miércoles, 31 de enero de 2018

"¿Qué es escribir bien?" por Alberto Olmos


Escribir sobre escribir bien es ya un exceso, porque lo único que deberías hacer para pontificar sobre la buena escritura es demostrarla. Quizá por eso se cuenta con tan pocas incursiones en este terreno, más allá de los manuales de gramática, los libros sobre claridad expositiva y los cuadernillos de caligrafía. La noción “escribir bien”, en efecto, puede llevarnos a pensar en tildes y concordancias, en sencillez y comunicabilidad, en letra manuscrita impecable. Un bando municipal puede estar bien escrito, al igual que el prospecto de un medicamento o las primeras palabras de tu hijo de seis años sobre la pizarra. Sin embargo, cuando un escritor escribe bien no importan tanto la ortografía (pues pueden habérsela corregido), la claridad (muchas veces se dice de alguien que escribe bien en la medida en la que no se le entiende) o la buena letra. Es entonces cuando escribir bien significa otra cosa: significa gracia.

Con todo, algo hay en escribir bien de los otros sentidos de este elogio. Pocos escritores tienen la desvergüenza de esperar a que los correctores de una editorial les aseen la sintaxis, y casi todos empezamos en esto memorizando que no se dice sentarse en una mesa, sino “a” una mesa, amén de mil pormenores lingüísticos más. El anhelo de buena prosa sugiere la importancia de conocer el idioma con el que vas a trabajar. Por supuesto, nunca se termina de aprender, y por eso los correctores profesionales siguen teniendo mucho trabajo.

Ellos son devotos de la norma lingüística, que establece el terreno de juego del escritor, lleno de límites, prohibiciones y usos recomendados. La norma es la automatización del idioma, la fijación de un universo previsible. “El gato maúlla”; “la ciudad era grande, sucia y ruidosa”; “la policía se incautó de cuatro kilos de hachís”. Eso es escribir bien; pero ningún escritor escribe bien escribiendo así de bien.

Desvíos

El motivo se encuentra en que la corrección no tiene gracia. Acudimos a la décima acepción del diccionario para empezar a intuir qué es la gracia literaria: “Dicho o hecho divertido o sorprendente”. El formalismo ruso estableció que la desautomatización del texto es una de las características fundamentales de la literariedad. Es decir, un texto es literatura porque contiene una revolución, no dice lo que dice, no lo dice como tú lo dirías y nunca acaba de decir nada verdaderamente útil.

Escribir bien es conjurar la sorpresa, introducir desvíos en la norma. Escribir bien es lograr la expresividad a pesar de las propias palabras, que saben muy bien qué significan y con qué otras palabras pueden juntarse.

En la escuela nos enseñan que tres o más adjetivos se separan por comas y llevan la conjunción “y” entre el penúltimo y el último; por eso hemos escrito más arriba: “la ciudad era grande, sucia y ruidosa”. Es una frase que podemos oír en el Metro, leer en un mail o encontrar en un artículo de prensa. Solo informa. Si escribimos: “La ciudad era grande y sucia, ruidosa”, ¿estamos diciendo exactamente lo mismo?

Lo cierto es que no oiremos esta frase en el metro ni la leeremos en un mail o en un periódico: solo los escritores producen una frase así. Ha sido suficiente con adelantar un poco la y griega para modular un significado y que diga algo más, como desde un doble fondo. La ciudad de la frase no normativa parece de hecho más ruidosa que la otra, que es más o menos igual de grande que de sucia, e igual de ruidosa que de grande. Hasta da la impresión, en la segunda frase, de que “grande” y “sucia” se proponen como sinónimos.

También suceden cosas con el significado de una frase tan simple si escribimos: “La ciudad era grande y sucia y ruidosa”. Ahora parece que odiamos esa ciudad, algo que no habíamos descubierto con: “La ciudad era grande y sucia, ruidosa”. Pero hay más: “La ciudad era grande, sucia, ruidosa”. Aquí el narrador es un señor muy tranquilo que tiene perfectamente asumidas las características de la ciudad de la que habla. Su sosiego vital solo ha necesitado eliminar una conjunción para sernos revelado.

Cuando un autor que mima su prosa comenta que anda estancado, improductivo o desesperado se refiere exactamente a esto: ¿la ciudad era grande, sucia y ruidosa o era grande y sucia, ruidosa o era grande y sucia y ruidosa o era grande, sucia, ruidosa? Se trata de una frase de siete palabras, quizá seis. Una novela estándar tiene 60.000. Dense cuenta de lo difícil que es controlar el doble fondo de 60.000 cajones.

Leer bien

La primera vez que vi este uso de la conjunción “y” fue en un poema de César Vallejo: “Son testigos/ los días jueves y los huesos húmeros/ la soledad, la lluvia, los caminos”. Desde entonces he utilizado este recurso en muchas ocasiones. Simplemente copio.

A lo mejor César Vallejo también copiaba, pues no resulta fácil saber cuándo aprendió uno a leer bien, y quizá leí antes algo similar en Cervantes o en Quevedo, sin apreciarlo.

¿Qué relación hay entre escribir bien y leer bien? Salvo genialidad absoluta, nadie escribe bien sin leer bien, es decir, sin copiar giros, atrevimientos y recursos de otro autor. Inventar un desvío a la norma que tenga fuerza expresiva no es tan fácil como parece: casi todos son heredados.

Tampoco leer bien resulta común, y puede decirse que la mayoría de los lectores no sabe leer. Esto casa perfectamente con la evidencia contraria: que la mayoría de los escritores no sabe escribir.

Si añadimos además que escribir bien siempre será discutible, pues lo que para unos es un gran prosista para otros es un cantamañanas, nos encontramos de pronto ante el mayor reto por escrito de todos los tiempos: resolver qué es escribir bien.

sábado, 27 de enero de 2018

"El porno es, y ha sido, cultura" por Martín Sacristán



Si consideramos la cultura en su concepto más amplio, el de conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico e industrial, no podemos dejar fuera la pornografía. Y si las mejores obras de arte son aquellas que mejor captan la expresión de la vida humana, hay que reconocerle al porno su certero reflejo de nuestros deseos y aspiraciones sexuales. Sean cuales sean, se cumplan o no.

Solo en la web porno más grande y visitada del planeta existen ochenta y nueve categorías entre las que elegir. No están todas las que podemos encontrar online, solamente aquellas que más demanda generan, y precisamente por eso pueden ayudarnos a conocer cuáles son los gustos sexuales de nuestros congéneres. A muchos nos sonarán términos como «maduras», «anal» o «corridas», pero necesitaremos estar más especializados para entender qué es «bukkake», «fisting» o «hentai». Y, definitivamente, términos como «cuckold» o «estilo panda» se nos escaparán, a menos que formen parte de nuestras íntimas fantasías. Lo cierto es que el acceso a todas estas modalidades sexuales en formato vídeo es gratuito en un gran número de webs, y con el coste de una conexión a internet podremos satisfacer nuestra curiosidad en pocos minutos. Y ampliar nuestra educación sexual, siempre entendida como saber qué cosas pueden dedicarse a hacer los demás, o uno mismo, con la pareja.

Muchos moralistas claman contra el acceso fácil y gratuito a la pornografía que internet ha hecho posible. Pero su reacción es tan poco nueva como el propio porno, que nos ha acompañado desde el mismo origen del homo sapiens. Posiblemente porque la curiosidad, y el despertar del deseo sexual al final de la infancia, sea algo común a todos nosotros. Las sociedades de raíz judeocristiana han tratado de hacérnoslo olvidar, pero la cultura humana se ha empeñado, desde siempre, en proporcionarse porno.

La manifestación más antigua de que disponemos son las pinturas rupestres, donde los muñecos fálicos o la representación del sexo de la mujer son habituales, como en el «camarín de las vulvas» de la cueva de Tito Bustillo, en Asturias. Si el sentido de esos genitales sueltos se nos escapa por estar aislados, en los grabados, más centrados en escenas, se hace mucho más explícito. En la cueva de los Casares, Guadalajara, los hombres y mujeres paleolíticos dejaron tallados en la piedra de las paredes dibujos inequívocamente sexuales. En uno de ellos una mujer tumbada en el suelo recibe a un hombre, mientras un chamán vestido de mamut ayuda con su colmillo de marfil a la penetración. Puede que no sea un chamán, sino un dios, y que se esté contando un hecho mitológico, pero es innegable que representa un acto sexual. En otros yacimientos paleolíticos de Europa se han hallado escenas similares, e igualmente explícitas, con sexo lésbico, gay, zoofilia, masturbaciones y sexo oral bi y homosexual. Sesudas explicaciones de especialistas nos remiten a cultos a la fertilidad y significados mágicos, pero tal vez deberíamos dejar también espacio a una explicación más banal. Aquellos grabados les ponían, y esa es la función de la pornografía. Animar a la práctica sexual, o aliviar a las personas necesitadas de practicarla con un estímulo a la masturbación.

Egipcios, griegos y romanos son célebres por la presencia de la sexualidad en su vida cotidiana. En cambio la Edad Media suele concebirse como un periodo en que los mandatos de abstinencia y castidad de la Iglesia acabaron con lo sexual. Ese es un relato incompleto. Pocos documentos han dejado tantas evidencias de la imaginación sexual de los cristianos medievales como unos libros elaborados por monjes irlandeses. Son los penitenciales, que se distribuyeron ampliamente por Europa debido a la extensa labor misionera en el continente por parte de la Iglesia de Irlanda. La principal función de estos libros era ayudar a los sacerdotes para que adecuaran la penitencia al pecado cometido. Una labor fundamental para ellos, pues solo imponiendo un castigo justo salvarían las almas del infierno. El penitencial era básicamente un libro de preguntas, porque partía de la base de que el pecador no confesaría motu proprio, y que muchas veces sería tan ignorante como para no saber que estaba cometiendo un pecado.

Así que debemos imaginarnos a los confesores de entre los siglos VI y IX preguntando en la penumbra de una iglesia románica al creyente si «ha comido la menstruación de una mujer»; «practicado sexo con animales de cuatro patas»; «bebido el semen de un hombre»; «dejado que le penetraran analmente o penetrado él mismo por detrás»; «frotado sus genitales con los de otras mujeres» (pregunta dirigida a ellas); «fornicado con una monja»; «practicado el sexo en la posición del perrito»; o «practicado el sexo con tus hijas», entre otros. Son preguntas tomadas directamente de distintos penitenciales, que, no lo olvidemos, están escritos en latín. El pobre sacerdote, supuestamente célibe, tenía que traducirlas, de la manera más explícita posible, para ser bien comprendido, a sus vecinos. Se me hace difícil imaginar que al uno y a los otros no se les pasaran por la cabeza las imágenes de lo que se estaba describiendo. Y si su cura no les abría los ojos con aquello, la enorme preocupación de los penitenciales por el incesto, la zoofilia, el sexo oral y el homosexual, así como por las posturas distintas a la del misionero, hace más que evidente que la vida sexual europea en la Edad Media era bastante variada.

La Iglesia de Roma y su papa, siempre preocupada por una teología unificada, consiguió abolir y quemar en hoguera pública los penitenciales en el siglo IX. Aunque conservó una idea contenida en ellos, la de que la masturbación dejaba ciego. Mientras, los juglares y trovadores, que narraban sus poemas de memoria, dejando escasa presencia de ellos en documentos escritos, continuaron propagando la literatura erótica de forma oral. Y en la Baja Edad Media esa tradición volvió a ponerse por escrito. Los Cuentos de Canterbury, en lengua inglesa, nos hablan de un estudiante de música alojado en casa de un carpintero y, con una imagen muy explícita, nos explican que el día que el joven toca a la mujer de su casero, «ella se retuerce como un potrillo al que están herrando». Otra de las narraciones, la de la comadre de Beth, asegura que «un rabo goloso encaja con una boca laminera (golosona)». La Carajicomedia, escrita en castellano ya al principio del Renacimiento, tiene por protagonista a Diego Fajardo, «con luengos cojones como un incensario», que busca un remedio para su impotencia senil y hace un recorrido por los más famosos prostíbulos de Castilla y sus meretrices, hasta morir agotado de tanto meter. El catalán tiene también su obra cumbre, el Speculum al foder, que podríamos traducir como ‘Manual para joder’. Es un tratado sobre sexología que no atiende únicamente lo pornográfico, sino que da consejos sobre prácticas de higiene —es un decir—, y sobre cómo aumentar el deseo sexual con afrodisíacos. Nos habla de la existencia de consoladores de cuero rellenos de algodón, habituales entre las mujeres, y de la importancia de las caricias previas para excitar a la pareja. «A la mujer (…) que el hombre le haga cinco cosas: besarla, sobarla, pellizcarla, estrecharla y herirla con las manos. (…) Debe besarla en la boca, las mejillas, los pechos, las piernas y el vientre». El autor añade además una serie de posturas para hacer el amor, explicando que la más frecuente es la del misionero, pero con la mujer levantando las piernas y enlazando con ellas al hombre. Propone hacerlo en cuclillas, de lado, en pie, a lo perrito, y así hasta treinta y dos variantes posturales.

Las instituciones religiosas tardaron muchos siglos en someter al pueblo a su moral. Y la pornografía siguió acompañando a los europeos, con suficientes variedades como para generar abundante tráfico hacia un portal porno de nuestros días. Cuando llegó el Renacimiento la revolución pictórica plasmó por primera vez imágenes mitológicas, elaborada excusa para pintar mujeres y hombres desnudos. Podemos acercarnos a ese arte con muy eruditas intenciones, pero seríamos unos cínicos si no comprendiéramos que a sus contemporáneos les excitaba bastante. Si no, pregúntense por qué las figuras de la Capilla Sixtina estuvieron originalmente desnudas, y un papa mandó taparlas con telas tras la muerte de su autor, Miguel Ángel Buonarroti. Tampoco caigamos en la confusión, tales pinturas eran para unos pocos obispos, cardenales, papas, y para los nobles en sus palacios. El pueblo común no tenía acceso a la imaginería porno, aunque se conformaba con los versos eróticos.

Muchos de los que han oído hablar del Decamerón de Boccaccio no saben nada de Pietro Aretino, el gran pornógrafo renacentista. Sus obras han circulado bajo cuerda en las bibliotecas privadas de toda Europa y, si me permiten decirlo, siguen siendo divertidas y excitantes. La más conocida de ellas, La cortesana, es una burla de El cortesano, de Baldassarre Castiglione, best seller de su tiempo y manual de buenas maneras para aquellos que quisieran seguir una carrera en la corte, esto es, entre los reyes o nobles. Si Castiglione hace hablar a nobles personajes, Aretino emplea a dos prostitutas, que conversan sobre sus pasadas glorias, mientras una instruye a la otra en cómo introducir a su propia hija en el oficio. Para hacernos una idea, el libro abre con la protagonista siendo novicia y viendo por una rendija al abad enredado en una orgía con jovencitos. Su calentón es tal ante la escena que usa para masturbarse unos consoladores de cristal veneciano, los cuales rellena con su orina para que no estén tan fríos. Y así todo el libro.

Más interesante por su repercusión son Los modos, del mismo autor, un conjunto de dieciséis poemas ilustrados con penetraciones explícitas en dieciséis posturas diferentes. Es el primer libro impreso de carácter pornográfico conocido, y el primero que iba a poner en manos de la gente común las imágenes de la pintura reservadas a los ricos. Sus grabados estaban hechos por un discípulo de Rafael de Urbino, y los poemas de Aretino no dejaban dudas sobre el contenido: «Deprisa, a follar, vamos a follar, amor mío / que para follar todos hemos nacido; / que si tú adoras la verga, yo amo el higo: / y sin esto, el mundo al carajo hubiera ido». La edición fue secuestrada, el impresor encarcelado, aunque Aretino consiguió librarle, y Giulio Romano (el autor de las ilustraciones) se refugió definitivamente en Mantua; al poeta acabarían tratando de asesinarlo por orden del secretario papal. No se conservan las imágenes originales, sí algunos fragmentos atribuidos, y supuestas copias realizadas por otros autores.

No hay constancia de volviera a haber otro intento tan claro de imprimir la pornografía en imágenes. Posiblemente porque el movimiento de la Contrarreforma consiguió dar más poder a la Inquisición en los países católicos, dado el interés de monarcas como Felipe II por parar al protestantismo. Es una época donde la Carajicomedia o el Speculum al foder lo hubieran tenido mucho más difícil para salir a la luz. A cambio, muchas historias eróticas circularon en hojas sueltas, anónimas, pegadas en las paredes, y aprendidas de memoria para transmitirlas en las tabernas.

Claro que también había autores que no se iban a asustar por la amenaza de las llamas. Francisco Delicado, clérigo español ubicado en Roma, nos hace en La lozana andaluza el mejor retrato de la prostitución en Roma en tiempos de Aretino y del papa Clemente VII. Explica todos los modos que usan las meretrices para ganar dinero con sus clientes y la forma de ejercer su oficio según la categoría. Las más tiradas son las muralleras, mujeres viejas o desfiguradas que rondan la muralla de noche y son tomadas desde atrás para no ver su cara horrible, aunque a cambio son la opción más barata. En un precio medio están las «chicas de la candela», que encienden una vela detrás de la ventana de su cuarto para avisar al paseante de que allí hay una libre. Y en lo más alto las que tienen casa propia, joyas, una mascota que suele ser un mono o un ave exótica, reservadas a hombres ricos. En la novela, Lozana, la protagonista, después de haber probado casi todas las variantes, y Rampín, su chulo, acabarán huyendo a Venecia antes del Saco de Roma, esa destrucción de la ciudad por las tropas de Carlos V. Comidos, eso sí, por la sífilis.

Ni siquiera los grandes herederos de Torquemada hicieron temblar a nuestros grandes poetas del Siglo de Oro. Con su habilidad para manejar los pies métricos, y ese lenguaje clásico del XVI-XVII, nos dejaron testimonios sobre cómo dos damas se amaron usando un consolador que incluía tiras de cuero para atarlo a la cintura. Los criados jóvenes se acostaban con sus señoras, y las jóvenes solteras buscaban consuelo en los frailes confesores, que tenían fama de calzar buena talla. Había defensores en verso de las gordas, y otros de las delgadas, y otros más que preferían a las maduras —hoy llamadas MILF—: «yo, para mí más quiero una matrona / que con mil artificios se remoza / y, por gozar de aquel que la retoza, / una noche de la hora no perdona». Todos son anónimos, pero no es difícil encontrar los rasgos del culteranismo de Góngora, del conceptismo de Quevedo, y tampoco identificar la maestría de Lope de Vega. Así que, ya ven, no todo fue el Quijote y su Cervantes, autor por lo demás bastante pacato en cuanto a sexo se refiere. La culpa de que pensemos así es de la mojigatería de nuestros académicos, que nunca se han atrevido a desvelarnos que nuestros escritores eran, además de lo demás, unos cachondos.

Nuestro país renegó de los clásicos del Siglo de Oro en el XVIII, pero no de lo pornográfico. Y uso este término separándolo del erotismo, porque el porno es bien explícito. Así lo es Samaniego, el famoso autor de «La zorra y las uvas», en su divertido Jardín de Venus. En esa obra el fabulista explota a menudo la realidad de que los pobres solo tenían una cama, y un hombre casado que duerme con su madre, su mujer y sus dos cuñadas, acaba catándolas a todas, mientras muchos niños se descalabran al caer de la cama por los empellones de su padre a su madre. Los muchachos cortan el pene monstruoso de un soldado, y lo inflan soplando por broma, rellenándolo de un canuto de metal, hasta que acaba en manos de una vieja, admirada de su tamaño. Un viajero se traslada al país de Siempre-mete, donde, por no poder hacer el amor más de trece veces seguidas, es sodomizado a placer por tres negros. Hay incluso hombres que se masturban en las iglesias oyendo el Cantar de los Cantares. Fábulas eróticas del fabulista por excelencia, y sin moraleja.

El otro gran autor del XVIII, Leandro Fernández de Moratín, escribió en verso un Arte de las putas que es un auténtico ataque contra los puritanos. De forma sesuda, pero ágil y amena, explica que es imposible que el hombre no tenga poluciones nocturnas, y juzga muy necesario que existan las prostitutas para calmarle, a costa de que, si no, todas las mujeres honestas acabarán deshonradas. Y para dar más razón a sus argumentos cita la Biblia, refiriéndose a la mulata Agar, que reverdeció el deseo sexual de Abraham, y a Loth, que hizo nietos en sus hijas.

La pornografía siguió acompañando la cultura durante los siglos XIX y XX, el momento de mayor influencia, pues lo erótico y lo sexual fueron ganando la batalla al puritanismo. De hecho, el mayor revolucionario fue un inglés de la Inglaterra victoriana que, además de ser de los pocos infieles que ha entrado en la Kaaba de La Meca, tradujo al inglés el Kama-sutra, generando luxaciones lumbares hasta nuestros días. Sin duda, la revolución sexual y la liberación de la mujer a partir de la década de 1960 facilitaron la paulatina existencia de revistas pornográficas, primero, y producciones cinematográficas, después, hasta que porno e internet se hicieron prácticamente sinónimos. Nunca en la historia de la humanidad el acceso había sido tan fácil y la variedad tan grande como en nuestros días. Pero eso no significa que el porno no haya sido siempre parte de nuestra cultura, prohibido o no, porque nada que sea tan humano como el deseo sexual puede dejar de formar parte de nosotros.

miércoles, 24 de enero de 2018

Diario de jefatura: la realidad y el deseo.


Ella era boba, él también. Se sentaban juntos, felices, cerca de la pizarra. Él era miope, ella también. Los dos sabían besar como en las películas, incluso mejor. Se esperaban a salir de clase. Dentro no se atrevían. Él era bobo, ella también. Y felices. Cuando nadie los veía se arrimaban a la pared del gimnasio y se apretaban fuerte. En invierno, para arroparse; en verano no sabían por qué. Ella era boba, él también, y miopes, y adolescentes. Se querían. O eso parecía. Él no le decía nada a ella. Ella a él, tampoco. Solo sonreían antes de besarse, enrojecían y juntaban los labios y los cuerpos. No había por qué hablar. Cuando sonaba el timbre, esperaban a que el profesor abandonara el aula y se cogían de la mano. Sin decirse nada. Por naturaleza, como la gata que muerde a su cría en el pescuezo para cambiar de madriguera. Ella era boba, y feliz. Él era bobo, y feliz. Su comportamiento era ejemplar y eso les daba el aprobado porque él era bobo y callado, y ella también. El amor les ofrecía su recompensa no solo en la pared del gimnasio, sino también en el boletín de notas. Aprendieron a callar, a mirarse, a tocarse, a observar con arrobo la pizarra pensando en el timbre del recreo o en el de salida. Aprendieron que el deseo era incluso mejor que la realidad. Comprendieron a Cernuda, comprendieron a las nubes. Comprendieron. Y él, cada día, era menos bobo; y ella, cada día, era menos boba. La espera y el amor les arrancaron la bobería. Y nadie reparó en esa vieja metodología educativa que libraba a los bobos de su bobería. Ningún pedagogo, ningún profesor; ni siquiera ningún inspector registró la proeza. No los vieron, no vieron su bobería. Y cuando despertaron de ella, tampoco vieron su proeza, ni el deseo, ni las nubes. Andaban cabizbajos, con botellas y carteras en las manos. Con los ojos muertos en la papelera.       

martes, 23 de enero de 2018

"Elegantia iuris" por Yolanda Gándara



Hay belleza en el lenguaje del delito. La elegancia de la semántica arcaica proporciona a los términos legales una estética que nos puede pasar desapercibida por la reincidencia con la que nos hemos acostumbrado a oírlos. Habituados a comer con el cohecho y cenar con la malversación, tal vez no reparemos en la armonía de estas palabras. Si nos detenemos a observarlas en su forma, despojadas de su significado y aplicación jurídica, descubrimos la poesía del léxico del delito.

Cohecho es —presuntamente— una preciosa alegoría relacionada con el cultivo. Dice Covarruvias que «según algunos la palabra cohecho es castellana y metafórica, porque cohechar se dice propiamente aderezar el labrador la tierra, ararla y cavarla, y disponerla con esto, y con estercolarla y regarla, si puede, para que le dé fruto». El sentido recto de cohechar pervive en nuestros días con el significado de «Alzar el barbecho, o dar a la tierra la última vuelta antes de sembrar», según el Diccionario de la Real Academia; una imagen que remite, sea cierto o no el origen metafórico, a la aplicación en las labores de corruptela: abonar el terreno para recolectar. Cohechar para cosechar. En el sentido fraudulento forma parte desde antiguo de nuestra literatura. Cervantes da cuenta de su fama y difusión entre los coetáneos de Don Quijote:

Sancho amigo, la ínsula que yo os he prometido no es movible ni fugitiva: raíces tiene tan hondas, echadas en los abismos de la tierra, que no la arrancarán ni mudarán de donde está a tres tirones; y pues vos sabéis que sé yo que no hay ninguno género de oficio destos de mayor cuantía que no se granjee con alguna suerte de cohecho, cuál más, cuál menos, el que yo quiero llevar por este gobierno es que vais con vuestro señor don Quijote a dar cima y cabo a esta memorable aventura.

Según Corominas, también tenemos un referente agrícola en el término prevaricación, que proviene del latín praevaricari, «hacer guiñadas el arado», es decir, torcerse al hacer los surcos. El Diccionario de Autoridades recoge una acepción no punible de prevaricar, lamentablemente ya en desuso, que dice así: «Significa también trastocar, o invertir y confundir el orden y disposición de alguna cosa, colocándola fuera del lugar que le corresponde. Lat. Pervertere». La prevaricación de Adán es el primer pecado o, podríamos decir, el delito original. Cervantes usa el término prevaricador en el Quijote en dos ocasiones. Una de ellas cuando el hidalgo acusa a Sancho de «prevaricador del buen lenguaje».

Fiscal has de decir, dijo Don Quijote, que no friscal, prevaricador del buen lenguaje, que Dios te confunda.

La idea de conducirse de mala forma o llevar a otros por el mal camino (o de desviar caudales que no sean de agua) es compartida por muchos términos del campo semántico de la corrupción, aportando matices gráficos en su composición. Este mismo sentido general que implica no obrar de forma recta lo comprende malversar, que puede parecer un verbo creado en un duelo de raperos acusándose de hacer malas rimas, si nos abstraemos de su mala reputación. De la mala reputación del término, no de la de los raperos. La malversación no es tan añeja como el cohecho o la prevaricación y su etimología, en principio, es diáfana; pero su frescura no debería suponer un obstáculo para reparar en su cadencia y su reminiscencia lírica.

Sobornar deriva del verbo ornare (adornar, arreglar) con el prefijo sub-, que viene a significar preparar a alguien de forma oculta, por debajo, para obtener un beneficio. Con soborno volvemos a la imagen laboriosa de su sinónimo cohecho pero con una figura más cálida, cercana y sonora.

Si hay una expresión tremenda, imponente, magnífica, digna de ser pronunciada por Pedro Piqueras, esa es la de lesa humanidad. Un concepto amplio que conserva vivo el uso derivado de laesus (dañado, ofendido) junto al resistente ileso, sa de la lengua común.

Pérdidas irreparables para el lexicón de la malfechoría son los delitos de alcahuetería y lenocinio o el no menos hermoso de baratería, similar al cohecho o el soborno y de dudosa etimología en la que es difícil delimitar si barato con el sentido de «bajo precio» es previo o posterior al de «engaño». En el capítulo XLV del Quijote podemos conjeturar sobre el significado de Barataria como un lugar fraudulento, si bien es cierto que dar barato también significaba «dar propina» y con ese sentido lo utiliza Cervantes en otros pasajes.

Diéronle a entender que se llamaba «la ínsula Barataria», o ya porque el lugar se llamaba «Baratario» o ya por el barato con que se le había dado el gobierno.

Sirva esta intromisión en la intimidad de las voces delictivas como defensa de su honor y de su imagen. En la mía propia, en prevención de ser acusada de apología, aporto como prueba exculpatoria uno de los pasajes más populares y hermosos de la obra de Cervantes y hago mías las palabras de Don Quijote.

La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.

sábado, 20 de enero de 2018

"El club de los mentirosos" de Mary Karr


Algunos de los pocos fragmentos que he leído con verdadero interés de este libro y no precisamente por su valor literario, sino por las peculiaridades del sistema educativo americano. Esta moda insulsa de la autobiografía maldita se me atraganta cada vez más. Es evidente que hay que confiar poco en las listas de libros recomendados por los periódicos "serios" (demasiados intereses):

"En Texas, además, una pandilla de chavales de cuarto sin vigilancia habría puesto los pupitres del revés, escrito palabrotas en la pizarra, prendido fogatas en las papeleras, escogido a un cabeza de turco al que martirizar. Aun así la maestra salió al pasillo disimuladamente y nos dejó solos sin dedicarnos más que una breve mirada."

"La mayoría de mis compañeros se echaba sobre los cuadernos e intentaba dormir. Un niño evaluaba la calidad de la jornada durmiéndose encima de un papel milimetrado. Luego trazaba un círculo alrededor de la mancha de baba que había quedado y comparaba el tamaño y la forma con la mancha del día anterior."

"El absurdo sistema se basaba en ir pasando de nivel sin ningún tipo de supervisión. Incluso tenías que corregirte tú mismo los exámenes. El monitor (una alumna) te pasaba la clave con las respuestas y un lápiz rojo para señalar los errores."

"La masturbación a través de la historia" por Carlos Suasnavas


"La ciudad de Mileto para esa fecha, se había hecho famosa en todo el Mediterráneo debido al cuero con el que confeccionaban sus consoladores. Tanto así, que Lisístrata, la heroína de la obra homónima de Aristófanes, era una mujer se quejaba amargamente de la escasez de dildos..."

En la actualidad el onanismo o masturbación sigue siendo visto como un tabú y tachado como actividad vergonzante, pero no siempre fue así. En la Antigüedad era un acto común, personal y privado (la mayoría de veces), pero jamás denigrante ni prohibido por ninguna ley. No está muy claro desde cuando empezó a ser condenada y vista como algo perverso y amoral, pero de lo que si estamos seguros, es que gran parte de la culpa fue de la Iglesia.
Los mitos más antiguos de la Mesopotamia y Egipto hablan del dios Apsu, que nació del océano primigenio, creándose a sí mismo mediante masturbación, saliva y lágrimas, y de esa forma dio vida a la Vía Láctea. Por eso no es nada raro que las reinas egipcias fueran enterradas hace más de cuatro mil años con todos los objetos que necesitarían en el más allá, principalmente ropa, peines y sus dildos (también llamados consoladores).
Aunque sólo el rígido código de los espartanos condenaba la masturbación, el resto de griegos la consideraba un don de los dioses puesto que el dios Hermes le enseñó a su hijo Pan, más conocido como Fauno, a masturbarse para aguantar el desdeño de la ninfa Eco. El Fauno aprendió bien la lección, superó su dolor y transmitió la enseñanza a los primeros pastores de la Arcadia griega.
La masturbación era común en hombres y mujeres, pero es importante destacar que, por más que haya sido un obsequio de los dioses, era considerada una actividad privada y muy personal, aunque como toda regla tenía su excepción. Por ejemplo, el filósofo Diógenes se levantaba la toga y se masturbaba frente al público en el ágora. Obviamente el pueblo se sorprendía y las chicas -unas más, unas menos- se sonrojaban. Diógenes trataba de enseñar que todas las actividades humanas merecen ser hechas en público, que ninguna de ellas es tan vergonzosa como para requerir privacidad. De todas formas, aunque innovadora y audaz en todo sentido su propuesta, sus contemporáneos no estuvieron de acuerdo y no fue secundada.
El famoso médico griego Galeno sostenía que la retención de semen en el organismo era peligrosa y causante de mala salud. Citaba al mismo Diógenes como ejemplo de una persona culta, que practicaba el sexo y también se masturbaba para evitar los riesgos de la retención.
Los dramaturgos también mencionaban los consoladores en sus comedias, mientras los artesanos los representaban en sus jarras y cuencos. La ciudad de Mileto para esa fecha, se había hecho famosa en todo el Mediterráneo debido el cuero con el que confeccionaban sus consoladores. Tanto así, que Lisístrata, la heroína de la obra homónima de Aristófanes, se quejaba tristemente de la escasez de dildos:

“Y ni siquiera de los amantes ha quedado ni una chispa, pues desde que los milesios nos traicionaron, no he visto ni un solo consolador de cuero de ocho dedos de largo que nos sirviera de alivio «cueril». Así que, si yo encontrara la manera, ¿querríais poner fin a la guerra con mi ayuda?”

Para quienes no lo saben, Lisístrata es una comedia que narra la historia de un grupo de mujeres que decidieron suspender las relaciones sexuales con sus maridos, hasta que estos pusieran fin a la interminable guerra entre Atenas y Esparta. Para cumplir su objetivo, echan de menos los buenos consoladores de Mileto confeccionados con piel de perro, si, de perro. Es una buena comedia, pueden descargarla aquí.
Hay algo que es importante señalar, y es que la masturbación entre los hombres griegos adultos, también era vista como un signo de pobreza, ya que cuando tenían dinero preferían pagar a una trabajadora sexual.
Bueno, continuando con el curso de la historia, la masturbación cayó en desgracia en Europa con el inicio del cristianismo, pero lo curioso es que la Biblia no hace mención alguna sobre la masturbación. A pesar de eso, los primeros padres de la Iglesia se oponían a esta práctica del mismo modo que a cualquier tipo de sexo no reproductivo. Por ejemplo, Augustine de Hipona (350–430 d.C), un obispo influyente de los primeros años de la Iglesia cristiana, enseñaba que la masturbación y otras formas de relaciones sin penetración eran pecados peores que la fornicación, la violación, el incesto o el adulterio. Sostenía que la masturbación y otras actividades sexuales no reproductivas eran pecados "antinaturales" porque eran anticonceptivos. Como la fornicación, la violación, el incesto y el adulterio podían conducir al embarazo, eran pecados "naturales" y por lo tanto muchos menos graves que los pecados "antinaturales". De esta manera y desde esta fecha, la masturbación fue considerada como un pecado más grave que una violación o el incesto.
La condena de Agustín de Hipona a la masturbación como pecado antinatural fue aceptada por toda la Iglesia durante la Edad Media y restablecida en el Siglo XIII por Santo Tomás de Aquino en su Summa Theologica.
La historia bíblica de Onan, citada frecuentemente como un texto en contra de la masturbación, en realidad se refiere al pecado que cometió Onan al negarse a obedecer el mandamiento de Dios de fecundar a su cuñada viuda. Onan copuló con ella pero se retiró antes de eyacular y "derramó su simiente" fuera del cuerpo de la mujer, o sea realizó un común y silvestre coitus interruptus. La Ley de Moisés dictaba que cualquier persona que derramase su semen en tierra infértil lo estaba haciendo en el lugar incorrecto. En el siglo XVI Martín Lutero confunde aquel interruptus con "palma de la mano", y con eso contribuye a aumentar el estigma que ya llevaba.
Para el Siglo XV, el teólogo Jean Gerson en su modelo penitencial De Confessione Mollities, aleccionaba a los sacerdotes sobre cómo inducir a las mujeres y a los hombres a confesar "ese detestable pecado". Gerson sugería guiarlos con una inocente pregunta así: "Amigo, ¿recuerda haber tenido el pene erecto durante su niñez, alrededor de los 10 o 12 años?" Luego, sugería pasar a preguntarle directamente al penitente si se había tocado o eyaculado.
Los manuales de penitencias también especificaban las sanciones correspondientes, que, hay que decirlo, eran relativamente leves en comparación a otras penas. Generalmente fluctuaban en el rango de los treinta días de oraciones especiales y ayuno. Vamos, una bagatela.
A fines del siglo XVI, el científico Gabriello Fallopio les enseñaba a los varones a tirar de sus penes de forma enérgica y frecuentemente para estirarlo, fortalecerlo y de este modo aumentar su potencia de procreación, pero sus teorías igual fueron repudiadas por la iglesia.
En el siglo XVIII hace su aparición el nefasto médico Samuel August Tissot, con un libro publicado en 1760 que debió haber sido quemado. De ese panfleto se editaron cientos de ediciones que fueron leídas desde Voltaire y Rousseau hasta los fundadores de los Estados Unidos, en el que se difundían los más horripilantes mitos acerca de la masturbación y del síndrome "post-masturbatorio". Europa y Norteamérica se empaparon de las advertencias que hacía Tissot sobre la masturbación y curiosamente fue publicado hasta bien entrado el siglo XX, logrando crear un temor casi universal. En su tratado Tissot ilustra una anécdota de un hombre, que según el autor, había recibido tratamiento tardío para la terrorífica enfermedad:

". . . fui a su hogar y lo que encontré era más un cadáver que un ser vivo yaciendo sobre heno, escuálido, pálido, exudando un hedor nauseabundo, casi incapaz de moverse. De su nariz fluía agua sanguinolenta, babeaba constantemente, sufría ataques de diarrea y defecaba en su lecho sin notarlo, había un flujo constante de semen, sus ojos, saltones, borrosos y sin brillo habían perdido toda capacidad de movimiento, su pulso era extremadamente débil y acelerado, su respiración era dificultosa, estaba totalmente emaciado, salvo en los pies que mostraban signos de edema.
"El trastorno mental era igualmente evidente, no tenía ideas ni memoria, era incapaz de conectar dos oraciones, no tenía capacidad de reflexión, sin temor por su destino, falto de todo sentimiento salvo el de dolor que volvía por lo menos cada tres días con cada nuevo ataque. Esto lo hundía al nivel de una bestia, un espectáculo de horror inimaginable, era difícil de creer que alguna vez había pertenecido a la raza humana. Murió varias semanas después, en junio de 1757 con todo su cuerpo cubierto de edemas.
"Los problemas que experimentan las mujeres son tan explicables como los de los hombres. Como los humores que pierden son menos preciosos, menos perfectos que el esperma masculino, no se debilitan tan rápidamente; pero cuando se entregan excesivamente, por ser su sistema nervioso más débil y naturalmente con mayor inclinación a los espasmos, los problemas son más violentos."

Así se representaba la agonía de un hombre aquejado del mal de la masturbación
También en la época victoriana se vio a la masturbación casi como la raíz de muchos de los problemas del mundo. Varios libros de medicina del siglo XIX describen como secuelas directas de la masturbación el aletargamiento, locura pasiva y la inevitable pérdida del cabello. Imagínense la mala fama que se llevaba un pobre calvo inglés. Algunos textos incluso la consideraban una práctica potencialmente mortal. "En mi opinión", escribió el Dr. Reveillè , "ni la peste ni la guerra han tenido efectos tan desastrosos para la humanidad, como el miserable hábito de la masturbación". Empezó entonces una lucrativa oleada de tratamientos para esta “enfermedad”, llevando a los curanderos hasta los Estados Unidos. Se patentaron dispositivos insólitos para evitar las erecciones nocturnas no deseadas.
Igual, en esta misma época se presentó un curioso fenómeno: los médicos solían combatir la histeria femenina acariciando manualmente el clítoris de las pacientes hasta que pudieran alcanzar el orgasmo, que en esa época era conocido como paroxismo histérico, puesto que consideraban que el deseo sexual femenino reprimido era una enfermedad. Increíblemente esta costumbre dio origen al nacimiento de los vibradores ya que los médicos se cansaban de manipular manualmente "tantos clítoris".
Ya a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, aparece Sigmund Freud y reconoce que la masturbación podía tener efectos beneficiosos como como aliviar el estrés y evitar las enfermedades de transmisión sexual, sin embargo advertía que la masturbación podía causar trastornos neuróticos, especialmente neurastenia.
El siglo XX fue avanzando y con el los conocimientos médicos (fisiológicos y psicológicos). Los expertos comenzaron a descartar los argumentos de que la masturbación causaba trastornos físicos, no obstante, muchos seguían manteniendo la creencia de que la masturbación era la consecuencia o conducía a trastornos mentales. En 1930, por ejemplo, el sexólogo Walter Gallichan, advertía que la masturbación en las mujeres era la causante de la apatía y frialdad femenina, que "sus gratificaciones solitarias opacaban su sensibilidad para el coito matrimonial".
A mediados de siglo el estigma contra la masturbación seguía siendo todavía muy fuerte. Los estudios demostraban que nueve de cada diez niños a los que se los encontraba masturbándose eran severamente amenazados, castigados y aterrorizados con el argumento de que se volverían locos o ciegos, o que les iban a cortar el pene o a coser la vagina. Un 82% de los alumnos de primer año de la universidad, todavía creían que la masturbación era peligrosa.
Tuvo que llegar Alfred Kinsey (junto a un grupo de colegas) y publicar los resultados de más de 15 años de investigaciones sobre la conducta sexual humana. Una de las contribuciones más importantes de ese trabajo fue precisamente considerar a la masturbación como algo normal y debilitar el estigma que la rodeaba. Los resultados eran reveladores: el 97% de los hombres y el 62% de las mujeres se habían masturbado alguna vez en su vida y habían alcanzado el orgasmo.
Es curioso. Los hombres, la sociedad, podían aceptar el informe de Kinsey sobre las actividades sexuales masculinas, pero no podían aceptar “la dura realidad” de las conductas sexuales de las mujeres norteamericanas. Fue como un shock, como un balde de agua fría al machismo, el enterarse (o que les dijeran en la cara) que una mujer podía masturbarse, tener orgasmos, tener sexo antes y fuera del matrimonio o con otras mujeres. La iglesia levantó su voz de protesta en todo el país. Sin ni siquiera echar un vistazo o leer el trabajo de Kinsey, el entonces carismático religioso Billy Graham escribió: “Es imposible estimar el daño que va a causar este libro a la ya deteriorada moral norteamericana". El remezón fue tal, que hasta un Senador (como siempre, McCarthy) denunció al trabajo de Kinsey como parte de la conspiración comunista. En todo el país, personas con el apellido Kinsey publicaban avisos en los diarios para aclarar que no estaban relacionadas con el autor. Finalmente y a causa del furor provocado, la Fundación Rockefeller retiró su apoyo al trabajo de investigación de Kinsey, pero ya era muy tarde, la sociedad (al menos el mundo occidental) se había despojado de los tabúes sexuales.
Los estudios llevados a cabo después de la muerte de Kinsey confirmaron sus conclusiones. Para la década de los 70, el 84% de estudiantes universitarios ya no creía que la masturbación les causara inestabilidad emocional o mental, el mito había caído. Aún así, en diciembre de 1994, en una conferencia sobre el SIDA patrocinada por la ONU, la entonces jefa del Servicio de Salud Pública de los Estados Unidos, doctora Joycelyn Elders, dijo que tal vez la masturbación debería ser enseñada en las escuelas, como una parte de los programas educativos escolares sobre sexualidad. Por estas declaraciones el presidente Bill Clinton le pidió que renunciara al cargo, cosa que no hizo. Finalmente, fue cesada.
A pesar de que la ciencia hace algunas décadas comenzó a tratar a la masturbación como una conducta normal, hasta ahora las más prominentes instituciones religiosas se han negado a reevaluar los principios sexuales que las rigen desde hace más de quince siglos.

domingo, 14 de enero de 2018

"La fecundidad de lo mundano, o cómo Proust inspiró a Sorrentino" por Andrés Galán


Ahora que se acaba de estrenar la nueva serie de Paolo Sorrentino (The Young Pope, 2016) muchos somos los que ante el abismo inicial que, por norma general, abren las películas del director italiano, hemos sentido la necesidad de recurrir a comparativas inútiles que sirvan de asidero a la hora de emitir un juicio acerca de lo visto y oído. Pero las películas de Sorrentino, ya sea por su condición de obra de arte cerrada y misteriosa, ya sea por su condición de fraude mayor (esto depende del talante del espectador), aparecen refractarias a la taxonomía. El espectador que se enfrenta a The Young Pope está perdido y, a todas luces, esa confusión probablemente provenga de la incapacidad del espectador para emitir con ligereza el postrero juicio de gusto. Por eso, lo habitual entre algunos aficionados al cine es recurrir a la que hasta hoy, es la película más célebre del director (La Grande Bellezza, 2013), en lo que se muestra como un perezoso ejercicio de odiosas comparaciones. Aquella, aunque repleta de símbolos y misterios, consiguió una unanimidad de la que, hasta donde sabemos, la serie todavía no goza.

Gep Gambardella, el flâneur protagonista de La Gran Belleza, tenía mucho de personaje proustiano. De hecho, si en algo se asemejaba al autor de Á la recherche du temps perdu era en la querencia que éste mostraba por la mundanidad. Me explico: Marcel Proust fue durante la mayor parte de su vida un derrochador. Un especialista en perder el tiempo. Casi todos los biógrafos coinciden en describir al novelista como un individuo de existencia banal, aficionado al chisme y la fiesta de sociedad. Proust es un joven de familia pudiente (a decir verdad la madre del escritor era inmensamente rica) que no tiene que preocuparse por el sustento ni por el qué será de mí. De hecho, el escritor dilapida la juventud entre eventos ceremoniosos en el Ritz cuando no deambulando por salones de Pasos Perdidos. Conoce y es ampliamente conocido por casi todas las princesas de París, a quienes obsequia con halagos y ostentosos ramos de flores. Gambardella, que también lleva años coqueteando con la rancia y decadente aristocracia romana, tiene el privilegio de pasearse por los palacios nocturnos de la ciudad eterna gracias a este talento innato para la zalamería y la palmadita en la espalda. Sin embargo, y a diferencia de Gambardella, el embrujo desplegado por el joven Proust no es, en el fondo, otra cosa que una capacidad desarrollada a fuerza de necesidad. La débil salud que lo acompaña hasta el final de su vida, hace que el escritor adquiera no pocas habilidades en el arte del saber estar.

Como enfermo crónico que es, lo único que puede hacer un burgués sin oficio ni beneficio del calibre de Proust, es zascandilear y reverenciar. Y sin embargo, muchos nobles de jeta arrugada y traje impecable se preguntarán todavía quién demonios es el jovencito pomposo y amanerado, no demasiado agraciado, que aparece todas las noches en las fiestas de esta aristocracia crepuscular. André Gide reconocerá años más tarde que rechazó el primer manuscrito de En busca del tiempo perdido en parte, por la mala impresión que le había causado Proust durante aquellos años. Nadie sabe, empero, que la enfermedad que padece este niño de papá, expresada en los constantes ataques de asma que le desgarran el pecho desde la niñez, lo ha empujado a desarrollar un extraordinario talento para la observación. Y es que un rasgo fundamental lo diferencia del resto de millonarios que cada noche bostezan víctimas del taedium vitae; de madrugada, y ante la imposibilidad de conciliar el sueño, Proust rellena cuartillas enteras en las que apunta todo lo visto y oído. Sin saberlo, está dando forma a la gran obra sobre la Nada que Gambardella siempre quiso escribir. Pero a principios del siglo pasado, todavía se ignora la influencia que Proust va a ejercer en la literatura y el pensamiento filosófico posterior. Deleuze y Adorno dedicarán varios ensayos a esas cuartillas garabateadas que se amontonan rápidamente en la habitación del Boulevard Haussman donde Proust se recluye durante los últimos años para dar forma a la catedral literaria por la que hoy es recordado. La transformación es total. De pronto, el que antes fuese considerado el gran vividor, el niño mimado de papá, artista mayor en el arte de la procrastinación, se convierte de la noche a la mañana, y dominado por un espíritu de fuego, en el novelista francés más importante (con permiso de Céline) del siglo XX.

No hay nada que hacer contra quien adopta este giro copernicano de la literatura. El rey de los mundanos exprime al máximo el poco tiempo que le queda y, poseído por un atávico espíritu de la creación, ordena a su ama de llaves cubrir las paredes de corcho a fin de no ser distraído de la gran empresa que lo convertirá en inmortal. Atrás quedan ya las fiestas y el pavoneo ridículo. Atrás quedan los escarceos homosexuales con chaperos inmundos del centro de París y el coqueteo con princesas venidas a menos. Marcel Proust, el famoso rey de los mundanos, acaba de meterse en la cama, salvoconducto que lo situará en el olimpo más alto del arte; en el panteón de los divinos artistas. Desde allí ordenará y dará forma a las miles de notas recogidas durante estos años de mundanidad. En busca del tiempo perdido es, en parte, un retrato de la trasnochada aristocracia parisina, pero no solamente eso. Por sus páginas, salpicadas de una ya célebre prosa serpenteante y acróbata (en el colegio, el joven Proust solo destacó en Lengua, donde sus redacciones llamaban la atención por las largas oraciones), se despliega todo un aprendizaje constituido a partir de la interpretación de los signos. Así, al menos, lo considera el filósofo francés Gilles Deleuze, para quien el texto proustiano se revela como un aprendizaje consistente en “interrogar vivamente los signos”.

¿Pero qué quiere decir Deleuze con “interrogar a los signos”? En Por el camino de Swann, primero de los libros de Á la recherche… su protagonista inicia un amplio recorrido por las contradicciones, ambigüedades y decepciones del cortejo amoroso. Este camino por el que Swann irá entretejiendo las ideas que, acerca del amor, tendrá el hombre de madurez, es un sendero que aparece salpicado de signos codificados. La vida se manifiesta más o menos de este modo, y, en cierto sentido, todos somos un poco Swann cuando de lo que se trata es de desgranar el significado de determinados gestos o acontecimientos. El enigma del mundo aparecerá encarnado en el personaje de Odette, la cocotte de quien Swann se enamora. Decía el filósofo Arthur Schopenhauer que los primeros cuarenta años dan el texto, los siguientes treinta: el comentario. En el caso de Swann, la relación que éste establece con Odette, construida a partir de desavenencias, desaires y falsas promesas, es como ese intrincado texto de bachillerato ante el cual el alumno poco habituado a la lectura está inerme. Mediante este aprendizaje de los personajes, convertidos de sujetos ingenuos a intérpretes por necesidad, Proust va elaborando un bellísimo y profundo texto donde la forma y el contenido se funden para solidificar en obra de arte.

¡Quién iba a sospechar que aquel medio judío, tan elegante como insulso, el cual casi se deja matar en duelo tras unas acusaciones de homosexualidad, estaba gestando la que sería una de las obras literarias más importantes del siglo XX! ¡Cómo el genio artístico puede alojarse en individuos tan remotos! ¿Acaso era Proust un snob o, del mismo modo que Gep Gambardella, solo asistía a las fiestas de sociedad empujado por una misteriosa morbosidad? La misma morbosidad que lo lleva a no perder detalle de todo lo que acontece entre bastidores; los signos ¡otra vez los signos! La diferencia entre Gambardella y Proust es direccional. Mientras el primero escribe su gran novela durante la juventud para después perderse en el decrépito pero hermoso territorio de la mundanidad, Proust malgasta los primeros treinta años de su malograda existencia para después comenzar el comentario al que hacía referencia Schopenhauer. Pero el escritor francés sabe que no dispone de mucho tiempo. Tiene la certeza del enfermo crónico, ése que presiente la fosa oscura en la que finalmente pasará la eternidad, aquella que lo empuja a trabajar con una inquietante laboriosidad antes de que la enfermedad se lo lleve por delante. El 18 de noviembre de 1922, Marcel Proust muere en París víctima de una neumonía. Años más tarde, un joven napolitano fascinado con el cine y la literatura, de nombre Paolo Sorrentino, leerá el extenso comentario de texto que, sobre la vida y todo lo que ésta contiene (amor, celos, arte, literatura, muerte…), dejó escrito el autor a quién André Gide no quiso publicar. Luego piensa: «Un día tengo que hacer una enorme película sobre la Nada. Su protagonista, del mismo modo que Proust, será un mundano destinado a la sensibilidad. Un mundano destinado a convertirse en escritor».

sábado, 13 de enero de 2018

Diarios de jefatura: la historia sagrada de Cristo.


Este nombre no es ficticio, ni se me habría ocurrido nunca por muchas historias con personajes estrafalarios que hubiera inventado. Cristo está acojonado, literalmente. “Me dan ganas de llorar y muchas”. “No te cortes, desahógate”. Cristo es un mártir, una víctima de la mala suerte. Es la primera vez que se escapa. Apenas tiene alguna falta de asistencia y se ha estrenado con los dos porreros del instituto. “Ellos han sacado una cosa verde y se la han fumado, pero le juro que yo no sabía lo que era”. A Cristo lo ha registrado la policía y no se ha meado encima porque es joven, atlético y aún retiene bien los esfínteres. No le han encontrado nada, pero él sigue angustiado. “¿Qué me va a pasar? ¿Qué van a hacer conmigo?”. “El paredón o la cárcel”, estoy a punto de decirle, pero me reservo la broma. El muchacho me da verdadera pena. Cristo es repetidor de 2º de ESO, pero nunca ha pasado por jefatura. “Trabaja poco en clase, pero no molesta”, esta es la declaración de los profesores que lo conocen. La mayoría se apiadan del pobre Cristo, mártir y a punto de ser crucificado mucho antes de los treinta y tres.    
Al día siguiente de la aventura porrera, justo cuando me dirijo a almorzar aparecen por el despacho Cristo y su madre. Esto, dicho así, sería motivo de investigación eclesiástica, pero ni Cristo es Cristo ni su madre es la Virgen. Cierro el despacho y comentamos lo ocurrido el día anterior. La madre me escucha para cotejar mi versión con la de su hijo. Al comprobar que coinciden, le recrimina a Cristo haberse escapado del centro y, encima, con gente que conocía poco o nada. La colombiana se apasiona en el discurso y al chico le brotan las primeras lágrimas. “Tu padre medio muerto, mihijo, y tú escapando de clase. Yo limpiando el culo a las viejitas y tú, mihijo, registrado por la policía. No ves que podían haberte degollado o haberte pegado dos tiros”. La Virgen, perdón, la madre de Cristo habla de la peligrosidad de las calles como si todavía se encontrara en algún barrio de Cali o Medellín. “¿Y si se hubiera presentado la policía en casa para registrarla por si escondemos droga? ¡Ay, mihijo, esto no lo merecemos! Somos pobres, pero decentes y yo solo quiero que seas bueno. Como tu padre, el pobrecito, que se está muriendo”. Ella también arranca a llorar y le dice a su hijo que el instituto es su segunda casa y nosotros sus segundos padres. Me conmueve. Cristo, vestido de chándal blanco impoluto, no aguanta las lágrimas de su madre. Apenas puede articular palabra. La mujer, más bajita que el chico, se abraza por fin a Cristo. Suena el timbre que indica el fin del recreo y finaliza la sesión con un “muchas gracias por sus cuidados” que me da de almorzar. 

sábado, 6 de enero de 2018

Farsa y salvas del rey Campechano: "El monarca y la eslava" (retablo valleinclanesco)


CUADRO PRIMERO
“EL MONARCA Y LA ESLAVA”
Ecos de erotismo aéreo
(A la manera de Valle)


En el jet privado de Iberia, una noruega de escarnio [bíceps de mancuerna, blonda y resuelta] se calza los zapatos de tacón junto al soberano de las Españas. Mete la mano el monarca en la trasera del pantalón crujiente de la ninfa eslava.

El monarca hurga y husmea,
con trompa de oso hormiguero
baja su hocico y babea,
el dedo enreda en el cuero,
sube el canal de la nalga
arrastra torpe la uña,
se finge ofendido y habla,
gangoso, mete la cuña:

-MONARCA: Niña, ¿no llevas el tanga?
-LA ESLAVA: Se perrdió en la rrefrriega.
-MONARCA: ¡Quiá!, lo llevo en la manga.

El soberano se estrangula a sí mismo en el intento de sacarse la guerrera, suenan los medallones chocando contra el cristal de la ventana. Enseña por fin la braga y la entrega a la ninfa con mano sudada y cara de escualo.

LA ESLAVA: ¿Sabéis que casi me llega?
MONARCA: Debe de ser la cadera,
es de platino del bueno,
eso dijo la enfermera.
LA ESLAVA: Si es de orro me entrra de lleno,
solo le falta el metal
en lo blando de su verrga
y medio kilo de zotal,
parra rrociarr el esperrma
de Su Excelencia…
MONARCA: ¿Y para qué tanta purga?
LA ESLAVA: Ya sabe su señoría,
cuando está hurrga que te hurrga
su bicho en la porfía…
MONARCA: No te entiendo, rica mía.
LA ESLAVA: ¡Que salen los hijos lelos!
MONARCA: No lo dirás por mi tía,
ni tampoco por mi abuelo.

Llegan las azafatas, bandeja de plata con riego de güisqui escocés y pipermint de garrafa.

MONARCA: Deja que me beba esto
y verás que no hacen falta
metales “pa” echar el resto
y aunque me vengas muy alta
te espoleo…

Tintinea el hielo en la copa real de pipermín de garrafa y tiñe de tabaco el vaso el escocés de la ninfa. 

LA ESLAVA: Brravo es mi rrey de palabrra.

Le palpa el buche con el pipermín en bochinche y una lágrima verde le recorre la barbilla.

MONARCA: De palabra y de cintura.

Se levanta el soberano con chirrido de metales y bamboleo de tentetieso.

MONARCA: Echa a estos que te abra.

Se corre un telón en mitad del avión y desaparecen tras él las dos azafatas y el secretario.

ESLAVA: No sé yo si a esta altura
su excelencia tendrá empuje.
La presión es enemiga
de todo lo que os cruje
como el viento de la espiga.

En el pasillo, el soberano piruetea, los pantalones por las corvas y los calzoncillos lacios. Cae de bruces sobre el suelo y gime como un infante. La ninfa lo recoge y le besa la nariz de berenjena, que le sangra. Le tiñe de azul los labios de mentecato.

LA ESLAVA: No llorre mi buen monarrca,
la niña de las Norruegas
le darrá frriegas de marrca
y un besito en las talegas.

La ninfa cura su herida y besa el calzoncillo blanco del monarca, que trina metálico como maraca de acero. El telón se abre y las azafatas y el secretario asisten conmovidos a la escena de un rey en pañales que gime desnarigado con labios en sus genitales.

"Cara de Plata: Valle-Inclán hacia el esperpento" por Rafael Narbona



Después de leer la Sonata de estío, Ortega y Gasset pensó que Ramón del Valle-Inclán era un condotiero del Renacimiento, con aficiones bárbaras y crueles, un Borgia capaz de doblar una barra de acero o “romper de un puñetazo una herradura, como cuentan del hijo de Alejandro VI”. Su especulación se derrumbó cuando se entrevistó con el escritor, descubriendo que era un hombre “delgado, inverosímilmente delgado, con largas barbas de misteriosos reflejos morados, sobre las que se destacan unos magníficos quevedos de concha”. Publicado en La Lectura en febrero de 1914, el artículo de Ortega y Gasset deploraba que Valle-Inclán recreara el espíritu del Quattrocento con un estilo afectado y tristemente anacrónico. Admitía que su prosa era “bella como las cosas inútiles”, con sus princesas moribundas, sus mirtos centenarios y sus donjuanes demoníacos. El filósofo entendía que las proezas estéticas producen el mismo asombro que las piruetas temerarias sobre un alambre, pero carecen de trascendencia. Detrás no hay nada profundo, ni genuinamente humano. La apreciación de Ortega no es disparatada, pero sí extemporánea, pues no reconoce la autonomía del hecho literario, cuyo rasgo diferencial es la singularidad verbal. Imbuido en la última ola del romanticismo, Valle-Inclán concibe la expresión literaria como lujo, provocación y desperdicio. Esa perspectiva, irreverente y maldita, se complejiza con el esperpento, donde las calidades modernistas se funden con destellos goyescos, innovaciones expresionistas y retruécanos inspirados por la jerga de la germanía. Cara de Plata, la primera entrega de la trilogía que componen las Comedias bárbaras, refleja esa transición, anudando lo diabólico y decadente con lo absurdo y grotesco. 

Cara de Plata se publicó en 1922. En esas fechas, ya habían aparecido Divinas palabras (1919), la primera versión de Luces de bohemia (1920) y Los cuernos de don Friolera (1921), que formulaban desde distintos ángulos la estética “sistemáticamente deformada” del esperpento. Cara de Plata no es un esperpento, sino una “comedia bárbara”, como Águila de blasón (1907) y Romance de lobos (1908). El orden de publicación no coincide con el orden narrativo, pero esa anomalía no menoscaba la unidad de la trilogía. Sin embargo, sí hay ciertos cambios significativos. En ningún caso se cuestiona la sociedad arcaica y patriarcal exaltada en Águila de Blasón y Romance de lobos. Por entonces, Valle-Inclán ya flirteaba con el anarquismo, sin hacer ascos al incipiente fascismo italiano, nostálgico de las virtudes heroicas de la antigua Roma. Su apego sentimental al carlismo había facilitado su acercamiento al credo anarquista. Ambas ideologías albergaban el mismo odio al liberalismo, cultivando la ensoñación mítica de una Edad Media, donde los fueros protegían los derechos de campesinos y artesanos. Para Valle-Inclán, no hay figura más execrable que el burgués, cuyas notas dominantes son la timidez, el individualismo, el pragmatismo, la prudencia y el espíritu comercial. Por el contrario, Juan Manuel de Montenegro, personaje principal de las Comedias bárbaras, encarna los valores del feudalismo reacio a cualquier forma de modernidad: coraje, fiereza, orgullo, paternalismo. Su espíritu justiciero y hospitalario convive con el despotismo, la violencia, la promiscuidad, el egoísmo, la egolatría y la arbitrariedad. Es un Caballero, un poderoso Mayorazgo que yace con quien le place, apalea a quien le molesta y se muestra compasivo cuando se le antoja. Es un hidalgo, pero con una salvedad: en Galicia, la herencia cristiana se diluye en un primitivo y arraigado paganismo que concibe la naturaleza como una fuerza viva, saturada de dioses y demonios, donde el sexo no es algo pecaminoso, sino un vigoroso instinto que sortea todos los convencionalismos. El sentido castellano de la honra nunca echó raíces en la sociedad gallega.

No hay, pues, en Cara de Plata un giro ideológico, pero sí formal, estilístico. La estructura social permanece intacta, pero la caracterización de los personajes, divididos en señores y criados, poderosos y desvalidos, progresa de la estampa prerrafaelista al cuadro expresionista o, dicho de otro modo, del manierismo -con su deformación luminosa y dulcemente cromática-, a lo esperpéntico, con sus hipérboles, excesos y dramáticos contrastes. Esta evolución se aprecia claramente en las tres jornadas en que se divide Cara de Plata. La anécdota es mínima. Juan Manuel de Montenegro niega el paso por su mayorazgo a nobles y villanos tras un pleito que ha cuestionado sus privilegios. La servidumbre de paso es un derecho legal, pero las leyes se muestran impotentes ante la insolencia de los señores que se niegan a ceder un ápice en sus prerrogativas seculares. Miguelito, su segundón, es un joven apuesto y altanero, al que todos llaman “Cara de Plata”. Su carácter es idéntico al de su padre. Pendenciero y orgulloso, niega el paso al abad de Lantañón, que lleva el viático a un agonizante con el alma en peligro de condenación. “Cara de Plata” alega que no actuaría de otro modo, si se tratara del mismísimo rey. El abad se enfurece, pues mantiene una estrecha relación con la familia Montenegro. Cedió la custodia de Sabelita, su sobrina, a don Juan Manuel, y no esperaba ser tratado de esa manera. Su ansia de venganza desembocará en una mascarada sacrílega que coincide con el furor parricida de “Cara de Plata”. El segundón está encaprichado con Sabelita y no soporta la idea de que su padre le arrebate el privilegio de desflorar a la inocente e inexperta doncella.

Valle-Inclán se mantiene fiel al tono perverso y satánico de las Sonatas, presentando a Juan Manuel de Montenegro como una versión bárbara, rural y atávica del decadente y refinado marqués de Bradomín: “Soy el peor de los hombres. Ninguno más llevado de naipes, de vino y mujeres. Satanás ha sido siempre mi patrono. No puedo despojarme de vicios. Me abraso en ellos. Nunca reconocí ley ajena para mi gobierno. […] ¡Tengo miedo de ser el Diablo!”. El telón de fondo permanece impávido, pero el estilo se oscurece progresivamente. Don Juan Manuel de Montenegro es “hombre de almenas” dominado por la vanidad, la cólera, el narcisismo y los apetitos carnales. Vive en el Pazo de Lantañón, símbolo de una época que declina. Sus venerables piedras cobijan un atrio de limoneros y solanas con augustas arcadas, pero lo más preciado para el Caballero no son los blasones, ni la arquitectura centenaria, sino la frágil y hermosa Sabelita. Valle-Inclán describe a la joven con la delicadeza de una tela prerrafaelista: “De pechos al arambol, rubia de mieles, el cabello en dos trenzas, la frente bombeada y pulida, el hábito Nazareno”. Don Juan Manuel lamenta su recato y prudencia. Al contemplar sus ojos, exclama: “¡Maldita costumbre de monja, tenerlos siempre por tierra!”. Sabelita es una figura lánguida, melancólica, como la Ophelia de John Everett Millais: “Tiene la niña esa expresión triste que tienen las dalias en los floreros”. Su inocencia se esfuma cuando padre e hijo se la disputan, convirtiéndose en una “Madalena despeinada”, una nueva María de Magdala, pero que ha recorrido el camino inverso. La pasión incestuosa del Caballero, que no se aquieta porque Sabelita sea su ahijada, altera el juicio de la joven, sumergiéndola en un mundo de deseos impuros. Se condenará con su padrino, aceptando ser su concubina.

Las acotaciones de Valle-Inclán despuntan como textos independientes. A veces, se inscriben en la estética modernista: “En la penumbra verde de los limoneros, la nota morada es un grito dramático”. Otras, reflejan el giro expresionista hacia un mundo más oscuro con fulgores goyescos y estridencias solanescas: “Medio postigo alcahuete entorna sobre el camino la luz del zaguán tabernero. Un quinqué de latón, rajado el tubo y el cuerno de la luz amarillo y negro, alumbra colgado sobre el mostrador que rezuma olores de vino y aguardiente”. Valle-Inclán exhibe sus creencias teosóficas (“el mundo es armonía y concierto pitagórico”), pero al mismo tiempo la narración transmite desorden, turbulencia. El equilibrio del cosmos parece resquebrajarse en el ruido y la furia de las pasiones descontroladas. Esa transición hacia lo sombrío y caótico se manifiesta en la descripción y conducta de los personajes. El abad invoca al Enemigo para vengarse de los agravios de “Cara de Plata” y su padre, el terrible don Juan Manuel. Abad, mayorazgo y el hijo segundón aceptan perder el alma para saciar sus impulsos, ya sean homicidas o lascivos. El tonsurado parece un “pájaro negro”, con “brazos de sombra” y un bonete que agita sus cuatro cuernos bajo el cielo nocturno. “Cara de Plata” no es una criatura tan demoníaca, pero también alienta el sueño fáustico de rebelarse contra el poder divino. Cuando una coima que bebe los vientos por sus besos y abrazos lo compara con el legendario bandolero Diego Corrientes, responde desafiante: “Soy más”.

Fuso Negro, un loco, encarna la fusión del modernismo con el expresionismo, reuniendo en su lúcido y chispeante delirio el misterio de las viejas leyendas campesinas y la perspectiva cenital del esperpento. “¡Touporroutóu!”, grita una y otra vez, una exclamación gallega sin un significado concreto. Parece la mejor definición de un mundo absurdo, sin lógica, finalidad o propósito. Fuso Negro baila en los tejados, grita por las chimeneas, cruza constantemente las piernas, saca la lengua. “Una nalga negruzca le palpita entre jirones de remiendos”. No es el bufón que acompaña al Rey Lear por el páramo azotado por la lluvia, esculpiendo sentencias filosóficas, sino el artista loco que escupe disparates y blasfemias. Valle-Inclán no es Shakespeare, escrutando la naturaleza humana con una mirada compasiva y doliente, sino un aprendiz de demiurgo que escarnece el desorden del mundo, sembrando nuevas paradojas y dislates. Ortega y Gasset no comprendió a Valle-Inclán, ni a Gabriel Miró. Alabó su prosa, pero les reprochó su preciosismo, supuestamente estéril y huero. Es una objeción sorprendente en un filósofo que denunció el agotamiento de la novela, afirmando que se habían explorado todas las tramas y la literatura ya sólo podía justificarse por la forma. Cara de Plata es teatro, pero puede aplicársele el mismo razonamiento, subrayando que la pieza es un clásico no por la originalidad de su argumento, sino por su deslumbrante despliegue formal. Los adjetivos aparecen en los lugares más inesperados, las frases centellean como notas musicales, la gramática se contorsiona y disloca. El coro trágico de los secundarios imprime a los personajes principales una plasticidad sonora y visual que estalla en el escenario, alumbrando un espectáculo lleno de vida, tensión y cromatismo. El teatro de Valle-Inclán no es irrepresentable. Eso sí, constituye un reto. No es fácil representar la totalidad de sus elementos: diálogos afilados y vertiginosos, numerosos y complejos escenarios, infinidad de personajes. En cierto sentido, se parece a una ópera moderna, con su extraña belleza destemplada. O a una obra cinematográfica que encadena planos inauditos, captando el caudaloso movimiento de la vida.

La Biblioteca Castro acaba de publicar un nuevo volumen de su cuidadísima edición de la obra completa de Valle-Inclán, hasta hace poco inviable por los desacuerdos entre sus herederos. Sólo queda un último tomo para concluir un proyecto que contempla cinco volúmenes. Por fin el autor gallego cuenta con una edición a la altura de su genio. Como destaca Margarita Santos Zas en su espléndido prólogo, Valle-Inclán escribió sin ataduras, ignorando las preferencias del público de su tiempo y borrando las fronteras entre los distintos géneros literarios. Me atrevo a añadir que escribió para la posteridad, lo cual es una forma de decir que su obra le sobrevivirá largamente, corroborando su condición de demiurgo burlón afincado en las alturas.