domingo, 23 de junio de 2013

Final de "La conciencia de Zeno" de Italo Svevo


El final de la novela de Italo Svevo, "La conciencia de Zeno", publicada en 1926, ofrece una especie de profecía irónica con una clarividencia de visionario que asusta por su acierto:
"Tal vez gracias a una catástrofe inaudita, producida por los instrumentos, volvamos a la salud. Cuando no basten los gases venenosos, un hombre hecho como los demás, en el secreto de una habitación de este mundo, inventará un explosivo inigualable, en comparación con el cual los explosivos existentes en la actualidad serán considerados juguetes inofensivos. Y otro hombre hecho también como todos los demás, pero un poco más enfermo que ellos, robará dicho explosivo y se situará en el centro de la Tierra para colocarlo en el punto en que su efecto pueda ser máximo. Habrá una explosión enorme que nadie oirá y la Tierra, tras recuperar la forma de nebulosa, errará en los cielos libre de parásitos y enfermedades."

martes, 18 de junio de 2013

"Fábula de la génesis de una novela" (Bilis, historia para un solo lector)


Soñé durante varias noches que yo era mi padre, que mi padre era mi abuelo, que mi abuelo era mi bisabuelo, que mi bisabuelo era mi tatarabuelo, que todos éramos el mismo. Nos encontrábamos en medio de un páramo yermo, solo se oía el sonido del viento y me asomaba a un precipicio en cuyo fondo se alojaban las carcasas de mi familia, las camisas de serpiente de las que se habían despojado mis antepasados para introducirse en el cuerpo nuevo de sus hijos. Mi abuelo tiraba esa cáscara de piel arrugada al fondo del abismo y se metía dentro del cuerpo de mi padre, mi padre hacía lo mismo y se metía dentro de mí. Formábamos una cola interminable que acababa en el borde del precipicio. Al abrirse el plano del sueño (siempre sueño con más de una cámara), comprobé que no era solo la fila de nuestra familia la que estaba allí, todo el páramo estaba lleno de columnas de hombres que esperaban su turno para ser poseídos por sus antecesores y así asomarse al borde del precipicio.
Una vez que mi padre entró en mí, un enano con cascabeles me estampó un sello de tinta en la frente: la cédula necesaria para identificarme como miembro terminado. Ejercían de empleados del sueño, se movían por el páramo como ratas nerviosas que presienten el fuego. Dos de ellos me arrastraron hasta una habitación estrecha, oscura, en la que tuve que agacharme para entrar. Me sentaron en una silla metálica y a modo de interrogatorio de serie policíaca comenzaron no a sacarme información sino a darme instrucciones: me ordenaron que olvidara todo lo que mi padre había sido, que abandonara la idea que se impone cuando uno madura (que la vida tiene poco sentido).  Yo ya era mi padre, yo ya era el viejo que mi padre era (me lo confirmaba el espejo) pero no debía mostrarlo. Había que dotar de sentido a lo que me quedaba por vivir (así me lo ordenaban los enanos).  Los putos enanos daban vueltas a mi alrededor, se subían a la mesa, me abofeteaban con saña, sonaban los cascabeles cada vez que me clavaban su mano abierta sobre la cara y me instaban una y otra vez a que odiara todo lo que mi padre me había inoculado. Utilizaron medios mecánicos de persuasión, al modo de La naranja mecánica (mis sueños son muy cinematográficos). Me obligaban a ver proyecciones de la vida de mi padre, de mi vida, para que las odiara, para que las olvidara, para que no formaran parte de toda esa absurda montaña de herencias transmitidas a través de la suplantación física.
Desperté, me había caído de la cama, sudaba mucho, abrí los ojos y comprobé que estaba en mi habitación. Oí unos cascabeles que se perdían por la escalera, bajé tras ellos. Me guio su sonido hasta el despacho y comencé a escribir “Bilis”. 
Mi padre ya estaba en mí, solo hay que leer el primer capítulo de la novela para comprobarlo. La primera frase es, con poquísimas variaciones, la que diría mi padre poco antes de morir un año después: “El día que murió mi padre me cagué en Dios hasta que se me rajó el paladar”. Escribía yo, pero era realmente mi padre el que lo hacía recordando a su vez la muerte del suyo.
Continué en ese trance durante meses, inventando los recuerdos de mi padre o quizá no. Es posible que las amenazas de los duendes no surtieran efecto y las historias se atuvieran a una realidad de la que ni siquiera yo era consciente. Que escribiera al dictado del que me suplantaba creyendo que escribía ficción cuando no eran sino recuerdos de alguien que no era yo.
Los malditos enanos me visitaban todas las tardes, me exigían coherencia en el relato y me apartaban  de la desorganizada realidad. No los veía, oía sus cascabeles alrededor de la mesa del despacho. Notaba cómo me estiraban las orejas, cómo me metían los dedos en los ojos, cómo me apretaban las sienes con sus puños de muñecas de feria. Y me confundían el relato, me sacaban de mi padre para que no fuera él, para que se convirtiera en Marcelo Atienza, el protagonista final de mi novela.
El orden narrativo fue dejando poco a poco la vida de mi padre de lado. O era él mismo poseído por su padre quien se había adueñado del relato. Todo se confundía en un juego de perspectivas que interponía un espejo a otro. Los puñeteros enanos se exasperaban, se ofendían, me dañaban. Veían cómo Marcelo Atienza (la imagen de mi padre) se apropiaba del relato y volcaba la memoria de mi abuelo hasta provocar su desgarro: lo rememora, lo idealiza, lo vuelve personaje legendario, lo convierte en alguien que tampoco era él. 
 "Veo a mi padre hablando de la admiración de los parisienses ante el esplendor de Naná en el hipódromo del Bois de Boulogne, mientras sorbo absenta de un medio cráneo desportillado. Se desliza el discurso de su admiración con una parsimonia densa, mastica las palabras, se atusa el pelo y, en el cuento de la carrera final (…), unas gotas de brillantina perlan sus sienes morenas. Ladea la cabeza para mirarme, pero no parece verme. Mi transparencia me pone nervioso. Intento agarrarlo de la manga, quiero tirar de las solapas de su chaqueta, pero no consigo alcanzarlo (…) El aceite sigue chorreando, cada vez con mayor caudal, por el rostro de mi padre. Detiene el discurso para enjugarse la brillantina con un pañuelo blanquísimo. Nos encontramos solos, él y yo. No se oye ningún ruido, ni siquiera hay nadie tras la barra. Su voz reverbera en la botillería empolvada y vuelve a mis oídos envuelta en un timbre cristalino que no recordaba. Tengo la sensación de haberme trasladado a los días en que yo no lo conocí, a aquellos momentos sobre los que tantas leyendas había forjado. Leo sus labios con el placer de verle narrar el triunfo de Naná (…). Tantas veces había pasado sobre ese pasaje que casi lo recito a coro con la voz empastada de Melquiades. Transfigurado por la copiosidad del ungüento que le rezuma de la cabeza, sigo su letanía narrativa hasta que el uniforme de lona de un guardiacivil se interpone entre nosotros. No puedo ver su rostro, las cinchas acharoladas que le ciñen la guerrera chirrían hasta dañarme los oídos. Lo prende por los sobacos y lo saca a rastras de aquella sala luminosa que poco a poco se va apagando como una lámpara de gas agotada".

La narración se convierte en una lucha a muerte entre el recuerdo del pasado y los putos enanos que no paran de incordiar y agitar sus cascabeles encima del teclado del ordenador. Es un duelo parricida de hijos en rememoración imposible de la vida de sus padres, es la historia sempiterna del miedo al olvido. El almacén de ultramarinos, escenario de la memoria, se desmorona sin remedio en los rincones del recuerdo, herido por los bocados voraces de las ratas. 
 Todo se disloca en detrimento de la memoria. No hay manera de recuperar el pasado , como no hay forma de reconstruir las paredes de tierra asoladas por los roedores. La ficción y la realidad se revuelcan en la misma cama, se aman, se odian, se escupen, se lamen, se hacen de todo. 

 No tenía especial interés en contar una historia de posguerra, es más, me repelía esa época para enmarcar una historia. Pero seguía el mandato del sueño: una especie de encargo sentimental que no podía eludir. La realidad se me escurría entre los dedos, se me deshacía, me la machacaban esos putos enanos saltarines que no me permitían hablar con fidelidad del pasado. La ficción iba ganando terreno, se adueñaba del relato. Quedaban como testimonios de la memoria los escenarios, las descripciones del almacén, del baile, de las calles, de las fiestas, del sórdido ambiente de la época, de los personajes amputados por el silencio de posguerra, pero la narración seguía el dictado de los cascabeles de los enanos. No había manera de que los recuerdos engarzaran una historia coherente. Los puñeteros enanos me obligaron a echar mano de la ficción, del sueño, del imaginario descabellado para construir la historia.
 Desde luego, el intento de “Bilis” no ha sido reconstruir una anécdota del pasado, ni por supuesto reclamar ninguna deuda que yo tuviera con él (quizás sí mi padre y los que vivieron la maldición del silencio). El mismo relato me llevó sobre su propia tesis: el pasado no se puede recobrar en el recuerdo, se nos deshace como esas paredes de arena de la trastienda. Es nuestra imaginación la que inventa el pasado y lo convierte a su antojo en lo que ella quiere.

                                                                                                                               

martes, 11 de junio de 2013

"La dolce vita" : quarto giorno, "Un vía crucis con Emmanuelle". Crónicas romanas.


Último día en Roma. Los cielos se han calmado y luce un sol espléndido dispuesto a despedirnos con todos los honores. La libertad que hemos dado a los chicos renueva nuestras fuerzas, aunque sean ya muchos los kilómetros que entorpecen nuestras piernas. Al llegar a la explanada en donde se yergue San Juan de Letrán, la luz ruge tan furiosa que nos parece oír ritmos caribeños mezclados con las letanías de las misas del Corpus. Pero no es un espejismo, realmente en las puertas del templo se dispone un escenario de donde sale la alegría contagiosa de los ritmos salseros. Chicos y chicas de una escuela de baile le dan vida a la imponente fachada de la primera basílica católica. Las esculturas que coronan el atrio neoclásico parecen bailar también sobre sus peanas de granito. Al penetrar en la frescura del templo, se amortiguan los ritmos cubanos para ser sustituidos por coros mortuorios de eunucos encarnados que empapan las bóvedas con rancias melodías. El contraste de la alegría del sol y de los bailes con la angustia de las imágenes y de los cánticos corales es una fiel metáfora de la muerte y de la vida. Impresionan las dimensiones de la nave y la magnificencia de las esculturas que representan a los fundadores de la Iglesia. Una sensación parecida sentimos al penetrar en Santa Mª la Mayor. Vaya peregrinación, nunca había tenido un domingo tan santo desde que mi madre me llevara a la iglesia de mi pueblo para tomar la comunión. Incluso nos topamos con los fastos finales de la misa del Corpus en la que la púrpura y el dorado de los casullones es tan obscena como el trono en el que Emmanuelle presentaba su película más escandalosa en los años 70. Los obispos muestran sus mitras, sus báculos, se levantan y comienzan la procesión dentro del templo, seguidos de una comitiva de militares con tricornio antiguo. Me parece haber entrado en una pelíicula tan rancia que apenas puedo dar crédito de lo que estamos viviendo. En cualquier momento, por cualquier rincón de la iglesia pueden cobrar vida todas las momias de papas, santones y curas enterrados en ese antro y levantarse para llevarnos con ellos. La luz de nuevo nos da un respiro, pero corto. Para terminar el vía crucis volvemos al Vaticano. Allí ríos y ríos de masa vuelven de una nueva sesión papal. Me siento realmente extraño, como en aquella película (y vuelvo al cine de los 70) en que una chica comienza a descubrir su sexualidad y todo se le vuelve sucio, hasta las tabletas de su falda. No buscamos los templos, sino el lugar en donde comimos unos tagliagolo que nos deleitaron con más fuerza que los museos vaticanos. Pero el domingo en los alrededores de la Plaza de San Pedro nada es lo mismo. Nos han cambiado el menú, la masa no permite cocinar con el sosiego que merecen esas comidas elaboradas, y nos defrauda la comida que los domingos reservan para los fieles fervorosos de las hostias y los sudores.
Por la tarde en el Palacio Borghese y en sus jardines disfrutamos de una jornada de puro arte. Aquí sí podemos gozar con la placidez de la contemplación. En las salas del palacio se dispone una colección de muy buen gusto, sin masificaciones, preparada para que un esteta se deleite con las delicias del arte sin prisa. En El rapto de Proserpina los dedos del fauno hollan los muslos de la ninfa para hacernos creer que el mármol es tan maleable y vivo como la carne deseada. Dafne se transforma en laurel de piedra ante la vista aterrada de un Apolo desconcertado. Los sátiros aparecen por todos los rincones con sus orejas afiladas de duendes pícaros, así como las ninfas desnudas, para contrarrestar el empacho de sotanas e incienso que habíamos recibido por la mañana. Seguro que en una de estas habitaciones, escondido, está uno de los Borghese esperando a que nos vayamos para seguir disfrutando de su palacio con el brillo de la lujuria tensando sus ojos repletos de sexo. A la salida, de nuevo el señor Peronni nos solaza del calor y nos relaja sobre un banco desde el que vemos correr a los muchachos por la hierba y rodar a los triciclos sobre el pavimento.
La última cena, cerca de la Vía Veneto. Los chicos vuelven a alardear de su capacidad para el alboroto y la alegría. Volvemos hasta la Plaza de España y la Fontana de Trevi para completar un final circular, agotador y espléndido con una grappa ardiente que nos deja el regusto de un viaje extenuante, sin términos medios, con primeros y segundos planos.

       

viernes, 7 de junio de 2013

"La dolce vita": Crónicas romanas (terze giorno), "Bermudas empapadas"


La tercera mañana en Roma nos amenaza con hacernos caer el cielo sobre nuestras cabezas. Las nubes oscuras se ciernen con aspecto amenazante en la puerta del hotel. Los adolescentes son ajenos a los signos de las tempestades externas. En cuanto la mayoría ve que las dos cabecillas visten pantalones cortos y blusas de gasa, los demás suben a las habitaciones para embutirse en sus mejores galas. Jupiter disfruta de lo lindo con ellos, descarga toda su furia sobre las piernas desnudas de las muchachas y sobre los hombros ateridos de ellos. Se ríe, como lo hacen los dioses cachondos cuando contemplan la ignorancia de los atrevidos. En la boca del Coliseo, las muchachas y muchachos se azoran por agenciarse paraguas y chubasqueros que hacen de ellos figuras patéticas, envases de plástico vulgar ocultan sus mejores galas y el rey de los pantalones cortos y las camisetas de 300 euros tiene que recurrir a la textura de la bolsa de basura.
Andrea, un guía barbado y joven, de fácil verbo, nos deleita con historias bajo la lluvia torrencial que nos sustraen de la modernidad de los paraguas indios y nos trasladan al mundo de Augusto. Historias humanas de gladiadores que desafían a las del del cine de Hollywood, emperadores revividos, la arena del Coliseo convertida en selva africana para ocultar a los condenados que se defienden del león con una lanza temblona, la piedra mojada nos avisa de que nada es lo que parece, los 55.000 espectadores vociferan para salvar al gladiador que se ha comportado con fiereza en el ruedo, el Coliseo es una antigua plaza de toros donde no solo se juega la vida de un animal, todo se vuelve vivo, a pesar de la puñetera cruz que muestra postiza el imperio de la Iglesia incluso en ese escenario antiguo de paganos. Revivimos bajo la lluvia el salvaje ritmo de la vida primitiva, el pálpito de un ritmo distinto al de la vida moderna, tan sosegada, tan moderada. Ascendemos hasta una colina y el cielo descarga contra nosotros toda su furia y a pesar de todo, no es capaz de limpiar la masa de turistas que ensucia las calles de Roma, ni siquiera puede con los jóvenes que desean desprenderse del yugo de la visita guiada. En San Pietro in Víncoli nos esperan las cadenas de San Pedro, las cadenas que enganchan a toda ese rebaño sumiso que atesta el Vaticano para comprar todos los rosarios de plástico que puedan ofrecerse en las tiendas de la banalidad espiritual. Y escondida en un rincón (aparece cuando una moneda de un feligrés la ilumina) de repente se muestra el Moisés de Miguel Ángel, una nueva maravilla ante la que se nos cae la baba de incautos mortales. Andrea nos dice que la escultura estaba destinada para la tumba de un Papa, pero uno no se acostumbra a ver las obras de este genio con objetividad. Se derrumban todas las nociones de experto y adoramos la pericia inefable del hombre que no era hombre. Las imágenes de Miguel Ángel nos trasladan a otro mundo, es un impacto que nos saca de nuestra miseria cotidiana y nos eleva a la esencia de la BELLEZA, así con mayúsculas, porque no sé explicarlo con metáforas. Mientras tanto, Mariola sigue embutida en plástico transparente y muestra frustrada su rostro de gala a través del óvalo de la vulgaridad hindú.
En los foros las historias de Andrea repican sobre los paraguas junto con las gotas de lluvia: orgías, bacanales, vestales que entregan su virginidad de treinta años por una vida muelle, los chicos se despistan entre las nubes. Las lápidas de las calles nos van marcando un camino de cabras que lamemos con el delirio del que desea recuperar el pasado. La columnas en soledad nos avisan del maltrato de los tiempos. Despedimos a Andrea entre lluvia, nostalgia y frustración.
En los museos capitolinos vuelve la intensidad del pasado a hostigar a algunos. Los muchachos se han hartado de tanta nostalgia.
En el Trastévere vuelven las controversias acerca de las fachadas romanas que podrían convertirse en edificios de Albacete. Un bar humilde ofrece humilde refugio y cerveza consoladora a nuestros cansados pasos.

De vuelta al hotel, derrengados y ahogados por la lluvia y por las ruinas, subimos a las habitaciones para encontrar el descanso necesario. En la habitación donde se nos aparece todas las mañanas Ronaldo en calzoncillos, los duendes han hurtado mi cama y la han convertido en un catre de servicio militar. Me siento sobre él para comprobar su consistencia y se hunden dos costillas. Me echan de la habitación de Ronaldo, no podré ver el amanecer con la imagen del ángel en calzoncillos, como si un diablo embaucador hubiera preparado los acontecimientos para tener el privilegio de quedarse a solas con el Mesías. Maldita parada del destino.

miércoles, 5 de junio de 2013

"La dolce vita" (Crónicas romanas-secondo giorno): "El arcángel Ronaldo y Roma podría ser Albacete"

El segundo día en Roma nos confirma la revelación: nada más levantarnos, se abre la puerta del baño y aparece un ángel para anunciarnos la buena nueva, no se trata del arcángel Gabriel, sino de un émulo vestido con la camiseta de Ronaldo y en calzoncillos. Su impoluta blancura nos avisa de su confraternidad papal, y de que ha llegado el Mesías de nuestra nueva religión.

La masa es una hidra informe que se mueve con pesadez por los lugares turísticos, provista de todo tipo de artefactos con luces estira sus tentáculos en el vacío, engulle al viajero y lo abduce en su actitud de autómata sin voluntad. Las salas de los Museos Vaticanos esconden maravillas del arte que son despreciadas y vulgarizadas por los flashes de la masa. Avanza sin razón, como una marabunta de insectos poseídos por la voracidad de aniquilación del arte. Ni siquiera los frescos de Rafael son capaces de elevar el espíritu del monstruo informe. Tampoco la Capilla Sixtina. La maravilla de Miguel Ángel, colgada en la bóveda como un deseo lujurioso que nunca podremos colmar, no se puede tocar, ni siquiera somos capaces de saborear tanta genialidad, se aparta de nuestra vista y de nuestro tacto. Recorremos la capilla como terneros en busca del matarife, conducidos por un guardia que nos empuja al matadero con la cara agria de la insustancialidad. Alguien que convive entre semejante belleza debería haberse contaminado por ella, pero no. Conseguimos salir del laberinto, apresados por la frustación de quien ha tenido a su alcance un manjar y no ha podido saborearlo. En la basílica de San Pedro la enfervorizada sigue con sus aparatos en ristre levantando muros frente a las obras de arte. La Piedad está tomada por el monstruo, es imposible acceder a ella. No hay momento para el goce artístico, solo para extender el certificado gráfico de que uno ha estado allí, empotrado contra un japonés liviano y un alemán con calcetines blancos. No hay nadie que venda mejor sus productos que la Iglesia, el mercadeo del espíritu se percibe en su centro con mayor claridad que en ninguna otra parte, y la grey acepta la imposición con sumisa obediencia.
Resulta chocante que la hora de la comida, en el refugio de la conversación, de la salsa de bogavante y de la grappa uno encuentre el placer frustado que no ha conseguido desatar en la contemplación de la obra de los genios.
Por la noche, el Trastévere, barrio bullicioso, con calles que prestan a la imaginación todo lo que la noche esconde, toda la decadencia viva de las fachadas que nos abrazan con el calor de las desconchaduras. Discutimos sobre la necesidad de restaurarlas hasta que un mercachifle hindú comienza a lanzar pelotas de silicona al aire y a iluminar con linternas fluorescentes las paredes de la discordia para evitar una cara y dolorosa restauración. Lo afirman los más grandes historiadores del arte: si se diera una mano de enjalbiegue a las fachadas romanas, podrían ser tan esplendorosas como las de Albacete.
Los pies arden, prendidos por los adoquines de la ciudad eterna. Todo es fuego en los paseos interminables con la cola interminable de chicos renqueando, cantando y saltando. Arde el arte y arde la imaginación envuelta en las llamas del monstruo informe. Nosotros nos refugiamos bajo el manto de nuestro guía Ronaldo que aparece de nuevo en la habitación del hotel vestido de blanco impoluto con calzoncillos de lana.

lunes, 3 de junio de 2013

"La dolce vita" (Crónicas romanas- primo giorno): "Los fastos del PAPArdelle"

Las densas esperas de los viajes los hacen interminables. Las salas de embalsamamiento de los aeropuertos y los vestíbulos de los hoteles se han inventado para destruir la ilusión del viajero. En nuestro caso, solo la presencia de Peronni, un señor rubio con la hospitalidad de los antiguos anfitriones, nos permitió disimular los sinsabores de la llegada a Roma. El señor Peronni, humilde y fresco, nos acaricia y nos consuela de nuestro desgaste turístico.
El primer contacto con la ciudad fue gastronómico. Emulamos la frugalidad de los pajaritos que, por las aceras, picoteaban pan empapado en los charcos. La culminación de nuestro banquete se nos sirvió en un dedal de plástico, un sorbete ridículo que nos dejó las tripas tan claras como las habíamos llevado. El Guzmán de Alfarache, cuando pasó por estas tierras (ya en el siglo XVII) no salió mejor alimentado y, como él, aprendimos pronto de la experiencia (no se debe confiar  en los falsos consejos de los posaderos).
Por la tarde, en la escalinata de la imponente iglesia de Santa Mª la Mayor se preparan los fastos para recibir al Papa Francisco. Un cordón de carabinieri presume de sus uniformes rancios, con aire soviético. Los guardias de seguridad rodean cardenales ensotanados que entrelazan a la altura del pecho sus manos aguanosas. Los fieles se atropellan en el redil de vallas, cuatro horas antes de que comience la misa. La parafernalia se prepara con esmero, engrasada con el lujo del poder. En la fachada opuesta de Sta. Mª la Mayor, los inmigrantes africanos se pasan las botellas de la pobreza de mano en mano que sirven para tragar las miserias del día. Nada se mueve aquí, todo es como siempre. Alguien con malos instintos ha encarbonado los rostros de los africanos para arrojarlos sobre la escalinata de la pobreza y disponerlos así, sin error posible, en la contrafachada del oropel. Desde los cielos, el Espíritu Santo baja, ya no en forma de paloma, sino transformado en gaviota. Muestra su vuelo amenazador de ave de rapiña y se cierne sobre las cabezas ensortijadas de los pobres que se esconden en la fachada falsa de la Iglesia.
Todo penitente tiene su recompensa y lo que habíamos penado durante la comida, lo cobramos en la cena. El hambre aguza el ingenio y el instinto. Tras sufrir el tumulto que enjuga las bellezas de la Fontana de Trevi y las absorbe en los objetivos de las cámaras, decidimos tomarnos la revancha y sustituimos el fervor espiritual de la fachada principal de Santa Mª la Mayor por un manjar divino que nos convierte en devotos de una nueva religiosidad, cuyo objeto es el placer: fundamos la secta del "Papardell
e de marisco". Levantamos cálices de vidrio tan pesados que se nos quiebran las muñecas, sorbemos el líquido divino y ofrecemos los manjares a los japoneses que nos miran con gesto de admiración por nuestro fervor sincero. Una fuente deliciosa de bogavante y pasta nos libra del mal y nos hace caer en la tentación, amén. Las gaviotas sobrevuelan las callejuelas convertidas en turistas asiáticos y olvidamos pronto la escena de los inmigrantes entregados a su indolencia.
Los muchachos, entretanto, han ocupado los rediles de la feligresía papal. Son materia inocente y maleable, deslumbrada por los rayos de la fama y de la masa. Se mezclan sus fotografías, cofundidos en el tumulto de la Fontana de Trevi y apretujados por los fieles del Papa. La noche cae, envuelta en el sopor de una primera jornada agotadora, aunque esperanzados por la venida próxima de nuestro mesías.