sábado, 31 de marzo de 2018

"Escribir novelas" por James Salter


Las novelas son más largas que los cuentos y, en virtud de esa extensión, o digamos amplitud, tienen la oportunidad —la obligación, de hecho— de ser más complejas y posiblemente implicar a más personajes, llámeseles personas. La mayoría de las novelas son narrativas, o sea, lineales en la forma y fieles a la cronología, van hacia delante o fluctúan en idas y venidas en el tiempo. La narrativa cuenta una historia, y las historias son la esencia de las cosas, el elemento fundamental.

Pero la trama es algo más que la historia. Incluye los elementos causales y las sorpresas. La historia de Lolita es sencilla: Humbert descubre a Lolita, y digamos que la seduce, la hace pasar por su presunta hija, una situación detestable pero embriagadora, y un rival se la roba. Él se lanza en su búsqueda, los encuentra y mata al ladrón. Pero es la trama, con sus muchos destellos cómicos, la progresiva revelación de los motivos y los incidentes grotescos, la que lo engrandece. Lolita al principio fue malinterpretada, como es natural, y se salvó del previsible olvido o de acabar en el anaquel de los libros picantes gracias a Graham Greene, que la incluyó en su lista en el Times como uno de los tres mejores libros del año, y le concedió de ese modo respaldo literario. Nabokov era entonces un escritor poco conocido.

Es difícil escribir novelas. Has de tener la idea y los personajes, aunque quizá se añadan personajes sobre la marcha. Necesitas la historia. Necesitas, si me permiten decirlo así, la forma: ¿Qué extensión va a tener el libro? ¿Estará escrito en párrafos largos? ¿Cortos? ¿En qué persona narrativa? ¿Mantendrá un hilo conductor o se dispersará en todas direcciones? ¿Cómo será de denso? Cuando tienes la forma, puedes escribir la novela. Cuando tienes el estilo. El estilo. Dónde te sitúas como escritor. Tus prejuicios. Tu posicionamiento moral. El modo en que ese libro debería leerse. Y después necesitas un comienzo. “Dos cordilleras atraviesan la República, casi de norte a sur…”, las contenidas primeras palabras del suplicio final del cónsul en Bajo el volcán. El comienzo es de suma importancia. Una de las cosas más difíciles, según decía García Márquez, es el primer párrafo. Había pasado meses con un primer párrafo, explicaba, pero una vez lo consiguió, el resto fue sencillo. Tenía el estilo, el tono, pero el problema era cómo empezar a plasmarlo. El primer párrafo daba la pauta de lo que sería el resto del libro.

El principio, cómo empieza. Después de eso, escrito en orden o en desorden, viene el resto, escena a escena, página a página. Es una tarea prolongada. Como escritor, te enfrentas constantemente a la necesidad de visualizar una escena, o una secuencia, o un sentimiento, para a continuación, de la manera más cabal que puedas, ponerlo en palabras. Hay muchos intentos fallidos, al tratar de arrancarse de dentro algo que a veces es inexpresable. Es una labor con muchos aspectos, demasiados, y al menos uno de ellos debe quedar al fin escrito de un modo lineal, palabra por palabra, hasta el punto de llegar casi a perder el interés. Hay siempre demasiadas opciones, o no hay ninguna, ninguna vía posible. Al principio eres capaz de escribir en cualquier sitio, pero has de dedicarle tiempo a escribir, has de escribir en lugar de vivir. Has de dar mucho para recibir algo. Recibes solo un poco, pero es algo. No hay valores establecidos; das mucho a cambio de nada; haces todo a cambio de apenas nada, como al principio Justine hacía el amor a cambio de una camisa de algodón.

Si de verdad es así, si es tan difícil y para casi todo el mundo hay tan poco que ganar, poco dinero… Bueno, de hecho, es una manera de ganar dinero; no necesitas nada para empezar, salvo las palabras. Pero ¿cuál es el impulso? ¿Por qué se escribe? Ahí está la esencia. Entonces, ¿por qué?

Bueno, ciertamente por placer, aunque está claro que no es un placer tan grande. En ese caso, para complacer a otros. He escrito con eso en mente a veces, pensando en ciertas personas, pero sería más honesto decir que he escrito para que otros me admiren, para que me quieran, para ser elogiado, reconocido. A fin de cuentas, esa es la única razón. El resultado apenas tiene nada que ver. Ninguna de esas razones da la fuerza del deseo.

Siempre pienso en Paul Léautaud, un viejo crítico teatral, pobre, casi olvidado. Al final, cuando vivía solo con una docena de gatos, escribió: “Écrire! Quelle chose merveilleuse!”.

Eres el héroe de tu propia vida: te pertenece solo a ti, y a menudo es la base de una primera novela. Ninguna otra historia está más a tu alcance para que dispongas de ella. Philip Roth escribió su primer libro, Goodbye, Columbus, sobre sí mismo y un amor de juventud con una chica en Nueva Jersey. Ese segmento de su vida es la historia, y sus complicaciones conforman la trama.

Voltaire escribió Cándido como crítica social, lo hizo de un tirón cuando tenía 65 años. Theodore Dreiser visitó a su amigo Arthur Henry el verano de 1899 en Maumee, Ohio. Henry estaba trabajando en una novela. “¿Por qué no escribes una tú también?”, le sugirió a Dreiser. Éste se sentó, cogió una hoja de papel y escribió en la parte superior: Nuestra hermana Carrie.

"Puro fuego" de Joyce Carol Oates


Puro fuego es una novela juvenil tan hábilmente escrita que parece una novela para adultos (o viceversa). De una fluidez y dinamismo en la redacción, muy adecuados con la vertiginosa aventura que viven las adolescentes protagonistas. Es cierto que la historia de la pandilla, formada en un principio por cinco chicas defensoras del honor femenino y enderezadoras de tuertos machistas, peca un tanto de fantasía pueril y no del todo creíble. Pero la habilidad narradora de Joyce hace olvidar los primeros tanteos inverosímiles de la trama. 
Las cinco chicas fundadoras del grupo "Foxfire" son una especie de "señoritas andantes" que se enfrentan a las tropelías y abusos de los hombres. Como doñas "quijotas" o, mejor, "amadises" en estado puro, castigarán a los abusadores y le darán su merecido a los pandilleros que campan a sus anchas en la América de los años 50. No son hidalgas, eso no, sino jovencitas desclasadas y hartas de ver a su alrededor violencia machista e injusticias. La cabecilla de "Foxfire", Legs, tiene un mentor viejo y alcohólico que la introduce en el marxismo y en el anticapitalismo. Ella será la intrépida defensora del honor femenino y, junto a sus compañeras, emplearán sus encantos de "lolitas" para engañar y castigar a los endriagos del machismo. 
Su derrota hacia la delincuencia las situará fuera de la ley y las enviará a un destino tan angustioso como excitante. La sociedad las ha rechazado y ellas solo se sienten seguras en el seno de su propia comunidad, creada precisamente para luchar contra la exclusión que sufren como mujeres y como víctimas del capitalismo feroz. Oates fabula un deseo de juventud que se convierte en una crítica potente contra una sociedad injusta, patriarcal y materialista.        

miércoles, 28 de marzo de 2018

La educación como castración y Emilio Lledó


A raíz de un artículo sobre Emilio Lledó y la educación, reflexiono sobre dos extractos del mismo. En el primero de ellos, Lledó afirma de forma contundente que el "asignaturismo" (hacer exámenes continuamente) mata la cultura. En el segundo, el sabio profesor dice que la escuela y la universidad maltratan la mente de los alumnos, "solo hay que ver el paletismo de los últimos másteres". 
Del mundo universitario solo puedo hablar por referencias, pero de los institutos de secundaria, y, en concreto de la enseñanza de las humanidades, sí tengo cierta experiencia. 
Coincido en las críticas del maestro Lledó, hacia el "asignaturismo". Ahoga toda necesidad de saber y toda pasión por conocer. Y lo que es peor, como acostumbramos al alumno a ser un objeto de exámenes continuo desde la enseñanza primaria, acaba convertido en un mero contestador de preguntas y memorizador de datos inconexos. El único objetivo es aprobar todos los exámenes que se le pongan por delante. Lo de disfrutar del aprendizaje, gozar de la lectura, descubrir el mundo o desarrollar espíritu crítico no es algo que se pueda hacer en un instituto. Resulta difícil extirpar del cuerpo del alumnado esa obsesión por el examen, y, cuando se consigue, es complicado encauzarlos hacia un nuevo método de trabajo. 
Lo vengo intentando desde la materia de Literatura Universal (ahora en 1º de bachillerato) desde hace unos años. Me olvido de embutir fechas y listas de nombres interminables y nos centramos en, por ejemplo, conocer algunas obras de Shakespeare durante un trimestre, con métodos muy variados (desde lo visual hasta lo musical). Es difícil extirpar del todo el EXAMEN, pero se observa enseguida que el alumno reacciona de forma muy distinta ante la literatura cuando se presenta con otros mimbres.
Sí, como dice Lledó, no nos cansamos de maltratar la mente del alumnado. Y como consecuencia, también la nuestra. No hay nada más árido que dar clase de forma mecánica, sin reparar en otra cosa que en las notas de los exámenes. No hay nada más insatisfactorio que convertirse en un mamporrero de los libros de texto. Y no hay nada más castrador, para alumnos y profesores, que los currículos cerrados y la conversión de la docencia en una especie de funcionariado con público. Un público al que acabamos por desesperar y nos acaba desesperando.

"El ´asignaturismo`, hacer exámenes continuamente, es la muerte de la cultura" por Pilar Álvarez


Cuando Emilio Lledó recuerda a aquellos alumnos, cita un verso de Lope de Vega: “España, madrastra de tus hijos verdaderos”. Corrían los años cincuenta y acababa de mudarse a la Universidad de Heidelberg, en Alemania, donde transcurrieron algunos de los años más reveladores de su carrera docente. Poco después de que se trasladara, comenzaron a llegar a las fábricas de las localidades de alrededor oleadas de obreros españoles. Eran hombres jóvenes y sin estudios, con un castellano rústico y un alemán inexistente que “habían nacido con un no de plomo en la cabeza” por carecer de un verdadero acceso a la educación.

Lledó (Sevilla, 1927) se hizo amigo de un grupo de ellos y les ofreció reunirse en una cafetería un par de veces al mes. La excusa fue enseñarles alemán, pero acabaron aprendiendo unos y otros de la vida. “El entusiasmo, la inteligencia y la sensibilidad de esos jóvenes han quedado para mí como la experiencia docente más maravillosa que he tenido”, asegura más de 60 años después el filósofo sentado en el sofá de su piso, junto al Retiro madrileño. “Y mira que me he llevado bien con mis alumnos”, cuenta quien también ha sido catedrático de instituto en Valladolid y en las universidades de La Laguna, Barcelona y la UNED en Madrid.El filósofo vive en una casa llena de luz y de libros (más de 10.000) entre los que encaja las fotografías de sus hijos y nietos. Sobre el piano, reposan dos cuadritos pintados con un paisaje y una casa roja que le han regalado sus nietas pequeñas en su reciente 90 cumpleaños.

Acaba de presentar su último libro, Sobre la educación (Taurus), un compendio de sus artículos y reflexiones sobre la enseñanza, los exámenes, el papel que tiene la filosofía en las aulas o el de la Universidad en la vida de los alumnos. El lema del libro, de Aristóteles, es una defensa de la igualdad en la educación: “Puesto que toda la ciudad tiene un solo fin, es claro que también la educación tiene que ser una y la misma para todos los ciudadanos”. No cree que España se esté encaminando a esa igualdad. “Es el camino absolutamente equivocado, en mi opinión”. Vuelve a los obreros con los que se cruzó en Alemania y lamenta que, sin un sistema que garantice que el aprendizaje del más humilde es equiparable al del más pudiente, los que quedan atrás salen perdiendo, pero la sociedad también: “Se pierden talentos extraordinarios para la música, para la poesía, para la literatura”.

Enseñar la libertad
El profesor recuerda a don Francisco, su primer maestro, que les enseñaba en el entonces pueblo madrileño de Vicálvaro, hoy un distrito de la capital: “Nos hacía leer el Quijote y también a otros autores. Y luego nos pedía sugerencias de la lectura. Solo con eso, preguntando qué podía sugerir Miguel de Cervantes Saavedra a niños de nueve o diez años, aniquilaba el asignaturismo”. 
En su obra y durante la charla defiende saltarse las costuras de las materias y las asignaturas, no obligar a memorizar nombres o fechas de nacimiento en literatura, “sino enseñar a leer un libro clásico porque pasar un semestre con Galdós, Baroja o, no digamos, Cervantes, no es un invento utópico”. No se trata de no evaluar, sino de no hacerlo como en la actualidad. “El asignaturismo, hacer exámenes continuamente, es la muerte de la cultura”, recalca. Es la diferencia, añade, entre el conocimiento profundo o “los grumos pringosos que te meten en la cabeza, que están desconectados y no te dejan fluir las neuronas. Hay que enseñar a los niños la libertad”.

El subtítulo de su nuevo libro es La necesidad de la literatura y la vigencia de la filosofía. Esta última materia quedó arrinconada con la actual reforma educativa. Su reducción en los currículos desembocó en una movilización de filósofos y docentes en la que Lledó estuvo implicado. Aún lo está: “Son los profesores los que tienen que darse cuenta del carácter crítico y formativo que tiene esa disciplina. Quererla quitar es un crimen pedagógico, un crimen cultural contra el desarrollo mental del país”.

Emilio Lledó escribe en su último libro que el paso por la escuela y la universidad maltrata la mente de los alumnos, que acaban “pensando que el apasionante mundo del saber y de la ciencia es ese horroroso organismo de mediocridad”. Cuando se le lee la frase, apunta: “No sé en qué año lo escribí, pero sigue vigente. Fíjese en los másteres que, en general, son de un paletismo terrible”.

martes, 27 de marzo de 2018

Historias de amor II


                                                Rosita

"Amor caprino"

Todos los miércoles aparecía por la tienda de comestibles sobre las diez de la mañana. Se proveía de víveres: latas de fabada, callos, garbanzos con chorizo, jurel... Era un hombre sencillo. Bajaba todas las semanas desde un pueblecito de la serranía conquense porque se alimentaba de conservas. Le gustaban los sabores conocidos: ese regusto metálico de los guisos recalentados en la estufa de leña. 
Todos los miércoles lo recibía el tendero, a quien conocía desde hacía muchos años, desde que acompañaba a su padre. Hicieron desde el principio buenas migas. Los dos eran apretados como la mojama, pero se reblandecían con la historia de su amorío. Y no es que hubiera que contar demasiado, porque su romance siempre fue sosegado y de pocas palabras. Un amor sin saliva. Sin los aditivos de la retórica ni del estridente romanticismo. 
"Y cómo va Rosita". "Pues tranquila, como siempre. Ella pide poco: algo de hierba y un paseo por la tarde, ya la conoces. Ahora, eso sí, la lana cada vez más suave. Le sienta bien estar conmigo. Yo, para mí, que me entiende. En cuanto entro en casa, me recibe con un balido. Se pone a mi lado cuando recojo sus miserias y no me deja solo ni un minuto. Por eso no puedo perder el tiempo cocinando, porque me quiere cerca. De vez en cuando, me suelta un "beeee.." que me deshace. Sobre todo cuando tengo intimidad con ella. Si la vieras volver la cabeza... Me mira y bala con agradecimiento. Y no dice nada más. Me siento en el sillón, miro la montaña a través de la ventana y pienso que no puede haber nadie más feliz que yo, mientras le acaricio el morrillo. A las mujeres ni las miro".
Un miércoles, como otro cualquiera, apareció por la tienda un poco más tarde de lo habitual. No parecía el mismo. Se limitó a darle la nota del pedido al tendero con la cabeza gacha, sin decir ni buenos días. 
"¿Te pasa algo?" "No tengo ganas". "¿No tienes ganas de hablar?". "No. Se me ha muerto la Rosita". "Pues te acompaño en el sentimiento". Levantó la cabeza y el tendero vio cómo se empañaban los cristales de sus gafas. "El moquillo". Mejillas abajo le corría una lágrima. Sacó el pañuelo, se sonó con fuerza y se despidió sin dar las gracias, sin las conservas y sin poder aguantarse el soponcio. No lo volvimos a ver. 

lunes, 26 de marzo de 2018

"Orlando" de Virginia Woolf


"Las ilusiones son al alma lo que la atmósfera es a la tierra. Destruid ese tierno aire y muere la planta, palidece el color."

Solo he echado de menos en Orlando, la novela de Virginia Woolf traducida por Borges, un paseo por el mundo cibernético del siglo XXI. Orlando es una historia hipnótica y lírica, que atraviesa cuatro siglos con un mismo personaje. El tiempo, el sexo, el mundo se envuelven en la poesía, en el espacio y en el yo cambiante del (la) protagonista en una especie de caleidoscopio mágico que atraviesa desde 1588 a 1928. Orlando tiene una religión, la poesía; y un hábitat propio, la naturaleza. Orlando se enamora en todas las épocas, como hombre o como mujer, y se queda solo o sola. Su biógrafa se las ve y se las desea por ceñir su yo, un yo poliédrico, confuso, desmesurado, humillado, altivo, desconcertante. Orlando persigue una obra para la posteridad. O no. A veces, persigue solo su deseo exclusivo de escribir, su pasión. O no. En ocasiones busca lectores, lectores que puedan disfrutar de "La encina", su poemario revisado a lo largo de cuatrocientos años y en el que se borra más que se escribe, hasta que se convierte en un libro en blanco. O no. Porque acaba por publicarlo y por obtener premios y éxitos con él.

Orlando se hace una pregunta, "¿qué es la vida?", y, como es lógico, no puede respondérsela ni su propia biógrafa. Cambia de sexo y descubre, en el tránsito de hombre a mujer, cuáles son las peculiaridades de cada uno y cómo resulta especialmente difícil el desempeño de la hembra en un mundo de machos. El tiempo de la historia lo marcan los reyes de Inglaterra y ciertos poetas isabelinos (Shakespeare, Donne, Marlowe y Jonson) y dieciochescos (Pope, Swift...). 

En Orlando la componente metaliteraria es fundamental. Sus reflexiones sobre la poesía y sobre la literatura en general llenan muchas páginas y, no solo eso. El protagonista parece cruzar los siglos para poder saborear la posibilidad de construir un poemario incontestable, porque, "La poesía puede corromper más seguramente que la lujuria o la pólvora (...) Una simple canción de Shakespeare ha hecho más por los pobres y los malvados que todos los predicadores y filántropos de la tierra." Virginia Woolf, como cualquier otro creador tiene dudas serias sobre su creación: "...cómo escribió y le pareció bueno; releyó y le pareció vil; corrigió y rompió; omitió; agregó, conoció el éxtasis, la desesperación; tuvo sus buenas noches y sus malas mañanas; atrapó ideas y las perdió; vio su libro concluido y se le borró; personificó sus héroes mientras comía; los declamó al salir a caminar; rio y lloró; vaciló entre uno y otro estilo; prefirió a veces el heroico y pomposo; otras el directo y sencillo; otras los valles de Tempe; otras los valles de Kent o Cornwall; y no llegó nunca a saber si era el genio más sublime o el mayor mentecato de la tierra." Y llega a pensar que la palabra más poética es la que no existe: "La conversación más vulgar es a menudo la más poética, y la más poética es precisamente la que no se puede escribir." Reniega de la literatura vestida de gris, de la literatura que no arriesga: "Todos esos años había imaginado que la literatura -sírvanle de disculpa su reclusión, su rango y su sexo- era algo libre como el viento, cálido como el fuego, veloz como el rayo: algo inestable, imprescindible y abrupto, y he aquí que la literatura era un señor de edad vestido de gris hablando de duquesas." Porque nuestras pasiones más fuertes, junto con el arte y la religión, son "reflejos que vemos en el hueco negro del fondo de la cabeza cuando efímeramente se oscurece el mundo visible." Nos avisa de los riesgos de ser un genio porque "cuando la Mente es mayor, el Corazón, los Sentidos, la Grandeza del Alma, la Caridad, la Tolerancia, la Buena Voluntad, y el resto casi no pueden respirar." Y de la irresoluble condición de poesía y verdad: "Desesperó de resolver el problema de la poesía y la verdad y cayó en un hondo abatimiento."

El tiempo es otro de los ejes en torno al cual se mueve Orlando. El/la joven de 30 años recorre la Inglaterra isabelina: se desliza sobre un Támesis helado y lleno de vida en el que un Orlando hombre descubre a su primer amor, Shasha. Ya en el siglo XX, rueda en coche como mujer en busca del hombre con el que se casó en la época victoriana. Es la desmesura temporal de la propia vida porque "es difícil contar el tiempo: nada lo desordena más fácilmente que el contacto de cualquier arte."

El paso de hombre a mujer le da pie para hablar de la condición femenina. De quejarse con retranca del comportamiento del hombre: "Y dio en pensar a qué punto habíamos llegado, cuando una mujer tiene que ocultar su belleza para que un marinero no se caiga del palo mayor. ¡Que se los coma la viruela!" Sitúa a la mujer muy por encima del hombre por su habilidad para manejar la mente humana: "Vale más estar libre de ambición marcial, de la codicia del poder y de todos los otros deseos varoniles con tal de disfrutar en su plenitud los arrebatos más sublimes de que la mente humana es capaz, que son: la contemplación, la soledad, el amor." Aprende a ser mujer y a saborear el placer de ser uno y una, de gozar del cuerpo masculino y del femenino con igual delectación.

A pesar de no renegar del amor, hay otra objetivo que ayuda a ser feliz: la soledad. Porque después de hacer el amor se saborea de una manera especial: "Nunca es tan sensible la soledad como inmediatamente después de que a uno le hayan hecho el amor." La búsqueda del silencio, de momentos de pequeñas muertes cada día, revitalizan a Orlando y lo convierten en un dechado de vitalidad:  "Si sus perros no desarrollaban el don de la palabra, si no se le cruzaba un poeta o una princesa, podría vivir los años que le quedaban tolerablemente feliz." "¿Es preciso que el dedo de la muerte se pose en el tumulto de la vida de vez en cuando para que no nos haga pedazos?"

Orlando es un personaje multiforme que nos descubre todos nuestros "yoes", si tuviéramos alguno. Es un ser literario que devora literatura y vida. Es un engendro del tiempo, de la soledad, del amor y de la contemplación. 

domingo, 25 de marzo de 2018

"De la názora y de otros malos desusos del lenguaje" por David Araújo


Hace unos días descubrí que hay un nombre para esa inmundicia que, agazapada en la leche hervida y con el nombre fraudulento de «nata», sin más, me amargó la infancia: «názora». Si esta palabra no hubiera caído en el olvido, yo hubiera podido rebatirles a mis padres su «no seas repunantiño y tómatela, que es la misma que te comes con las fresas». De saber entonces lo que cuarenta años después sé, hubiera podido explicarles que aquello era názora, y que, si venía especificado como «nata de la leche», sería porque no era la misma nata que la de las fresas.
Que «názora» esté, como matiza la RAE, en desuso, puede deberse a un complot; o bien de los fabricantes de coladores o bien de los padres que querían que asumiéramos que aquella nata era la misma que se le echaba al flan y no una cochinada que envenenaba, si no el organismo, sí el espíritu y las ganas de vivir. Pero ¿qué pasa con otras palabras que estamos dejando desaparecer porque sí, sin que haya poderes fácticos que nos inciten a ello? Entre todos las estamos matando y ellas solas se están muriendo.

No soy yo de los que rinda culto a la concisión (véase mi «Alegato en favor de la explayación»), pero siempre hay que tener a mano conceptos a los que podamos recurrir cuando tenemos prisa. Así, por ejemplo, una sola palabra, «filautía», es lo mismo que «amor propio». «En el quinto coño» o «a tomar por saco» son un patrimonio que, como buenos españoles, debemos proteger, pero hay un «sínsoras», parece ser que usado en Puerto Rico, que podría haber tenido más recorrido como «lugar lejano»; «amidos» condensa un «de mala cara o a la fuerza» y «peñolada» significa «acción de escribir algo corto», idea para la cual abusamos del sentido figurado de «un par de líneas», y el sentido figurado es peligroso en el actual contexto de tiquismiquismo, en el que no sabemos quién nos puede echar en cara la literalidad. Algo similar ocurre con «diuturnidad», muy a mano para dar largas, pues no te mete en el jardín de los datos que comprometen, ya que es un ambiguo «espacio dilatado de tiempo». Es cierto que no acabas antes de decir «nocturnancia» («tiempo de la noche muy entrada») que «las tantas» y que esta supone un menor gasto de energía para los órganos articulatorios, pero la primera triunfa en decoro. Y para el «arroz que queda en el fondo de la olla» tiramos del maravilloso socarrat, pero existe una palabra en castellano, «cocolón», que se usa en Sudamérica y que tiene una segunda acepción que significa «hijo menor de una familia»: el símil entre uno y otro concepto es genial. Este hijo pequeño, conocido hoy en día por «benjamín», tiene otros nombres en nuestro idioma, como «caganidos» o «secaleche», menos honorables. Su desuso, o uso restringido a una zona específica, refleja quizá un aumento de la respetabilidad de este miembro de la familia.

Lo que se entiende peor que el arrinconamiento de estas palabras, que al fin y al cabo han sido sustituidas, o absorbidas, por otras expresiones que dicen lo mismo —y que tienen sílaba más, sílaba menos, y nos quitan milésima más, milésima menos—, es el de las que definían con concisión un concepto y cuyo desuso nos sume en el intricado universo de la perífrasis.

Tontos no somos los hablantes, y el idioma evoluciona con la lógica de la selección natural (del «regatón» hablaremos otro día, quizá en la sección de fenómenos paranormales), teniendo en cuenta, entre otras cosas, el encuentro de lo que supone un menor esfuerzo para el transmisor del mensaje con la mayor posibilidad de comprensión para el receptor. Y, por supuesto, atendiendo a lo que se lleva y a lo que no: hay expresiones o vocablos que dejan de usarse sencillamente porque las realidades a las que aludían se dan cada vez con menos frecuencia. Es lógico que la acepción de «cantarada», «obsequio de un cántaro de vino que los mozos de un pueblo exigían al forastero para dejarle hablar la primera vez por la reja a una joven», vaya desapareciendo. O quiero creer que es lógico, porque la RAE recoge este significado sin matizar que sea p. us o desus., lo cual quiere decir que no hace tanto tiempo que era frecuente. Pero hay otras palabras cuya agonía a mí me cuesta comprender. «Columbrón», por ejemplo, «aquello que alcanza una mirada», además de representar un bonito significado (aunque es verdad que el significante no le hace justicia), daría mucho juego en situaciones en las que queremos decir que no vemos algo, pero nos vemos obligados a explayarnos para justificar si esto ocurre porque no estoy acertado en mi ejercicio de ver, o porque hay obstáculos que pueden ocultar lo que pretendo mirar, o porque lo que se pretende que busque no está en mi… columbrón. El «campo visual» del que solemos tirar en estos casos chirría por pedante, suena a terminología científica.

«Asteísmo», que tampoco es una palabra atractiva, nos vendría al pelo para explicar los malentendidos ocasionado por la «alabanza que se dirige con gracia y delicadeza bajo apariencia de reprensión y vituperio». A los que vivimos en Asia, en donde el doble sentido no siempre se capta como queremos que se capte, si ese término tuviera popularidad, nos daría la forma de justificar con exactitud las tan españolas lisonjas «serás hijo puta», «qué cabronazo eres» o «matarte era poco» que dirigimos a personas que estimamos. ¿Qué tenemos ahora? Un «te estoy insultando de broma» o «te lo decía con cariño», pero no hay manera, o yo la desconozco, de plasmar esta idea en una sola palabra. En el Diccionario del castellano tradicional de César Hernández Alonso y María del Carmen Hoyos Hoyos se recoge el verbo «amecer» —y este sí tiene una pronunciación agradecida— como «pelear o luchar de forma amistosa y a modo de juego». También en esa obra nos encontramos «arrancadera»: «Última copa o trago que se toma con los amigos antes de despedirse». En el RAE no está con esta acepción y hoy expresamos la antigua arrancadera con un «va, la última», al que no se le puede negar sencillez y claridad, pero no deja de ser una maniobra de retórica coloquial. Es, asimismo, una pena que se haya perdido «escurrir» como «salir acompañando a alguien para despedirlo». Esta acción sigue perteneciendo, que yo sepa, a la esfera de lo celebrado (cuántas veces hemos considerado un triunfo haber encontrado la manera de sacar de nuestra casa a los visitantes) y, por lo tanto, deberíamos concederle la naturaleza de palabra única y no de perífrasis. ¿Cómo le dices a tu mujer que ya es hora de que vaya echando a sus padres, que se pasaban por casa porque les pillaba de camino, y ya llevan cuatro horas sentados en el sofá? Un «escúrrelos» es lo suficientemente conciso y la mitad de despótico que un «despáchalos», concepto este que además no incluye la diplomática y considerada noción de «salir acompañando».

«Lechigado» es «acostado en la cama». Con ese matiz —no en el sofá, no en la tumbona, sino en la cama— el «no tocar los cojones» queda claro, pero vete tú a saber por qué misteriosa razón hemos despreciado esa palabra. Y hablando de cojones, la historia del español es un continuo ir y venir de términos que, bien por cuestiones eufemísticas, bien porque es el de la salacidad un campo propicio para experimentar con nuestro salero y chispa naturales, nos ha dejado un legado inabarcable de joyas léxicas: «cirio pascual» para el pene (que es un «capirote echado» cuando pasa por su mejor momento), o basándose en cuestiones onomatopéyicas, «dinguilindón» (me pregunto qué golpearían con el pene, o qué se colgarían en él, para obtener un sonido semejante); «cosquilloso» para los testículos, «bostezo» para la vagina, a la que también se aludía con la ampulosa expresión «honsario do fenecen los mortales». En estos casos, el desuso (del significante, no del significado; toquemos madera) se debe a que la mente humana es un continuo bullir de ideas y analogías en el campo de la libídine, y todas las genialidades no caben, por muchas horas de conversación que dediquemos al tema.

sábado, 24 de marzo de 2018

"Papá Goriot" de Honoré de Balzac


«París es un océano. Arrojas la sonda, pero nunca conoces su profundidad. Recórrelo, descríbelo: sea cual sea el cuidado que te tomes para atravesarlo, para describirlo, siempre habrá un lugar virgen, una guarida desconocida, flores, perlas, monstruos, algo inaudito, olvidado por los buceadores literarios».

Papá Goriot es un retrato cáustico del París decimonónico y burgués, pero no solo eso. Es, además, un análisis de la condición, o mejor, de la perversión social del individuo. 
Honoré de Balzac nos introduce en el ambiente opresivo de una pensión, gobernada por la viuda Vauquer y a la que llega un estudiante de Derecho, Eugène Rastignac. Los personajes de la pensión servirán para acompañar la iniciación del joven en la depravada sociedad parisina. Vautrin (criminal y homosexual) intenta inclinar al joven hacia el pragmatismo, la prima Beauseant lo introduce en los salones, el propio Goriot será su más fiel servidor en lo que respecta a la aventura con su hija... Rastignac se enamora de una mujer casada, Delphine, hija de Goriot. Las dos hijas de Goriot tienen amantes con el consentimiento tácito de sus maridos y viven de las rentas que su padre les proporciona. Son personajes absorbidos por la condición perversa de la vida de los salones. Se avergüenzan de su padre, solo lo quieren para que les pague los lujos y llegan al punto de no acompañar al moribundo en sus últimas horas, pese a los requerimientos del propio Goriot y de Rastignac. 
Todos viven obsesionados con el dinero y las apariencias. Todos se desviven por las fuentes de sus rentas: los realquilados (Vauquer), las víctimas (Vautrin), la hacienda (Goriot), el padre (hijas de papá Goriot), el juego y las relaciones (Rastignac), la herencia (Victorine)... Vautrin intentará convencer a Rastignac de que no se deje llevar por los sentimientos, sino por quien le puede proporcionar una buena renta (Victorine).
Papá Goriot es una novela de iniciación, donde la vida se abre camino en una selva de engaños, hipocresía y materialismo, donde solo Goriot se muestra como un ser desinteresado y generoso. Por eso, en ese entramado, Goriot resulta en ocasiones ridículo y patético, porque es el único que no se rinde a las convenciones del lujo y se conduce únicamente por la generosidad y el amor paterno. Es un cuerpo extraño en esa sociedad dominada por el veneno del materialismo y la falta de humanidad. Rastignac, el muchacho que descubre, acompaña al viejo Goriot durante su agonía e intenta que las hijas se acerquen al lecho de su padre. No lo consigue. Solo en alguno de los delirios de moribundo, papá Goriot reniega de sus hijas para, inmediatamente, arrepentirse. Está fuera de lugar, no pertenece a ese mundo. La condición humana lo ha vencido.       

martes, 20 de marzo de 2018

"Las cartas de Rilke a un joven poeta" por Rafael Narbona


La vocación poética siempre nace llena de dudas. El joven poeta busca su voz, su estilo, la palabra que exprese su experiencia del mundo y su idea del absoluto, pero en sus versos se acumulan la perplejidad, la incertidumbre y el miedo. Su ambición corre paralela a su inseguridad. Sabe que la poesía implica una aventura, un viaje interior y quizás una visión mística, pero muchas veces carece de una guía espiritual y estética que oriente sus pasos. Avanza entre tinieblas, con la mirada atenta a cualquier señal que le proporcione algo de luz, preguntándose si hay algo más allá de su penumbra existencial. Es fácil desanimarse y abandonar, pues la palabra común se resiste a transformarse en palabra poética. El verdadero poeta es un alquimista que convierte lo cotidiano en algo extraordinario. Su misión es escuchar, abrir un claro que permita la manifestación de la gracia, rebasar los límites que niegan la posibilidad de una teofanía. A finales del otoño de 1902, Franz Xaver Kappus, cadete de la escuela militar Wiener-Neustadt, soñaba con ser poeta y no cesaba de interrogarse sobre el sentido de la creación artística. ¿Cómo podía madurar? ¿Qué era realmente la poesía? ¿Lograría hallar su voz? ¿Podría conocer a Dios mediante la palabra poética?

Kappus admiraba profundamente a Rainer Maria Rilke, que aún no había alcanzado la madurez creativa de los Sonetos a Orfeo y las Elegías de Duino, pero que ya era una de las voces más poderosas de su tiempo. Rilke había estudiado en la misma academia militar que Kappus y, como él, había asistido a las clases del profesor Horacek, un hombre sabio y bondadoso que ejercía de capellán. Animado por esas circunstancias, el joven aprendiz de poeta se decidió a escribirle, pidiéndole respuestas o simples consejos. Rilke le contestó desde París el 17 de febrero de 1903, iniciando un intercambio epistolar que se prolongaría hasta el 26 de diciembre de 1908. Kappus renunció a la poesía después de varios fracasos, abrazando una profesión convencional, pero nunca se desprendió de las diez cartas de Rilke, que aparecerían publicadas por primera vez en Leipzig en 1929, tres años después de la muerte del autor del Libro de horas. Rilke no se limitó a contestar de una manera afable y superficial. Su ardiente búsqueda de la expresión artística que más se acercara al misterio de Dios convirtió cada carta en una lección magistral sobre la poesía, la verdad y la belleza.

En la primera carta, rehúye valorar los versos de Kappus, alegando que la palabra crítica apenas puede comprender o explicar la palabra poética. Cuando se aventura a hacerlo, solo produce “un malentendido más o menos afortunado”. Rilke se muestra escéptico con el optimismo racionalista, que pretende explicar todos los hechos mediante evidencias objetivas transmisibles mediante el lenguaje: “La mayoría de los hechos son inefables, y se verifican en un espacio en el que jamás ha penetrado palabra alguna, y lo más inefable que existe son las obras de arte”. Al margen de eso, el poeta no debe preocuparse demasiado por las críticas. El poema es una búsqueda interior, no una manera de conseguir la aprobación ajena. Escribir no es un oficio, sino una necesidad, un destino. Y en ese destino, no hay horas vacías o gestos insignificantes: “Su vida habrá de ser, hasta en su hora más indiferente y nimia, manifestación y testimonio de esa necesidad”. El poeta contempla la naturaleza con ojos nuevos, “como si fuera el primer hombre”. Para él, no hay cosas pequeñas. La vida nunca es mediocre y anodina. Cualquier día, por insípido que parezca, contiene infinidad de tesoros que pueden ser recreados en un poema: la primera hora de la mañana, un árbol en primavera, un cielo saturado de colores. “Y aunque se encontrara en un calabozo cuyas paredes no dejasen llegar a sus sentidos ni uno solo de los sonidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, ese tesoro precioso y regio, ese santuario de la memoria?”. Exhumar “ese vasto pasado” proporcionará al poeta algo esencial: una relación más estrecha, más íntima, más fecunda, con su soledad, que no es aislamiento del mundo exterior, sino comunión con la totalidad: “Su soledad se ensanchará y se convertirá en una estancia a media luz desde la que oirá pasar de largo el ruido lejano de los demás”. Rilke finaliza su primera carta aconsejando al joven poeta que se concentre en su vida interior, sin esperar que las respuestas acudan desde fuera, perturbando su evolución: “El creador debe ser un mundo por sí mismo y encontrarlo todo en sí mismo y en la naturaleza, a la que se ha adherido”.

Rilke envía su segunda carta desde Viareggio, Italia, dos meses más tarde. De nuevo, habla de la soledad: “En lo que toca a los asuntos más importantes y profundos, estamos indeciblemente solos”. Esa circunstancia no constituye un obstáculo, pues obliga al poeta a descender hasta lo más hondo, buscando las cosas verdaderamente grandes. En esa exploración, no hay ayuda más valiosa que la lectura. Rilke recomienda al joven poeta que se interne en tres universos: las Sagradas Escrituras, la literatura del escritor danés Jens Peter Jacobsen y las esculturas de Auguste Rodin, “que no tiene parangón entre todos los artistas vivos”. De Jacobsen, destaca su libro de cuentos Seis relatos y su novela Niels Lyhne, que plantea la necesidad de hallar un sentido a la vida desde una perspectiva naturalista. Es paradójico que Rilke invoque simultáneamente la Biblia y una novela que intenta explicar el mundo, prescindiendo de cualquier hipótesis sobrenatural. Rilke no es ateo, pero su Dios no coincide con el de ninguna ortodoxia. Más adelante, aclarará su noción de Dios, que anticipa la interpretación de lo numinoso en Heidegger. En su tercera carta, también enviada desde Viareggio veintitrés días después, Rilke apunta que el poeta madura lentamente, como un árbol “que no apremia a su savia, y se alza confiado en los días ventosos de la primavera sin temer ni por un instante que después pueda no llegar el verano”. La inspiración –o, lo que es lo mismo, la gracia- “solo les llega a los pacientes, a los que viven como si tuvieran toda la eternidad por delante”. Rilke compara la creación artística con la experiencia sexual: “Ambos fenómenos no son más que formas distintas de un único anhelo y una sola bienaventuranza”.

La cuarta carta de Rilke sale con fecha de 16 de julio de 1903. Está escrita desde la colonia artística de Worpswede, Alemania. Otra vez llama la atención sobre lo aparentemente pequeño y sencillo. El poeta debe ponerse al servicio de las cosas para que puedan manifestar su grandeza. Para lograrlo, debe “amar las preguntas mismas, […] vivirlas”. Solo de ese modo podrá captar la plenitud y esplendor del mundo. La semejanza entre el arte y el sexo no procede tanto del placer como de su fecundidad. No conocemos los atributos de la divinidad, pero tal vez el más característico y esencial sea su condición de madre cósmica: “Quizá por encima de todo hay una gran maternidad, un anhelo común a todos. La belleza de la mujer virgen, de esa criatura que (como usted dice tan bellamente) ‘todavía no ha dado nada’, es la maternidad que se intuye y prepara, que teme y anhela. Y la belleza de la madre es la maternidad puesta al servicio de la vida”. En el hombre, también podemos hallar maternidad “física y espiritual”. La renovación del mundo depende de la fusión de los sexos en una tarea común, “de persona a persona”, que exprese la trascendencia de la vida. Durante una estancia en Roma, Rilke escribe su quinta misiva al poeta adolescente, recordándole que “hay mucha belleza en todas partes”. No hay que dejarse aturdir por el ruido del mundo, que alborota y parlotea sin descanso. Hay que aprender “poco a poco a reconocer los escasos objetos en los que perdura una eternidad que se puede amar y una soledad de la que se puede participar quedamente”.

Aún desde Roma, Rilke redacta una sexta carta donde redunda en su elogio de la soledad: “Lo único realmente necesario es la soledad, una gran soledad interior. Entrar en uno mismo y no encontrarse con nadie durante horas: hay que conseguir eso”. La soledad es “un trabajo, un rango y un oficio”, que implica mirar la realidad con los ojos de la infancia. El punto de vista del adulto no vale nada al lado de la mirada de un niño. Ser adulto suele significar, entre otras cosas, perder la fe, dejar de creer en Dios. Rilke recomienda a Kappus que no se preocupe por esta cuestión, pues el Dios que nos han enseñado las distintas iglesias solo es una ilusión. El Dios verdadero “está por venir”. No puede ser de otro modo, pues Dios es el fruto final, la culminación del cosmos: “¿No ha de ser Él por fuerza el último, para abarcarlo todo en Sí? ¿Y qué sentido tendríamos nosotros si Aquel que anhelamos ya hubiera sido?”. Dios garantiza que la cosecha del tiempo no se malogre. Gracias a Él, “los que ya partieron siguen estando en nosotros, […] hechos sangre rumorosa y gesto que se alza desde las honduras del tiempo”. Rilke finaliza su carta, exhortando al joven poeta a no perder la fe. Fechada un 23 de diciembre, sus últimas palabras adquieren la resonancia de una epístola neotestamentaria: “Querido señor Kappus, celebre la Navidad con el devoto sentimiento de que su angustia vital es quizás lo que Él necesita de usted para empezar; acaso estos días de transición para usted son precisamente el momento en que toda su persona se consagra a Él, como hace tiempo, de pequeño se consagrara también a Él con fervor. Tome las cosas con paciencia y buena voluntad, y piense que lo menos que podemos hacer es no poner a Su advenimiento más obstáculos que los que pone la tierra a la primavera cuando llega su hora. Y esté alegre y confiado”.

La séptima carta también se gesta en Roma, seis meses después. Rilke instiga a buscar lo difícil, pues “todo lo vivo busca lo difícil”. El amor es difícil, “quizás el más difícil de los trabajos que se han encomendado”. Es “una ocasión solemne de madurar, de devenir algo en sí mismo, de convertirse en mundo, de ser mundo para sí mismo y por causa de otros”. En el amor, “dos soledades se protegen, delimitan y saludan la una a la otra”. La octava carta, redactada en Borgeby gard, Flädie, Suecia, alaba la tristeza, que “no es sino la señal de que algo nuevo, desconocido, acaba de entrar en nosotros”. Lo imprevisible nos aterra, sin comprender que las vivencias nuevas, incluso cuando son terroríficas, amplían y enriquecen nuestro conocimiento del mundo. Debemos amar los abismos, pues “quién sabe si detrás de lo aparentemente terrible no habrá acaso más que desamparo que espera nuestra ayuda”. La novena carta, escrita en Furuborg, Jonsered, Suecia, mucho más breve, expresa la misma confianza hacia el mundo que había aparecido anteriormente: “Créame: la vida siempre tiene razón, en todas las circunstancias”. Rilke escribirá su última carta a Kappus desde París. Han transcurrido cuatro años y Kappus le ha confesado que su vida se ha estabilizado, adoptando un rumbo poco literario. Ha continuado la carrera militar y no está descontento. Rilke le responde que “el arte solo es una manera de vivir, y es posible prepararse para ella sin saberlo, simplemente viviendo sin más”. No hace falta ser poeta para vivir poéticamente. Es suficiente mantenerse abierto al mundo y cultivar la vida interior. Muchas veces se llama literatura a textos pueriles, sin trascendencia artística. Un gesto de emoción al observar el atardecer puede ser más lírico que un poema mediocre y lleno de lugares comunes.

Las cartas de Rilke contienen una poética que expresa una elaborada interpretación del ser. Para el creador de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, no hay que tomar las apreciaciones de la conciencia como una evidencia. Aunque no lo percibamos de forma inequívoca, Dios es lo primero, ese invisible fondo cósmico del que procede la multiplicidad de lo existente. Eso sí, Dios está incompleto hasta el final de los tiempos, cuando recoge en su seno hasta la última brizna de hierba, presuntamente desechada por un devenir implacable. Dios no está separado del mundo. Dios es presencia, huella, “una conciencia puramente terrestre, profundamente terrestre, felizmente terrestre” que se expande como un círculo cada vez más vasto, donde nada se pierde. El verdadero poeta solo es el testigo de ese Dios que se hace día a día, que se “edifica” con la angustia y la desesperación, la incertidumbre y la calma. En ese proceso hay voluptuosidad, amor. Lo sensual, que nos sacude e interpela continuamente, revela que la materia no es imperfecta, sino trascendente. No hay nada más divino que engendrar vida, asumiendo el cuidado del otro. El otro siempre es el horizonte del quehacer humano. La poesía solo alcanza la plenitud cuando se convierte en un diálogo fructífero de persona a persona, desbordando los límites que nos separan. Las cartas que intercambiaron Kappus y Rilke son un hermoso ejemplo de ese diálogo, donde el amor a las preguntas prevalece sobre el hambre de respuestas. La vida no es una respuesta, sino una pregunta y la misión del poeta es hacerse eco de su inacabable rumor.

domingo, 18 de marzo de 2018

"El enigma de los dos padres" por Álex Grijelmo

Circula por WhastsApp un vídeo con un ingenioso enigma: “Un padre y un hijo viajan en coche. Sufren un accidente. El padre muere y al hijo se lo llevan a un hospital. Necesita una compleja operación. Llaman a una eminencia médica; y cuando llega y ve al paciente, dice: ‘No puedo operarlo, es mi hijo”. ¿Qué explicación tiene eso? El vídeo, elaborado por la BBC en español, ofrece las contestaciones de distintas personas a quienes se planteó por separado el acertijo: “No puede ser”. “Caramba, ni idea”. “El padre es el médico y el padre que murió es un sacerdote”. “Es un padre el que va en el coche, pero no el de ese hijo”. “Es un padre adoptivo”. “Es imposible, porque el padre está muerto”… Hasta que un hombre responde: “El médico es la mamá del hijo”. Y una mujer coincide después: “La mamá es cirujano”.
Los siguientes planos muestran la reacción de los demás interrogados (hombres y mujeres), una vez que conocen esa respuesta, que es la adecuada: “Ah…, dijeron ‘una eminencia médica’, claro. Qué horror”. “Qué fuerte. ¿Esto le pasa a más gente?”. “Es la cultura, nos lo tienen machacado”.
La autora del reportaje, Inma Gil, explica luego: “Hasta las personas más feministas pueden dudar a la hora de resolver este acertijo. Nuestro cerebro inconsciente puede contradecir los valores en los que firmemente creemos, como la igualdad de género”. Todo se debe, añade, a la “parcialidad implícita” de las conexiones neuronales: se vincula “eminencia médica” con la figura de un hombre, porque eso supimos desde niños.
Pero en este caso ni el lenguaje ni el subconsciente han sido discriminatorios: no hay nada machista en el mensaje ni en las respuestas. Incluso la expresión crucial, “eminencia médica”, se formula en femenino. Intentaremos aportar algunas claves diferentes. Se planteó un enigma, y todos ellos se basan en vulnerar alguna de las cuatro máximas necesarias para que se produzca una conversación leal (Herbert Paul Grice, 1975): 1. Hay que dar la cantidad de información adecuada. 2. Se contarán hechos verdaderos. 3. No se debe ocultar lo relevante. 4. Hay que ser claro.
En este caso, el mensaje incumple la primera, la tercera y la cuarta: ofrece menos información de la que se tiene (al decir “una eminencia” oculta el sexo de esa persona), silencia el dato relevante de que se trata de la madre y es deliberadamente ambiguo.
Nos hallamos ante un ejemplo similar a los que exponíamos en un artículo anterior (EL PAÍS del 25 de febrero, No es sexista la lengua, sino su uso). Entonces planteábamos estos dos casos: 1. “En el concurso de belleza participaron veinte jóvenes” (y el receptor entiende “mujeres”); 2. “Entre solo tres policías detuvieron a los diez terroristas” (y se entiende dos veces “hombres” al oír “policías” y “terroristas”). Así que, como se ve, estas trampas funcionan con los dos sexos.
La explicación radica en que resolvemos las ambigüedades proyectando sobre ellas la experiencia más intensa, ya se trate de personas, animales o plantas. Si oímos la palabra “árboles”, también pensaremos en los pinos que tenemos cerca y discriminaremos a los cipreses. Y si en nuestro entorno las eminencias médicas, los policías y los terroristas son hombres, y los concursos de belleza que vemos por televisión muestran a mujeres, no se debe echar la culpa ni al hablante, ni al receptor ni a la lengua, sino a la realidad. Y por tanto es la realidad lo que debemos cambiar.
Por favor, no disparen a las palabras ni al lenguaje sin haber mirado antes a su alrededor.

sábado, 17 de marzo de 2018

"Un hombre sin patria" de Kurt Vonneg


Kurt Vonnegut escribió con 82 años, en 2004, este opúsculo en el que repasa el mundo en el que vivimos desde una perspectiva sardónica, llena de humor y originalidad. Se ríe de todo y lanza una crítica mordaz contra el poder y contra casi todo, empezando por él mismo:
"Yo vengo de una familia de artistas. Y aquí estoy, ganándome la vida con el arte. No ha habido rebelión. Es como si hubiera heredado la gasolinera ESSO de la familia."
"Si de verdad quieren fastidiar a sus padres y les falta valor para hacerse gays, lo mínimo que pueden hacer es dedicarse al arte."

Uno de los objetos centrales del libro es el saqueo de los recursos humanos, que sin duda nos va a llevar a la autodestrucción, y la promoción que de este saqueo hacen los gobiernos occidentales:
"Todos somos adictos a los combustibles fósiles y nos negamos a reconocerlo. Y como tantos otros adictos al afrontar el mono, nuestros dirigentes cometen ahora crímenes violentos para conseguir lo poco que queda de lo que nos tiene enganchados."

La psicopatía en el poder es una de sus grandes preocupaciones:
"¿Qué podemos decir a nuestros jóvenes, ahora que personalidades psicopáticas, es decir, personas sin conciencia, sin sentido de la compasión ni de la vergüenza, se han apropiado de todo el dinero de nuestro gobierno y de nuestras empresas para quedárselas?" "Los psicopáticos son gente correcta y saben perfectamente el sufrimiento que sus actos pueden causar a los demás, pero les da lo mismo." "Muchos de estas personalidades psicopáticas sin escrúpulos ocupan ahora puestos de importancia en nuestro gobierno federal, como si fueran líderes y no enfermos." "En nuestra preciosa Constitución hay un fallo trágico, y no sé qué puede hacerse para arreglarlo. Es el siguiente: solo los casos clínicos quieren ser presidente. Ocurría exactamente lo mismo en el instituto. Solo los que estaban claramente desquiciados se presentaban a delegados de clase." (Hay que recordar que Vonnegut no conoció a Trump presidente).

Los medios de comunicación están vendidos al poder:
"Nuestras fuentes de información diarias (los periódicos y la televisión) son ahora tan cobardes, tan poco considerados con el pueblo estadounidense, tan poco informativos, que solo por los libros nos enteramos de lo que ocurre." (El problema es que el 60 por ciento de la población no lee libros y al otro cuarenta no creo que los libros les sirvan para informarse de la situación real en la que vivimos).

¿Qué opciones tendrá un niño que nace en la América de 2004?:
"La verdad es que la criatura tendría la buena suerte de nacer en una sociedad en la que hasta los pobres tienen sobrepeso, pero también la mala suerte de nacer en una donde no hay un sistema de sanidad público ni una educación pública digna para la mayoría, donde la inyección letal y la guerra son formas de entretenimiento, y donde cuesta un riñón ir a la universidad."

¿Y si un marciano hiciera un estudio sobre las costumbres americanas?:
"Dijo con una voz finita, finita, que había dos cosas de la cultura estadounidense que ningún marciano había podido llegar a comprender. "Vamos a ver", exclamó, "¿qué diantres es lo que le ven a las mamadas y al golf?"

El clero católico y el mismo dios son también objetos de su sarcasmo:
"Me he convertido en un asexual radical. Soy tan célibe como, por lo menos, el cincuenta por ciento del clero católico romano heterosexual."
"Dios tendría que ser ateo, porque la mierda nos inunda y todo esto va a estallar de un momento a otro."

Ironía antibelicista:
"Los chinos eran tan necios que solo utilizaban la pólvora para hacer fuegos artificiales."

Reivindicaciones culturales:
"¿Creían que los árabes eran tontos? Intenten hacer una división larga con números romanos."
"¿Pero qué opinión tienen los humanistas de Jesús? Lo que yo digo de él, como todos los humanistas, es: "Si lo que dijo es bueno, y gran parte de ello es absolutamente hermoso, ¿qué más da si era dios o no?"

Sobre el patriotismo:
"Soy un hombre sin patria, excepto por los bibliotecarios y el periódico de Chicago "In These Times". 
De los prejuicios culturales:
"Primera norma: no empleen el punto y coma. Es un hermafrodita travestido que no expresa nada en absoluto. Lo único que indica es que has ido a la universidad."

Aunque siempre nos quedará la música:
"Por muy corrupto, codicioso e insensible que llegue a ser nuestro gobierno, las grandes empresas, los medios de comunicación y las instituciones religiosas y benéficas que tengamos, la música siempre seguirá siendo maravillosa."