martes, 18 de junio de 2013

"Fábula de la génesis de una novela" (Bilis, historia para un solo lector)


Soñé durante varias noches que yo era mi padre, que mi padre era mi abuelo, que mi abuelo era mi bisabuelo, que mi bisabuelo era mi tatarabuelo, que todos éramos el mismo. Nos encontrábamos en medio de un páramo yermo, solo se oía el sonido del viento y me asomaba a un precipicio en cuyo fondo se alojaban las carcasas de mi familia, las camisas de serpiente de las que se habían despojado mis antepasados para introducirse en el cuerpo nuevo de sus hijos. Mi abuelo tiraba esa cáscara de piel arrugada al fondo del abismo y se metía dentro del cuerpo de mi padre, mi padre hacía lo mismo y se metía dentro de mí. Formábamos una cola interminable que acababa en el borde del precipicio. Al abrirse el plano del sueño (siempre sueño con más de una cámara), comprobé que no era solo la fila de nuestra familia la que estaba allí, todo el páramo estaba lleno de columnas de hombres que esperaban su turno para ser poseídos por sus antecesores y así asomarse al borde del precipicio.
Una vez que mi padre entró en mí, un enano con cascabeles me estampó un sello de tinta en la frente: la cédula necesaria para identificarme como miembro terminado. Ejercían de empleados del sueño, se movían por el páramo como ratas nerviosas que presienten el fuego. Dos de ellos me arrastraron hasta una habitación estrecha, oscura, en la que tuve que agacharme para entrar. Me sentaron en una silla metálica y a modo de interrogatorio de serie policíaca comenzaron no a sacarme información sino a darme instrucciones: me ordenaron que olvidara todo lo que mi padre había sido, que abandonara la idea que se impone cuando uno madura (que la vida tiene poco sentido).  Yo ya era mi padre, yo ya era el viejo que mi padre era (me lo confirmaba el espejo) pero no debía mostrarlo. Había que dotar de sentido a lo que me quedaba por vivir (así me lo ordenaban los enanos).  Los putos enanos daban vueltas a mi alrededor, se subían a la mesa, me abofeteaban con saña, sonaban los cascabeles cada vez que me clavaban su mano abierta sobre la cara y me instaban una y otra vez a que odiara todo lo que mi padre me había inoculado. Utilizaron medios mecánicos de persuasión, al modo de La naranja mecánica (mis sueños son muy cinematográficos). Me obligaban a ver proyecciones de la vida de mi padre, de mi vida, para que las odiara, para que las olvidara, para que no formaran parte de toda esa absurda montaña de herencias transmitidas a través de la suplantación física.
Desperté, me había caído de la cama, sudaba mucho, abrí los ojos y comprobé que estaba en mi habitación. Oí unos cascabeles que se perdían por la escalera, bajé tras ellos. Me guio su sonido hasta el despacho y comencé a escribir “Bilis”. 
Mi padre ya estaba en mí, solo hay que leer el primer capítulo de la novela para comprobarlo. La primera frase es, con poquísimas variaciones, la que diría mi padre poco antes de morir un año después: “El día que murió mi padre me cagué en Dios hasta que se me rajó el paladar”. Escribía yo, pero era realmente mi padre el que lo hacía recordando a su vez la muerte del suyo.
Continué en ese trance durante meses, inventando los recuerdos de mi padre o quizá no. Es posible que las amenazas de los duendes no surtieran efecto y las historias se atuvieran a una realidad de la que ni siquiera yo era consciente. Que escribiera al dictado del que me suplantaba creyendo que escribía ficción cuando no eran sino recuerdos de alguien que no era yo.
Los malditos enanos me visitaban todas las tardes, me exigían coherencia en el relato y me apartaban  de la desorganizada realidad. No los veía, oía sus cascabeles alrededor de la mesa del despacho. Notaba cómo me estiraban las orejas, cómo me metían los dedos en los ojos, cómo me apretaban las sienes con sus puños de muñecas de feria. Y me confundían el relato, me sacaban de mi padre para que no fuera él, para que se convirtiera en Marcelo Atienza, el protagonista final de mi novela.
El orden narrativo fue dejando poco a poco la vida de mi padre de lado. O era él mismo poseído por su padre quien se había adueñado del relato. Todo se confundía en un juego de perspectivas que interponía un espejo a otro. Los puñeteros enanos se exasperaban, se ofendían, me dañaban. Veían cómo Marcelo Atienza (la imagen de mi padre) se apropiaba del relato y volcaba la memoria de mi abuelo hasta provocar su desgarro: lo rememora, lo idealiza, lo vuelve personaje legendario, lo convierte en alguien que tampoco era él. 
 "Veo a mi padre hablando de la admiración de los parisienses ante el esplendor de Naná en el hipódromo del Bois de Boulogne, mientras sorbo absenta de un medio cráneo desportillado. Se desliza el discurso de su admiración con una parsimonia densa, mastica las palabras, se atusa el pelo y, en el cuento de la carrera final (…), unas gotas de brillantina perlan sus sienes morenas. Ladea la cabeza para mirarme, pero no parece verme. Mi transparencia me pone nervioso. Intento agarrarlo de la manga, quiero tirar de las solapas de su chaqueta, pero no consigo alcanzarlo (…) El aceite sigue chorreando, cada vez con mayor caudal, por el rostro de mi padre. Detiene el discurso para enjugarse la brillantina con un pañuelo blanquísimo. Nos encontramos solos, él y yo. No se oye ningún ruido, ni siquiera hay nadie tras la barra. Su voz reverbera en la botillería empolvada y vuelve a mis oídos envuelta en un timbre cristalino que no recordaba. Tengo la sensación de haberme trasladado a los días en que yo no lo conocí, a aquellos momentos sobre los que tantas leyendas había forjado. Leo sus labios con el placer de verle narrar el triunfo de Naná (…). Tantas veces había pasado sobre ese pasaje que casi lo recito a coro con la voz empastada de Melquiades. Transfigurado por la copiosidad del ungüento que le rezuma de la cabeza, sigo su letanía narrativa hasta que el uniforme de lona de un guardiacivil se interpone entre nosotros. No puedo ver su rostro, las cinchas acharoladas que le ciñen la guerrera chirrían hasta dañarme los oídos. Lo prende por los sobacos y lo saca a rastras de aquella sala luminosa que poco a poco se va apagando como una lámpara de gas agotada".

La narración se convierte en una lucha a muerte entre el recuerdo del pasado y los putos enanos que no paran de incordiar y agitar sus cascabeles encima del teclado del ordenador. Es un duelo parricida de hijos en rememoración imposible de la vida de sus padres, es la historia sempiterna del miedo al olvido. El almacén de ultramarinos, escenario de la memoria, se desmorona sin remedio en los rincones del recuerdo, herido por los bocados voraces de las ratas. 
 Todo se disloca en detrimento de la memoria. No hay manera de recuperar el pasado , como no hay forma de reconstruir las paredes de tierra asoladas por los roedores. La ficción y la realidad se revuelcan en la misma cama, se aman, se odian, se escupen, se lamen, se hacen de todo. 

 No tenía especial interés en contar una historia de posguerra, es más, me repelía esa época para enmarcar una historia. Pero seguía el mandato del sueño: una especie de encargo sentimental que no podía eludir. La realidad se me escurría entre los dedos, se me deshacía, me la machacaban esos putos enanos saltarines que no me permitían hablar con fidelidad del pasado. La ficción iba ganando terreno, se adueñaba del relato. Quedaban como testimonios de la memoria los escenarios, las descripciones del almacén, del baile, de las calles, de las fiestas, del sórdido ambiente de la época, de los personajes amputados por el silencio de posguerra, pero la narración seguía el dictado de los cascabeles de los enanos. No había manera de que los recuerdos engarzaran una historia coherente. Los puñeteros enanos me obligaron a echar mano de la ficción, del sueño, del imaginario descabellado para construir la historia.
 Desde luego, el intento de “Bilis” no ha sido reconstruir una anécdota del pasado, ni por supuesto reclamar ninguna deuda que yo tuviera con él (quizás sí mi padre y los que vivieron la maldición del silencio). El mismo relato me llevó sobre su propia tesis: el pasado no se puede recobrar en el recuerdo, se nos deshace como esas paredes de arena de la trastienda. Es nuestra imaginación la que inventa el pasado y lo convierte a su antojo en lo que ella quiere.

                                                                                                                               

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