su esposa, mató a su padre, Bartolomé San Juan, que abusaba de su hija. No lo hizo para protegerla o castigar al padre violador, sino para que solo le perteneciera a él. Hijo de Lucas, propietario de la hacienda Media Luna, Pedro había crecido rodeado de desconfianza y desdén. Su padre no le creía capaz de asumir el papel de hacendado, pero él, con su falta de escrúpulos, incrementó el patrimonio familiar. Con el apoyo de su capataz, Fulgor Sedano, cometió todo tipo de exacciones y jamás experimentó remordimientos. Cuando estalló la revolución, se alineó con los insurgentes para no perder sus bienes. No le quitó el sueño que asesinaran a Sedano. Eso sí, admitió que había sido “muy servicial”. Miguel, el único hijo que reconoció, no poseía su ambición, pero su conducta no era menos amoral. Con la ayuda de Dorotea, asaltaba a las jóvenes de Comala y las violaba. Miguel muere con diecisiete años al caerse de un caballo. Su padre sufre con la pérdida, pero no le asalta la misma desolación que le produce la pérdida de Susana San Juan.
La violencia que impera en la región parece un reflejo del carácter inclemente del paisaje. En verano, la canícula es implacable. El aire quema los pulmones. La tierra se resiste a ser cultivada y el cielo, al caer la tarde, se asemeja a un mar de sangre. Los hombres y mujeres que viven en esa región parece que “no existieran” y la muerte, lejos de ser muda, chilla como un animal herido. Comala huele a desdicha, pero “hay esperanza”, susurra el padre Rentería. En realidad, es una afirmación teñida de inverosimilitud. El sacerdote que habla de esperanza admite sobornos y perdona los pecados a cambio de dinero. Su comportamiento poco ejemplar destruye la credibilidad de su profecía escatológica. No hay esperanza en Comala. Solo penuria, humillación e impotencia. Por sus calles circula un rumor de ultratumba. Caminar por ellas significa morir un poco. Un murmullo de difuntos entierra todo lo que se mueve. Para Pedro Páramo, sus vecinos pobres son muertos vivientes. Solo los utiliza mientras los necesita y después deja que vuelvan a sus sepulcros, esas casas humildes sin pan ni aire limpio.
El amor de Pedro Páramo por su esposa enferma y enajenada es una de las pocas notas de ternura de la novela. Tras su muerte, el cacique no se cansa de evocarla con un tono lírico y delicado que contrasta con su crueldad habitual: “Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna: tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan”. Sin embargo, Susana nunca le amó. Solo quiso a su primer marido, Florencio, que falleció prematuramente, dejándola sumida en un desconsuelo que desembocó en locura. Su mente herida aún conserva la lucidez necesaria para recordarle y cuestionar la existencia de Dios: “¡Señor, tú no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Esto te pedí. Pero tú te ocupas nada más de las almas. Y lo que yo quiero de él es su cuerpo. Desnudo y caliente de amor; hirviendo de deseos; estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos. Mi cuerpo transparente suspendido del suyo. Mi cuerpo liviano sostenido y suelto a sus fuerzas. ¿Qué haré ahora con mis labios sin su boca para llenarlos? ¿Qué haré con mis adoloridos labios?”.
En Comala, la vida vale poco, especialmente la de los pobres. Cuando Miguel mata a un campesino, Pedro Páramo se encoge de hombros y comenta despectivamente: “Esa gente no existe”. Nada se escapa a la muerte. Dorotea, que asume la continuación del relato cuando Juan Preciado se desvanece, ha pasado por la experiencia de morir y viajar al más allá. Sabe que al otro lado solo hay una especie de infierno similar al que narraban los antiguos mitos. La nada sería un destino mejor que ese abismo. Dios no existe y el paraíso solo es un mito. La vida y la muerte son las dos caras de la misma tierra baldía. Pedro Páramo es un gigantesco planto por el destino del ser humano, una criatura particularmente desdichada. Para Rulfo, la conciencia es una maldición, pues a cambio de unos escasos momentos de felicidad, casi siempre asociados al placer físico, sensual, nos revela la dolorosa fragilidad de nuestro existir. Somos cañas a punto de romperse. Solo nos curvamos para demorar ese instante, pero al final, nos quebramos y nos confundimos con el polvo.
Nuestro carácter efímero solo agrava el peso de las injusticias. Los pecados quedan impunes. La expiación y la redención son sueños irrealizables. Nada puede reparar el daño que perpetran los amos del mundo. Pedro Páramo y sus víctimas compartirán el mismo fin: la irrelevancia, el olvido. Juan Rulfo se alinea con los grandes clásicos. La vida carece de significado. Solo es una melodía cruel, la logorrea de un idiota, el estrépito ciego de una avalancha. La palabra es lo único que introduce algo de orden en ese caos. No es un hecho trascendente, sino un gesto de resistencia. Nuestra especie no se resigna a pasar por el mundo sin dejar su huella, si bien sabe que al cabo del tiempo se borrará. La palabra es una nota que vibra hasta disolverse en el silencio. No podemos aspirar a más.

La editorial RM y la Fundación Juan Rulfo se han unido para conmemorar el 70 aniversario de Pedro Páramo con una hermosa edición en pasta dura que incluye las portadas originales de la novela en distintos países y un pequeño álbum con imágenes facsímiles de los relatos que sirvieron de fundamento al autor para escribir la historia definitiva. Los amantes de las buenas ediciones agradecerán este trabajo que recoge las palabras de Manuel Vilas en un acto organizado por la Casa de América de Madrid en 2017 para celebrar el Centenario de Juan Rulfo. Releer Pedro Páramo me ha enseñado que el fatalismo de Rulfo no es estéril. Comala no es una simple fantasía, sino un grito. El ser humano nunca se resignará a vivir oprimido y humillado. Siempre se rebelará de un modo u otro. A veces de forma trágica, como el arriero bastardo Abundio Martínez, que mata a Pedro Páramo porque se niega a darle el dinero necesario para enterrar a su mujer. Y en otras ocasiones de forma existencial, como Juan Preciado, que viaja a Comala para averiguar quién es. Las revoluciones que han incendiado México constituyen la evidencia de que la historia nunca se interrumpirá. El anhelo de un mañana mejor es un impulso tan elemental como el amor, el odio y el asombro. El páramo parece muerto, pero no cesa de crepitar, como unas brasas avivadas por la obstinación y la rabia.

jueves, 20 de febrero de 2025

"Ultramarinos: todo un mundo en cinco sílabas" por Álex Grijelmo




Pasaba antes a menudo por el número 103 del Paseo de La Habana, en Madrid. Y he visto hace unos días que el comercio tradicional que funcionaba ahí a pie de calle ya no existe. Qué pena, porque desaparece así uno de los escasísimos establecimientos de la capital donde aún flameaba la palabra “Ultramarinos”. Ahora se ve un cartel que dice “Coko’s Catering”.
Eso probablemente sucedió tiempo atrás, pero me he dado cuenta ahora. (A veces ocurren hechos que uno, en su ingenuidad, tarda en percibir, y que después se le manifiestan con crudeza por no haber estado atento).
Siempre me fascinó el vocablo “ultramarinos”, porque representa el mecano que nuestra lengua ensambla para ampliar sutilmente el significado de un término.
“Ultramarinos” consta de cinco sílabas, doce letras y seis cromosomas o rasgos morfológicos que ponen luz sobre su significado. Antes de llegar a la simple base “mar”, apreciamos el elemento compositivo latino ultra-, que, entre otros valores semánticos, significa “más allá” o “al otro lado de”. Con ello disponemos ya de la base ampliada “ultramar”.
Por la parte derecha se le añadió el sufijo -ino, acerca del cual todos los hablantes sabemos intuitivamente que sirve para formar adjetivos con el significado de pertenencia o relación (cervantino, andino, capitalino…). Así pues, deducimos en un milisegundo que a la base “mar” y al elemento ultra- –y por tanto a la nueva base “ultramar”– se ha incorporado la noción de adjetivo que se refiere a aquello que se encuentra al otro lado del mar.
Y finalmente, dentro de ese sufijo -ino identificamos los morfemas del masculino (-o) y del plural (-s).
Todas esas piezas constituyen la extensa palabra “ultramarinos”, a partir de una sencilla sílaba que nos habla del mar. En este caso, del mar por antonomasia: el océano; y del océano por antonomasia: el Atlántico. Y de los productos ofrecidos en esas tiendas, que llegaban de América principalmente pero también de Asia: el cacao, el café, el azúcar cande, la canela, el clavo, el té… Los traían en abundancia durante el siglo XIX decenas de barcos que entraban por el puerto de Cádiz.
Cuántos recursos de la lengua depositados en una sola palabra. Y cuánta memoria. Y cuántos alimentos en una sola tienda, porque con el tiempo acogieron también los recolectados o fabricados acá. “Tiendas de (productos) ultramarinos” se llamaron, para luego acortar su designación con un solo vocablo: “Lo compraré en el ultramarinos”.
Sin embargo, la modernidad reciente fue acorralando a la palabra y luego a estos comercios. Primero aparecieron términos más prestigiosos: “autoservicio”, “supermercado”; sin que eso afectara a la viabilidad del negocio. Pero después se establecieron los hipermercados de la periferia, y más tarde se instalaron en el centro las grandes cadenas de distribución, que podían ofrecer marcas blancas y ofertas llamativas en un mayor espacio.
El poder financiero y empresarial que hacía ejecutar todo tipo de desahucios sin despeinarse no iba a reparar en daños con este asunto menor. A quién le importa el pequeño comercio que articula los barrios, el tendero que fiaba al vecino apurado. A quién le importa un vocablo.
Y así hemos llegado hasta aquí, a la desaparición de ese letrero que durante tantos años vi en el paseo de La Habana, firme entonces ante el poder del dinero. Ya siempre asociaré la palabra “ultramarinos” con todo lo valioso que se extingue.

martes, 14 de enero de 2025

"La mecánica del endecasílabo" por Francisco J. Tapiador




En España, el verso de once sílabas se empezó a cultivar en serio en el Renacimiento. En los siglos que han transcurrido, esta medida ha hecho fortuna y hoy se acepta que es el que mejor se adapta a la forma de hablar en castellano, el que corresponde de manera natural con grupo fónico mayor; ese segmento de un discurso considerado como límite en una pronunciación normal y no forzada. Es decir, el que queda delimitado por dos pausas sucesivas de la articulación. Sucediendo además que a partir de doce sílabas los versos suelen ser compuestos (un alejandrino, de catorce, es casi siempre un 7+7), el endecasílabo viene a ser lo más largo que se puede decir vocalizando sin respirar.

Si identificamos una respiración con una idea, y de ahí a un verso con una idea, tendremos que el endecasílabo es la manera ideal para transmitir algo de cierta extensión de una manera natural. La unidad de pensamiento poético mayor en castellano. En francés, por cierto, la medida es un poco diferente: en ese idioma se dejan de contar sílabas a partir del último acento. En inglés también es diez.

Si hay un grupo fónico mayor, lo habrá menor. Efectivamente. En castellano, ese se corresponde con ocho sílabas, el octosílabo de los romances, el de los temas populares, festivos, y de ideas sencillas. Pero es difícil hilar una idea completa con solo ocho sílabas, y aun siendo el octosílabo el más largo de los cortos, a menudo no es suficiente. Las coplas de Manrique son una excepción, aunque más allá de las dos más conocidas, su esquema resulta monótono.

Por el otro lado, el de los versos que tienen más de once sílabas, tenemos el alejandrino, un verso que exige una cesura, un corte para no ahogarte al recitar (porque la poesía es para ser dicha). No soy al único al que los versos de catorce sílabas le parecen pesados, ampulosos y solemnes, quizá porque cuando los estudiábamos en el instituto lo hacíamos a través de Los cisnes de Rubén Darío. Versos tales como:


Brumas septentrionales nos llenan de tristezas,
se mueren nuestras rosas, se agotan nuestras palmas,
casi no hay ilusiones para nuestras cabezas,
y somos los mendigos de nuestras pobres almas.

justifican la crítica de «decoradores de la decadencia» que les hicieron a los modernistas. El tema del poema no ayuda tampoco a apreciar al alejandrino como se merece, pero hay que reconocer que tampoco los versos más antiguos y épicos aguantan una medida tan larga. Un ejemplo de Berceo:


En Toledo la buena esa villa real,
que yace sobre Tajo esa agua caudal,
hubo un arzobispo coronado leal,
que fue de la Gloriosa amigo natural.

Esto, la cuaderna vía, con su cesura bien indicada, está muy bien en pequeñas dosis. Al cabo de un rato, cansa por su monotonía. El poema del Cid, ese que estudiaban durante varios meses los que iban por letras en educación secundaria, le pasa algo parecido. Resulta interesante por su encaje en la historia del español (el primer poema largo en esta lengua) más que por sus virtudes poéticas, las cuales Borges, —sensible a la épica, pero también a la lírica— calificó de rústicas.

El verso de siete sílabas se ha usado mucho en la poesía castellana, y queda bien combinado con el once. Pero empleado por sí mismo ofrece pocas posibilidades expresivas. Las estrofas de heptasílabos acostumbran a quedarse cortas para tratar temas de cierto calado. A los versos intermedios entre ocho y once, a los de nueve, diez, doce y trece, se les tiene por incompletos, como que les falta algo. Al de doce se le ha tachado de empalagoso. Compárese el famoso endecasílabo:


se muestra la color en vuestro gesto

Con una versión en doce sílabas:


en vuestro gesto se muestra la color

Cualquier lector habitual de poesía notará la diferencia: el primero fluye (gracias a la colocación de los acentos), mientras que el segundo se atasca en «gesto», y después en «la». Ambos versos dicen exactamente lo mismo, pero uno de manera poética y el otro prosaica.

Como se ve, los acentos son fundamentales para que un verso castellano funcione. Marcan su ritmo sonoro, que en otros idiomas se basa en la intensidad, cantidad, entonación, aliteración o rima, pero que en español se asienta con fuerza en el acento. Esto es algo que no sucede en, por ejemplo, el latín o el griego, que priman la cantidad. Un hexámetro clásico suena bien no por dónde estén colocados los acentos, sino por la cantidad de sus sílabas, breves o largas. En castellano, todas las sílabas duran lo mismo.

Mi editor de poesía, Abelardo Linares, me dijo hace muchos años que la poesía sigue unas reglas tan precisas como la física. Me sorprendió mucho su afirmación, y debo confesar que enarqué las cejas al escucharla, pero viniendo de él, no la olvidé. Con el tiempo y tras reflexionar, he venido a darle la razón. Hay versos buenos y versos malos; estrofas que funcionan y estrofas que se despeñan, y hay razones técnicas que explican el éxito o fracaso de los poemas. Las durezas rítmicas ocasionales se pueden emplear con fines estéticos, como la disonancia en la música, pero hay reglas entreveradas en la manera que tenemos de hablar en español, en la estructura rítmica de la lengua, que hacen que en poesía no valga cualquier cosa, por más que haya gente que se empeñe en que unas palabras en cierta disposición sobre una página conforman un poema.

Los tratadistas llevan hablando de estas cosas desde hace siglos. El Terenciano o Arte Métrica de Gregorio Mayans i Siscar (1770) recoge ya algunas de las ideas que he recogido arriba. Pero fue Andrés Bello con sus Principios de la Ortolojía (sic) y Métrica de 1835 quien marca un punto de ruptura. De alguna manera, fue él quien fundó la métrica moderna, aunque hoy se discrepe de su concepción del ritmo. La ciencia del verso (1908) de Mario Méndez Bejarano es también una obra formidable cuyo título es una declaración de intenciones. Más cerca de nosotros, es muy conocido el texto de Tomás Navarro Tomás (Métrica española, 1956), pero sobre todo los de Isabel Paraíso (La métrica española en su contexto románico, 2000), y de Antonio Quilis (Métrica española, 1969), reeditados incansablemente al ser textos de referencia en los estudios universitarios de filología.

La premiada tesis de Quilis, publicada en 1964, es un buen ejemplo de lo que se puede lograr analizando la mecánica de la poesía empleando métodos físicos. Trata sobre el encabalgamiento, ese desajuste entre sintaxis y métrica que tantas alegrías nos da a los poetas al permitir huir de la monotonía y sorprender al lector. Como todo recurso, hay que usarlo con moderación. Aunque también sirve para parir engendros, como hizo fray Luis de León cuando perpetró esto:


Y mientras miserable-
mente se están los otros abrazando
con sed insacïable
del peligroso mando,
tendido yo a la sombra esté cantando.

No es un error de composición. Fray Luis hizo eso, una tmesis, para que la estrofa se pudiera considerar una lira. Pero no es esa la idea de esta licencia. Garcilaso sí que sabía usarla bien:


Las hojas que en las altas selvas vimos

cayeron, y nosotros a porfía

en nuestro engaño inmóviles vivimos

El salto entre «vimos» y «cayeron» se adecúa perfectamente a lo que se está diciendo. La forma sigue al contenido: las hojas efectivamente parecen caer de un verso a otro. Acabamos de leer el primer verso felices, ingenuos de nosotros, y al empezar el segundo, viene el mazazo. El placer estético que se experimenta al leer eso es extraordinario. Con este otro ejemplo de Herrera, el gran Herrera, sucede lo mismo:


Quebrantaste al cruel dragón, cortando

las alas de su cuerpo temeroso.

Aquí coinciden el corte de las alas y del verso. Casi se las puede ver desplomarse cuando se empieza a leer el segundo verso. El adjetivo «temeroso» introduce un sentimiento adicional que culmina los dos versos y los enriquece. Aclarar ahora —para acabar con este aparte sobre el encabalgamiento— que hay dos escuelas sobre cómo se deben leer los versos. Unos dicen que la pausa versal se hace siempre. Otros afirman que el encabalgamiento evita esa pausa, una postura a mi juicio incomprensible, porque destroza el efecto que persigue la licencia. La tesis de José Manuel Bustos (1992) creo que zanjó la cuestión, aunque aún se escuchan poemas leídos sin la debida pausa al final del verso. Si se sabe que esa era la intención del autor, no hay problema, pero al menos Garcilaso y Herrera (y legión de poetas tras ellos) pensaban como Bustos.

Volviendo a la tesis de Quilis, el de Larache llegó muy lejos en su aplicación de la física para cuantificar el ritmo y elucidar la mecánica de la poesía. Su análisis de sonogramas mediante una técnica de análisis de Fourier que se emplea para identificar armónicos fue más que novedosa en España teniendo en cuenta los medios limitados con los que contaba, ya que estábamos aún en la era analógica, la de las grabadoras de cinta. Hoy, en la digital, es mucho más fácil. Gracias a la tecnología, cualquiera puede analizar el canto de un pájaro con una aplicación del teléfono e identificar la especie a la que pertenece. Lo mismo para la voz. Mi lectura del famoso primer verso del soneto XXIII de Garcilaso tiene este aspecto:Screenshot

Además de la «pausa boomer» (ese medio segundo del principio sin nada, que tanta gracia hace a mis estudiantes), se aprecia que esta «huella dactilar» del primer verso del soneto XXIII de Garcilaso permite medir con precisión, a la décima de segundo, los acentos y las pausas. A partir de ahí se pueden sacar conclusiones que pueden llegar a ser muy sofisticadas, como hizo Quilis. Su tesis es muy recomendable, pero como en tantas otras cosas, llega un momento en que para avanzar en el conocimiento experto del tema hace falta estudiar. La divulgación tiene sus límites y su ámbito, que es fundamentalmente excitar la curiosidad y animar a leer sobre el tema.

Le mecánica del endecasílabo es lo suficientemente rica como para haber merecido decenas de libros, tesis y artículos en revistas técnicas. Como verso de once sílabas, tiene un acento fijo en la décima sílaba. Luego puede tener otro en la sexta o en la cuarta. En el primer caso se habla de un endecasílabo mayor. En el segundo de uno menor.

Los endecasílabos mayores, los que llevan acentos en la sexta y décima sílaba, pueden tener un tercero en la primera, segunda o tercera sílaba. Se les llama endecasílabos enfáticos, heroicos y melódicos, respectivamente. Pero puede haber más acentos, claro, lo que multiplica las combinaciones. En 1891 Eduardo de la Barra se entretuvo en hacer una bonita compilación de ritmos con ejemplos de versos castellanos, que en formato tabla (y aportando algunos ejemplos diferentes) sería algo así:Screenshot

Estos treinta tipos de endecasílabos son los más comunes. En realidad, solo los veintitrés primeros son kosher; aunque a los versos dactílicos algunos tratadistas los tachan de horrendos. Dicen (y es verdad) que no tienen gracia, que suenan a prosa, y que parecen octosílabos a los que se le ha pegado un trisílabo. Nótese que los endecasílabos buenos no tienen acento en la séptima: si se lo pones, creas un octosílabo y entonces las tres sílabas que quedan dan la impresión de ser un añadido. Las estructuras rítmicas que hacen el número 24 y 25 de la tabla se los tuvo que inventar Bello para ejemplificar sin ofender a nadie que esas dos combinaciones de acentos suenan fatales. Como regla general, dos acentos seguidos estropean el ritmo del endecasílabo. Se puede hacer un verso de esa forma, pero tiene que haber una buena razón para ello; un contenido que se adecúe a ese tropiezo rítmico, como en el caso del encabalgamiento.

Los versos del final de la tabla: los galaicos (también llamado «de gaita gallega», y ese nombre no pretendía ser un halago), guaraníes y sáficos inversos se tienen por monótonos. El ejemplo que he escogido del sáfico inverso de Darío es particularmente doloroso al oído. Es de un empezar brillante, con acento en la primera, para atropellarse en la sexta y séptima; lo cual puede ser aceptable si lo que dice el verso es congruente con esa idea, pero no es el caso. Darío era muy bueno, y ya quisieran la variedad de su poesía los modernistas franceses de su época, pero este verso no es muy afortunado.

El último caso de la lista, el endecasílabo melódico 3-8-10, presenta otras complicaciones, pero tampoco es especialmente agradable al oído. Se puede arreglar rítmicamente, cambiando «cuanto» por «cuánto», lo que lo convertiría en un melódico largo, pero eso no es lo que quería decir Garcilaso en su canción segunda. En poesía, añadir un tilde, una coma, o alterar el orden de las palabras cambia un (buen) poema, cosa que no sucede con la prosa. La forma es clave.

Hay más elementos que contribuyen al ritmo de un poema. Se le puede añadir textura, o timbre a los acentos. Hasta se ha identificado a cada letra con un conjunto de características, y a su repetición en los versos con sonoridades e intenciones estéticas concretas. En el caso de las vocales, la «a» se considera una letra que no es suave pero sí magnífica, cuya repetición resulta adecuada para hablar de temas importantes. La «e» se considera la mejor vocal, no tan sonora como la «a», pero clara, graciosa y elegante, sin que ofenda al oído cuando se repite (no en vano el valenciano tiene tres sonidos para esta letra). La «i», siendo floja, serviría para las cosas débiles, y su repetición acordaría bien con temas tristes. La «o» expresa un carácter repentino, y repetida sirve para expresar afecto, engrandeciendo la oración. Por último, la «u», que es nasal, se emplea para temas ocultos, de misterio y oscuridad. A estas disquisiciones de los preceptistas uno las puede hacerle el caso que quiera, pero sí que es cierto que «búho» es un palabra que asusta y que resulta oscura, una palabra que realmente da miedo (lo que, por otro lado, se conjuga mal con ese precioso animal).

Con las consonantes también hay una serie de reglas más o menos subjetivas. Sí que es cierto que repetir el sonido de la «c» o de la «k» queda feo, que demasiadas eses hacen un verso sibilante, pero que cansa; o que la «n» refrena a la vocal que la sigue (como se puede ver en el sonograma de arriba) siendo una letra que va bien para hablar de temas interiores. Lo mismo que con las vocales, a esto se le puede dar el crédito que se quiera, pero nadie me negará que «Alicia» es un nombre precioso. A la zeta (fonéticamente es |a ‘li θja|) se la considera la consonante más suave; y a la ele, líquida, blanda y dulce. Enlazadas con dos aes y dos íes (que se compensan: la magnífica «a» sonora queda modulada por la debilidad y languidez de la «i»), el conjunto es una combinación irresistible al oído.

Ante este despliegue de preceptos que a muchos parecerán arbitrarios surgen varias dudas. La primera, si hay que saber de esto para escribir buenos poemas. Naturalmente que no, y habrá poetas excelentes que jamás hayan oído hablar de estas cosas. Construir un buen poema requiere sobre todo de oído, sensibilidad y buen gusto, que son destrezas que se adquieren leyendo mucha poesía. Para que un verso suene bien no hace falta saber por qué lo hace, de la misma manera que para bailar bien no hace falta saber ni mecánica ni física. Hace falta práctica. Y por supuesto nadie te obliga a escribir en endecasílabos. Esta medida, en el Renacimiento, fue objeto de furibundos ataques de, por ejemplo, José de Castillejo. Aunque Alfonso X y el marqués de Santillana ya habían compuesto versos de once sílabas, a mucha gente los de Garcilaso, italianizantes, les sonaban raros. A los nuevos ritmos cuesta acostumbrarse.

La segunda duda que puede surgir, relacionada con esto último, es si estas reglas se pueden romper. Ante esto hay que recordar que por supuesto, que el arte es transgresión continua, pero también que lo que dicen los preceptistas suele ser una senda firme, un camino seguro del que salirse únicamente cuando ya se domina, al igual que una cosa es lo que te enseñan en la autoescuela cuando aprendes a conducir y otra cosa la forma de conducir de Fernando Alonso subido a un F1. Hay que transgredir si se quiere ir más allá, claro, pero para eso primero hay que dominar de lo que se trate, ya sea escribir poemas, novelas o diseñar satélites. Advertir no obstante que es raro que en la ciencia del verso una transgresión inconsciente se traduzca en un poema feliz. Es mucho más probable que se trate de un error que afecte gravemente a algún aspecto del poema. No hay que olvidar tampoco que la inmensa mayoría de las obras que han sobrevivido al paso del tiempo son las que cumplen con las «leyes físicas» de la poesía de las que hablaba Linares.

¿Podemos extender estas ideas sobre el endecasílabo para juzgar si un poema «es bueno»? No tan rápido. Con el ritmo del verso solo hemos arañado la superficie, y de un único metro, el de once sílabas. Los lectores hacemos trampas al leer, yendo más deprisa o más despacio para ajustarnos a lo que suponemos que tiene medir un verso, especialmente con las estrofas clásicas, que nos inducen unas medidas determinadas. Hay muchos matrices y excepciones. Un verso como


En tanto que de rosa y azucena

se puede contar como de diez o de once sílabas, dependiendo de cómo se lea la sinalefa, si doble o triple. De la métrica se sacan tesis doctorales; no es un tema trivial ni que se pueda despachar en un artículo. Por otro lado, el análisis de un poema completo requiere tratar no solo el ritmo, sino también y como mínimo: tema, asunto, estructura, título, citas, pragmática, y niveles léxico, semántico y sintáctico. El tema de la traducción es otro mundo: traducir el endecasílabo al francés al español es una odisea.

Queda todavía mucho que decir sobre el resto de los aspectos de un arte, la lírica, que no solo es una fuente casi inagotable de placer estético, sino una actividad que proporciona una aproximación singular al mundo. La poesía culta vive en el reino de la metafísica, de lo que no se puede explicar, de lo que está —por definición— más allá del conocimiento científico. Ese mundo solo puede ser, si acaso, vivido; no explicado. Lo que la poesía pretende es en realidad un imposible: trasladar lo inefable. Lo hace no explicando, sino mediante la resonancia, generando una vibración sutil que pretende ser capaz de inducir un estado correspondiente en el lector. Pero ese intento desesperado, en el marco de lo que desde Kant y Wittgenstein sabemos que no puede formar parte del saber compartido de la especie, la convierte en una necesidad y en una forma única de comunicación humana.

lunes, 23 de septiembre de 2024

"De duelos, brújulas e ilusiones: en recuerdo de Javier Marías" por Rafael Narbona




Hay artículos que cuesta trabajo escribir, pero que se imponen como una necesidad ineludible. Hoy, sábado 14 de septiembre, he recibido dos ejemplares de Duelo sin brújula, un pequeño libro de Carme López Mercader, editora y viuda de Javier Marías. Es la última obra que publicará Reino de Redonda, una editorial creada en 2000 y que ha alumbrado 40 títulos exquisitos en unas ediciones cuidadísimas. Marías seleccionaba los títulos con su finísimo olfato literario y su exquisito buen gusto, y López Mercader se ocupaba del proceso de edición y publicación. Solo aparecían dos o tres títulos al año y los beneficios eran irrisorios o inexistentes. En 2019, Reino de Redonda perdió 1.000 euros, pero ese descalabro no pudo oscurecer la gloria de haber aportado al idioma castellano títulos que aún no habían sido traducidos. Redonda es un pequeño islote deshabitado en las islas de Barlovento perteneciente a Antigua y Barbuda, uno de los trece países que forman las Antillas. Javier Marías la convirtió en un Reino literario y se coronó como el rey Xavier I, concediendo títulos de nobleza a figuras como Pedro Almodóvar, Francis Ford Coppola, Alice Munro, Umberto Eco, George Steiner, Ray Bradbury, Frank Gehry, J. M. Coetzee, Éric Rohmer y Philip Pullman. Ahora el trono ha quedado vacante, si bien el rey difunto dejó dispuesto que ocupara su lugar el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez.
Carme López Mercader aventura que algunos criticarán la publicación de su planto en Reino de Redonda, pero yo creo que no hay mejor homenaje a Javier Marías que evocar su figura y reflexionar sobre el duelo en una colección que constituye un fiel reflejo de su concepción de la vida y la literatura. Solo cabe lamentar que la colección se interrumpa, pero quizás es la inevitable consecuencia de la desaparición de su creador. Hergé dejó dispuesto que no se publicaran nuevas aventuras de Tintín después de su muerte. Así como Madame Bovary era Flaubert, Tintín era Hergé y creo que no equivocarme al afirmar que Reino de Redonda era Javier Marías. El pequeño libro de Carme López Mercader es un excelente broche de oro a una aventura romántica que nació del amor a la buena literatura. Su pequeño tamaño me ha recordado la excelente obra de Edmond Jabès, Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato, aparecido en 1989. Según Jabès, el libro es la patria de los espíritus libres, de los que prefieren echar raíces en las palabras, un territorio intangible, y no en un lugar físico, siempre propicio a los desengaños y a las pasiones más oscuras. El color negro de la cubierta y el rojo de la flecha ascendente no recuerdan a un réquiem, con su promesa de resurrección, sino a uno de esos poemas de George Trakl, con sus tristezas púrpuras y sus ocasos ahogados en la penumbra. Carmen López Mercader sitúa en el umbral de su texto una cita del psiquiatra Sue Stuart-Smith: “Aunque tenemos una gran capacidad innata para establecer vínculos, no hay nada en nuestra biología que nos ayude a lidiar con la ruptura de éstos, lo que significa que el duelo es algo que tenemos que aprender por experiencia propia”. Ciertamente, “nadie nos prepara para la pérdida”, como escribe López Mercader, y cuando esta se produce, hay que partir de cero, afrontarla como el explorador que se adentra en una “tierra incógnita” habitada por “dragones”. Es un dominio particularmente hostil, donde no es posible utilizar brújulas ni mapas, pues todo es incierto, desconocido y despiadadamente abrupto.
El dolor asociado a las pérdidas -aclara Carme López Mercader- no es una aflicción poética, sino algo “primario y animalesco”. Solo es posible soportarlo, cediendo el paso a las automatismos básicos del día a día: comer, dormir, trabajar. Es lo que hizo ella mientras Javier Marías permanecía en la UCI, aquejado por una neumonía bilateral. En esos momentos, no vives. Simplemente, funcionas, a veces con la ayuda de la farmacología, que permite conciliar el sueño. Cuando le llega la muerte a un ser querido, piensas que nadie ha sufrido un duelo tan desgarrador, pero es una impresión falsa, fruto del desconocimiento de lo que acontece en el interior de los que ya han soportado algo similar. La ausencia de alguien muy querido “cambia la inclinación del eje del mundo”. El matrimonio es una institución narrativa, afirmaba Javier Marías, y por eso, cuando uno de los dos falta, la historia se interrumpe bruscamente. Carme no cree que los difuntos sobrevivan en la memoria de los que los amaron ni que exista algo más allá de la muerte. “Los muertos permanecen en el más absoluto silencio. […] Javier no está en ninguna parte. Y eso me resulta inconcebible más allá de lo que soy capaz de expresar”.
Las fases del duelo solo son falsas estaciones de paso. El duelo nunca finaliza. Quizás te acostumbras a convivir con una ausencia particularmente dolorosa, pero ya nada vuelve a ser igual. El duelo no se supera. Sobrevives a él de mala manera, como el alpinista que casi muere en la montaña y vuelve a la vida con la mente contaminada por el recuerdo de las noches heladas, los aludes y el silencio sobrecogedor de la cordillera. Cuando crees que al fin has logrado algo de paz y serenidad, el dolor vuelve a golpearte con fiereza. No se avanza. Se camina en círculos. La Meca solo es el nombre de un lugar quimérico al que no llegarás nunca. Eres un peregrino hacia ninguna parte, un sonámbulo que camina a ciegas. Una compañera de UCI que también perdió a su pareja comentó a Carme que las dos habían bajado al infierno, pero volverían fortalecidas. Sin embargo, esa idea no le aporta ningún consuelo: “Yo no quiero ser otra. Me había costado mucho llegar a ser la que era. Aunque veo que el cambio es inevitable”.
El duelo no enseña nada. No curte, no fortalece: “Es malo de manera absoluta, completa y sin resquicios”. López Mercader cree que el mal existe y que algunos malvados disfrutan haciendo daño a los demás, pero al mismo tiempo admite que “el ser humano tiende a la empatía y la solidaridad”. No obstante, esa calidez puede ser intempestiva e hiriente. Preguntar cómo está a alguien que ha perdido a su pareja, solo produce incomodidad. ¿Qué se puede decir? ¿Estoy mal, mejor, tengo mis días? El culto al difunto tampoco constituye una ayuda. Carme cuenta que visitó con Javier las casas de muchos escritores ya fallecidos y contemplar sus pluma, sus pipa o sus escritorios no les sirvió para comprender mejor al autor o su obra. Por eso no le agrada la idea de que el hogar de Marías se transforme en un mausoleo, especialmente porque él apreciaba mucho su intimidad y detestaba el exhibicionismo. No le preocupaba lo que otros pensaran de él. Prefería callar y no deshacer malentendidos.
Carme nos cuenta que Javier bailaba mal, pero le gustaba dar unos pasos con ella. Por ejemplo, cuando llegaba el Año Nuevo y sonaba el Danubio Azul, el famoso vals de Johann Strauss hijo. Evocar esos momentos produce consternación, pero también cierto temor: “El miedo es un sentimiento que está siempre presente en el duelo, como he descubierto con infinito asombro”. C. S. Lewis confiesa lo mismo en Una pena en observación. De hecho, comienza así el libro dedicado a narrar el duelo por la pérdida de su mujer, la escritora Joy Gresham. El miedo a veces se mezcla con el estupor. A los pocos días de morir, Carme sintió el tacto de Javier en la cama y en el sofá: un brazo que se posaba en la cintura, una caricia en el cuello. Descarta que se trate de algo real, una especie de contacto entre el mundo físico y un hipotético más allá. Piensa que solo fue “una cruel elaboración de su mente afligida”. Una hoja del manuscrito de Tomás Nevinson introducida en el bolso al azar volvió a crear la impresión de que era posible la comunicación con los difuntos, pues en ella se leía: “…convenía que todo el mundo me creyera muerto y por lo tanto fuera de juego e inalcanzable…”. Carme descarta otra vez la posibilidad de una experiencia sobrenatural. La muerte solo es un vacío desolador, un espacio deshabitado, mudo. Sin embargo, al recordar la bondad, generosidad y paciencia de Javier mientras escuchaba sus explicaciones sobre las plantas que decoraban la terraza, escribe: “no me cabe la menor duda de que está en el cielo, sea este real o inventado por nosotros, pobres seres desolados, derrotados y anhelantes”.
Abatida por la pérdida, Carme descuidó las plantas de la terraza y murieron por culpa del calor y la suciedad, pero algo le impulsó a comprar un bambú y una orquídea. Aunque no se preocupó mucho de ellas, crecieron y, al llegar la primavera, adquirieron un aspecto luminoso. Gracias a ese milagro, sintió que los recuerdos podrían dejar de ser una fuente de dolor y proporcionar alivio. Una mimosa que plegaba sus hojas al sentir el tacto de la mano traía a la memoria la amabilidad distante de Javier, su pudor y su humor delicado, nada ofensivo. Carme cita la frase que un viejo jefe indio le dice a una mujer blanca en una película: “mi espíritu está dentro de ti y el tuyo dentro de mí”. El recuerdo de los seres queridos no es solo evocación, sino una forma de fusión con el ausente. Se puede decir que recordar es una manera de ser otro, de hacerle un hueco al que ya no está, de mezclarse con él y transformarse en algo distinto y mejor.
López Mercader se describe como una mujer independiente. De hecho, Javier y ella vivían en ciudades diferentes y, aunque compartían largos períodos, también permanecían separados durante muchas semanas. Aficionada al senderismo de montaña, Carme a veces realizaba extensas travesías sin la compañía de Marías, pues al escritor los paisajes naturales solo le producían indiferencia. Eso no significa que los paisajes urbanos le fascinaran. De hecho, los únicos paisajes que le cautivaban eran los interiores, los que podían encontrarse dentro de las personas o los que aparecían en una buena película, pues el cine era una de sus grandes pasiones. A pesar de esa independencia, Carme ha descubierto que no puede vivir sin Javier y su dolor parece una travesía inacabable. No pierde la esperanza de llegar a la meta, de conseguir cierta paz interior, pero de momento no atisba esa serenidad que supuestamente el tiempo suele proporcionar. No tira la toalla. Solo pide que los buenos amigos le permitan ir a su ritmo, que no le fuercen a quemar etapas, pues ella ha aprendido en la montaña que cada senderista necesita un ritmo diferente. Si acelera su paso por encima de sus posibilidades, lo más probable es que abandone su objetivo.
Javier Marías se sentía atraído por los fantasmas. Su película favorita era El fantasma y la señora Muir (Joseph L. Mankiewicz, 1947) y, aunque no creía en lo sobrenatural, sí pensaba que de alguna manera los muertos acompañan a los vivos. Siempre tenía muy presente en su memoria a su madre, Dolores Franco, a su hermano Julianín, que murió con solo tres años, a su padre don Julián, a los escritores Juan Benet, Heliodoro Carpintero y Rosa Chacel. Todos estaban presentes en él y, de alguna manera, lo acompañaban. Javier no tenía prisa por morir, pero a medida que pasaba el tiempo sentía que él también se convertía en un fantasma y confiaba reencontrase con sus seres queridos. Carme se considera una mujer estrictamente racional, pero siente la presencia de Javier a todas horas y su mente comienza a abrirse a perspectivas hasta ahora desechadas por absurdas o ilógicas: “Ojalá, ojalá ese otro mundo exista y lo haya recibido con los brazos abiertos, ojalá mi Javier esté rodeado ahora del cariño de los que le faltaban en su vida mortal y nunca se ausentaban de su pensamiento”. López Mercader finaliza su breve planto con una conmovedora rebelión contra la razón: “Que me lleve a creer que esa eternidad que decía concebir sólo conmigo exista y que él esté aguardándome pacientemente en ella. Que me haga soñar con lo que no puede ser”.
Siempre he admirado a Julián Marías. Padre e hijo convivieron durante un tiempo como dos solteros bien avenidos. Don Julián albergaba una profunda fe que su hijo no compartía y eso le ayudó a sobrellevar la pérdida de su mujer, Lolita Franco. Solía repetir que Lolita estaba en todas las páginas que había escrito. En 1897, Ramón y Cajal describió a la mujer intelectual, poco frecuente en esa época por culpa de los prejuicios sociales y los impedimentos legales, como una mujer “inteligente y ecuánime, rebosante de optimismo y fortaleza”. Heliodoro Carpintero utiliza esa cita para describir a Lolita en la nota de homenaje que escribió con ocasión de su muerte. Julián, que sufrió enormemente con su pérdida, estaba convencido de que “volvería a verla y a estar con ella”, pues “la persona que era Lolita no podía haberse destruido por un proceso corporal”. El amor que sentía por ella demandaba un mañana compartido: “En la medida en que se ama, se necesita seguir viviendo o volver a vivir después de la muerte, para seguir amando”. Julián Marías sostenía que “el hombre ha acontecido de manera fecunda y complejísima sobre la Tierra; no parece lícito entender su destino más alto como una simplificación”. ¿Cómo será esa eternidad donde Julián esperaba encontrarse con Lolita? En ningún caso, una vivencia estática, sino algo dinámico y creativo. “Nuestra realidad personal, inteligente, amorosa, carnal, ligada a formas históricas, hecha de proyectos de varia suerte, articulados en trayectorias de desigual autenticidad, es la que ha de perpetuarse, transfigurarse, salvarse. No puede imaginarse ninguna mutilación ni disminución”. Julián Marías no ignoraba que el racionalismo había mermado la esperanza, no reconociendo otro horizonte que el no ser. “Nuestros contemporáneos prefieren lo único de que se puede tener seguridad: la nada. Acaso la escasez de amor es un factor que entibia el deseo, la necesidad de otra vida: si no se ama, ¿para qué?”.
Sé que Javier Marías y Carme López Mercader están muy lejos de esta perspectiva. Entiendo su postura, pero yo prefiero guiarme por las razones del corazón y no por las evidencias empíricas. He perdido a muchos seres queridos y hace poco mi mujer ha superado un cáncer, lo cual ha convertido nuestra rutina en un camino de miedo e incertidumbre. La muerte me parece obscena e intolerable. Cuando El Cultural me comunicó que Javier Marías había muerto y me pidió un artículo sobre su desaparición, experimenté una profunda tristeza. Solo habíamos hablado por teléfono en tres o cuatro ocasiones. Después de leer mi relato “El día que no conocí a Javier Marías”, publicado en la revista Zenda, me llamó por teléfono para contarme cuánto le había gustado y, poco después, me concedió una de sus últimas entrevistas. Durante hora y media, hablamos por teléfono. Si alguien quiere escuchar la conversación, puede hacerlo en Youtube. Javier Marías me pareció un hombre bueno y amable, con un sentido del humor elegante y una inteligencia muy aguda. No descubro nada si digo que fue uno de los mejores escritores de los últimos cincuenta años y que -como escribió Pérez Reverte- el Nobel ha perdido mucho al no incluirlo entre sus premiados. Como sostiene Javier Gomá, el mundo se empobrece trágicamente cada vez que muere una persona buena y valiosa. Por eso, prefiero pensar que hay otra vida, similar a la que comparten la señora Muir y el capitán Gegg, una vida donde también se encuentra Julián y Lolita y, por supuesto, Javier Marías, esperando a todos los que le quisieron. William Blake sostenía que la existencia no discurre en el tiempo y el espacio, sino en el fecundo seno de la Imaginación. La Imaginación, y no la materia, es la realidad primordial. Esa idea es la brújula que debe guiar nuestros duelos. Soñar es la mejor forma de vivir y la única alternativa para adentrarse en la “tierra incógnita” de la muerte con la esperanza de no extraviarse en la oscuridad y el silencio.

lunes, 9 de septiembre de 2024

"Las tres vidas de León Tolstói" por Rafael Narbona



Un 9 de septiembre nació León Tolstói. El joven Tolstói, pendenciero y frívolo, no se parecía nada al viejo Tolstói, pacifista, vegano y anarquista cristiano. ¿Cuántas vidas puede vivir un hombre? La fe y la política, dos pasiones con no pocas similitudes, muchas veces introducen una cesura radical en una biografía, transformando a un escéptico en un proselitista implacable. En su juventud, Cioran exaltó el nacionalsocialismo, creyendo que su credo épico y anticristiano despertaría la conciencia histórica de Rumanía, despojándola de su desidia ancestral. En su madurez, más desengañado que arrepentido, desplazó su fervor político al ámbito de lo metafísico, abrazando el nihilismo. Se puede decir que vivió dos vidas. En la primera, prevaleció la cólera; en la segunda, la melancolía.
León Tolstói no se conformó con dos vidas. Su peripecia vital incluyó tres identidades que se forjaron a base de negar con vehemencia la anterior. Durante su juventud fue un hedonista y, en ocasiones, un bárbaro. Jugaba, bebía, contraía deudas, cazaba, alardeaba de su insaciable apetito sexual. Nacido en el seno de una familia de la nobleza rural, perdió su madre a los dos años y a su padre a los nueve. Fue un mal estudiante, pero leía a Voltaire y Rousseau. Quizás fantaseaba con ser un libertino. Incapaz de hacer nada de provecho, se marchó a la Guerra de Crimea con su hermano Nikolái, teniente de artillería. No tardó en alistarse como suboficial. Pidió ser enviado a primera línea de fuego y, en su correspondencia, admitió sin problemas de conciencia que disfrutaba de la guerra. En esas fechas, ya escribía un diario y acariciaba la idea de ser escritor, pero su vocación era menos firme que su determinación de explorar todos los placeres de la vida, sin permitir que le estorbaran las objeciones morales.
Hay un retrato de esa época. Con el pelo corto, una especie de gabán de amplias solapas y un pañuelo anudado al cuello, posa sentado en una butaca señorial. Su faz, inequívocamente eslava, transmite dureza y cierto desprecio. La frente alta, los ojos pequeños y crueles, los labios finos y sensuales, la mandíbula afilada, las orejas grandes y casi en punta. Hay algo de Calibán en ese rostro. No se aprecia una pizca de ternura y sí una insoportable combinación de orgullo, insolencia y malicia. La pared desnuda que sirve de fondo evoca el cielo del perro semihundido de Goya, con su pavoroso aspecto de cieno vomitado por una deidad mitológica.
El sitio de Sebastopol, con sus 100.000 muertos, revela al joven León Tolstói la inhumanidad de la guerra. Aquella orgía de sangre y sufrimiento disipa su visión romántica de la violencia en el campo de batalla. Cuando regresa a San Petersburgo, ya no soporta la frivolidad de los salones, ni los excesos bohemios. Una perspectiva humanista ha acabado con la insensibilidad que salpicó su juventud de excesos. Siente deseos de retomar la vida campesina de su niñez. Vuelve a la hacienda familiar, Yásnaia Poliana, con la cabeza llena de ideas sobre reformas sociales y pedagógicas. Su vocación literaria ocupa el centro de su vida. Ya es un artista, con obras tan notables como los Relatos de Sebastopol, Infancia, Adolescencia, Juventud, La felicidad conyugal o Los cosacos. No tardarán en llegar las obras maestras. Según George Steiner, Guerra y paz y Ana Karenina lo sitúan a la altura de Shakespeare, Cervantes y Dante. Viaja por Europa y, tras presenciar una ejecución en París, promete no volver a servir a un gobierno. Identificado con el espíritu anarquista, considera que el orden social es injusto y pervierte al ser humano, estimulando sus pasiones más indignas. Regresa a Yásnaia Poliana con la determinación de emancipar a sus setecientas almas, pero el zar se le adelanta, aboliendo la servidumbre.
Hay una imagen de esa época donde posa otra vez sentado, pero ya no es el mismo hombre. Casado y con hijos (su prole llegará a los trece vástagos), su rostro ha perdido dureza. Se ha dejado crecer la barba. Con levita y las piernas cruzadas, ha dejado su chistera sobre una mesa baja cubierta con una tela de rayas. A su izquierda, hay una cortina. Parece un burgués, pero sobre todo es un literato. Sus ojos ya no son crueles, sino curiosos y casi indulgentes. Es el novelista que tanto seduce a Nabokov, el que ha asimilado la lección de Flaubert, según el cual el narrador omnisciente debe ser invisible. Aunque a veces incurre en incongruencias temporales, sus novelas expresan una profunda comprensión del tiempo. No se limita a encadenar los años y las horas, con las licencias de un novelista. Capta esa duración que funde memoria y devenir, reflejando el espesor de la vida, su creatividad infinita y su indestructible continuidad, inapreciable para los que solo cuentan los minutos. No escribe para entretener, sino para comunicar su visión de las cosas. Apasionado y obsesivo, sus manuscritos revelan su elevada exigencia artística.
Diez años después de la imagen de artista burgués, acontece una crisis espiritual que transforma a Tolstói en un asceta y quizás un profeta. Empieza a pensar que la literatura es un lujo inútil. Aun así escribe dos novelas con un trasfondo moralista, La sonata a Kreutzer y Resurrección, y un cuento magistral, “La muerte de Iván Illich”, la historia de un burócrata que al llegar al final de su existencia descubre que sus sueños, parcialmente cumplidos, constituían una meta absurda. Toda su vida ha sido un trágico y ridículo error. Atormentado por los errores de su juventud, cuando se dejaba arrastrar por la violencia y el frenesí sexual, Tolstói decide seguir un estricto ideal ético basado en el regreso al cristianismo primitivo. Elogia el pacifismo, la desobediencia civil no violenta, el vegetarianismo, la abstinencia sexual y el trabajo manual. Condena la propiedad privada y renuncia a sus derechos de autor. Escribe al zar Alejandro III para que conmute la pena de muerte de los asesinos de su padre, citando el mandato moral de Cristo: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian”. Se cartea con Gandhi, lee a Thoreau, estudia el Evangelio, escribe a favor del esperanto, fabrica y repara zapatos, abre una escuela para los hijos de sus trabajadores, empleando una pedagogía anarquista que excluye los exámenes, las lecciones magistrales y el principio de autoridad. El maestro no debe calificar ni reprobar, sino escuchar y acompañar. Se dedica escribir ensayos pedagógicos y religiosos. En El reino de Dios está en vosotrosreivindica el mensaje evangélico original. Niega la existencia de los milagros y acusa a todas las iglesias de haber traicionado a Cristo. La iglesia ortodoxa lo excomulga y prohíbe a los fieles leer sus obras.
En una fotografía de 1908, con ochenta años, posa en los jardines de Yásnaia Poliana. Ya no queda nada del joven engreído y desdeñoso. Parece un campesino. Sentado en una humilde silla de enea, muy alejada del lujoso butacón en el que posó con veinte años, viste como un campesino: botas altas, pantalón de tela basta y pobre, amplio blusón azul. Se ha quedado parcialmente calvo y su larga barba es enteramente blanca. En sus ojos, ya no hay dureza, sino compasión e indulgencia. Es un asceta que sueña con la santidad. Algunos atribuyen su transformación a un desarreglo neurótico, pero al observar sus facciones, que en este caso sí son el espejo del alma, no se aprecian los estragos de la locura, sino los signos de una fructífera aventura espiritual. Tolstói ha viajado hacia dentro, se ha desprendido de las pasiones más dañinas y ha adoptado el compromiso de vivir para los demás. Su deriva moral le aleja de las preocupaciones estrictamente literarias y, en cierto aspecto, lastra su pluma, pues se siente obligado a moralizar. Al margen de eso, su vejez se ha convertido en una inspiración para todos los que sueñan con cambiar el mundo pacíficamente. Cuando en 1901 comienza a circular el rumor de que la Academia Sueca va a concederle el Nobel de Literatura, Tolstói se indigna y anuncia que repartirá el dinero entre los perseguidos políticos. Para muchos, es la conciencia de su tiempo, una voz que se alza contra las injusticias y los abusos. Creo que podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que ha adquirido la estatura de los profetas. Ya sabemos que los profetas concitan tanto fervor como odio y Tolstói no es una excepción. Algunos opinan que solo es un viejo chiflado, un juicio que aún pervive entre los cínicos y desencantados.
El último acto de la vida de Tolstói está a la altura de su ideal de sencillez y fraternidad. “Es una vergüenza y una bajeza el querer hacerse superior al prójimo”, escribe, abrumado por su fama y sus posesiones. Quiere ser un hombre anónimo, un simple trabajador. Se ha negado a instalar electricidad y agua corriente en Yásnaia Poliana. Siega y cuida sus manzanos, y desea desprenderse de su patrimonio, pues piensa que la riqueza provoca podredumbre moral. Su ética se condensa en una frase: “No hay regla moral más simple que la de hacer que los otros nos sirvan lo menos posible y que uno sirva a los demás cuanto más mejor”. Su mujer, Sofía Behrs, se opone vehementemente a sus deseos de repartir sus bienes entre los pobres y Tolstói decide abandonar su hogar. Con un humilde equipaje compuesto de libros y manuscritos, se sube a un tren con un billete de tercera. Está enfermo, pero eso no le hace cambiar de planes. Sin embargo, el malestar físico le obliga a detenerse en la estación ferroviaria de Astápovo. Apenas puede respirar. No tarda en descubrirse su identidad e infinidad de personas se acercan para ayudarle o movidos por la curiosidad. Sus últimas palabras expresan su incomodidad por recibir tantas atenciones mientras millones de hombres sufren ante la indiferencia generalizada. Muere el 20 de noviembre de 1910. De acuerdo con sus disposiciones, será enterrado en un túmulo de hierba y tierra -sin cruces ni inscripciones- en el bosque de Stary Zakaz, en Yásnaia Poliana. Aunque las autoridades intentan impedirlo, su funeral se convierte en un acontecimiento multitudinario.
¿Quién era realmente Tolstói? ¿El hedonista, el artista o el asceta? Creo que los tres, pero de forma sucesiva, como una de esas muñecas rusas que se desmontan, mostrando cada vez una figura más pequeña. En su caso, hay que invertir la escala, pues Tolstói se hizo más grande cada vez. Su plenitud como escritor aconteció a medio camino, pero como ser humano alcanzó su momento más alto al final de su vida. Muchos le acusan de santurronería, sin disimular la irritación que les produce su última etapa. Esa indignación es comprensible, pues los seres humanos que logran el milagro de la coherencia entre lo que dicen y lo que hacen ponen de manifiesto nuestra debilidad, algo que no se perdona fácilmente. Las tres vidas de Tolstói son un canto a la libertad. Nos enseñan que no estamos condenados a ser siempre la misma persona. Convertirnos en otro, romper con nuestro pasado, repudiar lo que fuimos, no es un gesto de incongruencia, sino una de las formas más inteligentes de no quedar atrapados en el barro de nuestras equivocaciones.

sábado, 31 de agosto de 2024

"Un anarquista llamado Valle-Inclán" por Rafael Narbona



Ramón María del Valle-Inclán se hizo anarquista en su vejez, alejándose del carlismo estético de su juventud. Su radicalismo hoy tal vez le costaría un disgusto. En la escena sexta de Luces de bohemia, publicada en 1920, Max Estrella, poeta ciego y clarividente, se encuentra con un preso anarquista. Con blusa, alpargatas y grilletes, se trata de un obrero catalán que se define a sí mismo como “un paria”. No es un término despectivo, sino el lúcido reconocimiento de su lugar en un orden social donde se “menosprecia el trabajo y la inteligencia” y se rinde culto al dinero. Max afirma que pronto llegará la hora de los parias de la tierra, pero ese momento sólo será posible, instalando “la guillotina eléctrica en la Puerta del Sol”. El anarquista objeta que “el ideal revolucionario” no se cumplirá con la simple “degollación de los ricos”. Hay que llegar más lejos. Sólo destruyendo la sociedad capitalista podrá surgir “otro concepto de la propiedad y el trabajo”. Algo escéptico, Max se conforma con pequeños logros: “Todos los días, un patrono muerto, algunas veces, dos… Eso consuela”. El preso sabe que le aguarda la muerte: “Cuatro tiros por intento de fuga. […] Por siete pesetas, al cruzar un lugar solitario, me sacarán la vida los que tienen a su cargo la defensa del pueblo. ¡Y a esto llaman justicia los ricos canallas!”. No le atemoriza morir, pero sí que le den tormento, sólo “para divertirse”. “¡Bárbaros! –protesta Max, con el alma temblando de indignación-. […] ¿Dónde está la bomba que destripe el terrón maldito de España?”. Cuando el preso anarquista se despide de Max, anuncia su inminente fin: “Van a matarme… ¿Qué dirá mañana esa Prensa canalla?” “Lo que le manden”, responde Max, con lágrimas de impotencia y rabia.
En la escena undécima, Max –ya en libertad- se cruza con una madre con su hijo muerto entre los brazos. Sólo es un niño con “la sien traspasada por el agujero de una bala”. La policía mantiene el orden público, masacrando inocentes. Antonio Maura, presidente del Consejo de Ministros durante el reinado de Alfonso XIII, promueve el terrorismo de Estado para frenar la cólera de un pueblo maltratado y humillado. La pobre mujer chilla desolada: “¡Negros fusiles, matadme también con vuestros plomos!”. “Esa voz me traspasa”, exclama Max, sobrecogido. Poco después, se escuchan disparos y un sereno anuncia con indiferencia que la policía ha abatido a un preso anarquista, mientras intentaba fugarse. “Ya no puedo gritar –masculla Max-. ¡Me muero de rabia!... Estoy mascando ortigas. La Leyenda Negra, en estos días menguados, es la Historia de España. Nuestra vida es un círculo dantesco. Rabia y vergüenza”.
¿Se atrevería algún autor contemporáneo a escribir algo así? Probablemente, ninguna editorial se prestaría a publicar una obra como Luces de bohemia y si por un milagro viera la luz, su autor acabaría ante los jueces de la Audiencia Nacional, acusado de terrorismo. Jean-Paul Sartre fue una de las últimas plumas dispuestas a desafiar al capitalismo. Su indignación le hizo cometer el error de minimizar los crímenes de la Unión Soviética, pero sería injusto no reconocer su coraje. Criticó con firmeza la guerra de Vietnam y denunció vigorosamente los crímenes del gobierno francés en Argelia, que incluyeron torturas masivas y miles de ejecuciones extrajudiciales. En cambio, Albert Camus, santificado por la posteridad, evitó pronunciarse. Se echan de menos los escritores valientes y comprometidos. El anhelo de ventas y el deseo de no complicarse la vida ha prevalecido sobre la rebeldía y el inconformismo. Una pena.

martes, 27 de agosto de 2024

"Umbral es un verbo" por Juan Bonilla




Es ya tópico decir que acaso no haya peldaño más alto para un escritor que conseguir que su nombre se convierta en adjetivo. No hay muchos que lo consigan, aunque con el paso del tiempo se desvirtúe la filiación entre el adjetivo generado por la lengua común y la obra de la que partió: es el caso de Dante y dantesco, pues se califica de dantesco casi cualquier catástrofe y a nadie se le ocurre utilizar ese adjetivo para una situación de paz y armonía y amor idealizado y sanador, que son tan componentes de la Comedia como las imágenes aterradas del infierno. Es el caso también de Kafka, cuánta gente habrá usado el adjetivo kafkiano sin necesidad de haber leído ni El proceso ni El castillo. Les pasa también a algunos personajes: quijotesco tiene ya significado propio, más allá del perezoso «relativo al Quijote», y no digamos nada de Lolita porque estamos en horario infantil.

Se diría que Francisco Umbral —aunque sin salir del cerco de la literatura— también consiguió el honor de que su apellido fuera dando los pasos convenientes para transformarse en adjetivo, umbraliano, pero creo que lo suyo, la conjugación en su caso de un estilo muy reconocible y de una personalidad muy paseada, más que un adjetivo merece la categoría de verbo. Umbral lo umbraliza todo, pero esto es algo que se puede decir de todos los escritores cuya personalidad y estilo están tan patentes en todo lo que hacen que de alguna manera son callejones sin salida, trampas mortales para sus discípulos que no podrán pasar del rango de imitadores. No son muchos los autores de los que se pueda decir. Se puede decir de Borges, hasta el punto de que hay verbos y expresiones que si uno las usa ya está siendo borgiano. Se puede decir de Gómez de la Serna, que lo transmutaba todo en greguería. Y desde luego se puede decir de Umbral, en cuya máquina de escribir entraba la actualidad, la intimidad o la historia y de la que lo que salía era el yo de Umbral umbralizando las realidades de la actualidad, la intimidad o la historia.

Creo que los libros de Umbral más que por los géneros que se les asigne, dada la flexibilidad con que los acababa sometiendo, se pueden distinguir por esas realidades. Si hay que dividirlos en categorías, es la que yo utilizo para ordenar sus volúmenes en mi biblioteca, y aunque tenga problemas para colocar alguno, porque raro es el libro suyo que no podría pertenecer a, al menos, dos categorías distintas, parece evidente que no lo hay para distinguir el género al que pertenece El hijo de Greta Garbo, el género al que pertenece Trilogía de Madrid y el género al que pertenece La forja de un ladrón. Unos dependen o han sido suscitados por la actualidad (así muchos de los libros de encargo que se vio obligado a escribir, pero también alguna de sus novelas), otros están claramente imbricados en la intimidad («estoy oyendo crecer a mi hijo», desde luego, Carta a mi mujer, Un ser de lejanías, entendiendo por intimidad aquel lugar que está más allá del horizonte de la mera privacidad, un sitio al que solo el hablante puede alcanzar y del que lo que sustraiga solo podrá hacerlo mediante aproximaciones porque el lenguaje no es suficiente, algo así como cuando tratamos de describir un cuadro, sin que ello quiera decir que la descripción del cuadro no sea mejor o más memorable que el cuadro mismo), y otros sin duda en la historia. A Umbral la historia le interesa también para configurar su yo, bien en la creación paulatina de un árbol genealógico (la literatura es el reino de la libertad y la prueba de ello es que podemos inventarnos el árbol genealógico que nos dé la gana y decidir que venimos de donde queremos venir y él tuvo claro que venía de una tradición en la que están Baudelaire y Rubén Darío, Valle Inclán y Ruano, la novela lírica propugnada por Ortega pero también los relámpagos del lenguaje callejero), bien para revisitar episodios históricos como la guerra civil o la irrupción de una nueva derecha tras la agonía del franquismo o la movida madrileña o el socialfelipismo, asomándose a ellas desde la misma posición que adopta para asomarse a la actualidad, buscando los detalles pequeños, los personajes desplazados, la anécdota que le sirva de trampolín para alcanzar la categoría. Así se da el caso de que algunos episodios nacionales los trata —a pesar de que cuando los encara son históricos— como hechos de actualidad y al revés, a los episodios de la pura actualidad los trata con entidad de hechos históricos.

Se diría que de nuestros muertos más o menos recientes en la literatura española, el que goza de mejor salud es Umbral porque de las dos maneras que tiene un escritor de sobrevivir una, la reactivación de su obra, parece que se cumple dado que sus títulos principales no han dejado de reimprimirse en bolsillo, y dos, suscitar obras de otros e influir en autores de generaciones posteriores, también está entre los logros de Umbral, sobre quien se han escrito biografías, se han hecho documentales (el mejor documental que se haya hecho sobre un escritor español es Anatomía de un dandi de Ortega & Arnaiz), y ha influido en el tono y la melodía de toda una hornada de nuevos columnistas. Ahora José Besteiro le ha hecho un pedestal imponente: ha escrito un libro sobre Umbral que es también, en sus mejores momentos, un libro de Umbral. Lo ha titulado Francisco Umbral, manual de instrucciones y ha llevado a la extenuación el estatuto de lector: tan contaminado queda de la voz del autor al que lee, que finalmente ha adoptado esa voz para escribir. Aparte de eso, su libro está lleno de vislumbres que, dejada en una percha la bufanda de hincha, le hacen justicia al escritor al que vindica.

Con Umbral, y en esto, creo, no se ha hecho hincapié suficientemente, en los años sesenta, después de décadas en que la novela española ha ido pasando del tremendismo al realismo social, con alguna incursión en la novela lírica —Helena o el mar del verano de Julián Ayesta— o en el Nouveau Roman —Off-side de Torrente Ballester—, Umbral rescata la disputa que centró la actualidad literaria de nuestros años veinte, cuando Ortega, gran lector reticente de Baroja, arremete contra la novela que cuenta historias (la que depende de su sustancia narrativa por encima del estilo en que esta se desarrolle) y hace una llamada a poetizar la realidad, a obligar a la novela a que flexibilice sus fronteras, a que sea prosa que interiorice los laberintos de los personajes y los eleve mediante al estilo sin concederle mayor relevancia a aquello que pase en la historia que se nos narre. De ahí que en esa década, que no se olvide, es la década de Proust y de Joyce, aparezca todo un grupo de narradores que arriman la novela a la lírica, caso de Benjamín Jarnés, sin que falten los que siguen defendiendo el modelo barojiano, pienso en Carranque de Ríos. De toda aquella década que Umbral leyó como lo leía, creo, casi todo, buscándose a sí mismo, rebanando todo aquello que pudiera servirle para umbralizarlo, Umbral rescata el principio de que el estilo es el hombre —en este caso el escritor— y en un cuento o en una novela el mandamiento que exige que pasen cosas, que haya sucesos, no es de obligado cumplimiento y se puede escribir una obra maestra como «Entrada en Sevilla», un relato de Pedro Salinas del libro Vísperas del gozo, en el que lo único que se nos cuenta es que un viajero llega a Sevilla.

Así pues, Umbral enlaza con una tradición que parecía abandonada por nuestra literatura y aunque, acuciado por su vocación de escritor y la necesidad de ganarse la vida, entregue buena parte de su prosa al periodismo ofreciendo crónicas, reseñas, reportajes, entrevistas, lo que sea, hace sus primeros intentos con la premisa de que el yo que va a ir vertiendo en sus ficciones no tiene por qué distanciarse del que le vaya sirviendo para componer el género en el que yo creo mejores frutos va a dar: la memoria. Lo digo en singular para distinguir dos géneros, lo que los ingleses llaman Memoir, y las memorias, en plural, que suelen ser el texto que un autor escribe cuando se han consumido sus días o su experiencia le ha ofrecido material suficiente para empaquetarlas en un volumen de recuerdos.

La Memoir suele ceñirse a un asunto concreto, no necesita explicarnos de donde viene quien habla ni adónde va, solo el tránsito en el que una circunstancia excepcional —una enfermedad, un adulterio, una adicción— le ha trastornado la rutina y al hacerlo lo ha convertido en otro aunque siga siendo el mismo. A este género, en el que el yo que habla parte del pacto de que lo que cuente no se extraiga de su fantasía sino de los hechos de su experiencia, de manera que pudiera probar que los datos que utiliza los puede corroborar con documentos o testimonios de terceros, como si el lector fuese un juez capacitado para exigirlos, pueden pertenecer libros como La noche que llegué al café Gijón o, por supuesto, Mortal y rosa.

Conviene no olvidar que, célebremente, Paul John Eakin sostuvo que el yo de una autobiografía no puede ser reflejo de algo preexistente, sino una pura creación por y para el texto, de donde la autobiografía sea también invención. Pero que la autobiografía sea invención no quiere decir que en ella la invención sea del mismo tipo que en las novelas. Cuando Umbral empieza a escribir novelas grandes —me refiero ahora solo a la extensión y no a su ambición o su calidad— irrumpe en el panorama narrativo con una voz que suena nueva por, como he apuntado, la recuperación de voces que habían sido completamente preteridas durante la posguerra —toda aquella novela de la Revista de Occidente, de la que Umbral compra el espíritu aunque no los resultados. En ese espíritu la lírica se hermana con la vulgaridad, expresada casi siempre en diálogos relámpagos que van construyendo estructuras en las que se va erigiendo el yo del narrador. Se ve bien en su primera novela Travesías de Madrid, donde un joven va a una pensión a ver si puede ligarse a la vieja propietaria y ahorrarse las pesetas de la estancia, callejea juntándose con muchachas que le hacen mucho caso o poco caso, pero que va enlazando mientras recorre la ciudad, casi como si le hubieran encargado hacer una guía de los mejores lugares donde tomar lo que sea y los rincones mejores para calmar las ganas de cuerpo. No he contado la cantidad de muchachas y mujeres que van saliendo en la novela, pero se diría que esta no ofrece otra cosa que el inmenso tedio de un joven en una ciudad en la que sin dinero eres nada y cuya sola fortuna, precisamente, es la juventud atenazada en el tedio. Con ella comienza uno de los senderos de la narrativa umbraliana, el sendero urbano, donde el yo es una cámara, por decirlo con el título de una novela famosa.

La pugna esencial de Umbral con el género narrativo se asienta en una conciencia nítida de que si bien no conviene confundir vida y literatura, pues la segunda no tiene más remedio que pertenecer a la primera —lo que no significa que no pueda vampirizarla— sí se debe hacer el esfuerzo de que, por mímesis, una se forme como la otra: es decir, sin estructura previa, sin marquesas que salen a las cinco, sin planteamiento, nudos, desenlaces. En Los cuadernos de Luis Vives apunta: «El personaje de la novela no nace sino de un fenómeno superior de la atención, como decía Ortega del amor. La literatura no consiste en inventar, sino en observar». Pero en esa frase no se dice que uno puede, primordialmente, inventarse el yo observador. Y ese es el yo que Umbral va sacando a pasear en sus novelas más novelas —espero que se entienda lo que quiero decir. Ese yo no puede ser el mismo, aunque sea gemelo, del yo de las novelas/memoria, donde encontramos quizá los logros más potentes de la narrativa de Umbral: El hijo de Greta Garbo, mi favorita con distancia, Los males sagrados, Memorias de un niño de derechas. Ni tampoco con el yo del escritor de novelas actualidad, casi siempre eróticas o políticas, La bestia rosa, Los amores diurnos, Historias de amor y viagra (que son las novelas que, creo, prefiere Besteiro).

Hay que hacer hincapié en otro yo de Umbral que siendo el menos evidente me parece el más importante, porque no deja de ser el álveo de todos los demás: el yo lector. Umbral, como se sabe, escribió mucho sobre escritores, sobre la vida literaria, no solo artículos y fragmentos memorialísticos, también los empleó como personajes de algunas de sus ficciones. Dije antes que uno de los movimientos soberanos que demuestran que la literatura es el reino de la libertad está en el hecho de que cada escritor se confecciona su propio árbol genealógico, y Umbral no tardó en hacerlo y le fue rabiosamente fiel. En Las palabras de la tribu declara haber descubierto qué era la literatura con Rubén Darío y con Valle-Inclán. Sabemos lo mucho que le importó —y lo mucho que ayudó a que se volviera a leer— Ramón Gómez de la Serna. Le dedicó uno de sus mejores ensayos a Ruano y otro a Larra y otro a Lorca. En cuanto a la literatura extranjera, no se discutirá —sus propias declaraciones no nos permitirían discutir— la importancia que tuvo la lectura de los libros de Henry Miller. Todo escritor —y me temo que esto no admite excepciones— es hijo de sus lecturas y sus preferencias de lectura. Aquella frase de Borges, haciendo pie en Emerson para dividir a los escritores en dos tipos, los escritores de la vida y los escritores de la literatura, ha traído como consecuencia un inmenso malentendido al hacer pensar que de veras hay escritores que solo escriben porque leen y otros, se supone que superiores, que lo hacen movidos porque han vivido. El propio Borges se colocaba entre los escritores de la literatura porque no había vivido —como si leer fuera acto que se sale del acto mayor de vivir— y ponía como ejemplo de escritor de la vida a Jack London, dado que sus cuentos sobre boxeadores se basaban en sus experiencias como boxeador y sus cuentos sobre buscadores de oro se basaban en sus experiencias como buscador de oro. Pero Borges olvidaba que boxeadores hay y ha habido miles y solo Jack London entre ellos, o Ring Lardner o Hemingway, consiguieron escribir obras maestras sobre el asunto, como hubo millones de personas que se lanzaron a la quimera del oro, y de entre todos ellos solo Jack London logró escribir una obra maestra. ¿Cuál era el secreto? Sencillo: Jack London había leído. Quería ser escritor no porque quisiera contar lo que sucedía en el mundo del boxeo, en los mares del sur o en las minas americanas: quería ser escritor porque se había salvado del tedio de la vida, de la miseria de la vida, gracias a las ficciones. Por lo tanto, es imprudente, cuando no injusto, escamotearle a Jack London su condición de escritor de la literatura: lo es tanto como el propio Borges. A Umbral le pasa un poco lo mismo: el peso de su vida es tan imponente en su propia obra que se diría que pertenece al grupo de los escritores de la vida, porque hizo de ella el tema casi exclusivo de su obra. Pero por fortuna, al revés que en el caso de London, su dedicación a la literatura le permitió desarrollar un yo paralelo en el que el lector que fue desperdigó pistas, esbozó estampas, retrató vidas, se sumergió en obras, que demuestran que sin ellas, sin esa condición de lector que utiliza la literatura de los otros como trampolín para dar el salto de conseguir una voz propia e inconfundible, no hubiera alcanzado la altura que alcanzó.

En la división de Borges, Umbral es de esos autores que podrían igualmente militar en un grupo y en el otro, ser un escritor de la literatura sin dejar de ser un escritor de la vida, porque también supo difuminar como nadie las fronteras entre una y otra. Solo la consciente destilación de muchas voces leídas desde bien pronto, solo la certeza de que la literatura sería una tabla de salvación para construirse mediante la escritura y convertirse en los diversos «yoes» que lo integraron, propició que Umbral se convirtiera en ese verbo que es hoy y al que homenajea Besteiro: un autor que utilizó la intimidad para ir más allá de sí mismo y alcanzar el peldaño más alto de la literatura, que es la poesía, un escritor que no temió utilizar la actualidad para construirse un personaje público del que dejó sobradas muestras en su obra, como tampoco se ahorró utilizar la historia para hacer de unos cuantos episodios nacionales, episodios personales, umbralizando todo lo que caía en el rodillo de su máquina de escribir.