martes, 26 de febrero de 2019

"¿Es posible educar sin exámenes?" por Enrique Javier Díez Gutiérrez


Era el primer día de clase. El profesor explicaba al alumnado que durante los próximos cinco años les enseñaría “toda una serie de mentiras muy bien trabadas unas con otras en las que ustedes creerán ciegamente el resto de sus vidas…”. Tras lo cual, mirando a los estudiantes, inquirió: “¿Alguna pregunta?”. Desde la tercera fila, uno de ellos levantó la mano para preguntar: “Sí… ¿Esto entra en el examen?”.

Esta viñeta, realizada por Miguel Brieva, dibujante y escritor crítico, ácido y punzante, la suelo poner al principio de mis clases, en cada curso académico, para reflexionar sobre un aspecto fundamental y clave del acto educativo y de todo el proceso de aprendizaje y de enseñanza: la importancia que le damos a la evaluación en el proceso de enseñar, pero que acabamos reduciendo a “los exámenes”. Porque, al final, parece que lo que realmente importa es aquello que “entra para el examen”. Tanto para el profesorado, pues es sobre lo que le piden que evalúe, como para el alumnado, pues es sobre lo que es valorado y calificado. Porque de los exámenes dependen las notas. Y de las notas, pasar o no al siguiente curso y, al final, obtener o no la titulación.

Vivir para aprobar

Y más ahora que nunca, con la presión de los organismos económicos internacionales como la OCDE, que insiste reiteradamente en hacer rankings de centros educativos, de regiones y de países para publicar los resultados obtenidos, como si de una liga de fútbol se tratara. Los centros educativos, pero también los países, se ven presionados para situarse en los puestos superiores de ese ranking, ser los que mejores resultados obtienen en esos exámenes estandarizados. Lo hacen presionando a sus colegios para que dediquen buena parte de su tiempo y esfuerzo a conseguir resultados en esos exámenes. El profesorado, a su vez, se ve presionado para exigir a su alumnado que centre su tiempo y esfuerzo en preparar lo que les piden en esos exámenes, para que su respectivo centro se coloque en lo alto del ranking.

Por eso España, en sus últimas reformas educativas, ha incrementado exponencialmente el número de exámenes estandarizados a los que son sometidos los estudiantes ya desde Primaria. De hecho, me cuentan algunas familias que en algunos centros han convertido lo que se denomina “evaluación continua” en exámenes continuados. Y sus hijos e hijas, ya con solo 8 y 9 años, entran en una espiral en la que hay semanas que tienen un examen diario. Me recordaba, de forma irónica, aquel anuncio de los años 70 que proclamaba “todos los días un plátano, por lo menos”, pero en formato examen.

La importancia desmedida que se le está concediendo a este modelo de “examen permanente” puede significar un cambio crucial en los objetivos de la escuela.

Se empieza a poner el acento en medir el rendimiento y los resultados del estudiante en estos exámenes, más que en atender las necesidades del mismo. Y medir el “éxito” también del profesorado y de los centros en función de la adaptación a la conformidad de las demandas exigidas en esas pruebas estandarizadas. El buen docente comienza a ser el que genera buenos resultados, convirtiéndole en un “preparador de exámenes”.

Convertir el deseo de aprender en afán de aprobar

El efecto colateral es que algunos centros empiezan a pensar más en lo que el estudiante pueda hacer para prestigiar la escuela que en lo que la escuela pueda hacer para mejorar al estudiante, por lo que esos centros acaban seleccionando a sus “clientes” (familias motivadas, estudiantes competentes) para que sus estadísticas no se vean afectadas y poder mantener su nivel de competitividad con los otros centros y su imagen de “alto nivel”.

El alumnado con dificultades y diversidad se convierte en un posible “estorbo” que puede hacer descender los resultados del centro y que se procura “derivar” a otros centros.

Los especialistas apuntan que este modelo está haciendo daño al alumnado y empobreciendo la educación, aumentando aún más el ya alto nivel de estrés en las escuelas, con una presión constante por el rendimiento, lo que pone en peligro el bienestar de los estudiantes y de los docentes.

En los datos del informe PISA 2015, sobre cinco preguntas relacionadas con la preocupación por exámenes, notas, etc., se elabora un “índice de ansiedad en relación con el trabajo escolar” en el que España es segunda. Por eso alertan de que esta dinámica supone un riesgo real de matar el placer de aprender, transformando el deseo de aprender en afán de aprobar.

No es de extrañar que el Estudio sobre Conductas Saludables de los Menores Escolarizados de la OMS (HBSC, 2016) muestre que el porcentaje de escolares que afirma que le gusta “mucho” la escuela desciende con la edad, pasando del 54% de los alumnos y el 44% de las alumnas a los once años, al 23 y 20% a los trece y 17 y 13% a los quince.

Debemos reconsiderar esta forma de enfocar y reducir la evaluación a exámenes y pruebas estandarizadas recordando que, como han demostrado reiteradamente especialistas en este campo, los exámenes prueban la memoria puntual, no la inteligencia ni la creatividad, ni contribuyen a su desarrollo. Además, genera un modelo centrado en “repasar” los conocimientos señalados (a menudo, resaltados en negrilla en el libro de texto), que tienden a olvidar una vez pasado el objetivo examinador para el que fueron memorizados, y que convierten el aprendizaje “en un aburrimiento”, según manifiestan los estudiantes.

Otra evaluación es posible y necesaria

La evaluación en el período de educación obligatoria, hasta los 16 años, debe ser fundamentalmente una herramienta de mejora. No se puede reducir la evaluación a exámenes. La evaluación es un proceso integral cuya finalidad es dar información a todos los participantes en el proceso educativo (al alumnado, por supuesto, pero también al profesorado, a la comunidad educativa y a la administración educativa) que les ayude a mejorar esos procesos de enseñanza y aprendizaje.

La evaluación supone aprender a trabajar con la “pedagogía del error”, donde el error se convierte en una oportunidad de aprendizaje y no en una ocasión para ser sancionado o calificado negativamente. Una oportunidad para explicar cuál ha sido tal error o errores y enseñar alternativas que ayuden a entender los fallos y abrir nuevas formas de abordar los problemas, superando las dificultades detectadas. Solo así la evaluación cumplirá su función básica como herramienta para mejorar el proceso de enseñanza-aprendizaje.

Pero, para ello, para dar feedback al alumnado, para revisar y corregir sus producciones, para preguntar a cada cual cómo planteó y desarrolló la solución al problema o el trabajo realizado, es necesario que un profesor trabaje con grupos pequeños, de no más de 15 o 20 alumnos y alumnas, con quienes pueda personalizar el proceso y enseñar y evaluar realmente de forma continuada. Para eso no se necesitan exámenes en el sentido habitual de la palabra, porque el profesor o la profesora está “examinando” continuamente el proceso que se está realizando y evaluando permanentemente las dificultades y logros que tiene su alumnado en el trabajo cotidiano del aula, además de sus propios aciertos y fallos a la hora de planificar e implementar su labor de enseñanza en el aula.

La evaluación así entendida es parte constitutiva del proceso formativo en las instituciones educativas y una herramienta para reconocer sus avances y dificultades, no solo del alumnado, sino de toda la institución y de la administración educativa responsable, y ayudar a mejorarlos.

Solo desde este enfoque podremos diseñar políticas y estrategias orientadas a mejorar las prácticas pedagógicas con un sentido formativo y no culpabilizador de escuelas, docentes y estudiantes porque, como dice el aforismo pedagógico, “tal como evaluamos, así enseñamos”.

viernes, 22 de febrero de 2019

La escritura, un examen y el tiempo


El ejercicio de la escritura nos sustrae literalmente del tiempo. Ahora mismo estoy en el segundo examen de la mañana. No hay horas más largas para un profesor que las de un examen. Uno se pasea entre las mesas, se sienta, atiende alguna duda, vuelve a pasear, se vuelve a sentar, da un folio, mira por la ventana... y solo han pasado dos minutos. Los minutos, los segundos, se cargan de hierro y avanzan con mucha dificultad a través de un campo denso y lleno de barro. Estos interminables minutos, horas, se hacen todavía más pesadas cuando ves la cantidad de palabras que los alumnos estampan en los folios y que luego tendrás que leer y corregir. Así como las charlas en el bar derriten el tiempo como un soplete el hielo, la vigilancia de un examen supone desmenuzar con un destornillador un bloque de hormigón relleno de segundos. 
Hay una solución, la escritura. Escribo este texto mientras los alumnos completan un examen de 2º de bachillerato. Una hora y media que se convertiría, sin este recurso, en una espera de aeropuerto. La verdad es que también podría mirar páginas en internet, pero no es lo mismo. Escribir te da más, te ofrece la posibilidad de vivir una experiencia metaexamen. Quiero decir que, a la vez que escribo, me levanto para dar un folio, atiendo una consulta o aviso sobre el tiempo que les queda; que, todo ese proceso lo voy recogiendo en esta página y, luego, en el futuro, podré revivir esta circunstancia. ¿Y para qué quiero revivir un momento que se hace interminable y en el que no ocurre nada? Bueno, para recordar el proceso de la escritura misma, es decir, para vivir una experiencia metaliteraria. 
En fin, creo que no es de razón poner tres exámenes el mismo día porque corres el riesgo de decir todas estas imbecilidades que estoy diciendo. Ese sí es un razonamiento acertado. La escritura sí nos sustrae del tiempo, pero este no es su valor más importante, como tampoco lo es el que sirva de entretenimiento para salvar el hormigón de un examen. No. O sí.
Me piden otro folio y otro. Y una consulta y otra. Se acerca el final, pero me queda un último examen. Uno en el que el rey Lear es de nuevo protagonista y su bufón también. Ahora les dices a ellos, si te parece, que la escritura nos sustrae del tiempo. Se van los chicos de 2º, "has conseguido que odie a Valle-Inclán". Con los exámenes se consigue esto, odios irreconciliables contra aquellos que hacían de la escritura su refugio para sustraerse del tiempo y conseguir la inmortalidad de la posteridad. Entran los que van a odiar a Shakespeare durante una hora. Esperemos que no sean rencorosos.       

Pessoa, el bufón de Lear y un examen


Llevo las gafas de Pessoa. Las compré en una librería de Lisboa donde se lucraban indecentemente con la imagen del poeta. Las gafas de Pessoa, las gafas de nadie. Veo, a su través, a los chicos de bachillerato completando un examen en el que deben comentar un fragmento del Rey Lear. El rey Lear, un personaje maltratado por la vejez y por el "fool". Pessoa, el "fool", el rey Lear, heterónimos de los propios alumnos de bachillerato, de mí mismo y de tantos otros. Abocados al destino del no ser, de la inanidad. Pero ellos, los chicos, no actúan con desesperanza. A pesar de encontrarse en un trance angustioso, que cada vez les supone mayor obsesión, no miran al horizonte, no ven al final del día la amenaza de la no existencia. La angustia con la que han entrado a clase es un síntoma de esperanza en la vida, de valoración del instante. Se agarran con pasión a su futuro próximo, a continuos exámenes que los someten a alimentar la vida con pequeñas angustias. Dosis de sufrimiento para convencernos de que la vida es necesaria, útil, con pleno sentido. 
El "fool" se ríe de ellos amargamente, de mí, de Pessoa, de todos. El "fool" se divierte contemplando la desesperación de quien ha olvidado las obras de Jonathan Swift o los dramas históricos de Shakespeare. El "fool" se ríe de las gafas de Pessoa, que ni siquiera me cubren los ojos, de la seriedad del momento y de la gravedad con que se lo toman los alumnos y yo mismo. El "fool" está colgado de la pared, asomado a la ventana, dentro de mi cabeza, "¿a que no sabes a que se reducen nuestras posesiones?: a la nada". Y baila alrededor de las mesas, se asoma al ventanuco del guiñol, enseña los huecos de su dentadura, "los reyes llevan trajes de payaso y los payasos trajes de rey, todos somos parodia". El examen termina. Me entregan los folios verdes donde cada uno ha derramado los detritus de una noche en vela o las virutas de lo que han oído y experimentado en clase. La angustia se despereza y se transforma en euforia o en frustración, según esfuerzos y caracteres. Son inmortales, inmarcesibles, eternos. No paran de levantar la vida como un cáliz y de ofrecerla a los labios de quien esté a su lado. Se lo agradezco. La lástima es que las gafas de Pessoa me recuerdan otra vez que yo ya no estoy allí con ellos, sino en un lugar en el que el "fool" se aparece vestido de rey y de payaso, por cualquier rincón y en cualquier instante, para derramar el vaso sobre mis zapatos.         

"Pessoa: la fatalidad de escribir" por Rafael Narbona


¿Quién era Pessoa? ¿Una máscara que se desdoblaba en identidades sucesivas? ¿Un eco que se multiplicaba hasta disolverse en un silencio donde ya no existe un yo al que atribuir un rostro o una voz? ¿Una sombra que pisaba la huella del otro, esbozando un camino hacia ninguna parte? En Cuadrivio (1965), Octavio Paz escribe: “El verdadero Pessoa es otro”. Al igual que Rimbaud, Pessoa ancla su yo en la alteridad, en la diferencia, en lo que está fuera o incluso más allá del lenguaje y la razón. Ser otro hasta desembocar en la beatitud del no ser. ¿Puro nihilismo? Sin duda, pero también escepticismo, juego, divagación, viaje hasta los límites del sentido, donde ya sólo queda la inminencia de algo que se desconoce. Pessoa no es un escritor profesional, sino un autor existencial que no puede sustraerse a la fatalidad de escribir. Su actitud repudia todos los dogmas y no concede ningún crédito al cartesianismo, según el cual el yo determina qué es real o verdadero. Al referirse a sus heterónimos, escribe: “No sé, por supuesto, si ellos son los que no existen o si soy yo el inexistente”. No descarta ser el heterónimo de otro poeta que lo ha inventado y se contempla con el asombro del que se asoma a un espejo cóncavo, preguntándose si las distorsiones son un efecto óptico o una revelación.

Pessoa es un poeta moderno. No mira hacia atrás. No siente nostalgia del mundo de ayer, con sus certezas y sus enseñanzas. No es tradicionalista, pero tampoco progresista. No piensa que la humanidad transite por la senda de una perfección creciente, gracias a las innovaciones técnicas, los hallazgos científicos y los cambios sociales. El hombre se equivoca al añorar el pasado o fantasear con el porvenir. Sólo disponemos del instante. Podemos explorarlo con los sentidos, sentir su frágil consistencia, disfrutar de sus plenitudes, pero nunca será nuestro hogar. No sabemos hacia dónde vamos, porque no hay ningún lugar al que dirigirse. La historia es un rumor incoherente, un estrépito que nunca se apaga. Podemos intentar anonadarnos en la naturaleza, pero nunca lo lograremos. Nunca experimentaremos la paz de un animal que toma tranquilamente el sol, indiferente ante el espectáculo de la muerte. La razón nos ha separado del mundo natural, confinándonos en una singularidad insalvable. Ya no podemos abolir la conciencia y, menos aún, silenciar el lenguaje, que bulle como un río desbordado. Estamos abocados a una promiscuidad con lo real que nos mantiene en un estado de confusión y caída. Pessoa nunca habla de esperanza. Su obra es oscura, negativa, fatalista. No es la crónica de una decadencia, sino el relato de una insuficiencia. Ser hombre es poca cosa. Es imposible saberlo, admitir nuestra insignificancia, y no inventar mitos que fabulan con el pecado, la redención y la salvación. Pessoa no repudia el cristianismo. La trágica peripecia de Cristo aportó algo necesario al mundo, pero no lo redimió, ni lo salvó. La muerte sigue ostentando su corona, derrotando una y otra vez a todos sus adversarios. Cristo sólo es otro hombre vencido y humillado.

Pessoa entiende que el instante nos proporciona momentos de placer físico e intelectual, pero advierte que no es una morada. Nunca se cansa de expulsarnos, de precipitarnos hacia el vacío y el desconsuelo. La palabra no redime. Sólo es una pirueta del entendimiento, un simulacro de permanencia suspendido sobre una fragilidad inconmensurable. “Toda la obra de Pessoa es la búsqueda de la identidad perdida”, apunta Octavio Paz. Una identidad perdida e irrecuperable, pues el yo sólo es un ardid de la conciencia, que lucha por no ahogarse en su propio flujo. Gracias a sus heterónimos, Pessoa descubrirá que la identidad del poeta no se forja en un yo afirmativo, sino en la dispersión de un yo fragmentario que no ofrece resistencia al tránsito inacabable hacia el no ser. La poesía nunca es algo definitivo, sino intuición de un prodigio que nunca se produce. Pessoa coincide con Borges, que en “La muralla y los libros” define el hecho estético como “la inminencia de una revelación que no se produce” (Otras inquisiciones, 1952).

En El mendigo y otros cuentos, una colección de doce relatos incompletos o apenas esbozados publicados por Editorial Acantilado con una excelente traducción de Roser Vilagrassa, la dispersión ya no es una posibilidad existencial y literaria, sino una clave hermenéutica. Lo fragmentario no es un aspecto formal del texto, sino una certeza ontológica. O, si se prefiere, el fondo –o el trazo- último del ser. La lección de Heráclito conserva intacta su clarividencia: todo fluye, nada permanece, el sol nunca se pone en el “fuego siempre vivo” del cosmos. Pessoa despliega su canto polifónico para abordar la realidad desde una perspectiva múltiple. En sus doce cuentos, el poeta es sucesivamente, un mendigo, un artista, un borracho, un eremita, un peregrino, un ladrón, un asesino, “un suministrador de mitos”, un ladrón, un filatelista, un papagayo, un gramófono. Ser otro no significa únicamente adentrarse en una identidad distinta, sino descender hasta el último escalón de la alteridad, asimilando la mirada animal, mineral o incluso mecánica. En los otros, hay “gloriosos infinitos” que dilatan milagrosamente nuestra experiencia.

“El mendigo” es un relato que expresa uno de esos infinitos que se abren a nuestra mirada.Su protagonista, un vagabundo al que se podría confundir con un artista o un pintor, celebra la diversidad, la pluralidad de formas que percibe tanto en el mundo exterior como en su vida interior. La naturaleza se trasciende a sí misma. Para el entendimiento, es idea. Para la sensibilidad, belleza, horror, lumbre que calienta los días. “El sentido de la naturaleza es Dios”, afirma el mendigo. No el Dios trascendente de las religiones monoteístas, sino la memoria impersonal que almacena el pasado, garantizando una misteriosa permanencia. Lo que ha existido una vez, lo que ha irrumpido en el ser, subsiste: “Cada día tiene un alma diferente de los demás. Esa alma no muere. Sube al cielo como el atardecer, y cuando la luz de la luna despunta, unge de bendiciones el misterio de su ascensión”. Cada momento de un árbol es un ente. “Cada momento de cada cosa es en sí misma un alma y una vida”. ¿Alude Pessoa a la eternidad? No. Simplemente, habla del misterio que envuelve a la vida y de la impotencia de nuestra mente para explicar el universo: “La noche habita en nosotros donde los objetos son oscuros”. Detrás del horizonte, no aguarda la nada, sino el “Alma”. Dicho de otro modo: “más allá del horizonte sólo hay más horizonte”.

La naturaleza no es simple biología. La quietud no es mera inactividad. El silencio no debe interpretarse como ausencia de sonido. “El silencio es el aspecto exterior; es la naturaleza alzando las manos en oración”. La verdadera vida es “la comunión […] en el Cuerpo de Dios”. Hay que “abandonarse a la Vida”. Merecerla. “Sé casto”, aconseja el mendigo. ¿Qué es Dios para Pessoa? “Dios es nosotros; lo que en nosotros aspira y se persigue y tiene Dios”. Es difícil unificar las especulaciones de Pessoa, cuando utiliza al personaje del mendigo para hablar de Dios y de la vida. ¿Estamos ante un mensaje veladamente cristiano o ante una reflexión inspirada por la herencia del pensamiento grecolatino? ¿Dios es un nosotros meramente intelectual, filosófico, una aspiración colectiva que expresa el anhelo de sentido, de verdad, de trascendencia? ¿O quizás Pessoa se balancea en la cuerda del panteísmo, insinuando que hay dioses en todas partes? En la piedra, en el árbol, en la brizna de hierba. ¿Qué dicen el resto de sus personajes? El borracho se muestra menos ambiguo. Su pesimismo es claro y descarnado: “La humanidad es una enfermedad de la naturaleza”. El eremita sostiene que “no existe la certeza”, que “la única felicidad del saber es ignorar”, que “el sofisma es lo real”. El dolor es la única verdad indubitable. Sólo conocemos la apariencia de las cosas. Más allá, hay una esencia, pero es incognoscible. La mente sólo percibe clara y distintamente el sufrimiento, la infelicidad. El descontento es la esencia visible del hombre: “Todos los caminos están hechos de dolor y todos conducen al dolor”. El peregrino no habla. Invita simplemente a caminar, sin buscar nada, sin desear nada, sin esperar nada. El artista niega la existencia de Dios. Hay demasiado mal en el mundo. No es compatible con un poder benévolo y omnipotente. La maldad y el azar lo devoran todo, como alimañas con un hambre insaciable. El ladrón “desearía ser dos”. No vivir atrapado en una identidad. La única patria posible es la duda, la pasividad. La libertad absoluta es no tener nada, vivir al margen de cualquier expectativa, desprenderse del lastre de la conciencia. Ser un papagayo o un gramófono. Un asesino puede soportar la cárcel y la execración social, pero no el peso de una culpa particularmente insidiosa.

La prosa de Pessoa es extraordinaria. Su pensamiento desprende destellos que revelan agudeza, intuición, ingenio, profundidad poética. Deja abiertos todos los caminos, salvo el de la esperanza, que considera cerrado e intransitable. Se muestra más cercano al neoplatonismo que al cristianismo, al panteísmo que al monoteísmo, al Dios de los poetas que al de los filósofos. Su nihilismo encierra al hombre en un callejón sin salida. Pessoa no es un moralista, ni un pedagogo. No pretende enseñar nada. Quizás por eso rehúye la coherencia e incluso la congruencia. Su obra se inscribe en el proceso de desencantamiento del mundo que comienza con la Ilustración. Pessoa no es Nietzsche. No intenta expandir su voluntad. No cree en las posibilidades del hombre para invertir los valores y alumbrar una nueva aurora, donde la finitud no se conciba como un yugo. No dice sí a la vida. Pessoa es el poeta de la melancolía, del suave desaliento y la tristeza sin estridencias. Un fatalista al que el pudor le impide arrojarse en brazos de la desesperación. Se conforma con inclinarse sobre el papel, reflejando su hastío. Impugna el mito de la identidad, la idea de un único yo al que pueden atribuirse incontables predicados. Por eso, se desdobla, liberando impulsos contradictorios. No se fija metas. No le quita el sueño quedarse a medio camino. No transige con los lamentos. Prefiere suscribir la ética del estoicismo, que aconseja entereza y dignidad. Es un ser fragmentario, un peregrino que camina sin rumbo, un escéptico que hace juegos de prestidigitación con las evidencias y los mitos, los hechos y las alucinaciones. Se siente cómodo en la ceremonia de la confusión. Aunque El mendigo y otros cuentos incluye una historia de amor, falta algo esencial en la poesía de Pessoa: la mujer. No por misoginia, sino por temor a lo femenino o, más exactamente, a lo que encarna y representa. Al igual que Nikolái Gógol, murió sin conocer el amor. Quizás tampoco el sexo. Ya hemos visto que el mendigo aconseja ser casto. No por afán de pureza, sino por la turbación que produce el contacto con la mujer, la alteridad más radical y fecunda. Permanecer lejos de lo femenino es distanciarse de la vida. También significa cerrar los ojos a esa dimensión sobrenatural que llevamos dentro de nosotros. Pessoa teme a la mujer no por cuestiones eróticas o inhibiciones morales, sino por el prodigio de la maternidad. La natalidad no le parece un milagro, sino una calamidad. El que no ama a la vida y tal vez no se ama a sí mismo, no quiere pensar en un mañana. Prefiere el silencio, el vacío, la nada.

El mendigo y otros cuentos es un regalo, casi un don. Nos recuerda que Pessoa es una de las voces más poderosas del siglo XX. Un poeta profundo, esencial, que recoge el latido de su tiempo, explorando todos sus ecos y variaciones. Desgraciadamente, su época es una época de indigencia, que ya no reconoce una estructura metafísica en el universo. Vivimos en el vértigo de una liquidez incontenible que disuelve cualquier atisbo de certeza. Sin embargo, la conciencia sigue asomándose a las profundidades para buscar algo perdurable, sagrado, y ahí encuentra invariablemente a los poetas, cuyas palabras proclaman que la grandeza del hombre reside en sus sueños y no en sus reflexiones. En ese sentido, Pessoa no es una excepción, aunque su prosa y sus poemas nos dejen en la boca un sabor a ceniza.

lunes, 18 de febrero de 2019

"Jorge Manrique o el nacimiento de la posteridad" por Miguel Barrero


No hay muchas noticias fidedignas acerca del nacimiento y la muerte de Jorge Manrique. Se cree que pudo nacer en Paredes de Nava (Palencia) o en Segura de la Sierra (Jaén) alrededor del año 1440. Por las mismas, se conoce que falleció en tierras conquenses, aunque no hay acuerdo acerca de si murió en la batalla del castillo de Garcimuñoz o si lo hizo unos días después, en Santa María del Campo Rus, como consecuencia de las heridas sufridas en el combate. Fue sepultado en el monasterio de Uclés, junto a su padre don Rodrigo, pero no queda nada de su última morada: tanto el sepulcro, como los restos, como la lápida que identificaba su enterramiento (Aquí yace don Jorge Manrique, el de las Coplas), desaparecieron durante la guerra civil. Idénticas brumas cubren la mayor parte de su biografía. Se piensa que pasó la mayor parte de su infancia y su juventud en la localidad andaluza de Segura de la Sierra, pero no hay constancia de su existencia hasta que un documento fechado en 1465 lo menciona por vez primera. Pertenecía a una estirpe de abolengo, los Manrique de Lara, que tenía suficientes credenciales en los campos de las armas y las letras, y él, por seguir la tradición, nunca dejó de curtirse en ambos frentes. Con una sólida formación humanística, se comprometió desde muy joven en las luchas contra los musulmanes y participó en campañas exitosas que le granjearon una fama sólida de buen militar. «Ni miento ni me arrepiento», dicen que era su lema. Participó en el asedio al castillo de Montizón, se alió con Isabel y Fernando en su lucha contra Juana la Beltraneja y consiguió levantar junto a su progenitor el asedio con que cercaban a Uclés el noble Juan Pacheco y el arzobispo Alfonso Carrillo de Acuña, a la sazón responsable de la diócesis toledana.

No son estas gestas, sin embargo, las responsables de que hoy le recordemos. Si en el fragor bélico fue un guerrero valeroso y estimado en su tiempo, no fueron menos apreciadas sus virtudes en el terreno de la lírica. No se caracterizó Manrique por su prolificidad —su obra poética apenas abarca unas cuarenta composiciones, la mayoría piezas de tipo burlesco, amoroso o doctrinal que no dejan de enmarcarse en los parámetros trovadorescos y satíricos de la época que le tocó en suerte—, pero de su pluma salió una obra maestra que no solo marcó un hito en la literatura de esos años imprecisos en los que la Edad Media languidecía y el Renacimiento estaba a punto de irrumpir por la puerta grande de la Historia, sino que extendió su influjo a lo largo y ancho de todos los siglos que estaban por venir. No se trataba de un poema burlesco, ni amoroso, ni doctrinal, sino de un canto funerario —lo que en aquella época se denominaba planto— que pergeñó en alabanza y recuerdo de aquél que le había dado la vida y a quien había visto fallecer en 1476, apenas tres años antes de que le tocara a él mismo decir adiós a este mundo.

Don Rodrigo Manrique, conde de Paredes de Nava, había sido maestre de la Orden de Santiago y, como se ha dicho, participó junto a su hijo Jorge en algunos combates. Se cree que falleció a causa de un cáncer que le desfiguró el rostro, y tal vez cuando su vástago se puso a componerle la célebre elegía lo hizo movido por un impulso premonitorio: los estudiosos tienden a pensar que los versos fueron escritos en vísperas de la batalla en la que acabó perdiendo la vida. Sea como fuere, ambos, padre e hijo, inscribieron su nombre con letras de oro en la posteridad gracias a un texto que, precisamente, da carta de naturaleza a esta y la presenta como una tercera vía alternativa al conocido y recurrente binomio que desde antiguo distinguía entre cuerpo y alma.

Las Coplas a la muerte de su padre —también conocidas como Coplas a la muerte del maestre don Rodrigo, cuando no se las denomina simple y llanamente Coplas de Jorge Manrique— se componen de cuarenta coplas de pie quebrado. Era esta una estrofa que se usó con frecuencia en el siglo XV y que inauguró Juan de Mena, pero a la que Manrique concedería tal notoriedad en su poema que desde entonces se la suele conocer como «copla manriqueña». Consiste en una pareja de sextillas cuyos versos tercero y sexto tienen cuatro sílabas, lo que los distingue del resto, octosílabos, y confiere al conjunto un ritmo peculiar. Pese al título, no todo el poema se dedica a glosar la figura del padre muerto. La composición, de hecho, se abre con trece coplas de pie quebrado que introducen el tema ocupándose de la fugacidad de la vida. Probablemente sean las más conocidas, aquellas de las que cualquier persona que haya cursado el bachillerato con un mínimo de interés podría recitar hoy determinados fragmentos sin mayor problema. Valga, como muestra, el inicio:

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el placer,
cómo después de acordado
da dolor,
cómo a nuestro parecer
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

O también:

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en el mar,
que es el morir:
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí, los ríos caudales,
allí, los otros, medianos
y más chicos;
allegados, son iguales,
los que viven por sus manos
y los ricos.

La siguiente tanda de coplas, de la XIV a la XXIV, se centra en una serie de ejemplos a lo expuesto en las anteriores para mostrar cómo hasta los protagonistas de las gestas más perdurables terminaron viendo cómo sus hazañas no les deparaban un final distinto al del resto de los hombres.

¿Qué se hizo el rey don Juan?
¿Los infantes de Aragón,
qué se hicieron?
¿Qué fue de tanto galán?
¿Qué fue de tanta invención
como truxieron?
Las justas y los torneos,
paramentos, bordaduras
y cimeras,
¿fueron sino devaneos?,
¿qué fueron sino verduras
de las eras?

¿Qué se hicieron las damas,
sus tocados, sus vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel dançar,
aquellas ropas chapadas
que traían?

Al fin, en la vigésima quinta copla, aparece la figura de don Rodrigo Manrique. Este tercer apartado de las Coplas se divide, a su vez, en dos partes. En la primera, el poeta dedica un elogio sincero y cuajado de ternura a su progenitor, a quien se presenta como un auténtico modelo de conducta, en el campo de batalla y en el ámbito familiar.

¡Qué amigo de sus amigos!
¡Qué señor para criados
y parientes!
¡Qué enemigo de enemigos!
¡Qué maestro de esforçados
y valientes!
¡Qué seso para discretos!
¡Qué gracia para donosos!
¡Qué razón!
¡Qué benigno a los sujetos,
y a los bravos y dañosos,
un león!

El obituario llega hasta la copla XXXIII. En ella, se introduce la que será la última parte del poema:

Después que puso la vida
tantas veces por su ley
al tablero,
después de tan bien servida
la corona de su rey
verdadero,
después de tanta hazaña
a que no puede bastar
cuenta cierta,
en la su villa de Ocaña,
vino la muerte a llamar
a su puerta.

Se entabla, a partir de ahí, un diálogo que la propia muerte mantiene con don Rodrigo Manrique antes de llevárselo, y no hay que aguardar mucho para que el texto llegue a su auténtico meollo, a aquello que, al margen de sus excelentes hechuras, le concede un lugar de honor en la historia de la literatura. Y es la muerte, como no podía ser de otra manera, la que trae el asunto a colación:

—No se os haga tan amarga
la batalla temerosa
que esperáis,
pues otra vida más larga,
de fama tan gloriosa
acá dexáis;
aunque esta vida de honor
tampoco no es eternal
ni verdadera,
mas con todo es muy mejor
que la otra temporal,
pereçedera.

Es decir, que si durante toda la Edad Media únicamente se habían alcanzado a contraponer dos vidas: la terrenal y la celeste, las Coplas a la muerte de su padre instauran una alternativa a ambas —o un punto intermedio entre las dos— que tiene que ver con la memoria que quedará en los demás de nuestras acciones una vez que nosotros no estemos ya en este mundo. Con esa fama que hará que don Rodrigo Manrique permanezca planeando cuando él ya no exista, gracias a los recuerdos y las palabras de quienes lo conocieron personalmente o supieron, por fuentes fidedignas, de sus gestas. La posteridad, en suma, que el difunto se había ganado con creces:

Y pues vos, claro varón,
tanta sangre derramastes
de paganos,
esperad el galardón
que en este mundo ganastes
por las manos;
y con esta confiança
y con la fe tan entera
que tenéis,
partid con buena esperança,
que esta otra vida tercera
ganaréis.

La última copla, y en particular sus tres últimos versos, demuestran cómo las palabras de la muerte son plenamente aceptadas por el propio Jorge Manrique y por quienes, como él, se ven acompañando a don Rodrigo en el lecho de muerte:

Así, con tal entender,
todos sentidos humanos
conservados,
cercado de su mujer
y de hijos y de hermanos
y criados,
dio el alma a quien se la dio,
el cual la ponga en el cielo
y en su gloria;
y aunque la vida murió,
nos dexó harto consuelo
su memoria.

La memoria de don Rodrigo quedó, así, a buen recaudo en los versos que le compuso su hijo. Quizá éste no llegó a barruntar que esos mismos versos conseguirían que, seis siglos después de su deceso, aún se recuerde su inmenso talento, por mucho que no quede el menor rastro de su sepultura ni se conozcan demasiados datos sobre su vida. No es extraño que la posteridad haya querido ser magnánima con Jorge Manrique: al fin y al cabo, la inventó él.

domingo, 17 de febrero de 2019

"Los estilos objetados" por Fernando Aramburu


Desde que existe la literatura, a menudo los escritores se pican entre ellos. Algunos contraen largas, profundas y ulceradas antipatías que terminan arrastrándolos, mal que les pese, a una relación de dependencia con respecto a la persona detestada. Dedican un tiempo precioso, del que podrían sacar provecho creativo, a un seguimiento permanente de cuanto hace o dice el adversario, intentando formar grupos de opinión negativa contra él, difundiendo en redes sociales o donde se tercie cualquier dato, juicio o imagen que pueda perjudicarlo.

Este ajetreo se disfraza muchas veces de discrepancia ideológica. A mí me parece meramente humano, además de antiguo. Suele recrudecerse a poco que alumbre a la figura aborrecida la luz del éxito entendido como una forma de la felicidad, por supuesto inmerecida a ojos del aborrecedor. El susodicho ajetreo sucede al parecer en todos los ramos y en todos los ámbitos, ya sean públicos o privados. Sin embargo, suelen ser los piques entre escritores los que encuentran más fácil cauce testimonial por la facultad amplificadora que tiene la palabra escrita. Yo he oído decir en varias ocasiones que las disputas más cruentas se dan entre poetas. ¿Actuará la lírica como potenciador químico de la susceptibilidad? Quevedo y Góngora pasan por ser los demonios de Tasmania de la literatura española; pero ha habido otras parejas igualmente desavenidas que se combatieron con saña similar, aunque quizá con menos ingenio. Queda lejos de mi propósito hacer aquí un recuento zoológico de escritores enfrentados.

Ignoro el interés que la cuestión pueda despertar en los espectadores imparciales más allá del regocijo maligno. A muchos, eso sí, se les nota en la sonrisa la afición por el llamado zasca o réplica con efectos humillantes. Otros, de mejor conformar, nos contentamos con aprender alguna cosa de las refutaciones, venganzas dialécticas y diatribas, se presenten o no con apariencia de debate, y propendemos al tedio cuando la colisión de orgullos no pasa de una esgrima de opiniones peladas de razonamientos.

Confieso, no obstante, que se me levantan las cejas por impulso de un súbito interés cuando la acción denigrativa está orientada a objetar las decisiones lingüísticas del rival, su estilo literario y todo lo que tenga que ver con la artesanía de su oficio. Vaya por delante una conjetura recelosa. Un escritor que censura las inclinaciones y preferencias formales de otro está publicitando indirectamente las suyas propias, lo que, se mire por donde se mire, constituye una modalidad del autoelogio. Esto es así aunque el metido a juez de la literatura ajena ponga en práctica la astucia de vestir sus reproches con lenguaje de madera o haga visajes de lector objetivo.

Francisco Umbral, sin ir más lejos, carecía de paladar para el disfrute de la literatura en la que no se percibiese una explícita voluntad de estilo. Gustó por ello de autores a los que se quiso parecer. Pongo por caso Marcel Proust, Gabriel Miró o ese pirotécnico de la poesía que fue Pablo Neruda. Negó, en cambio, a Pío Baroja, que lo precedió en la tarea de narrar Madrid, como Juan Benet, esgrimiendo similares prejuicios, negó a Galdós, un novelista de rango superior más vigente hoy día que sus detractores. Umbral camuflaba endecasílabos en su prosa. El hijo de Greta Garbo contiene pasajes así compuestos. Juan Marsé disparó desde la trinchera opuesta aquel famoso obús de la prosa sonajero que le dio a Umbral en toda la frente. Quevedo, al enterarse, debió de soltar unas risas allá en el fondo de los siglos. Suyos son los versos en que se burla de todo estilo afectado:

No me va bien con lenguaje

tan de grados y corona:

hablemos prosa fregona

que en las orejas se encaje.

Otro grande de nuestras letras, Ramiro Pinilla, abrazó la certeza barojiana del estilo llano o, como él prefería decir, estilo transparente. Es como si la escritura que sostiene la narración (que en realidad es la narración) supusiera un estorbo. De acuerdo con este postulado, la lengua no debe hacerse notar. Su fluencia ha de construir una ilusión de continuidad no alterada por tropos llamativos, vocablos desusados ni florituras o audacias ornamentales que recuerden al lector el trámite intermedio de la lengua escrita. La novela, para ser veraz, ha de resignarse a reproducir la vulgaridad de su materia: la peripecia vital del ser humano. Tomada en serio esta ley, damos de bruces en el realismo.

Tanto como la locuacidad en los varones, a Ramiro Pinilla le causaba disgusto la literatura con revueltas barrocas. Y yo le decía, con el mayor cariño del mundo y una retranca no distinta de la suya, que ningún estilo existiría sin su contrario; que así como concebimos al charlatán porque otras personas son calladas, el estilo literario transparente sólo puede definirse en contraste u oposición con los estilos oscuros, recargados o alejados en mayor o menor medida del habla común. Si todos escribieran igual, sus obras serían intercambiables y no habría cosa más ordinaria que la escritura colectiva de los libros, puesto que no habría diferencia entre unas plumas y otras. Uno es romántico porque no es clasicista, es de izquierdas porque ha descartado la opción de ser de derechas o viceversa, se llama Laura porque no se llama Cristina ni Petronila.

Así como Ramiro Pinilla, en cuestión de estilo literario, albergaba un convencimiento férreo, a Rafael Chirbes lo inquietaba un obsesivo temor, expuesto en páginas clarividentes de sus ensayos. Dicho temor lo suscitaba el riesgo de incurrir en un tipo de escritura que sirviese al poder para narrarse a sí mismo. Se entiende que para narrarse bajo una luz favorable. Consideraba la existencia de un fantasma llamado lenguaje hegemónico, al cual el escritor debía oponerse con todas sus fuerzas.

Dicho lenguaje es de difícil, por no decir imposible, definición en democracia debido al cambio periódico de gobernantes y a las similitudes expresivas de estos; aunque una sombra de tal lenguaje se perfile en la intuición de quien conoció de primera mano la dictadura con su oratoria inflamada, la acción de la censura y el refrendo propagandístico de un puñado de intelectuales orgánicos. Cosa bien distinta del estilo son las ideas adheridas al discurso público que el escritor derrama en obras literarias, artículos, charlas o entrevistas. Por ese lado Chirbes podía estar tranquilo. Un año antes de fallecer se declaró con sorna en El Cultural"comunista a la manera de Cervantes". Sus obras literarias fueron asumidas como tales obras literarias por la industria editorial y disfrutadas por un público multitudinario (sobre todo Crematorio y En la orilla), merecieron galardones y hasta una serie de televisión. La muerte de este novelista extraordinario en el verano de 2015 me impidió decirle que éxitos como el suyo no se gestan en las reuniones de una junta directiva. Son simplemente fruto de la estimación general por algo que el público considera valioso.

FOTOMATÓN (Espacio de creación literaria para los alumnos de Literatura Universal)

Una nueva fotografía para que deis rienda suelta a vuestro espíritu creativo. Al final de la tercera evaluación, intentaré recopilar por escrito tanto las imágenes como los textos más destacados y los encuadernaré para que tengáis un recurso artístico de este curso. 


SE BESARON

Se besaron,
hasta acabarse las lenguas,
hasta fundir las pupilas de los transeúntes,
hasta destrozar el pasado de la ciudad y abrasarla de color.
Se besaron eternamente, 
después de que los gusanos
les hurtaran las salivas,
después de que la tierra
les minara las bocas.
Se besaron en la acera de la muerte,
donde se resbalan los zapatos de charol 
de los paseantes sin voz,
donde se resiste el amor
al leviatán del tiempo. 
Y traspasa la imagen varada
un helor de amor
tan inalcanzable como el reflejo de un estanque helado.
Se besaron
y se amaron
posiblemente
en una habitación
oscura
bajo la llama de una bombilla oscilante
que ahora yace en el fondo de una montaña de escombro,
entre un abrigo largo y una maleta desvencijada..

sábado, 2 de febrero de 2019

"Quien lo probó lo sabe" de Lope. Recitado por Marta Poveda.


Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;

no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;

huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave,
olvidar el provecho, amar el daño;

creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.

Héroes del tebeo: el botones Sacarino


El botones Sacarino
se quita el uniforme rojo
y lo guarda con cuidado
en el armario.
El botones Sacarino 
recibe a las hermanas Gilda,
una detrás de otra.
Folla con ellas
y le dejan en la mesita 
de carboncillo
dos billetes de mil pesetas.
Estaba cansado de gastar 
zapatos, de acarrear cafés
y de observar la vida 
desde fuera.
El botones Sacarino
recibe a doña Urraca
en su habitación de 
la calle Rúe del Percebe.
Sufre un gatillazo,
"cáspita",
y, frustrado, se decide
a volver a la oficina.
El botones Sacarino
es un "pringao" 
de dos dimensiones
y lo peor es que él lo sabe.
Sus perversiones
no las conocerá 
nadie.
Tampoco 
su ropa interior. 

"Palabras mayores y otras menores en el Quijote" por Yolanda Gándara



Hijo de puta, el insulto en castellano por antonomasia, aparece en el Quijote en todas las formas posibles (hideputa, hijo de puta, hi de perro, etc.), utilizado tanto en sentido negativo como positivo e incluso con el tratamiento don antepuesto.
El don como refuerzo en expresiones insultantes se utilizaba ya desde la Edad Media, al igual que señor. Ambos tratamientos habían sufrido una desviación semántica que hoy pervive en el adverbio so [señor degeneró en seor, seó y so (so gandul, so pícaro del actual lenguaje vulgar). Don solo conserva un uso irónico en expresiones como don perfecto.
Cervantes usa señor en algunos casos —tanto con valor irónico (señor barbero) como de intensificación del insulto (señor ladrón)— y don con mayor frecuencia: don bellaco, don villano, don patán rústico y mal mirado, don tonto y varios casos más entre los cuales cabe resaltar el que podríamos considerar el colmo de los insultos: don hijo de la puta, pronunciado por don Quijote a Ginés de Pasamonte en el episodio de los galeotes:

«Pues voto a tal —dijo don Quijote, ya puesto en cólera—, don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo, o como os llamáis, que habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a cuestas». (I-XXII)

También podemos encontrar ejemplos que ponen de manifiesto que ya en tiempos de Cervantes existía la dicotomía entre el uso ofensivo y el halago, que perdura en nuestros días. Encontramos un uso prolijo del insulto como piropo en casos muy similares a la descripción de Aldonza Lorenzo por parte de Sancho:

«¡Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante o por andar que la tuviere por señora! ¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz!». (I-XXV)

Además, Cervantes introduce una justificación de este uso en boca de Sancho:

«—Digo —respondió Sancho— que confieso que conozco que no es deshonra llamar “hijo de puta” a nadie cuando cae debajo del entendimiento de alabarle». (II-XIII)

Esta circunstancia nos da una idea de la cotidianeidad del término en nuestra lengua desde antiguo, lo que ha provocado un cambio léxico-semántico hasta perder la referencia a la madre para significar simplemente «mala persona», según el diccionario actual. Muy mala o admirable, diría yo, aunque el sentido laudatorio no está recogido y su uso tiene muchas limitaciones.
También tiene doble uso y también se ha relativizado la carga ofensiva del considerado uno de los mayores agravios, según advierte Sebastián de Covarrubias (2) en la definición de cabrón:

«Llamar a uno cabrón en todo tiempo y entre todas naciones es afrentarle. Vale lo mismo que cornudo, a quien su mujer no le guarda lealtad, como no la guarda la cabra, que de todos los cabrones se deja tomar […] Y también porque el hombre se lo consiente, de donde se siguió llamarle cornudo, por serlo el cabrón (según algunos)».

El mismo autor señala más claramente la gravedad injuriosa en la definición de cornudo:

«El decir a uno cornudo es una de las cinco palabras injuriosas, que obligan a desdecirse de ellas en común, fuera los que excepta la ley, como se dispone en la ley 2, tít. 10, lib. 8, de la Nueva Recopilación».

El entusiasmo de Covarrubias se mantiene en 1729 en la definición del Diccionario de Autoridades: «Metafóricamente el que sabe el adulterio de su mujer y le tolera o solicita. Esta palabra se tiene por muy injuriosa en España y en otras naciones de la Europa, y es una de las de la ley». El diccionario incluye además una entrada para cabronazo, que viene a ser lo mismo que cabrón, con el agravante de haber perdido la vergüenza y hacer gala de ello. Esta falta de aprensión apuntaba maneras para convertirse en piropo.
El Diccionario de la lengua española actual mantiene como segunda acepción: «Dicho de un hombre: que padece la infidelidad de su mujer, y en especial si la consiente», que convive con la más extendida, «que hace malas pasadas o resulta molesto». Así pues, aún en nuestros días, no se ha desprendido de su primer sentido o al menos así lo registra el Diccionario.
Cervantes lo usa con mucho recato, mediante un truco que hoy nos puede parecer pueril: recurrir al juego de palabras entre cabrito y cabrón. Tres veces aparece en el Quijote el término de forma similar a este párrafo del diálogo, cuajado de pullas, que mantienen el duque y Sancho Panza a propósito del vuelo de Clavileño.

«—Decidme, Sancho —preguntó el duque—: ¿vistes allá entre esas cabras algún cabrón?

—No, señor —respondió Sancho—, pero oí decir que ninguno pasaba de los cuernos de la luna». (II-XLI)

Bien porque cabrón no fuera un insulto tan familiar como hijo de puta, obviando la consanguineidad, bien por su mayor carga ofensiva, Cervantes lo utiliza muy poco y de forma solapada, nunca dirigido a alguien directamente.
Descendiendo unos escalones en la gravedad agraviante, si se me permite la tontería, encontramos un improperio muy popular en la época: harto de ajos. El olor de ajos y cebollas era considerado propio de villanos, como explica el propio don Quijote en los consejos segundos que dio a Sancho Panza:

«No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería». (II-XLIII)

Cervantes pone este insulto en boca de varios personajes, sobre todo de don Quijote referido a Sancho. El ingenioso hidalgo parece tener un olfato muy desarrollado para la villanía, pues detecta «un olor a ajos crudos» en la aldeana del Toboso a la que toma por Dulcinea.
La baja estofa inspira muchos más apelativos (gañán, faquín, belitre, ganapán, patán rústico, destripaterrones, pelarruecas, etc.) y es una de las dianas a las que apunta para insultar con frecuencia don Quijote, aunque no es el único, junto a la ignorancia o falta de cultura (bellaco, mentecato, sandio, menguado, mostrenco o el frecuentemente usado por Sancho porro para autodenominarse «tonto») y el espíritu burlón, que produce varios improperios curiosos como mentecato gracioso, socarrón y mentecato, truhan moderno y majadero antiguo.
De difícil clasificación son numerosas expresiones insultantes que podemos encontrar como ojos de machuelo espantadizo (mochuelo en algunas ediciones), desuellacaras, echacuervos (alcahuete), silo de bellaquerías, cuesco de dátil (hueso), corazón de mantequillas, ánimo de ratón casero y un largo etcétera de términos más livianos que el contundente hijo de puta con el que abríamos fuego y que, sin embargo, no se encontraba entre esas cinco «palabras mayores» (frente a otras palabras menores y livianas) de la Nueva Recopilación que menciona Covarrubias, que no son otras que gafo, somético, cornudo, traidor y hereje. A las cinco palabras mayores se añadió posteriormente puta, siempre y cuando se dirigiera a una mujer casada. Resulta llamativo que puta, a pesar de haber registros abundantes de su uso injurioso, no mereciera tal consideración y que uno de los mayores agravios fuera gafo. Covarrubias dedica varios párrafos a esta curiosa palabra, incluso se justifica por ello arguyendo la necesidad de explicar su gravedad, lo cual nos indica que ya era un tabú insondable. Significaba «leproso» y, por extensión, «tullido» (la enfermedad provocaba la contracción de los nervios y tendones, dándoles forma de garra). Como la mano de Cervantes a causa de las heridas de batalla. Con la otra escribía:

«—Mucho —replicó don Quijote—, porque de trecientos y sesenta grados que contiene el globo del agua y de la tierra, según el cómputo de Ptolomeo, que fue el mayor cosmógrafo que se sabe, la mitad habremos caminado, llegando a la línea que he dicho.

—Por Dios —dijo Sancho—, que vuesa merced me trae por testigo de lo que dice a una gentil persona, puto y gafo, con la añadidura de meón, o meo, o no sé cómo». (II-XXIX)

Sancho Panza saca gafo de cosmógrafo, puto de cómputo y meo de Ptolomeo. Un juego de palabras que podría hacernos cuestionar el título de Príncipe de los Ingenios. A no ser que imaginemos el eco del pensamiento de los lectores coetáneos clamando: «Ha dicho gafo».