miércoles, 29 de agosto de 2018

"Las uvas de la ira" de John Steinbeck


Las uvas de la ira es un paradigma de la crueldad con la que se desarrolla el capitalismo salvaje durante los años 30 en los Estados Unidos. 
La familia Joad es expulsada de Oklahoma por la voracidad de los terratenientes y los banqueros que, al encontrarse con el progreso (los tractores), descubren que no necesitan a los arrendatarios de sus tierras. Los Joad son campesinos que han vivido en los campos de Oklahoma desde hace mucho tiempo. No esperan que, de repente, los echen de su lugar de residencia, pero la ambición y la falta de humanidad de los poderosos es así, amigos. Fueron cientos de miles los que tuvieron que cargar sus pertenencias en un camión, en un carro o en sus espaldas y largarse de su casa a buscar suerte en otras tierras. 
Los grandes latifundistas de California, aprovechando la coyuntura, lanzan miles y miles folletos de propaganda en los que se solicita mano de obra para recoger fruta y algodón. Cuanta más competencia, salarios más bajos. Los "okies", así se les llama de forma despectiva a los emigrantes de Oklahoma, ven la solución a su reciente desgracia y marchan hacia el "paraíso" californiano. Deben recorrer más de dos mil kilómetros en unos cacharros destartalados que les venden con usura los comerciantes. Durante el viaje reciben noticias de que, sí, California es preciosa, pero en cuanto a trabajo, poco y mal pagado. Los terratenientes californianos se aprovechan de la ingente mano de obra que les llega de Oklahoma y de otras zonas deprimidas de los Estados Unidos. Bajan los salarios hasta niveles en los que los trabajadores apenas pueden comer y se forman bolsas de miseria que las autoridades disuelven con contundencia. Los californianos rechazan con ira a esa turba de miserables que acampa en las carreteras. 
Los Joad se convierten de la noche a la mañana en un grupo de emigrantes que se van empobreciendo cada vez más conforme van avanzando en su periplo de supuesta salvación. La madre toma las riendas de la expedición porque los hombres se desangran entre la rabia, la violencia, el sexo y el alcohol. Los hijos pequeños se van convirtiendo en pequeños salvajes sin norte. La única solución es la unión de todos los pobres contra las injusticias del poderoso, pero es difícil rebelarse porque la autoridad está del lado del banquero. La última escena de la novela en la que la hija mayor, después de haber parido un hijo muerto, le da de mamar a un hombre que lleva sin comer seis días, es una imagen terrible de algo que trasciende a lo largo de toda la narración: a pesar de la degradación, solo los pobres son solidarios. 
Si cambiamos a los "okies" por africanos del siglo XXI o por emigrantes españoles en los años cincuenta o por los irlandeses de los años treinta, comprobamos que el comportamiento del gran capital y de las sociedades acomodadas siempre ha sido terrible con los más humildes.

Los que rechazan, odian, insultan y golpean a los "okies" son descendientes de los que en su día usurparon la tierra a los mejicanos. California fue usurpada a los mejicanos, no sé si Trump sabe algo de esto:
"Hubo un tiempo en que California perteneció a México y su tierra a los mejicanos; y una horda de americanos harapientos la invadieron. Y su hambre de tierra era tanta que se la apropiaron: se robaron la tierra de Sutter, la de Guerrero, se quedaron concesiones y las dividieron y rugieron y se pelearon por ellas aquellos hambrientos frenéticos; y protegieron con rifles la tierra que habían robado (...) Con el tiempo los invasores dejaron de ser teas para convertirse en propietarios..." 
Y este es un buen resumen del odio que produce la llegada de pobres en busca de un techo y de pan:
"Los hombres importantes de los pueblos, pequeños banqueros, no resistían a los okies porque de ellos no podían sacar ganancia alguna. No tenían nada. Y los trabajadores detestaban a los okies porque un hombre hambriento debe trabajar, y si debe trabajar, si tiene que trabajar, automáticamente se le paga un salario más bajo; y entonces nadie puede ganar más."     

jueves, 23 de agosto de 2018

"El capote" de Nikolái Gógol" por Rafael Narbona


Nikolái Gógol solo vivió cuarenta y dos años. Nació en 1809 en Soróchinsti (actualmente Ucrania) y murió en Moscú en 1852. Modesto funcionario de la Rusia zarista durante un breve período de su juventud, soportó malamente la rutina de un trabajo impersonal y con un sueldo miserable. Gracias al éxito literario, pudo abandonar las tareas administrativas, pero nunca olvidó su experiencia como burócrata, descubriendo que la despersonalización asociada a los quehaceres anodinos a veces produce paradojas inesperadas. No es posible desarrollar cotidianamente una actividad tediosa y empobrecedora, sin identificarse con ella antes o después. Hay que hallar un sentido y una justificación a una profesión que absorbe la mayor parte de nuestras horas. O, dicho de otro modo, hay que amar la vida que uno lleva, si no se quiere sucumbir a la desesperación. Publicado en 1842, El capote narra la historia de Akaki Akákievich, un humildísimo funcionario ruso que encarna esa paradoja. Puntual, meticuloso, dócil, se limita a copiar documentos con una caligrafía primorosa. No es capaz de asumir responsabilidades más complejas, pues carece de ingenio y perspicacia. Es un hombre sin atributos que acepta su destino y que jamás se ha planteado rebelarse o cambiar de vida. No se siente alienado, ni uncido a un yugo intolerable. Su escritorio es su tabla de salvación, el madero que le permite mantenerse a flote, creando la ilusión de que no va a la deriva, sino hacia un puerto que tal vez no es una utópica Arcadia, pero sí un lugar tranquilo y confortable. No sospecha que en realidad puede irse a pique en cualquier momento, pues sólo es un ser anónimo, insignificante, prescindible. Su precisión caligráfica, imitando los distintos tipos de letra, no es una virtud, sino una anécdota irrelevante en un mundo caótico, absurdo, gravemente desordenado por acontecimientos que trascienden las meras apariencias.

Es evidente que Gógol aprovecha su experiencia personal como funcionario y como ser humano para urdir la historia de Akaki Akákievich. De hecho, escoge como telón de fondo la ciudad de San Petersburgo, donde trabajó para la administración zarista, ocupando uno de sus peldaños más bajos. Descarta ser más concreto, alegando que las instituciones se sienten ofendidas cuando se ofrece una imagen poco favorable de su funcionamiento. La sombra del poder asoma desde la primera página, pero no como algo concreto, histórico, sino como una potencia oscura, irracional, metafísica. Akaki Akákievich no destaca por nada, salvo por su laboriosidad. Su apariencia se corresponde con la de un hombre perfectamente anónimo: pequeña estatura, calvicie incipiente, ojos miopes, piel enrojecida. Hijo de un funcionario, nadie recuerda cuándo empezó a trabajar para la administración y resulta difícil imaginar su existencia fuera de su escritorio, pues no se le conoce ninguna pasión o ambición. Su pundonor profesional le ha provocado unas severas hemorroides, pues pasa muchas horas sentado. No obstante, nadie aprecia su esfuerzo y, menos aún, lo respeta. Sus compañeros le gastan bromas crueles, los ordenanzas le prestan menos atención que al “vuelo de una mosca”, los jefes lo tratan con “una frialdad despótica”. Normalmente, el apocado funcionario ignora las distintas formas de maltrato que sufre a diario, pero a veces protesta débilmente, preguntando a sus compañeros por qué le ofenden. En sus palabras hay “algo extraño”, un tono o quizás un eco que “inducía a la compasión”. Cuando un joven funcionario recién incorporado al departamento se suma a la befas, “una fuerza sobrenatural” lo deja petrificado, cortando en seco sus sarcasmos. La cosa no acaba ahí. Desde entonces, cada cierto tiempo aparecerá en la conciencia del joven la imagen de Akaki Akákievich, exclamando como un espectro atormentado: “¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?”. Estas palabras siempre surgen acompañadas de otras aún más dramáticas: “¡Soy tu hermano!”.

A la hora de interpretar a Nikolái Gógol, no debe ignorarse su fervor religioso. Educado por una madre piadosa, su identificación con la iglesia ortodoxa se acentuó con los años, hasta el extremo de renunciar a su obra literaria. Su misticismo afectó a su salud, pues se impuso estrictos ayunos y durísimas penitencias. En mayor o menor grado, la fe impregna toda su obra. La “fuerza sobrenatural” que paraliza al joven funcionario no es una licencia fantástica, sino una alusión a la intervención de poderes sobrenaturales. La voz interior que invoca la fraternidad entre los hombres –“¡Soy tu hermano!”- tiene el mismo origen que la ley moral natural o -si se prefiere una expresión sin resonancias teológicas medievales- el imperativo categórico kantiano, donde se exige respetar la dignidad del hombre de forma incondicionada. Se trata de mandatos que brotan espontáneamente y que no pueden explicarse como productos del aprendizaje, ni de las convenciones sociales. La conciencia no puede desoírlos una vez que se han manifestado. El joven funcionario nunca podrá olvidar su visión. Durante el resto de su vida, será consciente de la depravación de la especie humana: “cuánta inhumanidad hay en el hombre, cuánta grosera ferocidad se oculta en los modales más refinados e irreprochables, incluso ¡Dios mío! en personas con fama de honradas y nobles…”. Podemos interpretar que Gógol alude a la gracia divina, pero sin citarla para no convertir el cuento en un sermón. Sin miedo al resplandor de la razón, Gógol concebía la gracia como un acto de amor unilateral e inmerecido que contrarresta el desorden imperante en el cosmos. Sumamente conservador, Gógol jamás simpatizó con el optimismo ilustrado, ni con las revoluciones liberales. Nunca creyó en el progreso moral de la humanidad, ni en la autonomía de la conciencia. Desde su punto de vista, lo que llamamos civilización surge con el pecado original y, en consecuencia, sigue un curso decadente. Satanás es “el príncipe de este mundo” (Juan 12:31) y sólo el auxilio divino puede frenar sus estragos. Akaki Akákievich es una víctima más de la trágica historia iniciada con expulsión del edén. Vivimos en mundo absurdo y grotesco, habitado por demonios y contaminado por la servidumbre de la materia. Akaki Akákievich no es un santo, pero sí un inocente, un pobre de espíritu, un hombre manso y pacífico, una de esas “almas muertas” que han perdido la capacidad de vivir, soñar y esperar. No fantasea con una vida alternativa, porque carece de imaginación. Su percepción de la realidad se reduce a su escritorio, donde se siente seguro y protegido.

En cierto sentido, Akaki Akákievich vive fuera del mundo. Carece de curiosidad. No presta atención al ajetreo de las calles. Come por necesidad, sin experimentar placer. No bebe alcohol y no le interesan las mujeres. Es innegable que Gógol traslada a su personaje aspectos de su personalidad. Tímido, abstemio, menudo y anoréxico, solo intentó casarse en una ocasión, obteniendo una contundente negativa. Sus biógrafos apuntan que murió sin haber experimentado la intimidad sexual. En sus obras, las mujeres suelen causar frustración, sufrimiento, degradación. Son la progenie de Eva, que precipitó la condenación de la humanidad. Akaki Akákievich no fantasea con el amor o el sexo. Dedica su tiempo libre al trabajo. Se lleva a casa los papeles de la oficina, incapaz de hallar otra forma de llenar su tiempo. Su obsesión por el trabajo evoca la pasión de Gógol por la escritura y su trágico final. Cuando entrega al fuego la inacabada segunda parte de Almas muertas, prometiendo no volver a escribir para dedicar todas sus energías a la salvación de su alma, cae en una apatía letal. Se recluye en la cama y deja de comer. Los médicos certifican su muerte por inanición. Sin la expectativa de escribir, Gógol abandona el mundo silenciosamente, pero permanecerá en él como un fantasma que incendia nuestra imaginación, poblándola de extraños sueños que aún no somos capaces de interpretar.

La razón que acaba con Akaki Akákievich y le convierte en un espectro es mucho más trivial, pero con un significado simbólico similar. Su capote ha envejecido tanto que ya no podrá protegerle del frío durante el próximo invierno. Con un sueldo raquítico, tendrá que hacer grandes esfuerzos para comprar otro. Su nuevo capote actúa como una prenda mágica, revelándole la existencia de pasiones hasta entonces desconocidas. Su curiosidad se activa, haciéndole reparar en un escaparate iluminado y adornado con el cuadro de una hermosa mujer, quitándose un zapato y dejando al descubierto “una pierna bien torneada”, mientras un hombre observa su gesto desde el umbral de una puerta. Akaki Akákievich menea la cabeza, sonríe y continúa su camino, interrogándose a sí mismo: “¿A qué venía esa sonrisa? ¿Se había topado con una realidad completamente desconocida, pero de la que todo el mundo tiene algún barrunto?”. Por primera vez, empieza a seguir por la ciudad a una dama que “contonea de manera inusitada todo el cuerpo”, pero de repente las calles se hacen oscuras, solitarias, hostiles. Dos hombres le asaltan y le quitan el capote, propinándole un rodillazo. Desolado, acude en busca de ayuda a un “personaje importante”, un alto funcionario de carácter adusto y arrogante. Sólo consigue gritos airados que le recriminan su atrevimiento, exigiéndole que respete los cauces legales habituales.

Abatido, Akaki Akákievich enferma y muere. Sólo deja “un pequeño paquete con plumas de ganso, una resma de papel timbrado, tres pares de calcetines, dos o tres botones desprendidos de un pantalón y el viejo capote” que ya no servía para nada. Su muerte pasó inadvertida, como si nunca hubiera existido: “Desapareció para siempre ese ser a quien nadie defendió, por quien nadie profesó afecto ni mostró el menor interés”. Al día siguiente de su fallecimiento, ocupa su puesto un joven bastante más alto, pero con una caligrafía más imperfecta. Nadie se ríe de él. Nadie intenta ridiculizarlo, pese a que la calidad de su trabajo era inferior. Akaki Akákievich reaparece, pero como fantasma que asalta los transeúntes de San Petersburgo, robándoles su capote. Sus apariciones crean alarma y miedo, pero no culpabilidad. Nadie se pregunta por qué actúa de esa manera, pero una noche aborda la calesa del “personaje importante” y le arrebata su capote, comprobando que le viene bien. No vuelve a cometer robos, pero sigue paseando por las calles de San Petersburgo. Un policía intenta detenerlo, pero le amenaza con el puño y le hace retroceder. El hombrecillo ha cambiado de aspecto. Alto, con bigote y con un puño descomunal, se parece al “personaje importante” o a los ladrones que le despojaron de su capote nuevo. Se ha cerrado el círculo, pero no se ha producido una redención. La rueda del mundo sigue girando con perversidad, escarneciendo los anhelos de paz, justicia y equidad.

Sería absurdo atribuir una intención social al relato de Gógol. El escritor defendía el régimen de servidumbre, odiaba los cambios sociales y no escondía su antipatía hacia el pueblo llano. En su opinión, el campesino nunca debería saber que existen otros libros, aparte de la Biblia. Su obligación era trabajar y obedecer. Dios así lo quería. Gógol procedía de la baja nobleza ucraniana y consideraba que la división de la sociedad en amos y esclavos reflejaba la voluntad divina. La aristocracia y la iglesia ortodoxa ostentaban legítimamente la autoridad política y moral. Las ideas reaccionarias de Gógol, que suscitaron la indignación de sus compatriotas liberales, marcan el rumbo de su pluma, pero no se puede explicar su obra simplemente como un romanticismo tradicionalista que explota los elementos folclóricos, históricos y fantásticos. Afirmar que Akaki Akákievich es un precursor del Bartleby de Herman Melville o el Gregorio Samsa de Kafka no aclara nada, pues Bartleby es el nihilista perfecto (“preferiría no hacerlo”) y Samsa, un inadaptado que sufre la exclusión familiar y social. El capote no aborda estas cuestiones. Si se compadece de su personaje, Gógol sólo lo hace de una forma tangencial, indirecta. Su peripecia únicamente le interesa en la medida en que le permite escenificar su interpretación del mundo. A su entender, no hay orden ni equilibrio en la trama de la vida. Todo es absurdo, irracional y grotesco. El ser humano podría ser digno de lástima, pero en realidad es el único responsable de su desdicha. En el principio, no reinaba el caos, sino la armonía, pero esa edad de oro casi ha caído en el olvido. Sólo tenemos viejos testimonios de esa época y hemos llegado a pensar que nunca existió. Ahora vivimos atrapados en el vértigo, el ruido, la confusión. En su Curso de literatura rusa (1981), Vladimir Nabokov lo expresa claramente: “Algo hay que funciona muy mal, y todos los hombres son lunáticos leves entregados a ocupaciones que a ellos les parecen muy importantes, mientras una fuerza absurdamente lógica les mantiene atados a sus inútiles trabajos: ése es el verdadero mensaje del cuento”.

El mundo desquiciado y cruel que nos relata Gógol puede interpretarse de distintos modos. Primero, conforme a las creencias del escritor, que suscribe los dogmas de la iglesia ortodoxa, según la cual el hombre fue creado en perfecta armonía con Dios, pero el pecado lo arrojó al vendaval del tiempo, donde reinan la fatiga, el dolor y la muerte. El desamparo y la indefensión Akaki Akákievich proceden esa catástrofe primordial. Podemos rechazar esta versión, rebajándola a la simple condición de mito, pero es esa dimensión mitológica la que imprime densidad narrativa y simbólica al relato de Gógol. En segundo lugar, podemos prescindir de las convicciones religiosas del escritor y aventurar que la obra anticipa la sensación de vacío existencial del hombre tras la muerte de Dios. Aunque Nietzsche aún no ha nacido en esas fechas, el desencanto del mundo ya ha comenzado. Sin una escatología sobrenatural, la realidad queda reducida a una pesadilla implacable. Gógol se asoma al abismo y nos muestra su fondo espeluznante. El hombre es una criatura patética porque es hombre, porque tiene lenguaje, porque sabe que va a morir, porque advierte la inutilidad de sus actos, abocados a borrarse en un porvenir cada vez más frío y desorganizado. La prosa de Gógol “haraganea”, por utilizar la expresión de Nabokov, en el filo del precipicio, desplegando su “pirotecnia verbal” para evidenciar que todo es ilógico. El arte no da respuestas, sólo atisba –concluye Nabokov- “ese fondo secreto del alma humana donde las sombras de otros mundos pasan como sombras de naves silenciosas y sin nombre”.

Por último, podemos renunciar a interpretar el cuento de Gógol, afirmando que sólo es lenguaje, literatura, forma. Nabokov también suscribe esta lectura, destacando las virtudes de un estilo que ha soportado el paso del tiempo sin mostrar signos de extenuación. Personalmente, yo he sentido al releer el cuento que asistía a un desfile de máscaras. Nadie es lo que parece. El “personaje importante” se vuelve insignificante tras sufrir el asalto de Akaki Akákievich. Akaki Akákievich se vuelve importante tras expirar, suscitando el miedo de los que antes se burlaban de su timidez y torpeza. El capote transforma a sus propietarios, invirtiendo sus roles sociales. Como en la parábola bíblica, los poderosos son humillados y los humildes ensalzados. El “hombre importante” se vuelve compasivo y el insignificante, feroz. Tal vez esas inclinaciones vivían aletargadas en su interior y sólo se han manifestado bajo la presión de los acontecimientos. “¿Quién puede meterse en el alma de una persona y adivinar lo que se le pasa por la cabeza?”, pregunta Gógol, insinuando que cualquier juicio sobre los otros constituye una temeridad. Lo cierto es que El capote, como buen clásico, conserva su misterio, con independencia de las interpretaciones. Sería una necedad intentar despejar definitivamente su enigmático significado. Podemos vivir sin certezas. O dicho de otro modo: debemos preservar el asombro, la perplejidad, la duda. Quizás esa es una de las grandes enseñanzas de la verdadera literatura.

martes, 21 de agosto de 2018

"John Steinbeck, la balada de Tom Joad" por Rafael Narbona


Peter Bogdanovich afirmaba que Henry Fonda poseía un talento dramático inigualable: “Cuando dice algo lo crees… Esta es una cualidad de las verdaderas estrellas y nadie la tiene más que Fonda”. Cuando John Ford escogió a Henry Fonda para interpretar el papel de Tom Joad en Las uvas de la ira, estableció un vínculo indisoluble entre el actor y el personaje literario. Es difícil pensar en Tom Joad sin evocar el rostro de Henry Fonda, despidiéndose de su madre. Ambos saben que no volverán a estar juntos, que se trata de un adiós definitivo. En mitad de la noche, sus rostros palidecen en la penumbra, como llamas que luchan contra la oscuridad. Aunque el neorrealismo aún no ha irrumpido en escena, la secuencia reúne todos los rasgos del estilo cinematográfico que surgirá en la Italia de la posguerra de 1945: puesta en escena minimalista, fotografía de estilo documental, primeros planos hondamente introspectivos. Tom Joad recita su famoso parlamento: “Estaré en todas partes…, dondequiera que mires. En donde haya una pelea para que los hambrientos puedan comer, allí estaré. […] Estaré en los gritos de la gente enfurecida y estaré en la risa de los niños cuando están hambrientos y saben que la cena está preparada. Y cuando nuestra gente coma los productos que ha cultivado y viva en las casas que ha construido, allí estaré”. Tom Joad no es un personaje literario más, sino un símbolo, casi un mito. Encarna la dignidad de la clase trabajadora, luchando contra cualquier forma de opresión o explotación.

La extraordinaria fotografía de Gregg Toland capta su drama interior, que implica la renuncia a las ambiciones individuales para asumir metas colectivas, como la justicia, la igualdad y la solidaridad. Toland se inspiró en la obra de Dorothea Lange, famosa por sus desgarradoras y precisas fotografías de la Gran Depresión, para imprimir en las imágenes un aspecto arenoso, sucio y realista. En su célebre entrevista con Peter Bogdanovich, Ford destacó el ingenio y la creatividad de Toland: “Trabajó estupendamente en la fotografía, cuando no había nada, pero nada, que fotografiar, ni un sola cosa bonita. […] Parte quedará en negro, le advertí, pero vamos a correr un riesgo y hacer algo que resulte distinto”.

La versión cinematográfica de John Ford elude el trágico final que había concebido John Steinbeck para su novela. Después de trabajar febrilmente unos pocos días en la recolección del algodón, unas lluvias implacables anegan el campamento donde se ha establecido la familia Joad. La tromba de agua les obliga a refugiarse en un cobertizo. Abandonada por su marido en mitad de su embarazo, Rose of Sharon acaba de dar a luz. El recién nacido había muerto en su vientre y su estado era tan lamentable que ni siquiera han podido determinar su sexo. Rose no repara en la importancia de la leche que lleva en su seno hasta que se topan en el cobertizo con un niño famélico y su padre moribundo. Ma Joad mira a Rose of Sharon, invocando su instinto maternal. La mujer es como un río que fluye sin descanso. Tiene el don de la vida en sus entrañas y en su espíritu. No puede mirar hacia otro lado ante la desdicha ajena. Ma Joad y Rose of Sharon se entienden sin necesidad de hablar. La joven se acerca al moribundo y se descubre el pecho, sujetando su cabeza con las manos. La leche que no sirvió para alimentar a su hijo salvará la vida de un hombre desahuciado.

John Steinbeck atribuye a la condición femenina un sentido más profundo de la solidaridad y una determinación más firme. Los ojos de color avellana de Ma Joad parecían “haber sufrido todas las tragedias posibles y haber remontado el dolor y el sufrimiento como si se tratara de peldaños, hasta alcanzar una calma superior y una comprensión sobrehumana”. Aunque ha sufrido una injusta postergación durante siglos, la mujer siempre ha ejercido un liderazgo silencioso, proporcionando la fuerza y la ternura necesarias para afrontar los tiempos de crisis. “Una mujer puede cambiar mejor que un hombre –afirma Ma Joad–. La mujer tiene la vida en los brazos. El hombre la tiene toda en la cabeza”. El hombre vive a sacudidas. No tiene visión de futuro. En cambio, la mujer mira hacia adelante. Sabe que el mañana siempre es una promesa abierta. La sequía, las tormentas de polvo y los tractores expulsaron a la familia Joad de su granja en Oklahoma, pero siempre hay un porvenir por el que luchar. Ma Joad no fantasea con el paraíso, sino con una comunidad donde nadie se parapete en el bienestar de su familia para labrar la desgracia de los demás. Sus escasos estudios le impiden hablar abiertamente de fraternidad o conciencia de clase, pero su mente ha interiorizado que la clase trabajadora sólo podrá mejorar su vida mediante la solidaridad y el compromiso. No conocía las huelgas, pero ahora sabe que protegen a los más débiles, combatiendo los abusos de los ricos y poderosos.

“Antes la familia era lo primero –reconoce Ma Joad–. Ya no es así. Es cualquiera. Cuanto peor estemos, más tenemos que hacer”. Su duro viaje hacia California, que no era la tierra de “leche y miel” que habían soñado, le ha enseñado a ampliar su concepto de la familia. La familia no se restringe a los más próximos, a los que comparten nuestra sangre. La familia está compuesta por la totalidad de la especie humana. Un ser humano en solitario no puede hacer nada. Sin embargo, cuando se funde con otros su fuerza se multiplica y adquiere una misteriosa trascendencia, una especie de inmortalidad impersonal, muy diferente –y quizás más valiosa– de la que prometen los predicadores. Los hombres mueren, pero las ideas perduran. Mientras se despide de su madre, Tom Joad evoca las palabras de Jim Casy, el antiguo predicador que les acompañó desde Oklahoma. Casy dejó de creer en Dios cuando las familias perdieron todo y emigraron forzosamente. No era un predicador ejemplar. Bebía alcohol y perseguía a las mujeres, casi siempre con éxito. Sus debilidades no pesaron tanto en su crisis de fe como la impotencia y el desamparo de las familias expulsadas de sus hogares por los bancos. Después de su viaje a California, repleto de penalidades e injusticias, adquiere una nueva fe. Ya no cree en Dios, sino en el hombre. Su transformación interior le convertirá en un agitador político, en un “rojo”, por utilizar la expresión de los policías y las patrullas de vecinos que acosan a los emigrantes, quemando sus campamentos y, en ocasiones, golpeándolos hasta la muerte. Joad recoge su legado y se compromete a transmitirlo: “Decía [Casy] que una vez se fue al desierto a encontrar su propia alma y descubrió que no tenía un alma que fuese suya, que él sólo tenía un pedacito de una enorme alma. Decía que el desierto no servía de nada porque su pedacito de alma no servía a menos que estuviera con el resto, y estuviera entera”. No hay esperanza para los humillados y ofendidos, si no caminan juntos, como un solo hombre: “Trabajar juntos por nuestra propia causa…, trabajar por nuestra propia tierra”. O dicho de otro modo: transitar del “yo” al “nosotros”, superando el estéril egoísmo.

La excelente película de John Ford, premiada con dos Oscar (mejor director y mejor actriz de reparto), tampoco recoge el momento en que tío John deposita en un arroyo el cadáver del recién nacido, cuyo ataúd es un simple cajón de fruta. El tío John, un hombre débil y atormentado, decide no enterrar el cuerpo para que todos vean la miseria de los emigrantes. “Ve río abajo y díselo [comenta con amargura]. Ve hasta la calle y púdrete y díselo de ese modo. Esa es tu manera de hablar. Ni siquiera sabemos si eras niño o niña. No lo averiguaremos. Baja ahora y yace en la calle. Quizás entonces se den cuenta”. Estrenada en 1940, las salas de cine estadounidenses no estaban preparadas para digerir tanta dureza, pero eso no significa que la película no recoja su espíritu de denuncia. John Ford se identificaba con la familia Joad, pues era hijo de emigrantes y había crecido en un modesto barrio de Portland. En esas fechas, aún no había girado hacia las posiciones conservadoras que abrazaría al final de su carrera. Desde luego, no simpatizaba con las ideas marxistas de John Steinbeck, pero sí con las políticas sociales de Franklin Delano Roosevelt. Quizás por eso imprimió a su versión de Las uvas de la ira un acento épico, que se reflejó en el discurso final de Ma Joad, interpretada a su pesar por Jane Darwell: “Estamos vivos y seguimos caminando. No pueden acabar con nosotros, ni aplastarnos. Saldremos siempre adelante porque somos el pueblo”. John Ford consideraba que el estilo interpretativo de Jane Darwell era demasiado afectado y sentimental para el personaje, pero la Academia le quitó la razón, premiando su actuación. Ciertamente, Darwell hizo una gran interpretación, combinando la fortaleza de carácter con la dulzura maternal. Se conmueve con el hambre de los niños, pero sabe contener sus emociones para no desmoralizar a su familia. Cuando cruzan el desierto de Arizona con la abuela en un estado agónico, conserva la calma, logrando convencer a los agentes de aduanas de que sólo se trata de una indisposición. Sabe que la abuela morirá pronto, pero no comparte con nadie esa certeza. Sólo al llegar a California, comunica que la abuela ha muerto esa noche, mientras viajaban por el desierto. El rostro de Jane Darwell muestra convincentemente la combinación de dolor y entereza del personaje, capaz de endurecerse para sobrevivir, pero nunca de deshumanizarse. La rabia no debe desembocar en el nihilismo, con su carga de odio y desesperación. Ma Joad conocía a la familia de “Pretty Boy” Floyd, el famoso gánster. No era un mal chico, pero pasó una temporada en la cárcel y, al salir, ya no era él, sino un animal furioso, que sólo pensaba en hacer el mayor daño posible. Tom ha pasado cuatro años en prisión por matar a un hombre en un baile. Un borracho intentó clavarle una navaja y él se defendió con una pala, golpeándole en la cabeza. Ma Joad no quiere que su hijo siga el camino de Floyd, enloquecido por los malos tratos y las humillaciones.

Entre 1932 y 1939, la sequía devastó las tierras y llanuras comprendidas entre el Golfo de México y Canadá. El suelo, desprovisto de humedad, levantó terribles ventiscas negras cuando el viento comenzó a soplar con fuerza. Los remolinos de polvo y arena escondieron el sol. Se llamó al fenómeno Dust Bowl y provocó que tres millones de personas perdieran sus granjas. Medio millón se desplazó al Oeste. Los bancos desahuciaron a miles de familias y comenzaron a emplear tractores, privando a los braceros de su medio de sustento. La familia Joad sufrirá ese trágico destino. Oriunda de Oklahoma, comprará un Hudson “Super-Six” de segunda mano para recorrer la famosa Ruta 66, que originalmente partía de Illinois, Chicago, y finalizaba en Los Ángeles, un trayecto de casi cuatro mil kilómetros. Durante el camino, soportarán toda clase de agravios. Los policías no cesará de hostigarlos, impidiéndoles acampar, y trabajadores y comerciantes cada vez se mostrarán más agresivos. No les consideran sus compatriotas, sino intrusos, casi tan indeseables como los negros del Sur. “Nos odian porque nos tienen miedo –comenta un emigrante–. Saben que un hombre hambriento va a conseguir comida aunque la tenga que robar”. Se generaliza el término despectivo de okie para referirse a las familias que huyen de la pobreza. John Steinbeck afirma que el responsable último de tantas desgracias es el sistema capitalista, un “monstruo” que enfrenta y divide a los hombres con sus injusticias. Desde su punto de vista, se trata de un gigante con los pies de barro, que podría ser fácilmente derribado: “En las almas de las personas las uvas de la ira se están hinchando y cogiendo peso, cogiendo peso para la vendimia. […] Y un día los ejércitos de amargura desfilarán todos juntos y de ellos emanará el terror de la muerte”. Steinbeck destaca los gestos de solidaridad que surgen entre los emigrantes. Cuando muere el abuelo al principio del viaje, una pareja de desconocidos les cede su tienda, un colchón y una manta para cuidarle durante su agonía. No es simple caridad, sino un gesto de afecto que brota de compartir el mismo estado de vulnerabilidad.

Steinbeck cree en el hombre. El “monstruo” ha sido creado por el hombre y puede ser destruido por el hombre. Para hacerlo, sólo necesita una idea y la determinación de morir por ella. Steinbeck escribe en 1939, cuando la Unión Soviética aún despierta ensoñaciones utópicas. No sospecha entonces que el comunismo se revelaría años más tarde como un nuevo “monstruo” dispuesto a triturar seres humanos. Las uvas de la ira disfruta de hace mucho tiempo de la consideración de obra clásica, pero su estilo directo y sencillo ha impulsado que muchos lectores situaran sus méritos por debajo de novelas más innovadoras, como El sonido y la furia, de William Faulkner, o el Ulises, de James Joyce. Las comparaciones son absurdas en este terreno, pero no está de más apuntar que la prosa de Steinbeck, transparente y lírica, nos ha dejado poderosas metáforas, como la imagen de la tortuga que camina obstinadamente hacia el sureste. Tom Joad se encuentra con ella en un camino y la recoge para regalársela a sus hermanos pequeños. Decide dejarla en libertad cuando descubre que su familia ha abandonado su granja. No sospecha que su éxodo hacia California en el Hudson “Super-Six” será tan lenta, tenaz y penosa como la del inofensivo reptil. John Ford prescindió de esa metáfora, pero el plano subjetivo del Hudson “Super-Six” avanzando por un paupérrimo campamento de emigrantes, evoca el espanto de transitar por un camino sin salida y la voluntad de llegar más allá. En una época caracterizada por las grandes migraciones y el renacer de la xenofobia, debería ser obligatorio leer Las uvas de la ira, pues nos enseña que no hay seres humanos ilegales, sino grandes calamidades que ponen a prueba la fibra moral de una sociedad.

sábado, 18 de agosto de 2018

Slavoj Zizek

Interesantes reflexiones del filósofo y humorista Slavoj Zizek sobre las máscaras, sobre nuestro comportamiento de cara al exterior y sobre la identidad.

Slavoj Zizek

lunes, 13 de agosto de 2018

Universo Saunders: "Pastoralia"

El universo Saunders es un festival de humor, parodia y disparate. El universo de George Saunders es particular (como el patio de mi casa) y desconcierta por su densidad y originalidad. Los cuentos de Pastoralia son universo Saunders. Lugares en los que se funde la prehistoria con los parques temáticos, los zombies con los estríper, los seres patéticos con sus ridículas esperanzas de gloria. En los cuentos de Pastoralia nos asaltan seres enfermos, de existencia mezquina, abocados a la miseria y al ridículo por una sociedad despótica. Y sobre este paisaje desolador no dejamos de reír. El ingenio lingüístico con el que Saunders construye a todos estos personajes sin suerte los dota de un carácter guiñolesco que conturba, porque tras el divertimento trasciende el fétido hedor de una sociedad despiadada. Cierto, es la sociedad Saunders, el universo Saunders, pero cuesta poco relacionar estos mundos disparatados y patéticos con escenarios reales americanos. 
Hay episodios desternillantes, inusuales: ese peluquero cincuentón y soltero, que tiene que divertir y servir a las amigas ancianas de su madre; esa pareja de empleados de un parque temático prehistórico que debe recoger su propia mierda; esa tía mayor que muere y vuelve a la vida con un talante muy agrio con el que intenta cambiar la vida de sus dos sobrinas descerebradas y su sobrino estríper... Todos estos personajes sorprenden y cautivan a pesar de su mediocridad, y sobre todo divierten, por el ingenio desmesurado de su creador, que sabe enredar y cautivar al lector con situaciones estrambóticas (no menos que las reales). 
Algunos se nos presentan así: "La noche anterior, por primera vez en mucho tiempo, se había sentido alguien diferente del tipo que se hace pajas en un taburete de ordeñar en la despensa de su madre." O así: "-¡Tienes suerte, tío! -dice mi hermana-. Acabaste el instituto. Te sacaste el puñetero título. Nosotras no. Por eso tenemos que hacer esta mierda del graduado escolar. Si tuviéramos el título, podríamos ver la tele sin distracciones." Y las reflexiones de sus personajes tienen este calado: "La cuestión era: ¿ella lo querría? Era viejo. Tirando a viejo. Cuando se ponía de pie demasiado deprisa se le descolocaban las articulaciones de las rodillas. Últimamente habían empezado a sangrarle las encías. Y además no tenía dedos de los pies."  
Ya sabes, no te pierdas el universo Saunders: fama, religión, dinero, desamor, cobardía, sexo y escatología, mucha escatología ingeniosa.  

domingo, 12 de agosto de 2018

"La culpa ahogada en una pinta de Guinness" por Manuel Vicent


Cuando en 1967 realicé mi primer viaje a Dublín, acababa de leer Retrato del artista adolescente, de James Joyce, e imaginaba a aquel alumno del colegio Belvedere en la penumbra de la capilla durante los ejercicios espirituales, oyendo la voz cavernosa del padre jesuita que describía minuciosamente los estertores de la agonía, la putrefacción del cuerpo pasto de los gusanos y el merecido castigo del fuego eterno. Esas pláticas habían dejado el terror consolidado en su alma, solo atemperado por el sabor dulzón del confesonario, donde el adolescente era acariciado por un confesor meloso con suaves pescozones en las mejillas con los que le ayudaba a liberar sus pecados de la carne.

Ese légamo cenagoso del que el escritor extrajo las mejores páginas de su literatura se lo aplicó al alma de Leopold Bloom, el protagonista del Ulises, una novela contra la que yo libraba una batalla siempre perdida en una infame edición argentina de tapas amarillas. Algún día conseguiré terminar este maldito libro –me decía– como quien logra superar una grave enfermedad, hasta el punto que yo entonces no lograba distinguir a Leopold Bloom del propio Joyce porque los sentía unidos bebiendo la misma pinta de cerveza Guinness en el pub Davy Byrnes, en Duke Street, cuya espuma les tostaba a ambos el bigote. Desde entonces llevo asociada la culpa y el remordimiento a la cerveza negra. Cuando entré por primera vez en el pub Davy Byrnes, también pedí, como Leopold Bloom, un sándwich de queso gorgonzola y una pinta de Guinness y la bebí junto a unos parroquianos que abrevaban con furia católica acodados en una barra rematada con una curva femenina de art déco.

Para llegar a esta primera parada tuve que atravesar el bullicio de Grafton Street, llena de mujeres pelirrojas como las que había visto en las películas del Oeste disparando desde las carretas contra los indios o haciendo tartas de calabaza y de hombres semejantes a aquellos granjeros con calzones de felpa y tirantes, a quienes los cuatreros sorprendían siempre arreglando el tejado de casa. Estos tipos en los pubs de Dublín cantaban y empuñaban con el mismo ardor una pinta de cerveza Guinness que al día siguiente en la iglesia de santa Teresa de Ávila abrían el misal de cantos dorados con las manos rudas llenas de pecas.

En los salones del hotel Shelbourne, frente al parque de Saint Stephen's Green, donde a la hora del té se extasiaba lo más elegante de Dublín, una camarera me dijo que había estado en España.

—Fui siguiendo al padre Peyton, que promovía el rosario en familia. Encontré que en Madrid había una gran libertad de costumbres. Me pareció que era Babilonia comparado con Dublín. Aquí los sábados, todavía los hombres siguen emborrachándose solos y las mujeres se quedan en casa limpiándoles los zapatos para ir el domingo a misa.

La accidentada lectura del Ulises me llevó a recorrer algunos lugares del circuito del protagonista, la torre Martelo, la tienda Brown Thomas, la farmacia Sweny's, donde Leopold Bloom compraba jabones en forma de limón para ir a unos baños públicos, la Biblioteca Nacional, que era Scylla y Charybdis. En el restaurante The Bailey, frente al pub Davy Byrnes, se conservaba la puerta original de Ecles Street 7, la casa de donde el 16 de junio de 1904 Leopold Bloom inició su periplo de 24 horas, durante el cual este hombre vulgar, que se había desayunado con un riñón de cerdo asado y que llevaba una patata en el bolsillo de la chaqueta, iba liberando un fluido de la conciencia como un excipiente de sus sueños inconfesables, ese fondo cenagoso que sustenta la vida de cualquier ciudadano corriente, mientras su mujer, Molly Bloom, le esperaba en la cama hasta altas horas de la madrugada con el deseo palpitando como una babosa.

Molly podía ser Nora Barnacle, la mujer de Joyce, una chica de Galway que trabajaba en el hotel Finn's junto al Trinity College, a la que encontró mirando un escaparate de la calle Nassau. Sin duda, el Dublín actual ya es otro, pero de aquel primer viaje guardo una sensación de tedio provinciano, ahogado cada sábado en un río de cerveza Guinness que desembocaba en la misa del domingo con la admonición del cura desde el púlpito. Uno podía fácilmente convertirse en un alegre explorador de iglesias y de pubs, McDaids, O'Donoghue's, Mulligan's, The Long Hall, Keogh's y, de nuevo Davy Byrnes. En la discoteca Rumours, tal vez estaría la camarera del hotel Shelbourne besándose en la oscuridad con su novio, sudorosa y reprimida, bajo la voz aterciopelada de Neil Diamond. Dadle duro, muchachos, que mañana domingo os espera el padre Purdon en el confesonario.

viernes, 10 de agosto de 2018

"La madre" de Máximo Gorki



El comienzo de La madre de Máximo Gorki es demoledor. Se describe con crudeza naturalista el paisaje de los obreros de principios del siglo XX: su situación de alienación, esclavitud y embrutecimiento. El relato está inspirado en los movimientos prerrevolucionarios de 1905 en San Petersburgo. Esta novela supone un ejercicio de memoria muy interesante para recordar de dónde procede el capitalismo, cuáles son sus medios y a qué monstruo se enfrentaban sus primeras víctimas. No hay mejor manera para comprender la Revolución Industrial y los movimientos obreros que acercarse a obras como esta. También es una buena forma de ver el desgaste de palabras como "socialista" y de comprobar por qué es necesaria la educación y por qué son inevitables las revoluciones. Que luego tiranos y asesinos se aprovechen del sacrificio del pueblo, es una maldición eterna. 

"Cada mañana, entre el humo y el olor a grasa del barrio obrero, la sirena de la fábrica mugía y temblaba. De las casuchas grises salían apresuradamente, como cucarachas asustadas, gentes hoscas, con el cansancio todavía en los músculos. En el aire frío del amanecer, iban por las callejuelas sin pavimentar hacia la alta jaula de piedra que, serena e indiferente, los esperaba con sus innumerables ojos, cuadrados y viscosos. Se oía el chapoteo de los pasos en el fango. Las exclamaciones roncas de las voces dormidas se encontraban unas con otras: injurias groseras desgarraban el aire. Había también otros sonidos: el ruido sordo de las máquinas, el silbido del vapor. Sombrías y adustas, las altas chimeneas negras se perfilaban, dominando el barrio como gruesas columnas.
Por la tarde, cuando el sol se ponía y sus rayos rojos brillaban en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba de sus entrañas de piedra la escoria humana. Y los obreros, los rostros negros de humo, brillantes sus dientes de hambrientos, se esparcían nuevamente por las calles, dejando en el aire el aliento húmedo de la grasa de las máquinas. Ahora, las voces eran animadas e incluso alegres: su trabajo de forzados había concluido por aquel día, la cena y el reposo los esperaban en casa. 
La fábrica había devorado su jornada: las máquinas habían succionado en los músculos de los hombres toda la fuerza que necesitaban. El día había pasado sin dejar huella: cada hombre había dado un paso más hacia su tumba, pero la dulzura del reposo se aproximaba, con el placer de la taberna llena de humo.
Los días de fiesta se dormía hasta las diez. Después, las gentes serias y casadas, se ponían su mejor ropa e iban a misa, reprochando a los jóvenes su indiferencia en materia religiosa. Al volver de la iglesia, comían y se acostaban de nuevo, hasta el anochecer. 
La fatiga, amasada durante años, quita el apetito, y, para comer, bebían, excitando su estómago con la aguda quemadura del alcohol.
Cuando se encontraban, hablaban de la fábrica, de las máquinas, o se deshacían en ataques contra los capataces. Las palabras y los pensamientos no se referían más que al trabajo. Apenas alguna idea, pobre y mal expresada, arrojaba una solitaria chispa en la monotonía gris de los días. Al volver a casa, los hombres reñían con sus mujeres y con frecuencia les pegaban, sin ahorrar los golpes. Los jóvenes permanecían en el café u organizaban pequeñas reuniones en casa de alguno, tocaban el acordeón, cantaban canciones innobles, bailaban, contaban obscenidades y bebían. Extenuados por el trabajo, los hombres se emborrachaban fácilmente: la bebida provocaba una irritación sin fundamento, enfermiza, que buscaba una salida. Entonces, para liberarse, con cualquier excusa, se lanzaban unos contra otros con furor bestial. Se producían riñas sangrientas, de las que algunos salían heridos; algunas veces había muertos...
En sus relaciones, predominaba un sentimiento de violencia al acecho, que dominaba a todos y parecía tan normal como la fatiga de los músculos. Habían nacido con esta enfermedad del alma que heredaban de sus padres, los acompañaba como una sombra negra hasta la tumba, y les hacía cometer actos odiosos, de inútil crueldad.
Los días de fiesta, los jóvenes volvían tarde por la noche, los vestidos rotos, cubiertos de lodo y polvo, los rostros contusionados; alardeaban, con voz maliciosa, de los golpes propinados a sus camaradas, o bien, llegaban furiosos o llorando por los insultos recibidos, ebrios, lamentables, desdichados y repugnantes. A veces eran los padres quienes traían su hijo a casa: lo habían encontrado borracho, perdido al pie de una valla, o en la taberna; las injurias y los golpes llovían sobre el cuerpo inerte del muchacho; luego lo acostaban con más o menos precauciones, para despertarlo muy temprano, a la mañana siguiente, y enviarlo al trabajo cuando la sirena esparcía, como un sombrío torrente, su irritado mugir. 
Las injurias y los golpes caían duramente sobre los muchachos, pero sus borracheras y sus peleas les parecían a los viejos perfectamente legítimas: también ellos, en su juventud, se habían embriagado y pegado; también a ellos les habían golpeado sus padres. Era la vida. Como un agua turbia, corría igual y lenta, un año tras otro; cada día estaba hecho de las mismas costumbres, antiguas y tenaces, para pensar y obrar. Y nadie experimentaba el deseo de cambiar nada.
Algunas veces, aparecían por el barrio extraños, venidos nadie sabía de dónde. Al principio, atraían la atención, simplemente porque eran desconocidos; suscitaban luego un poco de curiosidad, cuando hablaban de los lugares donde habían trabajado; después, la atracción de la novedad se gastaba, se acostumbraba uno a ellos y volvían a pasar desapercibidos. Sus relatos confirmaban una evidencia: la vida del obrero es en todas partes la misma. Así que, ¿para qué hablar de ello?
Pero alguna vez ocurría que decían cosas nunca oídas en el barrio. No se discutía con ellos, pero escuchaban, sin darles crédito, sus extrañas frases, que provocaban en algunos una sorda irritación, inquietud en otros. No faltaban quienes se sentían turbados por una vaga esperanza y bebían todavía más para borrar aquel sentimiento inútil y molesto.
Si en un extraño observaban algo extraordinario, los habitantes de la barriada no lo miraban bien, y lo trataban con una repulsión instintiva, como si temiesen que influyera en su existencia, algo que podría turbar la regularidad sombría, penosa, pero tranquila. Habituados a ser aplastados por una fuerza constante, no esperaban ninguna mejora, y consideraban que cualquier cambio solo les haría el yugo todavía más pesado. 
Las gentes del barrio huían en silencio de los que hablaban de cosas nuevas. Entonces estos desaparecían, volvían al camino, o si se quedaban en la fábrica, vivían al margen, sin lograr fundirse en la masa uniforme de los obreros...
El hombre vivía así unos cincuenta años; después, moría..."

jueves, 9 de agosto de 2018

"Carmen Baroja y Nessi, una mujer del 98" por Rafael Narbona


Durante mucho tiempo, las memorias de Carmen Baroja y Nessi, hermana de Pío y Ricardo, y madre de Julio Caro, permanecieron inéditas y olvidadas. La filóloga y traductora Amparo Hurtado conoció su existencia al leer Los Baroja, la autobiografía de Julio Caro, que incluía semblanzas y peripecias de toda la saga familiar. En el capítulo dedicado a su madre, Julio se muestra partidario de “cultivar la conciencia del recuerdo”, quizás para que la muerte no devore e iguale todo lo acontecido en una descorazonadora insignificancia: “Acaso esto sea producto de una manía familiar, de la que participamos mis dos tíos y yo… junto con mi madre. Porque mi madre ha dejado, también, unas notas de recuerdo escritas en sus últimos años, que yo he leído varias veces, pero muy de prisa siempre, porque me producen gran tristeza. Por ellas sé que no fue feliz en su vida”. Amparo Hurtado leyó este comentario y experimentó el deseo de leer esas “notas de recuerdo”, pero después de realizar varias búsquedas infructuosas, descubrió que la obra no había visto la luz. Decidió entonces recurrir a la familia Baroja, escribiéndoles una carta. Julio Caro contestó enseguida, invitándola a Itzea, el caserío de Vera de Bidasoa, donde guardaban papeles inéditos de su madre. En una carpeta, aparecieron narraciones breves, reportajes, apuntes, conferencias, guiones de cine, una comedia, pero no las codiciadas memorias. Cuando ya habían perdido la esperanza de hallar el manuscrito, Julio Caro encontró por azar un sobre con papeles de su madre. Se trataba de sus memorias, encabezadas por un título elocuente, que manifestaba la adhesión de Carmen Baroja a las tesis de Azorín: “Recuerdos de una mujer de la generación del 98”. La autora había añadido su nombre con su puño y letra. A diferencia de su hermano Pío, Carmen Baroja sí creía que había existido una generación del 98, caracterizada por una ardiente vocación literaria y una concepción romántica de la vida: “Gente de café, de discusión, todos ellos algo bohemios”.

Amparo Hurtado se enfrentó a la compleja tarea de ordenar un material compuesto por hojas de distintos tamaños y colores, páginas mecanografiadas o escritas a mano. Carmen Baroja se había limitado a escribir por impulsos, sin un plan previo y sin numerar las páginas. Sin embargo, su obra inacabada reflejaba inteligencia, sensibilidad y sentido del humor. Aunque había mantenido serias diferencias con sus hermanos Pío y Ricardo, su temperamento inconformista y mordaz reflejaba el estilo del clan, con sus brotes de arbitrariedad, su humor algo cruel y su pesimismo existencial. Nacida en Pamplona el 10 de diciembre de 1883, Carmen era hija del ingeniero de minas Serafín Baroja Zorzona, apasionado por la música y la literatura, y Carmen Nessi Goñi, una matriarca tradicional. Los frecuentes cambios de destino de su padre determinaron que pasara su infancia y adolescencia entre distintas ciudades, como Valencia -donde estudió con las monjas del Sagrado Corazón-, Madrid, Pamplona y San Sebastián. Años más tarde, se casó con Rafael Caro Raggio. El matrimonio defraudó sus expectativas románticas. Perder dos hijos pequeños no contribuyó a mejorar la relación. Durante la Guerra Civil, la mala fortuna mantuvo al matrimonio separado. Carmen pasó la mayor parte del tiempo en Itzea. Rafael no pudo abandonar Madrid. Cuando al final se reunieron en la capital, Caro Raggio era un hombre destruido por el sufrimiento físico y psicológico, con el pelo blanco, la piel gris, deshidratada, encorvado y sin dientes: “No sabíamos qué decirnos. Yo no hacía más que llorar. Julito estaba desesperado”. Carmen no simpatizó con ninguno de los bandos. La sublevación le pareció una nueva “carlistada”. Su familia siempre había apoyado las ideas liberales y le repugnaba la perspectiva de una España dominada por el ejército y el clero. En Navarra, conoció la represión del bando nacional, que incluyó actos de barbarie como la ejecución de una madre y sus hilos pequeños, arrojados a una sima aún con vida. Años más tarde, su marido, expulsado de su trabajo en Correos por ser un pequeño burgués, le narró los “paseos” por la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria, donde muchas personas fueron fusiladas por el simple hecho de ser católicas y de derechas. Carmen Baroja habla con el mismo desprecio de los “rojos” y los “pollos fascistas”, movidos por un fanatismo de distinto signo, pero con el mismo fondo cainita.

La época más feliz de Carmen se corresponde con sus años en la casa de calle Mendizábal nº 34, donde se estableció el clan Baroja al completo. En 1926, surgió de forma imprevista la compañía de teatro de cámara llamada El Mirlo Blanco. Todo empezó una tarde de domingo, el Día de Difuntos de 1925, cuando se improvisó una representación de Don Juan Tenorio, con la participación de figuras tan ilustres como Valle-Inclán, Manuel Azaña y Rivas Cherif. El creador del Marques de Bradomín exhibió sus grandes dotes como histrión, realizando una interpretación inolvidable de doña Brígida. Después de esta experiencia, toda la familia Baroja –salvo Rafael Caro Raggio y la matriarca Carmen Nessi- se volcó en las representaciones. Para Carmen Baroja, las funciones no eran un simple ejercicio dramático. En Adiós a la bohemia, “Pío hizo del señor que lee El Heraldo. Ricardo, del mozo de café. No creo que jamás se pueda hacer una representación más perfecta. ¡La esencia, el alcaloide del 98…! Con toda su nostalgia, con todo su sabor”. También en 1926 se fundó el Lyceum Club Femenino, con María de Maeztu ocupando la presidencia. Carmen Baroja jugó un papel importante organizando conferencias y exposiciones. El Lyceum se convirtió en una plataforma feminista y, poco a poco, adquirió una orientación política radical, que desagradó a Carmen hasta el punto de darse de baja. La derecha y la iglesia católica atacaron al Lyceum con saña, acusando a sus asociadas de promover el ateísmo y la destrucción de la familia. Ernesto Giménez Caballero ridiculizó sus actividades en varios artículos y Jacinto Benavente declinó la invitación de impartir una conferencia, alegando que no le gustaba hablar “a tontas y a locas”. La Guerra Civil acabó con El Mirlo Blanco y el Lyceum. Una bomba destruyó el hotelito de la calle Mendizábal y el nuevo régimen cedió el Lyceum a la Sección Femenina, que lo convirtió en el Centro Cultural Medina. Carmen Baroja era una mujer de su época y entendía que su sexo debía participar en los cambios sociales y artísticos. Poco a poco, perdió la fe que le había inculcado su madre, adoptando una perspectiva que rompía con la tradición: “Tengo el Arte y la Ciencia como auténticas religiones. En el primero están mis principales santones, en la segunda mis creencias. De la religión verdadera prefiero no hablar…”.

Carmen Baroja era una mujer hermosa. Alta, delgada, rubia y con unas manos muy bonitas, solían confundirla con una inglesa. Aceptó con humor el declive de la edad: “Estoy francamente fea, se me figura que tengo un gesto trágico que haría llorar a los niños. ¡No conservo más que el tipo! Hasta ahora he sido delgada, tiro más a bacalao que a hipopótamo”. Carmen estudió francés, inglés y piano. Escribió poemas, cuentos infantiles (Martinito el de la casa grande, 1942) y ensayos sobre etnografía. Además, ganó varias medallas por sus obras de arte decorativo (repujados, arquetas, grabados). De joven, era soñadora y algo ingenua: “He sido y sigo siendo una mujer muy ambiciosa. Yo ambiciono todo, lo he deseado todo, he creído en todo. En religión, llegar al misticismo; en amor, al sacrificio; en amistad, a la fidelidad; en la vida, al lujo, y todo esto tal y como yo quería, a mi manera. La desilusión fue terrible”. Desde joven, se sintió “francamente feminista” y nunca soportó al “señorito chulo y majadero”. La idea del honor siempre le pareció “monstruosa” y sólo pudo ocultar a duras penas que se aburría mortalmente, cosiendo al lado de su madre y sus tías. Aunque quería a Pío y Ricardo, sabía que los dos eran roñosos y egoístas. Nunca simpatizó con Alfonso XIII, pero tampoco se hizo ilusiones con la República. De hecho, pensó que el cambio en la forma del Estado podría desestabilizar a un país con grandes tensiones sociales. Su opinión sobre literatos y artistas nunca fue indulgente: “Quien ha vivido entre artistas, hombres de letras, etcétera, sabe la poquísima cordialidad que reina entre ellos y la falta absoluta de amistad”. Apreció a Manuel Azaña como amigo, pero no como político, y tributó afecto a Valle-Inclán, pese a su carácter conflictivo. Admiró a María de Maeztu, a la que consideraba una gran pedagoga, e hizo buenas migas con Elena Fortún, “pequeñita, de ojos negros, ocultista, teósofa y espiritista, muy simpática, excelente persona, vegetariana, y un poco chiflada”. Ernestina de Champourcín le pareció “una muchacha un poco rara […] que se casó con un gamberro, que creo que también hacía versos y se llamaba Domenchina. ¡Pobre muchacha!”.

Durante la guerra, crió cerdos y trabajó en la huerta de la casa de Itzea para contribuir al sustento de la familia. No le desagradó el trabajo físico: “La cuestión de la labranza confieso que me gustaba y me sigue gustando apasionadamente. Allí está divinamente comprendida, las tierras son pequeñas, se dominan con facilidad, no es lo mismo que en Castilla”. La Guerra Civil le dejó una sensación de “asco, una náusea, que todavía y a pesar de los años sigue y perdura”. En Navarra, los requetés quemaron libros y fusilaron sin tregua. Muchos fueron pasados por las armas por tener fama de ateos o nacionalistas. No le pareció menos horrible la violencia del otro lado. En ambos bandos, proliferaron las denuncias, las venganzas personales y la corrupción. Al poco de regresar a Madrid, se quedó viuda, pero el afecto a sus dos hijos, Julio y Pío, le proporcionó felicidad y sosiego. Al igual que su hermano Pío, Carmen formula unos juicios feroces y descacharrantes sobre sus contemporáneos y conocidos. Ortega y Gasset le parece “el colmo de la cursilería”. Sus discípulos –no menciona a ninguno- son aún peores: “Todos estos pollos fascistas son sus legítimos herederos, amamantados con sus teorías, y siempre con la cara vuelta a la última moda, o sea, al sol que más calienta”. Describe al pintor José Gutiérrez Solana como “uno de los hombres más brutos que he conocido” y a Gómez de la Serna como un tipo ridículo y amargado: “parecía una de aquellas señoras que se disfrazaban de hombre en el Carnaval, de las que tienen un culito redondito y unas caderas salientes”. Carmen Baroja no se muestra especialmente comprensiva con la literatura de Pío, que considera superficial y triste: “Nunca vio ni le interesó lo que había a su lado. Gran desacierto para un escritor, no porque lo cercano fuera interesante, sino porque era suyo”.

Carmen Baroja es realmente una mujer de la generación del 98, con su prosa fresca y chispeante, preocupada por la realidad circundante y con la sensibilidad concertada con los cambios estéticos y sociales. Descartó el papel de matriarca que le correspondía, prefiriendo situarse en un plano de igualdad con sus hermanos y su marido. Según su hijo Julio estuvo a punto de casarse con un diplomático chino del régimen imperial. Simpatizó con la bohemia, pero no con la penuria y los excesos. Con los años, creció su escepticismo religioso, pero agradeció el funeral católico que se organizó en Vera de Bidasoa cuando murió su madre, pues le mostró la solidaridad de los vecinos y le distrajo de su dolor: “Acaso toda esta serie de ceremonias no fueron del agrado de algunas personas, no sé; a mí me parece que rodean a la muerte de algo muy dulce, mitigando lo más trágico y desolado”. Julio Caro Baroja describe a su madre como una mujer dulce, comprensiva y cariñosa: “No hay día en que no piense en ella”. Admite que se preparó para su pérdida, sabiendo el gran vacío que dejaría en su vida. Cuando la veía sobre el piano con una sonata de Haydn, pensaba que algún día evocaría ese momento desde la soledad. Y así fue. Eso sí, le ayudó a soportar el dolor su peculiar filosofía de la existencia: “Desde muy joven, he considerado que medir la vida en términos de felicidad o infelicidad es un hábito que conviene desterrar de la mente”. Quizás la insatisfacción de Carmen Baroja se hubiera aplacado, interiorizando esta reflexión de su hijo. Tal vez la reflexión de Julio sólo es una enseñanza indirecta de su madre, que forjó su carácter y le despejó el camino hacia el saber, la meditación y la serenidad.