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domingo, 26 de febrero de 2023

XXI, mosaico de extravagancias: "XIX. Raquel"



Me llamo Ro Raquel Tejada o, mejor, para que mi imagen os llegue antes a la entrepierna, Raquel Welch. Quien dice que ser una tía cañón es una desgracia, como a menudo oigo por ahí, o es un mojigato o una feminista sin pajolera idea de feminismo; os lo digo yo, que disfruté muchos años del privilegio de ser una tía cañón, en exposición continua por todo el mundo, feliz de haberlo sido y orgullosa de haber despertado en muchos hombres y en algunas mujeres el misterio de la atracción sexual. Porque el sexo se vive en el cerebro. La mente es una zona erógena, sin duda la más importante, y qué mejor privilegio que ser tú quien actives esta espoleta que mueve al mundo. 
De joven, cuando me contemplaba desnuda ante el espejo, fantaseaba con la idea de que millones y millones de hombres estuvieran en ese momento deseándome, pensando en mí, imaginándome en bolas, tal y como yo me veía. Era una sensación de comunión con la humanidad muy agradable, porque, en cierta forma, mi cuerpo se convertía en comunal. Repartía muy a gusto, a través de la imaginación de mis admiradores, la felicidad mayor que puede alcanzar el individuo: la posesión material de la belleza absoluta.   
Muchas me han imitado, muchos más quisieron tirárseme, así, tirárseme, porque mi físico les provocaba una pulsión animal que, según ellos, era imposible retener. Otros intentaron colgarme en la pared o guardarme en un garaje, como el que posee un cuadro de Rubens o un Porsche. Estos eran los más inofensivos, porque solo les interesaba exhibirme como a una buena pieza de caza o como a un diamante del Congo. 
¿Os acordáis de la película Hace un millón de años? ¿No? Pues hacéis muy mal, porque para mí es un hito en la historia del cine. La protagonicé y casi la produje y no me arrepiento, ni mucho menos, de haberme hecho famosa por mostrarme en biquini prehistórico -el primer biquini de la historia de la humanidad- ante la mitad del mundo. Me ha gustado y me gusta exhibirme en paños menores ante el público, alardear de mis encantos físicos, de mi moreno café con leche, de mi erotismo exultante. Siempre tuve la sensación de estar prestando un servicio público imprescindible. Yo misma, cuando asistía a los pases privados de mis películas, me excitaba al contemplar mi propio cuerpo. Nunca he tenido remordimientos por haber sido un objeto sexual, todo lo contrario. En cierta manera, le ha dado sentido a mi vida. Puedo comprender la crítica de los puritanos y moralistas cuyo comportamiento haya sido ejemplar porque nunca torcieron sus principios por necesidad; pero el resto de los mortales, un 97 por ciento largo, estamos expuestos a ceder ante las debilidades, ante las presiones del mercado y ante la necesidad. Si no me hubiera exhibido medio desnuda en la pantalla, en las revistas y en los carteles de todo el mundo, nunca habría gozado de la calidad de vida que tengo, eso seguro; y, además, a mí me colmaba la vanidad, no lo puedo ocultar. ¿Y qué perdía yo?, nada, ya os lo digo, nada en absoluto. Sé que este proceder hundió a mujeres como Marilyn, mi más directa predecesora, pero ella se habría descalabrado de todas formas, porque era una chica desequilibrada, no disfrutaba de una personalidad firme ni de una mente demasiado lúcida, y, además, se empeñó en interpretar papeles muy alejados de su condición de sex simbol. A mí, verme expuesta, imponente, en biquini, en un cartelón de veinte metros, me producía y me sigue produciendo un hormigueo divino, una sensación de poder que no habrán tenido muchos potentados, por muy influyentes que sean. Nunca quise desnudarme por completo porque se habría perdido el misterio. Recuerdo las palabras de Mastroiani en 1967: “No, no te quites la ropa, se desnuda con los ojos”. El sexo se origina en la mente y si la imaginación no tiene nada que descubrir, pierde parte del impulso que la agita. Las propuestas para despelotarme en la pantalla y en las revistas fueron innumerables. Hasta Playboy me tentó y llegó a hacerme un reportaje, pero ni siquiera el poder de convicción del magnate del erotismo tuvo arrestos para quitarme toda la ropa. Siempre he tenido las ideas muy claras en este sentido y Mastroianni -yo le gustaba más que Sofía- me las corroboró en una comedia italiana donde una servidora aparecía casi siempre en ropa interior o con modelitos muy atrevidos.      
Tengo casi ochenta años y, es obvio, ya no soy “El Cuerpo”, aunque me conservo como pocas. Es difícil tragar la metamorfosis de los años sin drogas ni alcohol, pero yo lo he digerido mucho mejor que la mayoría. Desde que vi mi primera arruga, me puse en alarma roja y comencé a investigar sobre los cosméticos y ejercicios que pudieran reducir al máximo el deterioro. Pero no adelantemos acontecimientos. Os quiero contar la peripecia de una mujer ejemplar, sí, la mía. Porque solo tenéis que compararme con cualquiera de las estrellas que vivieron mi misma circunstancia para comprobar cómo han acabado ellas y cómo estoy yo. Salvo esa zorra de la Loren, las demás arruinaron su vida rápidamente, porque envejecer en el mundo de las vanidades es algo muy duro y si además una es un símbolo sexual, el mérito de acabar entera es una proeza. A mí me han librado de la debacle, la cosmética, el yoga y la renuncia al sexo en mis últimos veinte años. Todo eso y gozar de un equilibrio mental que otras no disfrutaron. Quien ha visto el mundo desde su cima; quien ha gozado de la adulación; quien ha comprobado la idolatría de los fieles; quien recibe miles y miles de cartas de deseo; quien oye los suspiros de lujuria cuando su cuerpo aparece en pantalla; quien ve cómo babean de excitación los que están cerca de una; quien se siente capaz de hacer realidad cualquier sueño, debe saber que hay que pagar un precio, que nada es gratis. Si no comprendes esto, por fuerza vas a salir mal parada, y yo lo entendí muy pronto. Mi físico me daba un poder absoluto, no solo sobre los hombres, sino sobre la sociedad en su conjunto. Si a esto lo queréis llamar superficialidad, llamadlo, yo creo que no es nada superficial. De lo mismo acusaron a mis memorias, de superficialidad, empezando por el título, Más allá del escote. No se me ocurrió a mí, pero me pareció ideal para hablar de mi vida. Porque a quien más le debe mi éxito profesional y personal es a mi escote, sí, así es, y esto no es nada superficial, ni mucho menos. Gozar de un físico como el mío no es ningún mérito adquirido por mor del trabajo o del estudio, es un poder natural, un don, como quien goza del genio de la escritura o de crear películas o de inventar una vacuna. Y yo, además, lo cultivé con una dedicación exclusiva. Cómo si no se puede explicar que, después de parir dos hijos, comenzara mi carrera de sex simbol. Sí, poseía unas condiciones físicas envidiables, pero hay que tener arte para conservarlas y explotarlas. Cada uno en su sitio, no menospreciéis la belleza física; nuestros abuelos más queridos, los griegos, nunca lo harían, ni lo hicieron.  
Pero empecemos desde el principio, desde que caí en un estudio y se encendieron los focos sobre mí, para no apagarse en muchos años. Todo el mundo sabe, yo también, que si no hubiera sido por la sensualidad salvaje de mi cuerpo y por el exotismo de mi rostro no habría llegado a ningún lado, nadie me habría dado una primera oportunidad. A mi padre le debo los rasgos latinos que moldearon al mito sexual, además de una educación exquisita y muy recta, sobre todo en asuntos de idiomas. Él nunca me hablaba en español porque nosotros vivíamos en Estados Unidos y no quería que nos trataran como a hispanos. Es decir, me reservó lo mejor de la naturaleza latina -mi físico- y apartó lo que podría haberme acarreado problemas de integración -el español-. Mi padre era tan equilibrado como yo. Nadie imaginaba, cuando llegué a Hollywood, que yo tuviera ya dos hijos. De todas maneras, tampoco lo fui pregonando, porque había que mantener un aura sexual que se pierde cuando una habla de partos. Mi físico no delataba mi maternidad, ni mucho menos. Mi interés por el deporte y mi naturaleza exuberante enderezaron enseguida lo poco que se había descolgado. 
Corrían los años sesenta. Uno de mis primeros papeles en el cine fue el de prostituta, después de aparecer con Elvis Presley en la televisión. No es lo que habría deseado, pero una era primeriza y tenía que tragar con cualquier cosa. Mejor eso que caer en la prostitución real o de camarera en cualquier antro de mala muerte. Antes de llegar a Hollywood, en San Diego, cuando me miraba al espejo o en la pantalla de televisión anunciando el tiempo, estaba convencida de que era imposible que pasaran de mí en los castings; por eso me largué de esa ciudad y me separé de mi primer marido, por la confianza absoluta en el triunfo de mi cuerpo. Desde pequeña me interesó el mundo del espectáculo y practiqué ballet, lo que me dotó de flexibilidad y me pulió el torso y las piernas con un cincel de maestro. Estaba fascinada con mi desarrollo fisiológico: con el exotismo de mis rasgos latinos; con la exuberancia de mi cabello castaño; con la potencia sexual de mi piel bronceada, de mis senos, de mis equilibradas proporciones. Solo encontraba una pega, mi boca, demasiado grande, pero pronto los hombres me convencieron de que ese era uno de mis atributos más eróticos. 
Al llegar a Hollywood me desengañé un tanto de mi superioridad, en cuanto asistí a la primera selección de chicas. Solíamos optar unas doscientas para cada papel y era difícil distinguirnos. Todas, de una forma u otra, exhibíamos una presencia que estimulaba, que animaba al babeo y al engorilamiento. Había hombres que se dedicaban a apostarse frente a las direcciones donde se realizaban estas selecciones para empacharse de lujuria. Marilyn acababa de suicidarse y la industria andaba como loca por encontrar un nuevo entretenimiento para el hombre en la pantalla grande. Que conste que nunca he estado en contra de lo frívolo, todo lo contrario. Cuando me achacan haber rodado películas ligeras, de poca calidad, a mí me da la risa, porque lo que yo y el 90 por ciento de la gente busca en el cine es la diversión y no calentarse la cabeza. Me eligieron porque descubrieron algo especial en mí. Yo no me veía muy distinta a las otras doscientas que optábamos para papeles de chicas cañón, “es algo que no se puede explicar, un ángel que deslumbra y que, cuando lo detectas, el público lo engulle, lo hace suyo y lo convierte en mitología”, esto argüía, para explicar mi triunfo y el de Marilyn, uno de los agentes que más admiro, al que le debo mi gran lanzamiento. Esperé muy poco para que el público se entregara a mis encantos y, por supuesto, no tuve necesidad de acostarme con ningún productor para hacer cine, eso es una patraña que se han inventado las falsas feministas para ensuciar nuestra imagen. Y si lo hice con alguno fue por voluntad propia. Dos años después de haber pisado un plató por primera vez, ya era considerada como una de las actrices con más potencial de la década, aun con dos hijos a mis espaldas. Mis papeles eran, la gran mayoría, cortos, pero muy intensos. Los directores me felicitaban porque mi breve presencia en la pantalla me convertía en una especie de joya escondida que se volvía deseable por esperada. Gran parte del público se mantenía en vilo por ver cuándo aparecía yo, cuando el interés por el argumento se había perdido hacía tiempo. 
La gran creación que me dio la fama, la que me convirtió en una mujer que ilustró las habitaciones de muchos adolescentes fue, sin duda, mi gran éxito: Hace un millón de años. Cuando me entrevistan, los periodistas insisten si no estoy cansada de que se me recuerde por esa imagen mía en biquini. Pues no, no me canso, es más, tengo aún, en mi salón, el cartel original con que se iba a publicitar la película, en el que aparezco crucificada casi desnuda. No sé si algún día se le dará a esa imagen la categoría rompedora que merece. Yo la veo y la equiparo a, por ejemplo, creaciones de Andy Warholl. Es un montaje de un calibre artístico superior. No es una herejía, ni mucho menos, es un grito de la mujer ante el poder absoluto del hombre. La chicas del Me Too no han comprendido el mensaje. En su tiempo, podría haber desencadenado un gran escándalo, aún mayor que la propia película; que, por otra parte, me encaramó en esta vida de lujo. Otra existencia no conozco y con certeza sería peor. 
¿Por qué Cristo, por qué el Salvador del hombre no podía ser una mujer? ¿Y por qué no una mujer sensual, explosiva? ¿Acaso no es más fácil desearme a mí en el crucifijo que a un indigente con barba, por muchos abdominales que luzca? Si como han dicho muchos, la cruz es el icono publicitario que más éxito ha tenido en el mundo, ¿por qué no renovarlo, actualizarlo? ¿Y quién mejor que una mujer cañón para erigirse en el nuevo ídolo de la redención en pleno siglo XX? No, las chicas del Me Too no han comprendido nada de esto. No son conscientes de que yo, atada a ese madero, podría haber hecho más por la liberación de la mujer que ellas con todas esas protestas y denuncias contra hombres poderosos. El primer hombre poderoso era ese Jesús, ese que es paseado por el mundo como símbolo del amor y del sacrificio, y era un hombre. Yo intenté que también la mujer participara de esa adoración, de esa entrega que los pueblos han mostrado por el hijo de Dios. Si no conocemos su rostro ni su cuerpo y lo que importa es el símbolo, ¿por qué no instalar a una mujer en el imaginario colectivo?, ¿y por qué no a la mujer más bella del mundo? Porque entonces así se me consideraba, “El Cuerpo” me llamaban, y nunca he renegado de ese apelativo. Porque ser “El Cuerpo” para mí significa representar la belleza de la mujer, el poder de la mujer, la absoluta adoración a la que debemos someter nuestra vida terrena. Quien me veía tan solo como un objeto sexual era porque no estaba muy iluminado. Tampoco se puede pedir que cualquiera comprenda la escena de mi crucifixión, como la mayoría no entiende en verdad el papel de Cristo en la cruz. Yo me sentí hija de Dios y adorada por la masa, por el pueblo, por la gente. Querían acariciarme, tocarme, besarme, lamerme, penetrarme, querían, al fin y al cabo hacerme suya, como los cristianos en la misa tragan el cuerpo de Cristo. Y todo esto sin haber visto todavía el cartel publicitario al que me refiero. Si a la función espiritual, le hubiéramos añadido el erotismo, el rito no haría sino engrosar su calado. Así pienso yo. La Iglesia, como siempre, retrógrada y alejada del verdadero espíritu humanístico, renegó de esa imagen porque presentía un peligro en la novedad y, como siempre, en la sexualidad. Porque la novedad y el sexo son incontrolables y ellos quieren tener el dominio del negocio, del negocio, que no de la fe verdadera, que es lo que ese póster de la crucifixión erótica intentaba inculcar en los fieles. Amor y fe. 
Fue en las Islas Canarias donde grabamos Hace un millón de años, en la España más arrugada, más pintoresca, en la España de un dictadorcillo con voz de viejecita, católico, apostólico y romano. Y no me entendáis mal, yo soy muy religiosa, presbiteriana, y tan cumplidora con Jesucristo como cualquier americano que se precie: oigo misa todas las semanas. 
El cartel publicitario ya lo habíamos decidido. A mí me parecía excelente, maravilloso, rompedor: un contrapicado de mi figura, cubierta tan solo por un biquini prehistórico, crucificada, atada al madero de pies y manos. Mi cuerpo bronceado y aceitado, explosivamente lujurioso, contrastaba con una mirada perdida en el más allá, en el padre celestial. Una fusión genial de carnalidad y divinidad, una mixtura perfecta de fervor sexual y religioso. Yo no había visto nunca tanta expresividad, tanta insolencia y tanto misticismo en una fotografía. Quizás algunos iconos religiosos -el Éxtasis de santa Teresa- y algunas pinturas de los maestros -la Anunciación de Fra Angélico- reflejen este espíritu, pero aquello me pareció extraordinario, para entrar a codazos en las mejores galerías de arte moderno y religioso o incluso para colgarlo en la pared de un templo renovado, adaptado a los nuevos tiempos. La sociedad no estaba preparada para tanta intrepidez. Ni la sociedad ni los magnates del cine, ni los censores, ni las autoridades religiosas. No se atrevieron a utilizar el cartel para promocionar la película. Es más, permaneció escondido durante treinta años. Hasta 1996 nadie se atrevió a exponer uno de los mayores logros de la fotografía contemporánea que yo haya visto. Y se hizo en sordina, cuando el erotismo de la modelo, una servidora, supuestamente ya no despertaría tan bajos instintos. Para mí no se trataba de una insolencia herética, ni de despertar el morbo sexual. Quienes solo ven esas propiedades en mi crucifixión son muy cortos de miras. Pero eso es lo que advirtieron, escandalizados, los productores, moralistas y censores que regían entonces Hollywood. Y por lo que voy viendo, no fue aquel tiempo excepcionalmente represivo. Si me paro a pensarlo, hoy, en pleno siglo XXI, el escándalo podría haber explotado con más metralla, incluso podríamos correr peligro el autor de la obra y su modelo, una servidora. Siempre se han necesitado muchos arrestos para presentar ante el público una verdadera obra de arte moderno, rompedora e iconoclasta.
Quien me sorprendió en aquella España de viejas de luto y hombres peludos y bajitos fue su príncipe, el que luego se convertiría en rey de España. El muchacho -tiene algún año más que yo- quería verme a toda costa y se presentó en el hotel Ritz de Madrid cuando estábamos promocionando Hace un millón de años. No hablaba muy bien el inglés, aunque lo que quería de mí era fácil de entender. Me invitó a unas copas -entonces yo todavía bebía- e insistía en que me fuera con él a Mallorca. Era soberbio, poco hábil y muy impetuoso. Recuerdo que enseguida se puso colorado, no de vergüenza, sino del güisqui que bebía a tragos largos, sin pausa y gratuito, porque lo recibí en mi habitación. Nunca había estado con un príncipe y yo, aún muy joven, lo saludé emocionada, aturdida por la antigüedad de la realeza europea. Pronto caí en que ese príncipe participaba, él sí, de los instintos más bajos que mi cuerpo removía en los hombres. Se le notaba abotargado y empalmado, confuso. Pensé que se iba a lanzar sobre mí nada más abrirle la puerta, sobre todo por los ojos de ido con que me miraba el escote. Para él no había nada más allá de mis pechos. Este episodio lo hemos comentado él y yo después de que aparecieran mis memorias -a él no lo cité por petición expresa de la Casa Real-. Juan Carlos, muy ocurrente, dice que no está de acuerdo con el título, Más allá del escote, porque él no vio nada más allá. Sobre todo cuando accedí a su petición de mostrarme ante él, en la habitación del hotel, vestida como en la película prehistórica. Bueno, también lo paralizaron mis piernas de bailarina, descubiertas casi en su totalidad, por la moda de las minifaldas y por ese biquini de piel de ternera con el que rodé. Le comprendí pocas palabras en el primer encuentro; ahora bien, recuerdo que una de ellas era “el yate”, “el yate”. Insistía en invitarme a su barco porque, me lo explicó después, quería mostrarme sus habilidades como marinero. Corría el año 1967. Estaba a punto de ser confirmado como heredero de la corona de España y a mí eso me ponía, lo tengo que confesar. Físicamente me atrajo y, como apenas lo entendía, tuve tiempo de comprobar su obsesión visual por mi cuerpo. No era algo a lo que no estuviera habituada, pero la mirada de ese muchacho era muy insistente, despellejadora, y, sobre todo, antigua, muy antigua. Me da mucha lástima lo que le está pasando ahora, porque en mis sucesivas visitas a España llegué a conocerlo bastante a fondo y no me pareció mal tipo. Un poco rijoso, bebedor y fetichista, aunque no más que algunos de mis compañeros de reparto. 
La última vez que lo vi estaba bastante ebrio sobre la cubierta de su yate, en Palma de Mallorca, adonde acudí con la firma de maquillaje que me patrocina actualmente. Parecía acabado, apoyado en un bastón y apartado de su dedicación real. Se encontraba solo, agarrado a una copa de coñac. Me pellizcó el trasero -esa costumbre no la ha olvidado- y me contó una historia un tanto confusa que achaqué al abuso de alcohol y a los calmantes de la cadera. Acababa de llegar de Gandía, donde había disfrutado de una travesía en yate con políticos y empresarios. Hasta ahí su vida normal, ahora viene lo interesante. Asomado al mar, había visto cómo unas chicas arrojaban a un hombre por la borda de un barco próximo al suyo. No lo había compartido con nadie, ni siquiera lo había denunciado. Era un secreto entre los dos. Está tan hastiado de la justicia y de la sociedad en general, que ha decidido convertirse en un contemplador, en un estoico, y no participar activamente del mundo ni de sus circunstancias. Me volvió a pellizcar la nalga derecha y me invitó a manejar el timón. Llamó a los españoles de todo: desagradecidos, envidiosos, paletos, maricones, borrachos… y me expresó sus deseos de abandonar ese país que le había escupido a la cara. Volvió a pellizcarme el culo -aún lo conservo prieto- y me confesó ya en el interior, antes de caer dormido de repente, que a su familia le iban a dar mucho por saco, a todos menos a su hija mayor, a quien aún invitaba a las celebraciones de vez en cuando. 
Os cuento este episodio del rey de España para que entendáis hasta dónde puede encaramarte un físico despampanante como el mío. Y si con estos argumentos aún consideráis superficial el don de la belleza física, tenéis un problema de comprensión muy grave. He alternado con la realeza europea, sí, con el príncipe inglés también, con la aristocracia, con los hombres más poderosos, con los políticos más extravagantes, con escritores reconocidísimos, y, por supuesto, con lo mejor del mundo del cine. ¿De veras creéis que si hubiera sido fea, bajita y deforme habría tenido una vida tan rica, tan variada, tan cosmopolita? Ni de coña. Es cierto que, por ejemplo, la relación con el rey Juan Carlos, “Charlitos”, como yo lo llamaba, no me ha servido para cultivarme especialmente; pero sí para obtener regalos suculentos y para comprender cómo funciona una casa real por dentro. Algo bastante más interesante que analizar la cocina de un McDonalds, pongamos por caso. 
Sí es cierto que los intelectuales españoles son como los demás, unos muermos. La mayor parte de ellos me veían a mí, a mí, como -voy a citar a uno de ellos- “una muestra de debilidad estética, facilona, decadente, hiperbólica y antifeminista”, nada menos, y eso conociéndome únicamente a través de dos películas. Por supuesto, este juicio lo podría sumar a otros muchos que se han vertido sobre mi persona sin apenas haber cruzado conmigo dos palabras, con la “superficialidad” de juzgarme como a un “cuerpo” y no como a un ser humano con capacidad de raciocinio. No le he resultado indiferente a nadie, ni siquiera a los que me desprecian y he aprovechado, como una esponja, todo lo que se dice de mí -más en contra que a favor- y he absorbido estas experiencias para convertirme en una mujer lo suficientemente despierta como para contemplar el mundo a pelo. 
Esa es la riqueza con la que cuenta alguien como yo: puede observar todos los estratos de la sociedad desde el punto de vista de lo que piensan de una misma. Al principio, los intelectuales, escritores, artistas, periodistas, me impresionaban mucho, determinaban mi forma de actuar en público. Coincidía con Arthur Miller en un sarao y me cagaba de miedo, me hubiera puesto a cuatro patas la primera vez que me encontré con él y habría hecho lo que me hubiera ordenado. Pero tras muchos encuentros con esta gente y, tras escuchar las sandeces que dicen sobre mí -no hay nadie que sepa más sobre Ro Raquel que yo misma-, solo me queda despreciarlos. Son tan superficiales como podemos ser la mayoría. Juzgamos al prójimo por la actuación en sus películas, por su físico, por una declaración que hemos oído de ellos en la prensa, en televisión o en una fiesta. Nadie se preocupa en indagar sobre la verdadera personalidad de la gente, ni siquiera estos, que deberían dar ejemplo señero de cómo tratar al género humano. No, no he aprendido mucho de los intelectuales, me han parecido tan frívolos como los periodistas sensacionalistas que me perseguían día y noche por las fiestas que organizaba Hollywood para actores y actrices. Es muy triste comprobar cómo articulistas que manejan la pluma con una destreza admirable, se dejan arrastrar por los más bajos instintos cuando hablan de una actriz, de una tía cañón, de una sex simbol. Como os he dicho antes, no reniego de ninguno de estos títulos, pero tampoco hay que interpretar que un físico espectacular es sinónimo de estulticia. No, chicos, ni mucho menos. Así hundieron a Marylin, pero yo no soy Marylin, yo tengo la cabeza bastante más despejada que esa pobre rubia de los barbitúricos. Este conocimiento interno del mundo del espectáculo y de sus alrededores me dan título para decir que no hay que fiarse de las apariencias y menos aún de las apariencias que los medios fabrican. Os lo digo de corazón, prefiero a un rey rijoso y ladrón que a un pedante baboso y acartonado. 
Uno de mis primeros papeles fue el de prostituta, en la película de 1964, Una casa no es un hogar. La perspectiva de trabajar en una producción cuyo guion tenía una profundidad que no advirtieron los críticos me abrió las miras sobre mi oficio. Yo empezaba como actriz de Hollywood, donde la competencia se come a cualquiera en cuanto una se despista un poco o se cree alguien que no es, y mi meta era llegar a lo más alto, al estrellato, a estampar mi mano en el Paseo de la Fama. Ese fue mi objetivo desde el principio y por suerte lo conseguí muy pronto. El problema era no caer de golpe, mantenerse durante un tiempo, no renunciar a papeles frívolos, porque la clave era estar siempre en el candelero, de una forma u otra. 
Después de dos décadas -los 60 y los 70-, Raquel Welch era conocida en todo el mundo, deseada por los hombres heterosexuales y adorada como un icono de Hollywood tan potente como el que representó Marylin en los 50. Y hablo en tercera persona porque el éxito de aquella época parece que lo haya vivido otra chica bien distinta de la que soy ahora. Porque una ha madurado, ha ido cubriendo etapas y en cada una de ellas he intentado enriquecerme y, sobre todo, no abandonar nunca mi principal valor: mi cuerpo. 
Cleopatra ha sido mi referente histórico en cuanto a la innovación en el mundo de la conservación y el maquillaje, sí, Cleopatra, esa egipcia excepcional que se enfrentó a todo un imperio y conquistó a sus mejores hombres. Descubrí cómo preservar mi tez de las agresiones del tiempo: me lavo la cara, desde hace ya más de tres décadas, con leche recién ordeñada. Es un método inmejorable, porque, como digo a menudo, “hay muchas momias caminando con Bag Balm”, la crema rejuvenecedora que yo misma creé junto con muchos otros productos cosméticos. Porque en los ochenta y noventa cultivé los campos del maquillaje, del yoga y del fitness. Estoy mucho más orgullosa del cuerpo que conseguí esculpir en esas décadas que de mi físico juvenil. Una arquitectura madura, bien cuidada, todavía flexible y con la exuberancia multiplicada por la experiencia, esa era yo en los ochenta y noventa. Charlitos estaba de acuerdo conmigo y muy entusiasmado. Siempre que nos veíamos -viajé mucho a España en esos años-, me lo decía y babeaba igual o más que en el primer encuentro. Era agradecido conmigo. Nunca me iba de su palacio con las manos vacías y cuando digo las manos me quedo muy corta. El día que rodé el anuncio de Freixenet me estaba esperando en los camerinos con una bicicleta estática de última generación y un collar de diamantes. Solo me lo pongo cuando estoy con él a solas, por pudor. 
Mis conocimientos sobre el maquillaje y el cuidado del cuerpo también supusieron un éxito antes y después de que existiera internet. Me convertí en un referente de las prácticas saludables y un ejemplo para las mujeres maduras. Pero os tengo que confesar uno de mis secretos más escondidos y que solo ahora, cuando ya friso los ochenta, puedo revelar. En mis investigaciones sobre la conservación del cuerpo, hice un descubrimiento trascendental: la dosificación draconiana del sexo es clave para envejecer más lentamente. A finales de los noventa visité varios conventos de monjitas y monasterios de frailes. Me rondaba ya la idea de que la privación de los apetitos carnales provoca una secreción de humores que revitalizan el organismo, facilitan la tersura de la piel y aligeran los tránsitos intestinales. Monjitas de más de noventa años conservaban sus piernas como mozas de reciente menstruación, así lo constaté en mis expediciones por España e Italia. Las mujeres que nunca habían hecho el amor presentaban unos ritmos vitales mucho más lentos. Algunas de ellas olían a podredumbre, pero su fisiología había compensado la falta de placeres y su hedor con una vida mucho más longeva y un físico mucho más lozano de lo que se podría esperar en ancianas. El divorcio de mi cuarto y último marido tuvo como causa mi renuncia al sexo, sí, nunca lo había confesado, pero este fue el detonante. Había comprobado, casi de manera científica, que privarse de la cópula era una forma de potenciar las glándulas de la longevidad, así se lo expuse a él. Lo importante es el deseo, no realizarlo. Siempre he sido muy clara con los hombres que me han rodeado. Richard, en un principio, se lo tomó bien; pero se le fue agriando el carácter y me acusó de que no lo hacíamos porque tenía otros amantes. Me dolió, pero no cabía otra opción que separarme. 
Mi lucha contra el tiempo es mi gran pasión. En 1982, cuando contaba 42 años, gané un pleito a una productora por no darme un papel que ya tenía prácticamente en la mano. Adujeron que era demasiado vieja para hacerlo y yo no consentí que mis 42 supusieran un motivo suficiente para no poder representar a una chica de 25. Así me lo reconocieron los jueces. Hasta las leyes confirmaron mi habilidad para mantenerme alejada de los estragos de la edad. 
Cuando veo a Charlitos y lo comparo conmigo, veo con claridad cuáles son los perjuicios a que te conduce una vida de desenfreno: yo, aún tersa, firme y capaz de correr diez quilómetros; él, destartalado, podrido por dentro, y, en el rostro, los rastros de su rijosidad. Le recomendé hace mucho tiempo que abandonara el sexo y otros vicios, pero es superior a sus fuerzas. Así me lo dijo: “Raquelita, hija, yo soy así, desprendido y empotrador”. Yo creo que hasta la cabeza la tiene medio perdida porque el cuento del hombre arrojado por la borda parece más una alucinación o un producto de las drogas y el alcohol que un hecho real. Es muy terco este hombre y poco receptivo. Desde hace unos años me veo más como una hija suya que como una amante. Lo trato como a un vejete ido, que le palpa el culo a las enfermeras y se deja cuidar como un niño: lo peino, lo acicalo, lo perfumo y, cuando consiente, le pongo una de las pelucas que yo misma he confeccionado. Sí, el mundo de las pelucas también me sedujo, dentro de esa obsesión por escondernos del tiempo. A Charlitos le hice una a propósito, de rizos rubios, muy parecida al cabello con que lo vi por primera vez. No le favorece nada, su rostro está demasiado deformado, pero a mí me reverdece pasiones de otro tiempo acariciarle la cabeza, calzada con esa melena suave y natural que yo misma le he tejido. Le gusta que lo mime y que pronuncie la única frase que decía mi personaje en Hace un millón de años: “Me Loana… you Tumak” y ríe y me echa mano a los senos. Yo lo paro para que no se me ponga malo y para que no se le cierre la aorta. 
Bueno, como os he dicho, mi obsesión por los elementos que ralentizan el tiempo me condujo a la escritura. Sí, también he escrito libros, de fitness y de yoga, donde expongo mis descubrimientos en mi lucha contra el deterioro. Tengo uno en marcha sobre la teoría de la privación del sexo y su relación con los fluidos de la longevidad, pero quiero perfilar el estudio con los datos comparativos que estoy recogiendo de mi propia experiencia y de Charlitos. El paso del tiempo es un tema trascendental. Cuando aparezca el libro, no me podrán llamar superficial esos intelectualillos y periodistas que me consideran una calabaza hueca. Y aunque pienso centrar mi filosofía en lo físico, verán estos tipos  cómo se puede hablar de lo carnal siendo mucho más profunda que la mayoría de ellos. El yoga me ha dado la tranquilidad, el sosiego y la altura de miras necesarios para abordar este nuevo libro, porque no me pienso morir antes de los 100, eso tenedlo claro. Y basta ya de compararme con la Loren. Ella nunca ha hecho otra cosa que ser famosa por su cine. Yo me he cultivado como persona en tantas facetas profesionales que puedo equipararme a una mujer del Renacimiento, un Leonardo Da Vinci resucitado. Mi estilista, Ron Sedelsky, ya me lo decía, “tú, Raquel, tienes un tacto especial con todo lo que tiene que ver con la belleza. Debes cultivar todos los ámbitos que la rodean”. Y así lo he hecho: experimento con mi propio cuerpo para expandir mis teorías y descubrimientos por el mundo, para que todas tengáis posibilidad de cuidaros y llegar a ciertas edades con la misma dignidad que yo. Lástima no haber descubierto antes la biología. Me habría gustado profundizar en el campo de los procesos evolutivos del cuerpo humano para acompañar a esos científicos que ahora mismo están buscando claves de la piedra filosofal en nuestro ADN: la fórmula de la juventud eterna.
Muchas veces pienso también en el azar. Me viene a la cabeza el vahído que sufrí en Málaga, en los sesenta, por poco no me ahogo en un río cuyo nombre ni siquiera conocía. Me habría convertido en un mito sexual, como Marylin, pero no habría gozado de la experiencia de estos casi ochenta años tan fructíferos. También pude morir de hipotermia en el rodaje de la película prehistórica, corriendo en biquini por la islas, en pleno invierno. El destino, el tiempo, el azar… tantas cosas me rondan ahora la cabeza que no sé por dónde empezar a escribir el segundo capítulo. Tendré que echar mano de mis asesores para que reconduzcan este cerebrito que no para de engendrar nuevas ideas y nuevos temas para enderezar a mis lectores. 
Charlitos no lee. Me lo ha dicho una y cien veces, no le gustan las historias escritas, prefiere lo oral, y no me entendáis mal. Es un hombre chapado a la antigua, como Sócrates, así me lo intentó explicar quien le escribe los discursos: “A Charlitos le encanta que le cuenten fábulas, chistes, chascarrillos, pero no le hables de leer. Lo odia. Como Sócrates, que aborrecía la letra escrita porque, según decía, con ella abandonaríamos a su suerte a la memoria”. Cuando Charlitos debía leer un discurso, se lo llevaban los demonios, se ponía hecho una fiera. Decía que para qué servía ser rey si no podía hacer y decir lo que quisiera. Me ha prometido escucharme cuando le lleve mi último libro, pero ha insistido en que no me empeñe en hacérselo leer. Ni siquiera por mí haría este sacrificio. A él le gusta pellizcarme el culo y babear mirándome los pechos, aún lo hace. Es un hombre primitivo, como lo son casi todos los que pertenecen a la realeza, más próximos a nuestros ancestros cavernícolas que cualquiera de nosotros. Sí, han sabido ocultar con ceremonias y protocolos ese gen paleolítico, pero cuando están ante la carne -ya sea animal o femenina- se lanzan sobre ella como lo haría un verdadero neandertal. 
Cómo han aprovechado estas propiedades de lo primitivo quienes se dedican al mundo de las paleodietas. En la última promoción de mis cosméticos por España conocí a un niñato en el palacio de Charlitos. Se dedica a cuidar la dieta y la forma física de su nuera con ese nuevo método de volver a lo primitivo en la alimentación y el ejercicio. Ya le he avisado a Charlitos de que ese tipo no es trigo limpio. Demasiado pulido, demasiado engolado, demasiado guapo para andar por las casas de las mujeres principales vestido con una piel de oveja. Charlitos ya no me rige, se ríe y dice que ella -Letizia- también tiene derecho a disfrutar y vuelve a pellizcarme las nalgas. El dietista se deshizo en elogios hacia mí cuando le dijeron quién era. Según él, mi película, Hace un millón de años fue la fuente de inspiración de su negocio. Ya no trago por ahí. Muchos, a través de la adulación han intentado atraparme en sus redes, pero una tiene casi ochenta años y no, con zalamerías no me van a camelar. Estaba empeñado en ser embajador en España de mis productos cosméticos, pero no, no me puedo fiar de un tío con esa pelambre y con esa mirada libidinosa que parece decirte constantemente, “ven aquí, túmbate, voy a untarte con manteca, a lamerte entera, a morderte, a comerte, a penetrarte hasta que el calor te cocine en tu propios jugos”. No, no le dije nada a Letizia directamente porque no tengo mucho trato con ella, pero sí a Charlitos. Ese tipo es muy peligroso. A mí, con mi edad, supo camelarme en el poco tiempo que estuvimos hablando. Seguro que tiene más pretensiones personales que profesionales, se le ve a la legua. Es normal que se enciendan ante quien ha sido un mito sexual como yo; con más razón si te dedicas a recrear el mundo cavernícola, de quien yo soy una musa señera. Pero tras su mirada de adoración absoluta, se esconde algo morboso. Tengo un séptimo sentido que me avisa de esos hombres lascivos e interesados que solo pretenden absorbernos para que estemos a su exclusivo servicio. He hecho papeles de puta, he personificado a la propia lujuria, me he transformado en un travesti… He conquistado a mosqueteros, a un hombre que vende su alma al diablo, a un artista loco, a un cavernícola… Son demasiados registros para no caer en la cuenta de lo que pretende ese tal Toño. Así se lo confesé a Charlitos, pero él solo lleva en la cabeza al hombre que lanzaron por la borda. Dice que no se arrepiente de otra cosa en la vida, que lo debería haber denunciado en comisaría o en el mismo barco. Mi exreyecito chochea y mucho. Cómo es posible que, con lo que ha vivido este hombre, con la cantidad de enredos en los que ha sido testigo y protagonista, solo le ronde por la cabeza esta tontería: un hombre arrojado al mar. Le pregunté si había bebido, si había esnifado, si había tomado pastillas, las tres respuestas fueron afirmativas. Entonces, ¿cómo puede asegurar que no era un bañista o una alucinación de su mente corrupta?, porque en su cerebro solo queda el instinto animal del apareamiento, solo ese, el resto de las conexiones está ya inservible. Cuando nos vemos, no para de pellizcarme el culo una y otra vez, a la vista de todo el mundo. No es que antes fuera muy mirado ni que le importara demasiado lo que pensaran los demás, pero ahora su comportamiento es puramente reflejo. Se ceba con mi carne como el mono que se aparea con la hembra una y otra vez encima de una rama a la vista de toda la manada porque se lo pide el instinto. Así es la realeza, lo he comprobado en mis últimas visitas a Madrid. Por eso el hijo lo quiere lejos de allí, por eso y porque ha dejado un rastro de inconveniencias muy molestas y muy suculentas para la prensa. Pobre Charlitos, en la que se va a ver. Por suerte, ya no se entera de mucho. 
Cuando hice de Lujuria en una comedia inglesa de los sesenta, yo también tuve una crisis de conciencia. Solo aparecí en la película cuatro o cinco minutos, pero ser la Lujuria y al servicio del mismo Diablo, en aquellos años, cuando yo tenía veintipocos, me resultó muy angustioso. Creeréis que miento o que exagero, no. Como casi siempre, yo solo aparecía en biquini o en ropa interior, ese no era un problema. Pero representaba a la misma Lujuria y personificaba el mal. ¿Por qué la belleza física era siempre el medio para representar un pecado capital, por qué? Lo consulté con el padre presbiteriano que por entonces me aconsejaba y no me aclaró nada. ¿Por qué la perfección del cuerpo y provocar deseo sexual había estado siempre penado por la iglesia y por la sociedad? ¿Por qué era la lujuria un pecado? Parecen preguntas superficiales, pero no lo son en absoluto. A mí me causaron muchos dolores de cabeza. Cuando en los noventa descubrí que recortar en sexo redundaba en una vida más larga, lo intenté relacionar con el pecado que siempre se ha atribuido al cuerpo desnudo de la mujer, pero tampoco lo veía claro. Una cosa es la investigación científica que me ha conducido a este descubrimiento y otra la satanización que las sociedades han mantenido casi siempre contra el cuerpo bello de la hembra. Lo primero es fisiología, lo segundo falsa moral. Así que la relación es meramente fortuita. Yo me sentí culpable de haber representado a la Lujuria después de ver la película, con veintiséis años; ahora, desde luego, no. A Charlitos le pasa lo contrario, se siente culpable con más de ochenta años por asuntos que de joven ni siquiera le habrían rozado la piel. Es como si mi madurez y la suya hubieran trazado caminos inversos. 
En la pantalla empecé como mujer del tiempo en una televisión de San Diego, Charlitos comenzó a ser rey de un país sin comerlo ni beberlo. Esa es la diferencia: yo me he fabricado mi futuro con el cuidado exhaustivo de mi carne y él nunca tuvo que hacer nada para elevarse al cargo más alto. El origen y el camino marcan los rastros de la edad, además del sexo. En esto está de acuerdo conmigo ese dietista de la nuera del rey. Toño es uno de esos trepas que, como yo, surgieron del frío, del suburbio, de los barrios más pobres de Madrid, y, gracias a su esfuerzo -según él- está tocando el cielo. Quiere compararse conmigo, pero no, no me va a embaucar. Yo procedo de una familia bien, mi padre era ingeniero y las cumbres de mi carrera no tienen nada que ver con ese supuesto “cielo” que él dice haber alcanzado. A él solo lo adoran cuatro pijitas de Madrid, yo tuve el mundo entero a mis pies. A mi edad aún me reconocen por la calle, me piden autógrafos, me dicen que estuvieron y aún están enamorados de mí. Yo soy una mujer del Renacimiento que siempre ha despertado deseo; él, un nuevo rico que ha digerido mal los cuatro euros que les ha robado a sus ilusas clientas. 
No quiero hablar más de esta gente. Mi clase está muy por encima de estos tipejos. No sé siquiera por qué lo he mencionado. Mis preocupaciones ahora son mucho más elevadas: la belleza y el tiempo. Estoy ya muy alejada de aquella chica de veintitantos que, luciendo el primer biquini de la humanidad, balbuceaba, “Me, Loana… You, Tumak”. Ahora soy capaz de escribir libros enteros -con un poco de ayuda, es cierto-, libros que se venden como vídeo juegos. Y en el próximo me adentraré en temas filosóficos, trascendentales, muy lejos de la superficialidad que me achacaban los críticos. Sí, he sido una tía cañón, lo digo con mucho orgullo, y los clásicos defienden la teoría que he esbozado y que desarrollaré en mi nuevo libro. El mismo Platón me defiende, no Madonna, ni Lady Gaga, ni Marylin, no, Platón. Esto es lo que dijo, leedlo y reflexionad, porque es lo que yo he defendido siempre: “La belleza, Fedón, nótalo bien, solo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu.” Platón está hablando de mí, de “El Cuerpo”. Sí, no es soberbia, está hablando de mí. Yo era la belleza personificada, la perfección perceptible y, por tanto, quien me adoraba estaba encaminado hacia la vida espiritual, hacia el engrandecimiento de su humanidad tras el hallazgo carnal de una pieza divina. Los hombres que se masturbaban pensando en mi cuerpo accedían al mundo de las ideas de una manera directa, porque mi cuerpo, la belleza perceptible, los elevaba a través de la imaginación hasta el clímax espiritual. Que a algunos como a Charlitos no les haya aprovechado esta escalada espiritual no es una prueba de que no sea verdad, sino de que no funciona en ámbitos aristocráticos. Yo soy “El Cuerpo” y la “Sangre”, comed y bebed todos de él. 


martes, 12 de julio de 2022

XXI. Mosaico de extravagancias: "I. Personal fish trainer" de José Urbano Hortelano



XXI. Mosaico de extravagancias es el título de mi nueva colección de relatos. Un ovillejo narrativo en el que los protagonistas de sus veintiún cuentos saltan, se revuelcan y se cruzan hasta confundir unas historias con otras. Las tramas se ven salpicadas por anécdotas anteriores; los disparates, extravagancias y miserias de sus peripecias se enredan en un juego narrativo sin solución. El humor, la imposibilidad de conseguir sexo y santa Teresa de Jesús son los factores comunes. ¿Qué puede relacionar a un exorcista con un actor porno chino o a un arzobispo con un teniente alcalde corrupto o a un narco gaditano con un pescador de Gandía o a un personal fish trainer con una abuelita que obtiene el permiso de conducir a los 84 o a un policía nacional impotente con Raquel Welch o al rey emérito con un lobocoach? Es la bacanal del siglo XXI. Lee aquí el primer cuento completo: 

I. El Personal fish trainer
Soy personal fish trainer. Sí, boys, personal fish trainer. Con clientela de lujo y con más futuro que el coche eléctrico. Para estar allá arriba, en el Olimpo moderno, solo me falta pasar una pantalla: dejar esta shit. La última. Ninguna más. Acabo con esto. De esta tarde no pasa. Ayer me lo notó Mary, seguro. Me miraba raro, con esos eyes de panther que le diseñaron en el paritorio. ¡Qué hembra, Mary! Que si “el rodaballo tiene mucha grasa”, que si “las cocochas no le convienen a mi body”… Todo son melindres, aunque lo cierto es que está como un cheese. No es de la misma raza que la Mairena, seguro –la llamamos así por unos morros de bótox que espantan-. Relaxing, Mary, relaxing. Yo soy tu personal fish trainer. Experto en licuar bodys. Embajador del mar y del equilibrio mental en la Castellana. 
Vale, estamos de acuerdo. No se puede ir por ahí aireando vicios, y menos  delante de Mary, la más slut de mis clientas. Estoy in side. En lo más alto. Debo cuidar mi currículum. Nadie debe notar mis debilidades y menos que nadie, Mary. Prometo que es la última. Una más y me pongo a dieta full. A mí no me van a pillar en off side como a Luisfer, nuestro antiguo coach emocional. Bueno, tampoco es lo mismo. Tirarse a la Fani tiene mucho más delito. ¡Joder!, es retrasada y lo sabemos todos, Luisfer también. No tiene escrúpulos ni vergüenza. Es sorda, gangosa y tuerce la boca cuando habla. Cualquiera se daría cuenta, incluso Luisfer, y para más inri era su coach emocional. Esas tías no se tocan. El puto Luisfer es un desaprensivo. A quién se le ocurre, morreársela en la dorsalera, en mitad del gimnasio. Que apenas acertaba con los labios, que se le escapaba la lengua de la boca y le lamía la barbilla. ¡Vaya espectáculo! Y no se había bebido ni dos chupitos. Ni esa excusa tiene. Vale, bien, no es comparable a lo mío, pero no hay que flaquear. Debo disciplinarme. Soy de los espartanos. Y a mí esta mierda no me domina. ¡Que no! 
Pero es que el porno tira lo suyo. Me lo he propuesto tan en serio que ya me estoy arrepintiendo. Y dicen de la farlopa, del tabaco, de la play, del Instagram… ¡Una cock! Esto sí que es droga dura. A ver quién coño se resiste a abrir el computer, que está ahí, con la internet siempre abierta de piernas. Y yo, recién llegado de marcarme un training fish con Mary y sus amiguitas. “Que queremos perder unas libras”, me dicen, “que nos sobran cartucheras y piel de naranja”, me dicen. Yo les sigo el juego, aunque esas girls no necesitan más que un polvo sin colorantes. Están que se parten. Ni fish ni pollas, me debo a mi condición y a mi oficio: soy personal fish trainer. Un tío con pedigrí, todo un profesional que sabe cómo tratar a una clienta y a su daughter. No necesitan perder ni un gramo, es verdad, aunque eso a mí me la suda. Vivo de sus neuras y de su aburrimiento. Si ellas se encontraran bien, no me comería una thread. 
¡Joder!, pero es que llego a casa como un tiburón a la playa de Mundaka. Solo llevo en la cabeza el computer. El computer es la tabla que yo confundo con la foca. Me ducho. Intento apartarme de la tentación. ¡Coño!, no aguanto ni diez minutos. Ya estoy ahí, encima del portátil, con los pantalones por las corvas. Y tecleando la dirección de la página guarra. Si no lo tuviera tan a mano. Si la wifi fallara o si al vecino, de una vez, le diera por cambiar la password, saltaría por encima de mi mal pussing y me retiraría. Unas dumbbells para abrasar neuras, unas flexiones, un poco de running y a la pista. Pero ¡no, boys!, no cumplo. ¡No, boys! Si estamos por el fish y por Esparta, estamos por Esparta, y nos dejamos de hostias. Off side, otra vez. Si es que ni siquiera llevo calzoncillos: el windsurfista herido sigue nadando en la superficie, cerca del tiburón. El fucking pijama de raso me acaricia los muslos y me pone a cien. La sangre. Huelo el chorreo de la sangre y me abalanzo sobre la tabla. En fin, me la saco y mañana empiezo la abstinencia. Lo juro por Marwan. 
Que en este business tan de ahora no haya fair play entre competidores, pues bueno, bien, se lo espera uno. Pero que el amigo del alma, con quien uno ha compartido escúter, porro y cubata; el que me ha copiado hasta la posición de mear, me clave esta puñalada trapera… Ni en la pesadilla más negra lo hubiera imaginado. Nunca. Llego al gimnasio y lo suelta: “¡Vaya ojeras, nen! ¿Qué?, que no paras”, y el codito, venga con el codito, “no te la machaques tanto, Willy, que te la vas a destripar”. La madre que lo parió. Y con Mary a mi lado. Ella se ríe en sordina, con disimulo. Es muy larga mi Mary. Y seguro que se pone cachonda, y seguro también que no es buena idea que lo oiga. No voy a aguantar estas gracietas de un amateur, de un moron como Brando. Es la última. A mí tú no me jodes. Se cree que soy gilipollas, que no me doy cuenta de lo que intenta. ¡Fuck you! Lo conozco desde que jugábamos a los Pokèmon en la calle Hortaleza, y se me destapa ahora. ¡Falso, malnacido! No sabe lo que es el honor ni la hombría. Esto a un colega no se le hace. Se la guardo. Te lo juro que se la guardo. “Te vas a quedar, ciego, Willy”. Y vuelta, y sabe que Mary lo escucha todo. Lo sabe, claro que lo sabe, el muy dumbass. Lo dice para que ella me vea como un vicious man. Y no. Eso sí que no. Que yo te he metido en esto, boy, que no me vas a pisar. ¡Fuck you! No le contesto porque lo suelta como un chascarrillo. No debo entrar en su juego, Mary se pondría de su parte y pensaría de veras que soy un vicious man. ¡Que en la adolescencia compartimos novia, coño! Que hemos sido más que “uña y carne”, ¡mucho más!, “mancuerna y bíceps”. Así, como os lo digo. Con las veces que he sacado la cara por él, con lo que hemos trapicheado juntos: la nuclear, el matadero de pollos, el bar del Yoni, la funeraria…, y ahora, después de quince años de amistad y dos meses en mi holding, ahora se le sueltan las costuras. ¿A quién, con sangre limpia, se le ocurre ridiculizar al colega del alma delante de las girls que a uno le gustan? A un malnacido, ya os lo digo yo. A un malnacido. No sé cómo no me he dado cuenta antes. “Pelos en las palmas de las manos te van a crecer”. Y se descojona. Y otra vez el codito. Aquí, delante de Mary y sus amigas, las fanáticas del rape. Te van a dar mucho por el ass, tío. Te he calado. Después de quince años, que se dice pronto, te he calado. Así ha ligado siempre. Ahora caigo. Me deja como un alga seca delante de las tías. Como un perverted al que solo le van las citas con páginas porno. Y me aparta del mostrador como a un berberecho abierto. “Menudo bíceps estás criando en el brazo derecho, nen. Frena un poco, que te vas a sacar el tuétano”. No tiene fin. Dale y dale, todo el tiempo. Mary sonríe otra vez, a escondidas. Las demás disimulan menos. ¡Joder, qué cabrón! Va a por ella. Y me sale con que tiene ojos de besugo. “¿No te das cuenta, nen? Si nos mira como un besugo. ¿No ves cómo gira el cuello?, si no lo hace, no nos ve”. Y yo me lo trago, y la observo, y la veo volver la cara para mirar a izquierda y derecha. Todo lo que dice Brando me saca de quicio, lo digiero mal y me da vueltas en las tripas horas y horas. Hay que reconocerlo, tiene un don: embauca a todo dios. Por eso lo contraté como coach emocional en el puesto de Luisfer. ¿Pues no le hizo comer jurel a Sophy? Y se fue tan contenta. Con el sarpullido en las palmas de las manos. Me ganó la apuesta el muy cabrón. La convenció de que los picores y las ronchas eran “la salida natural de la toxina que albergamos en los ganglios y que solo así se expulsa para conseguir un correcto proceso de defecación”. Salió Sophy de la kitchen training despellejada de tanto rascarse y tan contenta, porque esa noche “cagaría como una tortuga de agua”. He metido en mi madriguera al fox. Pero hasta aquí hemos llegado. Ni Mary tiene ojos de besugo, por mucho que gire el cuello; ni yo soy un alevín que le aguante más a esta piraña. Y me jode, me jode mucho, pero a mí nadie me toma el pelo más de quince años. ¡Coño!, que nos contábamos los pelos recién estrenados de los underarms y siempre íbamos a una. ¿Cómo no me va a joder? Ya está bien. Hasta aquí. No le aguanto ni una más. 
 Todos nos la pelamos, está claro, y sabemos que no queda bien decirlo delante de las girls. Eso lo sabe cualquiera que haya alternado en dos parties y Brando no es un rookie de primer año. Hay que respetar el código deontológico de los varones que andamos en el mercado. No estamos colegiados como los médicos y los abogados, pero los tíos debemos respaldarnos; si no, qué nos queda. Le podría responder cualquier mierda cuando suelta esas shit; pero no me sale, coño, no me sale. Vamos a reconocerlo, soy un poco lento; bueno, de digestión tranquila. Sí. Cuando pasan unos días, a veces unas horas, se me ocurren jokes que revolcarían sus pullas y lo dejarían mal a él; pero nunca a tiempo. Nunca me salen cuando las necesito. Y que no hace falta, coño, que soy el jefe. Su boss fish trainer. Yo lo he metido en esto, me lo debe casi todo y ¿me lo paga así?…
He revolucionado el mundo de la nutrition naturist. Soy un pionero. Algo así como un Steve Jobs de la alimentación sana, de las dietas saludables y de las mentes equilibradas. Eso sí, yo sigo vivo, muy vivo, no como Steve; y con una tersura de piel envidiable. No, no somos vulgares pescaderos ni trainers de gimnasio. Eso que se os quite de la cabeza. Lo nuestro es mucho más cool. Cualquiera que nos conozca os podrá informar. Nada que ver con un tendero de mercado ni con un amateur de las mancuernas. Tenemos sección propia en el gym, eso sí, con personal fish trainer, coach emocional y social instructor indoor. De lo más in de Madrid. Después de la rutina de los aparatos, los test y los juegos de estrés yoga, llevamos a la pescadería a nuestras clientas y las acompañamos a casa para asesorarlas en el cooking fish. Les preparamos un buen meal planning y, con el paquete completo, un medical research. Sí, es cierto, la gente se aburre mucho, esto no es de ahora. La mayoría no necesita una dieta saludable, sino entretenimiento de calidad; emociones con label security. Que les va la marcha, vamos, siempre controlada. Mis workers y yo les damos lo que piden: ocupar las horas muertas, perfect bodys, chequeos semanales, depuración del aparato digestivo, drenaje renal y todo tipo de tips food que enviamos a nuestros clientes a través de whatsap, Twitter, Instagram, email o con voice messages personalizados. Esculpimos nalgas, vientres, caderas… A capricho del cliente. Extirpamos neuras y vendemos salud de primera. Estiramos la juventud y le ponemos una zancadilla a la muerte –sí, boys, una zancadilla a la muerte, ¿a que suena bien?-. No veas cómo ha crecido el negocio en poco tiempo: una mancha de petróleo, una carrera en la media de Paris Hilton en noche loca. En cinco años me río yo de Bill Gates y Amancio Ortega. 
Los callos que pasan por el gym son muchos, eso sí. A ver si os vais a creer que solo atraemos a los tocinitos de La Moraleja. No, tíos, no. Aquí también se sufre: abuelas que no se quieren morir, adolescentes grasientos, banqueros que asesinarían por volver a los veinte años, la Fani, la Mairena… Eso sí, en el pódium, Mary y algunas de sus amigas. El polvo de oro es su laca de uñas de diario. Sin nada que hacer en todo el día, con montones de traumas renales y neuronales y con ganas de alternar a cualquier hora. Ayer fui con Mary a la pescadería a comprar un fresquísimo rape de anzuelo. Tenía los ojos más brillantes que el coche de Miss Daisy. Sí, coño, el de la peli, el del chófer negro. Más brillantes que los de la diosa Atenea –Google no tiene precio-. Se lo cociné en su mansión de La Moraleja para ella y para su perrita. Laika se llama. Sí, como la astronauta, la que murió desintegrada en mitad del universo. Tiene mucha clase mi Mary. Mucha clase y muchos cuartos de baño. La perrita es más de albóndigas de buey. Ni probó el pescado. Ojos de besugo, dice ese cabrón malnacido. Mucha clase y un porrón de cuartos de baño, eso es lo que tiene Mary. A su marido lo ve poco y, aunque frecuentara la casa, sería difícil encontrarse. Tiene una house de estrella de cine, con chacha rumana diez horas al día. 
Nunca había compartido tanto tiempo con una tía sin tirármela. Tenedlo claro, no es una meapilas ni una calientapollas. Soy yo, que no termino de lanzarme. Con ella he vuelto al instituto: me sube el pavo, me atasco cuando hablamos de cualquier cosa que no sea el fish o el tránsito renal y me jode que la perrita se gane todos los arrumacos. Solo me faltaban Brando y sus pullas sobre la masturbación para estresarme todavía más. La próxima que me suelte se la devuelvo. 
Porque he jurado no hacerme ni una más. Lo que me propongo lo cumplo sí o sí: me saqué el B1 en el Cambridge Institute, me deshice de veinte quilos en medio año, he dejado de fumar, he fundado un negocio de escándalo y no me he quitado de la farlopa porque no me ha salido de las balls. Me pone a tope y no afecta a mi trabajo. ¿No voy a poder yo con esto del onanismo? Ya lo creo que sí. Por mucho que la mulata de Torrelodones me espere a todas horas abierta de piernas dentro del computer. Se acabó. Lo tengo muy claro. Aunque estuve a punto de llamarla la semana pasada, a la mulata digo. Se acabaron las bitch. Nada puede ser más duro que la “Dieta Feliz”: seis meses engullendo brócoli, remolachas, coliflores, canónigos, té y yogures desnatados. Sin catar la beef. Y vaya si lo hice. Como un marine americano. A mí a espartano me ganan pocos. Los anuncios de comida y los programas de cocina me exprimían la paciencia: se me caía la baba, me temblaba el píloro y me sudaban las uñas. Veía los steaks chorreando sangre, las costillas con miel torrándose en la brasa, los pollos ensartados en los espetos, las burger cheese en la plancha, y me entraban ganas de asesinar a todos los matarifes y cocineros de Madrid y alrededores. El gimnasio era mi penitencia. Allí le rezaba a las dumbbells, le pedía de rodillas al caballo de abdominales, entraba en éxtasis en el spinning y caía muerto en el zumba. Al cuerpo hay que darle oleaje, ya lo decían santa Teresa y Arnold Schwarzenneger –lo he escrito bien por san Google, si no de qué-. No caí en la tentación ni una sola vez en seis meses, que se dice pronto. Y para culminar, el ayuno con sirope de arce. Una semana para los bosses, para los más fuertes. El cuerpo me olía como si me estuviera corrompiendo en vida y de mi aliento salía más pescado podrido que de los pubs de London. Como una anchoa me quedé. Y luego a trabajarme en el gym. Me he hecho a mí mismo un cuerpo de revista. Y si hay que hacerse un cuerpo a gusto de Mary, pues se lo vuelve a trabajar uno. ¿No me tatué el “Vivo sin vivir en mí” en la paletilla? Pues eso, lo que haga falta. Aunque hay poco que mejorar.
Claro que voy a poder con la mulata. Tampoco me quitaba de la cabeza los nuggets, ni las burger, ni las pizzas, ni los noodles durante la “Dieta Feliz” y ni los olí en seis meses. ¿Será por disciplina? La que haga falta. A mí no me jode más esa piraña traidora de Brando. Si continúo pajeándome, no voy a estar a full para plantarle cara. Por mucho que me prepare, si no acabo con esta mierda, no voy a soltarle nada gracioso que lo calle. Lo sé. Me conozco. Hay que aguantar, contenerse. Tampoco es tan grave. Así, cuando me tire a Mary, le voy a quitar la piel de naranja de un pollazo. Le voy a tensar el pellejo como si soplara por el pitorro de una bota de vino. Me relamo solo de pensarlo. Todo serán emoticonos sonrientes: refuerzo las neuronas, tumbo a Brando, me doy seguridad y me ligo a Mary. Después, la cirugía natural. ¡Fuera la piel de naranja! Del primer soplido. ¡Menudo subidón! Aunque solo de pensar que voy a estar más de dos meses sin tocármela, se me eriza el vello de la tableta. Y eso que me depilo con láser. Ese es el tiempo que me doy para conquistar a Mary, dos meses. En cuanto me saque a la mulata del capullo y me deshaga de Brando, no va a haber baby que se me resista. Yo soy tío de una sola. Y si me he empeñado en Mary es por algo. ¡Joder!, su marido no asoma la jeta por casa, tiene cama de agua, sauna, siete cuartos de baño y sala de fitness. No sé para qué coño viene al gym. Y que me pone meloso, no vamos a engañarnos ahora. Meloso y empalmado. Apolo y Dionisos –los charcos del instituto y de la academia a distancia los seca la Wikipedia- me tienen pillado con esta tía. Me la voy a tirar en todos los aparatos. Hasta en la elíptica. Sí, soy más de Dionisos. 
Que lo dejo y ya está. Ha sido la última. Hasta nunca, Venus. Ese es el nombre artístico de mi mulata en la red: Venus. No sé nada más de ella. Se llama Venus y vive en Torrelodones. Ni siquiera en mis días off tuve la tentación de verla en persona. Eso fue antes de la “Dieta Feliz”. No sé cuánto pesaba yo, ni quiero acordarme. He eliminado todas las fotos de esa etapa –tampoco me hice muchas-. Lo mío con Venus era un amor platónico, ya os lo digo yo. Me enamoré de ella el primer día que la vi: se lo hacía con un muchacho asiático que no sabía aguantarse la corrida. El vídeo porno más cachondo y más true que se puede ver en la red. Ella se queda a dos velas siempre que lo intenta con ese tío. Justo antes de metérsela, se corre y se le baja. Y Venus tuerce el morro. Actúa como una verdadera profesional –no del sexo, sino del culebrón- o a lo mejor es que se cabrea de veras con ese oriental que dispara antes de desenfundar. Era lo único que animaba mis tardes de depresión obesa. Tienen una sección propia en la web: “Los nueve polvos orientales de Venus”. Han probado ya por toda la casa: en el little cuarto de la plancha, en el banco de la little cocina, sobre la mesa camilla del no muy amplio living room, en la little ducha de plato, encima de la cómoda del little pasillo, hasta en la little cama del bedroom. El chino nunca ha sido capaz de follársela. Venus es la primera actriz virgen de porno casero que conozco. Además, os puedo describir las habitaciones como si me hubiera invitado a tomar Jägermeister en su casa. El piso es un poco cutre, de alquiler barato, cierto; pero, también hay que decirlo, muy limpio y ordenado. Nada que ver con el chalé de Mary –al tamaño me refiero-. En el de Venus hay un solo cuarto de baño con plato de ducha y el sitio justo para cepillarse los dientes delante del espejo de los chinos. La sala de fitness de Mary tiene los mismos metros cuadrados que la casa de Venus. Y la mulata no se lamenta de ningún problema neuronal por vivir en un sitio así. Bueno, no sé, eso es lo que imagino: que no se agobia con neuras ni problemas renales como mis clientas del gym. Cuando me enamoré de Venus, todavía no conocía a Mary, ni la habría conocido nunca si no hubiera sido por la “Dieta Feliz”, por el sirope de arce y por mi puesta en on. Os lo repito: soy hombre de una sola mujer. Por eso voy a acabar con esto del onanismo. Solo me las hago en honor a Venus y por eso precisamente tengo que dejarlo. Es una etapa caducada de mi vida que voy a sellar. Hay que ir cerrando escotillas. Solo me falta borrar a Venus, porque de mis grasas y de mis depres ya no queda ni la espuma. 
No os he dicho toda la verdad. Y he prometido ser sincero. Oí una vez la voz de la mulata a través del móvil. La oí, pero no me atreví a contestar. Sí, llegué a llamarla. Casi os he mentido. Bueno, también me he mentido a mí mismo. Y ya está. Rectifico. Soy un tío nuevo. No voy a esconder nada. Ni Brando va a poder conmigo, ese coach emocional malnacido. Lo hice en mi momento más off. Estaba en lo más bajo: con las ratas de las alcantarillas, con los mineros de Chile, con la bola de fuego del centro de la Tierra. ¿Eso dicen, no?, ¿que en el centro de la Tierra hay una bola de fuego? Se me olvidaba: con el can Cerbero, el perro que guarda el Hades –sin Google no sería lo mismo-. Bueno, pues Venus me habló. Con el mismo acento que la operadora de Vodafone. Me dijo poca cosa. Suficiente. Como a las empleadas de esta compañía telefónica, también se le notaba el cabreo a través de la línea.
-¿Aló? Al habla la señorita Venus. Si desea que nos veamos, pulse uno. Si desea que le cuente una historia bien cochina, pulse dos. Si desea que platiquemos no más, pulse tres.
Sonó una música de sanatorio. Yo sabía que la voz y el cuerpo de ella estaban en la little sala donde tiene el teléfono, junto a la mesa camilla. Que no era una grabación, vamos. Se le notaba el mismo bajón que cuando el chino se corre antes de tiempo. Estuve a punto de pulsar el número uno, esperé callado y colgué. No me atreví a permanecer más tiempo al aparato. Oía su resuello tan apagado como excitado estaba el mío. A punto estuve de repetir la llamada. No lo hice. Me contenté con pelármela en su honor viendo la escena que más me gusta. Venus, en el little plato de ducha. De medio lado. La cámara sobre el lavabo. Siempre en plano fijo. En esa house no hay más gente, y ni al chino ni a ella les da tiempo a mover la cámara. No hay necesidad. Venus se desnuda con torpeza. Cada grabación más rápido, tengo que decir -ha ido perdiendo el entusiasmo con el paso del tiempo-. En el último vídeo no tarda ni un minuto en quitarse el tanga –siempre la última prenda-. La del plato de ducha es su ópera prima, lo sé y se nota. Nadie se desnuda en un sitio así, es incómodo y hay mucho vaho. Por eso me sorprendió. A Venus se la ve más entregada que en las otras grabaciones. Con menos experiencia, eso sí, pero más entregada, con mayor ilusión. Se arranca poco a poco un vestido blanco de látex que apenas le cubre las ingles. Se lamenta cuando se le rompe un tirante. La cámara no recoge el cuerpo completo de Venus. Está colocada demasiado cerca y no hay zoom. Por eso me gusta esa filmación, porque parece un robado. Porque uno se hace la ilusión de que está allí, espiando detrás del lavabo. Solo se ve la cara entera de la mulata cuando se agacha a quitarse las bragas –en el primer vídeo no usaba tanga-. Su labios de salmonete, su dentadura de tiburona, sus branquias de canon girl…, una Marilyn de bronce, resucitada. El chino aparece de repente, con una bolsa en la que lleva arroz tres delicias y pollo con almendras. Lo dice todo a media lengua: “Su comida, señolita. ¡Oooooh!”. Deja con precipitación la carga en el suelo. Se quita los pantalones, se baja los calzoncillos y entra en la ducha con los calcetines subidos hasta las rodillas. Está empalmado desde el principio. Golpea con el glande el objetivo y lo empaña. La mulata se contonea. Hay banda sonora: primero reguetón y, cuando el ambiente se calienta, una melodía de Richard Clayderman. Con las primeras notas del piano, el chino se corre encima del arroz tres delicias o del pollo con almendras, tampoco se distingue bien. Venus se agacha y se echa las manos a la cabeza. Acerca sus eyes de panther a la cámara, con pinta de estar bien jodida –es un decir-, y termina la película. Venus no se depila hasta la tercera filmación. En la primera, el monte que le da nombre deslumbra lleno de espuma. Se lo enjuaga antes de que llegue el chino y ella se estremece de gusto cuando los dedos se pierden en la efervescencia de la espesura, a pesar del contratiempo del tirante. No me sienta bien hablar de todo esto. Lo estoy contando y me estoy encendiendo como las luces de la Gran Vía el primer día de Navidad. Así que vamos a dejarlo. 
Habré visto el capítulo piloto, el del plato de ducha, más de cien veces. Los otros, unas cuantas también. Venus, como yo, es mujer de un solo hombre y casi de ninguno. No sé qué tiene esa mulata. Bueno sí, es un crush, un amor platónico, ya os lo he dicho. Desde que la descubrí, pocas veces he entrado a otra página porno. Siempre la busco a ella. Cuando la llamé por teléfono, no sé qué habría pasado si me hubiera atrevido a marcar la opción uno. No lo sé. Ella ha cambiado poco; sin embargo, yo no soy el mismo. Quien me conoció entonces y me ve ahora, alucina. Si me presentara a uno de esos anuncios que comparan el antes y el después, seguro que me contratarían, pero no queda ni una sola imagen de mi pasado de gordo inútil. Lo único bueno que saqué de esa época es que leí mucho. Tengo mi culturilla. No soy solo músculo, qué va. Me he cultivado como los buenos espartanos: mens and corpore. En tres años, my mind engulló cerca de diez libros. Y todos de cultureta, nada de mierdas de autoayuda. El mejor, Mejide, qué tío, qué intelectual, qué wise man. Cualquier día de estos me leo su última genialidad. Ahora no tengo tiempo, pero Risto está conmigo, siempre presente. De todas formas, con internet tampoco hace falta mucho más. En la red conocí el genio literario de Risto y el de otros que algún día leeré a full: Coelho, Máximo Huerta, Benedetti, Marwan, Shakespeare… Es lo que yo digo: si la ventresca de sus obras está en las web, ¿para qué leerse el libro entero? Internet es como el alumno empollón que teníamos en 4º de ESO, el que nos hacía los resúmenes de las lecturas obligatorias. Suficiente para aprobar. Menudo invento internet. Un filón. 
Brando, por supuesto, sí que me trató en mi etapa weak. De aquella época, no tengo nada que reprocharle. Yo creo que ahora se lo come la envidia. Estoy más cachas que él. Un gorderas que parecía sacado de una prueba de aguante en el McDonald´s se ha convertido en un serio competidor, en un espartano que no se rinde ante nadie. No tengo su labia, pero tiempo al tiempo, porque a emprendedor no me gana ni Luis Bárcenas. Yo he contratado a ese moron, no al contrario. Desde que despedimos a Luisfer, está trabajando en el negocio que yo he fundado, en mi empresa. El puesto le va al pelo: coach emocional. Al pelo. Con esa labia de vendedor murciano con la que te convence hasta de comer ortigas o fugu preparado por un cocinero primerizo –y el nombre de este pez japonés no lo he sacado de la Wikipedia, tengo mi formación de nutricionista-. Soy bueno para los fichajes, una especie de Monchi –sí, coño, el director deportivo del Sevilla, ese con cara de jurel- del mundo emprendedor. Se va a cagar el desagradecido de Brando. No lo voy a echar, sería demasiado fácil y perjudicaría a la empresa. Atrae clientas como una sardina podrida a los cangrejos de río. Lo venceré en el campo de batalla y lo humillaré arrastrándolo por la grava sintética del jardín de Mary, como lo haría un espartano: con la audacia y el valor de un guerrero. Los tengo bien puestos, ya os lo he dicho. Soy un producto que se ha hecho a sí mismo a base de tozudez y disciplina, como diría el brutal Risto. Un espartano como un trasatlántico. El Juan Sebastián Elcano de los gyms innovadores.
Esta mañana he salido de casa hecho un tiburón. Una hora y media de running y para el gym. Me esperan allí Mary y sus chicas, las fanáticas del rape. Aprovecharé para marcarnos unas dumbbells, así voy haciendo camino: que admire mis bíceps, que disfrute con mi tableta, que se relama con mi bronceado de caña de azúcar –lo último del mercado-. Que vea Mary lo que puede llevarse a la cama de agua: un auténtico atún rojo de primera calidad. Luego nos toca fish market y un cooking fish: lomo de rape al vapor con guarnición rica en fibra y cien gramos de hidratos de carbono. Nada de salsas, por supuesto. Zumo de pomelo y ciruelas para culminar. En casa de Mary, por si hay problemas de vientres sueltos. Brando es ahora el coach emocional de Sushy. Lo tiene en mucha estima desde que va al servicio con regularidad. Lo espero. Estoy como una morena al acecho del despistado pez payaso. No me he pajeado ni una vez en tres días. Lo mío me ha costado, porque no me saco a Venus de la cabeza. Como me pasaba en el instituto con esa girl de la primera fila a la que no me atreví ni a pedirle el típex. Que va a ser esto peor que la “Dieta Feliz” y el sirope de arce. Lo veo venir. ¡Hay que echarle huevos! Soy un espartano. Cuanto antes caiga Mary, antes salgo de este bunker. Seguro. Con el running y el fitness conseguía olvidarme de las burger con cheese, pero, por mucho que me desfondo, no me quito a Venus de my mind. Cuanto más fartlek hago, más mulatas me rondan por la cabeza, más coños peludos y efervescentes me distraen. Da igual que me ponga la música de Rocky o los audios de inglés o los pod cast de Melendi. Ahí la llevo, enganchada a las neuronas, pegada a su chino. No me la saco de la memoria ram. En cuanto vea desnuda a Mary, se me pasa este bad roll, seguro. Sí, es cierto que ella y sus amigas van todas recauchutadas. Que los pechos de Venus, naturales, jugosos, desiguales, de chupón sonrosado y respingones, no son como los de Mary. Eso es evidente. Pero con tanta pasta, seguro que mi clienta preferida ha conseguido unos air bags apetitosos –se le adivinan-. Un poco más rígidos, pero nutritivos, seguro. Después de la cooking fish en su palacete, tengo que echarle huevos e insinuarme de una vez. Tiene un luxury yacht en el puerto de Gandía. Nos ha prometido que cualquier fin de semana nos invita a los vips del gym. Qué mejor momento que ese para tensar su piel de naranja. Ninguno, ya os lo digo yo. Hay que preparar el terreno. De hoy no pasa. La jornada va a ser larga y voy a tener tiempo de mostrarle mi castidad espartana, mi voluntad de fuego, mi preparación a full para la batalla. A ella y al dumbass de Brando.
Otra vez en blanco. “Venga, Willy, que de esas ojeras podemos sacar un buen forro para el tambor. No paras, nen. Con lo que cuidas el resto del cuerpo y lo que maltratas a tu pequeño amigo”. Esto nada más llegar a casa de Mary. Y yo, otra vez sin palabras. Otra vez en off. Y es que, aunque no me la toque, sigo llevando a Venus aquí injertada, entre el parietal y el occipital. Sushy, Mary y Piluca ríen la pulla. Aparentan no darle importancia, pero yo sé que sí. Este cabrón me está hundiendo. No respeta al boss. No respeta al amigo. No respeta ni al san Pancracio con mancuernas que nos protege en el gym. Mientras preparo el rape y explico la receta, se me ocurre una buena réplica, pero es tarde. No tiene sentido que le responda después de media hora. Ellas están con el vino azul y nosotros, cortando la cabeza de un rape que también se ríe de mí. Sushy está por Brando. Desde que caga como una tortuga de agua, la tiene sin habla. Es muy bueno en lo suyo, el malnacido. Por eso lo contraté. ¡Joder!, pero es que Mary también le ríe las gracias, se le desmayan los párpados –y no de besugo precisamente- y le resbala el tanga. Me quiere endilgar a Piluca, el dumbass. La hija del capitán del ejército de tierra, jefe de los zapadores y héroe en Afganistán. Lo mato. ¡Qué cabrón! Pilu se araña la barbilla con los dientes de arriba y su padre la acompaña al gym para que no hagamos guarradas con ella. Ya nos lo ha avisado más de una vez: “A mí estas mierdas modernas no me la dan. Aquí vais a lo que vais, a reventar a mi niña, que está muy tierna para vosotros, alimañas de río. Que no sabéis cómo se las gasta un zapador del desierto. Que os meto un pepino por el ojete a las primeras de cambio”. Nos amenaza siempre que se pasa por allí. ¡Qué plasta! Que su niña está tierna, dice, y ya no cumple los treinta y siete, seguro. El tío nos viene siempre con el uniforme de gala y la pechera llena de medallas. Y se queda aquí hasta que su hija termina los ejercicios. Babea viendo subir y bajar los leggings de las chicas en los aparatos del gimnasio. Está jubilado y se le fundió el disco duro hace tiempo. Eso dice su tierna niña. Las brasas del desierto y esos moros locos lo dejaron tocado. Ahora, es posible que el zapador tenga razón: Pilu no ha catado varón desde hace siglos. Se le nota en el blanco de los ojos, como la frescura a las merluzas. No le brillan. Los tiene apagados y con venillas rojas, como las pescadillas que pasan más de dos semanas entre el hielo del mostrador. Pilu para ti, Brando. A mí no me jodes tú. Que soy tío de una sola y ya la tengo escogida. Que me he librado con mucho sacrificio del pajeo y en cualquier momento te reviento tus chistes. Te voy a tumbar, boy, ¿lo tienes? 
Mary nos invita el fin de semana a su luxury yacht de Gandía. Iremos todos en un coche. Somos cinco: Pilu, Mary, Sushy, Brando y yo. Si no lo tuviera entre ojo, le habría dicho a Brando la verdad: que estoy por Mary, que me pirro por ella, que se eche a un lado como haría un amigo fetén. Pero no le voy a descubrir mis cartas a este malnacido. Debo preparar la estrategia. “¿Qué, nen, nos las repartimos?”, me suelta, en cuanto abandonamos la casa de Mary. “Tocamos a más de una por cabeza.” No quiero darle pistas. Si le digo que voy por Mary, me la quita el muy cabrón, se lo pongo fácil. Ella babea con Brando como con su perrita Laika cuando hace una gracia. Le faltaba esto -y esto es la yema de mi dedo meñique- para que Mary se le desnudara allí mismo. No lo hice bien en su casa, no. El malnacido ha ganado la baza, pero no la mano. Esto diría Risto. Me preparo para el encuentro final. Partido a partido hasta ganar a la girl, como Simeone. Como los feroces espartanos. No puedo fallarle a mis ídolos: Risto, Simeone, Marwan, Clint, santa Teresa, Melendi, Schwarzenegger –cada vez que lo escribo tengo que consultar Google-. Ellos me dan la fuerza, como los dioses griegos. Para mí son eso, dioses. Mis ídolos estarán conmigo en Gandía y yo les voy a ofrendar el cuerpo de Mary, sus tetas recauchutadas, sus eyes de panther –no de besugo- y sus extensiones de platino, para que me protejan sobre la cubierta del luxury yacht y así tensarle la piel de naranja de un pollazo. Y eso que el mar no me da muy buen rollo, pero un espartano se crece en los escenarios más difíciles. ¿No lo hace Clint Eastwood en el salvaje Oeste o santa Teresa en las celdas húmedas del convento o Simeone en el Nou Camp o el propio Risto en los agresivos platós de televisión o Melendi en los aviones? Pues eso. Y me diréis, ¿y qué pinta aquí santa Teresa? Es devoción lo que yo tengo por esta monja, desde el instituto. Mi profesora de Lengua tiene la culpa. Solo tenéis que asomaros a mi paletilla: acariciarme el “vivo sin vivir en mí” me pone a cien. 
“Que no, boy, no me gusta eso de repartirnos a las tías.” “No me jodas, ¿ahora vas de feminazi por la vida? No le des tanto a la matraca que te está pudriendo las neuronas, nen.” Y otra vez en blanco, y eso que ahora no nos oye ninguna de ellas. Me lo tengo que hacer mirar. De aquí al week end me preparo unas réplicas. Siempre está con lo mismo, tampoco será tan difícil pillarlo, digo yo. “Nos vemos el sábado.” 
¡Qué pasada de buga tiene Mary! Un Jaguar deportivo de los que no se ven por la autovía. Solo por “La Moraleja”. ¡Qué chulada! Si nos vieran los colegas de la nuclear o los del matadero de pollos o los de la funeraria…, a mí y a Brando, digo. Con dos tías cañón y una que tampoco está del todo mal, si no fuera por esa dentadura de ardilla y por su sonado padre... Si nos vieran, les reventaría la bilis. He estrenado las gafas de sol de Risto y la camiseta elástica Nike. La que se pega al torso como el plástico de un envase al vacío. La que realza mis bíceps, mi moreno de caña de azúcar y deja a la vista mi tatuaje de la suerte. Y ni un mal pelo en todo el cuerpo. No, boys, en los huevos tampoco. Cuesta, pero es posible. Maña y espuma depiladora. Escuece lo suyo, pero todo sea por Esparta y por Mary. A Brando lo he visto un poco pasado de moda, un poco vintage. Se nota que para él han corrido peor los años, pero el cabrón no para de soltar por su boca. ¡Qué habilidad tiene el tío! 
La batalla va a ser de fuego, boys. Será un partido duro y lo voy a ganar yo. Porque lo primero es la fe en uno mismo, el autoconvencimiento de que con esfuerzo y voluntad emprendedora se puede conseguir lo que uno se proponga, por mucho que me rasque la tapicería en los bajos. Sigo a Risto a full. Me veo cañón, top. No me falta ni un detalle. El pelo, al uno en los parietales, con raya recortada a la izquierda y bien engominado. Modelo alemán, años treinta. Además, he buscado en Google algunas frases de Risto con las que plancharle los morros a Brando cuando se ponga pesado con mi vicio. Bueno, con el de todos, boys. Le va a rebotar la labia en la jeta, en la pura jeta. 
La excursión ha empezado torcida en el coche. Mary ha colocado a Brando de copiloto, junto a ella. Y yo entre Pilu y Sushy. Sushy, jodida, como yo, por no tener a su lado al que tanto riego le ha dado a sus esfínteres. Y Pilu, con la falda por las ingles, como Venus, pero sin su poderío de muslos –si la viera su padre-. Y siempre royéndose el labio inferior, que lo tiene en carne viva. El mierda de Brando ha traído una play list en su pen drive. Ahora me entero de que le gusta ese tipo de música: Katy Perry, Beyoncé, Lady Gaga… Vamos, que se ha empapado de los gustos de Mary y se la está camelando. ¿Por qué no se me ha ocurrido a mí? Siempre tarde las ideas, coño, siempre chupando rueda. Mary canta y mira a Brando como a su perrita Laika. Otra vez. Y yo creo que le ha llegado a pasar la mano por el muslo desnudo. Y tanto, ¡otra vez!, ¡ahí está! Su manicura de polvo de oro malgastándose en las piernas sin depilar del malnacido. Ella está que no caga con las mierdas de Brando. Hasta Pilu lo ha visto y me pone su manicura de cien euros sobre mis cuádriceps de exposición. “No te preocupes, nen, en el barco pones tú la música. Pero cuidado con las manos de este, chicas, que las tiene muy largas y despellejadas de tanto sobe”. Solo le faltaba la coletilla catalana. Desde que la oyó en la lonja de Barcelona, no para de usarla. Le parece de lo más cool. Y a Mary por lo visto también. No hay una gracia que no le rían a este tío. Hasta Pilu ha quitado la mano de mi pierna. Hasta la hija del capitán sonado. Si no fuera por mi voluntad férrea, por mi espíritu de ganador, por mi fe incuestionable, porque debo creer en mí, podría haberme hundido en el Jaguar. Se han puesto de acuerdo, como cuando tienen la regla. No me respeta ni Pilu. Ella y Sushy se pegan a los reposacabezas delanteros y cantan, con Mary y Brando, “El Perdedor” de Enrique Iglesias. Ni adrede. Pero aquí empieza mi remontada. He tocado fondo. Me sumo a la canción y abrazo a las dos por los hombros y nos marcamos una bachata, restregándonos las caderas en cuclillas. Mary me sonríe por primera vez en el viaje. Sushy no pone mucho entusiasmo; pero Pilu, del subidón, me enseña hasta las encías. Aquí empieza la remontada, boys. Preparaos para el espectáculo. 
El día está pocho. Es una lástima. En Gandía no hay sol y las nubes tienen un color lomo de merluza que no presagia nada bueno. ¡Qué poco vengo a la costa, boys! Tengo que viajar más, ahora que me lo permite el negocio. Os queréis creer que no había estado nunca en Gandía hasta hoy. Un fish trainer que apenas conoce su hábitat natural -más mérito para mi habilidad de emprendedor-. Que he visto el mar de milagro, porque fuimos a Barcelona en viaje fin de curso. En 4º de ESO. Como os lo cuento. 
En el puerto se ve la mar picada, pero no hay problema, el capitán del barco de Mary es un tío con galones. A mí me impresionan esas olas. ¡Joder!, no soy de la marina, coño, y la mili la quitaron antes de que yo cumpliera 19. Una prueba más para demostrar mi preparación, mi psicologist force, mi espíritu Risto. Es buena señal: cuantos más hándicaps, más gusto le sacaré a la victoria. Más me lucirá el pollazo que Mary está esperando. ¡Joder, cómo viene! Un short rosa bien pegado al culete y un top amarillo que deja al aire la mitad del trabajo del cirujano. Solo he subido una vez en barco, en el ferry de Mallorca. No fue una travesía agradable, no, boys. Nuestras tripas se empeñaron en tomar el aire. Inundamos de vomitonas los servicios en los que nos habíamos fumado el primer porro del viaje. También me mareaba de pequeño en el coche cuando pesaba el doble que ahora. Los tiempos han cambiado mucho y yo he cambiado más que los tiempos. 
¡Fuera neuras y obsesiones! Aquí estoy, en el muelle de Gandía, con un cuerpo que me lo alquilaría Brad Pit. El yate es de teleserie americana, de CSI Miami. Sí, boys, de esos que surcan el golfo de Florida a reventar de girls y farlopa. Así es, no os exagero ni un poco. Solo falta el sol y sobra el viento. “Venga, nen. Tenemos que organizarnos. O hacemos una orgía, lo que prefieras”. Otra vez Brando con sus mierdas. Ahora irá de buenas, el malnacido. Como si nunca me hubiera humillado delante de ellas. Como si fuéramos todavía mancuerna y bíceps. Fuckyou. “A mí lo de las orgías no me va. Ya saldrá el sol por donde quiera”. “¿El sol, nen, qué sol? No  me jodas, que te quedas a dos velas. Te lo digo. Que no veo claro tu panorama.” “Hace tiempo que me defiendo solo, Brando, no me hacen falta ya los perros guía.” “Tú verás, nen.”
La travesía pinta bien. Me toco la paletilla. “Vivo sin vivir en mí”. El malnacido no me va a hundir por mucho que diga. Ya le he puesto el pie, solo falta que tropiece y se reviente las narices. Ni una me creo, ni una. De orgía, nada, boy. Yo soy tío de una sola y la tengo ahí, delante de mí. Con el tanga dorado asomando por encima del short. Es mía, Brando. No juegues. Ya me has jodido bastante. “Cuidado con la mar, nen. No te la toques mucho en el barco que la marina es muy casta”. Bien alto, para que ellas lo oigan. Mi respuesta, boy, mi respuesta, la de Risto: “Tiempos de amor pasteurizado, besos que ni rozan las mejillas y afectos de todo a cien”. Las tías se descojonan y me miran como si me patinara el disco duro. A lo mejor no venía muy a cuento, es verdad. Y Brando se sonríe como una merluza de pincho. Como si fuera yo el que tiene ojos de besugo. Me está jodiendo ya de más. Se está pasando un huevo. Por cierto, el escozor no se calma así como así. Los llevo en carne viva -tengo que darle una vuelta al método depilatorio-. Pero el plan va a funcionar. Mary se pone un cardigan de lana virgen. Está nublado y sopla un viento molesto. Pilu se me agarra fuerte. Busca que la arrope. Y la “erre” le chirría y le rompe el carmín del labio. Sushy y Mary se cuelgan cada una de un brazo de Brando. No, boy, ese no es el reparto. Ya te lo digo yo. Así no. El yate es también de estrella de cine: madera de ébano en la cubierta, remates dorados y la farlopa sobre cristalitos Swarovsky. Me meto un tiro para olvidarme del escozor de huevos. Al principio me funciona. Me pongo gracioso con la coca, pero el barco se mueve como el culete de Mary cuando trabaja la elíptica, como las tetas de Venus cuando se acercan a la cámara. Esto no va bien. Las tripas se rebelan. Brando sigue a lo suyo. Yo bastante tengo con aguantar de pie y ellas ríen sin parar. Pilu se ha despegado de mi brazo. Ya ni ella busca el refugio de mi depilación láser. Se meten bajo cubierto. No aguanto ni dos minutos ahí adentro. 
“¿Qué pasa, nen? Estás blanco como vientre de rape. ¿Te mareas? ¿Te sientan mal los tiros?”. No puedo responder. Finge, el malnacido. Finge. Se cree que no me doy cuenta. Solo quiere quedar bien delante de ellas. Se pavonea como el capitán del barco atendiendo al pánfilo grumete que surca el mar por primera vez. No, boy. Tú a mí no me la cuelas. Que sé de qué vas. “No, boy. Salgo un momento a cubierta. A mí me gusta el olor a fish. Hay que aprovechar el mar, la mar. ¿Me acompañas, Mary?”. “Espera, Willy. Prueba este Aperol que me traen de Italia”. No puedo rechazar lo que me ofrece mi girl. Me alarga la copa. Brilla el polvo de oro en sus uñas y a mí me vuelan las pupilas. Lo último que me apetece es beberme el brebaje italiano, pero veo la mirada de falsa preocupación de Brando, del malnacido, y me lo cuelo de un trago. Tengo que salir de allí o les vomito encima. Corro a la cubierta. Brando me sigue. Le digo que se vaya a la mierda, que me deje en paz. Echo por la borda hasta el primer muesli de la mañana. Se me sale el píloro por la boca. Nunca me he encontrado tan mal. Ni durante el ayuno del sirope de arce. Ni cuando de pequeño me mareaba en el coche. Nunca. Las gafas de Risto se las llevan las olas. Y veo a Brando a mi lado. No puedo con él. “Déjame, coño, vete con las girls. No necesito niñera. Esto es un momento”. Se va. Por fin solo. No mejoro. Otra vez las tripas en los dientes. Tiemblo, me hielo. ¡Me cago en la marina, en el Aperol y en todas las olas del océano! Recuerdo otra frase de Risto. Me doy ánimos con ella: “A reír solo se aprende habiendo llorado mucho”. Y vuelvo a vomitar. Ya no puede quedarme nada en el estómago. La última bocanada, seguro. El mar en la Castellana, y ya. Me encuentro fatal. “Vivo sin vivir en mí”. La sal y el amargo recuelo del muesli me han empastado de porquería la dentadura. La cabeza se me va. Brando está ahí de nuevo, con ellas, con las chicas. Me llevan en volandas a la cama. ¡Esto no, boys, esto no! No centro la mirada. Las piernas no me sostienen. No soy capaz de decirles que estoy de puta madre. No lo estoy, pero ¡esto no, boys!
Al despertarme me noto el cuerpo casi nuevo y vacío. Voy a cubierta: nadie. El capitán, en su pecera de metacrilato, saluda y sonríe como el rape al que le cortamos la cabeza. Un yate junto al nuestro hace cabriolas sobre la espuma. ¿Dónde coño está todo el mundo? La tormenta ha arreciado. ¿Qué hostias hacemos en medio del mar con este oleaje? Esto es muy chungo. Lo más chungo que he vivido nunca. Entro para no ver las olas ni el vaivén del barco de al lado, arriba y abajo como un cacharro de tiovivo. En el casco se lee su nombre, “De categoría”. Hay alguien asomado en la cubierta, ¿un viejo? Me suena su jeta. No quiero arrojar otra vez las tripas por la borda. No me queda ni bilis en el hígado, parece imposible, pero me vienen nuevas arcadas. ¿Cuántas habitaciones tiene este puto yate? Parece un crucero. Veo un atún rojo tirado sobre las tablas de ébano, con el anzuelo aún clavado en el paladar. Mal presagio. El atún atravesado, final del partido. Risas detrás de una puerta. Risas y jadeos. Esto no pinta bien, boys. Esto se ha torcido del todo. Dos semanas sin pajearme. Y con los huevos en carne viva. Y el cuerpo más estropeado que cuando me cenaba tres burger con queso y una costilla con miel. Y tengo que abrir la puerta, boys. Y sé lo que me voy a encontrar. Y no me va a gustar. Cojo el arpón. Que solo soy de una tía, boys, de una. La vamos a joder, seguro. Me toco la paletilla, “vivo sin vivir en mí”. Y entro en el camarote.          

viernes, 8 de julio de 2022

X. El arzobispo




Exotismo celestial: el día de su ordenación, el nuevo arzobispo avanza hacia el altar arrastrando una larguísima cola colorada, como un ave del paraíso en la selva oceánica. Es una escena onírica, una experiencia mística, casi divina: se aspira el perfume de los elegidos. El servicio a Cristo no se pone en manos de cualquiera. Yo mismo he sido señalado por la curia, por los representantes de Nuestro Señor en la Tierra, para acompañarlo, para arrobarme ante él, ante el ave del paraíso, ante el señalado, que avanza nave adelante sin rozar el suelo. Flota, como Jesús sobre las aguas. 
Estar junto a quien ha sido tocado por el dedo del Señor es para dar gracias al cielo. Empapado de santo crisma y armado con el báculo arzobispal, levita, encarnado, sobre el ajedrez de la nave. Adoro el sudor que resbala por su frente, el olor acre que despide su proximidad, los barrillos que le salpican el rostro. Avanzamos hacia el altar y no me resisto a acariciar la seda que lo viste. Se despeña el alma y me ruborizo al comprobar cómo se disparan los vellos de mis brazos; cómo me tiemblan las piernas; cómo el miembro responde, no a un impulso sucio ni sexual, sino a una señal del Espíritu Santo, que me electriza. 
El nuevo arzobispo toma asiento con la dificultad que supone mover el divino rastro del Señor, significado en diez metros de seda exótica. Los monaguillos recogen la cola descomunal y trenzan con ella una paloma gigante y roja, que parece a punto de elevarse hasta las bóvedas de la catedral. Escruto, embobado, al hombre señalado por la vara de san Pedro, y me sorprende su gesto crispado, su mirada turbia y un breve vómito que asoma entre sus labios fruncidos. Sin duda, el lechón y las mollejas del almuerzo pugnan por escapar del vientre de su ilustrísima. Son productos terrenales, de naturaleza demasiado física para el estómago sagrado y ulceroso del nuevo arzobispo. Sí, el ágape de celebración ha sido de los que se reseñan en los misales. Nunca había saboreado tal cantidad de manjares con tanta rapidez. Su Santidad no abulta demasiado y ha entrado ya en edades de contención, pero gusta de la buena mesa y del vino viejo. Son regalos del Señor. Es tan buen anfitrión como huésped, por lo que le ha resultado imposible rechazar ninguna de las viandas y licores que él mismo ha bendecido. 
Es el día de su coronación. El día santo de la ciudad de Valencia, el día señalado por los cielos para alojar en el trono de la Iglesia a un siervo de raza, un carácter firme, implacable; que alberga, en redoma reducida, un genio y una beatitud inconmensurables. Tanta humildad rebosa de su ser que no ha querido despreciar la labor de camareros, cocineros, sumilleres y reposteros. Después de asperjar con el hisopo los alimentos y a los comensales, todo lo ha engullido su ilustrísima por no faltar al respeto a ninguno de los que han servido y preparado los manjares. Por eso y por su delicado aparato digestivo, es posible que estén rebosando ahora, después del paseo, o bien el lechón o el foie o el caviar de Beluga o el faisán o las huevas de mújol o el besugo. Es tan breve su esófago como extenso su espíritu. El arzobispo se pasa un pañuelo por la boca para rebañar los detritus. El rostro se le torna lívido, como alumbrado de azul por la proximidad de la muerte. Tengo el atrevimiento de acercarme a él para ver cómo se encuentra y el santo arzobispo se agarra a mi brazo con fuerza. Es mi deber, es mi privilegio, servir de báculo al enviado de Dios en la Comunidad Valenciana. Sus uñas en mi carne son alfileres de gorrioncillo, apurado por aferrarse al palo de la jaula. Yo agradezco el apretón. Me hiere levemente la piel y me provoca un escalofrío que termina por desmenuzar, otra vez, mi hombría. Su Santidad agacha la cabeza y, con la mano libre, sigue recogiendo en el pañuelo los agrores de la bilis. Se incorpora por fin, para alivio de todos, y me regala el lienzo, bañado con sus humores más hondos. Al abrirlo, se advierten hebras de callos y un color vinoso. Es la humildad de un hombre que no se queja de sus cuitas, sino que las sufre en silencio y acepta con resignación los designios de la providencia divina. El agrio hedor me transporta a las cumbres de la gloria, a las puertas de un paraíso sembrado de señales gástricas con las que se confunde al demonio. Cristo sabe cómo purgar el cuerpo de sus santos y sacar la podredumbre de las entrañas, con el fin de lustrarlos y prepararlos para verter en ellos el vino joven, puro, como se hace con las barricas de roble al comienzo de cada cosecha. 
El arzobispo recupera el rubor poco a poco. Respira con la boca abierta y esperamos a que salga del paroxismo. Él sabe cómo recomponerse. No es la primera vez que le ocurre. “El demonio de la gula”, nos repite una y otra vez. Sabemos que no es así, que él nunca ha tenido tratos con demonios, que nunca se rinde al vicio, sino que castiga al cuerpo con estos excesos para darle más lustre al alma. 
Comienza la homilía con levedad: un vuelo de plumones precipitándose al suelo desde la más alta nervadura del templo. Reparo en mi circunstancia y confirmo que mis poluciones no han manchado la casulla. Por suerte me he calzado calzoncillos recios, en previsión de los impulsos que me suelen sobrevenir cuando asisto a rituales y ceremonias de campanillas. Su Santidad va elevando el tono poco a poco, con voz de oboe, herida aún por los agrores de la digestión. Se afirma en el altar y pasa la página del Evangelio con energía. Los bancos de la catedral rebosan de público. Vestida de pureza albina y negro severo, la curia somete con sobriedad las primeras filas. En el fondo se comprimen los cuerpos del populacho, atizado por el verbo ulceroso del nuevo arzobispo. Un rumor de aprobación se oye restallar en las paredes del templo cuando Su Santidad eleva la voz para glosar el capítulo del Evangelio y bajar así a la tierra: “Celebramos con inmenso gozo el restablecimiento de la fe cristiana en Valencia, eliminada de la esfera pública por el dominio del invasor musulmán”. Y en el punto más alto de los agudos, mantiene la tensión, se enciende de grana y pronuncia la frase que hace al templo prorrumpir en aplausos: “Dios quiere la unidad de España”. Una pausa, necesaria. Un respiro de quien un momento antes regurgitaba las grasas de la comida. Vuelve a aferrarse a mi brazo, esta vez no para sujetar su mala digestión, sino para confirmar el poder de su discurso. Noto sus dedos, ahora de ave rapaz, y observo, de nuevo, acongojado, el garfio de la nariz y los ojos de menudas pupilas, que titilan tras los cristales de las gafas. 
Quién me habría de decir a mí que gozaría de semejantes espumas con mis recién cumplidos cincuenta años. Nunca imaginé subir tan alto: Ayuda de Cámara del nuevo arzobispo de Valencia, a las órdenes del español vivo que más cerca ha estado de ser papa. Mis expectativas no eran tan soberbias, ni mucho menos. Yo, un humilde estudioso del infierno, de la posesión y del demonio, me conformaba con avanzar en mis trabajos sobre exorcismos. Luchar contra la podredumbre de la modernidad me bastaba. Nunca habría imaginado encontrarme tan cerca del hombre que más he admirado de cuantos representan al Altísimo en este valle de lágrimas. Sin embargo, aquí estoy, paseando por el claustro de la catedral de Valencia, junto a esta avecilla ungida por Dios, liberada ya de la cola del paraíso, que le restaba agilidad. 
Ante él se prosternan, sumisas, las autoridades civiles de la ciudad, de la Comunidad Valenciana y de toda España. No es para menos. Ha superado los trasiegos abruptos de la digestión del lechón, es evidente. Su rostro se ilumina cuando la turba lanza gritos de “¡Viva el nuevo arzobispo! y ¡Viva Cristo, rey!”. A la salida del templo, nos espera el fervor de los fieles y es motivo de alborozo comprobar cómo, a pesar de los siglos y de los esfuerzos de algunos por ensuciar el nombre de la Iglesia, esta sigue iluminando y acogiendo a la mayor parte de los españoles. La procesión está encabezada por cardenales con albas de novia y bonetes de papiroflexia. No es la entrada del papa en Caracas en cruzada flamígera contra el poder del inmundo Maduro, pero emocionan estos rituales en los que se respeta la tradición y el boato de lo eclesiástico. 
Reviso de nuevo mi indumentaria, ni rastro de poluciones. Ya van dos en poco tiempo y no descarto más. Solo algunas gotas de cera que, ya sólidas, rebaño con las uñas. La gente quiere tocar al nuevo intermediario de Dios, quiere acariciarlo, quiere sentirse bendecida por esa mano de ave recién descendida de los cielos. Y mi cuerpo cede de nuevo a los impulsos físicos, no soy capaz de dominarlos. No debo preocuparme, son señales del Espíritu Santo, me lo avisaron una y otra vez los Legionarios de Cristo y los doctores del Ateneo Regina Apostolarum. Andaba yo muy preocupado por las reacciones impuras de mis genitales, pero no debo temerlas. Son manifestaciones libres de pecado, provocadas por mi especial sensibilidad a los rituales populosos y a las ceremonias con himnos, cirios, mitras y homilías. Los Legionarios de Cristo me educaron y me sometieron a una disciplina de otra época, a la que solo aspiramos quienes vivimos la fe con firmeza. De ellos aprendí cuán insignificantes somos y cómo debemos someternos al báculo de nuestros próceres sin responder, sin cuestionar su autoridad, sin albergar duda alguna sobre sus decisiones. Ellos me han traído hasta aquí, hasta la alcoba del arzobispo de Valencia. 
Le quito la casulla, cuelgo la mitra sobre el mueble de ébano y contemplo al arzobispo en paños menores, como pocos han tenido oportunidad de verlo. Se dirige a mí con la firmeza del que se sabe ungido por el aceite celestial, por el santo crisma; pero con toda familiaridad, sin reparar en que solo le sirvo desde hace dos semanas. Es un hombre recto, autoritario, como debe serlo un pastor de la grey. 
-¡Tráeme los peúcos! Llevo los pies como ascuas. ¡Mecagüen los moros! Y acércame las pastillas de la tensión y el colesterol. Los puñeteros mejillones otra vez. Los deben traer del mismo infierno. 
En la intimidad se libera del lenguaje formal, de la corrección de las homilías y de los hábitos corales. Se purga soltando tacos de calibre, sobre todo después de asistir a misas, reuniones y rituales multitudinarios. “¡La lengua que tiene este hombre!”, fue lo primero que me dijo su antiguo fámulo. 
-¡Y que no me toque nadie los cojones hasta la rueda de prensa! A ver si puedo purgar esta maldición gallega. 
Así se lo hago saber a los que están afuera a la espera de noticias, bendiciones, fotos y firmas del nuevo arzobispo recién ordenado. El vestíbulo rebosa de personalidades religiosas y civiles. Me río yo del populacho que espera a los jugadores de fútbol en la puerta de los hoteles. Esto sí es categoría en la devoción: desde presidentes de comunidad, hasta ministros, pasando por cardenales, alcaldes y concejales. “El arzobispo no va a recibir a nadie hasta la cena. Ustedes comprenderán. Está muy cansado y debe recuperarse para los actos de esta noche”. Un murmullo de frustración recorre la sala, pero nadie desaloja, entre otras razones porque se sirven vino dulce y pastas, traídos de las bodegas y despensas del paraíso. 
Dentro, mi señor juega a la Play. Le gusta echar una partida al FIFA antes de la siesta. Siempre elige a la selección española. Disfruta machacando a los rivales y soltando improperios de un tamaño que solo le había oído a mi mentor de exorcismos. Las tensiones a las que está sometido debe liberarlas de alguna forma y esta es muy sana e inocente. Por suerte, el palacio episcopal está bien insonorizado y el bullicio del vestíbulo tampoco permite escuchar las voces del arzobispo cuando canta los goles e insulta a los rivales. Solo yo soy testigo de su humanidad. 
-Alcánzame un Omeprazol y prepárame la cama, que no tengo el cuerpo muy católico, ¡mecagüen los moros! 
Cuando su ilustrísima duerme, es una gloria admirarlo. Solo lo hago unos breves instantes, hasta que lo remuevo para sacarlo del sopor. Pocos tienen la suerte de asistir a los sueños de un elegido de Dios, pocos. Y yo soy uno de ellos. Todo pecador debería tener la oportunidad de contemplar el rostro de un santo cuando este se encuentra en trance de recorrer los escondites del subconsciente. Es una buena medicina para alejarse de los malos pensamientos, una inspiración para las almas dañadas. Sobre todo, durante esas siestas cortas de dos horas en las que el arzobispo cae en la cama como si le hubieran golpeado en la coronilla con un botafumeiro. Se le oye gemir en sueños. Emite palabras, a veces inteligibles, que a mí me sofocan de misterio. Ronca con el resuello angelical de los querubines y le resbala una babilla que rebaño con la yema de los dedos para catar la humedad del cielo. Ambrosía de lo más hondo de su subconsciente. Es muy probable que, durante la siesta, su ilustrísima hable directamente con los santos o con el propio Jesucristo, por eso siempre llevo encima un cuadernillo y el móvil, para grabar y registrar cualquier conversación mística que pudiera aclarar algún rincón de los misterios evangélicos o aportar recomendaciones de salvación para este mundo decadente. Hasta ahora no he tenido mucha suerte -son solo dos semanas a su servicio-. Aún así, he recopilado palabras que debo interpretar a la luz de los Evangelios y me he hecho varios selfis con él mientras duerme, para subirlos a mi blog y deleitar a mis seguidores. Los parlamentos no están aún ligados para publicarlos, pero no pierdo la fe: 
-Sí, el del centro, el del centro… No, con salsa… Ahí, ahí, que va solo… No me jodas… Otra vez los asquerosos catalanes… 
Su Santidad no es melindroso ni apocado, ni mucho menos. Se crece ante las dificultades y se muestra en los sueños tan vigoroso como en sus homilías más beligerantes. Es emocionante ver su rostro animado incluso durante la siesta: esos ojillos llorosos, apretados, de cruzada; ese batir de puños bajo el cobertor, una posible defensa contra los enemigos de la patria o de la Iglesia, o manejos imaginarios del mando de la Play. La cara de anciano empachado es ahora la de un soldado de Cristo en la flor de su vigor juvenil. La calva se le perla de sudor mientras brega con los enemigos que acechan más allá. Cuando las digestiones son difíciles, las batallas se alargan y me permito enjugarle los sudores que, a veces, lo despiertan con resuello entrecortado. Eructa, se sosiega, entra en un sueño profundo y vuelve a roncar con un bufido de allende las nubes. Lo imagino en los palacios de los cielos, escuchando el susurro de la Virgen y el murmullo de los elegidos de Cristo. 
Mi señor arzobispo despierta de muy mala gaita y yo estoy junto a él, para soportar sus pésimos humores. ¿Cómo regresaría cualquiera a la morada del pecado después de haber visitado las estancias transparentes de los santos? Con peor talante que él todavía, seguro. Al removerlo, alguna vez se le escapan bofetadas, que a mí no me duelen porque conozco las circunstancias de su viaje. Vocifera y se caga en compañeros suyos y en políticos nacionales. Hoy con mayor razón porque la mala digestión lo ha hecho sudar mucho y he tenido que despertarlo antes de la hora acostumbrada. Su Santidad me pide luego unas disculpas que no son necesarias. Le agradezco que descargue la violencia de su mano en mi rostro y le beso los nudillos con sumisión de monaguillo imberbe. Se ajusta la casulla y se encasqueta el solideo mientras masculla maldiciones que alcanzan incluso a algún santo que otro. 
Afuera todavía quedan restos del ágape. Algunos ministros de la Iglesia, dos diputados y el exalcalde de Gandía se tambalean achispados entre las mesas. Al abrir la puerta, se atropellan por besar la mano del nuevo arzobispo. Es asombrosa la mutación que sufre su ilustrísima cuando traspasa la puerta de sus aposentos. A pesar de los muchos años y de su tendencia al verbo grueso, a pesar de su despertar agrio, el gesto se endereza y vuelven la sonrisa jesuita, la dulzura en la expresión y los dedos entrelazados. Todo es blandura y lluvia de bendiciones. 
La odiosa prensa espera. El arzobispo va en su busca. Ha despotricado contra ella cuando se empolvaba ante el espejo, con toda la fuerza de su mal despertar. Escupir bilis es un método perfecto de rejuvenecimiento: su rostro es ahora el de un querubín con solideo. Esto lo hacía también el padre Amorth, el que me enseñó los secretos de un buen exorcismo. La prensa es la encarnación del diablo. Su papel es provocar la ira y sacar del hombre santo lo más rastrero de la condición humana. Mi señor lo sabe. Ya ha lidiado en muchas ocasiones contra los periodistas. A las preguntas cargadas de malicia y a las inquisiciones preparadas para sacar de quicio al más sereno de los mortales, hay que contestar con un temple de otro reino. Cuanto más agria es la cuestión, más miel en la respuesta emplea su ilustrísima. Es un maestro de la diplomacia y la retórica. 
Pese a todo, las ruedas de prensa son necesarias. Pese a las tergiversaciones y a la mala fe de los periodistas, hay que difundir la palabra de los ministros del Señor. Es imprescindible que la Iglesia forme parte de este circo. No hay que renunciar a extender la palabra de Cristo, aunque los altavoces estén en manos de los seguidores de Satanás. 
-¿Por qué seguimos sin encontrar mujeres en los altos cargos de la Iglesia? 
Sonríe con blandura su ilustrísima y responde con sosiego: 
-La mujer debe imitar a la Virgen y ser esclava de su marido. La Iglesia tiene en el más alto trono a la representación de la mujer, la Virgen María, a la que toda hembra debería intentar parecerse. 
Siempre la mala idea, siempre el estilete afilado para provocar la ira del arzobispo, pero ellos no saben que ya la ha descargado con la Play, primero; conmigo después; y, por último, contra el espejo. Hay un desprecio por la labor de los Santos Padres que a mí me resultaría incomprensible si el padre Amorth no me hubiera avisado de que el diablo está escondido actualmente en tantas almas que los exorcistas no daríamos abasto para sacarlo de todas ellas. Tienen el descaro de acosar al nuevo arzobispo, de insultarlo; y él, ajeno a los arranques naturales de ira, responde siempre con mesura: 
-Ni soy xenófobo, ni homófobo, ni sexista; Dios me libre. Solo he llamado a desobedecer las leyes de la igualdad de género porque no se puede faltar a la naturaleza ni al mensaje de Cristo. El imperio homosexual no puede dictar las normas de una nación católica y tradicionalista. Y llamo a estos colectivos a pedir perdón a la patrona de Valencia por el cartel con el que han ofendido a toda la cristiandad. No se puede faltar así a la imagen de Nuestra Señora. Una aberración: dos vírgenes besándose, con toda la pornografía que encierra este mensaje y con la irresponsabilidad de atacar al icono de la decencia y la castidad. ¿A qué mente perversa y descarriada se le ha podido ocurrir semejante ultraje? 
Muy serio, su ilustrísima hace puñetas sobre el vientre, ya en paz. Los periodistas murmuran y apuntan sus respuestas, para ensuciarlas después con malicias y vituperios que sonrojarán al católico de buena voluntad. El arzobispo esboza una débil sonrisa y perdona con indulgencia la labor diabólica de sus enemigos. 
Y como colofón, el escándalo. Tres chicas con el torso desnudo irrumpen por la puerta de la sala de prensa. Gritan consignas salvajes y sus senos se balancean arriba y abajo. Destaca una de ellas, porque tiene unas mamas enormes que no sé cómo no le da vergüenza mostrar en público. Por suerte, las lleva manchadas con pintura. Mi señor mantiene el tipo, no se altera. A las chicas las detiene de inmediato la policía. Las llevan en volandas, apretando sus carnes desnudas. La más tetuda, al ser agarrada por el agente, se ve forzada a una postura que aún realza más la obscenidad de sus apéndices. Por suerte, mi sexo se ha mantenido en reposo. Apenas ni se ha inmutado. No tengo dominio sobre él y esto me inquieta. Sí, ahora lo noto. No debo hacerle caso, debo ignorarlo, no es culpa mía, no es culpa mía. Las chicas desaparecen en brazos de la autoridad. Las enormes mamas golpean la espalda azul del agente, al ritmo de los berridos de su dueña. “¡Arzobispo inquisidor!”, gritan estas chicas satánicas, con el torso y el cerebro tatuados por el diablo. Cómo se nota que no conocen a su ilustrísima, que las guía la ignorancia y el maligno. Son muy jóvenes, de labios encarnados, de piel blanquísima y pechos demoníacos, que no paran de agitar con indecencia y desvergüenza. Otra vez, otra vez mojado. No hay que preocuparse. Me lo avisó el padre Amorth: “Son malas pasadas de la naturaleza. No hay pecado ni debe haber arrepentimiento”.
 La sonrisa sosegada del arzobispo y los dedos entrelazados sobre el vientre contrastan con la agitación que se ha adueñado de la sala. Se da por terminada la rueda de prensa. Yo me coloco instintivamente delante del arzobispo. Las tres chicas parecían venir contra él. De hecho, han estado tan cerca del estrado que he visto, con precisión no deseada, la violencia de sus bocas, la contorsión de sus desnudeces, la carnosidad de sus senos y el descaro de su perversión. 
Me resulta imposible calmar los inescrutables caminos de mi sexo. No sé cuándo voy a tener el dominio suficiente para no consentir esta vergüenza de la carne. Quienes nos dedicamos a servir a Dios deberíamos nacer asexuados y carecer de estas protuberancias que nos ensucian y nos alteran el alma. 
Su Santidad, demostrando por qué ha sido elegido siervo directo de Dios, aún tiene temple para bendecir a todo el mundo y despedirse con unas palabras dictadas por un verdadero discípulo de la última cena: “Id en paz y sabed que, ante la desvergüenza de los mercaderes y las prostitutas, debemos mantener el látigo firme y rezar, porque no saben lo que hacen”. Dibuja el signo de la cruz en el aire, justo cuando yo noto, otra vez, la humedad en mis genitales. La fuerza del Espíritu Santo me licua literalmente. No es este un proceso normal en un hombre de mi edad. No, no lo es, por muchos consuelos que haya recibido de mis mentores. 
Durante la cena, los cardenales y el arzobispo analizan el escándalo. Se muestran paradójicamente satisfechos porque el acontecimiento supone una oportunidad para aparecer en los noticiarios, teniendo en cuenta que las imágenes destacan el temple y el dominio de su ilustrísima. En una de las escenas, se ve cómo el arzobispo espera a las tres chicas sin moverse ni un milímetro, sin alterarse lo más mínimo, con su sonrisita académica y convencido de que Dios y la policía nacional lo protegen y lo respaldan en la batalla contra la violencia, la tentación y la herejía. 
Es una cena exclusiva que organiza la Archidiócesis solo para los miembros de la curia. El arzobispo ha reparado los jugos gástricos durante la siesta y vuelve a atacar las viandas y los licores con el mismo ímpetu con que las chicas de los senos al aire se abalanzaban contra nosotros. Las imágenes de televisión satisfacen a casi todos. La impasibilidad del nuevo arzobispo ante la acometida de las fieras es aplaudida una y otra vez: un domador en el acto delicado de amansar el instinto salvaje. Demasiados senos para mi gusto, demasiadas veces hemos visto a esas jóvenes desnudas en la pantalla. Botan con violencia las mamas de la chica más gordita sobre la espalda del policía, ahora a cámara lenta, para analizar sus tatuajes y comprobar la sinrazón de sus protestas. Alguien tiene que poner fin a este continuo rebobinado de imágenes. No es decente ni sensato ver esos torsos del pecado una y otra vez. Su Santidad nota mi nerviosismo e intenta calmarme, acariciándome la nuca con condescendencia. Yo se lo agradezco, pero el gesto es contraproducente. Estoy enfermo. Mi miembro ha vuelto a cobrar vida. Sudo con la vergüenza del que se siente sucio delante de la gente, delante de los elegidos de Cristo, delante de mi adorado arzobispo. Las lentes se empañan y los oídos se embotan. ¡Es el Espíritu Santo, es el Espíritu Santo! ¡No es el demonio, no es el demonio! He perdido el apetito y mi mentor vuelve a acariciarme la nuca y me pregunta algo que no oigo con claridad. Al levantar la vista, compruebo que todavía siguen ahí, en pausa, obscenas, las dos ubres de esa hija de Satanás, con los pezones como solideos. Y la palma sudorosa de Su Santidad tantea mi nuca empapada. Y mi miembro, ajeno a mis deseos, descarga de nuevo su semilla en el grueso tejido de los calzoncillos. ¡A mis cincuenta años! Su ilustrísima me golpea con más fuerza. Por fin lo entiendo con claridad: “¿Es que no oyes? Que me traigas el bicarbonato, esto del Omeprazol es una mierda”. Me susurra con la misma afabilidad con la que responde a los periodistas ante preguntas incómodas, pero yo le noto su enfado conmigo, y con razón. Lo he desatendido por este mal mío que debo solucionar si deseo servir a persona tan alta. Aprovecho para salir de allí con la cabeza baja, humillado por mi propia falta de voluntad. 
En la alcoba, Su Santidad no olvida la reprimenda por haberme comportado como un “pasmarote”. “Ya veo todos los días a suficientes imbéciles como para que quien tengo a mi lado se comporte también de la misma manera. Que ya no eres un niño, José Antonio. Si no estás atento o si deseas ser destinado a limpiar las letrinas de la archidiócesis no tienes más que decirlo. Y te advierto que aquello es bastante peor que un exorcismo.” Su Santidad mantiene el rubor de los querubines. Las copas de Torres le alumbran el rostro y hacen emerger en la bola de su nariz unas venillas azules que le dan un aire británico, de príncipe de Gales. 
No quiero irme de aquí, no quiero apartarme de este santo, no quiero perderme el día en el que contacte con Jesucristo o con alguno de los elegidos, porque sé que lo hará. No es un clérigo cualquiera. Lo veo a través de la puerta entreabierta del baño, haciendo gárgaras, rascándose la barriga, estirándose los párpados para que caiga el colirio y… ¡tocándose los bajos! No, no puede ser. ¡Él también está sometido a las tiranías de la carne, él también! Me siento mejor al comprobar que no solo es un mal mío, sino que incluso los más próximos a la divinidad se alivian manualmente para no pecar. La boca de este hombre es un volcán. Se le oye cagarse en los compañeros de cena uno a uno; en algunos objetos de misa; en los políticos, sobre todo, en los catalanes. Veo su miembro, flácido, sin vigor, agitado febrilmente por su mano de barro. No es capaz de enderezarlo y despotrica por ello o por haber sucumbido a un acto impropio de un representante de Cristo en la Tierra. No lo sé. El arzobispo solloza, gime delante del espejo, como si hubiera perdido a un pariente próximo y, entonces, aprecio su grandeza: ha sido capaz de renunciar al vicio antes de que su miembro tuviera poder para descargar la semilla. Ha conseguido interrumpir el pecado, algo que a mí me resulta imposible, entre otras cosas porque no necesito ni tocarlo, actúa motu proprio, sin atender a mis censuras. 
La mañana se presenta clara y luminosa, como es habitual en esta ciudad del Mediterráneo, que tiene ahora la suerte y el honor de ser gobernada por uno de los elegidos, por quien estuvo a punto de sentarse en el trono de san Pedro. 
El arzobispo no ha sido bendecido por la alegría del amanecer. Su primer impulso lo dirige con premura al baño, para vomitar y descargar una diarrea ruidosa que se escucha desde la alcoba. Las cenas copiosas suelen producirle estos efectos atmosféricos. Lo oigo cagarse en los moros, en los catalanes y en algunos de los políticos que nos gobiernan. A mi señor le gusta personalizar sus improperios. Se le suaviza el carácter cuando por su boca salen sucios los nombres y apellidos de personas que a menudo pueblan los informativos y las páginas de internet. Me lo confesó un día: 
-Muchacho, si has de hacer de vientre, que sea sobre gente conocida, no sobre entes ni sobre divinidades que no tratas en persona. Te aseguro que es una purga divina, ni psicólogos ni leches. La mejor receta para expulsar el mal vino es cagarse en nombres y apellidos de gente pomposa a la que has chocado la mano. 
Está en la “z” el arzobispo cuando lo oigo tirar de la cadena. Sale del retrete descompuesto, casi sin aliento, con los capilares de los párpados reventados, aunque aliviado de cuerpo y espíritu. 
-¿Qué miras, cojones?, ¿es que nunca me has visto amanecer? ¡Venga!, que me preparen una tisana y un bollo de crema de las trinitarias, que es lo único que me ata el cuerpo. ¡Ah!, y que se pase la maquilladora. 
Su Santidad no hace caso de médicos ni de curanderos. El que tiene asignado, solo lleva dos semanas con él, como yo, y no le ha permitido ni tomarle la tensión. Afuera nos espera el jefe de protocolo de la Archidiócesis. Su ilustrísima tiene una mañana muy ocupada: misa en la catedral, reunión con los cardenales, aperitivo con las autoridades de la ciudad, comida en la Malvarrosa, siesta, recepción de pobres y cena en el ayuntamiento. 
El secretario le tiene preparados los textos de las homilías. El arzobispo los revisa personalmente y acostumbra a añadir su acento característico. Los completa con proclamas y reivindicaciones muy particulares. El secretario deja un espacio en blanco en el momento álgido del discurso para que su ilustrísima invente un fogonazo, el titular que los periodistas necesitan para vender sus panfletos y para abrir los noticiarios. El arzobispo se esmera en esta labor, pide ayuda al santísimo, este se la presta, se vuelca sobre el papel -nunca utiliza el ordenador para estos menesteres- y pronuncia en voz alta lo que después va escribiendo: “No se puede ser independentista y buen católico”, “hay que promover y defender el matrimonio único e indivisible entre hombre y mujer”, “estamos en la noche oscura del ateísmo colectivo: están vacíos y desorientados, tienen como ideas prevalentes el dinero, el sexo, el goce narcisista y el goce del cuerpo”. Me pide su ilustrísima una copita de Jerez para digerir convenientemente el desayuno y sigue con su labor, volcado sobre la mesa, como un estudiante empeñado en aprobar la selectividad. “En la invasión de emigrantes y refugiados, ¿son todos trigo limpio? ¿Dónde quedará Europa dentro de unos años?” “La fecundación artificial, el matrimonio gay y la ideología de género desafían a la Constitución”, “no es comparable lo que haya podido pasar en unos colegios de Irlanda con los millones de vidas destruidas por el aborto”. Le sirvo otra copa de oloroso y sale a escape hacia el baño, de nuevo. Se escucha, a pesar de las dos varas de pared, el verbo destructor y los efectos atmosféricos de su estruendoso aparato digestivo. Vuelve con la tez amarillenta, aunque con la fogosidad habitual. 
Antes de salir hacia la catedral, su ilustrísima debe atender al exalcalde de Gandía y a dos de sus antiguos concejales. Gente podrida por el dinero y el poder, que busca en mi señor el perdón a sus muchos y trufados pecados. Le pidieron una audiencia especial y Su Santidad se la concedió, porque sabe de la necesidad de perdón para quienes tienen la tentación tan al alcance de la mano, y por el fervor que el antiguo alcalde de Gandía siempre mostró por la Mare de Deu dels Desamparats. No lo puedo acompañar. Es lo único que me pierdo de su agenda. Se estrena la sala “Santa Teresa”, un espacio recoleto, en el que bajo la presencia de la imagen de la mística, su ilustrísima tratará los problemas íntimos y más oscuros de nuestra feligresía. Un espacio donde únicamente él y los atribulados podrán recogerse a modo de confesionario archidiocesal. Ni siquiera yo puedo traspasar sus puertas. Después del besamanos, el exalcalde y sus dos acompañantes entran. Los vi anoche, poco antes de salir hacia la rueda de prensa, achispados y voceando más de lo conveniente. Se les veía la afición al alterne y a las copas de amontillado desde lejos. Este es el privilegio de los hombres poderosos, el de ser oídos en confesión por su ilustrísima, quien servirá de mediador en el difícil ingreso de los ricos al Reino de los Cielos. A los pobres, ya se sabe, no les hace falta esta intercesión. Por otra parte, la vigilancia eterna de santa Teresa, la que hablaba a Dios y a sus pucheros en el mismo tono, dan a la salita un clima íntimo de confianza. No hay psicólogo que pueda competir con este recogimiento, ni medicamentos comparables al oficio de un curtido confesor, como lo es su ilustrísima. 
Más de media hora de espera. Nos estábamos impacientando todos. El exalcalde sale con el rictus maltrecho y la apariencia de haber comido algo en mal estado. Los dos concejales parecen perturbados por alguna aparición o por los efectos de alguna extraña droga. Tampoco el arzobispo muestra muy buena cara, mucho peor que al salir del baño. Mastica unas yemas de santa Teresa con la boca abierta y con mucha desazón. Está como ido, como si no fuera él. Algo muy desagradable ha ocurrido en la sala de la Santa. Todos ellos despiden un olor a azufre que no presagia nada bueno. 
De camino a la catedral, el arzobispo muestra un comportamiento muy distinto al habitual, demasiado blando en privado e irascible en público. Lleva el portafolios con los textos de las homilías. Me los entrega para que los guarde y me acaricia el rostro con una debilidad desconocida. “Vamos, hijo, nos esperan”. Me emociono y, sí, la reacción física es inevitable. Son malas horas para recibir caricias y roces. ¿Cuándo, de qué forma podré acabar con esta maldición? El señor me pone a prueba, por mucho que digan los Legionarios y el padre Amorth. Me pone a prueba y debo resistir. 
En la catedral, los fieles se amontonan, se hacinan, se desviven por ver al pequeño arzobispo, cuyas palabras esperan con el ansia del alcohólico que, apoyado en la barra del bar, todavía no ha tomado la primera dosis de la mañana. Su ilustrísima se abre paso entre el murmullo. No está bien, lo noto distinto, como asustado. Ha perdido el aplomo, no muestra el porte marcial de quienes dominan a la turba y la manejan a su antojo. 
Desde el altar, la misa avanza con normalidad hasta la homilía. Su ilustrísima no me ha pedido el texto. Me cuelo entre la curia y dejo el discurso en el atril. Se le ve nervioso, se atropella, da muestras de una extraña normalidad que no es normal en él. Espero sus proclamas, las que le he oído cuando se volcaba sobre la mesa del despacho, pero no llegan. De repente, cierra el Evangelio, atrapa dentro las hojas del secretario y, con los agudos que suele utilizar para enfatizar los titulares, comienza un discurso desconcertante que nos deja boquiabiertos. 
-La Iglesia no debe participar de la lucha política, ni polemizar con los idearios de unos y otros. Es más, la Iglesia debería salir de las escuelas y actuar con la humildad de Cristo, no con la soberbia de los obispos. 
Al principio, creemos no haberlo entendido bien, pero lo que dice a continuación es demoledor: 
-La Iglesia debe respetar y acoger en su seno a los homosexuales, a los transexuales, a los que no están definidos, a las lesbianas, a todos aquellos que la sociedad suele arrinconar y tratar con desprecio. La Iglesia es el refugio de los afligidos, de los perseguidos, de los menesterosos. Por eso, tampoco podemos olvidar a los que vienen de fuera en busca de pan que llevarse a la boca, a quienes desean salir de la miseria. No somos quiénes para poner barreras a esa gente que sufre y muere en las pateras, en los campamentos helados, en las alambradas. La Iglesia ha de responsabilizarse de quienes más sufren y debe poner todos sus medios para acercarlos a una vida mejor. Hay que vender la plata y el oro, este cáliz, este candelabro, y alojar a los pobres, sean de donde sean, en esta catedral y en todos los palacios que poseemos. Desde hoy abriremos los templos y la archidiócesis para acoger a quienes más lo necesiten, y venderemos el Santo Grial y lo que haga falta para dar de comer a los necesitados. 
Se interrumpe aquí el santo arzobispo. La catedral se queda en silencio absoluto. Nadie se atreve a aplaudir el discurso. Las caras, de extrañeza primero y luego de pánico, se apoderan de la curia, que copa los primeros bancos. 
-¿Y qué hacemos nosotros metidos en asuntos de nacionalidades? La Iglesia es universal, es la comunidad fundada para unir al mundo y salvarlo del pecado. No tenemos por qué opinar ni injerir en la labor ciudadana de los gobiernos, sean del signo que sean. La Iglesia solo tiene una patria: la misericordia. 
Su Santidad no ha perdido, ni mucho menos, la habilidad retórica. Se muestra, como siempre, un maestro en la utilización de los registros y la fluctuación tonal. Pero no es él. Los cardenales se inquietan, murmuran, se remueven… Varios de ellos salen hacia la sacristía para tratar el asunto. Nadie se atreve, de momento, a interrumpirlo, pero es evidente el desasosiego. 
-¿Y qué me decís de nuestros disfraces de seda, que cuestan mucho más que salvar del hambre a cientos de niños? Despojémonos de nuestros lujos y renunciemos a los oropeles.
 Ahora sí cunde la voz de alarma. El arzobispo se quita el solideo, la casulla y la muceta. Amenaza con quedarse en paños menores, como yo suelo verlo en la alcoba, al grito de “¡Fuera las cadenas!”. Quién sabe si irá más allá. Varios de los cardenales que ocupan las primeras filas, se abalanzan sobre él, detienen su locura y el estriptís, que lo tenía ya en las medias de grana. La gente no sabe qué pasa. Todos estamos desconcertados. Yo también. Salgo detrás de mi señor o de lo que queda de él. Nadie sabe lo que le ha ocurrido. Todo el mundo lo comenta con cara de espanto y los fieles quedan hundidos, como abandonados por su pastor, como faltos de la bebida que esperaban para aliviar su vicio. Por suerte se habían prohibido las cámaras, pero seguro que algún desalmado ha grabado con el teléfono la extravagante actuación de Su Santidad. 
Al entrar a la sacristía, me encuentro con un espectáculo bochornoso. Su ilustrísima, medio desnudo, grita, se defiende de quienes lo agarran por todos lados, babea y pugna por volver al altar hasta que cae rendido sobre las baldosas. Ni en los partidos más disputados de la Play, lo había visto emplearse tan a fondo. Me mira descompuesto, como un ternero al que conducen al disparo del matarife. Han llamado a una ambulancia. Mi señor resuella tendido en el suelo con cara de animal moribundo y lo oigo como en sueños: “¡Sálvame de ellos, sálvame!”. 
Los cardenales han perdido también los bonetes y alguno lleva el hábito desgarrado. Sudan y resuellan como si acabaran de terminar una larga carrera. No tienen costumbre de hacer ejercicio físico y una pugna tan disputada los ha descompuesto. Todos suspiran cuando entra por la puerta la camilla con los dos enfermeros. Cargan el pequeño cuerpo de su ilustrísima sin dificultad. Su Santidad tiene la mirada perdida, suelta espumarajos por la boca y el color de su piel se ha vuelto todavía más hepático que de costumbre. Por suerte, puedo acompañarlo en su traslado al hospital. 
Le inyectan un tranquilizante y, a pesar de eso, sigue murmurando letanías que no son suyas, que alguien le dicta desde muy adentro. Algo muy extraño le pasa a su ilustrísima, algo muy raro que he visto en otras ocasiones. El olor a azufre es cada vez más molesto. Mi experiencia como exorcista no es muy amplia, pero suficiente para identificar al demonio cuando se manifiesta. Al arzobispo le ha cambiado el rostro. Ya no tiene ese rictus de jesuita simpático que todo lo revuelve. No. Esta cara no es la suya. Ha relajado los pómulos, las comisuras de los labios, el ceño. Sus arrugas son más profundas y los pequeños ojos, aún abiertos, destilan un llanto sentido y nuevo, que no le había oído ni durante las siestas. El demonio es un perverso manipulador. El rostro del arzobispo se ha transformado de manera que parece mucho más bondadoso, más humano. Ya no se advierte en él la máscara del poder eclesiástico, ni la sonrisa académica. En privado, él mismo despotricaba una y otra vez por tensar músculos muy distintos a los que le dictaba su ánimo. Decía estar “hasta los cojones” del arte de la hipocresía y que cualquier día iba a estallar y se iban a enterar los catalanistas, los comunistas, las feministas y los progresistas de lo que era un español de raza. El gesto se le ha relajado de tal manera que no es el de Su Santidad, sino el de un vendedor cualquiera de zapatos. 
El diablo se presenta con múltiples disfraces, tiene la facultad de Fantomas, aquel personaje que tanto me divirtió en la infancia. Y esta para mí era nueva, aunque la identifiqué enseguida. El aspecto que muestra ahora su ilustrísima se puede confundir con el de un hombre sin poder, sin rastro de preocupación, ni de malicia, ni de interpretación histriónica. Su ilustrísima aloja al demonio en las tripas, no me cabe ninguna duda y yo he estudiado para sacárselo. Creía que ya nunca me iban a resultar útiles mis conocimientos en demonología, después de ser nombrado ayuda de cámara del arzobispo, pero, mira por dónde, voy a demostrar lo que de veras puedo aportar como servidor de Dios. Sin duda es una prueba que me pone el Señor para constatar si soy digno de él, si merezco su perdón. El arzobispo no ha podido caer en mejores manos: soy discípulo del padre Amorth y se me laureó con un honoris causa en la lucha contra el demonio. 
Le pido a la enfermera que no le ponga el gotero, pero no me hace caso. Siempre esta lucha con la ciencia, esta maldita reprensión a todo lo que significa lo espiritual por parte de los profesionales de la medicina. No, ni siquiera ahora, con todos los avances técnicos, se dan cuenta de que la parte espiritual del individuo es más importante que la física. He diagnosticado con total seguridad la causa del comportamiento desnortado del paciente. Y por mucho que mis certezas sean absolutas, no son admitidas por el personal médico. Debemos seguir luchando para que no se traten nuestros estudios de demonología como una pseudociencia de la superstición. ¡No, no y no! La medicina no puede ser la fuerza absoluta a la que recurran siempre los enfermos. 
Un ente ajeno al paciente lo está invadiendo y el gotero no es ninguna solución contra el maligno. Al quitarle las gafas a su ilustrísima, lo reconozco con claridad a través de las pupilas. ¿Qué puede haber más científico, más certero que las niñas de los ojos? No es el arzobispo, no es él quien me observa. Me acaricia la mejilla y me dice: “Abandona tus fanatismos, José Antonio. Sal de esta Iglesia alienante, como voy a hacer yo. Despójate de tu negra sotana y tírala al cauce nuevo del Turia, para que sirva de abrigo a algún refugiado”. Sus pupilas oscilan, no sé si por el sedante o porque las maneja el ser que lleva dentro. “No seas así, José Antonio. Borra todas esas chorradas de tu blog y dedícate a la jardinería. Abandona la Archidiócesis, hazme caso. Folla, José Antonio, folla, y verás cómo dejas de manchar los calzoncillos”. Me avergüenza saber que su ilustrísima está al tanto de mis deslices seminales, pero no es él, es otra prueba más de que no es él. Son sus últimas palabras antes de quedarse dormido. Discuto con el médico de la ambulancia porque no me permite despertarlo. Los primeros momentos de la posesión son trascendentales para reconocer su intensidad, pero no se lo puedo decir al médico. Su intransigencia me echaría del vehículo. Es la lucha constante por el reconocimiento de nuestro saber, de nuestro conocimiento del demonio. Hay una corriente contraria que debemos superar con la misma abnegación que nuestros primeros padres, cuando se rebelaban contra el poder romano y proclamaban la verdad absoluta de Jesucristo. Ahora debemos luchar contra los científicos, contra los laicos fanáticos, que pretenden convencer a la población de que las religiones son fruto de la superstición y de que siete años de estudios de demonología solo sirven para afianzar el imperio de la patraña. ¿Cuándo ha solucionado un psicólogo el problema de un endemoniado? Nunca, nunca. Yo, en cambio, me vanaglorio con humildad de haber sacado el diablo de más de diez cuerpos. Una prueba empírica, una evidencia de la superioridad científica del arte demoniológico frente a la psicología terapéutica. 
En cuanto llegamos al hospital, lo trasladan a urgencias. No, no y no, no tienen ni idea de lo que le ocurre. De hecho, lo único que le encuentran es un empacho producto de la cena y restos de un hongo alucinógeno. Por lo demás, según reza el parte médico, nada de qué preocuparse. Es el momento de actuar, es el momento de quedarme a solas con su ilustrísima para comprobar si realmente está poseído o no. “José Antonio, qué mal te he tratado, qué poca vergüenza he tenido contigo, José Antonio. Debes perdonarme y salir de la Iglesia en seguida. Salgamos juntos los dos. Vayámonos a África a purgar nuestros pecados, a salvar vidas y compensar las que hemos destrozado aquí. ¡Vámonos, José Antonio! Tú y yo, sin nada, sin avisar a nadie. Sácame de este hospital y huyamos a donde seamos otros, humildes pastores sin ovejas”. La gravedad de la posesión es muy intensa. A su ilustrísima le han cambiado los ojos de color, ya no quiebra la boca en sonrisas académicas, ya no hace puñetas sobre la barriga… Definitivamente, no es él y el tratamiento no debe hacerse esperar. Le detengo las manos porque no para de acariciarme la cara y no puedo pensar con claridad cuando me excito. Lo animo a calmarse, a que no hable, a que calle, a que se deje tratar con la mayor docilidad posible. Lo invito a rezar la primera letanía para invocar a Dios contra el maligno, para pedir que sea Jesús quien interceda: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella”. Su ilustrísima me dice que me calle y se extraña de mi comportamiento, con lo que me confirma la posesión. El maligno no aguanta que se nombre a Dios, lo rechaza. “¿Qué haces José Antonio, has perdido la cabeza? Deja a san Juan en paz, deja de fingir. Eres como yo, un maldito ambicioso y fanático que ha de abandonar todas estas prácticas en las que ni siquiera creemos. ¡Para ya, José Antonio!”. Empieza la lucha contra Satanás. Sigo rezando, sigo invocando a Dios y exhortando a que el diablo salga de ese pequeño cuerpo santo. “¡Ya está bien, José Antonio! ¿Quieres parar? Vuelve en sí, aquí no hay nadie, solo yo y ya no soy yo”. Efectivamente, su ilustrísima no es su ilustrísima, él mismo me lo confirma. Cuanto más se enfada y grita, más énfasis pongo en las letanías. Me elevo por encima del tono que acepta una sala de hospital. 
Entran apresurados tres cardenales, sudorosos, con el solideo en una mano y las llaves del coche en la otra. Intento explicarles la afección del arzobispo, pero me mandan callar. “Tú no sabes lo que está pasando aquí. No tiene nada que ver con el demonio. Sal, José Antonio, sal de la habitación. Nosotros nos encargamos de él”. Intento una y otra vez hacerles comprender que les puedo ser útil, que mi experiencia con endemoniados es amplia, que no tengo ninguna duda… No hay manera. Entre dos enfermeros y dos cardenales me sacan de la habitación. Los primeros con el discurso científico habitual, los segundos con palabras blandas y sonrisas hipócritas. No puedo abandonar a su ilustrísima. Sé que únicamente yo puedo dar una solución a su problema. Solo yo. 
Las enfermeras pasean por todos lados con unos pantalones de tela transparente que me despistan y me distraen, las pacientes arrastran goteros y se abren pliegues en las batas a través de los cuales resplandece la carne, enfrente de mí una señora se agacha para coger un papel del bolso y muestra el color de su sostén… Me despierta un cardenal que está a mi lado. El diablo me ha rodeado y me ha noqueado. “Hemos decidido que se tome unos días, José Antonio. Váyase a casa, ya lo llamaremos. El próximo arzobispo también necesitará un Ayuda de Cámara experimentado como usted”. Me roza el brazo con la mano izquierda y me acaricia la nuca como hacía su ilustrísima. Mantiene su mano sobre mi piel y lloro, lloro, porque quiero besarlo y no me atrevo.