sábado, 27 de enero de 2018

"El porno es, y ha sido, cultura" por Martín Sacristán



Si consideramos la cultura en su concepto más amplio, el de conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico e industrial, no podemos dejar fuera la pornografía. Y si las mejores obras de arte son aquellas que mejor captan la expresión de la vida humana, hay que reconocerle al porno su certero reflejo de nuestros deseos y aspiraciones sexuales. Sean cuales sean, se cumplan o no.

Solo en la web porno más grande y visitada del planeta existen ochenta y nueve categorías entre las que elegir. No están todas las que podemos encontrar online, solamente aquellas que más demanda generan, y precisamente por eso pueden ayudarnos a conocer cuáles son los gustos sexuales de nuestros congéneres. A muchos nos sonarán términos como «maduras», «anal» o «corridas», pero necesitaremos estar más especializados para entender qué es «bukkake», «fisting» o «hentai». Y, definitivamente, términos como «cuckold» o «estilo panda» se nos escaparán, a menos que formen parte de nuestras íntimas fantasías. Lo cierto es que el acceso a todas estas modalidades sexuales en formato vídeo es gratuito en un gran número de webs, y con el coste de una conexión a internet podremos satisfacer nuestra curiosidad en pocos minutos. Y ampliar nuestra educación sexual, siempre entendida como saber qué cosas pueden dedicarse a hacer los demás, o uno mismo, con la pareja.

Muchos moralistas claman contra el acceso fácil y gratuito a la pornografía que internet ha hecho posible. Pero su reacción es tan poco nueva como el propio porno, que nos ha acompañado desde el mismo origen del homo sapiens. Posiblemente porque la curiosidad, y el despertar del deseo sexual al final de la infancia, sea algo común a todos nosotros. Las sociedades de raíz judeocristiana han tratado de hacérnoslo olvidar, pero la cultura humana se ha empeñado, desde siempre, en proporcionarse porno.

La manifestación más antigua de que disponemos son las pinturas rupestres, donde los muñecos fálicos o la representación del sexo de la mujer son habituales, como en el «camarín de las vulvas» de la cueva de Tito Bustillo, en Asturias. Si el sentido de esos genitales sueltos se nos escapa por estar aislados, en los grabados, más centrados en escenas, se hace mucho más explícito. En la cueva de los Casares, Guadalajara, los hombres y mujeres paleolíticos dejaron tallados en la piedra de las paredes dibujos inequívocamente sexuales. En uno de ellos una mujer tumbada en el suelo recibe a un hombre, mientras un chamán vestido de mamut ayuda con su colmillo de marfil a la penetración. Puede que no sea un chamán, sino un dios, y que se esté contando un hecho mitológico, pero es innegable que representa un acto sexual. En otros yacimientos paleolíticos de Europa se han hallado escenas similares, e igualmente explícitas, con sexo lésbico, gay, zoofilia, masturbaciones y sexo oral bi y homosexual. Sesudas explicaciones de especialistas nos remiten a cultos a la fertilidad y significados mágicos, pero tal vez deberíamos dejar también espacio a una explicación más banal. Aquellos grabados les ponían, y esa es la función de la pornografía. Animar a la práctica sexual, o aliviar a las personas necesitadas de practicarla con un estímulo a la masturbación.

Egipcios, griegos y romanos son célebres por la presencia de la sexualidad en su vida cotidiana. En cambio la Edad Media suele concebirse como un periodo en que los mandatos de abstinencia y castidad de la Iglesia acabaron con lo sexual. Ese es un relato incompleto. Pocos documentos han dejado tantas evidencias de la imaginación sexual de los cristianos medievales como unos libros elaborados por monjes irlandeses. Son los penitenciales, que se distribuyeron ampliamente por Europa debido a la extensa labor misionera en el continente por parte de la Iglesia de Irlanda. La principal función de estos libros era ayudar a los sacerdotes para que adecuaran la penitencia al pecado cometido. Una labor fundamental para ellos, pues solo imponiendo un castigo justo salvarían las almas del infierno. El penitencial era básicamente un libro de preguntas, porque partía de la base de que el pecador no confesaría motu proprio, y que muchas veces sería tan ignorante como para no saber que estaba cometiendo un pecado.

Así que debemos imaginarnos a los confesores de entre los siglos VI y IX preguntando en la penumbra de una iglesia románica al creyente si «ha comido la menstruación de una mujer»; «practicado sexo con animales de cuatro patas»; «bebido el semen de un hombre»; «dejado que le penetraran analmente o penetrado él mismo por detrás»; «frotado sus genitales con los de otras mujeres» (pregunta dirigida a ellas); «fornicado con una monja»; «practicado el sexo en la posición del perrito»; o «practicado el sexo con tus hijas», entre otros. Son preguntas tomadas directamente de distintos penitenciales, que, no lo olvidemos, están escritos en latín. El pobre sacerdote, supuestamente célibe, tenía que traducirlas, de la manera más explícita posible, para ser bien comprendido, a sus vecinos. Se me hace difícil imaginar que al uno y a los otros no se les pasaran por la cabeza las imágenes de lo que se estaba describiendo. Y si su cura no les abría los ojos con aquello, la enorme preocupación de los penitenciales por el incesto, la zoofilia, el sexo oral y el homosexual, así como por las posturas distintas a la del misionero, hace más que evidente que la vida sexual europea en la Edad Media era bastante variada.

La Iglesia de Roma y su papa, siempre preocupada por una teología unificada, consiguió abolir y quemar en hoguera pública los penitenciales en el siglo IX. Aunque conservó una idea contenida en ellos, la de que la masturbación dejaba ciego. Mientras, los juglares y trovadores, que narraban sus poemas de memoria, dejando escasa presencia de ellos en documentos escritos, continuaron propagando la literatura erótica de forma oral. Y en la Baja Edad Media esa tradición volvió a ponerse por escrito. Los Cuentos de Canterbury, en lengua inglesa, nos hablan de un estudiante de música alojado en casa de un carpintero y, con una imagen muy explícita, nos explican que el día que el joven toca a la mujer de su casero, «ella se retuerce como un potrillo al que están herrando». Otra de las narraciones, la de la comadre de Beth, asegura que «un rabo goloso encaja con una boca laminera (golosona)». La Carajicomedia, escrita en castellano ya al principio del Renacimiento, tiene por protagonista a Diego Fajardo, «con luengos cojones como un incensario», que busca un remedio para su impotencia senil y hace un recorrido por los más famosos prostíbulos de Castilla y sus meretrices, hasta morir agotado de tanto meter. El catalán tiene también su obra cumbre, el Speculum al foder, que podríamos traducir como ‘Manual para joder’. Es un tratado sobre sexología que no atiende únicamente lo pornográfico, sino que da consejos sobre prácticas de higiene —es un decir—, y sobre cómo aumentar el deseo sexual con afrodisíacos. Nos habla de la existencia de consoladores de cuero rellenos de algodón, habituales entre las mujeres, y de la importancia de las caricias previas para excitar a la pareja. «A la mujer (…) que el hombre le haga cinco cosas: besarla, sobarla, pellizcarla, estrecharla y herirla con las manos. (…) Debe besarla en la boca, las mejillas, los pechos, las piernas y el vientre». El autor añade además una serie de posturas para hacer el amor, explicando que la más frecuente es la del misionero, pero con la mujer levantando las piernas y enlazando con ellas al hombre. Propone hacerlo en cuclillas, de lado, en pie, a lo perrito, y así hasta treinta y dos variantes posturales.

Las instituciones religiosas tardaron muchos siglos en someter al pueblo a su moral. Y la pornografía siguió acompañando a los europeos, con suficientes variedades como para generar abundante tráfico hacia un portal porno de nuestros días. Cuando llegó el Renacimiento la revolución pictórica plasmó por primera vez imágenes mitológicas, elaborada excusa para pintar mujeres y hombres desnudos. Podemos acercarnos a ese arte con muy eruditas intenciones, pero seríamos unos cínicos si no comprendiéramos que a sus contemporáneos les excitaba bastante. Si no, pregúntense por qué las figuras de la Capilla Sixtina estuvieron originalmente desnudas, y un papa mandó taparlas con telas tras la muerte de su autor, Miguel Ángel Buonarroti. Tampoco caigamos en la confusión, tales pinturas eran para unos pocos obispos, cardenales, papas, y para los nobles en sus palacios. El pueblo común no tenía acceso a la imaginería porno, aunque se conformaba con los versos eróticos.

Muchos de los que han oído hablar del Decamerón de Boccaccio no saben nada de Pietro Aretino, el gran pornógrafo renacentista. Sus obras han circulado bajo cuerda en las bibliotecas privadas de toda Europa y, si me permiten decirlo, siguen siendo divertidas y excitantes. La más conocida de ellas, La cortesana, es una burla de El cortesano, de Baldassarre Castiglione, best seller de su tiempo y manual de buenas maneras para aquellos que quisieran seguir una carrera en la corte, esto es, entre los reyes o nobles. Si Castiglione hace hablar a nobles personajes, Aretino emplea a dos prostitutas, que conversan sobre sus pasadas glorias, mientras una instruye a la otra en cómo introducir a su propia hija en el oficio. Para hacernos una idea, el libro abre con la protagonista siendo novicia y viendo por una rendija al abad enredado en una orgía con jovencitos. Su calentón es tal ante la escena que usa para masturbarse unos consoladores de cristal veneciano, los cuales rellena con su orina para que no estén tan fríos. Y así todo el libro.

Más interesante por su repercusión son Los modos, del mismo autor, un conjunto de dieciséis poemas ilustrados con penetraciones explícitas en dieciséis posturas diferentes. Es el primer libro impreso de carácter pornográfico conocido, y el primero que iba a poner en manos de la gente común las imágenes de la pintura reservadas a los ricos. Sus grabados estaban hechos por un discípulo de Rafael de Urbino, y los poemas de Aretino no dejaban dudas sobre el contenido: «Deprisa, a follar, vamos a follar, amor mío / que para follar todos hemos nacido; / que si tú adoras la verga, yo amo el higo: / y sin esto, el mundo al carajo hubiera ido». La edición fue secuestrada, el impresor encarcelado, aunque Aretino consiguió librarle, y Giulio Romano (el autor de las ilustraciones) se refugió definitivamente en Mantua; al poeta acabarían tratando de asesinarlo por orden del secretario papal. No se conservan las imágenes originales, sí algunos fragmentos atribuidos, y supuestas copias realizadas por otros autores.

No hay constancia de volviera a haber otro intento tan claro de imprimir la pornografía en imágenes. Posiblemente porque el movimiento de la Contrarreforma consiguió dar más poder a la Inquisición en los países católicos, dado el interés de monarcas como Felipe II por parar al protestantismo. Es una época donde la Carajicomedia o el Speculum al foder lo hubieran tenido mucho más difícil para salir a la luz. A cambio, muchas historias eróticas circularon en hojas sueltas, anónimas, pegadas en las paredes, y aprendidas de memoria para transmitirlas en las tabernas.

Claro que también había autores que no se iban a asustar por la amenaza de las llamas. Francisco Delicado, clérigo español ubicado en Roma, nos hace en La lozana andaluza el mejor retrato de la prostitución en Roma en tiempos de Aretino y del papa Clemente VII. Explica todos los modos que usan las meretrices para ganar dinero con sus clientes y la forma de ejercer su oficio según la categoría. Las más tiradas son las muralleras, mujeres viejas o desfiguradas que rondan la muralla de noche y son tomadas desde atrás para no ver su cara horrible, aunque a cambio son la opción más barata. En un precio medio están las «chicas de la candela», que encienden una vela detrás de la ventana de su cuarto para avisar al paseante de que allí hay una libre. Y en lo más alto las que tienen casa propia, joyas, una mascota que suele ser un mono o un ave exótica, reservadas a hombres ricos. En la novela, Lozana, la protagonista, después de haber probado casi todas las variantes, y Rampín, su chulo, acabarán huyendo a Venecia antes del Saco de Roma, esa destrucción de la ciudad por las tropas de Carlos V. Comidos, eso sí, por la sífilis.

Ni siquiera los grandes herederos de Torquemada hicieron temblar a nuestros grandes poetas del Siglo de Oro. Con su habilidad para manejar los pies métricos, y ese lenguaje clásico del XVI-XVII, nos dejaron testimonios sobre cómo dos damas se amaron usando un consolador que incluía tiras de cuero para atarlo a la cintura. Los criados jóvenes se acostaban con sus señoras, y las jóvenes solteras buscaban consuelo en los frailes confesores, que tenían fama de calzar buena talla. Había defensores en verso de las gordas, y otros de las delgadas, y otros más que preferían a las maduras —hoy llamadas MILF—: «yo, para mí más quiero una matrona / que con mil artificios se remoza / y, por gozar de aquel que la retoza, / una noche de la hora no perdona». Todos son anónimos, pero no es difícil encontrar los rasgos del culteranismo de Góngora, del conceptismo de Quevedo, y tampoco identificar la maestría de Lope de Vega. Así que, ya ven, no todo fue el Quijote y su Cervantes, autor por lo demás bastante pacato en cuanto a sexo se refiere. La culpa de que pensemos así es de la mojigatería de nuestros académicos, que nunca se han atrevido a desvelarnos que nuestros escritores eran, además de lo demás, unos cachondos.

Nuestro país renegó de los clásicos del Siglo de Oro en el XVIII, pero no de lo pornográfico. Y uso este término separándolo del erotismo, porque el porno es bien explícito. Así lo es Samaniego, el famoso autor de «La zorra y las uvas», en su divertido Jardín de Venus. En esa obra el fabulista explota a menudo la realidad de que los pobres solo tenían una cama, y un hombre casado que duerme con su madre, su mujer y sus dos cuñadas, acaba catándolas a todas, mientras muchos niños se descalabran al caer de la cama por los empellones de su padre a su madre. Los muchachos cortan el pene monstruoso de un soldado, y lo inflan soplando por broma, rellenándolo de un canuto de metal, hasta que acaba en manos de una vieja, admirada de su tamaño. Un viajero se traslada al país de Siempre-mete, donde, por no poder hacer el amor más de trece veces seguidas, es sodomizado a placer por tres negros. Hay incluso hombres que se masturban en las iglesias oyendo el Cantar de los Cantares. Fábulas eróticas del fabulista por excelencia, y sin moraleja.

El otro gran autor del XVIII, Leandro Fernández de Moratín, escribió en verso un Arte de las putas que es un auténtico ataque contra los puritanos. De forma sesuda, pero ágil y amena, explica que es imposible que el hombre no tenga poluciones nocturnas, y juzga muy necesario que existan las prostitutas para calmarle, a costa de que, si no, todas las mujeres honestas acabarán deshonradas. Y para dar más razón a sus argumentos cita la Biblia, refiriéndose a la mulata Agar, que reverdeció el deseo sexual de Abraham, y a Loth, que hizo nietos en sus hijas.

La pornografía siguió acompañando la cultura durante los siglos XIX y XX, el momento de mayor influencia, pues lo erótico y lo sexual fueron ganando la batalla al puritanismo. De hecho, el mayor revolucionario fue un inglés de la Inglaterra victoriana que, además de ser de los pocos infieles que ha entrado en la Kaaba de La Meca, tradujo al inglés el Kama-sutra, generando luxaciones lumbares hasta nuestros días. Sin duda, la revolución sexual y la liberación de la mujer a partir de la década de 1960 facilitaron la paulatina existencia de revistas pornográficas, primero, y producciones cinematográficas, después, hasta que porno e internet se hicieron prácticamente sinónimos. Nunca en la historia de la humanidad el acceso había sido tan fácil y la variedad tan grande como en nuestros días. Pero eso no significa que el porno no haya sido siempre parte de nuestra cultura, prohibido o no, porque nada que sea tan humano como el deseo sexual puede dejar de formar parte de nosotros.

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