Mostrando entradas con la etiqueta Artículos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Artículos. Mostrar todas las entradas

domingo, 7 de septiembre de 2025

“El jardín de Epicuro” por Francisco J. Tapiador




Epicuro (341-270 a. C.) es uno de los pocos pensadores antiguos que mantiene su vigencia porque se anticipó a nociones que la ciencia moderna tardó siglos en confirmar. Lúcido, acertó en lo sustancial de aquello que podemos verificar, lo cual nos anima a hacerle caso también en lo que dijo sin contraste objetivo. Y es que, si el hombre dio en el clavo en un tema fundamental y difícil de conocer como la composición última del universo y de la realidad, quizá valga la pena prestar atención a su propuesta para vivir bien: a su moral.

Lo que hace único a Epicuro es que sus ideas sobre la física, basadas en el atomismo, resultaron ser asombrosamente precisas. De hecho, fue el único filósofo que acertó. En un mundo donde la ciencia aún no existía como tal, Epicuro postuló que el universo se compone únicamente de átomos y vacío. Una idea, la del átomo, que no fue verificada hasta el siglo XX, cuando Albert Einstein —en su trabajo sobre el movimiento browniano de 1905— proporcionó pruebas empíricas de su existencia. Lo mismo respecto al vacío: tuvimos que esperar hasta 1887 para que Albert A. Michelson y Edward W. Morley demostraran que no hay un éter que impregne todo el universo. Sin esas medidas, la hipótesis de Epicuro no era más que una buena idea. Esta última afirmación tan potente —la epistemología que es la base de la física contemporánea— es también suya: dejó escrito que había que distinguir entre las opiniones pendientes de confirmación y aquellas verificadas por la sensación. Una forma elegante de decir que, si no hay confirmación empírica de algo, no hay conocimiento.

Epicuro tuvo enemigos poderosos, especialmente entre las élites religiosas y políticas, que veían en su atomismo y en su énfasis en los placeres sencillos una amenaza para sus estructuras de poder. Los agnósticos nunca han tenido buena prensa entre quienes creen que la religión debe impregnar toda la sociedad y que el sentimiento de culpa debe condicionar las acciones individuales. Por eso sus enseñanzas fueron caricaturizadas. Resulta bastante lamentable que la imagen que se tiene de él sea la que ofrecieron sus enemigos, así que vamos a nivelar un poco el juego.

Epicuro, el hombre, fue un ser fascinante del que sabemos poco. Por lo que comenta Diógenes Laercio, fuente principal sobre su vida, debía de ser una persona con mucho carisma, además de inteligente. Nacido en la isla de Samos, fundó en Atenas una escuela conocida como el Jardín: un espacio donde se reunía con sus amigos para reflexionar sobre la naturaleza, la vida y la felicidad. Se trataba de una parcela modesta que compró a las afueras, más una huerta que un jardín. Allí se juntaban hombres y mujeres; libres y esclavos, todos como iguales, para compartir ideas, risas y momentos de conexión. Su jardín no era solo un lugar de ocio y de trabajo manual, sino también una comunidad de aprendizaje donde se discutían ideas filosóficas, científicas y éticas. Algo así como lo que debería ser un departamento universitario.

La idea tuvo éxito y se exportó a Roma. Hoy podemos ver un ejemplo en la Villa de los Papiros de Herculano, un sitio estupendo donde un grupo de epicúreos se debía de pegar la vida padre (leer, comer, charlar, reír) antes de que la erupción del Vesubio del año 79 d. C. preservase el lugar para la posteridad. Los papiros de su biblioteca quedaron carbonizados, pero algunos se están pudiendo leer gracias a la física nuclear. En otros lugares del Imperio había comunidades parecidas.

De los aproximadamente trescientos textos que se le atribuyen al filósofo, solo nos han llegado tres cartas principales —a Heródoto, a Pítocles y a Meneceo— y un conjunto de aforismos conocido como las Máximas capitales, además de algunos fragmentos (como las Sentencias vaticanas). Sueño con que algún día encontremos los treinta y siete capítulos de Sobre la naturaleza en algún papiro carbonizado, o escondido en alguna vasija, pero de momento eso es todo lo que hay.

Los textos que han sobrevivido sobre su moral, preservados en gran parte en la obra de Diógenes Laercio, son breves, directos y sorprendentemente accesibles, como un manual de filosofía para la vida cotidiana. Las cartas vienen a ser un «Epicuro para gente con prisa», unos apuntes para que sus discípulos pudieran transmitir sus enseñanzas. Se leen, con aprovechamiento, en una hora. Sus ideas destilan claridad: la felicidad es alcanzable y no requiere complicaciones metafísicas ni especulaciones grandilocuentes. La brevedad y la síntesis se agradecen, porque hay filósofos que escribieron páginas y páginas de rollo para acabar sin decir nada sustancial. Vienen a la mente Han o Heidegger y sus logomaquias.

El núcleo de la filosofía epicúrea es la teoría atómica heredada de Demócrito y Leucipo, que aprendió de Nausífanes (hay dudas sobre este último), y a la que aportó mejoras cruciales que justifican el aserto de que fue el único filósofo que acertó. Según él, todo lo que existe son átomos —partículas indivisibles— moviéndose sin parar en un vacío infinito. No hay intervención divina ni fuerzas místicas: el universo opera según reglas ciegas, sencillas, que dan lugar a propiedades emergentes. Epicuro explicó la posibilidad de lo estático a partir del movimiento continuo y azaroso de átomos diferentes que se unen en moléculas —aunque no las llamó así—, una idea de la dinámica que se les resistía a sus predecesores y que es imprescindible para explicar la variedad de objetos y movimientos que observamos. No olvidemos que dos siglos antes Parménides había dicho que todo es estático y no puede ser de otra manera (contra toda evidencia empírica), y que eso se sigue estudiando. Para Epicuro, es de las combinaciones de átomos diferentes y del azar de donde surge la complejidad. Esta visión materialista (dicha con otras palabras) no solo era revolucionaria en el siglo IV a. C., sino que lo sigue siendo veinticuatro siglos después.

Epicuro dedujo de una teoría mecánica, el atomismo, una manera de vivir muy diferente de aquellas que propugnan la existencia de un dios y de otra vida. En esto fue muy original, porque no hay muchas morales que se deriven directamente de una física. Resuelto el miedo a la muerte y una voluntad divina incognoscible gracias a la razón, y despejadas las supersticiones que atan al hombre, surge la luz. Para Epicuro, el objetivo de la vida es alcanzar la eudaimonía, un estado de felicidad y bienestar que se logra a través del placer (hedoné) y la ausencia de dolor (aponía). A ese estado se oponen los deseos que, según él, pueden ser de varios tipos. Primero, los naturales y necesarios, como comer o dormir. Estos basta satisfacerlos para evitar el dolor. Luego están los naturales pero no necesarios, como una comida lujosa. Estos deseos deben limitarse, ya que su exceso puede causar dolor o insatisfacción. Y por último están los deseos vanos o artificiales, como la popularidad o el poder, que deben evitarse por completo, ya que generan ansiedad y dependencia. Esto ya es mejor que la pirámide de Maslow y sistemas derivados del siglo XX. De hecho, Epicuro distinguía incluso entre placeres dinámicos (como comer o beber) y placeres estáticos (como la tranquilidad mental o la ausencia de miedo). Los segundos, decía, son los más importantes.

Sus propuestas son muy accesibles. Recomendaba vivir en el presente y disfrutar de placeres simples: una buena comida, un paseo por la naturaleza o una conversación profunda. Algo tan sencillo como beber agua cuando se tiene sed puede aportar una gran satisfacción. Como se ve, este hedonismo no tiene nada que ver con el exceso o la indulgencia desmedida. De hecho, el ateniense enseñaba que la moderación en todos los aspectos de la vida (comida, bebida, ambiciones) previene los excesos que puedan llevar al dolor físico o mental.

La receta más importante, según él, para la felicidad es sencilla y sigue estando vigente: consideraba la amistad el pilar de una vida plena, incluso por encima de las leyes, que veía como convenciones humanas arbitrarias. Creía que las relaciones de confianza y apoyo mutuo ayudan a evitar el dolor emocional y que proporcionan una estabilidad muy necesaria para ser feliz. En una de sus Máximas capitales afirma que «de todas las cosas que la sabiduría proporciona para la felicidad de la vida entera, la mayor con mucho es la adquisición de la amistad» (Ὧν ἡ σοφία παρασκευάζει εἰς τὴν τοῦ ὅλου βίου μακαριότητα, πολὺ μέγιστόν ἐστιν ἡ τῆς φιλίας κτῆσις, para el que sepa griego clásico y no se fíe). En lo que se refiere a las relaciones sociales, abogaba por alejarse de las ambiciones desmedidas, la política y las discusiones estériles. Hoy es bien sabido que, en general, no discutir con idiotas es una política excelente para la salud, así que aquí también acertó (aunque él no lo expresara así).

En el camino hacia la felicidad que nos trazó Epicuro era esencial leer, reflexionar y, sobre todo, cuestionar las opiniones establecidas. En esto difería notablemente de otros filósofos coetáneos, sumidos en una especie de triste sumisión al poder tras la caída de las estructuras políticas de las ciudades-estado y la llegada del helenismo. Esa búsqueda por uno mismo tiene que ser activa, porque el postureo al respecto del conocimiento no tiene mucho sentido. Respecto a esto, Epicuro dijo que aparentar que se busca la verdad es como aparentar que se tiene buena salud. Solo sirve tenerla realmente. Pensaba que esta actividad, buscar para conocer, era importante para mantener la paz interior, puesto que nos alejaba de las supersticiones y creencias irracionales que nos generan dolor, poniéndonos en la senda de la felicidad.

Epicuro enseñaba que los principales obstáculos para la felicidad son el miedo a los dioses y el miedo a la muerte. Esto lo trató con una claridad pasmosa. Para él, la muerte no es más que la disolución de los átomos, sin dolor ni conciencia. «La muerte no es nada para nosotros», escribió, «porque cuando estamos, la muerte no está, y cuando la muerte está, nosotros no estamos». Transparente como el agua. Lo mismo respecto al dolor. Decía algo así como que el dolor, cuando es intenso, es breve; y cuando es prolongado, no es intenso (Ὁ πόνος ἢ οὐκ ἔστιν ἢ οὐκ ἔστι μέγας, que literalmente viene a ser «El dolor, o no existe, o no es grande»). Recordar la cita no ayuda para nada cuando te duele algo —lo tengo comprobado—, pero la lógica es inapelable. Respecto a los dioses, dijo mucho antes de Pierre-Simon Laplace a Napoleón eso de que no había tenido necesidad de esa hipótesis para explicar la mecánica del mundo. No negó que pudieran existir —de hecho, aportó una especie de argumento a favor—, pero sí que pudieran ejercer alguna influencia sobre el orden del mundo o los humanos.

El jardín de Epicuro era más que una escuela filosófica: era un experimento social. Los críticos, envidiosos o escandalizados por su forma de vida, apodaron a los epicúreos «la secta del cerdo». Lejos de ofenderse, sus seguidores adoptaron el mote con humor, una postura también muy sana cuando uno vive rodeado de idiotas. En la villa de Herculano perteneciente a Filodemo de Gádara se encontró una escultura de un cerdito saltando, hoy expuesta en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles. Resulta tan entrañable como Babe, el cerdito valiente. Este símbolo refleja la ligereza y la alegría que caracterizaban su filosofía: vivir bien no requiere grandes riquezas ni poder, sino buenos amigos, un lugar tranquilo que cultivar y una mente libre de temores gracias a un pensamiento racional que no necesite explicaciones metafísicas. Desde luego, asar un cochinillo con los amigos en el jardín, comiendo y bebiendo todo el día mientras se arregla el mundo sigue siendo un planazo, aunque luego haya que hacer deporte o lo que sea para quemar las grasas.

Hay que matizar que para esta filosofía la llave de la felicidad es, más que la amistad, la confianza en la ayuda de los amigos; el apoyo mutuo. Algunos trabajos recientes de ciencias sociales han sugerido que las conexiones personales son el factor más importante para una vida satisfactoria, justo lo que Epicuro defendía hace más de dos mil años. Saber que tienes un amigo que te ayudará si es necesario no se compra con nada. En un mundo donde la ansiedad y el agotamiento están a la orden del día, esta filosofía nos recuerda que la felicidad no está en acumular bienes o poder, sino en disfrutar de lo que ya tenemos: un buen libro, una conversación con amigos o un momento de calma en un jardín. Su frase de que la felicidad consiste en no tener hambre, no tener sed, no tener frío y confiar en que se lograrán esas tres cosas es una idea muy poderosa.

La doctrina de Epicuro no estuvo exenta de críticas. Su rechazo a involucrarse en política o en conflictos estériles puede parecer escapista, pero es una invitación a centrarse en lo que realmente está bajo nuestro control. Pero su condena al ostracismo no se debió a ese tipo de consideraciones ni a temas de especialistas, sino a su materialismo, al igualitarismo (hombres y mujeres, ciudadanos y esclavos) y al rechazo a las explicaciones religiosas. Esos rasgos convirtieron a su filosofía en un blanco perfecto para las élites que controlaban a la población a través de las diversas formas del miedo. Además, los mandarines disponían de explicaciones del mundo más afines a sus intereses. Los estoicos viejos, quizá los principales rivales filosóficos de los epicúreos, también promovían una vida de virtud y autocontrol, pero con un sistema moral mucho más conveniente para las clases dominantes, más gregario y menos individual. El estoicismo fue de hecho asimilado con facilidad por la religión cristiana, porque era teísta (aunque en formato Logos), pero no así el epicureísmo, agnóstico en esencia, por lo que según progresó el cristianismo las ideas del samita fueron vistas como una amenaza, y muchos de sus textos fueron destruidos o censurados. A diferencia de Aristóteles, cuyas ideas dominaron la filosofía medieval, o de Platón, cuya influencia persiste en eso que llaman metafísica, las doctrinas de Epicuro dejaron de estar en boga a partir del siglo III d. C. Por suerte, sus ideas clave sobrevivieron y llegaron hasta nosotros. El atomismo influyó en pensadores como Lucrecio, cuyo poema De rerum natura difundió las ideas epicúreas en el mundo romano, y más tarde en científicos de la Ilustración como Pierre Gassendi.

Si hay que celebrar por algo a la figura histórica de Epicuro es porque fue una de las primeras personas en entender cómo funciona el universo y de deducir, a partir de ahí, una moral. Hoy podemos decir que es el único filósofo antiguo que se salva (recuérdese a Parménides o a Platón, que también dijo cosas muy locas). Va siendo hora de abandonar los lugares comunes y enseñar que fue un pensador profundo en el examen de la naturaleza que además entendió que la felicidad reside en lo cotidiano. Su filosofía de vida invita a despojarnos de miedos irracionales y abrazar lo que realmente importa. En un mundo obsesionado con la productividad y el éxito material, envuelto aún en lo irracional y en religiones a cada cual más absurda, Epicuro invita a leer, relajarnos, charlar, no cometer excesos con la comida y la bebida y disfrutar de la paz de un jardín con los amigos dándonos cuenta de que la vida son cuatro días. O, como dijo él, que nacemos una sola vez.

Entre las escuelas atenienses de la Academia (Platón) o del Liceo (Aristóteles) me quedo con el jardín de Epicuro. Ajeno a sofísticas y pedanterías, inmune a fantasías gracias al contraste con lo percibido, abogaba por un estilo de vida sencillo y autosuficiente. Aporta una moral individualista que desconfía de la autoridad y de las convenciones sociales, en contraposición al estoicismo, hoy tan de moda. La campaña de desprestigio a la que sometieron estas ideas empañó esta realidad. Aún hoy, la palabra «epicúreo» evoca en muchos una imagen de hedonismo superficial, cuando en realidad el griego defendía un placer reflexivo y sostenible, más cercano al chill de hoy que a una rave. Los epicúreos perseguían la ataraxia, un estado de tranquilidad y serenidad mental, no el éxtasis. Es una pretensión muy razonable. No eran unos fiesteros frívolos, ni su forma de vida una forma de libertinaje. Esta gente solo perseguía mantenerse imperturbable ante las inevitables adversidades de una vida que sabían corta. La imagen mental que deberíamos tener de un epicúreo de pro son las del octógono de las aes: actividad, autonomía, amabilidad, alegría, atención, aceptación, ataraxia y altruismo.

lunes, 18 de agosto de 2025

"García Lorca, el poeta de la tierra" por Rafael Narbona



No han pasado cinco años, sino ochenta y nueve desde que Federico García Lorca fue asesinado junto a un olivo en el camino que va de Víznar a Alfacar. Se ha especulado mucho sobre los motivos del asesinato, intentando atenuar la responsabilidad de sus autores materiales e intelectuales. Se ha llegado a decir que fue un error, que en realidad se trató de una venganza familiar, pero esos argumentos falsean la realidad, pues a García Lorca lo mataron por lo que representaba. Frente a los lutos de una iglesia tridentina, la épica de cartón piedra de los espadones y la avaricia de los grandes terratenientes y financieros, García Lorca encarnaba la alegría mediterránea y dionisíaca, sin sombra de puritanismo ni intransigencia. El poeta no era anticristiano, pero alentaba un paganismo luminoso y colorido que resultaba intolerable para los sectores más conservadores. La claridad y frescura de su poesía constituía un desafío para las instituciones y las élites económicas que se resistían a la modernidad. Luis Cernuda, amigo del poeta, despejó cualquier duda al respecto: “…te mataron, porque eras / verdor en nuestra tierra árida / y azul en nuestro oscuro aire” (“A un poeta muerto”). La “hiel sempiterna del español terrible” que aún perdura ha impedido que se rescaten los restos del poeta. Lejos de intentar deshacer este agravio, las autoridades han hecho lo posible por perpetuarlo. España sigue siendo el país de los grandes cementerios bajo la luna, tal como señaló Georges Bernanos, el escritor católico francés que alzó su voz contra la represión franquista en Mallorca.
Años de formación y embrujo
Hijo de un próspero hacendado y una maestra, Federico García Lorca nació en el municipio granadino de Fuente Vaqueros el 5 de junio de 1898. De joven estudió piano y, más adelante, se matriculó en la universidad para cursar Derecho y Filosofía y Letras. Nunca se sintió cómodo con la enseñanza académica. Intuitivo, afectuoso y espontáneo, su carácter seducía sin esfuerzo. Cuando se alojó en la Residencia de Estudiantes gracias a la ayuda de Fernando de los Ríos, se transformó de inmediato en el centro de las reuniones. Allí conoció a Rafael Alberti, Luis Buñuel, Salvador Dalí. Los testimonios de sus contemporáneos son unánimes, destacando su personalidad carismática e hipnotizadora. “Aquel hombre era ante todo manantial, arranque fresquísimo de manantial –afirma Jorge Guillen-, [a su lado] no hacía frío de invierno ni calor de verano: hacía… Federico”. Pedro Salinas añade: “Se le sentía venir mucho antes de que llegara, le anunciaban impalpables correos, avisos, como de las diligencias en su tierra, de cascabeles por el aire”. Luis Cernuda utiliza otra metáfora, no menos deslumbrante: “Si alguna imagen quisiéramos dar de él sería la de un río. Siempre era el mismo y siempre era distinto, fluyendo inagotable, llevando a su obra la cambiante memoria del mundo que él adoraba”. Vicente Aleixandre completa el retrato con unas hermosas y precisas palabras: “Era tierno como una concha de la playa. Inocente en su tremenda risa morena, como un árbol furioso. Ardiente en sus deseos, como un ser nacido para la libertad”. Sin embargo, la felicidad y el júbilo que transmitía no reflejaban su ser más hondo: “Su corazón –matiza Aleixandre- no era ciertamente alegre. Era capaz de toda la alegría del Universo; pero su sima profunda, como la de todo gran poeta, no era la alegría. Quienes le vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron. […] Amó mucho, cualidad que algunos superficiales le negaron. Y sufrió por amor, lo que probablemente nadie supo”. Rafael Alberti señaló algo parecido, afirmando que detrás de la sonrisa de Federico latía la tristeza. Emilia Llanos, entrañable amiga del poeta, ha contado que a veces se sumía en su silencio doliente, con la mirada perdida y la boca fruncida. Es probable que su sufrimiento procediera del conflicto que supuso su homosexualidad. Abocado al secreto y el disimulo, quizás lo que más le atormentaba era la imposibilidad de la paternidad. El “amor que no se atreve a decir su nombre” carece de la fecundidad del amor tradicional. No puede fructificar ni engendrar vida. Su horizonte es la soledad y el rechazo. Se ha dicho que Lorca fue una especie de “Adán oscuro”, pues simboliza a esa nueva humanidad que lucha contra el desprecio y la marginación, anhelando una aurora que le exima de vivir avergonzada y escondida en las sombras.
El romancero gitano
García Lorca mantuvo una sincera amistad con Manuel de Falla que incluyó proyectos en común sobre el cante jondo, los títeres y el folklore. En 1927 participó en el homenaje a Góngora organizado en Sevilla por un grupo de poetas a los que más tarde se conocerá como Generación del 27. Con la publicación del Romancero gitano en 1928 llega el reconocimiento literario. Sin embargo, sus amigos Luis Buñuel y Salvador Dalí critican el libro, acusándole de explotar un pintoresquismo trasnochado. Empieza a circular la leyenda de un Lorca con pocas lecturas y mucha intuición, un autor con “duende”, que conecta con lo primitivo y elemental, pero sin nociones de técnica poética. Sin embargo, en la famosa antología de Gerardo Diego, Poesía española, aclara: “Si es verdad que soy poeta por la gracia de Dios –o del demonio-, también lo soy por la gracia de la técnica y del esfuerzo y de darme cuenta en absoluto de lo que es un poema”. En una carta enviada a Jorge Guillén mientras trabajaba en el Romancero, explica su planteamiento, nada espontáneo: “procuro armonizar lo mitológico gitano con lo puramente vulgar de los días presentes”. En una conferencia pronunciada en 1926, aborda uno de sus poemas más populares, “Romance sonámbulo”, donde explota las connotaciones del color verde (“Verde que te quiero verde. / Verde viento. Verdes ramas”). Interpretado por la crítica como una alusión a la muerte, García Lorca rechaza las lecturas que buscan un significado claro y unívoco: “nadie sabe lo que pasa, ni aun yo, porque el misterio poético es también misterio para el poeta que lo comunica, pero que muchas veces lo ignora”. García Lorca aclara que el protagonismo del Romancero gitano es un personaje con dos nombres: Granada y la Pena. En una entrevista celebrada en 1931 se muestra más preciso: “El Romancero gitano no es gitano más que en algún trozo al principio. En su esencia es un retablo andaluz de todo el andalucismo. Al menos como yo lo veo. Es un canto andaluz en el que los gitanos sirven de estribillo. Reúno todos los elementos poéticos locales y les pongo la etiqueta más fácilmente visible. Romances de viejos personajes aparentes, que tienen un solo personaje esencial: Granada”.
El Romancero gitano se caracteriza por una estricta condensación que al mismo tiempo contrae y expande los significados, explotando imágenes que trascienden lo puramente racional. Algunas imágenes parecen ingenuas, casi infantiles, pero de inmediato se revela su hondura, que incluye una vasta constelación de simetrías y contrastes. El hermetismo de algunas metáforas solo acredita la excelencia poética de García Lorca, pues el terreno de la lírica no es la claridad expositiva, sino la alusión y el misterio, la sugerencia y lo implícito. Esta circunstancia le da la razón a Jorge Guillén, según el cual solo un poeta puede explicar a otro. Los críticos siempre se quedan en la superficie. Ven el paisaje, pero no las raíces. Como apunta Juan López-Morillas, “García Lorca no es un poeta de ideas; es un poeta de mitos”. Eso explica que escogiera el romance, una de las formas métricas más antiguas y con un eco primordial, casi telúrico. El Romancero gitano gira alrededor del mito esencial de la existencia humana: el conflicto entre el yo, que lucha por dilatarse y perdurar, y las fuerzas de la naturaleza, que acaban derrotándole para sumirlo en la muerte. El gitano es el nuevo Prometeo. Se rebela contra el orden cósmico y social para preservar su libertad. Su anhelo de perpetuo movimiento choca con una sociedad que no cesa de hostigarlo para que adopte el sedentarismo. La tragedia es que cuando al fin lo hace, continúa sufriendo incomprensión y violencia. Así sucede en Romance de la Guardia Civil Española, donde un campamento es arrasado sin ningún motivo, salvo el odio a un pueblo que ha elegido vivir de otro modo. García Lorca caracteriza a los guardias con rasgos que evocan las pinturas negras de Goya y el esperpento valleinclanesco: “de plomo las calaveras”, “alma de charol”, “jorobados y nocturnos”, “capas siniestras”. Frente a ellos, la ciudad de los gitanos, “ciudad de dolor y almizcle, con torres de canela”, solo cuenta con la protección de la Virgen y San José, que “perdieron sus castañuelas, / y buscan a los gitanos / para ver si las encuentran”. “La Virgen cura a los niños / con salivilla de estrella. / Pero la Guardia Civil / avanza sembrando hogueras, / donde joven y desnuda / la imaginación se quema”. Con este poema, García Lorca preparó el escenario de su muerte. La derecha nunca le perdonaría que hubiera escarnecido a uno de sus símbolos más emblemáticos.
Poeta en Nueva York
Después de un desengaño sentimental, viaja a Nueva York y Cuba. Estados Unidos le produce una impresión muy negativa. Testigo del famoso crack del 29, Nueva York le parece una ciudad sin raíces ni identidad, violenta y deshumanizada, donde los negros sufren una cruel discriminación. Las fuerzas naturales y los mitos han sido ahogados por un engranaje frío e impersonal, que rinde culto al dinero, el nuevo Moloch. En unas declaraciones, resume su visión con una frase escueta y demoledora: “Espectáculo terrible, pero sin grandeza”. Entre 1929 y 1930 compone Poeta en Nueva York, que José Bergamín logrará publicar en 1940 de forma simultánea en México y Estados Unidos. Cernuda afirmó que Lorca no leyó a los surrealistas franceses y, de hecho, cuando al poeta granadino le comentaron que sus poemas más experimentales se inscribía en la poética del surrealismo, aclaró airado: “No es el surrealismo, ¡ojo! La conciencia más clara los ilumina”. Sin embargo, en Poeta en Nueva York se advierte ese regreso a lo originario, mágico y onírico que había inspirado el Romancero gitano y que tan cerca está del surrealismo. El surrealismo impugna siglos de lógica y racionalismo para recuperar la faceta más espontánea e intuitiva del hombre. No es una simple vanguardia con unos planteamientos innovadores, sino una rebelión contra la razón que intenta restaurar lo elemental y genuino. En el caso de Lorca, los gitanos y los negros simbolizan ese modo de vida más auténtico, donde el mito aún no ha sido abolido y silenciado por el logos. Ambas razas encarnan la inocencia del hombre antes de la caída, cuando aún no existían las nociones de culpa y pecado. En “Norma y paraíso de los negros”, los negros son “pájaro”, “luz y viento”, pero están atrapados “en el salón de la nieve fría”, ese mundo deshumanizado creado por los blancos. En “Oda al rey de Harlem”, el negro es el “fuego de siempre” que duerme en los pedernales. Su liberación no será posible sin “matar al rubio vendedor de aguardiente, a todos los amigos de la manzana y de la arena”. Las armas del rey de Harlem son simbólicas: una cuchara. Una cuchara para frenar “los tanques de agua podrida” de la civilización. Harlem es el territorio del dolor, un gueto donde ha anidado la Pena, no muy distinto del campamento gitano arrasado por la Guardia Civil en la lejana Andalucía:
¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
no hay angustia comparable a tus rojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero, con un traje de conserje.
Los negros lloraban “confundidos / entre paraguas y soles de oro, / los mulatos estiraban gomas, ansiosos del llegar al torso blanco”. Por debajo de las pieles, “la sangre furiosa, viva en la espina del puñal”. Sangre que “viene, que vendrá / por los tejados y azoteas, por todas partes, / para quemar la clorofila de las mujeres blancas”. Todo Harlem es un clamor de desheredados que gimen por su liberación:
¡Ay, Harlem, disfrazada!
¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!
Me llega tu rumor,
me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,
a través de láminas grises
donde flotan tus automóviles cubiertos de dientes,
a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos,
a través de tu gran rey desesperado
cuyas barbas llegan al mar.
El poema del cante jondo
Al finalizar su estancia en Nueva York, García Lorca viaja a La Habana, donde pasa tres semanas. Cuando vuelve a España, ha cobrado confianza en sí mismo, pero también parece un hombre desengañado y endurecido. A la llegada de la Segunda República, se embarca en el proyecto de llevar a los pueblos los clásicos del Siglo de Oro (Calderón, Lope, Cervantes). Codirige con Eduardo Ugarte “La Barraca”, un grupo de teatro universitario que asumirá la representación de las obras seleccionadas. El socialista Fernando de los Ríos, Ministro de Instrucción Pública, financia el proyecto, malogrado por el estallido de la Guerra Civil. La última función se realizará en el Ateneo de Madrid durante la primavera de 1936, llevando a escena El caballero de Olmedo, de Lope de Vega.
Aunque fue compuesto en 1921, el Poema del cante jondo no se publica hasta 1931. Se trata de una obra con un universo similar al del Romancero gitano. García Lorca explora el alma de un “pueblo triste” que orbita alrededor del Amor, la Pena y la Muerte. En esa trama, hay un hálito sagrado, pero no se trata de una especie de participación en lo sobrenatural, sino de un panteísmo que impregna todo de misterio y tragedia. Granada tiene dos ríos: uno se llama llanto y otro sangre. Por sus aguas “sólo reman los suspiros”. La guitarra es el instrumento musical que mejor refleja esa música secreta. “Llora monótona” y “es imposible callarla”. Es “un corazón malherido” que “llora por las cosas lejanas”. Andalucía es una tierra doliente: “por el aire ascienden / espirales del llanto”. La aurora es una ilusión que se desvanece. “Sólo queda / el desierto. / Un ondulado / desierto”. El poeta “ve por todas partes […] el puñal en el corazón”. Todo es frágil o está roto. Solo el silencio permanece incólume. En calles, yacen los muertos y no los conoce nadie. En un arranque místico, García Lorca canta a la Virgen, que avanza “por el río de la calle / ¡hasta el mar!”. Su presencia es tan luminosa como la de Cristo, “lirio de Judea” y “clavel de España”. El Cristo de Lorca es un Cristo gitano, “moreno / con las guedejas quemadas, / los pómulos salientes / y las pupilas blancas”. El alma gitana, “vestida de blanco”, es luz y alegría, pero también un eco trágico que nunca se apaga. Se expresa en el baile y en la guitarra, que “hace llorar a los sueños”. Por su “boca redonda” se escapa “el sollozo de las almas”. El paisaje refleja esa tensión entre la luz y la sombra. Bajo el cielo de Granada, una chumbera no es un simple arbusto, sino “un Laoconte salvaje”. Poema del cante jondo está muy lejos de ser un poemario costumbrista. Es una obra moderna, que mide los límites del lenguaje, alumbrando poderosas metáforas. No es un texto autobiográfico, sino la creación de un yo poético que pretende ser la voz de la Andalucía silenciada por una burguesía autocomplaciente. En Poema del cante jondo, se manifiesta claramente que García Lorca es el poeta de la tierra. En esta obra, los poemas -sencillos, elementales, populares- parecen compuestos para ser cantados. Su brevedad los convierte en alfilerazos que nos recuerdan el triunfo de la Muerte sobre la débil esperanza de los hombres. El pálpito metafísico convive con el lamento amoroso. La pasión no apunta a la felicidad, sino a la insatisfacción y la tragedia. Solo la fugaz aparición de la Virgen y el Cristo aporta una tibia ilusión y un efímero consuelo.
El dramaturgo y la elegía por Sánchez Mejías
En 1933, la compañía de Lola Membrives estrena Bodas de sangre en Buenos Aires. Lorca combina una vez más el mito y el color local, lo universal y el folclore andaluz, logrando crear una atmósfera de fatalidad que evoca la tragedia griega, donde los personajes son títeres en manos de las pasiones y el destino. El éxito proporciona independencia económica a Lorca, que viaja Argentina, donde dirige la escenificación de Bodas de sangre, que se representa ciento cincuenta veces. Conoce a Pablo Neruda y otros poetas. Regresa a España y su pluma fructifica, alumbrando obras como Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores, Yerma, La casa de Bernarda Alba y Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. Al igual que Unamuno, García Lorca opinaba que los toros expresaban la esencia del carácter español, con la mirada siempre fija en la muerte. Cuando “Granadino”, un toro pequeño y astifino, mata de una cornada a Sánchez Mejías, el poeta se conmueve profundamente y escribe la elegía más bella de nuestras letras desde las Coplas de Jorge Manrique. Un año más tarde, aparece la “Elegía” a Ramón Sijé, con una hondura poética similar. La elegía de Lorca reúne el primitivismo del cante jondo, reiterando la hora fatal (“a las cinco de la tarde”), con las intuiciones más innovadoras (“y el óxido sembró cristal y níquel”, “Ya luchan la paloma y el leopardo”, “Trompa de lirio por las verdes ingles"), que evocan la poesía visionaria de T. S. Eliot. Al mismo tiempo, es difícil no pensar en la tragedia griega: “Duerme, vela, reposa: ¡También se muere el mar!”. Lorca parece escribir su epitafio con la última estrofa:
Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos
La casa de Bernarda Alba, concluida un mes antes de la sublevación del 18 de julio, es una de las cumbres del teatro español del siglo XX. García Lorca ha alcanzado la madurez como autor dramático y ha depurado el texto hasta dejarlo casi desnudo, libre de efusiones líricas y explosiones retóricas. No es una obra realista, sino deliberadamente estilizada que pretende captar el conflicto entre el deseo y la estricta moral católica. Bernarda, la matriarca, solo se preocupa por el qué dirán. Cuando se suicida Adela, una de sus hijas, únicamente le preocupa que nadie descubra que ya no es virgen. Las “voces de presidio” que gobiernan su casa son las mismas que se escuchan desde los púlpitos de las iglesias y las tribunas de la derecha. Lorca habla abiertamente del deseo sexual de sus personajes femeninos, mostrando que la represión del instinto destruye las posibilidades de felicidad. Su discurso es inaceptable para los que solo concebían un destino para la mujer: ser ama de casa y acatar la voluntad de su marido. Aunque la obra no se estrenó en España hasta 1950, los sectores más intolerantes ya habían puesto al poeta en su punto de mira. La “España que se resistía a morir”, según palabras de Gil Robles, consideraba a Lorca un enemigo. De ahí que la revista satírica Gracia y Justicia, de orientación católica y fascista, publicara artículos difamatorios, acusándole de ateo y aireando su homosexualidad.
Pasión y muerte
García Lorca nunca se afilió a un partido político, pero siempre simpatizó con la República y nunca rechazó firmar un manifiesto antifascista. Al mismo tiempo, se declaró “católico estético” y rechazó las presiones que ejercieron sobre él para que militara en el Partido Comunista. Siempre mantuvo un inequívoco compromiso con los más desfavorecidos. Al evocar la pobreza de los campesinos de su Andalucía natal, comentaba: “Nadie se atreve a pedir lo que necesita. Nadie osa rogar el pan por dignidad y por cortedad de espíritu. Yo lo digo, que me he criado entre esas vidas de dolor. Yo protesto contra ese abandono del obrero del campo”. Poco después de visitar Nueva York, explica por qué le ha impactado tanto el espectáculo de la exclusión y la marginación de las minorías raciales: “Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío…, del morisco, que todos llevamos dentro”. Lorca siempre lamentó la caída de la Granada musulmana: “Fue un momento malísimo, aunque digan lo contrario las escuelas. Se perdieron una civilización admirable, una poesía, una astronomía, una arquitectura y una delicadeza únicas en el mundo, para dar paso a una ciudad pobre y acobardada, a una ‘tierra del chavico’ donde se agita actualmente la peor burguesía de España”. García Lorca no fue una víctima accidental del caos inicial de la Guerra Civil, sino un objetivo muy claro de los sublevados. Se ha dicho que afrontó su detención con cobardía, pero Esperanza Rosales, único testigo de ese momento, afirma que conservó la calma: “Se mostró muy entero, muy hombre”. De hecho, se despidió con unas palabras tranquilizadoras: “No te doy la mano porque no quiero que pienses que no nos vamos a ver otra vez”. Cuando decidió volver a Granada, descartando el exilio en Biarritz, ya había mostrado la misma mezcla de serenidad y fatalidad ante Rafael Martínez Nadal, al que le dijo: “Estos campos se van a llenar de muertos. Me voy a Granada y sea lo que Dios quiera”. Mientras esperaba el “paseo”, animó a sus compañeros de celda. Fumó sin parar y pidió confesarse, pero el sacerdote se había marchado. Uno de los carceleros, algo más compasivo que los demás, le ayudó a rezar, pues el poeta había olvidado las oraciones de su niñez.
La desaparición física no logró apagar la estrella del poeta, que no ha cesado de incrementar su resplandor con el paso de los años. “La muerte se diría / más viva que la vida / porque tú estás con ella, / pasado el arco de tu vasto imperio, / poblándola de pájaros y hojas / con tu gracia y tu juventud incomparables”, escribe Cernuda, no sin advertir que “la realidad más honda de este mundo / [es] el odio, el triste odio de los hombres, / que en ti señalar quiso / por el acero horrible su victoria”. La muerte no es la enemiga del poeta. Al revés, “para el poeta la muerte es la victoria”. Durante su estancia en Nueva York, Philip Cummings preguntó a García Lorca qué significaba realmente la vida para él: “Felipe –contestó-, la vida es la risa entre un rosario de muertes. […] Es venir de ningún sitio e irse a ningún sitio y estar en todas partes rodeados de lágrimas”. El sentimiento trágico de la vida es una de las características más inequívocas del carácter español. “España es el único país donde la muerte es un espectáculo nacional”, aseguraba Lorca. Y añadía: “En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan”.
Se han realizado series y películas sobre la muerte de García Lorca. Todas las que recuerdo me han parecido fallidas. En estas cosas, la exactitud histórica no me parece tan importante como la capacidad de captar la hondura trágica del acontecimiento. No se puede decir lo mismo de La araña del olvido, una novela gráfica de Enrique Bonet, una obra en blanco y negro que reconstruye la peripecia del escritor estadounidense de origen español Agustín Penón, que viajó a Granada en 1955 para investigar el asesinato del poeta. Su estancia se prolongó casi dos años y guardó en una maleta el resultado de sus pesquisas, pero nunca llegó a escribir el libro que había proyectado. Hundido en la depresión, envió la maleta al director de teatro William Layton, que más tarde se la entregaría a Ian Gibson. Gibson publicó en 1990 un ensayo con sus conclusiones, que tituló Diario de una búsqueda lorquiana (1955-1956).
La araña del olvido recrea la atmósfera de Granada a finales de los cincuenta, cuando la dictadura de Franco había logrado atraerse a las democracias que se sentían amenazadas por la Unión Soviética. Noche tras noche, los señoritos juerguistas –ebrios y desafiantes- recorren los tablaos flamencos. Los curas fuman tabaco negro y visten sotana. Las mujeres viven recluidas en las casas. Las autoridades ejercen una vigilancia permanente, no discriminando entre lo público y lo privado. Nadie se atreve a hablar de la muerte de García Lorca, pero su ausencia gravita sobre Granada, poniendo de manifiesto la crueldad de un régimen que ha empujado al exilio a intelectuales y artistas. Todo es gris, opresivo, asfixiante. No hay luz en las calles ni en las vidas, sumidas en la penumbra del miedo.
La Guerra Civil necesita un cierre, un hecho simbólico que normalice definitivamente la convivencia y tal vez la exhumación de los restos de Lorca podría ser ese acontecimiento que permitiera construir una memoria colectiva sin revanchismos, falacias ni distorsiones. “La sal de nuestro mundo eras, / vivo estabas como un rayo de sol, / y ya es tan sólo tu recuerdo / quien yerra y pasa”, escribe Cernuda. Yerra y pasa, sí, pero como un surco fecundo donde fructifica la semilla.

jueves, 3 de julio de 2025

"El odio de Dios" por Carlo Frabetti





Golpes como del odio de Dios, como si ante ellos

la resaca de todo lo sufrido

se empozara en el alma…

(César Vallejo, «Los heraldos negros»)

Puede que el cristianismo, entendido en un sentido muy amplio (en ese amplio sentido que le permitía a un Fidel Castro decir «Yo soy cristiano en lo social»), sea una religión del amor y la fraternidad («una», en todo caso, no «la»: las hay anteriores y mejores). Pero el catolicismo ortodoxo (valga el pleonasmo, pues si no es ortodoxo no es catolicismo, sino herejía) es, obviamente, una religión del odio y la discriminación1.

Obviamente, sí, aunque algunos, mediante una acrobacia mental que raya en el delirio2, se nieguen a verlo, y aunque muchos católicos de buena voluntad sean herejes sin darse cuenta. Pues para un católico es dogma de fe que existe un infierno donde los ángeles caídos y los humanos muertos en pecado mortal penarán eternamente. Y solo desde el odio más feroz y obtuso se puede aceptar la posibilidad de un castigo eterno y pretender, además, hacerla compatible con la idea de un Dios justo y misericordioso. Dicho sin ambages: para creer de verdad3 en el infierno hay que ser un descerebrado o una mala, malísima persona, y preferentemente ambas cosas a la vez.

Al igual que la seudoizquierda tergiversa el socialismo y lo pone, en versión degradada, al servicio del sistema, la Santa (?) Iglesia Católica Apostólica Romana (SICAR) tergiversa el cristianismo, le reincorpora la brutal ideología patriarcal judaica (con la que Jesucristo rompió) y lo convierte, a partir del cesaropapismo constantiniano y el Concilio de Nicea, en un instrumento de dominación. Y por eso la SICAR necesita el infierno. Un castigo finito y situado en otro plano de realidad sería poco eficaz como espantajo disuasorio, es decir, como medida de control; cualquier castigo pasajero, frente a una posterior eternidad de bienaventuranza, se volvería insignificante, infinitesimal. Y un infinitesimal, para que adquiera consistencia, hay que multiplicarlo por infinito.

Por lo tanto, el purgatorio no basta: algo tan etéreo y lejano como un castigo en el más allá no puede impresionar mucho a los pecadores si no es eterno. Es necesario un infierno definitivo con la terrible leyenda dantesca en la entrada: «Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate» («Dejad toda esperanza los que entráis»). Solo hay un problema: un Dios justo y misericordioso no puede infligir un castigo infinito a un ser de responsabilidad limitada, como es obvio para cualquiera que no renuncie al pensamiento racional; por lo tanto, la primera tarea de la religión católica —como del judaísmo y el islam, sus hermanas bíblicas— es inhibir la racionalidad en las mentes de los creyentes, implantar en ellas una zona de insensatez selectiva en la que tengan cabida las contradicciones más flagrantes, esa «fusión de contrarios» que solo es posible en los delirios y los sueños.

Y ni siquiera es necesario (aunque sí suficiente) hablar del infierno: la sangrienta historia de la SICAR es la más clara evidencia de que, lejos de ser una religión del amor, el catolicismo es la religión del odio eterno, la religión del odio de Dios. Y no hace falta remontarse a las Cruzadas o a la «evangelización» de América o a la Inquisición: la historia reciente de la Iglesia no es menos elocuente en ese sentido, y el abyecto nacionalcatolicismo español es la mejor prueba de ello. (No es casual, dicho sea de paso, que, al igual que José Antonio Primo de Rivera, y por las mismas razones, desde la misma ideología, el papa y los obispos de turno proclamen una y otra vez que la familia —la tradicional y solo ella— es la célula de la sociedad).

Como todas las organizaciones totalitarias, la SICAR manifiesta su horror y su aversión —su odio disfrazado de compasión— a lo diferente, a todo aquello que dificulta la homologación social y la dominación. No solo defiende a muerte la nefasta familia patriarcal nuclear (que por suerte empieza a dar signos de debilidad), sino que además pretende tener la marca registrada, el derecho en exclusiva sobre su denominación de origen. Los inquisidores ya no pueden quemar vivos a los y las homosexuales, como han hecho durante siglos, pero siguen negándoles los derechos más básicos, el derecho mismo a la existencia; ya no pueden condenarlos a la hoguera en el más acá, pero siguen condenándolos al fuego eterno en el más allá.

Nunca, ni siquiera de niño, me ha asustado el infierno. Lo que sí que me asusta, y mucho, es que haya tantas personas que creen o fingen creer en él.

Notas

(1) Lo cual explica —aunque no siempre las justifique— las reacciones adversas suscitadas por la Iglesia en general y sus altas jerarquías en particular. No hay que sorprenderse de que las feministas canten, en sus manifestaciones, «Vamos a quemar la Conferencia Episcopal por machista y patriarcal». O que el estribillo de una vieja canción anarquista italiana diga: «E il Vaticano brucerà con dentro il papa» («Y el Vaticano arderá con el papa dentro»). O que una heroica Sinéad O’Connor rompiera públicamente una foto de Juan Pablo II diciendo «Lucha contra el verdadero enemigo», después de interpretar una versión de «War», la famosa canción de Bob Marley, sustituyendo algunas de las palabras para que se convirtiera en una protesta contra el abuso sexual a menores en el seno de la Iglesia católica. Dicho sea de paso, Juan Pablo II, además de protector de pederastas, fue el azote de la Teología de la Liberación, apoyó a los sectores más reaccionarios del catolicismo, como el Opus Dei o los Legionarios de Cristo, y prohibió expresamente a los católicos el uso de preservativos, incluso en caso de sida o de riesgo de transmisión de enfermedades venéreas. Y no deja de ser significativo que fuera canonizado durante el mandato de Francisco I. Pero ese es otro artículo.

(2) «Delirar» viene del latín de-lirare, salirse del surco al arar. Un delirio, tal como se define en psiquiatría, es una creencia que se vive con una profunda convicción a pesar de que la evidencia demuestre su falsedad.

(3) ¿Significa esto que en el mundo hay miles de millones de descerebrados y/o malas personas? Afortunadamente, no. La clave está en creer «de verdad». La mayoría de los católicos —incluidos no pocos sacerdotes, frailes y monjas— con los que, a lo largo de mi vida, he hablado del tema, se salían por la tangente diciendo cosas tales como: «Sí, es dogma de fe que el infierno existe; pero yo no creo que haya nadie en él», un argumento absurdo que convertiría a Dios en un embaucador y los textos sagrados en cuentos para asustar a los niños. Los psicólogos lo llaman disonancia cognitiva, y es una verdadera pandemia mental, que «explica» (entre comillas, pues no se puede explicar lo inexplicable), por ejemplo, que una persona que consideraría un monstruo a alguien capaz de degollar a su perro o a su gato para comérselo, se pueda comer tranquilamente a un cordero o a un cochinillo asesinados por otros; o que los hinchas futbolísticos veneren a una pandilla de mercenarios de lujo que patean una pelota y celebren sus victorias como propias.

martes, 27 de mayo de 2025

"Un paseo por el barrio de las Letras de Madrid" por Paco Nadal




“¿No es cierto ángel de amor, que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor?”. El viajero que camine por la calle Huertas de Madrid estará más tentado de mirar al suelo que a las fachadas que le rodean. A lo largo de toda ella van apareciendo en letras doradas, cual pistas de un juego de orientación, citas famosas de la literatura española. Estamos en el barrio de Las Letras, en su calle más emblemática, una vía peatonal en ligero ascenso desde plaza del Ángel hasta la de Platería de Martínez, siempre llena de ambiente y con alguno de los bares más icónicos de la ciudad, en la que se rinde homenaje a sus vecinos más ilustres. Miguel de Cervantes, Quevedo, Góngora, Lope de Vega, Tirso de Molina… las plumas más excelsas del Siglo de Oro de la literatura española moraron, escribieron, deambularon y bebieron en algún momento de su vida en este céntrico barrio de Madrid, convertido hoy en uno de los preferidos para el ocio nocturno, de los bares y tabernas y de las actividades teatrales y literarias. Las Letras es el corazón dramaturgo de la ciudad.

Si tuviéramos que enmarcarlo en el plano de la ciudad, diríamos que el Barrio de Las Letras está en pleno centro, emparedado entre otras dos apetitosas zonas para el forastero curioso: el eje Sol-Gran Vía, por un lado, y el Paseo del Arte (es decir, el de los museos), por otro. Sus fronteras naturales serían la calle de la Cruz, al oeste; la Carrera de San Jerónimo, al norte; el paseo del Prado, por el este, y la calle Atocha, por el sur.

Si el eje del barrio es la calle Huertas, el centro cosmogónico de este universo urbano-literario es la plaza de Santa Ana, uno de los escasos espacios diáfanos que esponjan el entramado de Las Letras, orlada por fachadas del siglo XIX, llena de terrazas y vida a cualquier hora. Es un lugar perfecto para ir de tapeo a probar unas croquetas o un bocadillo de calamares bajo la solemne mirada de dos estatuas, una dedicada a Calderón de la Barca y otra a Federico García Lorca, constatación de la esencia poética del lugar. En uno de sus laterales se alza el Teatro Español, en el mismo solar que ocupó el corral de comedias del Príncipe, inaugurado en 1582, donde se estrenaron las mejores comedias de los autores del Siglo de Oro. Cinco siglos de historia teatral de España condensados en el mismo espacio urbano. Todo un récord de continuidad.

No fue el único espacio escénico del barrio. También estuvo aquí el Teatro de la Cruz, hoy ya desaparecido, el otro gran corral de comedias popular de este Madrid castizo cuyo recuerdo se mantiene en una placa en una fachada de la calle de la Cruz, cerca de su confluencia con la plazuela del Ángel. En él se estrenaron obras inmortales como El sí de las niñas, de Fernández de Moratín, El barbero de Sevilla, de Gioachino Rossini o el celebérrimo Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, al que se hacía cita al inicio de este texto.

Las calles del barrio son estrechas y, muchas, peatonales. El lugar perfecto para caminar —sobre todo en los rigores del estío, que en Madrid se emplea a fondo— y dedicar tiempo a ese pasatiempo tan viajero que es descubrir rincones con encanto. El callejón del Gato, por ejemplo, con sus espejos deformantes, aparece en un pasaje de Luces de Bohemia, de Valle-Inclán. En el número 11 de la calle de Cervantes se encuentra aún la casa (hoy un recomendable museo) donde vivió Lope de Vega, el “fénix de los ingenios”, desde 1610 hasta su muerte, acaecida en 1635. “Mi casilla, mi quietud, mi huertecillo y estudio”, escribía sobre su vivienda el autor de Fuenteovejuna y El perro del hortelano.

La iglesia de San Sebastián, por ejemplo, en la calle Atocha, tiene casi tantas vinculaciones literarias como celestiales. Data de mediados del siglo XVI. En ella reposan los restos de Lope de Vega; fueron bautizados Tirso de Molina y Jacinto Benavente —bien es cierto que con 287 años de diferencia—, y se casaron Mariano José de Larra o Gustavo Adolfo Bécquer.

En el convento de las Trinitarias Descalzas (Lope de Vega, 18), obra insigne del barroco español, muy cerca de la calle Huertas, fue enterrado en 1616 Miguel de Cervantes, que vivió y murió en el número 2 de la calle que hoy lleva su nombre. Y más coincidencias, frente a ese convento de las Trinitarias donde hoy reposan los restos del autor de El Quijote vivió Francisco de Quevedo, otro de los autores más destacados de la literatura española, a quien se recuerda en una gran placa emplazada en la fachada del edificio actual.

¿Y dónde imprimían todos estos futuros genios de las letras sus primeras obras? Pues… ¡en el mismo barrio! En 1586 Pedro Madrigal abrió en el número 87 de la calle Atocha, donde hoy está la Sociedad Cervantina, una imprenta en la que se publicó a principios de 1605 la primera edición de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. A la muerte de Madrigal, su sucesor, Juan de la Cuesta, trasladó el negocio al número 7 de la vecina calle de San Eugenio. Como se ve, en aquella época las mudanzas no eran muy lejanas y todo sucedía en el palmo de terreno que abarcaba el barrio. En ese nuevo taller se imprimió la segunda parte de El Quijote (1615), además de varias obras de Lope, Tirso y Calderón. La Sociedad Cervantina ha restaurado aquel taller de impresión con una réplica de la imprenta de Juan de la Cuesta, tan exacta que incluso hoy funciona y permite a los visitantes ver y comprender el proceso de edición de una obra literaria del Siglo de Oro.

Pero no nos engañemos. Para una gran mayoría de turistas que deambulan por Las Letras, Don Quijote es una marca de queso y Quevedo, un cantante de reguetón. El barrio es el kilómetro cero de la marcha de ese Madrid que nunca duerme ni descansa. De, posiblemente, la única capital europea en la que un martes a las dos de la madrugada están todos los bares abiertos y a reventar y los coches se atascan en sus calles.
El catálogo de garitos es más amplio que el de comedias del Siglo de Oro. Además, unos pegados a otros. Hay bares tradicionales de añejos mostradores de madera, barriles con taburetes y vaso de caña como La Dolores (plaza de Jesús, 4), Los Gatos (calle de Jesús, 2), la Cervecería Santa Ana (plaza Santa Ana, 10) o La Venencia (Echegaray, 7). Coctelerías pijas y de luces tenues como Santos y Desamparados (Costanera Desamparados, 4), La Analógica (Huertas, 65), Lovo (Echegaray, 20) o Salmon Gurú (Echegaray, 21), donde puede sonar desde el mejor jazz a temas indie-rock. O lugares eclécticos e inclasificables como Viva Madrid (Fernández y González, 7) o Decadente (Fernández y González, 10). En fin, que si no has pasado una noche por la calle Huertas… es que no has estado en Madrid.

viernes, 14 de marzo de 2025

"Luis Cernuda y Luis de Baviera escuchan Lohengrin" por Rafael Narbona



Luis Cernuda siempre fue un exiliado. Su compromiso con la defensa de la Segunda República, que incluyó una breve participación como voluntario en el frente de la Sierra de Guadarrama, le obligó a abandonar España durante las postrimerías de la Guerra Civil. Conmocionado por el asesinato de su amigo Federico García Lorca, al que le dedicó una hermosa elegía (“A un poeta muerto, F.G.L.”), sabía que los vencedores no le perdonarían su condición de poeta homosexual con ideas progresistas. Aparentemente, su exilio empezó cuando los nuevos bárbaros comenzaron a incendiar España “al paso alegre de la paz”, pero en realidad la sensación de ser un extraño en su propia tierra ya bullía en su cabeza desde la juventud. Por muchas razones. Por su homosexualidad. Por el espanto que le producía “la hiel sempiterna del español terrible”. Por la tristeza que le causaba le hegemonía del catolicismo, con sus “tristes dioses crucificados”. Cernuda se exiliaba a diario, refugiándose en la belleza. La música, la poesía, el paisaje, la pintura, le parecían territorios mucho más amables que la áspera realidad. Se sentía más vinculado a un poema de Góngora, un grabado de William Blake o el aria de una ópera italiana que al mundo cotidiano, infectado de crudeza. Su incomodidad no afectaba tan solo a los aspectos más sombríos de la tradición española. El poder destructor del tiempo y la fragilidad de los afectos le producían un enorme malestar y solo lograba hallar consuelo en la imaginación. Soñar le parecía la única forma tolerable de vivir. Su poesía es un intento de sustituir el mundo real por ensoñaciones capaces de abolir, al menos por unos instantes, la tristeza, el desengaño y la muerte.
¿Por qué Ludwig Otto Frederik Wilhelm, conocido como Luis II de Baviera, fascinaba a Luis Cernuda? Si repasamos su biografía, advertiremos de inmediato sus múltiples afinidades con el poeta: amor por la belleza, pasión por el arte, homosexualidad, desdén por lo material. Apodado el “Rey Loco”, el “Rey Cisne” o el “Rey de Cuento de Hadas”, Ludwig ascendió al trono en 1864, cuando solo tenía dieciocho años. Nunca le interesaron los asuntos de Estado. Solo le apasionaba la arquitectura y la música. “A Ludwig le gustaba disfrazarse -comentaba su madre al evocar su infancia-. Amaba el arte, el teatro, la música, le gustaba dar a otros sus propiedades y dinero”. Fascinado por los cuentos y leyendas de la Edad Media, de joven se hizo muy amigo de su ayuda de campo, el apuesto aristócrata Paulo de Thurn y Taxis, perteneciente a una de las familias más ricas de Baviera. Solían cabalgar juntos, leer poesía en voz alta y representar escenas de las óperas de Richard Wagner.
El 25 de agosto de 1861, Ludwig asistió a la representación de Lohengrin y su pasión por Wagner se volvió aún más intensa. Su relación con Paulo se interrumpió cuando su amigo comenzó a interesarse por las mujeres. Su prima Isabel de Baviera, más conocida como Sissi, ocupó el vacío dejado por su amigo y ayuda de cámara, sin que surgiera en ningún momento una atracción romántica. Ludwig y Sissi compartían el amor por la naturaleza, la poesía y la música. En la intimidad, la princesa se refería a su primo como “mi Águila” y él la llamaba “mi Gaviota”. Introvertido, creativo y con buena apariencia, Ludwig era muy apreciado por sus súbditos por sus gestos de generosidad. Cuando murió su padre y subió al trono, aumentó el salario de los sirvientes de la corte y conmovió hasta las lágrimas a los Consejeros de Estado con su discurso de coronación. No habló de política, sino de arte, anticipando cuáles serían sus prioridades como rey. No tardaría mucho en dejar de acudir a los actos oficiales para centrarse en sus proyectos arquitectónicos: la construcción de tres grandes castillos, Neuschwanstein, Herrenchiemsee y Linderhof. Para ello, recurrió a la fortuna familiar, evitando tocar las arcas del Estado. Mecenas de Richard Wagner, impulsó la construcción del Teatro del Festival de Bayreuth, y Anton Bruckner, que le admiraba por su sensibilidad, le dedicó su Séptima sinfonía, compuesta entre 1881 y 1883. Nunca perdió el afecto del pueblo, pues viajaba a menudo por la campiña bávara y charlaba con campesinos y artesanos para conocer sus necesidades. Siempre dejaba un rastro de gratitud, pues no escatimaba gastos a la hora de realizar obsequios y resolver los problemas de las familias que le atendían. Todavía hoy en Baviera se le conoce como “nuestro querido rey”.
Durante su reinado, Ludwig se enamoró de tres hombres: un cortesano, el principal caballerizo de la Casa Real y una estrella de teatro húngaro. En sus diarios, extraviados durante la Segunda Guerra Mundial, manifiesta el sentimiento de culpabilidad que le produce su homosexualidad y asegura que hará lo posible para respetar los preceptos de la moral católica. Su desinterés por el gobierno y su personalidad atípica provocaron que se tejiera una conspiración para apartarle de la corona. Declarado loco a instancias de su familia, pasó sus últimos días en un pabellón de reposo. Supuestamente murió ahogado en el lago de Starnberg el 13 de junio de 1886 en compañía de su psiquiatra. Todo sugiere que no se trató de un accidente, pues Ludwig era un magnífico nadador y varios testigos presenciaron cómo dos hombres seguían al rey y a su médico hasta el lago.
Era inevitable que Luis Cernuda se sintiera seducido por el “Rey Loco”. Ambos sufrían una hiperestesia que los situó en los márgenes de la sociedad. Abrumados por la estridencia del mundo, se refugiaron en la belleza y murieron lejos de sus sueños, acorralados por la incomprensión de sus contemporáneos. En 1962, un año antes morir, Cernuda publicó Desolación de la Quimera, su último libro, que incluía el largo poema “Luis de Baviera escucha Lohengrin”.
Compuesto de largos versículos, el poema comienza con una sinfonía de colores. Sumido en la penumbra, el rey contempla un escenario donde destellan “algún oro y una estridencia granate”. El palco que ocupa Luis de Baviera se parece a esa falsa burbuja de opulencia donde pasa sus días. Aunque es un lugar lujoso, prevalece la oscuridad, es decir, la ambición de poder, la traición y la mentira. Solo la belleza aporta algo de luz. La música de Wagner es la “fuente escondida” de la que mana paz, armonía, equilibrio y color. La caverna mágica del escenario alberga un “aire fulvo” y un “iris perlado”. Cernuda ha aprendido las lecciones del Simbolismo, que utiliza el color para reflejar estados del alma. El aire del escenario oscila entre el bronce y la plata, alejando a las sombras que amenazan al espíritu. Escuchar Lohengrin es algo más que disfrutar de una ópera. La música es un rito iniciático que abre las puertas de un más allá donde los colores se escuchan y las notas se manifiestan como fogonazos o manchas de luz.
Cernuda compara a Luis II de Baviera con un elfo de la mitología nórdica. En las novelas de fantasía y folklore, los elfos son descritos como pequeñas criaturas de orejas puntiagudas y temperamento travieso. En cambio, los elfos de la mitología nórdica son representados como hombres y mujeres de gran estatura y belleza, con poderes mágicos y una vida casi inmortal. Habitan en grutas, bosques y fuentes. Luis II de Baviera rozaba dos metros y poseía un rostro de una belleza casi femenina. Cernuda destaca su “negro pelo” y sus “ojos sombríos”. Fascinado por el fulgor que desprende el escenario, su refinamiento se refleja en su atuendo: pelliza de martas y un pañuelo blanco de seda anudado al cuello. Su mirada melancólica bebe la melodía, como si fuera una tierra seca que absorbe la lluvia. Lohengrin es una ráfaga de frescor en un páramo maltratado por un sol ardiente.
Más adelante, Cernuda desdobla el relato. Por un lado, la ópera de Wagner ilumina el presente con su ensoñación romántica. Por otro, el júbilo se desata en el interior del rey, siempre ensombrecido por un destino que no ha elegido. Ambos acontecimientos se funden, “como color y forma / se funden en un cuerpo”, en una apoteosis de “razón y enigma”. La música es una ceremonia sagrada, “un ascua litúrgica”. Frente al dios cristiano, Cernuda celebra las deidades paganas, cuyas leyendas no repudian el cuerpo. No hay nada indigno en la carne. La belleza es un hecho material, no una abstracción.
Gracias a la música, Ludwig siente que es un verdadero rey. Su reino no es de este mundo. Su cetro está en el terreno de los sueños. No le interesa gobernar territorios ni someter a sus habitantes. Solo quiere correr libremente por los bosques, “beber el aire”. Anhela que le dejen vivir en paz. Desea alejarse de las ciudades. Su hogar está en las montañas nevadas y los lagos. No le agradan las multitudes. Prefiere la soledad y no ambiciona otra corona que la belleza. Sin embargo, la soledad puede ser amarga. Su corazón suspira por “el bisel de una boca, / unos ojos profundos, una piel soleada”. La gracia de un cuerpo joven es el único imperio al que se sometería sin resistencia. Frente a su encanto, no es rey, sino súbdito, “siervo de la humana hermosura”. La aparición en el escenario de un bello joven rubio despierta la ilusión de desdoblarse en espectador y actor. “¿Magia o espejismo?”. “¿Cuál de los dos es él, o no es él, acaso ambos?”. Cernuda redunda en el paradójico y esclarecedor “Yo es otro” de Rimbaud. En nuestro interior, se agitan multitudes y la alteridad, lejos de constituir una forma de oposición, es el camino más fructífero. Nuestra realización personal depende de nuestra capacidad de separarnos de nosotros mismos y confundirnos con otras identidades.
Según avanza la ópera, Luis II de Baviera experimenta la sensación de haberse introducido en un sueño y no quiere despertarse, pero de repente le asalta el miedo: “¿no muere aquel que ve a su doble?”. Su temor se diluye al advertir que el amor es la única salvación posible. No importa a quién amar. El simple hecho de amar nos rescata del río del devenir, pues revive el pasado e ilumina el futuro. “Sólo el amor depara al rey razón para estar vivo”. ¿Qué importa la aspereza del día a día, la ingrata tarea de gobernar y la aversión de los que no le comprenden? “¿No le basta que exista, fuera de él, lo amado? / Contemplar a lo hermoso, ¿no es respuesta bastante?” Cuando le juzguen en el futuro, alegará que “las sombras de sus sueños para él eran la verdad de la vida. / No fue de nadie, ni a nadie pudo llamar suyo”.
El poema concluye con una hermosa reconciliación con la existencia. El rey se refugia en la música para huir de la vida, pero en realidad la vida es música. Ahora que lo ha descubierto ya no se siente un desterrado, sino un enamorado “de lo que él mismo es”. Y ni siquiera la muerte le atemoriza, pues el que ama la música “siempre en la música vive”. ¿Experimentó algo similar Cernuda durante su exilio mexicano? La muerte le sorprendió el 5 de noviembre de 1963. Un infarto fulminante acabó con su vida en Coyoacán. Vivía en casa de Concha Méndez, la primera mujer de Manuel Altolaguirre, que le había cedido un pabellón en el jardín para que pudiera disfrutar de su amada soledad. “Leve es la parte de la vida / que como dioses rescatan los poetas”, escribió Cernuda en su elegía a García Lorca. En esa leve parte está la gruta encantada que hipnotizó a Luis II de Baviera mientras escuchaba Lohengrin y que ha llegado hasta nosotros mediante un largo poema con el poder de aplacar el sinsabor de ser polvo en el vendaval del tiempo.

"Pedro Páramo: 70 años de Comala, la ciudad donde hablan los vivos y los muertos" por Rafael Narbona



¿Verdaderamente nos acercamos a los clásicos con “un previo fervor y una misteriosa lealtad”, como señaló Borges? ¿O tal vez sería más exacto decir que adjudicar a un libro la condición de clásico equivale a extender un certificado de defunción? Creo que la definición de Borges solo puede aplicarse a los lectores exigentes, pero no a los que se acercan a una obra buscando entretenimiento. Sin embargo, los clásicos no son aburridos y, por supuesto, no están muertos. Pedro Páramo acaba de cumplir setenta años y conserva intacta su capacidad de suscitar ternura, espanto y perplejidad. Se ha dicho que la novela de Juan Rulfo fundó el realismo mágico, lo cual no es cierto, pues la combinación de elementos fantásticos y crudo realismo ya estaba presente en obras como Leyendas de Guatemala, de Miguel Ángel Asturias, de 1930, Las lanzas coloradas, del venezolano Arturo Uslar-Pietri, de 1931, o El reino de este mundo, del cubano Alejo Carpentier, de 1949. Lo cierto es que las innovaciones absolutas no existen en la ciencia ni en la literatura. Los cambios se gestan poco a poco, imitando el lento trabajo de los estratos geológicos. El éxito de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, puso de moda el realismo mágico, abriendo las puertas a una riada de imitadores con un talento desigual. García Márquez elogió Pedro Páramo y calificó a Rulfo de maestro. Es un noble gesto, pero ese reconocimiento ha favorecido las interpretaciones poco atinadas.
Publicado en 1955, Pedro Páramo está muy lejos de la sensualidad, el neobarroquismo y la exuberancia de Cien años de soledad. Su austeridad y minimalismo no se corresponden con el concepto de lo “real maravilloso”. La coexistencia de los vivos y los muertos no puede calificarse de fantasía, sino de anomalía ontológica. Los muertos no vuelven a la vida gracias a la imaginación. Por el contrario, desdibujan la vida, sugiriendo que la existencia es una ilusión extraordinariamente frágil. No es que la línea entre la vida y la muerte sea finísima, sino que tal vez no existe. Al contacto con los muertos, los vivos se difuminan. El ser no es sinónimo de vida, sino de carencia. Lo vivo es deficiente, incompleto, irreal. La muerte es lo único completo, real y definitivo. No ser es más lógico que existir. Juan Preciado, el hombre que viaja a Comala para conocer a su padre, Pedro Páramo, un cacique despiadado y venal, no parece un ser de carne y hueso. Solo es una sombra que se arrastra por los yermos y los pueblos muertos de Colima y Jalisco. Sabemos que cumple un encargo de su madre, Dolores, un personaje igualmente borroso. Ambos son seres huecos y sin atributos, breves formas o chispazos de una tierra violenta y olvidada. Presumimos que los dos son infelices y carecen de un propósito vital. Su desdicha es la de miles de hombres y mujeres que viven y mueren en una región maltratada por el clima y la historia. Son las víctimas sin nombre de la injusticia, la pobreza y la corrupción. Salieron de la tierra y volverán a la tierra. Solo son polvo en mitad de un desierto infinito.
Cuando Juan Preciado llega a Comala, ignora que Pedro Páramo, la vieja alcahueta Dorotea, Eduviges Dyada y su hermana María, el padre Rentería y otros habitantes del pueblo murieron hace tiempo. De hecho, todos parecen intensamente reales. No son fantasmas, sino vidas que palpitan y se retuercen como llamas. Pedro Páramo aún suspira por Susana San Juan. Para convertirla en su esposa, mató a su padre, Bartolomé San Juan, que abusaba de su hija. No lo hizo para protegerla o castigar al padre violador, sino para que solo le perteneciera a él. Hijo de Lucas, propietario de la hacienda Media Luna, Pedro había crecido rodeado de desconfianza y desdén. Su padre no le creía capaz de asumir el papel de hacendado, pero él, con su falta de escrúpulos, incrementó el patrimonio familiar. Con el apoyo de su capataz, Fulgor Sedano, cometió todo tipo de exacciones y jamás experimentó remordimientos. Cuando estalló la revolución, se alineó con los insurgentes para no perder sus bienes. No le quitó el sueño que asesinaran a Sedano. Eso sí, admitió que había sido “muy servicial”. Miguel, el único hijo que reconoció, no poseía su ambición, pero su conducta no era menos amoral. Con la ayuda de Dorotea, asaltaba a las jóvenes de Comala y las violaba. Miguel muere con diecisiete años al caerse de un caballo. Su padre sufre con la pérdida, pero no le asalta la misma desolación que le produce la pérdida de Susana San Juan.
La violencia que impera en la región parece un reflejo del carácter inclemente del paisaje. En verano, la canícula es implacable. El aire quema los pulmones. La tierra se resiste a ser cultivada y el cielo, al caer la tarde, se asemeja a un mar de sangre. Los hombres y mujeres que viven en esa región parece que “no existieran” y la muerte, lejos de ser muda, chilla como un animal herido. Comala huele a desdicha, pero “hay esperanza”, susurra el padre Rentería. En realidad, es una afirmación teñida de inverosimilitud. El sacerdote que habla de esperanza admite sobornos y perdona los pecados a cambio de dinero. Su comportamiento poco ejemplar destruye la credibilidad de su profecía escatológica. No hay esperanza en Comala. Solo penuria, humillación e impotencia. Por sus calles circula un rumor de ultratumba. Caminar por ellas significa morir un poco. Un murmullo de difuntos entierra todo lo que se mueve. Para Pedro Páramo, sus vecinos pobres son muertos vivientes. Solo los utiliza mientras los necesita y después deja que vuelvan a sus sepulcros, esas casas humildes sin pan ni aire limpio.
El amor de Pedro Páramo por su esposa enferma y enajenada es una de las pocas notas de ternura de la novela. Tras su muerte, el cacique no se cansa de evocarla con un tono lírico y delicado que contrasta con su crueldad habitual: “Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna: tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan”. Sin embargo, Susana nunca le amó. Solo quiso a su primer marido, Florencio, que falleció prematuramente, dejándola sumida en un desconsuelo que desembocó en locura. Su mente herida aún conserva la lucidez necesaria para recordarle y cuestionar la existencia de Dios: “¡Señor, tú no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Esto te pedí. Pero tú te ocupas nada más de las almas. Y lo que yo quiero de él es su cuerpo. Desnudo y caliente de amor; hirviendo de deseos; estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos. Mi cuerpo transparente suspendido del suyo. Mi cuerpo liviano sostenido y suelto a sus fuerzas. ¿Qué haré ahora con mis labios sin su boca para llenarlos? ¿Qué haré con mis adoloridos labios?”.
En Comala, la vida vale poco, especialmente la de los pobres. Cuando Miguel mata a un campesino, Pedro Páramo se encoge de hombros y comenta despectivamente: “Esa gente no existe”. Nada se escapa a la muerte. Dorotea, que asume la continuación del relato cuando Juan Preciado se desvanece, ha pasado por la experiencia de morir y viajar al más allá. Sabe que al otro lado solo hay una especie de infierno similar al que narraban los antiguos mitos. La nada sería un destino mejor que ese abismo. Dios no existe y el paraíso solo es un mito. La vida y la muerte son las dos caras de la misma tierra baldía. Pedro Páramo es un gigantesco planto por el destino del ser humano, una criatura particularmente desdichada. Para Rulfo, la conciencia es una maldición, pues a cambio de unos escasos momentos de felicidad, casi siempre asociados al placer físico, sensual, nos revela la dolorosa fragilidad de nuestro existir. Somos cañas a punto de romperse. Solo nos curvamos para demorar ese instante, pero al final, nos quebramos y nos confundimos con el polvo.
Nuestro carácter efímero solo agrava el peso de las injusticias. Los pecados quedan impunes. La expiación y la redención son sueños irrealizables. Nada puede reparar el daño que perpetran los amos del mundo. Pedro Páramo y sus víctimas compartirán el mismo fin: la irrelevancia, el olvido. Juan Rulfo se alinea con los grandes clásicos. La vida carece de significado. Solo es una melodía cruel, la logorrea de un idiota, el estrépito ciego de una avalancha. La palabra es lo único que introduce algo de orden en ese caos. No es un hecho trascendente, sino un gesto de resistencia. Nuestra especie no se resigna a pasar por el mundo sin dejar su huella, si bien sabe que al cabo del tiempo se borrará. La palabra es una nota que vibra hasta disolverse en el silencio. No podemos aspirar a más.

La editorial RM y la Fundación Juan Rulfo se han unido para conmemorar el 70 aniversario de Pedro Páramo con una hermosa edición en pasta dura que incluye las portadas originales de la novela en distintos países y un pequeño álbum con imágenes facsímiles de los relatos que sirvieron de fundamento al autor para escribir la historia definitiva. Los amantes de las buenas ediciones agradecerán este trabajo que recoge las palabras de Manuel Vilas en un acto organizado por la Casa de América de Madrid en 2017 para celebrar el Centenario de Juan Rulfo. Releer Pedro Páramo me ha enseñado que el fatalismo de Rulfo no es estéril. Comala no es una simple fantasía, sino un grito. El ser humano nunca se resignará a vivir oprimido y humillado. Siempre se rebelará de un modo u otro. A veces de forma trágica, como el arriero bastardo Abundio Martínez, que mata a Pedro Páramo porque se niega a darle el dinero necesario para enterrar a su mujer. Y en otras ocasiones de forma existencial, como Juan Preciado, que viaja a Comala para averiguar quién es. Las revoluciones que han incendiado México constituyen la evidencia de que la historia nunca se interrumpirá. El anhelo de un mañana mejor es un impulso tan elemental como el amor, el odio y el asombro. El páramo parece muerto, pero no cesa de crepitar, como unas brasas avivadas por la obstinación y la rabia.

jueves, 20 de febrero de 2025

"Ultramarinos: todo un mundo en cinco sílabas" por Álex Grijelmo




Pasaba antes a menudo por el número 103 del Paseo de La Habana, en Madrid. Y he visto hace unos días que el comercio tradicional que funcionaba ahí a pie de calle ya no existe. Qué pena, porque desaparece así uno de los escasísimos establecimientos de la capital donde aún flameaba la palabra “Ultramarinos”. Ahora se ve un cartel que dice “Coko’s Catering”.
Eso probablemente sucedió tiempo atrás, pero me he dado cuenta ahora. (A veces ocurren hechos que uno, en su ingenuidad, tarda en percibir, y que después se le manifiestan con crudeza por no haber estado atento).
Siempre me fascinó el vocablo “ultramarinos”, porque representa el mecano que nuestra lengua ensambla para ampliar sutilmente el significado de un término.
“Ultramarinos” consta de cinco sílabas, doce letras y seis cromosomas o rasgos morfológicos que ponen luz sobre su significado. Antes de llegar a la simple base “mar”, apreciamos el elemento compositivo latino ultra-, que, entre otros valores semánticos, significa “más allá” o “al otro lado de”. Con ello disponemos ya de la base ampliada “ultramar”.
Por la parte derecha se le añadió el sufijo -ino, acerca del cual todos los hablantes sabemos intuitivamente que sirve para formar adjetivos con el significado de pertenencia o relación (cervantino, andino, capitalino…). Así pues, deducimos en un milisegundo que a la base “mar” y al elemento ultra- –y por tanto a la nueva base “ultramar”– se ha incorporado la noción de adjetivo que se refiere a aquello que se encuentra al otro lado del mar.
Y finalmente, dentro de ese sufijo -ino identificamos los morfemas del masculino (-o) y del plural (-s).
Todas esas piezas constituyen la extensa palabra “ultramarinos”, a partir de una sencilla sílaba que nos habla del mar. En este caso, del mar por antonomasia: el océano; y del océano por antonomasia: el Atlántico. Y de los productos ofrecidos en esas tiendas, que llegaban de América principalmente pero también de Asia: el cacao, el café, el azúcar cande, la canela, el clavo, el té… Los traían en abundancia durante el siglo XIX decenas de barcos que entraban por el puerto de Cádiz.
Cuántos recursos de la lengua depositados en una sola palabra. Y cuánta memoria. Y cuántos alimentos en una sola tienda, porque con el tiempo acogieron también los recolectados o fabricados acá. “Tiendas de (productos) ultramarinos” se llamaron, para luego acortar su designación con un solo vocablo: “Lo compraré en el ultramarinos”.
Sin embargo, la modernidad reciente fue acorralando a la palabra y luego a estos comercios. Primero aparecieron términos más prestigiosos: “autoservicio”, “supermercado”; sin que eso afectara a la viabilidad del negocio. Pero después se establecieron los hipermercados de la periferia, y más tarde se instalaron en el centro las grandes cadenas de distribución, que podían ofrecer marcas blancas y ofertas llamativas en un mayor espacio.
El poder financiero y empresarial que hacía ejecutar todo tipo de desahucios sin despeinarse no iba a reparar en daños con este asunto menor. A quién le importa el pequeño comercio que articula los barrios, el tendero que fiaba al vecino apurado. A quién le importa un vocablo.
Y así hemos llegado hasta aquí, a la desaparición de ese letrero que durante tantos años vi en el paseo de La Habana, firme entonces ante el poder del dinero. Ya siempre asociaré la palabra “ultramarinos” con todo lo valioso que se extingue.