lunes, 18 de febrero de 2019

"Jorge Manrique o el nacimiento de la posteridad" por Miguel Barrero


No hay muchas noticias fidedignas acerca del nacimiento y la muerte de Jorge Manrique. Se cree que pudo nacer en Paredes de Nava (Palencia) o en Segura de la Sierra (Jaén) alrededor del año 1440. Por las mismas, se conoce que falleció en tierras conquenses, aunque no hay acuerdo acerca de si murió en la batalla del castillo de Garcimuñoz o si lo hizo unos días después, en Santa María del Campo Rus, como consecuencia de las heridas sufridas en el combate. Fue sepultado en el monasterio de Uclés, junto a su padre don Rodrigo, pero no queda nada de su última morada: tanto el sepulcro, como los restos, como la lápida que identificaba su enterramiento (Aquí yace don Jorge Manrique, el de las Coplas), desaparecieron durante la guerra civil. Idénticas brumas cubren la mayor parte de su biografía. Se piensa que pasó la mayor parte de su infancia y su juventud en la localidad andaluza de Segura de la Sierra, pero no hay constancia de su existencia hasta que un documento fechado en 1465 lo menciona por vez primera. Pertenecía a una estirpe de abolengo, los Manrique de Lara, que tenía suficientes credenciales en los campos de las armas y las letras, y él, por seguir la tradición, nunca dejó de curtirse en ambos frentes. Con una sólida formación humanística, se comprometió desde muy joven en las luchas contra los musulmanes y participó en campañas exitosas que le granjearon una fama sólida de buen militar. «Ni miento ni me arrepiento», dicen que era su lema. Participó en el asedio al castillo de Montizón, se alió con Isabel y Fernando en su lucha contra Juana la Beltraneja y consiguió levantar junto a su progenitor el asedio con que cercaban a Uclés el noble Juan Pacheco y el arzobispo Alfonso Carrillo de Acuña, a la sazón responsable de la diócesis toledana.

No son estas gestas, sin embargo, las responsables de que hoy le recordemos. Si en el fragor bélico fue un guerrero valeroso y estimado en su tiempo, no fueron menos apreciadas sus virtudes en el terreno de la lírica. No se caracterizó Manrique por su prolificidad —su obra poética apenas abarca unas cuarenta composiciones, la mayoría piezas de tipo burlesco, amoroso o doctrinal que no dejan de enmarcarse en los parámetros trovadorescos y satíricos de la época que le tocó en suerte—, pero de su pluma salió una obra maestra que no solo marcó un hito en la literatura de esos años imprecisos en los que la Edad Media languidecía y el Renacimiento estaba a punto de irrumpir por la puerta grande de la Historia, sino que extendió su influjo a lo largo y ancho de todos los siglos que estaban por venir. No se trataba de un poema burlesco, ni amoroso, ni doctrinal, sino de un canto funerario —lo que en aquella época se denominaba planto— que pergeñó en alabanza y recuerdo de aquél que le había dado la vida y a quien había visto fallecer en 1476, apenas tres años antes de que le tocara a él mismo decir adiós a este mundo.

Don Rodrigo Manrique, conde de Paredes de Nava, había sido maestre de la Orden de Santiago y, como se ha dicho, participó junto a su hijo Jorge en algunos combates. Se cree que falleció a causa de un cáncer que le desfiguró el rostro, y tal vez cuando su vástago se puso a componerle la célebre elegía lo hizo movido por un impulso premonitorio: los estudiosos tienden a pensar que los versos fueron escritos en vísperas de la batalla en la que acabó perdiendo la vida. Sea como fuere, ambos, padre e hijo, inscribieron su nombre con letras de oro en la posteridad gracias a un texto que, precisamente, da carta de naturaleza a esta y la presenta como una tercera vía alternativa al conocido y recurrente binomio que desde antiguo distinguía entre cuerpo y alma.

Las Coplas a la muerte de su padre —también conocidas como Coplas a la muerte del maestre don Rodrigo, cuando no se las denomina simple y llanamente Coplas de Jorge Manrique— se componen de cuarenta coplas de pie quebrado. Era esta una estrofa que se usó con frecuencia en el siglo XV y que inauguró Juan de Mena, pero a la que Manrique concedería tal notoriedad en su poema que desde entonces se la suele conocer como «copla manriqueña». Consiste en una pareja de sextillas cuyos versos tercero y sexto tienen cuatro sílabas, lo que los distingue del resto, octosílabos, y confiere al conjunto un ritmo peculiar. Pese al título, no todo el poema se dedica a glosar la figura del padre muerto. La composición, de hecho, se abre con trece coplas de pie quebrado que introducen el tema ocupándose de la fugacidad de la vida. Probablemente sean las más conocidas, aquellas de las que cualquier persona que haya cursado el bachillerato con un mínimo de interés podría recitar hoy determinados fragmentos sin mayor problema. Valga, como muestra, el inicio:

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el placer,
cómo después de acordado
da dolor,
cómo a nuestro parecer
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

O también:

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en el mar,
que es el morir:
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí, los ríos caudales,
allí, los otros, medianos
y más chicos;
allegados, son iguales,
los que viven por sus manos
y los ricos.

La siguiente tanda de coplas, de la XIV a la XXIV, se centra en una serie de ejemplos a lo expuesto en las anteriores para mostrar cómo hasta los protagonistas de las gestas más perdurables terminaron viendo cómo sus hazañas no les deparaban un final distinto al del resto de los hombres.

¿Qué se hizo el rey don Juan?
¿Los infantes de Aragón,
qué se hicieron?
¿Qué fue de tanto galán?
¿Qué fue de tanta invención
como truxieron?
Las justas y los torneos,
paramentos, bordaduras
y cimeras,
¿fueron sino devaneos?,
¿qué fueron sino verduras
de las eras?

¿Qué se hicieron las damas,
sus tocados, sus vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel dançar,
aquellas ropas chapadas
que traían?

Al fin, en la vigésima quinta copla, aparece la figura de don Rodrigo Manrique. Este tercer apartado de las Coplas se divide, a su vez, en dos partes. En la primera, el poeta dedica un elogio sincero y cuajado de ternura a su progenitor, a quien se presenta como un auténtico modelo de conducta, en el campo de batalla y en el ámbito familiar.

¡Qué amigo de sus amigos!
¡Qué señor para criados
y parientes!
¡Qué enemigo de enemigos!
¡Qué maestro de esforçados
y valientes!
¡Qué seso para discretos!
¡Qué gracia para donosos!
¡Qué razón!
¡Qué benigno a los sujetos,
y a los bravos y dañosos,
un león!

El obituario llega hasta la copla XXXIII. En ella, se introduce la que será la última parte del poema:

Después que puso la vida
tantas veces por su ley
al tablero,
después de tan bien servida
la corona de su rey
verdadero,
después de tanta hazaña
a que no puede bastar
cuenta cierta,
en la su villa de Ocaña,
vino la muerte a llamar
a su puerta.

Se entabla, a partir de ahí, un diálogo que la propia muerte mantiene con don Rodrigo Manrique antes de llevárselo, y no hay que aguardar mucho para que el texto llegue a su auténtico meollo, a aquello que, al margen de sus excelentes hechuras, le concede un lugar de honor en la historia de la literatura. Y es la muerte, como no podía ser de otra manera, la que trae el asunto a colación:

—No se os haga tan amarga
la batalla temerosa
que esperáis,
pues otra vida más larga,
de fama tan gloriosa
acá dexáis;
aunque esta vida de honor
tampoco no es eternal
ni verdadera,
mas con todo es muy mejor
que la otra temporal,
pereçedera.

Es decir, que si durante toda la Edad Media únicamente se habían alcanzado a contraponer dos vidas: la terrenal y la celeste, las Coplas a la muerte de su padre instauran una alternativa a ambas —o un punto intermedio entre las dos— que tiene que ver con la memoria que quedará en los demás de nuestras acciones una vez que nosotros no estemos ya en este mundo. Con esa fama que hará que don Rodrigo Manrique permanezca planeando cuando él ya no exista, gracias a los recuerdos y las palabras de quienes lo conocieron personalmente o supieron, por fuentes fidedignas, de sus gestas. La posteridad, en suma, que el difunto se había ganado con creces:

Y pues vos, claro varón,
tanta sangre derramastes
de paganos,
esperad el galardón
que en este mundo ganastes
por las manos;
y con esta confiança
y con la fe tan entera
que tenéis,
partid con buena esperança,
que esta otra vida tercera
ganaréis.

La última copla, y en particular sus tres últimos versos, demuestran cómo las palabras de la muerte son plenamente aceptadas por el propio Jorge Manrique y por quienes, como él, se ven acompañando a don Rodrigo en el lecho de muerte:

Así, con tal entender,
todos sentidos humanos
conservados,
cercado de su mujer
y de hijos y de hermanos
y criados,
dio el alma a quien se la dio,
el cual la ponga en el cielo
y en su gloria;
y aunque la vida murió,
nos dexó harto consuelo
su memoria.

La memoria de don Rodrigo quedó, así, a buen recaudo en los versos que le compuso su hijo. Quizá éste no llegó a barruntar que esos mismos versos conseguirían que, seis siglos después de su deceso, aún se recuerde su inmenso talento, por mucho que no quede el menor rastro de su sepultura ni se conozcan demasiados datos sobre su vida. No es extraño que la posteridad haya querido ser magnánima con Jorge Manrique: al fin y al cabo, la inventó él.

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