Mostrando entradas con la etiqueta XXI. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta XXI. Mostrar todas las entradas

lunes, 25 de marzo de 2024

LA MODELO




VIII. La modelo
Ruggiera es arepa tostada, una pantera de las que provocan accidentes en las playas y cortes de digestión en las aceras. Ruggiera no se llama Ruggiera. Es su nombre de pasarela, su alias profesional, con el que empezó en el mundo de las modelos. A Ruggiera le habría gustado ser blanca y nacer en Italia –mejor en el norte-, aunque ya se ha acostumbrado al cacao de su piel y a ignorar a quienes la llaman negrita, afro, maloliente y cosas peores. Ruggiera no está del todo cómoda en este mundo. Todavía busca la postura, la peana que le permita exhibirse y morir como siempre soñó. Estuvo subida en ella, pero se desmoronó, como un castillo de arena caribeña. Rozó la seda durante unos años y vive con la esperanza de acariciarla de nuevo. 

Hablar de una misma en tercera persona, ver la vida desde un promontorio, analizar hacia dónde vas con la frialdad de un islandés y contar lo sufrido como si fueras otra, te libera de responsabilidades y llama a la sinceridad. Me asegura mi amiga Matilde: “Es una forma original de animarse, de observarte. Lo necesitas, confía en mí. Si yo no lo hiciera, el suelo se me habría tragado. Estas filigranas de la perspectiva son útiles para despejar el rumbo de navegación.” No sé si es buena idea. No estoy segura. No sé si borrarlo y comenzar este diario de nuevo, a la manera tradicional.
 
Ruggiera nació en Colombia, cerca de la plaza de Santa Teresa, en Cartagena de Indias. Domina cuatro idiomas: colombiano, castellano, inglés e italiano. Su infancia no fue tan feliz como ella habría deseado, a causa de la oscuridad de su piel, sobre todo. Ese fue uno de los motivos principales, aunque también nació hembra y pobre. Su papá se lo puso muy claro cuando aún era muy niña: “Con lo bien que nos habría venido un man, pero aquí te tenemos: hembra, verraca y tostada, muy tostada. A ver cómo nos arreglamos para que no seas una gonorrea”. Ruggiera recordaría estas palabras durante toda la vida. Los reproches de su catire le afectaban tanto que nunca estaba segura de si sus ambiciones eran producto del libre albedrío o una reacción a los juicios de papá. Quería pensar que no hacía las cosas por taparle la boca, que sus éxitos y avances eran logros de elección propia. 

Me da apuro confesar mis debilidades. Toda la vida he estado endemoniada por ese catire huevón que preñó a mi mamá, por ese hijueputa del que aún me he de despedir. 

Ruggiera salió en cuanto pudo de Santa Teresa, de Getsemaní, de Cartagena y de Colombia. Allí no había quien aguantara la presión del papá catire –su mamá siempre fue transparente y mulata clara-, ni el asedio de los cartageneros. Porque Ruggiera, en cuanto llegó a mocita, ganó una sexualidad que la recluía dentro de casa por precaución. No podía salir a la puerta si no iba bien cubierta con polleras largas, y estos disfraces en el Caribe no son para aguantarlos sin desangrarse. Fue tan espectacular el desbordamiento de su sexualidad que era peligroso andarse cimbreando ese cuerpopor las calles de Cartagena cimbreando ese cuerpo, por muy oculto que estuviera. Los hombres de su ciudad no usan riendas cuando ven viejas de tirón y menos cuando el papá no levanta ninguna fortaleza que obstaculice el asedio de su pelada. 

Aunque mi catire hubiera tenido lo que otros tenían, poder y arrestos, tampoco me habría librado del acoso insistente de los varones. Mi desarrollo sexual en la adolescencia me alcanzó un trauma –y no soy propensa- del que solo escapé cuando abandoné la plaza de Santa Teresa. A esa edad, no era yo de las que gozan cuando las vichean, las lamen con la vista y las adulan con la lengua, no. Tenía parceras que sí, que se quebraban viendo cómo trempaban los hombres a su paso. Mis instintos predadores aparecieron más tarde, lejos de Getsemaní. Fue entonces cuando aproveché mi cuerpo para mi beneficio y me fue muy bien, pero de repente nos volvimos remilgados y me jodieron. 

Muy jovencita, Ruggiera sintió la necesidad urgente de escapar de su país. Eran muy altas las expectativas y muy pocas las esperanzas que la ataban a su familia y a su ciudad. Una mulata oscura en Cartagena, con cuerpo rumbero y en el barrio de Getsemaní, con una mamá de cristal y un padre sin hueso, solo podía acabar de una manera, y no tenía ganas de reventar tan joven como lo habían hecho algunas de sus compañeras de escuela, menos panteras que ella. Ruggiera obtuvo unas calificaciones excelentes en la educación básica y en la media. Le habría gustado cursar una maestría, pero su familia no se lo permitió; por eso huyó muy jovencita, primero a Bogotá y luego a Madrid, con un documento falso y unos pesos de su abuelita, gobernanta en el hotel Charleston. Cuando llegó a España, Ruggiera todavía se llamaba Sandra Milena, como muchas de sus compatriotas. Fue allí, en Madrid, donde cambió por primera vez de nombre, al ingresar de camarera en una chocolatería. Le apeteció que la llamaran Marilyn, porque estaba intensa con la vida de la actriz de Hollywood y la imitaba en cuanto podía: rubia -posible con un tinte-, independiente -posible con dinero-, adorada -posible con su cuerpo y un poco de suerte- y sin ganas de criar nietecitos -muy fácil. 

Es verdad que no aguantaba en el pantano húmedo y bochornoso de Cartagena, que todo me parecía mediocre, violento y atufado en mi país. Pero también lo es que solo tenía dieciséis años, aunque aparentaba veintitrés. Ahora añoro los mosquitos, los papagayos, la plaza de Santa Teresa, los soportales de los escribanos y el mar, sobre todo el mar. Y no he vuelto por allí. Y también quería ser una nueva Marilyn: adoraba sus películas, su cabello y sus pupilas de muerta anunciada. 

Su primera experiencia como modelo volvió a cambiarle el nombre. Como a Norma Jean, a Ruggiera la descubrió un fotógrafo de forma casual: cuando dejaba una bandeja con chocolate y churros sobre una mesa de mármol falso. Todas sus compañeras de trabajo, que eran multitud, procedían de Indonesia, cordiales, sin nariz y de pasitos cortos. Ruggiera descollaba tras el mostrador de la chocolatería como un David de Miguel Ángel rodeado de figuritas de Lladró. La mejor amiga de Ruggiera era Norma Jean. Había leído tres biografías suyas y había visto sus películas varias veces. Por eso, que su carrera profesional comenzara como la de Marilyn, la animó a enguayabarse por primera vez en su vida junto a tres de sus compañeras indonesias, expertas en guaro de frontera y en el bordado con hilo de oro. Las indonesias, esa noche, la sorprendieron por el colorido de sus trajes de fiesta y por su inclinación a los alcoholes ásperos. Ruggiera, a pesar de sus dieciocho años recién cumplidos, supo moderarse, hasta en una circunstancia tan rumbera como aquella, y ni siquiera bailó con varones, solo con las figuritas de Lladró, que le clavaban en el talle los deditos de muñeca para librarla de la nostalgia de las recochas y de los hombres locuaces.

Sola, asustada y recién llegada a un país extranjero, no esperaba que mi sueño de adolescente fuera a cumplirse con tanta eficacia. No terminaba de creer lo que estaba viviendo desde que me contrataron en la chocolatería. Todo sucedía vertiginoso, con golpes de efecto, como en una comedia romántica. Para olvidarme del mar y de las noches de rumba de Santa Teresa, me empeñé en la universidad, aunque el sueldo de la chocolatería no me daba para pagar el alquiler y la matrícula. 
La aparición de Francesco una mañana de julio fue como el comienzo del estrellato de Norma Jean Baker. Le dije que me llamaba Marilyn y él rio con suficiencia. Me animó con un gesto a que confesara mi verdadero nombre, Sandra Milena. Él me pondría otro, porque Marilyn estaba muy gastado, porque Sandra Milena no le convencía y porque él era el experto en onomástica y no yo. Así que comencé como Ruggiera Van mi carrera de modelo, posando junto a la manguera de los churros y al lado de una de mis parces indonesias. Dos años antes estaba sudando caucho en el Paseo de los Mártires, con la pollera larga y la atención puesta en las fuentes, que aliviaban la solanera; y en los hombres, que me desnudaban con sus requiebros. 

El trabajo de modelo es mucho más penoso de lo que todo el mundo cree. Así lo demuestra el diario de Norma Jean y así lo comprobó personalmente Ruggiera. Las sesiones de fotos no tenían fin, pero valían la pena, porque ella cada vez se veía más elegante y más segura de que, cuanto se tramara en sus ensoñaciones, se haría realidad por la mañana. Sus primeras pagas le permitieron matricularse en la universidad y formarse en idiomas. Demostró una facilidad pasmosa para el estudio. A pesar de llegar derrotada a casa, fue capaz de obtener la titulación con pocos apuros. En los ratos libres, leía con gula -su papá nunca se había asomado a un libro-. Comenzó devorando los que le había visto en fotos a Marilyn, incluido el Ulises; e intuyó de dónde provenía la mirada turbia de Norma Jean, de dónde surgía el temblor de esa mujer despampanante, impropio para las que están seguras de su presencia. Aunque no era tan escandaloso como en Cartagena, en Madrid también se deshacían los varones por la carne de la mulata. Si no se tiene experiencia, no es nada fácil atravesar las aceras con un cuerpo moldeado para la concupiscencia y, aún menos, si te da asco el babeo viscoso de los hombres, que la ponían perdida. Ruggiera no huía del sexo, pero quería controlarlo con firmeza, como a su futuro. Se le metió en la cabeza barajar a los moscones, ser ella la que diera cartas y no darles la oportunidad de que impusieran su fuerza, ni sus torpes trampas de tahúres. Era fácil, los superaba a casi todos en astucia, en habilidad y en el dominio de la retórica. A la mayoría se les caía el belfo en cuanto la veían caminar y algunos perdían el habla y la condición humana. Ruggiera Van aprovechaba esta ventaja para humillarlos o utilizarlos, según conviniera. Vengaría a Norma Jean, como que se llamaba Sandra Milena. Se lo debía, era una de sus pretensiones más firmes, pese a no saber si nacía de su propia voluntad o del deseo de revancha contra un papá agrio y desapegado. 

Con el tiempo, supe aprovecharme de lo que en Getsemaní tenía por maldición: mis curvas tostadas y mis ojos verdes. No, no soy tan frágil como Marilyn, y no sé si lo lamento. Al principio sentí el hormigueo morboso de ser ella: de encarnarme en una estatua de mazapán, desnuda y lúbrica, cincelada por un artista divino, en mitad de una catedral, espiada, deseada, manoseada y mordida. Con el tiempo entendí que esa atracción eléctrica que producía mi presencia, me serviría para conseguir lo que me viniera en gana, como a ella; aunque en la segunda vida, una ya tiene aprendida la primera. 
El día que me contrataron para la Fórmula 1, me planteé si era un ascenso digno de la nueva Marilyn: sostener un paraguas en minifalda, en mitad de un asfalto plagado de mecánicos con buzos de recién casada. Saldría en televisión, me verían millones de personas. Ella también lo habría aceptado. Era más fácil que posar como una contorsionista durante horas y horas y, por supuesto, era mucho más cómodo y vistoso que la mayoría de las ocupaciones posibles: puta, cajera, dependienta, camarera, banquera, peluquera, zapatera, limpiadora, maestra… A mí, por exhibirme en el asfalto dos días a la semana sin demasiado sacrificio -si exceptuamos el resentimiento del brazo y los tacones de aguja-, me pagaban cuatro veces más que a Matilde, una profesora de secundaria que conocí en Madrid. Ella se enfrentaba a jaurías de adolescentes de lunes a viernes. Estaba asqueada de su trabajo: los muchachos le mordían la vocación y temía la vuelta del lunes como si tuviera cita crónica con el dentista. Yo no. Yo viajaba por todo el mundo, a gastos pagados; y sí, soportábamos ofertas de prostitución y arremetidas verracas, nada difíciles de aguantar si una se aloja en hoteles de lujo. Y, por supuesto, nada comparable a lo que sufre Matilde. Con tablas y algo de sentido común, el trago no era del todo amargo, al contrario. 

Ser azafata en la Fórmula 1 fue el impulso que la lanzó a imaginar una posible reencarnación de Norma Jean Baker en su propia persona. Con veintitrés años había completado un currículo que a su mamá y a su abuelita les impresionó a través del celular, pese a no entender de siglas y números: grado con distinción en Relaciones Internacionales, C1 en inglés, B2 en italiano y azafata de la Fórmula 1. A su papá no le pudo comunicar nada porque había desaparecido de casa sin dar ninguna explicación. Mejor para la mamasita -pensó enseguida-; peor para Sandra Milena, porque no se dio el gusto de echarle en cara haber llegado, con veintitrés años, más alto que él en toda su vida, pese a ser una “gangrena de negrita verraca”, sin respaldo de nadie y sin haberse arrodillado ante ningún cacique -esto también la diferenciaba de Marilyn y de su padre. 
Ni los viajes ni las fiestas ni las ofertas indecentes la desviaron de su objetivo. Siguió leyendo y alimentando su consciencia, a veces para bien; otras, no tanto. Manejó su oficio con la maestría que le fabricaba su astucia. No se había acostado con nadie, lo que la convertía, posiblemente, en la única muchacha virgen del escaparate mundial más lujoso del capitalismo deportivo. 
La virginidad no era una meta, ni un trauma de la mojigatería heredada, ni una promesa de castidad, ni siquiera la tenía en cuenta. Simplemente, se atuvo al principio de venganza que dirigía su comportamiento con los hombres. Cuando leía sobre los devaneos amorosos de Marilyn, sentía algo de envidia porque la mulata no había disfrutado del sexo todavía. Se le pasaba enseguida, en cuanto recordaba las relaciones que la protagonista de Niágara se vio obligada a mantener con productores y advenedizos para ascender en su carrera. Ruggiera Van, por suerte, no se había visto obligada a restregarse el cuerpo con arrugados empresarios para ganar posiciones, aunque acababa de empezar y no prometía nada. Eso sí, se empeñó en humillar a quien intentara revolcarse con ella alardeando de poder o dinero, en honor al presidente de la Metro y a Joe Dimaggio. 

De veras que no me obsesionaba la virginidad; de veras que no me habría importado acostarme con un hombre, si alguno me hubiera atraído; de veras que ahuyenté a todos los moscones que, en los hangares y despachos, me bailaban billetes de quinientos euros ante las narices; de veras que no hubo verga que me rozara los muslos mientras estuve trabajando en la Fórmula 1; de veras. Y ocasiones para estrenarme se presentaban varias todos los días. Ni estoy orgullosa ni dejo de estarlo. Me trae sin cuidado. Quizás papá sí se habría sentido más hombre por tener una hija veinteañera sin profanar, en la meca del automovilismo, aunque nunca me habría creído. 

La vida paseaba de la mano a Ruggiera. Iba cumpliendo con creces todos y cada uno de los sueños que la acompañaron a Madrid. Viajaba por todo el mundo, manejaba dinero propio, la veneraban los hombres -en su acepción genérica- y la respetaban las viejas -casi todas. 
El día que se tiñó de rubio empezó a desmoronarse el castillo de arena caribeña. No pudo evitarlo, lo tenía escrito en uno de los cuadernos de la escuela, en el de Matemáticas: “Cuando sea famosa como Marilyn, me cambiaré a rubia platino, y me convertiré, como ella, en el icono sexual del siglo XXI, ja, ja, ja”. Era una apuesta consigo misma, Sandra Milena, y la ganó. No pensaba conservar el rubio platino mucho tiempo, pero le encontró el gusto a ese tinte, le daba un aire de mujer del espacio. No quería traicionar sus sueños de adolescente, debía serle fiel a esa niña afro que, con la vista perdida en los ventanales de la escuela, se embobaba con el baluarte de San Francisco Javier, con los haraganes tumbados a la sombra, con las rumbas, con el mar y con lo que había tras él: el lujo de Marilyn y el clima templado.
 Apareció en el circuito de Dubái, cubierta su cabeza con una gorra roja y los rizos platino cayendo sobre los hombros de cacao puro. Uno de los pilotos la reconoció y aplaudió su valentía: “¿Tú no eres de la Tierra, verdad? Siempre me han puesto las marcianas rubias de ojos verdes, lástima de lesbianita.” Ruggiera aceptó la broma del piloto alemán. La llamaban “lesbianita” porque nunca la habían visto salir con ningún hombre y porque había rechazado a todos los mecánicos, pilotos y caciques del circuito. Y no es que sintiera ninguna inclinación lúbrica por las de su mismo sexo -en el mismo círculo de azafatas, tenía oportunidades a su alcance-. Pilotos y mecánicos respetaban su castidad, a pesar del sobrenombre; los empresarios no tanto. La tenían por un ejemplar exótico, aun antes de tintarse de platino. Otros la llamaban la “santita”, “¡quién te tuviera en el altar de casa, mulata ingrata!”, solía decirle un experto en recambios de tubos de escape, aficionado a la poesía petrarquista. Y a la mayoría se le caía el belfo y perdía la capacidad humana, junto con el habla. En parte por la impresión que producía plantarse ante ella; en parte por el perico, que circulaba en los circuitos con mayor velocidad que los automóviles. 
Su primer día de rubia platino fue el último de la temporada y el último que volvería a pisar un circuito de Fórmula 1 como azafata, porque ese mismo año se prescindió de ellas. En los medios, llevaban tiempo atizando la grosería de las mujeres florero -como si la estética fuera algo perverso per se-. La demagogia feminista en los medios de comunicación se impuso a la voluntad de las interesadas. Se les negó su oficio y nunca más Ruggiera pudo lucir la cabellera rubia -ni ninguna otra- en los circuitos y televisiones del mundo. Los empresarios del automovilismo pensaron que ganarían mucho más sin azafatas, al aplicarle a los circuitos una pátina de progresía. Zanjaban así la polémica en prensa y televisión. Seguirían disfrutando de sus camellos y de sus chicas de alterne en la zona VIP, los ingresos crecerían y la gente los vería con mejores ojos. Todo perfecto, salvo para las que se ganaban la vida en esos puestos y no quisieron traspasar la turbia línea de las zonas VIP. 
Ruggiera fue una de ellas, una de las que no se convirtió en chica de alterne para magnates del automovilismo. Y no porque ella se negara expresamente. Su currículum de castidad era conocido por todo el mundo en la Fórmula 1, así como la limpieza de su nariz. Los empresarios no la invitaron a las zonas acotadas, pese al caché sexual de su presencia, porque sabían de sus costumbres. Llamó en el descanso de la temporada a compañeras suyas y a algunos de los pilotos para que le hicieran un hueco en sus escuderías o en donde fuera. Fue inútil. De la noche a la mañana, pasó a no contar para nadie. Sus compañeras hicieron poco por ella, es más, recelaban de que los puestos escasearan y la temían como rival por su belleza explosiva. Los caciques no la tuvieron en cuenta porque conocían su castidad, su desafección por las drogas, su desapego hacia los poderosos y su carrera universitaria. Los mecánicos y pilotos mostraban buena disposición, “¡ay, mi santita!, no te preocupes, yo les diré a estos tipos que te busquen algo, no te vamos a dejar tirada con ese cuerpo y esos labios”, le prometió el experto en recambios de tubos de escape, pero “nunca hubo nada”, como él mismo diría. Los pilotos tampoco la aceptaron, por su castidad, su desafección por las drogas, su desapego hacia los poderosos y su carrera universitaria.
 Ruggiera, que no se tomó con mucha preocupación el anuncio de la desaparición de las azafatas en la Fórmula 1, pasó a angustiarse cuando comprobó que nadie la llamaba para ofrecerle otro trabajo. 

Me indigné, y no porque no tenga claro que debemos defender el papel de la mujer en cualquier circunstancia. Me indigné, en primer lugar, porque me enteré por televisión de la supresión de mi puesto de trabajo. Nadie, ni siquiera mi representante, me había informado de esta medida; se comentaba entre nosotras, pero nunca en serio. Y, sobre todo, me indigné porque la peor faena que nos pueden hacer a las mujeres es que nos recorten medios de vida y nos nieguen la libertad de elección. Quien me diga que este empleo de azafata de Fórmula 1 es más indigno que limpiar váteres en un asilo o fregar escaleras o sufrir el síndrome del dentista de mi amiga Matilde, es porque nunca ha limpiado un váter, nunca ha fregado una escalera y nunca se ha encerrado con treinta adolescentes en un aula. Me jodieron, nos jodieron, y de qué forma. Lo que apuntaba a una carrera a lo Marilyn sin final trágico, se me volvió una caída prematura en los oscuros pasillos del paro y la desesperación. 

El representante de Ruggiera, tras lamentar la putada que suponía abandonar un campo tan fértil como la Fórmula 1, empezó a darle largas y a aconsejarle que si no aceptaba trabajos más humildes la iba a pasar mal. No se equivocó ni un tanto así. 
Ruggiera Van había salido muy dolida de los circuitos. Empezaba una nueva temporada de automovilismo y era muy triste ver la parrilla de salida sin erotismo, sin chicas, sin belleza que cautivara a los estetas. En las retransmisiones de televisión, espantaban esos engendros de la mecánica, rodeados de buzos parcheados con publicidad, sin alivio posible para la recreación del buen gusto. No es comparable el placer sensual que produce la contemplación de un cuerpo canónico bien cimbreado -pese al estorbo de las sombrillas-, a la vulgaridad del rugido áspero de los motores y el andar simiesco de los pilotos. Si se piensa bien, no hay otra forma de equilibrar el feísmo y la estridencia de las máquinas, de los graderíos, del asfalto, de los cartelones de publicidad, de los hangares, que ajardinarlos con cuerpos tocados por la gracia de la naturaleza. Una vez desaparecidas las chicas, todo fue ruido, grasa, asfalto y modernidad espantosa. Acabaron con lo único que unía ese espectáculo al clasicismo y a las bellas artes. 

No me dio la gana aceptar los trabajillos que mi representante me presentaba. Tenía la esperanza de seguir ascendiendo escalones. Rebajarme, después de haber estado expuesta en los televisores de todo el mundo, me perjudicaría. Los rechacé todos y lo lamenté muy pronto. Mis cuentas bancarias menguaban a la vez que las llamadas de mi agente. Se acabó mi relación con él y no sabía qué hacer. 
Yo no había perdido atractivo, al contrario, me encontraba mejor que nunca. El espejo me decía que no me preocupara, que ese cuerpo, esos ojos y esa melena no pasarían desapercibidos mucho tiempo. Le había tomado el gusto al trabajo dulce que no acarrea desgaste. Francesco, mi representante, había caído en desgracia, en una más honda que la mía. Sus devaneos constantes con las drogas de diseño lo habían conducido directamente a la cárcel por trapichear con jovencitas menores de edad. 
Presenté currículos en embajadas e instituciones para aprovechar el grado en Relaciones Internacionales, pero no me tomaban en serio en las entrevistas. En esos despachos tan graves, mi cuerpo asustaba y no tenía recomendación. Solo me quedaba el refugio de la lectura, y, como todo el mundo sabe, no ayuda a pagar recibos. 

Ruggiera había dejado de soñar. Sin saber por qué, se fundieron las noches en negro y le resultaba muy difícil recordar los sueños. Se había roto la ilusión de cumplir por las mañanas lo que tramaba con la almohada. Dormía mal y no descansaba lo suficiente. No llamaba a Santa Teresa por miedo a que su papá hubiera vuelto y le preguntara por qué ya no aparecía en televisión, por qué tan de repente había acabado su presencia en los medios. 
El dinero se deshacía en el banco como si se hubiera mojado. Solo Matilde le prestaba el hombro y la consolaba y la incluía en su club de mujeres destrozadas por el trabajo: la profesora porque aborrecía el suyo, Ruggiera porque lo adoraba y ya no lo tenía. 
Seguía percibiendo, al pasear por las aceras, al entrar en los bares y en los centros de trabajo -hasta en el INEM-, que los hombres se deslenguaban por su carne de cacao; morían por un movimiento de cadera o de pecho. Todo esto lo había perdido el público de la Fórmula 1. Ahora ella lo exhibía en la calle para muy pocos, sin cobrar, sin ningún reconocimiento público, sin la hornacina adecuada. Y cuando el dinero terminara de deshacerse en el banco, habría que dar una solución a esa vida, arrinconada a causa de una forzada versión del decoro feminista y de la dignidad de la mujer. 
No podía creer que unos años antes, en una chocolatería, alguien se hubiera fijado en ella sin haberlo requerido. Ahora rompía tacones recorriendo las agencias de publicidad de Madrid y, por unas razones o por otras, no encontraba asiento en ninguna. Se miraba una y otra vez en el espejo: su encanto no había menguado, ni mucho menos. Se veía más poderosa que antes, más pantera, más arepa tostada, más digna de ser adorada que nunca. Le dolía que solo ella pudiera contemplarse desnuda, no poder compartir ese placer estético con el mundo entero, con hombres y mujeres, porque aquel cuerpo era para venerarlo como a una escultura de la Antigüedad griega o del Renacimiento, como a un David femenino, que, además, tenía la facultad del movimiento, y de la hipnosis. 
La cultura que había adquirido le servía para maldecir a quienes no saben apreciar el cuerpo de una bella mujer como una obra de arte, como un bien efímero, que en los museos solo se puede recordar lejanamente. Las majas de Goya, las gracias de Rubens, las venus de Velázquez y Botticelli, las odaliscas de Ingres, solo prestan a los ojos de quienes las admiran un tenue recuerdo de la belleza, sin vida y en dos dimensiones. La pintura y la escultura de los maestros figurativos eran para Ruggiera un simulacro, equivalente a las sombras de la caverna de Platón. La belleza natural es el mundo ideal cuya esencia los artistas se desesperan por plasmar en lienzos, mármoles y bronces, para inmortalizarlos, para el recreo de los estetas. 

Masturbarme y escribir en tercera persona me producen sensaciones similares. Lo hago frente al espejo o frente al ordenador, me acuesto, me amo a mí misma, disfruto de mi sexo y de mi escritura con un placer que no sé si obtendré de un hombre. Absorbo el mundo ideal de mi cuerpo, de mis imaginaciones, con total intensidad, con los dedos. Los espasmos de gusto me los proporciona la vida y me los recuerda el arte: me recreo en mi obra después del éxtasis, leo, huelo mi piel y me contemplo en el espejo, espléndida, relajada, ausente. 
No comprendía cómo nadie estaba interesado en utilizar mis huesos para anunciar un automóvil, para pasearme por un plató, para una feria de muestras… sabiendo el placer estético que se perdía el mundo. Era como si hubieran encerrado en el WC a la Venus de Velázquez, como si hubieran retirado en una buhardilla a las Tres Gracias y a la Maja Desnuda. No podía aguantar esta humillación a la belleza, esta falta de sensibilidad que me impedía subirme a una peana donde exponerme. 

La reacción de Ruggiera surgió una noche de verano en la que no conciliaba el sueño. Estaba desnuda sobre la cama. Encendió la luz. Vio su imagen reflejada en el espejo y la admiró detenidamente, con escalpelo de artista. Se sentó en el borde del colchón. La llama verde de sus ojos era anfetamina en el rostro oscuro, ligeramente barnizado por el sudor, cambiaba de intensidad en cada giro de cabeza. Sus senos, tostados y de pezón sonrosado, se ofrecían a las yemas de los dedos y agradecían la caricia con un salto puntiagudo, cuya emoción no habría igualado Ingres por muchas pinceladas que intentara. Los muslos, de baldaquino vaticano, sustentaban la parte más admirada por los hombres, unos glúteos marmóreos que nunca Bernini habría conseguido igualar, ni siquiera en un rapto. 
Ruggiera lloraba y no sabía si era por el síndrome de Stendhal o por la desesperación de contemplarse sola, en un país extranjero, sin trabajo, con los sueños en pedazos y con la desazón de que la humanidad estaba en plena decadencia: el único salvamento posible, la belleza, se ignoraba. El mundo se despeñaba en la mediocridad y en el desprecio de la perfección. 

Había que reaccionar y lo hice. La medida fue un tanto estrambótica, visceral, producto de la desesperación. Me cambié el nombre, ya no me valía el de Ruggiera Van. Habían transcurrido dos años desde la prohibición de las azafatas. Nadie me recordaba ya por mi nombre artístico, ni por ningún otro. 
Venus, así me llamo desde ese día en que le hice frente a mi desgracia. “Venus” suena demasiado a puticlub, a vulgaridad escénica, incluso a nombre de perra. Había sido manoseado sin delicadeza y precisamente ese era el reto: rehabilitar un nombre mitológico caído en desgracia. Quería que cuando la gente lo pronunciara, “Venus”, olvidaran su uso vulgar y grosero, que recordaran mi cuerpo, que solo acudiera a la imaginación el recuerdo delicioso de la curva de mis hombros o la depresión de mis ingles. Y no iba a depender de ningún hombre, al contrario, todo lo generaría yo y solo yo. Serían ellos quienes trabajarían para mí y únicamente quienes yo eligiera. Así nació Venus, como la de Botticelli: desnuda, revolucionaria y rubia, aunque un poco más oscura y, por supuesto, más lúbrica. 

El ideal platónico del que se iba a privar al mundo animó a Ruggiera para arrancar de un estirón la maldición que había estancado sus sueños de gloria y esteticismo. La ocurrencia parecía un disparate, pero por la urgencia del momento cualquiera podría entenderlo. Ella, la “lesbianita”, la “santita”, la que no cedió a ninguna de las presiones de los magnates del automovilismo, iba a fundar una productora de clips eróticos para difundirlos por internet con el sobrenombre de “Venus”. La única protagonista femenina sería ella. La solución era idónea para cubrir los campos que le interesaban: su imagen se difundiría por todo el mundo, solucionaría sus problemas de dinero y promoción, podía convertirse en un trampolín para el cine y Platón podría estar tranquilo porque no se perdería su caverna. 
Si quería que su cuerpo, antes de ajarse y deteriorarse, antes de perder su frescura, no siguiera oculto, debía exhibirse en todo su esplendor; y si los torpes agentes publicitarios no eran conscientes del crimen contra la estética que estaban perpetrando, ella misma se ocuparía de que a nadie se le privara del placer más intenso, el estético, en el que los sentidos y el intelecto se engranan de forma misteriosa para sublimarnos la existencia y detener el tiempo. La música, la pintura, la escultura, la escritura, la arquitectura…, solo son sucedáneos. Quien es capaz de apreciar la belleza en estado natural -el trino de un pájaro, la estepa silenciosa, un cuerpo bien formado…-, con los ojos y los oídos educados por el arte, alcanzará el clímax, el placer supremo que nos eleva por encima de lo terreno. 
La empresa, “Venus, placeres para adultos”, contribuiría a la difusión de la belleza auténtica, una mecenas moderna para promocionar el arte natural. Y lo de “placeres para adultos” contenía un sentido mucho más amplio que el habitual. Eran “placeres” en toda su extensión estética, no solo erótica, “placeres” que solo una persona adulta es capaz de apreciar. Porque ni un niño, ni un adolescente en plena formación, pueden interpretar el éxtasis al que nos eleva la contemplación de un cuerpo perfecto. Solo un ser humano bien formado y experto en el lenguaje del arte puede absorber la sensualidad de un muslo torneado sin cincel, un seno moldeado por el viento, un pubis animado por el lirismo del silencio… Solo un ser cultivado, una persona con exquisita sensibilidad, puede saborear el deleite extremo de contemplar la belleza pura, sin aditamentos, que en los brutos solo desencadena poluciones animales. Es una compensación para quien se esmera por acabar con la ignorancia y abandona la primitiva felicidad del bárbaro inconsciente. 

“Venus, placeres para adultos” me ilusionaba, entre otras cosas, porque si mi papá hubiera tenido noticia de lo que pretendía, me habría arrojado del malecón, lo que quería decir que se trataba de una ambición nacida de mi libre albedrío y no algo forzado por la presión traumática de mi catire. Uno de los problemas principales era -y entonces sí que lo vi como rémora- el de mi virginidad. Me iba a lanzar al mundo del erotismo sin haberme acostado con nadie. 
Podría haber vuelto a la chocolatería con mis figuritas de Lladró, pero la ambición y el amor propio no permitían salidas tan estrechas. “Venus, placeres para adultos” es un proyecto de artista emprendedora, como les gusta llamarlo ahora, un proyecto original, intrépido y que casi roza lo temerario. 

La primera labor era buscar un compañero que se ajustara a las especiales condiciones de la mulata. Venus quería que el espectador de sus vídeos tuviera la sensación de intimidad: como contemplar un Velázquez en el salón comedor de casa. Por tanto, se imponía la sencillez y el naturalismo extremo. Tampoco había presupuesto para grandes alardes técnicos. Todo encajaba. 
Tenía una cámara que le había regalado uno de los caciques de la Fórmula 1 en su 23 cumpleaños. Era suficiente para sus pretensiones. La probó filmándose a través del espejo y le gustó lo que vio, no necesitaba más: la técnica no debía adulterar la realidad, solo atraparla tal cual se derramaba. Su cuerpo era muy agradecido y su rostro, ya lo decían Francesco y los pilotos de Fórmula 1, admitía cualquier tipo de luz, cualquier sombra, cualquier plano, siempre había algo que lo hacía intrigante y tentador. 
Así pues, solo quedaba lo más peliagudo, elegir un compañero de reparto para poder venderse mejor en la red. Podría haberse rodado ella sola en posturas eróticas, pero el reto de contratar a un hombre y manejarlo a su antojo era algo que había deseado siempre, sobre todo desde su experiencia en los despachos de la Fórmula 1. La venganza contra su padre y contra los amantes no deseados de Marilyn siempre rondaba la cabeza de Venus. Este fue sin duda el principal acicate para contratar a un actor, a un hombre bien formado, discreto, sin demasiada experiencia. Esos eran los requisitos que solicitó en los anuncios. 
Ella misma seleccionaría al candidato. Pocas veces había disfrutado tanto en su vida, ni siquiera en su antiguo empleo de glamur y lujo. Los ejemplares que pasaron por el piso de Torrelodones no fueron muchos porque los limitó a través del correo y de las llamadas telefónicas. Chicos que aún estaban en el instituto, camareros, camellos, empleados de funeraria, parados -sobre todo parados-, inmigrantes sin papeles -sobre todo africanos-, un viejo actor porno sin trabajo y un chino, que se presentaba como director de cine. No llamó a todos ellos, solo a los menos experimentados y a los que en las fotos aparentaban ser mejores personas. 
Venus era muy buena fisonomista. En Cartagena adivinaba la causa por la que los presos estaban condenados solo con verles la cara de lejos, con un tino esotérico. Sus compañeras de la escuela, cuando subían a la azotea desde donde se veía el patio de la cárcel, no salían de su asombro. Sandra Milena apuntaba a un catire bajito, lampiño, y adivinaba, “ese es un asesino, está condenado a perpetua”; a un negro grandón y musculado, “ese es un pobre diablo que han pillado con algo de marihuana, saldrá pronto del penal”; a un viejito alto y muy arrugado, “ese provocó un incendio o una matanza, morirá en su celda”. Y todo esto de lejos y desde las alturas. Ante estas revelaciones, sus parces se quedaban atontadas y tragaban suero porque la creían un poco bruja. Cuando comprobaron alguna de sus predicciones, vieron que no erraba demasiado. “Los ojos, las arrugas y el gesto de la boca nos dicen cómo es un hombre. De las mujeres no puedo vaticinaros, pero en cuanto a ellos, siempre sé con qué vaina trabajo cuando me los echo de frente”. 
Sus compañeras la temían, no solo por su físico -que a los quince años ya era el de una hembra tremenda-, sino, sobre todo, por sus artes en la lectura de rostros, que ellas atribuían más a las ciencias ocultas que a su habilidad fisonomista. 
Solo con ver la foto que se exigía en el currículo de presentación, Venus podía vaticinar quién le daría problemas y quién no. Y, lo que era todavía más extravagante, podía acertar la longitud y el grosor del pene de cada uno de los candidatos. Esta rara habilidad le proporcionó en la escuela un gran prestigio, casi tanto como su culo. Las muchachas le hacían consultas habituales cuando querían comenzar una relación o cuando aparecía un muchacho nuevo en clase o cuando tomaban la fresca en los soportales o para entretenerse no más. La falta de Sandra Milena en su ciudad fue muy llorada por sus compañeras. Ya nunca más sabrían el calibre de sus pretendientes y lo tendrían que arriesgar todo a la simpatía, al vallenato, a la familia o al bulto del calzón -en demasiadas ocasiones, fullero-. Sandra Milena dejó un vacío muy grande, no solo entre los hombres de Cartagena. 
Llamó a muy pocos a la selección presencial, solo a tres. A los demás los rechazó por parecerle, unos, de poco fiar; otros, delincuentes en potencia; los menos, con demasiado calibre; y algunos impenetrables. 
Cuando Yin entró en el salón comedor, Venus ya sabía que era un candidato casi perfecto: pobre, con poquísima experiencia y con una verga más canina que humana. El día anterior había citado a un joven que le gustó mucho, tanto por su planta como por lo que había leído en su entrecejo. Estuvo en un arranque de no convocar a nadie más. Le convenció la entrevista y creía haber dado con el partenaire perfecto; pero no se perdía nada por ver al chino, cuyos párpados, en la foto, transmitían muy buen fondo. 
Yin Yan mentía, mentía mucho sobre su pasado profesional, pero lo hacía sin malicia, con la intención de causar buena impresión. Se lo veía dócil, atento y le ganó, sobre todo, el calibre que la mulata le había diagnosticado. No quería sufrir la embestida de un bruto poderoso en su estreno sexual. Prefería que fuera algo suave, sin peligro para su físico. Y, además, la ingenuidad del chino era todavía más aguda que la prevista en la foto. No cabía mejor candidato que él, porque lo que debía importar en “Venus, placeres para adultos” era la exhibición del cuerpo de la protagonista femenina, la exposición lúbrica de la belleza en todo su esplendor. Cuanto menos estorbara el varón, mejor, y Yin era menudo, insignificante, y, con seguridad, de miembro sin relevancia. 
Venus no se equivocó. No había perdido los poderes de magia negra que le añoraban sus parces de escuela. 

Pasé mucho apuro y una angustia de cieno. Parece mentira, pero retrasar la pérdida de la virginidad tanto tiempo me acarreó una noche en vela y una mañana en ayunas. El día previo al primer rodaje lo sufrí como si tuviera seis años y empezara el colegio. Sabía que podría manejar al chino a mi antojo, que Yin era el candidato ideal y que su verga no iba a representar ningún trauma para mi virgo, es posible que ni la notara. Y, a pesar de todo, me subían sofocos de vergüenza, me apuré mucho más que en mi primera sesión de fotos o en mi primer día en los circuitos. 
Había previsto mil situaciones distintas, pero ninguna como la que realmente sucedió. Cuando terminamos, no sabía si reír, llorar, tirar la cámara o acunar a Yin Yan. Lo pasó mal, muy mal; él más que yo. El chino no me había advertido que él también era virgen. No lo esperaba, después de ver el vídeo de presentación. Acerté de lleno en la medida, incluso fui demasiado optimista con su grosor. Y pensé que aquello iba a ser un fracaso total. Yin apareció con unas ojeras más acusadas que las mías, tampoco había dormido y, al verme desnuda, no solo perdió el habla y la capacidad humana -como le solía ocurrir a la mayoría, aun con ropa-, sino que ni siquiera hubo oportunidad de que me palpara, ni de que se me acercara. Todo lo derramó antes de tiempo. Avergonzado, salió llorando del cuarto de baño en el que rodamos y hube de consolarlo como a un futbolista novel que hubiera fallado un penal en su debut. Limpiamos los restos de su hombría de los recipientes de comida y cenamos callados, como un matrimonio antiguo. 

En un principio, el primer trabajo de “Venus, placeres para adultos” no fue del gusto de su creadora. No había penetración, ni lo habitual en las películas eróticas. Era todo muy extraño y fuera de los cánones de ese tipo de producciones. Estuvo a punto de no publicarlo en la plataforma, pero se rindió a sus propios encantos y a la extravagancia de las imágenes. Verse en la ducha desnudándose y acariciándose el cuerpo fue suficiente para querer comprobar la impresión del público. Estuvo a nada de eliminar la actuación patética del chino, pero la conservó para acentuar el clima de excitación y el contraste de físicos. Además, le añadía un tono cómico que pocas veces aparece en la concepción del arte. 
El éxito que obtuvo el clip fue extraordinario e inesperado. Se sabía menospreciada, se sabía mal utilizada, y se sabía, sobre todo, demasiado inteligente y bella como para que no se hubiera sacado partido de sus facultades, aun frecuentando el medio ideal. Ella, que no despidió a Yin después del primer rodaje por pura lástima -lo acunó como a un bebé destetado-, fue la primera sorprendida al ver que la red se llenaba de visitantes y que la vulgaridad de las proposiciones de amor y ayuntamiento, que ya había recibido en los hangares, eran similares a las de los caciques. 
“Los nueve polvos orientales de Venus”, así tituló la mulata una serie de vídeos con los que no solo triunfó, sino que marcó un hito en el mundo del erotismo en internet, referente para los nuevos creadores y para los reportajes de madrugada en la segunda cadena de Televisión Española. El chino nunca llegó a penetrarla. En primer lugar, porque no conseguía acercarse a ella antes de eyacular; luego, porque ese era uno de los atractivos de sus producciones -como enseguida comprobó la mulata-. Venus pudo exhibirse en todo su esplendor, entregada como estaba a su desnudo y al interés por que nadie quedara privado de tamaña gracia natural, aunque la deprimía aquel pobrecito chino que cada vez se presentaba más amarillo y con menos fuelle. 
Era cierto que quienes llamaban al teléfono de contacto no eran, precisamente, expertos en estética, ni eruditos de la belleza femenina, ni personas cultivadas que admiraran a la Venus del Espejo. A la mayoría, ni siquiera se los podía incluir en el círculo de la normalidad. 

“-¿Aló? Al habla la señorita Venus. Si desea que nos veamos, pulse uno. Si desea que le cuente una historia bien cochina, pulse dos. Si desea que platiquemos no más, pulse tres.” Así comencé mi carrera en el mundo de la llamada erótica. Solo fue un complemento de mi éxito tras “Los nueve polvos orientales de Venus”. Lástima que las respiraciones entrecortadas me impresionaran tanto, lástima que alguno de ellos me metiera en líos con la policía y lástima que, al final, tuviera que dejarlo. Lástima, también, que el pobre Yin despareciera como si el dibujante que lo pintó lo hubiera borrado con una goma Milán.

domingo, 26 de febrero de 2023

XXI, mosaico de extravagancias: "XIX. Raquel"



Me llamo Ro Raquel Tejada o, mejor, para que mi imagen os llegue antes a la entrepierna, Raquel Welch. Quien dice que ser una tía cañón es una desgracia, como a menudo oigo por ahí, o es un mojigato o una feminista sin pajolera idea de feminismo; os lo digo yo, que disfruté muchos años del privilegio de ser una tía cañón, en exposición continua por todo el mundo, feliz de haberlo sido y orgullosa de haber despertado en muchos hombres y en algunas mujeres el misterio de la atracción sexual. Porque el sexo se vive en el cerebro. La mente es una zona erógena, sin duda la más importante, y qué mejor privilegio que ser tú quien actives esta espoleta que mueve al mundo. 
De joven, cuando me contemplaba desnuda ante el espejo, fantaseaba con la idea de que millones y millones de hombres estuvieran en ese momento deseándome, pensando en mí, imaginándome en bolas, tal y como yo me veía. Era una sensación de comunión con la humanidad muy agradable, porque, en cierta forma, mi cuerpo se convertía en comunal. Repartía muy a gusto, a través de la imaginación de mis admiradores, la felicidad mayor que puede alcanzar el individuo: la posesión material de la belleza absoluta.   
Muchas me han imitado, muchos más quisieron tirárseme, así, tirárseme, porque mi físico les provocaba una pulsión animal que, según ellos, era imposible retener. Otros intentaron colgarme en la pared o guardarme en un garaje, como el que posee un cuadro de Rubens o un Porsche. Estos eran los más inofensivos, porque solo les interesaba exhibirme como a una buena pieza de caza o como a un diamante del Congo. 
¿Os acordáis de la película Hace un millón de años? ¿No? Pues hacéis muy mal, porque para mí es un hito en la historia del cine. La protagonicé y casi la produje y no me arrepiento, ni mucho menos, de haberme hecho famosa por mostrarme en biquini prehistórico -el primer biquini de la historia de la humanidad- ante la mitad del mundo. Me ha gustado y me gusta exhibirme en paños menores ante el público, alardear de mis encantos físicos, de mi moreno café con leche, de mi erotismo exultante. Siempre tuve la sensación de estar prestando un servicio público imprescindible. Yo misma, cuando asistía a los pases privados de mis películas, me excitaba al contemplar mi propio cuerpo. Nunca he tenido remordimientos por haber sido un objeto sexual, todo lo contrario. En cierta manera, le ha dado sentido a mi vida. Puedo comprender la crítica de los puritanos y moralistas cuyo comportamiento haya sido ejemplar porque nunca torcieron sus principios por necesidad; pero el resto de los mortales, un 97 por ciento largo, estamos expuestos a ceder ante las debilidades, ante las presiones del mercado y ante la necesidad. Si no me hubiera exhibido medio desnuda en la pantalla, en las revistas y en los carteles de todo el mundo, nunca habría gozado de la calidad de vida que tengo, eso seguro; y, además, a mí me colmaba la vanidad, no lo puedo ocultar. ¿Y qué perdía yo?, nada, ya os lo digo, nada en absoluto. Sé que este proceder hundió a mujeres como Marilyn, mi más directa predecesora, pero ella se habría descalabrado de todas formas, porque era una chica desequilibrada, no disfrutaba de una personalidad firme ni de una mente demasiado lúcida, y, además, se empeñó en interpretar papeles muy alejados de su condición de sex simbol. A mí, verme expuesta, imponente, en biquini, en un cartelón de veinte metros, me producía y me sigue produciendo un hormigueo divino, una sensación de poder que no habrán tenido muchos potentados, por muy influyentes que sean. Nunca quise desnudarme por completo porque se habría perdido el misterio. Recuerdo las palabras de Mastroiani en 1967: “No, no te quites la ropa, se desnuda con los ojos”. El sexo se origina en la mente y si la imaginación no tiene nada que descubrir, pierde parte del impulso que la agita. Las propuestas para despelotarme en la pantalla y en las revistas fueron innumerables. Hasta Playboy me tentó y llegó a hacerme un reportaje, pero ni siquiera el poder de convicción del magnate del erotismo tuvo arrestos para quitarme toda la ropa. Siempre he tenido las ideas muy claras en este sentido y Mastroianni -yo le gustaba más que Sofía- me las corroboró en una comedia italiana donde una servidora aparecía casi siempre en ropa interior o con modelitos muy atrevidos.      
Tengo casi ochenta años y, es obvio, ya no soy “El Cuerpo”, aunque me conservo como pocas. Es difícil tragar la metamorfosis de los años sin drogas ni alcohol, pero yo lo he digerido mucho mejor que la mayoría. Desde que vi mi primera arruga, me puse en alarma roja y comencé a investigar sobre los cosméticos y ejercicios que pudieran reducir al máximo el deterioro. Pero no adelantemos acontecimientos. Os quiero contar la peripecia de una mujer ejemplar, sí, la mía. Porque solo tenéis que compararme con cualquiera de las estrellas que vivieron mi misma circunstancia para comprobar cómo han acabado ellas y cómo estoy yo. Salvo esa zorra de la Loren, las demás arruinaron su vida rápidamente, porque envejecer en el mundo de las vanidades es algo muy duro y si además una es un símbolo sexual, el mérito de acabar entera es una proeza. A mí me han librado de la debacle, la cosmética, el yoga y la renuncia al sexo en mis últimos veinte años. Todo eso y gozar de un equilibrio mental que otras no disfrutaron. Quien ha visto el mundo desde su cima; quien ha gozado de la adulación; quien ha comprobado la idolatría de los fieles; quien recibe miles y miles de cartas de deseo; quien oye los suspiros de lujuria cuando su cuerpo aparece en pantalla; quien ve cómo babean de excitación los que están cerca de una; quien se siente capaz de hacer realidad cualquier sueño, debe saber que hay que pagar un precio, que nada es gratis. Si no comprendes esto, por fuerza vas a salir mal parada, y yo lo entendí muy pronto. Mi físico me daba un poder absoluto, no solo sobre los hombres, sino sobre la sociedad en su conjunto. Si a esto lo queréis llamar superficialidad, llamadlo, yo creo que no es nada superficial. De lo mismo acusaron a mis memorias, de superficialidad, empezando por el título, Más allá del escote. No se me ocurrió a mí, pero me pareció ideal para hablar de mi vida. Porque a quien más le debe mi éxito profesional y personal es a mi escote, sí, así es, y esto no es nada superficial, ni mucho menos. Gozar de un físico como el mío no es ningún mérito adquirido por mor del trabajo o del estudio, es un poder natural, un don, como quien goza del genio de la escritura o de crear películas o de inventar una vacuna. Y yo, además, lo cultivé con una dedicación exclusiva. Cómo si no se puede explicar que, después de parir dos hijos, comenzara mi carrera de sex simbol. Sí, poseía unas condiciones físicas envidiables, pero hay que tener arte para conservarlas y explotarlas. Cada uno en su sitio, no menospreciéis la belleza física; nuestros abuelos más queridos, los griegos, nunca lo harían, ni lo hicieron.  
Pero empecemos desde el principio, desde que caí en un estudio y se encendieron los focos sobre mí, para no apagarse en muchos años. Todo el mundo sabe, yo también, que si no hubiera sido por la sensualidad salvaje de mi cuerpo y por el exotismo de mi rostro no habría llegado a ningún lado, nadie me habría dado una primera oportunidad. A mi padre le debo los rasgos latinos que moldearon al mito sexual, además de una educación exquisita y muy recta, sobre todo en asuntos de idiomas. Él nunca me hablaba en español porque nosotros vivíamos en Estados Unidos y no quería que nos trataran como a hispanos. Es decir, me reservó lo mejor de la naturaleza latina -mi físico- y apartó lo que podría haberme acarreado problemas de integración -el español-. Mi padre era tan equilibrado como yo. Nadie imaginaba, cuando llegué a Hollywood, que yo tuviera ya dos hijos. De todas maneras, tampoco lo fui pregonando, porque había que mantener un aura sexual que se pierde cuando una habla de partos. Mi físico no delataba mi maternidad, ni mucho menos. Mi interés por el deporte y mi naturaleza exuberante enderezaron enseguida lo poco que se había descolgado. 
Corrían los años sesenta. Uno de mis primeros papeles en el cine fue el de prostituta, después de aparecer con Elvis Presley en la televisión. No es lo que habría deseado, pero una era primeriza y tenía que tragar con cualquier cosa. Mejor eso que caer en la prostitución real o de camarera en cualquier antro de mala muerte. Antes de llegar a Hollywood, en San Diego, cuando me miraba al espejo o en la pantalla de televisión anunciando el tiempo, estaba convencida de que era imposible que pasaran de mí en los castings; por eso me largué de esa ciudad y me separé de mi primer marido, por la confianza absoluta en el triunfo de mi cuerpo. Desde pequeña me interesó el mundo del espectáculo y practiqué ballet, lo que me dotó de flexibilidad y me pulió el torso y las piernas con un cincel de maestro. Estaba fascinada con mi desarrollo fisiológico: con el exotismo de mis rasgos latinos; con la exuberancia de mi cabello castaño; con la potencia sexual de mi piel bronceada, de mis senos, de mis equilibradas proporciones. Solo encontraba una pega, mi boca, demasiado grande, pero pronto los hombres me convencieron de que ese era uno de mis atributos más eróticos. 
Al llegar a Hollywood me desengañé un tanto de mi superioridad, en cuanto asistí a la primera selección de chicas. Solíamos optar unas doscientas para cada papel y era difícil distinguirnos. Todas, de una forma u otra, exhibíamos una presencia que estimulaba, que animaba al babeo y al engorilamiento. Había hombres que se dedicaban a apostarse frente a las direcciones donde se realizaban estas selecciones para empacharse de lujuria. Marilyn acababa de suicidarse y la industria andaba como loca por encontrar un nuevo entretenimiento para el hombre en la pantalla grande. Que conste que nunca he estado en contra de lo frívolo, todo lo contrario. Cuando me achacan haber rodado películas ligeras, de poca calidad, a mí me da la risa, porque lo que yo y el 90 por ciento de la gente busca en el cine es la diversión y no calentarse la cabeza. Me eligieron porque descubrieron algo especial en mí. Yo no me veía muy distinta a las otras doscientas que optábamos para papeles de chicas cañón, “es algo que no se puede explicar, un ángel que deslumbra y que, cuando lo detectas, el público lo engulle, lo hace suyo y lo convierte en mitología”, esto argüía, para explicar mi triunfo y el de Marilyn, uno de los agentes que más admiro, al que le debo mi gran lanzamiento. Esperé muy poco para que el público se entregara a mis encantos y, por supuesto, no tuve necesidad de acostarme con ningún productor para hacer cine, eso es una patraña que se han inventado las falsas feministas para ensuciar nuestra imagen. Y si lo hice con alguno fue por voluntad propia. Dos años después de haber pisado un plató por primera vez, ya era considerada como una de las actrices con más potencial de la década, aun con dos hijos a mis espaldas. Mis papeles eran, la gran mayoría, cortos, pero muy intensos. Los directores me felicitaban porque mi breve presencia en la pantalla me convertía en una especie de joya escondida que se volvía deseable por esperada. Gran parte del público se mantenía en vilo por ver cuándo aparecía yo, cuando el interés por el argumento se había perdido hacía tiempo. 
La gran creación que me dio la fama, la que me convirtió en una mujer que ilustró las habitaciones de muchos adolescentes fue, sin duda, mi gran éxito: Hace un millón de años. Cuando me entrevistan, los periodistas insisten si no estoy cansada de que se me recuerde por esa imagen mía en biquini. Pues no, no me canso, es más, tengo aún, en mi salón, el cartel original con que se iba a publicitar la película, en el que aparezco crucificada casi desnuda. No sé si algún día se le dará a esa imagen la categoría rompedora que merece. Yo la veo y la equiparo a, por ejemplo, creaciones de Andy Warholl. Es un montaje de un calibre artístico superior. No es una herejía, ni mucho menos, es un grito de la mujer ante el poder absoluto del hombre. La chicas del Me Too no han comprendido el mensaje. En su tiempo, podría haber desencadenado un gran escándalo, aún mayor que la propia película; que, por otra parte, me encaramó en esta vida de lujo. Otra existencia no conozco y con certeza sería peor. 
¿Por qué Cristo, por qué el Salvador del hombre no podía ser una mujer? ¿Y por qué no una mujer sensual, explosiva? ¿Acaso no es más fácil desearme a mí en el crucifijo que a un indigente con barba, por muchos abdominales que luzca? Si como han dicho muchos, la cruz es el icono publicitario que más éxito ha tenido en el mundo, ¿por qué no renovarlo, actualizarlo? ¿Y quién mejor que una mujer cañón para erigirse en el nuevo ídolo de la redención en pleno siglo XX? No, las chicas del Me Too no han comprendido nada de esto. No son conscientes de que yo, atada a ese madero, podría haber hecho más por la liberación de la mujer que ellas con todas esas protestas y denuncias contra hombres poderosos. El primer hombre poderoso era ese Jesús, ese que es paseado por el mundo como símbolo del amor y del sacrificio, y era un hombre. Yo intenté que también la mujer participara de esa adoración, de esa entrega que los pueblos han mostrado por el hijo de Dios. Si no conocemos su rostro ni su cuerpo y lo que importa es el símbolo, ¿por qué no instalar a una mujer en el imaginario colectivo?, ¿y por qué no a la mujer más bella del mundo? Porque entonces así se me consideraba, “El Cuerpo” me llamaban, y nunca he renegado de ese apelativo. Porque ser “El Cuerpo” para mí significa representar la belleza de la mujer, el poder de la mujer, la absoluta adoración a la que debemos someter nuestra vida terrena. Quien me veía tan solo como un objeto sexual era porque no estaba muy iluminado. Tampoco se puede pedir que cualquiera comprenda la escena de mi crucifixión, como la mayoría no entiende en verdad el papel de Cristo en la cruz. Yo me sentí hija de Dios y adorada por la masa, por el pueblo, por la gente. Querían acariciarme, tocarme, besarme, lamerme, penetrarme, querían, al fin y al cabo hacerme suya, como los cristianos en la misa tragan el cuerpo de Cristo. Y todo esto sin haber visto todavía el cartel publicitario al que me refiero. Si a la función espiritual, le hubiéramos añadido el erotismo, el rito no haría sino engrosar su calado. Así pienso yo. La Iglesia, como siempre, retrógrada y alejada del verdadero espíritu humanístico, renegó de esa imagen porque presentía un peligro en la novedad y, como siempre, en la sexualidad. Porque la novedad y el sexo son incontrolables y ellos quieren tener el dominio del negocio, del negocio, que no de la fe verdadera, que es lo que ese póster de la crucifixión erótica intentaba inculcar en los fieles. Amor y fe. 
Fue en las Islas Canarias donde grabamos Hace un millón de años, en la España más arrugada, más pintoresca, en la España de un dictadorcillo con voz de viejecita, católico, apostólico y romano. Y no me entendáis mal, yo soy muy religiosa, presbiteriana, y tan cumplidora con Jesucristo como cualquier americano que se precie: oigo misa todas las semanas. 
El cartel publicitario ya lo habíamos decidido. A mí me parecía excelente, maravilloso, rompedor: un contrapicado de mi figura, cubierta tan solo por un biquini prehistórico, crucificada, atada al madero de pies y manos. Mi cuerpo bronceado y aceitado, explosivamente lujurioso, contrastaba con una mirada perdida en el más allá, en el padre celestial. Una fusión genial de carnalidad y divinidad, una mixtura perfecta de fervor sexual y religioso. Yo no había visto nunca tanta expresividad, tanta insolencia y tanto misticismo en una fotografía. Quizás algunos iconos religiosos -el Éxtasis de santa Teresa- y algunas pinturas de los maestros -la Anunciación de Fra Angélico- reflejen este espíritu, pero aquello me pareció extraordinario, para entrar a codazos en las mejores galerías de arte moderno y religioso o incluso para colgarlo en la pared de un templo renovado, adaptado a los nuevos tiempos. La sociedad no estaba preparada para tanta intrepidez. Ni la sociedad ni los magnates del cine, ni los censores, ni las autoridades religiosas. No se atrevieron a utilizar el cartel para promocionar la película. Es más, permaneció escondido durante treinta años. Hasta 1996 nadie se atrevió a exponer uno de los mayores logros de la fotografía contemporánea que yo haya visto. Y se hizo en sordina, cuando el erotismo de la modelo, una servidora, supuestamente ya no despertaría tan bajos instintos. Para mí no se trataba de una insolencia herética, ni de despertar el morbo sexual. Quienes solo ven esas propiedades en mi crucifixión son muy cortos de miras. Pero eso es lo que advirtieron, escandalizados, los productores, moralistas y censores que regían entonces Hollywood. Y por lo que voy viendo, no fue aquel tiempo excepcionalmente represivo. Si me paro a pensarlo, hoy, en pleno siglo XXI, el escándalo podría haber explotado con más metralla, incluso podríamos correr peligro el autor de la obra y su modelo, una servidora. Siempre se han necesitado muchos arrestos para presentar ante el público una verdadera obra de arte moderno, rompedora e iconoclasta.
Quien me sorprendió en aquella España de viejas de luto y hombres peludos y bajitos fue su príncipe, el que luego se convertiría en rey de España. El muchacho -tiene algún año más que yo- quería verme a toda costa y se presentó en el hotel Ritz de Madrid cuando estábamos promocionando Hace un millón de años. No hablaba muy bien el inglés, aunque lo que quería de mí era fácil de entender. Me invitó a unas copas -entonces yo todavía bebía- e insistía en que me fuera con él a Mallorca. Era soberbio, poco hábil y muy impetuoso. Recuerdo que enseguida se puso colorado, no de vergüenza, sino del güisqui que bebía a tragos largos, sin pausa y gratuito, porque lo recibí en mi habitación. Nunca había estado con un príncipe y yo, aún muy joven, lo saludé emocionada, aturdida por la antigüedad de la realeza europea. Pronto caí en que ese príncipe participaba, él sí, de los instintos más bajos que mi cuerpo removía en los hombres. Se le notaba abotargado y empalmado, confuso. Pensé que se iba a lanzar sobre mí nada más abrirle la puerta, sobre todo por los ojos de ido con que me miraba el escote. Para él no había nada más allá de mis pechos. Este episodio lo hemos comentado él y yo después de que aparecieran mis memorias -a él no lo cité por petición expresa de la Casa Real-. Juan Carlos, muy ocurrente, dice que no está de acuerdo con el título, Más allá del escote, porque él no vio nada más allá. Sobre todo cuando accedí a su petición de mostrarme ante él, en la habitación del hotel, vestida como en la película prehistórica. Bueno, también lo paralizaron mis piernas de bailarina, descubiertas casi en su totalidad, por la moda de las minifaldas y por ese biquini de piel de ternera con el que rodé. Le comprendí pocas palabras en el primer encuentro; ahora bien, recuerdo que una de ellas era “el yate”, “el yate”. Insistía en invitarme a su barco porque, me lo explicó después, quería mostrarme sus habilidades como marinero. Corría el año 1967. Estaba a punto de ser confirmado como heredero de la corona de España y a mí eso me ponía, lo tengo que confesar. Físicamente me atrajo y, como apenas lo entendía, tuve tiempo de comprobar su obsesión visual por mi cuerpo. No era algo a lo que no estuviera habituada, pero la mirada de ese muchacho era muy insistente, despellejadora, y, sobre todo, antigua, muy antigua. Me da mucha lástima lo que le está pasando ahora, porque en mis sucesivas visitas a España llegué a conocerlo bastante a fondo y no me pareció mal tipo. Un poco rijoso, bebedor y fetichista, aunque no más que algunos de mis compañeros de reparto. 
La última vez que lo vi estaba bastante ebrio sobre la cubierta de su yate, en Palma de Mallorca, adonde acudí con la firma de maquillaje que me patrocina actualmente. Parecía acabado, apoyado en un bastón y apartado de su dedicación real. Se encontraba solo, agarrado a una copa de coñac. Me pellizcó el trasero -esa costumbre no la ha olvidado- y me contó una historia un tanto confusa que achaqué al abuso de alcohol y a los calmantes de la cadera. Acababa de llegar de Gandía, donde había disfrutado de una travesía en yate con políticos y empresarios. Hasta ahí su vida normal, ahora viene lo interesante. Asomado al mar, había visto cómo unas chicas arrojaban a un hombre por la borda de un barco próximo al suyo. No lo había compartido con nadie, ni siquiera lo había denunciado. Era un secreto entre los dos. Está tan hastiado de la justicia y de la sociedad en general, que ha decidido convertirse en un contemplador, en un estoico, y no participar activamente del mundo ni de sus circunstancias. Me volvió a pellizcar la nalga derecha y me invitó a manejar el timón. Llamó a los españoles de todo: desagradecidos, envidiosos, paletos, maricones, borrachos… y me expresó sus deseos de abandonar ese país que le había escupido a la cara. Volvió a pellizcarme el culo -aún lo conservo prieto- y me confesó ya en el interior, antes de caer dormido de repente, que a su familia le iban a dar mucho por saco, a todos menos a su hija mayor, a quien aún invitaba a las celebraciones de vez en cuando. 
Os cuento este episodio del rey de España para que entendáis hasta dónde puede encaramarte un físico despampanante como el mío. Y si con estos argumentos aún consideráis superficial el don de la belleza física, tenéis un problema de comprensión muy grave. He alternado con la realeza europea, sí, con el príncipe inglés también, con la aristocracia, con los hombres más poderosos, con los políticos más extravagantes, con escritores reconocidísimos, y, por supuesto, con lo mejor del mundo del cine. ¿De veras creéis que si hubiera sido fea, bajita y deforme habría tenido una vida tan rica, tan variada, tan cosmopolita? Ni de coña. Es cierto que, por ejemplo, la relación con el rey Juan Carlos, “Charlitos”, como yo lo llamaba, no me ha servido para cultivarme especialmente; pero sí para obtener regalos suculentos y para comprender cómo funciona una casa real por dentro. Algo bastante más interesante que analizar la cocina de un McDonalds, pongamos por caso. 
Sí es cierto que los intelectuales españoles son como los demás, unos muermos. La mayor parte de ellos me veían a mí, a mí, como -voy a citar a uno de ellos- “una muestra de debilidad estética, facilona, decadente, hiperbólica y antifeminista”, nada menos, y eso conociéndome únicamente a través de dos películas. Por supuesto, este juicio lo podría sumar a otros muchos que se han vertido sobre mi persona sin apenas haber cruzado conmigo dos palabras, con la “superficialidad” de juzgarme como a un “cuerpo” y no como a un ser humano con capacidad de raciocinio. No le he resultado indiferente a nadie, ni siquiera a los que me desprecian y he aprovechado, como una esponja, todo lo que se dice de mí -más en contra que a favor- y he absorbido estas experiencias para convertirme en una mujer lo suficientemente despierta como para contemplar el mundo a pelo. 
Esa es la riqueza con la que cuenta alguien como yo: puede observar todos los estratos de la sociedad desde el punto de vista de lo que piensan de una misma. Al principio, los intelectuales, escritores, artistas, periodistas, me impresionaban mucho, determinaban mi forma de actuar en público. Coincidía con Arthur Miller en un sarao y me cagaba de miedo, me hubiera puesto a cuatro patas la primera vez que me encontré con él y habría hecho lo que me hubiera ordenado. Pero tras muchos encuentros con esta gente y, tras escuchar las sandeces que dicen sobre mí -no hay nadie que sepa más sobre Ro Raquel que yo misma-, solo me queda despreciarlos. Son tan superficiales como podemos ser la mayoría. Juzgamos al prójimo por la actuación en sus películas, por su físico, por una declaración que hemos oído de ellos en la prensa, en televisión o en una fiesta. Nadie se preocupa en indagar sobre la verdadera personalidad de la gente, ni siquiera estos, que deberían dar ejemplo señero de cómo tratar al género humano. No, no he aprendido mucho de los intelectuales, me han parecido tan frívolos como los periodistas sensacionalistas que me perseguían día y noche por las fiestas que organizaba Hollywood para actores y actrices. Es muy triste comprobar cómo articulistas que manejan la pluma con una destreza admirable, se dejan arrastrar por los más bajos instintos cuando hablan de una actriz, de una tía cañón, de una sex simbol. Como os he dicho antes, no reniego de ninguno de estos títulos, pero tampoco hay que interpretar que un físico espectacular es sinónimo de estulticia. No, chicos, ni mucho menos. Así hundieron a Marylin, pero yo no soy Marylin, yo tengo la cabeza bastante más despejada que esa pobre rubia de los barbitúricos. Este conocimiento interno del mundo del espectáculo y de sus alrededores me dan título para decir que no hay que fiarse de las apariencias y menos aún de las apariencias que los medios fabrican. Os lo digo de corazón, prefiero a un rey rijoso y ladrón que a un pedante baboso y acartonado. 
Uno de mis primeros papeles fue el de prostituta, en la película de 1964, Una casa no es un hogar. La perspectiva de trabajar en una producción cuyo guion tenía una profundidad que no advirtieron los críticos me abrió las miras sobre mi oficio. Yo empezaba como actriz de Hollywood, donde la competencia se come a cualquiera en cuanto una se despista un poco o se cree alguien que no es, y mi meta era llegar a lo más alto, al estrellato, a estampar mi mano en el Paseo de la Fama. Ese fue mi objetivo desde el principio y por suerte lo conseguí muy pronto. El problema era no caer de golpe, mantenerse durante un tiempo, no renunciar a papeles frívolos, porque la clave era estar siempre en el candelero, de una forma u otra. 
Después de dos décadas -los 60 y los 70-, Raquel Welch era conocida en todo el mundo, deseada por los hombres heterosexuales y adorada como un icono de Hollywood tan potente como el que representó Marylin en los 50. Y hablo en tercera persona porque el éxito de aquella época parece que lo haya vivido otra chica bien distinta de la que soy ahora. Porque una ha madurado, ha ido cubriendo etapas y en cada una de ellas he intentado enriquecerme y, sobre todo, no abandonar nunca mi principal valor: mi cuerpo. 
Cleopatra ha sido mi referente histórico en cuanto a la innovación en el mundo de la conservación y el maquillaje, sí, Cleopatra, esa egipcia excepcional que se enfrentó a todo un imperio y conquistó a sus mejores hombres. Descubrí cómo preservar mi tez de las agresiones del tiempo: me lavo la cara, desde hace ya más de tres décadas, con leche recién ordeñada. Es un método inmejorable, porque, como digo a menudo, “hay muchas momias caminando con Bag Balm”, la crema rejuvenecedora que yo misma creé junto con muchos otros productos cosméticos. Porque en los ochenta y noventa cultivé los campos del maquillaje, del yoga y del fitness. Estoy mucho más orgullosa del cuerpo que conseguí esculpir en esas décadas que de mi físico juvenil. Una arquitectura madura, bien cuidada, todavía flexible y con la exuberancia multiplicada por la experiencia, esa era yo en los ochenta y noventa. Charlitos estaba de acuerdo conmigo y muy entusiasmado. Siempre que nos veíamos -viajé mucho a España en esos años-, me lo decía y babeaba igual o más que en el primer encuentro. Era agradecido conmigo. Nunca me iba de su palacio con las manos vacías y cuando digo las manos me quedo muy corta. El día que rodé el anuncio de Freixenet me estaba esperando en los camerinos con una bicicleta estática de última generación y un collar de diamantes. Solo me lo pongo cuando estoy con él a solas, por pudor. 
Mis conocimientos sobre el maquillaje y el cuidado del cuerpo también supusieron un éxito antes y después de que existiera internet. Me convertí en un referente de las prácticas saludables y un ejemplo para las mujeres maduras. Pero os tengo que confesar uno de mis secretos más escondidos y que solo ahora, cuando ya friso los ochenta, puedo revelar. En mis investigaciones sobre la conservación del cuerpo, hice un descubrimiento trascendental: la dosificación draconiana del sexo es clave para envejecer más lentamente. A finales de los noventa visité varios conventos de monjitas y monasterios de frailes. Me rondaba ya la idea de que la privación de los apetitos carnales provoca una secreción de humores que revitalizan el organismo, facilitan la tersura de la piel y aligeran los tránsitos intestinales. Monjitas de más de noventa años conservaban sus piernas como mozas de reciente menstruación, así lo constaté en mis expediciones por España e Italia. Las mujeres que nunca habían hecho el amor presentaban unos ritmos vitales mucho más lentos. Algunas de ellas olían a podredumbre, pero su fisiología había compensado la falta de placeres y su hedor con una vida mucho más longeva y un físico mucho más lozano de lo que se podría esperar en ancianas. El divorcio de mi cuarto y último marido tuvo como causa mi renuncia al sexo, sí, nunca lo había confesado, pero este fue el detonante. Había comprobado, casi de manera científica, que privarse de la cópula era una forma de potenciar las glándulas de la longevidad, así se lo expuse a él. Lo importante es el deseo, no realizarlo. Siempre he sido muy clara con los hombres que me han rodeado. Richard, en un principio, se lo tomó bien; pero se le fue agriando el carácter y me acusó de que no lo hacíamos porque tenía otros amantes. Me dolió, pero no cabía otra opción que separarme. 
Mi lucha contra el tiempo es mi gran pasión. En 1982, cuando contaba 42 años, gané un pleito a una productora por no darme un papel que ya tenía prácticamente en la mano. Adujeron que era demasiado vieja para hacerlo y yo no consentí que mis 42 supusieran un motivo suficiente para no poder representar a una chica de 25. Así me lo reconocieron los jueces. Hasta las leyes confirmaron mi habilidad para mantenerme alejada de los estragos de la edad. 
Cuando veo a Charlitos y lo comparo conmigo, veo con claridad cuáles son los perjuicios a que te conduce una vida de desenfreno: yo, aún tersa, firme y capaz de correr diez quilómetros; él, destartalado, podrido por dentro, y, en el rostro, los rastros de su rijosidad. Le recomendé hace mucho tiempo que abandonara el sexo y otros vicios, pero es superior a sus fuerzas. Así me lo dijo: “Raquelita, hija, yo soy así, desprendido y empotrador”. Yo creo que hasta la cabeza la tiene medio perdida porque el cuento del hombre arrojado por la borda parece más una alucinación o un producto de las drogas y el alcohol que un hecho real. Es muy terco este hombre y poco receptivo. Desde hace unos años me veo más como una hija suya que como una amante. Lo trato como a un vejete ido, que le palpa el culo a las enfermeras y se deja cuidar como un niño: lo peino, lo acicalo, lo perfumo y, cuando consiente, le pongo una de las pelucas que yo misma he confeccionado. Sí, el mundo de las pelucas también me sedujo, dentro de esa obsesión por escondernos del tiempo. A Charlitos le hice una a propósito, de rizos rubios, muy parecida al cabello con que lo vi por primera vez. No le favorece nada, su rostro está demasiado deformado, pero a mí me reverdece pasiones de otro tiempo acariciarle la cabeza, calzada con esa melena suave y natural que yo misma le he tejido. Le gusta que lo mime y que pronuncie la única frase que decía mi personaje en Hace un millón de años: “Me Loana… you Tumak” y ríe y me echa mano a los senos. Yo lo paro para que no se me ponga malo y para que no se le cierre la aorta. 
Bueno, como os he dicho, mi obsesión por los elementos que ralentizan el tiempo me condujo a la escritura. Sí, también he escrito libros, de fitness y de yoga, donde expongo mis descubrimientos en mi lucha contra el deterioro. Tengo uno en marcha sobre la teoría de la privación del sexo y su relación con los fluidos de la longevidad, pero quiero perfilar el estudio con los datos comparativos que estoy recogiendo de mi propia experiencia y de Charlitos. El paso del tiempo es un tema trascendental. Cuando aparezca el libro, no me podrán llamar superficial esos intelectualillos y periodistas que me consideran una calabaza hueca. Y aunque pienso centrar mi filosofía en lo físico, verán estos tipos  cómo se puede hablar de lo carnal siendo mucho más profunda que la mayoría de ellos. El yoga me ha dado la tranquilidad, el sosiego y la altura de miras necesarios para abordar este nuevo libro, porque no me pienso morir antes de los 100, eso tenedlo claro. Y basta ya de compararme con la Loren. Ella nunca ha hecho otra cosa que ser famosa por su cine. Yo me he cultivado como persona en tantas facetas profesionales que puedo equipararme a una mujer del Renacimiento, un Leonardo Da Vinci resucitado. Mi estilista, Ron Sedelsky, ya me lo decía, “tú, Raquel, tienes un tacto especial con todo lo que tiene que ver con la belleza. Debes cultivar todos los ámbitos que la rodean”. Y así lo he hecho: experimento con mi propio cuerpo para expandir mis teorías y descubrimientos por el mundo, para que todas tengáis posibilidad de cuidaros y llegar a ciertas edades con la misma dignidad que yo. Lástima no haber descubierto antes la biología. Me habría gustado profundizar en el campo de los procesos evolutivos del cuerpo humano para acompañar a esos científicos que ahora mismo están buscando claves de la piedra filosofal en nuestro ADN: la fórmula de la juventud eterna.
Muchas veces pienso también en el azar. Me viene a la cabeza el vahído que sufrí en Málaga, en los sesenta, por poco no me ahogo en un río cuyo nombre ni siquiera conocía. Me habría convertido en un mito sexual, como Marylin, pero no habría gozado de la experiencia de estos casi ochenta años tan fructíferos. También pude morir de hipotermia en el rodaje de la película prehistórica, corriendo en biquini por la islas, en pleno invierno. El destino, el tiempo, el azar… tantas cosas me rondan ahora la cabeza que no sé por dónde empezar a escribir el segundo capítulo. Tendré que echar mano de mis asesores para que reconduzcan este cerebrito que no para de engendrar nuevas ideas y nuevos temas para enderezar a mis lectores. 
Charlitos no lee. Me lo ha dicho una y cien veces, no le gustan las historias escritas, prefiere lo oral, y no me entendáis mal. Es un hombre chapado a la antigua, como Sócrates, así me lo intentó explicar quien le escribe los discursos: “A Charlitos le encanta que le cuenten fábulas, chistes, chascarrillos, pero no le hables de leer. Lo odia. Como Sócrates, que aborrecía la letra escrita porque, según decía, con ella abandonaríamos a su suerte a la memoria”. Cuando Charlitos debía leer un discurso, se lo llevaban los demonios, se ponía hecho una fiera. Decía que para qué servía ser rey si no podía hacer y decir lo que quisiera. Me ha prometido escucharme cuando le lleve mi último libro, pero ha insistido en que no me empeñe en hacérselo leer. Ni siquiera por mí haría este sacrificio. A él le gusta pellizcarme el culo y babear mirándome los pechos, aún lo hace. Es un hombre primitivo, como lo son casi todos los que pertenecen a la realeza, más próximos a nuestros ancestros cavernícolas que cualquiera de nosotros. Sí, han sabido ocultar con ceremonias y protocolos ese gen paleolítico, pero cuando están ante la carne -ya sea animal o femenina- se lanzan sobre ella como lo haría un verdadero neandertal. 
Cómo han aprovechado estas propiedades de lo primitivo quienes se dedican al mundo de las paleodietas. En la última promoción de mis cosméticos por España conocí a un niñato en el palacio de Charlitos. Se dedica a cuidar la dieta y la forma física de su nuera con ese nuevo método de volver a lo primitivo en la alimentación y el ejercicio. Ya le he avisado a Charlitos de que ese tipo no es trigo limpio. Demasiado pulido, demasiado engolado, demasiado guapo para andar por las casas de las mujeres principales vestido con una piel de oveja. Charlitos ya no me rige, se ríe y dice que ella -Letizia- también tiene derecho a disfrutar y vuelve a pellizcarme las nalgas. El dietista se deshizo en elogios hacia mí cuando le dijeron quién era. Según él, mi película, Hace un millón de años fue la fuente de inspiración de su negocio. Ya no trago por ahí. Muchos, a través de la adulación han intentado atraparme en sus redes, pero una tiene casi ochenta años y no, con zalamerías no me van a camelar. Estaba empeñado en ser embajador en España de mis productos cosméticos, pero no, no me puedo fiar de un tío con esa pelambre y con esa mirada libidinosa que parece decirte constantemente, “ven aquí, túmbate, voy a untarte con manteca, a lamerte entera, a morderte, a comerte, a penetrarte hasta que el calor te cocine en tu propios jugos”. No, no le dije nada a Letizia directamente porque no tengo mucho trato con ella, pero sí a Charlitos. Ese tipo es muy peligroso. A mí, con mi edad, supo camelarme en el poco tiempo que estuvimos hablando. Seguro que tiene más pretensiones personales que profesionales, se le ve a la legua. Es normal que se enciendan ante quien ha sido un mito sexual como yo; con más razón si te dedicas a recrear el mundo cavernícola, de quien yo soy una musa señera. Pero tras su mirada de adoración absoluta, se esconde algo morboso. Tengo un séptimo sentido que me avisa de esos hombres lascivos e interesados que solo pretenden absorbernos para que estemos a su exclusivo servicio. He hecho papeles de puta, he personificado a la propia lujuria, me he transformado en un travesti… He conquistado a mosqueteros, a un hombre que vende su alma al diablo, a un artista loco, a un cavernícola… Son demasiados registros para no caer en la cuenta de lo que pretende ese tal Toño. Así se lo confesé a Charlitos, pero él solo lleva en la cabeza al hombre que lanzaron por la borda. Dice que no se arrepiente de otra cosa en la vida, que lo debería haber denunciado en comisaría o en el mismo barco. Mi exreyecito chochea y mucho. Cómo es posible que, con lo que ha vivido este hombre, con la cantidad de enredos en los que ha sido testigo y protagonista, solo le ronde por la cabeza esta tontería: un hombre arrojado al mar. Le pregunté si había bebido, si había esnifado, si había tomado pastillas, las tres respuestas fueron afirmativas. Entonces, ¿cómo puede asegurar que no era un bañista o una alucinación de su mente corrupta?, porque en su cerebro solo queda el instinto animal del apareamiento, solo ese, el resto de las conexiones está ya inservible. Cuando nos vemos, no para de pellizcarme el culo una y otra vez, a la vista de todo el mundo. No es que antes fuera muy mirado ni que le importara demasiado lo que pensaran los demás, pero ahora su comportamiento es puramente reflejo. Se ceba con mi carne como el mono que se aparea con la hembra una y otra vez encima de una rama a la vista de toda la manada porque se lo pide el instinto. Así es la realeza, lo he comprobado en mis últimas visitas a Madrid. Por eso el hijo lo quiere lejos de allí, por eso y porque ha dejado un rastro de inconveniencias muy molestas y muy suculentas para la prensa. Pobre Charlitos, en la que se va a ver. Por suerte, ya no se entera de mucho. 
Cuando hice de Lujuria en una comedia inglesa de los sesenta, yo también tuve una crisis de conciencia. Solo aparecí en la película cuatro o cinco minutos, pero ser la Lujuria y al servicio del mismo Diablo, en aquellos años, cuando yo tenía veintipocos, me resultó muy angustioso. Creeréis que miento o que exagero, no. Como casi siempre, yo solo aparecía en biquini o en ropa interior, ese no era un problema. Pero representaba a la misma Lujuria y personificaba el mal. ¿Por qué la belleza física era siempre el medio para representar un pecado capital, por qué? Lo consulté con el padre presbiteriano que por entonces me aconsejaba y no me aclaró nada. ¿Por qué la perfección del cuerpo y provocar deseo sexual había estado siempre penado por la iglesia y por la sociedad? ¿Por qué era la lujuria un pecado? Parecen preguntas superficiales, pero no lo son en absoluto. A mí me causaron muchos dolores de cabeza. Cuando en los noventa descubrí que recortar en sexo redundaba en una vida más larga, lo intenté relacionar con el pecado que siempre se ha atribuido al cuerpo desnudo de la mujer, pero tampoco lo veía claro. Una cosa es la investigación científica que me ha conducido a este descubrimiento y otra la satanización que las sociedades han mantenido casi siempre contra el cuerpo bello de la hembra. Lo primero es fisiología, lo segundo falsa moral. Así que la relación es meramente fortuita. Yo me sentí culpable de haber representado a la Lujuria después de ver la película, con veintiséis años; ahora, desde luego, no. A Charlitos le pasa lo contrario, se siente culpable con más de ochenta años por asuntos que de joven ni siquiera le habrían rozado la piel. Es como si mi madurez y la suya hubieran trazado caminos inversos. 
En la pantalla empecé como mujer del tiempo en una televisión de San Diego, Charlitos comenzó a ser rey de un país sin comerlo ni beberlo. Esa es la diferencia: yo me he fabricado mi futuro con el cuidado exhaustivo de mi carne y él nunca tuvo que hacer nada para elevarse al cargo más alto. El origen y el camino marcan los rastros de la edad, además del sexo. En esto está de acuerdo conmigo ese dietista de la nuera del rey. Toño es uno de esos trepas que, como yo, surgieron del frío, del suburbio, de los barrios más pobres de Madrid, y, gracias a su esfuerzo -según él- está tocando el cielo. Quiere compararse conmigo, pero no, no me va a embaucar. Yo procedo de una familia bien, mi padre era ingeniero y las cumbres de mi carrera no tienen nada que ver con ese supuesto “cielo” que él dice haber alcanzado. A él solo lo adoran cuatro pijitas de Madrid, yo tuve el mundo entero a mis pies. A mi edad aún me reconocen por la calle, me piden autógrafos, me dicen que estuvieron y aún están enamorados de mí. Yo soy una mujer del Renacimiento que siempre ha despertado deseo; él, un nuevo rico que ha digerido mal los cuatro euros que les ha robado a sus ilusas clientas. 
No quiero hablar más de esta gente. Mi clase está muy por encima de estos tipejos. No sé siquiera por qué lo he mencionado. Mis preocupaciones ahora son mucho más elevadas: la belleza y el tiempo. Estoy ya muy alejada de aquella chica de veintitantos que, luciendo el primer biquini de la humanidad, balbuceaba, “Me, Loana… You, Tumak”. Ahora soy capaz de escribir libros enteros -con un poco de ayuda, es cierto-, libros que se venden como vídeo juegos. Y en el próximo me adentraré en temas filosóficos, trascendentales, muy lejos de la superficialidad que me achacaban los críticos. Sí, he sido una tía cañón, lo digo con mucho orgullo, y los clásicos defienden la teoría que he esbozado y que desarrollaré en mi nuevo libro. El mismo Platón me defiende, no Madonna, ni Lady Gaga, ni Marylin, no, Platón. Esto es lo que dijo, leedlo y reflexionad, porque es lo que yo he defendido siempre: “La belleza, Fedón, nótalo bien, solo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu.” Platón está hablando de mí, de “El Cuerpo”. Sí, no es soberbia, está hablando de mí. Yo era la belleza personificada, la perfección perceptible y, por tanto, quien me adoraba estaba encaminado hacia la vida espiritual, hacia el engrandecimiento de su humanidad tras el hallazgo carnal de una pieza divina. Los hombres que se masturbaban pensando en mi cuerpo accedían al mundo de las ideas de una manera directa, porque mi cuerpo, la belleza perceptible, los elevaba a través de la imaginación hasta el clímax espiritual. Que a algunos como a Charlitos no les haya aprovechado esta escalada espiritual no es una prueba de que no sea verdad, sino de que no funciona en ámbitos aristocráticos. Yo soy “El Cuerpo” y la “Sangre”, comed y bebed todos de él.