martes, 31 de octubre de 2017

"Así se inventaron las brujas" por Martín Sacristán



Cada vez que imaginamos a una bruja volando en escoba, deberíamos pensar en él. Un monje viejo, ascético y lleno de achaques, que recorre los caminos de la Europa medieval, en dirección a Roma. En las paradas su hábito ha ido llenándose de piojos y pulgas. Su condición de legado papal no le ha servido contra los insectos. Tampoco para impedir ser expulsado por el obispo de su diócesis, en el Tirol. El prelado estaba harto de que lo acosase, día tras día, solo para decirle que existen gentes que adoran al demonio, y lo convocan en sus reuniones nocturnas. Cuentos de campesinos, le responde su superior jerárquico. Estupideces de viejo senil. El obispo ha intentado explicarle las sutilezas de la teología, haciendo hincapié en que la influencia del ángel caído inclina al hombre al pecado, como enseña la Biblia y los padres de la Iglesia. Pero desde luego no se aparece desde el Infierno para pactar con él.

Pero con Konrad de Marburgo todo razonamiento es inútil. Tiene en los ojos la mirada febril del iluminado. Como si aún estuviera entrando en la iglesia de Santa María Magdalena, en Beziers, sur de Francia, y contemplando a las siete mil personas degolladas en su interior. Aquellos herejes cátaros estaban refugiados allí, rezando, para pedir a Dios que les salvara de la salvaje persecución a que estaba sometiéndolos el papado y el rey francés. Pero Dios les había castigado. Él había estado allí, y en el resto de lugares donde se reprimió el movimiento cátaro. Pudo observar cómo Domingo de Guzmán, fundador de los dominicos, ordenaba que a los prisioneros se les sometiera a la cuna de Judas. Desnudos, atados por las muñecas y sostenidos en el aire por una cuerda, eran arrojados contra un saliente de hierro hasta desgarrarles el ano y el perineo. Todos, sin excepción, confesaron su pecado de sodomía. Peor aún, aseguraron que habían predicado a sus fieles que si hacían el amor usando este método, no pecarían. Porque el Señor había hecho el sexo para la reproducción, y sin ella no había pecado. Eran herejes, malvados, personas que querían impedir la salvación eterna de las almas de los cristianos.

La visión de los hechos de Konrad, y de todos lo que participaron en aquella cruzada, está contenida en la crónica de Cesáreo de Heisterbach. En ella se recoge la famosa frase «Matadlos a todos, que Dios en el Cielo distinguirá a los suyos». Es la supuesta contestación del papa Inocencio III a Arnoldo Almarico, inquisidor general y jefe de los ejércitos cruzados, que le preguntaba cómo distinguir a los herejes de quienes habían seguido siendo buenos cristianos, para no matar inocentes. La frase, seguramente, sea apócrifa, lo mismo que el resto de la narración, la cual no es sino un panfleto, hecho con refritos de los juicios inquisitoriales y con continuas alabanzas al exterminio de cátaros. Lo importante no es la verdad o mentira que contiene, sino la idea que la obra transmite: que un conjunto de rebeldes pueda amenazar a toda la sociedad y destruirla con ayuda de Satanás. Tal creencia quedó profundamente arraigada, tanto en la Iglesia como en la sociedad medieval. Fue el origen de la Inquisición como hoy la conocemos, y de las supersticiones que encenderían las hogueras en Europa y en sus colonias. Konrad iba a ser, sin saberlo, su mejor representante. 

Mientras recorría el camino que le separaba de Roma, el monje recordaba esos hechos. Sin ser consciente de que había sido manipulado por una campaña de propaganda. Ideada por el papa Inocencio III y por el rey de Francia Felipe II Capeto. Pretendían detener un movimiento que era a la vez independentista, y contrario a pagar impuestos al papado. La región en que había florecido, Occitania, era rica por su comercio con el Mediterráneo y por su clima benigno que favorecía la agricultura y la ganadería. Contaba además con una lengua propia, diferente de la hablada en París. Incluso con una orden religiosa, la de los cátaros, que había conquistado el corazón de las gentes al predicar la pobreza. Impedían a los sacerdotes cobrar por los sacramentos, librando del Infierno a los más pobres que no podían casarse, bautizar a sus hijos o recibir la extremaunción. Aseguraban que las iglesias tenían que ser modestas, sin adornos de oro ni plata. Y que ningún cristiano estaba obligado a pagar impuestos adicionales al papa.

Lo que vieron Konrad y otros como él no fue este proceso político, sino a una multitud enorme de herejes que en los juicios confesaban haber querido destruir las imágenes de Cristo, de la Virgen, y los santos. Que querían prohibir los sacramentos. Y promover el intercambio de parejas entre matrimonios. Eran adoradores del mismo Satanás. La opinión pública, que se había horrorizado cuando el papa ordenó por primera vez una cruzada contra cristianos, quedó tranquila al conocer los pecados cometidos por los seguidores del catarismo.

Konrad añadió a eso su mito sobre las brujas y los adoradores del demonio. No era un genio, ni un gran inventor de cuentos. Solo había recogido aquí y allá ideas sueltas que pudieran justificar sus delirios. La mayor aportación de una fuente escrita la obtuvo de un canon legislativo reunido por el obispo Burcardo de Worms. Compilada cien años antes, se refería a documentos aún más antiguos. Uno de ellos fechado en el momento en que ciertas tierras del imperio carolingio se hallaban recién cristianizadas. El obispo Burcardo, tomándolo de ejemplo, da por cierto que existe un culto cuyos partícipes se reúnen a la luz de la luna para realizar los «vuelos de Diana». Sus asistentes creen salir volando y entrar en contacto con espíritus malignos. Puede que en el siglo VIII quedasen restos de cultos paganos a la diosa protectora de la naturaleza, y que sea a eso a lo que se refiere el texto. Pero desde luego a principios del siglo XIII, con la Iglesia implantada en todas partes, ya no era posible.

Pero Konrad sí había crecido en una región donde las supersticiones que hoy los etnólogos consideran restos del paganismo seguían presentes. No eran ya más que ritos de buena suerte, transmitidos de padres a hijos, destinados a alejar la desgracia o a favorecer las cosechas y la ganadería. Ideas como cruzar un hacha en la puerta para que las tormentas se partieran en dos, haciendo desaparecer los rayos. O dejar algunas migajas de pan en las rocas de las montañas, porque los espíritus del bosque se aparecían de noche para comérselas. Y así las ovejas y cabras de las gentes engordaban más al pastar, y quedaban libres de enfermedades. Todo serviría para alimentar el mito en la mente del inquisidor.

En cualquier otro momento histórico, e incluso con otro papa en el trono de san Pedro, Konrad hubiera sido echado a patadas de Roma. Pero sus delirantes historias sobre adoradores del diablo eran lo que necesitaba el nuevo pontífice, Gregorio IX. Estaba reuniendo las leyes canónicas en un único código, que iba a ser la fuente del actual derecho canónico. Dentro de sus muchas reformas, se incluía la de la Inquisición. El pontífice quería que fuera permanente, en vez de convocarla cada vez que aparecían herejes, disolviéndola después. Para justificar esta medida consiguió que ciertos teólogos aseguraran que la herejía existía siempre, y por tanto había que perseguirla continuamente.

Gregorio IX escuchó con interés la denuncia de Konrad, hablándole de la injusta expulsión hecha por su obispo, cuando él solo quería cumplir su papel de inquisidor. Y eso le inspiró al papa una idea que pasó a formar parte de las leyes inquisitoriales. A partir de entonces, todo obispo estaría obligado a buscar regularmente en sus diócesis evidencias de herejía. Si no las encontraba, podía ser denunciado por un inquisidor, y apartado de su cargo. De ese modo, un prelado como el del Tirol nunca hubiera podido expulsar a Konrad. Y la autoridad de los inquisidores quedaba por encima de la de los obispos.

Es fácil imaginar que Konrad pudiera haber hecho otra sugerencia al papa. Su tierra de origen era parte del Sacro Imperio Romano Germánico, donde la hoguera se había hecho muy popular como pena máxima a los traidores. Qué mayor traición que la de un hereje a Dios, y qué mejor castigo que las llamas para él. Fruto de su influencia, o de la de la época, lo cierto es que el fuego quedó instaurado como el castigo a los herejes. Y las llamas de la Inquisición arderían en las plazas públicas desde entonces.

Pero la aportación indiscutible de Konrad es la que hoy constituye el segundo gran símbolo de la Inquisición, junto a las llamas. Brujas, aquelarres y adoración del demonio salieron de su prolífica imaginación, y lo sabemos gracias a la Gesta Treverorum, mandada redactar por su amigo el arzobispo de Tréveris. El objetivo de esta crónica era dar relevancia a los hechos llevados a cabo por los obispos de esa ciudad, haciendo especial hincapié en los acontecimientos más modernos. Como las persecuciones contra herejes llevadas a cabo por Konrad, que no tardó en ganarse la fama de admitir como cierta cualquier denuncia, siempre que el motivo de sospecha fuera la brujería o el culto al diablo.

La crónica es escrupulosa al detallarnos las confesiones obtenidas por el monje, convertido en inquisidor oficial por el papa Gregorio IX, y en las que tenía experiencia desde la persecución cátara. Consiguió que sus víctimas afirmasen haberse reunido de noche y dar inicio a su ceremonia quedándose completamente desnudos. Después confirmaban su pertenencia a la secta besando el ano de sus compañeros, sin importar el sexo, como forma de reconocimiento mutuo. Cuando el ritual estaba en su apogeo, se les aparecía un hombre calvo, de piernas muy velludas, que sodomizaba a todos los hombres presentes. Y penetraba hasta la última de las mujeres. Se hacían llamar a sí mismos luciferinos, por adorar a Lucifer, el ángel caído que se rebeló contra Dios.

Puede parecer una imagen manida, pero esta es la primera descripción de un aquelarre en Europa. Incluyendo una mención indirecta a lo que, con el tiempo y la labor de los inquisidores, serían las brujas.

De hecho no hay, ni en la literatura, ni en los documentos oficiales, una sola mención a rituales de brujería como el descrito antes de la Cronica Treverorum, del siglo XIII.

Las últimas ejecuciones en la hoguera de herejes se harían en la Europa del siglo XVIII. España tardaría aún cien años más. En 1823 la política conservadora volvía a instaurar algo llamado Juntas de Fe, revestidas de los mismos poderes que la Inquisición, abolida por los liberales. Francisco de Goya pinta en ese mismo año su segundo aquelarre, el sombrío. Una multitud de mujeres, sobre todo ancianas, están reunidas ante la aparición del demonio en su forma de gran cabrón. La capacidad crítica del artista está en su apogeo, y la deformación de los rostros, lo mismo que el diablo aparecido, son una denuncia de la absurda vuelta atrás que su país estaba viviendo. Una caricatura. A la vez, y sin él saberlo, estaba elevando las delirantes imágenes de Konrad de Marburgo a la categoría de arte moderno, preludiando los lenguajes de la ilustración, la novela gráfica y el cine. Y anunciando algo que pasó tres años después. Un maestro valenciano fue acusado de hereje, ahorcado, y su cuerpo encerrado en un barril pintado con llamas que fue arrojado al río. El tribunal pidió quemarlo, pero no se lo permitieron. Fue la última víctima de la Inquisición, en el tardío año de 1826.

Después de conocer al papa, Konrad regresó a su tierra de origen. Pero ya no llevaba consigo solo sus obsesiones. También unos nuevos poderes, amparados por la ley que daba origen a la Santa Inquisición, y desconocidos hasta entonces. De acuerdo a ellos, un denunciante no podía desdecirse, o era acusado él mismo de hereje. Ahora los testigos se mantenían siempre fieles a su primera declaración, sentenciando al culpable, que además podía ser sometido a tortura si el inquisidor así lo solicitaba. Y desde luego que Konrad lo solicitó.

La Gesta Treverorum asegura que gracias a él fueron quemados doscientos treinta y siete herejes en Stein, y otros ochenta entre mujeres, hombres y niños, en Estrasburgo. Pero no eran unos simples herejes más, sino unos nuevos cátaros. Konrad inventó para ellos un nombre, los luciferinos, adoradores de Lucifer, y el ritual, antes mencionado, de besos negros y sexo bisexual en grupo. Los luciferinos aceptaron que hacían todo eso. Y de este modo, la adoración al diablo y la reunión de brujas obtuvieron su base literaria, que iba a llegar hasta nuestros días.

Obviamente, los delirios de Konrad de Marburgo no hubieran llegado tan lejos de no ser por los manuales que fueron surgiendo para ayuda de los inquisidores, en cada vez mayor número. El primero apareció en 1376, cuando Nicolás Aymerich escribió el Manual del inquisidor, que bebía de las tradiciones iniciadas por Konrad. A su vez, en 1487 se publicó el Martillo de brujas, un verdadero bestseller de su tiempo que fue a la vez una historia de la brujería y un manual para inquisidores, tanto católicos como protestantes. No es casualidad que uno de sus autores hubiera nacido al sur de Estrasburgo, la misma ciudad en que Konrad persiguió a los luciferinos. Allí la tradición heredada de él y de Burcardo de Worms convirtió la imaginación y las tradiciones populares en verdades de fe. Nadie dudó ya, a partir del Renacimiento, de que las brujas realmente existían. Incluso de que se reunían en los términos propuestos en origen por Konrad. Aunque posiblemente jamás hubo un aquelarre real en ninguna parte del mundo. Y cabe suponer que diablos sodomizadores, tampoco.

Umberto Eco, que era no solo un conocedor de la Edad Media, sino que la comprendía de manera magistral, se inspiró en personajes como Konrad para escribir El nombre de la rosa. Debajo de su argumento, la novela esconde claves sobre el ambiente que dio origen a la creencia en brujas y demonios. Precisamente Guillermo de Baskerville, protagonista y monje erudito, de mente abierta, tiene que discutir la herejía de la pobreza, promovida por una rama franciscana, los espirituales. Lo mismo que decían los cátaros, y otros movimientos de la época. Jorge de Burgos, el monje más viejo de la abadía a la que llega Guillermo, representa la mentalidad de los apocalípticos. Religiosos convencidos de que había señales en su tiempo del fin del mundo, y que si esto era así, la presencia del demonio entre ellos era cierta, ya que según el Apocalipsis de Juan su reinado precede al fin. Extraían de un principio teológico un argumento para defender la existencia de fantasías, como Konrad. Finalmente está el inquisidor, Bernardo de Gui, figura clásica del religioso intolerante y más dispuesto a condenar a un hereje que a determinar si lo es o no. Con personajes históricos, que existieron realmente, Umberto Eco nos transmite el sentir de una época, tanto como lo hacen en su contexto histórico la crónica sobre la aniquilación de los cátaros, o la Gesta Treverorum.

En su traslado al cine, la película del mismo nombre tuvo aciertos magistrales en la caracterización de sus protagonistas. El rostro del actor Feodor Chaliapin haciendo de Jorge de Burgos podría ser, sin la ceguera, el del mismo Konrad. Hubo además en el largometraje un cambio de argumento destinado al comercial final feliz. Por eso el inquisidor Bernardo acababa trinchado en unos hierros, lo que no ocurre en la novela. Singularmente, el fin del inventor de las brujas no fue muy distinto.

Los procesos contra los luciferinos habían vuelto al monje inquisidor extremadamente soberbio. Estaba convencido de que su poder inquisitorial estaba por encima de cualquier poder terrenal, y que solo respondía ante Dios. Tanto es así que acusó a un importante noble, Enrique III, conde de Sayn, de participar en orgías satánicas. Después le declaró culpable, condenándolo a morir en la hoguera. El conde apeló a un tribunal superior, y sus obispos, reunidos de Maynz, le liberaron de todos los cargos. Konrad abandonó el juicio entre furibundas acusaciones de traición, y asegurando que dejaban libre a un adorador del diablo.

Horas después, en el camino de vuelta a Marburgo, que recorría acompañado de un monje franciscano, fue asaltado por un grupo de caballeros armados. Tras detenerle, le cortaron las orejas, la lengua, y le arrancaron los ojos, mientras a su compañero se limitaban a matarlo rápidamente. En la mentalidad medieval, las mutilaciones que acabaron con su vida eran el castigo reservado a quienes usaban sus sentidos para mentir sobre otros. No hay evidencias de que el conde Enrique III ordenara su asesinato, aunque todo parece apuntar en ese sentido.

Pero Konrad no había muerto del todo. El papa Gregorio lo declaró paladín de la fe, ordenando ejecutar a sus asesinos, mandato que no llegó a cumplirse. En las tierras germánicas que lo sufrieron su memoria prevaleció cuando ya los papas se habían olvidado de él. Durante siglos fue recordado como el prototipo de inquisidor sádico. Hoy una lápida, dentro de una finca privada, señala el lugar, cercano a la ciudad de Marburgo, donde que fue ejecutado.

En realidad, Konrad sigue con nosotros. Sin saberlo, invocamos su memoria al pensar en brujas montadas en escoba y en adoradores del diablo. La bruja demoníaca se ha plasmado en tantas ramas del arte que incluso ha podido volver al terror inicial que propagó su inventor. Ese miedo a un poder superior, invisible, y peligroso, lo vimos renacer en 1999, cuando El proyecto de la bruja de Blair convirtió a la vieja hechicera en una espeluznante película de terror sicológico. El sentimiento que transmite este largometraje puede ser el mismo que sintió Konrad ante sus herejes luciferinos. Y es algo que permanece muy en el fondo de todos nosotros. La sospecha de que el mal puede cobrar forma y herirnos de manera que no imaginamos. Ayer en forma de hechiceros adoradores de Satanás, y hoy como vacunas que provocan autismo, chemtrails que dejan estéril, enfermedades creadas en laboratorio, o sombríos poderes que lo controlan todo. Y ya quisieran. En el fondo, buscar soluciones fáciles a problemas difíciles es algo tan humano que nunca nos libraremos de ello. Tanto es así que los Konrad de Marburgo han vuelto a aparecer en nuestro tiempo, ahora bajo otros nombres.

domingo, 29 de octubre de 2017

El santo prepucio de Puigdemont


Año 2050, 10 de noviembre. La Plaza de Cataluña esperma de emoción. Las masas se congregan en la procesión de la Diada para celebrar el traslado del prepucio de Carles Puigdemont desde la catedral de Barcelona al monasterio de Montserrat. Por fin la iglesia ha dado su beneplácito y ha reconocido la reliquia como un verdadero resto de adoración que se conserva incorrupto desde que el estadista y santo muriera el 25 de agosto de 2030. Una urna de vidrio guarda los restos, que son conducidos por el arzobispo de la ciudad hasta el centro de la plaza. Allí, sobre una peana rojigualda, una virgen de la más rancia estirpe catalana, sin mácula charnega, ni rastros de sucio castellanismo, saca el pellejo de la urna y lo alza ante el griterío enfervorizado de la masa. Las mujeres lloran, los niños se comen los mocos y los hombres se rasgan el pecho con las uñas cuando ven iluminarse a la muchacha virgen al acercarse el prepucio a los labios.

 Se rememora el milagro ocurrido otro 10 de noviembre, el del año 2017, cuando Empar Ramírez, santa mártir catalana, acuciada por las hordas españolas encabezadas por el sabio Rajoy, se tuvo que inmolar delante de los ejércitos castellanos congregados para liberar a la patria. El prepucio de Carles Puigdemont le devolvió la vida, la trajo de una muerte segura. Aún lo recuerdan los más viejos del lugar: Empar era carnicera y hacía pocos ascos a los hombres. Salió de mañana buscando un varón que la satisficiera, pero se encontró con que ese día se celebraba el día grande de Cataluña y no era un jornada propicia para la pasión carnal. Puigdemont había ofrecido su prepucio el día anterior a los santos de la ciudad como promesa de que no pasaría un año más como ciudadano español. El sabio y omnipotente Rajoy, alarmado por la ofensa de Carles, se prestó para encabezar él mismo los ejércitos que garantizaran la unidad y la decencia de España. Al llegar a la Plaza de Cataluña, Rajoy se dio de bruces con Empar. Ella, confiada en la buena impresión que su físico causaba en la muchachada hombruna, calibró que Rajoy se le rendiría en menos de cinco minutos. Le rebañó la baba que le caía del belfo y se la llevó a los labios. El casto y sabio español no advirtió el gesto de lujuria y, creyéndola la cabecilla de la Independencia, le atravesó el pecho con la Tizona del Cid. El arzobispo de Cataluña recogió a Empar del suelo casi sin vida y la colocó en el centro de la plaza, junto a la fuente donde Puigdemont arengaba a la masa independentista. Todos, hasta los soldados españoles, enmudecieron al ver la estampa del obispo llevando en brazos a la carnicera con el pecho abierto por el espadazo de Rajoy y el dedo pringado con la baba de Rajoy. El estadista y santo catalán, ni corto ni perezoso, sabiendo de las propiedades milagrosas de los prepucios de los elegidos, se sacó la chorra, cortó el pellejo sobrante y lo colocó en los labios de Empar. Al notar el sabor espeso de la carne recién aireada, la carnicera mostró un gesto de desagrado, pero, al instante, todos pudieron comprobar cómo la hemorragia del pecho se detenía, cómo el pecho se le cerraba y cómo la santa del independentismo catalán, Empar Ramírez, clamaba: "¡Un hombre!, ¿es que no hay un hombre en toda Barcelona?". Algunas cadenas de televisión interpretaron que el milagro lo produjo el pellejo; otras, estaban seguras de que fue obra de la saliva del español.

Hoy, 10 de noviembre de 2050, algunos catalanes añoran su pasado español como el que pierde un uñero en una excursión de montaña. La mayoría adora el pellejo incorrupto de San Puigdemont y saborea el calor del establo que proporciona la patria. Otra mayoría venera las babas del español.
En Madrid, mientras tanto, perdidas Euskadi, Galicia, Comunidad Valenciana y Andalucía, se discute la independencia de la Comunidad Murciana y piden a lingüistas alemanes que no reconozcan el panocho como lengua franca de los pueblos mediterráneos. El sabio Rajoy es invocado como Pelayo en ayuda de los menguados reinos castellanos. Unas gotas espesas y blanquecinas se veneran en la Almudena y confían en su efecto milagroso. Algunos ya aspiran la "s" y otros dicen "chacho" en vez de "muchacho".

sábado, 28 de octubre de 2017

Siguiendo los pasos de Edipo: Corinto, Epidauro, Nauflio y Kolokotrones. Viaje a Grecia


Hoy, 18 de octubre, buscaremos, ¡oh, musa!, los senderos que recorrió Edipo en su perdición. Dejamos atrás la épica para abrazar la tragedia. Salimos para Corinto en un autobús preñado de escolares y profesores de cuatro nacionalidades distintas. Todo se confunde: cánticos, euforia, risas, celebración de la vida y escándalo asegurado. El bullir del público en las puertas del teatro, a punto de comenzar la función. Griegos, italianos, españoles, portugueses, tan molestos como necesarios. Mantenemos con vida al viejo continente y le insuflamos el ánima que han perdido los países del norte. 
En el foro romano de Corinto alimentamos la nostalgia de una cultura grandiosa reducida a ruinas que mantiene (todavía) el aroma de su esplendor. Apolo, desde su templo, nos concede un tiempo espléndido con el que se realzan las columnas dóricas y los olivos milenarios. A nuestro alrededor, bajo los árboles sagrados, grupos de católicos celebran misas a imagen de un san Pablo que usó este foro para propagar su fe. Los olivos destiñen su aureola clásica para servir de refugio a un dios que no es de los suyos (espantoso y tronante). 
En el museo del foro, los kairois nos contemplan desde lo más remoto del tiempo. Su piel de arena y su rostro egipcio no permite pasiones desmesuradas ni fotografías. La cerámica nos relata la vida cotidiana de los héroes y el busto de Nerón, la depravación del poder. Entro en una sala donde todo son risas y comentarios maliciosos. Tras una vitrina se exponen exvotos (también había desesperación en la Grecia clásica): ofrendas en forma de senos, piernas y hasta penes de los abandonados por Afrodita.
Retomamos el camino abrumados por el pasado. Todo son hitos mitológicos y literarios: Argos, Tebas, Corintia, el ponto Euxino... Edipo mató a su padre en uno de estos caminos, sin saber que era su padre. Nuestro trayecto es más dulce y menos sangriento. Aunque no sé si un héroe clásico habría aguantado estoicamente los cantos desgarrados de cuarenta adolescentes. Las sirenas eran filfa comparadas con ellos.
La tragedia se abre esplendorosa y abrumadora: el teatro de Epidauro. Es el lugar de Edipo y de tantos otros personajes de tragedia clásica. El tiempo ha pasado de puntillas por este lugar. Las gradas siguen ocupando la ladera de una colina interminable. Quince mil almas lloraban y reían con Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes en este escenario imponente. Los chicos griegos, de luto riguroso, interpretan un fragmento del coro de las Troyanas, estremecedor. Nosotros, menos preparados, recitamos el poema Ítaca de Kavafis en inglés y en griego. La protagonista de la comedia es una china con pamela rosa y palo selfie que pasea por la orchestra interpretando su propio soliloquio. El graderío de piedra, interminable, se hunde en un bosque de pinos que siempre ha estado allí, mesándose los cabellos con la anagnórisis de Tiresias, tan cruel. 
En la fortaleza de Palamidis se forjó la independencia de la Grecia moderna. Un personaje destaca por encima de todos en este bastión: Kolokotrones. Con ese nombre es evidente que no podía ser otra cosa que árbitro de fútbol o héroe de la independencia. Una chica griega nos explica que "Kolokotrones" no es un nombre, sino un mote. En castellano significaría algo así como "Culocuadrado". Al héroe nacional se le quedaron así las posaderas de tanto esperar a los turcos sentado en las almenas. El Cid Campeador, Garibaldi, Kolokotrones, Puigdemont..., los grandes hombres de la patria van siempre unidos a nombres rimbombantes. Era una teoría del padre de Tristram Shandy que comparto desde la más absoluta racionalidad, por supuesto.
Desde la altura del bastión contemplamos la península en la que se levanta la primera capital de la Grecia moderna, Nauflio. Nauflio y el mar, un paisaje esplendoroso. No me extraña que Kolokotrones fundiera su culo con la piedra contemplando esta maravilla desde la fortaleza. 
Sitiada por un mar de fotografía turística, la ciudad reposa del veraneo y ofrece sus calles estrechas y frescas orladas con enredaderas y sencillez mediterránea. La dueña de una licorería nos oye hablar en español y se acerca a nosotros. Despliega un castellano casi perfecto que le enseñó una zaragozana. Concuerda con nosotros en que hablamos el mismo idioma, aunque a los griegos se les ha ido la mano con las "kas" y los juegos de palabras: "parakaló", es "por favor"; "patera", "padre"; "llamas", "salud"; "sintagma", "constitución"... y así hasta la "z". Cualquiera que no fuera Kolokotrones querría vivir aquí y arrastrar los pies con parsimonia para sacar brillo al empedrado de una especie de Trastévere alicatado. 
Desandamos los pasos de Edipo y volvemos a Xilocastro. El canto de los adolescentes casi termina en tragedia, pero hemos aprendido de los clásicos y contenemos la "hibris". El mar es cada vez más amable, ya nos conoce y nos acaricia, como un viejo abuelo que sabe cuidar con cariño y sin cursilerías a los nietos. Y, a pesar del sosiego que nos transmite, no podemos desalojar de nuestras cabezas la fusión de culturas del autobús: del reguetón al sirtaki, pasando por el "si te ha pillao la vaca, jódete" y el "ay si te pego"... La llegada al mar nunca fue deseada con tanto ahínco. Ni Ulises ansió tanto Ítaca como nosotros Xilocastro.              

miércoles, 25 de octubre de 2017

Indigestión burguesa


Gibraltar no quiere ser español, quiere continuar como colonia inglesa. Ceuta y Melilla desean seguir perteneciendo a España y no a Marruecos. El rincón de Ademuz nunca ha pedido su anexión a Cuenca, están muy satisfechos de formar parte de una comunidad más rica. A alguien del barrio de Salamanca le costaría mucho vivir en San Cristóbal de los Ángeles. En cambio, a cualquier vecino del sur de Villaverde le gustaría disfrutar de las comodidades del barrio de Salamanca. Al restaurante de lujo de mi pueblo le cuesta admitir a la gente que llega con malas pintas; en cambio, en el antro donde se juntan los desahuciados y quinquis, se desviven por servir a los encorbatados que entran de vez en cuando. Nos apartamos cuando nos cruzamos con un marroquí o con un rumano, mientras montamos en la costa levantina negocios exclusivos para ingleses y alemanes. No queremos que nuestros hijos sean agricultores ni pastores, ni albañiles, ni camareros. Deseamos para ellos la comodidad de un banco, la poltrona de una gran empresa, un equipo de primera división o la bata de un buen hospital. No porque se asegure la felicidad en estos últimos oficios, sino por otra cosa, por algo que llevamos bien agarrado a las tripas.
Nos estorban los vecinos pobres, los jóvenes con rastas, los colegios públicos, el borracho desharrapado, el drogadicto enfermo, el obrero, los gitanos, los barrios de la periferia, los camareros latinoamericanos, las putas de la rotonda… Pero nos privan los señores banqueros, las escuelas de fútbol, el constructor adinerado, los jeques árabes, las cenas de empresa, las comuniones, los desfiles de moda, el tenista famoso, los colegios religiosos, las putas de lujo…

No sé por qué nos extrañamos de que los catalanes no deseen ser españoles. Es algo que (ellos todavía más, porque son más ricos) llevan bien agarrado a las tripas. No es cuestión de exaltación de los sentimientos, como se viene insistiendo; sino de indigestión burguesa.          

martes, 24 de octubre de 2017

"Canta, oh, musa..." Popes y jotas deconstruidas. Viaje a Grecia.


"Canta, oh, musa, el sublime turquesa del mar que observa a Eos y a sus rosáceos dedos con terciopelo y ojos encendidos..." A las siete de la mañana, la marina está solitaria y silenciosa, como un animal moribundo de pupilas brillantes que se estremece en un último estertor, ahogado de belleza y sosiego. Xilocastro, cerca de Corinto, nos acoge con naturalidad de matrona experimentada. En la orilla, un pescador de caña espera la llegada de Odiseo con el ánimo refrescado por la brisa del amanecer. Nosotros lo observamos con un café y lácteos venenosos entre los labios.
Llegamos al instituto, desangelado y monótono, para escuchar el responso de la directora y los rezos sorprendentes en un centro público frente a 250 alumnos (rumor de tiempos pasados). La hospitalidad oriental de nuevo, mezclada con labores de burocracia y protocolo. Ya no cantes, oh musa, dejemos la épica y la lírica para otro momento. Higos, café, agua y naranjada en la sala de profesores. El trajín de la mañana en un centro educativo es igual en todos lados. El inglés, el griego, el portugués, el italiano y el español se confunden en la sala. Los "pigs" necesitamos la lengua del imperio para comunicarnos. Algunos mostramos nuestra invalidez. 
Visitamos la ciudad costera. Lejos de la marina pierde atractivo. En la iglesia ortodoxa, las tupidas y rizadas barbas homéricas del pope ocultan la pechera de una sotana que más bien parece un guardapolvo de tendero. En el interior iconos, exvotos, velas, reliquias y ranuras para donaciones (lo habitual). Nada nuevo bajo el sol, salvo esas barbas y ese guardapolvo que me recuerdan el bacalao y las sardinas de bota. El pope habla en griego y la coordinadora traduce sus palabras en inglés. Inés y yo bostezamos bajo las cúpulas policromadas y el pantócrator también de barba tupida. 
La recepción del alcalde en un local azotado por la crisis nos vuelve a descubrir al griego como lengua que dispara la imaginación del hablante español. Con palabras como "chorizo", "parakaló", "átalo" y "chúpatesa" y un poco de habilidad se puede inventar una interpretación del discurso mucho más divertida que la original. 
Volvemos a la marina. Paseamos por un pinar de ensueño que llega hasta el mar. Un mar cada vez más azul conforme se adentra la mañana. Entre estos árboles, el mismo Heracles reposaba su furia después de acabar uno de sus doce trabajos y el poeta del siglo XX, Angelos Sikelianos bordaba sus composiciones en su villa clásica. No cuesta nada atrapar la belleza en este entorno.
La viveza del azul egeo nos obsequia con pescaditos, pulpo, calamares, gambas y unos chupitos de ouzo. Nosotros se lo agradecemos con posados a pie de playa y la estupefacción de la gente de interior ante el espectáculo del mar.
Por la tarde, la función de turno en estos viajes de intercambio. Balalikas, sirtakis, discursos en griego e inglés, coros, más sirtakis, más balalaikas, tarantelas y, por fin, la actuación estelar de nuestros chicos y de los dos profesores más intrépidos del proyecto Erasmus +. Bailan una jota impagable. Aplausos, aullidos de emoción, cámaras de fotos derrengadas de exhaustiva grabación. La espontaneidad y la desenvoltura han vuelto a triunfar. Como en Rumanía, la deconstrucción de la jota a la manera de Ferrán Adriá triunfa entre la muchachada. Joaquina y Edu, como estrellas de éxito, recogen a la salida los parabienes y la admiración de un capitán de barco que habla de la facilidad hispánica para transmitir emoción. Tronchados de risa, devoramos la exquisita comida griega casera elaborada por las madres de los alumnos: musaka, souvlaki, costrada, tocino de cielo con canela y vino, no en cráteras como el que bebía el divino Odiseo, sino en depósitos de cartón con grifería de plástico.        
El mar vuelve a engullirnos en la oscuridad de la noche, calmo y rumoroso. El Ponto vinoso de Ulises. El pescador de la mañana sigue oteando el horizonte estrellado con la esperanza eterna del que navega en la belleza sin temor al tiempo. Odiseo se acerca, lo ha anunciado Hermes. 

sábado, 21 de octubre de 2017

"Canta, oh, musa...", en Xilocastro (Grecia). La llegada.


Iba a empezar la crónica del primer día en Grecia en estilo épico, más o menos así: "Canta, oh, musa, las peripecias del grupo Erasmus + por las tierras de Odiseo...", pero me ha picado un mosquito en el empeine nada más llegar al mar y, además, me he acordado de que las musas fueron raptadas hace tiempo por la arpía, vieja y materialista Europa y nadie se ha atrevido a liberarlas, con lo que no estarán para muchos cantos. Es necesario bajar el tono. 
El primer obstáculo con el que Poseidón ha interrumpido nuestro viaje lo hemos encontrado en el control policial del aeropuerto. Por primera vez (y espero que no sea la última), me han sometido a un examen de sustancias explosivas (experiencia casi religiosa y trepidante). Una de las vigilantes, Circe experimentada y sagaz, le dice a su compañera, tras revisar el escáner: "Abre esa mochila (la mía). Lleva algo dentro de la caja de los tampones." Una ninfa, vestida con un mono azul para disimular su feminidad, ha procedido al examen. No ha encontrado la caja de tampones y yo tampoco la he visto. Por suerte aún soy mocita. Circe queda frustrada en su taburete de metacrilato viendo cómo escapamos de sus garras de hechicera vigilante. Aún así, me tenía preparada una última trampa en la cinta andadora. Un pequeño despiste por hablar con un compañero ha podido dar con mis dientes en la chapa que engulle a la cinta sinfín. Evito la caída con mucha suerte y poca dignidad. 
Eolo nos lleva por fin. Contemplamos desde el aire el país de los aqueos, las costas mordidas por las ratas y la piel abrasada por un verano interminable (como el nuestro). "Canta, oh, musa (no me resigno) el viaje de los españoles y portugueses que cruzan la Argólida en tren para llegar a Kiato." Un pope griego, con barba de hípster descuidado y sotana estucada con migas de pan, nos habla en dos idiomas y nos avisa (Tiresias adormilado) que atravesamos el canal de Corinto. Nos señala la colina donde se encuentra la acrópolis de la ciudad que crio a Edipo. Se cruza la memoria del rey de Tebas con un poeta del siglo XX mencionado por el pope: Angelous Sikelianus. Joaquina, sin querer, deja caer el peso de la ley (su bolso está cargado con las tablas de Moisés) sobre los pies del pope amodorrado. Sus zapatos son resistentes (de ferroviario) y aguanta el golpe sin inmutarse. 
Xilocastro es una ciudad costera próxima a Corinto. Los profesores, padres y alumnos griegos nos reciben con efusiva hospitalidad oriental. Es extraño, pero todo me resulta familiar: el clima, el paisaje, las fisonomías... Me da la impresión de haber llegado a una ciudad costera de la España de hace treinta años. El tono y la fonética de su habla tampoco me resultan extraños. Un castellano pronunciado al revés. El mar mece, oscuro y tranquilo, una costa sin edificios mastodónticos y un paseo marítimo sencillo que exhibe en el horizonte las impresionantes montañas de la Argólida. Dos o tres parejas de griegos sin prisa respiran un aire limpio de turistas.
La cena es abundante, de tonos orientales: hojas de parra, brochetas, albóndigas, alioli de yogur... Sabores nuevos, pero no demasiado. Julius Eclesiastoús y Davidis Bustamantis suenan de fondo acompañados por balalaikas. Los aedos duermen más allá del negro ponto, sujetados por los cabellos de Cronos y por la inexorable mueca de Hefesto. Los chicos españoles, griegos, italianos y portugueses pasean por la orilla del mar para apaciguar la furia de Poseidón, calmo y acechante. Su entusiasmo es un antídoto contra las Furias y el cansancio del viaje.      

sábado, 14 de octubre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": sexto día (26-IX-2017); Praga, catorce adolescentes y Javi.


Recibimos a la mañana soleada en las calles de Praga. Atestada la plaza Wenceslao y aledañas, buscamos refugio en los callejones empedrados aún desperezándose del tumulto nocturno. El paseo con los chicos es sosegado y limpio, no siempre es así. Visitamos la ópera y acabamos cruzando el puente Carlos. Una noria de agua muy antigua y una pareja de japoneses colgados en una mesa sobre el río Moldava son buena imagen de los contrastes de esta ciudad: el turismo y la tradición compartiendo con mucha dificultad los espacios. 
Llegamos al muro de Lennon. Una pared pintada con colores estridentes (sinestesia) que atrae al turismo moderno, sobre todo al juvenil. Los chicos disfrutan dejando su impronta y fotografiándose con el grafitti. De fondo, un muchacho con sombrero interpreta canciones de John Lennon. Nos enteramos de que el beatle nunca tocó aquí, pero cualquier ocurrencia es bienvenida para la explotación escénica. Al fin y al cabo, en este muro solo se celebra la paz y la hermandad, podría haber sido peor. 
Nos dirigimos al barrio judío. También allí hacen negocio con sus singogas, incluso con sus cementerios, no podría ser de otra manera. En Occidente todo está a la venta y si por la calle deambulan miles y miles de turistas deseosos de comprar, ya sea un imán o un paseo entre tumbas, no hay que desaprovechar la ocasión. En la puerta de la sinagoga española, una estatua en honor al hombre desconcertado que presenta Kafka en sus ficciones nos hace pensar en el absurdo de la existencia. Tampoco el tiempo de la reflexión es muy largo: enfrente de la sinagoga, hay una taberna con cerveza de fabricación propia que sirve, y de qué manera, para aliviar el nihilismo. 
Comemos aún mejor que el día anterior. No me extraña que se haya convertido esta ciudad en peregrinaje de gastrónomos, más que de angustiados por la convención social. 
Por la tarde damos el último paseo del viaje: el teatro donde estrenó Mozart Don Giovanni; el mercado de las flores; el café Slavia, cargado de nostalgia y absenta; la ribera del río... Y como última parada la cervecería "U Fleku". Según reza en la entrada, abierta desde 1499, el año de publicación de La Celestina. Una típica cervecería centroeuropea con mesas largas, llena de centroeuropeos. Solo sirven un tipo de cerveza que compartimos con una pareja eslovaca que nos ha tocado en suerte. El camarero controla en un trozo de papel las cervezas que va tomando cada uno. A la pareja le marcan la décima raya. Se nota. Un acordeonista vestido de tirolés y con aire paquirrinesco toca canciones que muchos de los presentes cantan a coro. Disfrutamos del jolgorio checo, pero, no sé por qué (supongo que por empacho de cine bélico) me traslado al Berlín de los años 30. Ni estamos en Alemania, ni se celebra un acto político, pero la imaginación tiene estas malas pasadas. Nos despedimos de los eslovacos para cenar con los chicos. 
La despedida será en los sótanos de una pizzería. A veces te crispan, a veces te enfadan, a veces te sacan de quicio, pero siempre me quedo con el brillo de su mirada adolescente. Están expuestos al mundo y lo reciben con una pasión chispeante, desbordada, que todavía no saben encauzar (nosotros tampoco). La postal del museo de Kafka firmada por todos ellos con una frase de agradecimiento hace olvidar cualquier contratiempo, también ayuda el Becherovka. El regalo de la camiseta de Joseph K., el protagonista de El proceso, nos relaciona en el tiempo. Yo, a su edad, leía a Kafka con vicio. Los dieciocho años nos unen, aunque sea en la ficción del expresionismo. Los dieciocho y un salto el 20 de junio de 2017 en la sede de El País, que ojalá y hubiera servido para cambiar algunas de las tendencias ideológicas que están hundiendo el periódico. Javi, como siempre, el compañero generoso y de amplia bonhomía, me acompaña en estos gozos que, sin él, no tendrían tanto sentido.
Por cierto, voy a hacer la maleta porque mañana viajamos a Grecia con más chicos (por si alguien ha creído que no nos han quedado ganas).        

"Al niño le han quedado cuatro" por Pablo Poó Gallardo


A estas alturas todos sabemos que cada español lleva dentro, de manera innata, un entrenador de fútbol, un economista y un docente. Con tanto profesional de la educación de incógnito por ahí, analizar el sistema educativo se convierte en una tarea de alto riesgo. Intentaremos, no obstante, aportar la visión de alguien que se pasa las mañanas de lunes a viernes delante de treinta angelitos adolescentes ávidos de conocimiento.

Antes de comenzar habría que tener en cuenta unas sencillas premisas que, por algún motivo que desconozco, a gran parte del personal no le entran en la sesera:
No es lo mismo Primaria que Secundaria: niveles educativos distintos implican estrategias metodológicas distintas, alumnado diferente y profesionales diferenciados.
Las estrategias metodológicas no son estándares universales: una estrategia aplicada en 3.º A no tiene por qué funcionar en 3.º B, porque partimos de una base humana distinta, cada una con sus propias peculiaridades, que necesita un enfoque diferente. Si eso ya pasa en un mismo centro, imaginen en distintos institutos o en diferentes comunidades autónomas. Y eso que aún no he mencionado a Finlandia…
En educación las cosas no son blancas o negras, a pesar de que se empeñen en dividirnos a los docentes en dos bandos: uno más cool, más moderno y más del siglo XXI, que potencia el método por encima del conocimiento, y otro más ilustrado, reaccionario y anticuado, para el que prima el saber por encima de la metodología.

El sistema educativo es la Hidra de Lerna: si queremos entender el estado por el que pasa en la actualidad tendremos que detenernos en cada una de sus cabezas.

El sistema de acceso

Deberíamos contar con un sistema de acceso justo que permitiera la selección de los mejor preparados, ¿no? Pues no. Las oposiciones no son un método de acceso justo.

El número de plazas es independiente según el tribunal. Eso provoca que, en el tribunal 1, alguien con un 5,45 obtenga plaza y que en el de justo al lado, el 2, el que haya sacado un 7,56 se quede fuera. Esto sucede por dos motivos fundamentales: los exámenes son distintos para cada tribunal, por lo que los temas que hay que defender son diferentes. Los tribunales, también: uno puede ser más exhaustivo corrigiendo y el otro más benévolo.

Tampoco fomentan la selección de los mejor preparados: el temario de las oposiciones de acceso a los cuerpos docentes de Secundaria por la especialidad de Lengua castellana y Literatura consta de setenta y cinco temas que abarcan todo lo relativo a la gramática, las teorías lingüísticas y la literatura patria desde las glosas silenses. En el examen solo se podrá contestar uno. El resto de tu formación se la trae al pairo.

Los tribunales también son la guinda. Me pondré yo de ejemplo para no herir sensibilidades. A pesar de que a la Administración no le importe lo más mínimo, pues no gozo de ningún tipo de prebenda por serlo, ni económica ni de reducción horaria ni de perrito que me ladre, soy doctor en Filología Hispánica por la especialidad de Literatura. Para las oposiciones, entenderán, me preparaba con más esmero la parte del temario correspondiente a nuestras letras, habiendo incluso temas de gramática (T. 20: Expresión de la aserción, la objeción, la opinión, el deseo y la exhortación) que ni miraba.

Como funcionario docente entro en el bombo de los «tribunables» para cada oposición. Imaginen que me toca para las próximas. Obviamente, como filólogo, conozco las reglas que, en español, rigen la aserción, la objeción, la opinión y la santa madona que las parió, pero no a un nivel suficiente para aprobar unas oposiciones, pues carezco, en ese ámbito, de conocimientos actualizados, de bibliografía académica y de un trabajo con la materia tal que me permitiera codearme con quienes llevan preparando el tema los últimos meses o, incluso, años de su vida.

Bien, como me toque tribunal y salga ese tema, me vería obligado a corregirlo. A toda prisa, pediría el tema a cualquiera de las amables academias que los sirven de modelo (con mucha querencia por el copia y pega: basta bucear en el Alborg o en el Curtius, que ya hay que estar trasnochado, para darse cuenta) y me empaparía en un par de días de todos los conocimientos que estas personas han adquirido durante meses. ¿Quién soy yo para evaluar un examen del que no soy especialista en el que los examinandos se están jugando algo tan importante?

Pero no pasa nada, la Administración, que tanto vela por nosotros, ya se encarga de dotar a los tribunales de unas secretísimas plantillas (oposiciones públicas, recuerden) con las que facilitar la corrección. Y si no estás de acuerdo con tu nota, ajo y agua: no tienes derecho a ver tu examen corregido.

La falta de formación previa

Ahora, con los grados, las cosas han cambiado algo: al menos hay unas prácticas tuteladas y un trabajo de fin de grado. Sin embargo, si repasan la oferta académica del grado en Filología Hispánica, quizá les extrañe la falta de asignaturas dedicadas a enseñar a impartir Lengua y Literatura. Un grado con una orientación profesional tan significativa como la docencia debería contar, no ya con una suerte de «itinerario docente» dentro de la misma, sino con, al menos, una asignatura de «Pedagogía de la Lengua castellana y Literatura». Al menos en la Universidad de Sevilla, que fue donde estudié, no se imparte.

Es decir, que este que les escribe, cuando aprobó sus primeras oposiciones y se plantó delante de una clase de tercero de ESO con ocho repetidores, se había leído Los amores de Clareo y Florisea y los trabajos de la sin ventura Isea, sabía que lo más seguro es que el Lazarillo no fuese anónimo, que la «e paragógica» le daba al Mío Cid un regusto arcaico muy molón en la época (siempre ha estado de moda lo vintage) o que la terminología de Alarcos no tiene nada que ver con lo que enseñamos en Secundaria; pero no tenía ni idea de qué hacer cuando el del fondo te manda a la mierda, cuando vas a corregir unos ejercicios y no los ha hecho ni la niña que sonríe en el póster de vocabulario inglés de Oxford o cuando, con dieciséis años, el primer libro que se van a leer es ese del que tú les estás convenciendo.

La falta de formación continua

Sin embargo, si hay algo que no se le puede achacar a nuestro sistema educativo es falta de coherencia: si nuestra formación inicial no es la más adecuada, la formación continua no iba a ser menos.

Hablo de esos cursos y programas que se, digamos, desarrollan en los centros, y sirven para completar las sesenta horas necesarias para el cobro del próximo sexenio.

Cursos de escaso interés, con algunos ponentes que te dejan un arqueamiento de cejas más propio de una parálisis facial, de dudosa aplicación en el aula, que deben ser realizados en los centros de formación del profesorado (esos que, con suerte, te pillan a menos de cincuenta kilómetros de tu centro) y a los que has de asistir por las tardes porque no disponemos de horas específicas de formación (pero qué más da, ¡si los profesores no trabajamos por las tardes!).

Mención aparte merece el tema de la competencia digital. Este que les escribe no es que sea un as de la informática, pero tiene dos cosas claras: que el ordenador no hace nada que tú, consciente o inconscientemente, no le digas que haga y que probando, equivocándote y ensayando se aprende mucho. Yo he tenido compañeros (y compañeras, claro, pero para esto de las generalizaciones negativas da un poco más igual) que no sabían conectar el proyector con el ordenador en caso de que ambos funcionaran o que no sabían imprimir a doble cara o cancelar una impresión.

No se pide montar un servidor o programar en C, pero, joder, quítame el pen con seguridad.

Las leyes educativas

Imagine un trabajo cuyos legisladores, en el mejor de los casos, haga años que no ejercen de aquello que están regulando. Habrá otros que, incluso, no hayan trabajado en ese ámbito en su vida. Esto es lo que sucede en el mundo educativo: no se cuenta con profesores en activo para la redacción de las leyes que nos rigen.

Es increíble la cantidad de barbaridades que se llegan a acumular en una sola ley educativa. Barbaridades fácilmente subsanables habiendo, al menos, pisado un centro educativo.

Un ejemplo: en la anterior legislación existía el Programa de Diversificación Curricular (PDC). En él se incluía a alumnos con dificultades de aprendizaje para que en 3.º y 4.º de la ESO tuvieran una serie de asignaturas agrupadas en ámbitos: Lengua castellana y Literatura junto con Historia conformaban el Ámbito Sociolingüístico. Matemáticas y Ciencias Naturales, el Ámbito Científico Técnico. El PDC (o la «Diver», de lo bien que nos lo pasábamos en clase) se podía entender como una especie de premio al esfuerzo de determinados alumnos que, por una casuística bastante amplia, desde alguna dificultad diagnosticada de aprendizaje a problemas familiares, ingresaban en este programa como medida para, si no garantizar, facilitarles un itinerario adaptado a sus necesidades que concluyera con la consecución del título de Secundaria.

Mentira. Se metía a los alumnos más problemáticos para que los demás pudieran dar clase y, de paso, ayudar a estos que, con más problemas de vagancia que de aprendizaje, se iban a quedar sin titular.

La Díver, mejor o peor empleada según el centro, no estaba mal planteada del todo: se cogía la parte final del itinerario educativo obligatorio con una clara orientación finalista y se podía repetir curso, que era algo así como decirles que, aunque con más facilidades, no se les iba a regalar el aprobado.

A todo esto, llegan las cabezas pensantes de la LOMCE y topan con la Díver. Quizá alguno, incluso, la hubiera cursado. Entonces deciden remodelarla, darle su toque personal a lo J. J. Abrams y crean el PMAR (Programa de la Mejora del Aprendizaje y el Rendimiento).

El PMAR parte de la misma base: agrupaciones menores de alumnos con alguna dificultad de aprendizaje y asignaturas compendiadas en ámbitos; pero, como habían también cambiado los ciclos de la ESO (el segundo ciclo pasaba de ser 3.º y 4.º a solo 4.º), el PMAR podía durar hasta 3.º, con lo que lo adelantan un año y fijan su inicio en 2.º. Además, le añaden una guinda: no se puede repetir entre 2.º y 3.º, es un programa de dos años, y punto.

Pónganse ustedes delante de unos angelitos que saben que, aunque suspendan todas las asignaturas, no van a repetir el primer año. ¡Ahora van y los motivan!

¿Y cuando terminan el PMAR en 3.º? Pasan a un cuarto estándar. Han tenido dos años para ponerse al día, ¿no?

Finlandia y las competencias básicas

Pero ahí no acaba la cosa. El sistema educativo se replanteó hace ya unos cuantos años con la implantación de las Competencias Básicas de la Educación. Ahora se llaman Competencias Clave: ya saben que los cambios de nombre quedan muy bien de cara a la galería.

¿Se acuerdan de aquella tríada clásica de conceptos (lo que sabes), procedimientos (lo que haces) y actitudes (cómo te comportas)? Pues ya no existe. Sí, a menos que se tengan hijos en edad escolar, el resto de la sociedad española desconoce casi por completo cómo funciona el sistema educativo.

Simplificando mucho, resulta que a nuestros expertos educativos les fascinan los sistemas escolares escandinavos. Entonces piensan: «Coño, si esto funciona en Finlandia, ¿por qué no en España?». Como si la transculturación fuese algo tan sencillo como construir una Maestranza en Copenhague y llevar a Padilla.

El sistema educativo finlandés funciona en Finlandia por una razón muy sencilla: hay finlandeses. Aquí tenemos españoles.

Pero es que, además, la adaptación fue de lo más chapucero. Recuerdo el curso en el que comenzamos a evaluar por competencias: nadie sabía qué era aquello. Llamamos, entonces, a nuestros superiores, a las Consejerías de Educación: nadie sabía qué era aquello. Entonces empezamos a montar grupos de trabajo y nos asignaron expertos: nadie sabía qué era aquello.

Cada profesor tuvo que buscarse la vida a su manera. Básicamente te quedaban dos opciones: o no evaluabas por competencias o te inventabas tu propio método. Lo primero era lo más fácil; el problema es que viniera un inspector educativo a pedirte el cuaderno de notas. Él tampoco sabía evaluar por competencias, pero tú tenías que hacerlo. Lo segundo era frustrante: ahí estaban esos arrojados campeadores educativos con sus hojas de Excel kilométricas, enlazadas, coloreadas… y cuando llegaba la hora de introducir las notas en el programa de gestión educativa resulta que solo tenías que poner una calificación de 0 a 10, como toda la vida.

Pero bueno, todavía no he explicado qué son las competencias: son una serie de saberes básicos interdisciplinares que abarcan todos los ámbitos de saber del futuro ciudadano adulto que será nuestro alumno. Sí, es genial.

Ahora, en los centros educativos, evaluamos la competencia lingüística (cómo se expresan), la matemática (cómo suman), la conciencia y expresiones culturales (cómo… valoran la cultura), la social y ciudadana (cómo tratan a sus compañeros y al centro), el sentido de la iniciativa y emprendimiento personal (si te entregan las actividades voluntarias), la competencia digital, aunque no se pueda llevar el móvil a clase y los ordenadores no funcionen, y la competencia para aprender a aprender, que viene a ser algo así como lo que su propio nombre indica.

¿Y qué hacemos con todo esto? ¡Muy sencillo! Como no hay un método oficial, ¡hagan lo que les dé la gana! Yo les propongo uno: dividan cada evaluación en tareas evaluables: un examen, una lectura, unas actividades… A cada tarea evaluable, asígnenle un peso específico dentro de la evaluación expresado en porcentaje (examen: 30%, lectura: 10%…). En cada tarea con cada porcentaje, decidan qué competencias se van a trabajar (en un examen, por ejemplo, la competencia lingüística porque es de Lengua y se tienen que expresar; competencia para aprender a aprender porque al instituto, aunque no lo parezca, se viene a aprender; competencia en conciencia y expresiones culturales porque les voy a poner un fragmento de La colmena; y sentido de la iniciativa porque comprobaré si ha estado practicando ortografía y ha mejorado el número de faltas del último examen). A cada competencia, asígnenle un porcentaje de peso dentro del porcentaje de la tarea que ya establecieron previamente. Et voilà! Ya solo les queda ponerle al examen una nota distinta por cada competencia que dijeron que iban a trabajar.

Así, cuando les pregunten a sus hijos qué han sacado en el último examen de Lengua, les dirán: «Pues mira, he sacado un 7 en CCL que vale un 50%; un 5 en CPAA que vale un 20%, un 4 en CEC, pero no te preocupes, que vale solo un 10% y en SIEP, que no sé lo que es, me han puesto un 8. Ah, vale un 20%. Pero el examen cuenta como 30%».

—Entonces, ¿qué nota has sacado?

—Yo qué sé, ¡haz la cuenta!

Y ni he mencionado los estándares de aprendizaje.

La inspección educativa

Son mis jefes y no voy a hablar mal de ellos, que bastante me ha costado conseguir la plaza. Son supersimpáticos y competentes y te ayudan en todo lo que necesites. No, en serio, algunos son muy buena gente.

El problema es que, al igual que pasa con los que redactan las leyes educativas, un inspector educativo puede llevar décadas sin impartir clase o, directamente, haber sido maestro en Primaria y estar asignado a Secundaria.

La inspección educativa peca de exceso de burocracia. Cada vez que se designa a un centro educativo como de atención preferente, una tribu del Amazonas pierde el que ha sido su hogar durante siglos. Y el problema es que el papeleo no sirve para nada, porque no lo lee quien lo tiene que leer. Y, si lo lee, peor, porque hace caso omiso a las propuestas que sugerimos cada año.

La inspección educativa debería ser un órgano más numeroso de lo que es y debería tener un mayor enfoque de asesoría pedagógica. Pero la impresión que se tiene en los centros educativos es más cercana a la del tribunal de la Inquisición.

Recuerdo también una reunión de departamento bastante tensa donde una inspectora, diplomada en Magisterio por la especialidad de Matemáticas, nos decía que debíamos dejar de impartir gramática en nuestras clases de Lengua y Literatura de Secundaria porque «eso ya no se llevaba».

Además, es inversamente proporcional el número de informes que hay que rellenar cuando suspende un alumno y cuando aprueba. Que, a ver, no digo que sea una medida de presión encubierta; está claro que los que aprueban no necesitan nada más. ¿O sí?

El alumnado

El ambiente en las clases ha cambiado mucho desde que ustedes obtuvieron su título correspondiente. La tónica general que solemos encontrar los profesores, aunque depende enormemente del contexto sociocultural del centro y de la manera en que la directiva lleve su organización y funcionamiento, es que se ha perdido el respeto a la figura del docente y el sentido de utilidad de tener una buena formación. No solo entre los alumnos, la educación que vienen ofreciendo los padres nacidos alrededor de los setenta en adelante tiene mucho que ver.

El respeto al profesorado no se gana a base de temor, como quizá ocurría en la educación que recibieron muchos de ustedes. Los profesores no vamos por ahí. El respeto de tu clase se gana preocupándote por ellos, sabiendo dejar la materia a un lado cuando sus problemas van por otro, buscando la manera de engancharlos a tu asignatura y haciéndoles ver la utilidad de tener una formación.

Pero la carambola a tres bandas es brutal: hay profesores que deberían, mejor, dedicarse a otra cosa; hay familias que, más que educar, destruyen lo poquito que avanzamos cada mañana; y hay niños que traen la mala leche de serie.

Yo he pasado por quince institutos diferentes, la mayoría de un contexto sociocultural bajo, aunque he tenido de todo. Y pienso que cada vez más nuestros jóvenes no solo es que sepan menos, sino que tampoco les preocupa en exceso.

El sistema educativo, sobre todo en su parte obligatoria, está planteado para evitar el fracaso escolar de la manera más burda posible: bajemos el nivel para que aprueben todos. Cualquiera de mis alumnos puede titularse en 4.º de ESO habiéndose rascado significativamente los genitales. Tema distinto es la base que lleve a estudios posteriores, pero titularse, se titula (obsérvese que hablo de «mis» alumnos: insisto en que, en el tema educativo, el contexto es fundamental).

Este curso solo he suspendido, en junio, a cuatro alumnos. Como tengo ya muchos tiros dados, pues el nivel lector de algunos adultos es limítrofe con el de mis pupilos, dejaré claras dos ideas antes de seguir:
La calidad de un profesor no se mide por su número de suspensos.
He puesto más dieces que suspensos.

Lo que ocurre es que detrás de ese casi 100% de aprobados, en la mayoría de los casos, no hay un nivel acorde con la nota. Este curso, casi la totalidad de mi antiguo tercero de ESO ha pasado a cuarto con un nivel competencial, con suerte, de primero de ESO. ¿Qué hay, hoy día, detrás de un título de Educación Secundaria? En muchos casos, casi nada.

Y no me estoy refiriendo a conocimientos vinculados a asignaturas, ya sé que para ser alguien en la vida no hace falta haber leído el Quijote ni analizar una subordinada sustantiva de complemento directo (perdóname, Alarcos), sino a su nivel competencial: su capacidad de reflexión, de analizar ideas, de tenerlas propias, de valorar la cultura, de respetar a los demás.

El timbre está a punto de tocar

En el sistema educativo, como buen reflejo del planeta, también hay varios mundos. Se dan, incluso, dentro de un mismo centro. Hay profesores que prácticamente solo hemos trabajado en el tercer mundo educativo: ese donde el nivel de conocimientos es paupérrimo, donde prefieres dedicar las horas a hablarles de lo jodida que es la vida estando en paro, de que las drogas no son el camino (ni consumirlas, ni venderlas), de que no tienes que cometer los mismos errores de tus padres ahora que, por suerte, sabes cuáles fueron. Clases donde demasiados alumnos se irán del instituto antes de titularse. Centros en los que el equipamiento TIC no es que date de los principios del 2000 sino que, directamente, es inservible.

Pero hay otras realidades, como la que mostró Évole cuando quiso hacer un retrato de la educación en España y se quedó en lo que más vende: esos alumnos con inquietudes, interés, capacidad y mucha verborrea que, por suerte, también habitan las aulas de nuestro país.

Nadie miente y nadie dice la verdad: cada uno habla de lo que ha vivido. Por eso es inútil tirarse los trastos a la cabeza. Aunque una cosa sí está clara: si nunca has dado una clase, al menos, no estorbes.