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martes, 28 de noviembre de 2023

Gnomeo y Julieta

 


Todavía no he empezado con Shakespeare en Literatura Universal y las alumnas ya están planteando nuevas miradas hacia las obras del bardo. Ayer, gracias a ellas, descubrí la película de animación, Gnomeo y Julieta, impagable documento. Una de las chicas me mostró algunas escenas y contó el argumento, maravilloso. Todo termina bien y los disparates son para enmarcarlos. Por supuesto, los protagonistas son gnomos: los Montesco, con capuz rojo; los Capuleto, con capuz azul. No tengo palabras (eso nunca lo habría dicho William, aunque él nunca tuvo la suerte de ver Gnomeo y Julieta). Esto ha superado todas mis expectativas. Los clásicos están vivos, muy vivos, tan vivos que uno de los Montesco (recordad, capuz rojo) lleva triquini, como los ingleses en Benidorm. Ella, Julieta, es una especie de guerrera ninja y el ama es una rana. ¡Ah!, y la música es de Elton John. ¿Hay quién dé más? No se me cuece el pan esperando a llegar al teatro barroco, no sé si voy a poder aguantar, lo mismo me salto la Edad Media y el Renacimiento, o, espera, también tengo la vida de Petrarca contada por verduras. No hay que precipitarse.   

lunes, 28 de agosto de 2023

"El buen europeo no tiene casa" por Jorge Freire




Nacido en Praga el 4 de septiembre de 1875, a Rainer Maria Rilke lo llamaban «el buen europeo». Por un lado, escribía en alemán y en francés; por otro, vivió en medio centenar de domicilios a lo largo y ancho del continente. El sentimiento de desarraigo lo acompañó toda la vida.

¿Es la infancia, como reza su frase más sobada, la única patria del hombre? La suya no fue especialmente feliz. Después de morir su hermana, su madre se empeñó en vestirlo de niña hasta los siete años, compensando con un exceso de mimos el fracaso de su matrimonio; a los once años, su padre lo envió a la academia militar, tratando de resarcirse del fracaso de su propia carrera en el ejército, lo que le proporcionó un «abecedario de horrores».

Pasó un año en Múnich, recién iniciada la veintena, so pretexto de terminar la carrera, cuando ya abrigaba el barrunto de que la poesía iba a ser su única ocupación. Allí conoció a Lou Andreas-Salomé, la mujer más determinante de su vida, que le sugirió que se psicoanalizase, buscase un empleo y se volviese, en resumidas cuentas, una persona normal. Fue Lou quien germanizó su nombre natal, René, como Rainer Maria. Nadie lo marcó tanto. Hasta su letra, que era inclinada y abigarrada, pasó a ser redondeada y clara, como la de ella.

Después vino el viaje a Italia, consignado en un Diario florentino que solo puede entenderse como prenda de amor, y la llegada a Berlín, donde vivía ella con su marido. Durante esos meses cruzaron bosques poblados de gamos y corzos, caminando siempre descalzos, tal y como prescribían las enseñanzas del doctor Andreas, con quien Lou llevaba casada una década, acaso sin consumar jamás el matrimonio.

Decía el poeta y filósofo Valverde que Rilke era un germano muy eslavo, y lo cierto es que no sintió lo que era la patria hasta que no franqueó la espesura de la taiga. En Rusia conoció al pintor Leonid Pasternak (su hijo, Borís, quien por entonces tenía nueve años, pero que, andando el tiempo, alcanzaría fama mundial por El doctor Zhivago, nunca olvidaría el encuentro) y a León Tolstói, con el que no terminó de entenderse. No debía de ser fácil el trato con el hiperestésico Rainer, presa de la abulia y de los bandazos somáticos de la creación poética (cada pieza que terminaba lo dejaba exánime); basta imaginar su estampa con el cuaderno de apuntes en el bolsillo de su chalequito de satén abotonado hasta el cuello para hacerse una idea de su carácter pintoresco. Pero siempre hay un roto para un descosido y hasta el propio Rilke, quintaesencia del desarraigado, halló una tierra en la que podría haber echado raíces.

Cuando llegó a París en 1902, con la intención de conocer al escultor Auguste Rodin, se encontró una ciudad llena de hospitales y moribundos. La experiencia le surtió de material para una novela que tituló inicialmente Diario de mi otro yo y que terminó convertida en esa obra fronteriza que es Los apuntes de Malte Laurids Brigge, un totum revolutum, compuesto de excursos filosóficos, bosquejos de poemas en prosa y anotaciones inclasificables. Por sus páginas desfilan santos, poetas y reyes locos. Después del Malte, Rilke sintió que ya estaba todo dicho, y hasta barajó la posibilidad de dejar la escritura y hacerse médico. Pero, en realidad, abandonó otras dos cosas: la prosa, que nunca volvería a retomar, y París; la Gran Guerra, que lo sorprendió en Alemania, le impidió volver a la Ciudad de la Luz.

A renglón seguido vinieron Capri, Venecia, Múnich y, por supuesto, el castillo de Duino. Después de más de una década documentándose, su travesía a España tenía que ser «el viaje de los viajes». Llegó a Toledo siguiendo el rastro del Greco y se llevó un chasco, pues la ciudad no se ajustaba a sus ideas preconcebidas. De su estancia en Ronda extrajo alguna que otra inspiración: por ejemplo, una cancioncilla infantil que escuchó en un convento de monjas y que, diez años después, escribiendo los Sonetos a Orfeo en la torre de Muzot, en el cantón suizo del Valais, le vendría súbitamente a las mientes e inspiraría el soneto XXI.

Son bien conocidas las reservas con que Rilke manejaba sus lances amorosos, tentándose la ropa antes de exponer sus sentimientos y haciéndose la víctima en muchas ocasiones. Hasta la princesa de Thurn y Taxis, propietaria del castillo de Duino, el fortín a orillas del Adriático donde Rilke escribió sus célebres Elegías, desistió de sus tentativas de emparejarlo con alguna joven triestina cuando, con cara de suplicio y lágrimas de cocodrilo, el «trasnochado donjuán» alegó que, si veía con frecuencia a la misma chica, corría el riesgo de acabar convirtiéndose en su esclavo. Su relación con Lou lo atestigua. Por eso es sorprendente que rompiese con tanta determinación su matrimonio con Clara Westhoff, con la que había tenido una hija siendo ambos muy jóvenes. Pero tiene su lógica si entendemos que, para Rilke, la literatura era una suerte de sacerdocio. «Si puedes vivir sin escribir —decía en sus Cartas a un joven poeta—, no escribas». La trashumancia era, al parecer, condición de posibilidad de la escritura.

Cuesta encontrar una gran ciudad europea en la que el «buen europeo» no residiese. Resulta paradójico, en consecuencia, que su viaje más determinante fuera un paseo breve. Una mañana de enero de 1912, bajando desde el castillo de Duino por el barranco que conducía a la playa Sistiana, en la costa adriática, Rilke escuchó una voz en su interior inquiriendo una pregunta: «¿Quién, si yo gritara, me escucharía en los celestes coros?». Pasaron diez años hasta que, presa de la inspiración, escribiese en unas semanas las Elegías de Duino, que se inician con dicha frase. Curiosamente, no las compuso en el castillo, sino en la vieja cabaña del guarda, en el interior del bosque, con la sola compañía de una mesita y una butaca.

Desconocemos en qué celestes coros pensaba el «buen europeo». Para algunos, se inspiraba en el «ángel meridiano» de la catedral de Chartres, al que había dedicado el primer grupo de sus Nuevos poemas; para otros, en el «ángel terrible» de la puerta del infierno, obra a la que su maestro Rodin dedicó treinta y siete años y que aun así dejó sin terminar; y, para otros, en las pinturas del Greco. Unos señalan la semejanza con el daena de la religión zoroástrica, y otros, con el malak coránico. Su identidad nos es indiferente, pero su figura, convertida en tópico, cae sobre la poesía de Rilke como una losa, y conduce a innumerables lecturas tópicas y simplificadoras. Fue Heidegger quien afirmó en «¿Y para qué poetas en tiempos de miseria?», ensayo contenido en Caminos de bosque, que la tarea del poeta es «prestar atención al rastro de los dioses huidos» y «preservar todavía la huella de lo sacro». Puestos a simplificar, uno diría que la obra de Heidegger, acaso el filósofo más importante del pasado siglo, no es más que una nota al pie de la poesía de Rilke.

Si nos resulta lejano el tiempo bíblico en que podíamos ver a los ángeles no es porque estos hayan huido, sino porque, al no resistir su presencia, hemos dejado de verlos. Como se lee en El libro de horas: «A dónde se han ido los días de Tobías, / cuando uno de los ángeles más deslumbrantes, / de pie junto a la sencilla puerta de la casa, / y algo disfrazado para el viaje, dejó de ser terrible». Según Henry Corbin, el mundo occidental perdió a sus ángeles cuando el mecanicismo cartesiano nos escindió en cuerpo y mente, condenándonos a andar sin rumbo, «en el vagabundeo y la perdición». Para el poeta Keats, la filosofía recortó las alas del ángel; de ahí que lamentase en su poema Lamia que se hubiera destejido el arco iris, como si, al enunciar la teoría corpuscular de la luz, Newton hubiera robado el enigma a un fenómeno que era mejor no comprender del todo.

La retórica del «desencantamiento del mundo», por decirlo con Weber, hunde sus raíces en una larga tradición surgida al rescoldo de la Revolución Industrial. No han sido pocos los autores que, desde entonces, han tratado de convencernos de que el precio del progreso es la pérdida del sentido. Argumentan que la misma técnica que nos ha permitido medir y pesar el mundo es la misma que nos distancia de él, convirtiéndolo en una suerte de mariposa clavada en el alfiler, fácilmente analizable pero carente de vida. Toda tentativa de ilustración es, en último término, una suerte de desencantamiento. Abierta la tramoya de par en par, contemplamos las bielas y los pistones que accionan el decorado, y, en ese momento, el misterio se desvanece. Pero Rilke, a despecho de lo que sostienen muchos de sus exégetas, no es el enésimo defensor del desencantamiento, sino todo lo contrario.

Como nos sugieren sus versos, acaso el desarraigo sea la condición natural del ser humano. Dice la séptima elegía: «Cada giro apagado del mundo deja tales desheredados, / a quienes no les pertenece lo anterior ni todavía lo próximo. / Porque también lo próximo es distante para los humanos». Dos décadas atrás había escrito en «Día de otoño», incluido en El libro de las imágenes: «Quien ya no tiene casa, no la construirá. / Quien ahora está solo, lo estará mucho tiempo». Pero la obra de Rilke, como no nos enseñan las Elegías, sino su relativa continuación, los Sonetos a Orfeo, no es sino una tentativa de ofrecer un nuevo arraigo.

¿No fue la búsqueda de un sustrato firme, un arraigo que la cosmopolita Praga le había negado, lo que lo movió a afirmarse descendiente de una noble estirpe establecida en la región de Carintia en el siglo XIII, proclamando así sus vínculos con lo habsburgués? Su apellido procedía, en realidad, de unos campesinos llegados a Bohemia cuatro siglos más tarde, pero esto no le impidió grabar en su tumba un escudo de armas inventado por él mismo. No es casualidad que el árbol genealógico descrito en el soneto XVII (las ramas se quiebran, sin embargo, todavía. / Pero apenas llegada una arriba, / ella se curva en forma de lira) adoptase la forma del instrumento de Orfeo. ¿Hay raíces más vigorosas que las que riega «el dios-río de la sangre»?

Arraiga quien percibe la melodía órfica que lo incluye todo, tanto a los vivos como a los muertos. «Un dios lo puede. Pero, dime, ¿cómo / podrá seguirlo un hombre por la angosta lira?». Mirando al lado en sombra. La poesía de Rilke, que es una afirmación radical de la existencia, agarra al lector de la solapa y le conmina a dejar huir del sufrimiento, aceptándolo por completo; a acoger la percepción de los sentidos en el espíritu y lo invisible en lo visible. Como reza el celebérrimo final del soneto XIX: «solo el canto sobre la tierra / santifica y celebra».

En resumidas cuentas, arraiga quien se afianza en lo profundo. «Quien sepa de las raíces del sauce —dice el soneto VI— será más apto para doblar sus ramas». Orfeo, merced a su sacrificio, permite que oigamos su melodía. «Y todo calló. Pero aún en el callar hubo / un nuevo comienzo, un cambio, una señal». Solo tras la muerte vibra la lira: tras la muerte del propio músico, desmembrado por las ménades, ofendidas por sus constantes desaires, en efecto; pero también antes, tras la muerte de Eurídice, a la que ve morir dos veces. «No temáis sufrir y lo que pesa / devolvedlo pues al peso de la tierra». Acaso la trascendencia se dé en vida, y no después de la muerte, pues el sujeto se trasciende a sí mismo no con su propia muerte, sino con la de los que lo rodean.

Ahora bien, ¿cuánta verdad —por decirlo con Nietzsche— puede afrontar el espíritu? «No es que tú puedas soportar / la voz de Dios, ni mucho menos. Pero escucha el soplo, / el mensaje incesante que se forma en el silencio». ¿Cómo? Mirando como el ángel. Es decir, abriendo los ojos de par en par y mirando al interior («En ningún lugar, amada, habrá mundo si no es dentro»). Recuérdese la respuesta de Rilke al poeta en agraz que le pregunta por la calidad de sus versos: «Mira usted hacia fuera, y eso, sobre todo, no debería hacerlo ahora. Nadie puede aconsejarle, ni nadie, ayudarle. Hay solo un único medio. Está en usted. Examine ese fundamento que usted llama escribir; ponga a prueba si extiende sus raíces hasta el lugar más profundo del corazón».

Rilke vivió por y para la poesía. La rosa, que es la flor de los poetas, le enseñó que no hay frontera entre apariencia y realidad, como no la hay entre cuerpo y vestido: «pero cada uno de tus pétalos evita / y al mismo tiempo niega toda vestidura». Carácter es destino: fue precisamente la espina de una rosa lo que puso término a su vida. Una mañana de octubre de 1926 quiso cortar una rosa para una amiga egipcia y se pinchó con una espina; la herida se infectó y, para Rilke, muy débil por la leucemia, eso fue fatal. En su epitafio se puede leer: «Oh, tú, rosa, pura contradicción, placer de no ser el sueño de nadie bajo los párpados». Pura contradicción, en efecto, por la que el buen europeo no tiene casa.

martes, 7 de febrero de 2023

Shakespeare y sus traductores

Leemos fragmentos de Hamlet. Estela (el sepulturero) canta con gracia al sacar de la fosa la calavera de Yorik (con más gracia que tiene la traducción). Mónica (Hamlet) habla como moribundo (y es muy creíble), porque ya ha sonado el timbre del cambio de hora y el monólogo no acaba. El "ser o no ser" de esta versión coja es difícil de trasegar para almas tan efervescentes. De todas formas, los asuntos de fantasmas, amores contrariados que acaban en suicidio, el verbo fácil y la sangre final (sobre todo la sangre) captan la atención de todo tipo de público, ya sea del siglo XVII o del XXI, ya sean viejos varados o adolescentes en desarrollo, pese al traductor y a las hojas mal fotocopiadas. Por qué utilizar palabras como "tórnanse, aléjase, arteros, cholla..." Ya sé, porque la intención última es que hagamos un ejercicio de traducción propia, una versión rural y moderna del drama. Y hacia ella vamos.      

martes, 29 de noviembre de 2022

"Dostoievski, el poder del espíritu" por Rafael Narbona



Nabokov no comprendía a Dostoievski. Opinaba que sus novelas solo eran una deplorable combinación de caos y sentimentalismo. No soportaba su fervor religioso y su exaltación del pueblo ruso. A veces, las grandes antipatías surgen de secretas afinidades u obsesiones comunes. Nabokov y Dostoievski se asomaron a los mismos abismos: las pasiones desordenadas, las miserias de la razón, la impotencia ante la vida, el tacto áspero de la muerte, el filo acerado de las ideas.

Nabokov respondió a esos desafíos con escepticismo y desencanto, buscando en la literatura el orden que no apreciaba en el universo. La belleza le parecía el único consuelo al que se podía apelar desde la razón. En cambio, Dostoievski se refugió en la tradición y la fe. Responsabilizó a Occidente de propagar el nihilismo y la desesperanza, afirmando que solo el alma rusa, fiel a las enseñanzas del cristianismo primitivo, podía ofrecer una alternativa saludable a una humanidad sumida en la angustia y el miedo.
El tiempo parece haberle dado la razón a Nabokov, pero se trata de una victoria amarga, pues el desencantamiento del mundo ha producido un infortunio colosal. El hombre ha interiorizado que solo es una mota insignificante en un cosmos frío e indiferente y no percibe otro horizonte que la nada. El refinado y cínico Humbert Humbert se mofa del Príncipe Myshkin, un "idiota" que intentó obrar éticamente y al que la historia ha vapuleado sin compasión. Los libertinos han silenciado a los santos, celebrando el placer y el instante.


La carcajada estridente del Marqués de Sade es la melodía triunfante de nuestro tiempo. Nabokov no ha cesado de coleccionar "nínfulas", criaturas tan frágiles como esas mariposas que cazaba con su red y clavaba en un cartón. En cuanto a Dostoievski, se reconoce su genio literario, pero se escarnecen sus ideas. Arrodillado ante un icono, su imagen parece tan anacrónica como las reliquias de un viejo monasterio ortodoxo.

"Si Dios no existe, todo está permitido", sostiene Iván Karamázov. El actual concepto de la ética repudia esa reflexión, pues presupone que la moral es autónoma y no necesita un fundamento sobrenatural. La autonomía es un principio líquido que abona una perspectiva relativista. Si la razón humana es la única legisladora, ¿qué impide que los valores se desplacen o inviertan según las épocas? Para los héroes de la Ilíada, rematar al adversario herido y vencido no era una abominación, sino un acto virtuoso. Aquiles se compadece de Príamo, pero no lo hace por razones sentimentales.

En el mundo antiguo, perdonar al enemigo derrotado acredita magnanimidad, grandeza, no compasión. El perdón implica poder, magnificencia. Es un lujo, casi un despilfarro. No está al alcance de los débiles. Es una prerrogativa exclusiva de los grandes caudillos. Es lo que intenta explicarle Oskar Schindler al brutal Amon Göth, comandante del campo de concentración de Plaszow, en la famosa película de Steven Spielberg, pero el oficial nazi prefiere continuar satisfaciendo su instinto criminal.

Nietzsche consideraba que la magnanimidad era superior a la compasión. Su filosofía es un intento de restaurar la moral de Odiseo, Aquiles y Áyax el Grande. El superhombre es magnánimo, pero no compasivo. El filósofo alemán admiraba a Dostoievski por su intuición psicológica, por su capacidad de describir el paisaje interior de un hombre atormentado, por su recreación del resentimiento, la impotencia y el nihilismo. Estaba de acuerdo en que si Dios no existía, todo estaba permitido, pero no le desagradaba que fuera así, pues pensaba que la legitimidad de la moral procedía de la fuerza y no de sentimentalismos decadentes y opuestos al sentido ascendente de la vida.

Nabokov no es un filósofo, pero comparte con Nietzsche el desprecio por la tradición judeocristiana. No piensa que el hombre sea algo sagrado. No pretende invertir los valores. Simplemente, cree que no existen. Humbert Humbert deshumaniza a Lolita sin que le estorbe la mala conciencia. En cierta manera, es el heredero del Marqués de Sade, pues interpreta la vida como juego, exceso, éxtasis. Ni siquiera está cerca de Raskólnikov, pues este mata a la usurera para liberar a su hermana de un matrimonio indigno. Lolita no es simplemente una víctima. Simboliza la destrucción de la inocencia en un entorno contaminado por la frivolidad, el hastío y el cinismo.

En Los demonios, Dostoievski también aborda el tema de la inocencia profanada, pero no desde la perspectiva de Nabokov, sino desde el prisma de Nietzsche. Stavroguin viola a Matryosha, una niña de once años —la edad de Lolita— para demostrar que puede usurpar el lugar de Dios, decidiendo sobre la vida y la muerte de los otros. No acepta ningún mandato externo, pues cree en la autonomía absoluta de su voluntad. No comete su crimen con placer morboso, como Humbert Humbert, sino con desgana y hastío. "Su malignidad —explica Dostoievski— era fría, tranquila y, si se puede decir así, racional; por tanto, la más repugnante y terrible de entre todas las posibilidades". Su regla de oro es que no existen ni el bien ni el mal. Las categorías morales solo son prejuicios. Sin embargo, no puede evitar sentir lástima por su víctima, un sentimiento que lo enloquece y acaba llevándolo al suicidio. Humbert Humbert jamás conocerá el remordimiento. Solo le aflige la frustración de haber perdido a Lolita y, lejos de quitarse la vida, asesinará a Clare Quilty, otro perverso y el hombre que le ha arrebatado a su "nínfula".

Stavroguin pertenece a esa aristocracia educada en Occidente incapaz de comprender el alma del pueblo ruso. Por el contrario, María Lebyadkin, su esposa enferma y virginal, encarna las virtudes de ese pueblo desdeñado por los intelectuales y las clases altas. Inocente y sin malicia, su religiosidad desprende una sabiduría ancestral. Para ella, "la Madre de Dios es la gran madre, la tierra húmeda".

La obligación del ser humano es cuidar y cultivar esa tierra para que proporcione frutos. Para Dostoievski, la salvación de la humanidad solo puede venir de la fe sencilla del pueblo, que inspira hermosos gestos como la de esa niña de diez años que le dio una limosna cuando se hallaba deportado en Siberia y tiritaba de frío en una estación de tren en compañía de otros condenados. Conmovida por su miseria, la niña, una pobre campesina, se desprendió de una moneda, depositándola en su mano y le dijo: "Por el amor de Cristo".

En la estepa, Dostoievski aprendió que cuando el hombre pierde toda esperanza, se convierte en un ser abyecto o muere de dolor. Hijo de su siglo, todas las dudas y vacilaciones se disolvieron con el hambre, el frío y los malos tratos. Su conversión no se debió a una convicción racional, sino a un impulso del corazón semejante al de Kierkegaard, que descartó la posibilidad de la certeza en el terreno de lo espiritual. "Si alguien me demostrase que Cristo está fuera de la verdad, y que, en realidad, la verdad está fuera de Cristo —escribe Dostoievski—, entonces preferiría quedarme con Cristo antes que con la verdad".

Nabokov detestaba ese razonamiento, pues no creía en Cristo ni en la verdad. Al igual que Stavroguin, pertenecía a la élite educada en la cultura occidental. Con Humbert Humbert no quiso desafiar a Dios, sino mostrar cómo era el mundo realmente: un teatro donde no hay reglas morales universales ni permanentes, sino juegos perversos. Como Sartre, opina que el amor es una ilusión. Solo existe el deseo, que nos cosifica. De ahí que los otros sean el infierno.

Su mirada nos deshumaniza, pues solo aspira a la dominación y el sometimiento. Lolita es el ser humano abandonado a su suerte, una criatura a la que le han despojado brutalmente de su inocencia y que ya no espera nada de sus semejantes. De hecho, acabará asumiendo el cinismo de los adultos que han abusado de ella.

Dostoievski advirtió que la razón escondía grandes peligros. Stavroguin se convierte en un violador por un exceso de racionalidad. Humbert Humbert no parece tan racional, pero en el fondo comparte la convicción de que el bien y el mal son conceptos relativos y, por tanto, intercambiables. Dostoievski, al que se lee sobre todo por sus dotes como psicólogo y su capacidad para recrear experiencias como la soledad, la locura o el desamparo, prefirió dejar de lado la razón y confiar en el poder del espíritu.

Su fe siempre soportó el acecho de la duda, como cuando contempló en Basilea el Cristo muerto de Hans Holbein y casi sufrió una crisis epiléptica, pues solo advirtió en la imagen impotencia, dolor y miseria. Sin embargo, luchó contra esa impresión y prefirió aferrarse a la idea de que Cristo realmente era el camino, la verdad y la vida.

En nuestros días, el materialismo parece haber derrotado al espíritu, pero esa victoria no ha traído paz, sino desesperación. Sartre, Camus, Cioran, no ofrecen al ser humano otra salida que la náusea, el pesimismo o el sarcasmo. Dostoievski, con su mensaje de fe y esperanza, tal vez resulte incomprensible o irritante para los que reducen la verdad a evidencias empíricas, pero aún sigue reconfortando el alma de los que no pueden aceptar la idea de que el hombre solo sea un ser para la muerte.

martes, 22 de noviembre de 2022

"William Shakespeare, poeta del caos" por Rafael Narbona



Al leer a Shakespeare se experimentan las mismas sensaciones que al adentrarse en un texto sagrado: temor, perplejidad, asombro, espanto. Parece que todo aconteciera por primera vez, que cada historia fuera el principio de una cadena infinita, que la locura, lejos de ser una desgracia humana, constituyera una de las fuerzas del universo. Las historias de Shakespeare no están sujetas a las servidumbres del tiempo y el espacio. Ostentan la extraña perennidad de los mitos, capaces de conmover indistintamente a todos los hombres. La gloria de los clásicos depende de su capacidad de estar asociados a una imagen.

Cervantes es inseparable del hidalgo enloquecido que embiste a los molinos. No podemos pensar en Dante sin evocar los nueve círculos del Infierno. Homero nos trae a la mente la cólera de Aquiles y la ira del cíclope. Shakespeare ha creado una imagen que abarca toda la aventura de la conciencia humana. Somos el único animal que piensa en su muerte y se plantea si la vida es un don o una horrible condena.
Hamlet, daga en mano, preguntándose si merece la pena existir o no, si es razonable aguantar el infortunio o ponerle fin con un gesto letal, simboliza la anomalía de nuestra especie. Hace tiempo que dejamos de obrar solo por instinto, pero no estamos seguros de que ese salto haya constituido un progreso o una maldición. ¿Estamos más cerca del cielo o del infierno que un gato dormido al sol?

El ser humano actúa presuntamente impulsado por la razón, pero Shakespeare nos muestra que a menudo las pasiones eclipsan nuestro juicio. Otelo mata a Desdémona sin pruebas inequívocas de su deslealtad. El rey Lear reparte su reino entre sus hijas, a pesar de que eso significa quedar expuesto a las aristas de la ingratitud filial. Romeo y Julieta se enamoran, sin ignorar que su idilio puede desembocar en una orgía de sangre, pues sus familias están mortalmente enemistadas.

Shakespeare nos enseña que hay una violencia desatada por las pasiones, turbia y brutal, pero hay otra violencia peor, la violencia inspirada por la ambición. Lucifer se rebeló contra Dios porque anhelaba usurpar su poder. Destruyó la armonía del Paraíso Celestial, corrompiendo a otros ángeles, que se aliaron con él para asaltar el trono del Padre. Ese lejano intento de parricidio –Lucifer intentó matar a Dios, su creador– es el arquetipo de otras acciones similares: Edipo matando a su padre en un cruce de caminos, el bastardo Smerdiakov acabando con la vida de Fiódor Karamázov, Lord Macbeth asesinando al rey Duncan mientras duerme.

En Macbeth, Shakespeare nos revela que matar al padre –un rey lo era hasta que Luis XVI fue ejecutado como un vulgar criminal– altera el equilibrio del cosmos. El cielo se oscurece, los campos fértiles se convierten en yermos, la primavera se ausenta, la razón zozobra como un barco que se estrella contra los arrecifes. El caldero de las brujas que encienden la hybris de Lord Macbeth, presagiándole que será rey, desprende una niebla espesa que sepulta el reino de Escocia y que no retrocederá hasta que el bosque de Birnan comienza a reptar por los montes de Dunsinane.

Lady Macbeth instiga a su marido a traicionar a Duncan, sin sospechar que el crimen abrirá las puertas de la locura. Lord Macbeth no podrá dormir ni descansar. Al matar a Duncan, ha matado al sueño, a la paz, a la serenidad. Su mujer descubrirá que sus propias manos se han teñido de sangre y que nada puede limpiarlas. Shakespeare es el poeta del caos, el cronista de la oscuridad y el mal, el testigo de la interminable caída del hombre en una culpa sin expectativas de redención.


Hasta la aparición de Dostoievski, ningún escritor se aventurará en un territorio tan sombrío. Sus tragedias son auténticos descensos a los infiernos, con tramas salpicadas de asesinatos, traiciones, suicidios y arrebatos de locura. Shakespeare se interesa por la historia y la política. Dostoievski prefiere circunscribirse a las cuestiones morales y religiosas. Ambos estudian la psicología humana, pero con una importante diferencia: Dostoievski nunca priva a sus personajes del hilo de la esperanza, por tenue que sea. En cambio, Shakespeare deja al hombre a la intemperie.

Los dioses no son benévolos, sino crueles y despectivos. Disfrutan con nuestro sufrimiento. Incluso lo provocan para aliviar su tedio. No les preocupa la justicia ni la equidad. Shakespeare no es un autor cristiano. Su perspectiva coincide con la de los trágicos griegos. No hay que esperar nada del cielo. Es absurdo presentar a los dioses como los padres de la humanidad. Shakespeare es despiadado con sus criaturas. Ni siquiera recurre al "Deus ex machina" para salvarlos de su amargo destino.

Eurípides se compadece hasta de Medea, invocando a Helios para que le envíe su carro y poder huir de la ira de Creonte y Jasón. Podría castigarla, pues ha matado a sus hijos y se lo merece, pero elige la clemencia. Shakespeare obra de otra manera. No ahorra al rey Lear el horrible sufrimiento de perder a Cordelia, ahorcada en un calabozo cuando estaba a punto de recuperar el poder y resarcir la injusticia que había cometido con ella, acusándola de mala hija por aconsejarle que no se despojara de su reino y lo dividiera entre sus herederos.

¿Quién era realmente Shakespeare? ¿El humilde palafrenero con escasos conocimientos de latín que acabó siendo actor, autor y propietario de una compañía de teatro? ¿Fue tan deficiente la formación de Shakespeare y tan humildes sus orígenes? Hoy sabemos que Shakespeare fue hijo de un próspero comerciante de lana que ocupó un alto cargo del gobierno local. Gracias a eso, adquirió el derecho de estudiar en el Stratford Grammar School, un centro bastante riguroso que instruía a sus alumnos en gramática y literatura latinas. No hay ningún documento que acredite la asistencia de Shakespeare a esta escuela, pero su conocimiento de las obras de Esopo, Ovidio y Virgilio, algo que puede apreciarse en sus dramas, avala esta hipótesis.


Los escépticos han apuntado que el verdadero autor del corpus shakesperiano fue un grupo de pensadores dirigidos por Francis Bacon, Walter Raleigh y Edmund Spenser. Otros han señalado como posibles autores a Christopher Marlowe, Edward de Vere, decimoséptimo conde de Oxford, o incluso a lady Mary Sidney, condesa de Pembroke. Todas estas teorías no parecen muy creíbles. Al margen de esta polémica, sabemos algo con seguridad sobre la pluma que alumbró Hamlet, Macbeth, El rey Lear o La tempestad. Dudaba de la existencia del Dios cristiano, pero había algo que le aterraba más: la posibilidad de que no existiera y el mundo solo fuera el cuento de un idiota, una historia sin significado llena de ruido y furia.

Shakespeare fue un hombre atormentado. Sus comedias evidencian que no carecía de sentido del humor, pero su interpretación del universo se parece a la de Pascal: vivimos suspendidos sobre un abismo, amenazados por el frío, el silencio y la oscuridad. Pascal halló consuelo en la fe; Shakespeare, incapaz de creer en la misericordia de un Dios bueno, se limitó a deambular por un páramo umbrío y lluvioso, acompañando al rey Lear y su bufón, abrumado por la sospecha de ser la pesadilla de un aciago demiurgo.

lunes, 14 de febrero de 2022

"El oficio de leer" por Andrea Calamari



«Alguien escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas», dice Ricardo Piglia.

Barthes dice que hay libros para leer en el escritorio y libros para leer en la cama. Tener los pies en alto, dice Calvino, es la primera condición para disfrutar de la lectura.

La lectura puede medirse en páginas, en capítulos, en poemas, en minutos o en horas. La lectura veloz apareció alrededor de la mitad del siglo XX cuando la maestra estadounidense Evelyn Wood popularizó y vendió su método para leer hasta cinco mil palabras por minuto cuando lo normal son trescientas.

A razón de trescientas palabras por minuto, se calculan las horas que lleva leer cada novela: Lolita: 6:26, Madame Bovary: 8:43; El amante: 1:00; Guerra y paz: 32:63.

Shakespeare leía en latín porque el inglés estaba prohibido. Walt Whitman iba al aire libre y se tiraba sobre la hierba cada vez que sentía ganas de leer a Shakespeare.

«Desocupado lector». Así empieza el Quijote, que es un libro sobre leer y escribir. El protagonista no es solo el hidalgo ingenioso de un lugar de La Mancha, sino también el narrador que no quiere acordarse del nombre de ese lugar de La Mancha.

En el mundo de Tlön se lee lo real perturbado y contaminado por la ficción. Erik Lönnrot, detective, solo cree en lo que lee y, porque no conoce otro modo de acceder a la verdad que la lectura, se equivoca y va hacia la muerte. Borges, que pensó a Tlön y también a Lönnrot, prefiere leer a escribir.

Virginia Woolf leyó todos los libros de la biblioteca de su padre, en su casa, mientras sus hermanos iban a Cambridge.

«No es apropiado que las niñas aprendan a leer y a escribir a menos que deseen hacerse monjas, porque, de lo contrario, al alcanzar la mayoría de edad, podrían escribir o recibir cartas de amor», escribió Felipe de Novara en el siglo XV.

La única referencia a la escritura que hay en Homero está en el canto VI de la Ilíada, entre los versos 165 y 170. Es una acusación contra un hombre por escribir: «Lo envió a Licia y le entregó luctuosos signos, mortíferos la mayoría, que había grabado en una tablilla doble».

Se supone que Dante empezó a escribir el Infierno en 1304, el Purgatorio en 1313 y el Paraíso en 1316. No hay evidencia. Tampoco queda una sola línea escrita por la mano de Dante, aunque dicen que tenía «una delgada y exquisita caligrafía».

Petrarca les escribía cartas a los escritores muertos. Uno de los que más le respondía era san Agustín.

Stendhal pasó diez años sin escribir. Esperaba la inspiración.

Cuando Barthes trabajaba en el campo, se distraía y no lograba la misma concentración que en su estudio en la ciudad: «Las distracciones que me suscito cada cinco minutos son las siguientes: vaporizar una mosca, cortarme las uñas, comerme una ciruela, ir a mear». A estos devaneos Barthes los llamaba mariposear.

Robert Walser escribía que no se podía escribir.

Fernando António Nogueira Pessoa publicó un solo libro en toda su vida: Mensaje. Su biografía dice que no dejó descendientes ni bienes ni testamento. No tuvo mujer ni casa ni diploma. Su certificado de defunción decía «escritor». Para ahorrarse el esfuerzo y la molestia de vivir, Pessoa inventó escritores que escribían por él: Álvaro de Campos, Bernardo Soares, Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Vicente Guedes.

Gustave Flaubert pasó toda su vida haciendo frases. Las escribe, las corrige, agota semanas buscando la forma exacta. Sueña con escribir un libro acerca de nada, sin pretextos exteriores, que se sostenga en pie solo por la fuerza del estilo.

John Ashbery no corrige sus poemas; sería una pérdida de tiempo, dice. Los poemas, para Ashbery, no son sagrados y entonces los ensucia.

Kafka soñaba que leía a Flaubert. Describe el sueño en su diario: está en una sala colmada de gente en un podio, toma un ejemplar de La educación sentimental y lo lee completo en voz alta. No hay una sola interrupción.

Kafka pidió que nunca bajo ninguna circunstancia se represente con imágenes el insecto Ungeziefer en el que se convirtió Gregor Samsa.

Vladimir Nabokov es aficionado a la entomología e intenta dilucidar en qué tipo de insecto se ha transformado Gregor Samsa. Concluye que es un artrópodo. Nabokov fue siguiendo las pistas de la narración —múltiples patas, abdomen convexo, caparazón, mandíbula, espalda redondeada— hasta terminar con un boceto del insecto, una especie de escarabajo.

Gregor Samsa nunca llegó a saber que tenía alas bajo la cubierta dura de su espalda.

Después de leer Ulises y Finnegans Wake, Samuel Beckett sufrió un caso de angustia de influencia. Dejó de escribir en inglés y se pasó al francés para no tener que tocar el mismo instrumento que Joyce.

Virginia Woolf leyó a Joyce, pero no le gustó demasiado, aunque se ocupó de publicarlo en Londres. Cuando leyó a Proust se sintió desanimada: después de eso a ella no le queda nada bueno por escribir. Se cartea con Katherine Mansfield y compiten en silencio. Con Eliot compiten en voz alta.

Los amigos de T. S. Eliot hicieron una colecta para que él pueda dejar su empleo en el Lloyds Bank de Londres y se dedique a escribir. Entre sus amigos estaban Virginia Woolf, James Joyce, Ezra Pound.

Pound ayudó a Joyce con la escritura de Retrato del artista adolescente y a Eliot con La tierra baldía, un poema collage hecho de citas, referencias, restos y pedazos de otras cosas. A Ezra Pound le gusta el saqueo literario.

Los escritores amigos de Pound testificaron que estaba loco para salvarlo de la horca a la que se había acercado demasiado por su devoción a Mussolini. Vivió doce años en un manicomio, escribiendo.

William Faulkner fue piloto durante la Gran Guerra, Ernest Hemingway y John Dos Passos conducían ambulancias, Francis Scott Fitzgerald participó del desembarco del Día D.

Entre los antiguos celtas, cuando dos ejércitos libraban una batalla, los poetas de ambos bandos se retiraban juntos a una colina y allí discutían la lucha, cavilosamente.

Terminadas las guerras florecen los poetas. Natalia Ginzburg dice que después de la guerra todos en Italia creían ser poetas, pero confundían el lenguaje de la política con el de la poesía, que son dos lenguajes bien diferentes.

En la libreta de apuntes de Walt Whitman encontraron restos de su sangre, testimonio de su trabajo como voluntario durante la guerra.

Desde 1925 Adolf Hitler, en su declaración de impuestos, en el casillero de la profesión ponía: «escritor». Había publicado Mein Kampf, fue un best seller, pero con los años el autor cambió de profesión y dejó de escribir.

Albert Einstein escribió un poema en el que las estrellas, sin preocuparse por la teoría de la relatividad, siguen su camino de acuerdo con los planes de Newton.

A los treinta y un años Herman Melville llegó a la conclusión de que había fracasado como escritor.

Rimbaud dejó de escribir a los diecinueve años.

Rilke le escribió al joven poeta que solo debe escribir si la perspectiva de no hacerlo se correspondiera con la muerte: «Si tendría que morirse en cuanto ya no le fuese permitido escribir».

El joven René Guy Cadou soñaba con ser escritor, vivía obsesionado con la vida de los escritores, pero de su pluma no salía una sola línea decente. Antes de morir tomó la precaución de dejar escrito su propio epitafio y esas palabras se convirtieron en sus obras completas.

Durante el Renacimiento, Lodovico Castelvetro diseñó una máquina para estructurar argumentos a partir de cualquier premisa dada. Tenía cuatro ruedas con distintas posiciones: la rueda de los sujetos, la de los predicados, la de las relaciones y la de las preguntas. Cada punto de cada rueda podía convertirse en el punto inicial de una nueva búsqueda. La llamaban la máquina retórica.

En el siglo XV lapuntuaciónseguíasiendoerráticalaspalabrasseescribíansinseparación y las Mayúsculas se usaban de Forma incoherente.

Según los registros históricos, el 11 de marzo de 105 e. c., el eunuco Cai Lun le presentó una novedad a su emperador He de Han: el papel.

«Si, en el momento de sentarse a leer, se suspendiera la publicación de libros, [un lector] necesitaría trescientos mil años para leer los ya publicados. Si se limitara a leer la lista de autores y títulos, necesitaría casi veinte años», dice Gabriel Zaid en Los demasiados libros.

Los lectores de Fahrenheit 451 habían memorizado los libros y resistían en el bosque a la espera de momentos más propicios para la literatura.

Pessoa escribía fragmentos y dejaba espacios entre ellos para rellenarlos después con palabras, frases o párrafos enteros. Los fragmentos fueron encontrados en un baúl y los espacios los completó todos el lector, que es uno y es múltiple.

«Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual», escribió Borges en 1935.

A Borges le gustaban las enciclopedias. A Wystan Hugh Auden le gustaba leer el diccionario, decía que sería el libro perfecto para llevarse a una isla desierta. Ricardo Piglia, en cambio, creía que el único libro útil en una isla desierta sería un manual con las indicaciones para construir una balsa.

Alonso Quijano se volvió loco de tanto leer.

Cuando David Markson leyó Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, se creyó loco: estaba seguro de haberlo escrito él mismo. Se obsesionó, se hizo amigo de Lowry y se mudó a México para imitar al personaje protagonista.

«No se inventa nada. Solo pequeñísimas variaciones de lo ya dicho, visto, oído, leído, escrito, olvidado», dijo Augusto Roa Bastos.

Markson pasó gran parte de su vida en bibliotecas y librerías, acumulando citas. Con eso escribió una novela que no es una novela. Su cita preferida era de Jules Renard: «Escribir es la única profesión en la que nadie te considera ridículo si no ganas dinero».

Cuando Pierre Menard se puso a escribir un libro no quería uno cualquiera, quería el Quijote. Lo quería idéntico, palabra por palabra. Para lograrlo, emprendió la tarea de olvidar todo lo acontecido entre 1602 y 1918. Y así le salió el Quijote, como si fuera Cervantes, pero sin copiarlo.

sábado, 5 de febrero de 2022

"La cumbre de este día" por Antonio Muñoz Molina




En un capítulo crucial de Ulises hay una referencia a Cervantes, una intuición de algo que surge y desaparece en el gran torrente verbal: “Le recuerdan a uno a Don Quijote y a Sancho Panza. Nuestro poema épico nacional todavía tiene que ser escrito… Un caballero de la Triste Figura aquí en Dublín… ¿Y su Dulcinea?”. El capítulo es una conversación tumultuosa y a ratos exasperante en la Biblioteca Nacional de Dublín, una de esas diatribas de gandules charlatanes que atraviesan la novela, centrada en este caso en la teoría del joven Stephen Dedalus sobre Shakespeare y Hamlet, sobre la autoría y la paternidad. En la conciencia de Dedalus, sus propias divagaciones tortuosas se confunden con las voces de quienes le rodean; su brillantez intelectual, inseparable de la arrogancia juvenil, contrasta con un estado de penuria absoluta, zapatos con agujeros, calcetines rotos, pantalones prestados. Stephen Dedalus es muy pobre, muy inteligente, muy pedante. Por eso los pasajes de la novela narrados desde su punto de vista son con frecuencia los más difíciles, irritantes incluso, de la manera en que puede ser irritante una persona joven muy centrada en sí misma, embriagada de su propia agudeza verbal, recreándose siempre en el más difícil todavía de sus elucubraciones. Mientras Stephen Dedalus deja embobados a sus interlocutores con sus acrobacias eruditas, en las que sin embargo hay siempre un hilo de verdad, una figura aparece y desaparece, igual que la referencia cervantina: ha pasado por esos despachos de la Biblioteca Nacional alguien a quien se menciona pero no se nombra, una visita que el lector atento reconoce, el señor Leopold Bloom, con quien el joven Dedalus va a encontrarse muchas horas más tarde, aunque ahora ninguno de los dos lo sabe. “Ahora” son poco más de las dos de la tarde, en este 16 de junio, y el encuentro de Dedalus y Bloom sucederá bien entrada la noche.

“Los hechos futuros proyectan antes sus sombras”, dice Joyce. Gracias a esa referencia a Don Quijote comprendemos que es Bloom el caballero de la Triste Figura que anda por Dublín vestido de negro: ha ido esta mañana al entierro de un conocido, y no puede volver a casa a cambiarse de ropa porque sabe que este es el día en que su mujer se ha citado en ella con un amante: Dulcinea tan carnal como Aldonza Lorenzo y Penélope infiel, pero no por eso menos amada o deseada, invocada a cada momento en recuerdos de una ternura antigua malograda por la pérdida de un hijo y tal vez por el simple desgaste del tiempo.
El Ulises no es un ejercicio cerebral y también impenetrable de experimentación literaria, al alcance exclusivo de escritores y críticos selectos y profesores universitarios de máxima erudición. Ulises es una novela tan populosa de personajes como Don Quijote de La Mancha o los Pickwick Papers, tan llena de voces y de peripecias como ellas, tan volcada en la celebración de lo real, aunque con una desvergüenza carnavalesca a la que Dickens nunca pudo atreverse, y en la que Cervantes se complacía como Rabelais y como Bruegel. El hiperintelectual Stephen interrumpe su paseo por la playa y sus divagaciones literario-teológicas para sacarse un moco y pegarlo en una roca. Desde la escena cervantina en que Sancho Panza, abrazado a las piernas de Don Quijote, muerto de miedo y de frío en la noche de los batanes, se afloja el cinturón y aprieta los dientes queriendo aliviar sin ruido lo que no puede esconder al olfato, no ha habido otro momento tan gloriosamente escatológico en la literatura como el de la visita del señor Bloom al retrete, llevando consigo una hoja de periódico que le sirve primero de lectura y luego como auxilio higiénico. En las bodas de Camacho, Sancho Panza se entrega a un éxtasis de la mirada y de la gula contemplando las ollas rebosantes de todo tipo de carnes sabrosas. El señor Leopold Bloom, tan moderado en sus apetitos, empuja la puerta de un restaurante barato en Dublín y queda abrumado por la densidad de los olores y por el espectáculo visual, sonoro y olfativo de los comensales que mastican, que sorben, que fuman, que escupen, que dejan en los lavabos una pestilencia de orina de cerveza.

Las palabras adquieren en sí mismas una consistencia de masticación. El estilo se modifica a cada momento según la materia que se está contando. Ulises es la novela de las vidas plebeyas y los oficios y diversiones y desventuras populares. Joyce, como Cervantes, ama todas las formas del habla y todas las de la literatura, y se complace en su parodia y en su acumulación, en la misma medida en que se complace en todo el espectáculo de los seres humanos, en este caso concentrados en el microcosmos estrafalario de Dublín, en algo menos de 24 horas, “la cumbre de este día”, dice el poema de Borges. Ulises es una novela cómica, una novela social, una novela radicalmente política desde casi la primera página, en la que la denostación del despotismo británico sobre Irlanda no es menos vigorosa que el rechazo del nacionalismo irlandés, de su sumisión a la Iglesia católica, de su estrechez identitaria. Bloom, judío errante en su propia ciudad y caballero de la Triste Figura, es uno de los personajes más llenos de sensatez y de bondad en toda la literatura de ficción. Tiene algo del Pierre Bezújov de Tolstói, algo de un caballero andante del sentido común que defiende a los débiles y corrige injusticias, que permanece tan alerta al dolor de los seres humanos como al de los animales. En medio de la miseria y el desvarío, de su propia agitación interior, Bloom confía en la racionalidad y se fija siempre en los remedios prácticos posibles que mejoren la vida. Gran parte de la novela la escribió Joyce durante la carnicería de la guerra en Europa, y con el recuerdo del levantamiento irlandés de 1916 y la sanguinaria represión británica. Muchos capítulos son de una claridad diáfana. Otros ofrecen grados distintos de dificultad, que se alivian gradualmente manejando buenas ediciones críticas y familiarizándose con otros libros de Joyce: Dublineses, Retrato del artista adolescente. La escritura está siempre cerca de la poesía: puede ser ardua, a veces revelarse poco a poco, y no agotarse nunca. Merece ser leída en voz alta. A veces una frase revela su belleza después de un estudio tan atento como el de un músico concentrado en la interpretación de un pasaje difícil. A mí lleva acompañándome toda la vida, de esa manera en que casi solo me acompañan Proust y Cervantes.

lunes, 17 de enero de 2022

"La pedagogía de los clásicos: alegoría del amor desinteresado" por Rafael Narbona



La pedagogía y la literatura parecen incompatibles. Sin embargo, Homero, Píndaro, Arquíloco y los grandes trágicos (Esquilo, Sófocles, Eurípides) utilizaron la poesía y el teatro para transmitir una determinada idea de la cultura. Homero fue el educador de los pueblos de la Hélade, a los que hoy llamamos griegos. La llíada y la Odisea inculcaron una constelación de valores en sucesivas generaciones, incitando al valor, la prudencia, el ingenio, el honor, la fidelidad. Dejemos de lado las polémicas sobre la identidad de Homero, quizás una mera leyenda que encubre la autoría colectiva de dos poemas separados por un siglo. Quedémonos tan solo con que fue un gran poeta y un gran educador. No es posible deslindar esas facetas, sin desfigurar su actividad creadora. Podemos decir algo semejante de Esquilo, Sófocles y Eurípides, que plantearon –entre otros dilemas- el conflicto entre la moral privada y las obligaciones ciudadanas. La conmovedora historia de Antígona, que sepulta el cadáver de su hermano Polinices, desafiando a Creonte, rey de Tebas, sigue atrayendo poderosamente la atención casi dos mil quinientos años después. ¿Quién no piensa que el afecto a un ser querido está por encima de la ley? Edward Morgan Foster afirmaba que si tuviera que elegir entre traicionar a su patria y traicionar a un amigo, escogería traicionar a su patria. Las historias de Prometeo y Medea también nos continúan planteado agudos dilemas. ¿Acaso no hemos sentido alguna vez que el anhelo de poder o venganza ofuscada nuestra razón? ¿Quién no ha experimentado alguna vez una ira ciega o una ambición insensata, olvidando las objeciones morales?

Los clásicos griegos se habrían quedado muy desconcertados si hubieran conocido la doctrina del arte por el arte. Supuestamente, esa teoría emancipó a la creación literaria de servidumbres morales, pero lo cierto es que la exaltación del arte por el arte no es una filigrana amoral. Simplemente, expresa otra moralidad, según la cual la vida solo se justifica como fenómeno estético. Esa perspectiva atribuye a la forma una trascendencia paradójica, pues si la existencia solo es juego y devenir, una obra es tan efímera y frágil como una pompa de jabón. ¿Por qué atribuirle importancia si su destino es desaparecer sin dejar huella?

Al igual que los poemas homéricos, la Comedia de Dante es una obra con una intensa vocación pedagógica. Dante es un poeta y un maestro. Sus tercetos endecasílabos en bellísimo toscano no se limitan a encadenar imágenes o tejer metáforas, puliendo las palabras hasta obtener su tono más arrebatador. Su intención última es averiguar el camino de la salvación. En nuestra época descreída, esa intención se menosprecia o se pasa por alto, alegando que la mentalidad del siglo XIV aún chapoteaba en el cieno de la superstición, pero lo cierto es que la Comedia perdería su hondura si quedara reducida a meros hallazgos verbales o a un asombroso ejercicio de la imaginación, capaz de describir regiones inexistentes. Dante no pretende cartografiar el más allá, sino interpretar su época y clarificar el sentido de la existencia. Su descenso al Infierno intenta mostrar la impotencia del ser humano cuando sucumbe a la lujuria, la pereza, la ira, la avaricia o la violencia. Los suplicios de los que se dejaron arrastrar por estas pasiones solo son escenificaciones de las tempestades acontecidas en el interior de la conciencia. Los castigos que narra Dante no son fantasías barrocas, sino representaciones simbólicas de la infelicidad que produce el mal. El júbilo que inunda el Paraíso muestra la dicha que se desprende de actuar de forma ética, sin transigir con las penumbras que nos acechan. Dante es el poeta de la esperanza, el educador de una humanidad desbordada por las pasiones, el maestro que aplaca los impulsos dañinos y desordenados. Su Comedia es una pedagogía de la vida, una lección de amor que encauza nuestra sed de absoluto.

Como Dante, Shakespeare no se conformaba con entretener. Sus obras de teatro y sus sonetos reflexionan sobre el poder, el amor, la traición, la templanza, los celos, la lealtad, el mal. Macbeth nos muestra el abismo por el que se despeñan los traidores. El asesinato del rey Duncan abre las puertas del infierno, reduciendo la existencia a un vendaval de furia. Otelo nos revela que los celos no nacen del amor, sino de la posesividad y por eso prefieren la muerte del ser amado a la posibilidad de la pérdida. Hamlet nos enseña que concebir la vida como una sombra o una ficción paraliza nuestra capacidad de decidir, sumiéndonos en la angustia existencial. Shakespeare es un humanista acosado por la melancolía. Su sensibilidad mórbida y crepuscular nos adentra en los páramos del nihilismo. Embriagado por la tristeza, nos advierte que la felicidad no es algo sobrevenido, sino un imperativo ético que nos saca de la apatía. Shakespeare dedicó mucho tiempo a explorar el tema del mal, construyendo personajes inolvidables: Ricardo III, lady Macbeth, las hijas desleales del rey Lear, Cayo Casio, Calibán. Todos acaban sus días de forma trágica o indigna. No son castigados por la providencia, sino por la misma perversidad de sus acciones, que se revuelven contra ellos. La pedagogía de Shakespeare invita a obrar el bien, pero advierte que ser justo no conduce necesariamente a la felicidad. Monarcas ecuánimes, inocentes doncellas, hijos que honran a sus padres, jóvenes amantes, vasallos leales, mueren de forma cruenta y vejatoria. Cuando se sufre injustamente y no hay forma de evitarlo, solo cabe afrontar la desdicha con entereza. Es la única alternativa que no pueden arrebatarnos. Shakespeare parece ajeno a la moral cristiana. Su filosofía está más cerca del estoicismo, quizás porque vivió una época de guerras y epidemias, donde la muerte imponía un tributo desmesurado.

Cervantes tal vez inició el Quijote con el simple propósito de entretener, pero enseguida trascendió ese horizonte. Viejo, pobre y fracasado, había renunciado a sus ambiciones de juventud. El humor se perfilaba como el único refugio donde cabía cobijarse, sin caer en la hiel del desengaño. Cervantes empezó a escribir hilando bufonadas, pero enseguida surgió esa mirada humanista de inspiración erasmista que impregna toda su obra. A diferencia de Shakespeare, su contemporáneo y, en algunos aspectos, su espejo, Cervantes sí es un cristiano convencido. Se aflige con el dolor de los más vulnerables y piensa que el cielo algún día reparará los agravios, reconfortando a los inocentes y castigando a los réprobos. A lo largo del Quijote, Cervantes reflexiona sobre los clásicos griegos y latinos, el buen gobierno, la honra, la amistad, el amor, la poesía, la historia. Su sabiduría, serena y nada superficial, descansa sobre una enseñanza amarga: el idealismo está abocado al fracaso. La realidad siempre derrota a los sueños. Sin la perspectiva de la justicia ultraterrena, Cervantes quizás se habría dejado arrastrar por el pesimismo.

Los clásicos son nuestros maestros. Por utilizar una expresión de George Steiner, podemos decir que su magisterio es “la alegoría del saber desinteresado”. A pesar de los reparos que nos suscita la pedagogía cuando la vinculamos a la literatura, sería ingrato no reconocer que durante siglos los escritores han sido los educadores de la humanidad. ¿Podemos aventurar que los autores de hoy han renunciado a esa tarea? Pienso que no. Quizás son más individualistas, pero siguen alumbrando reflexiones que sirven de paradigma moral. Citaré solo tres casos, tres autores que ya pertenecen a la selecta galería de los clásicos. Coetzee ha dedicado su obra a reparar las heridas que abrió en el apartheid en Sudáfrica y ha denunciado la crueldad del hombre con el resto de las especies. Sebald ha meditado sobre la Shoah en sus libros, mitad novela, mitad ensayo, abordando aspectos poco comentados de esa tragedia, como el sufrimiento del pueblo alemán, cuya complicidad con el régimen nazi hizo que nadie lamentara los salvajes bombardeos de los aliados, ni los desplazamientos forzosos de la posguerra. En su última novela, Tomás Nevinson, Javier Marías plantea el dilema de cómo deben responder los gobiernos democráticos al desafío del terrorismo. ¿Es lícito matar al que ha destruido vidas inocentes para imponer una idea? ¿Es el hombre verdaderamente libre o se deja arrastrar por el torrente de la historia? ¿Podemos vivir al margen de los problemas morales o siempre acaban atrapándonos, obligándonos a adoptar al menos una posición de aquiescencia o repudio?

Los grandes escritores de hoy no han abandonado ese propósito pedagógico que advertimos en Homero, Dante, Shakespeare o Cervantes, pero como sus egregios predecesores evitan el moralismo explícito. Sus enseñanzas están hábilmente mezcladas con los hechos que relatan, componiendo un tapiz sin estridentes contrastes que afecten al equilibrio del conjunto. Pienso que la literatura es un hecho moral y estético. Busca la verdad y la belleza. Primo Levi, Wolfgang Koeppen, Virginia Woolf o Michel Tournier, por citar a un puñado de maestros modernos, han cumplido una función similar a la de Homero, promoviendo valores que han considerado apropiados para nuestro tiempo, como la libertad, la solidaridad, la igualdad entre clases y sexos, el espíritu crítico o la memoria de las víctimas. Pocos autores de genio han cantado a la guerra, el individualismo o el desprecio por la inocencia. Cuando leemos Tempestades de acero, de Ernst Jünger, Los sótanos del Vaticano, de André Gide, o Madrid, de corte a cheka, de Agustín de Foxá, admiramos su perfección formal, pero sentimos frío en el alma. Personalmente, reivindico el magisterio de Galdós, Gabriel Miró y Miguel Delibes. Cada vez que me adentro en sus libros, pienso que el ser humano, imperfecto y a veces miserable, merece ser celebrado, pues ha inventado la literatura, un taller que nos ayuda a educar nuestras emociones y exorcizar nuestros demonios.

martes, 21 de diciembre de 2021

"Instrucciones para leer un clásico" por Rafael Narbona



Los clásicos literarios desafían a los dioses, pues evidencian que un ser humano puede crear un universo. Por eso muchos pueblos han considerado que los libros deberían arder. En 'Los teólogos', un cuento de Jorge Luis Borges incluido en El Aleph, los hunos entran a caballo en una biblioteca monástica y queman todos sus libros, pues entienden que blasfeman contra su dios, que es una cimitarra de hierro. ¿Cómo acercarnos a unas obras que desprenden el terrorífico resplandor de lo sagrado? ¿Cómo adentrarse en un territorio que los siglos han convertido en un recinto misterioso y a veces hermético? Pienso que el primer paso es leer esas obras que han sobrevivido a la implacable criba del tiempo y no cesan de ser estudiadas, anotadas y comentadas.

Pese al fervor y los honores que se les tributan, lo clásicos son grandes desconocidos. España es el país del Quijote, pero muchos españoles no han leído la novela, disuadidos por su extensión, sus arcaísmos y la sensación un poco humillante de que ya no es posible un juicio adverso. Para vencer esos reparos, recomiendo adoptar una actitud irreverente. Los clásicos no son ídolos que esperan genuflexiones, sino textos que nacieron muchas veces con la intención de entretener a un público poco selecto. Cervantes celebró que el Quijote se leyera en ventas. No me parece una mala idea frecuentar sus capítulos con la misma expectación que concita una buena serie. La solemnidad sobra. Si Cervantes hizo todo lo posible para arrancar carcajadas, ¿por qué escatimarlas ahora? Shakespeare no pretendía que los espectadores de sus tragedias y comedias asistieran a las representaciones con la seriedad de un filósofo escolástico, sino con el espíritu del que se halla dispuesto a dejarse asombrar. La literatura no es solo entretenimiento, pero eso no significa que excluya el entretenimiento, el goce, el placer. Me produce perplejidad que alguien pueda aburrirse con el Quijote o con Romeo y Julieta, el mejor melodrama de todos los tiempos.

El segundo paso para leer a los clásicos debería consistir en hacerlo desde la perspectiva de su época. Si leemos la Ilíada con los valores de nuestras sociedades democráticas, nos parecerá una oda a la barbarie. Los aqueos y los troyanos se matan con ferocidad, despreciando cualquier forma de compasión. Apiadarse del enemigo abatido es un gesto de cobardía. El valor exige atravesarlo con la espada o la lanza. Homero, Virgilio, el Antiguo Testamento, la Canción de Roldán, los libros del ciclo artúrico, Garcilaso de la Vega y Cervantes celebran la guerra y no podemos juzgarles con la óptica de nuestros días. La humanidad necesitó mucho tiempo para repudiar la violencia, lo cual no significa –por desgracia- que haya desaparecido.

Guerra y paz, de Tolstoi, está más cerca de nuestra mentalidad que la llíada, pero en los dos casos se trata de obras extraordinarias. La violencia de la guerra de Troya no impide que a veces aparezca la piedad. Aquiles devuelve el cadáver de Héctor a Príamo, su padre y rey de Troya. Príamo agradece el gesto, besando las manos que han sido el instrumento de la muerte de su hijo. La escena nos conmueve profundamente, en especial si reparamos en las costumbres de la época, donde era frecuente ejecutar a los vencidos y esclavizar a sus familias. Los clásicos más antiguos exigen un ejercicio de comprensión que solo será posible poniendo en suspenso nuestros valores.

Calificar de machista La fierecilla domada, de Shakespeare, nos impide apreciar sus diálogos chispeantes, la hábil caracterización psicológica, el ritmo vertiginoso de las escenas, los golpes de ingenio. Además, no nos deja advertir que Shakespeare no hace en ningún momento una apología de la violencia contra la mujer. Petruccio nunca responde a las agresiones de Catalina, que se comporta como un basilisco. Simplemente, remeda grotescamente su conducta, mostrándole que actúa de forma injusta e irracional. Su forma de “domar” a una mujer tan insoportable como la Jantipa de Sócrates, que cocinaba de mala gana y le vaciaba el orinal en la cabeza, consiste en utilizar la parodia, una eficaz pedagogía que obliga a la “fierecilla” a mirarse en el espejo. Catalina no soporta la imagen que Petruccio le devuelve de sí misma y decide cambiar.

Anthony Burgess sostenía que “los movimientos de liberación de la mujer debían considerarse, principalmente, como la elevación del mal genio a categoría de virtud resplandeciente”. Frente a ese mal genio, que alardeaba de llamar “cerdos” a los hombres, Burgess elogiaba la pedagogía del amable Petruccio, que lograba transmutar la agresividad de Catalina en cortesía y racionalidad. Hablé de poner en suspenso nuestros valores, pero no sería menos deseable someterlos a un examen crítico que nos permitiera averiguar su fondo último. En nombre de la libertad, se han cometido los peores abusos o, como es en el caso de La fierecilla domada, se ha desfigurado el significado de una obra.

El último paso para leer a los clásicos es reconocer que la literatura es lenguaje, estilo, artificio, una forma de decir las cosas que elude lo fácil e inmediato. O que llega a lo fácil e inmediato después de un largo rodeo. El falso debate entre fondo y forma ignora que la literatura siempre es un fondo modulado por una forma. Separar esos ámbitos es un ejercicio de miopía. ¿Es posible imaginarse la Ilíada bajo otra forma que el hexámetro? ¿Podemos concebir la Comedia de Dante sin los tercetos encadenados que trazan la topografía del más allá? ¿Soportaría Paradiso, de Lezama Lima, una clarificación cartesiana que desmontara sus piruetas neobarrocas?

Para leer a un clásico, hay que educar el oído hasta adquirir esa sensibilidad que nos permite apreciar la sensualidad de las palabras acoplándose como bailarinas de un coro. Eso no significa que la literatura solo sea abundancia y pirotecnia. Quevedo y Góngora pulen su estilo hasta lograr efectos casi mágicos, demostrando que el lenguaje, con unas pocas reglas y fonemas, puede ser la matriz de infinitas variaciones. En cambio, Hemingway desnuda el lenguaje hasta despojarlo de adornos y contorsiones, logrando que la lectura apenas difiera de una mirada filtrada por un cristal de exacerbada transparencia. Flaubert aborda el lenguaje como si fuera una catedral, convirtiendo las frases en contrafuertes y arbotantes que sostienen el edificio. Joyce, en cambio, destruye la sintaxis y conspira contra la lógica para demoler el lenguaje, transformando las ruinas en un paradójico prodigio.

¿Cuál es mejor escritor? Es una pregunta absurda. Ambos son grandes y disímiles literatos. Madame Bovary y Molly Bloom son personajes devorados por la misma inquietud: no pasar por la vida sin experimentar esas pasiones que rompen la rutina, alumbrando instantes de plenitud. Saben que su anhelo esconde la semilla de la autodestrucción, pero no pueden interrumpir su vuelo, como esas polillas fatalmente atraídas por la luz. La literatura es una sinfonía de palabras. Si no se afina el oído, su rumor pasa desapercibido. Para leer a los clásicos, hay que amar las palabras, disfrutar de su sonido y su tacto, dejarse embriagar por ellas y no exigirles la precisión de los números, que no conocen la ambigüedad y el espíritu lúdico. Dicho de otro modo: la literatura es música, una melodía semejante a la de las sirenas que intentan arrastrar a Ulises al abismo. Debemos dejarnos seducir por su canto y no lamentar que nos lleve a regiones remotas y extrañas.

Los clásicos literarios han dilatado el mundo. La buena literatura siempre es poiesis, creación. No me refiero a la mera creación formal, sino al milagro de incorporar al ser cosas nuevas cuya excelencia garantiza su perdurabilidad. Como dice Javier Marías, vivimos en una época que ha liquidado el concepto de posteridad. Sin embargo, en esa posteridad viven los clásicos. Podría decir que nos necesitan, pero creo que es al revés. Somos nosotros los que los necesitamos a ellos. Sin Homero, Dante, Cervantes y Shakespeare, la historia de la humanidad quedaría brutalmente mutilada y terriblemente empobrecida. Un porvenir sin el Quijote, El rey Lear, la Comedia o la Odisea se parecería a uno de esos pueblos abandonados, donde la existencia solo es una mezcla polvo, tedio y miseria. No me gustaría conocerlo

martes, 9 de noviembre de 2021

Lírica medieval

Lírica medieval Presentación sobre la lírica medieval para Literatura Universal.


martes, 24 de agosto de 2021

"William Faulkner: 'Mientras agonizo', retrato de una tierra baldía" por Rafael Narbona



La escritura de William Faulkner es un río desbordado, una avalancha de agua que invade las orillas y arrastra todo lo que se cruza en su camino, un caudal que frustra todos los intentos de ser encauzado para frenar sus estragos. El escritor sureño que amaba los caballos, el tabaco de Virginia y el burbon single barrel escribe como el que se desangra, abriéndose las venas en cada frase. Cada palabra brota de sus entrañas, a veces sucia y agreste, dividida entre el anhelo de orden y la nostalgia del caos primitivo, cuando el lenguaje no se había sometido a la violencia de la gramática y la sintaxis.

Faulkner amontona asociaciones subjetivas, sin buscar un nexo lógico, pues sabe que el flujo de la conciencia no se guía por la razón. La razón es artificio, impostura, ficticia claridad. En realidad, la mente es una selva enmarañada, turbia y espesa. La escritura es un parto que saca a la luz esa confusión y, por tanto, no puede ser un proceso limpio y apolíneo, sino una explosión de ruido y furia. Lo que caracteriza al verdadero escritor es el estilo y el estilo debe ser honesto con lo real, mostrando que en el origen solo hay oscuridad y anarquía. El gabinete de un autor debe parecerse a un despacho en penumbra, semejante al del inicio de ¡Absalón, Absalón!, un espacio claustrofóbico, cálido y sin aire, donde la literatura se despoja de afeites para buscar el latido más profundo de la vida. William Faulkner explicó su poética, sumamente ambiciosa: “decirlo todo… entre la primera palabra y el punto… ponerlo todo en una frase —no solo el presente, sino todo el pasado del que depende y que supera al presente segundo a segundo”.

La temeraria e irrealizable pretensión de abarcar la totalidad de lo real mediante un texto conduce necesariamente al colapso del lenguaje, pero se trata de un colapso fecundo. La ininteligibilidad de algunas obras, como los pasajes más herméticos del Ulises de Joyce, es la prueba de que la literatura siempre apunta más allá, codiciando el más alto grado de comprensión, pero sin ignorar que su vuelo está limitado por las insuficiencias del conocimiento humano. Faulkner hace astillas la forma tradicional de narrar, cultivando la paradoja, el fragmento, la incongruencia. Frente a la perspectiva del narrador omnisciente, que ofrece una visión coherente y sin ambigüedades, opone el punto de vista múltiple, incluyendo la óptica deformada de personajes con graves deficiencias mentales, como Benjy, el hijo discapacitado de los Compson.

El ficticio condado de Yoknapatawpha, situado al noroeste de Mississippi, es una representación del cosmos y no puede prescindir de ninguna perspectiva, sin malograr su vocación de totalidad. El estilo de Faulkner eclipsa la nitidez, arrojando estratos de palabras que se atropellan y desplazan mutuamente, pero en ese desorden surgen nubes de significados más clarificadores que la transparencia más estricta. La luz de Yoknapatawpha es opaca, casi una fluctuación que surge de la nada y regresa a ella, pero ese fluctuar no cesa de crear universos.

Faulkner siempre deja dudas sin resolver, pues entiende que la incertidumbre es un principio vital y no una imperfección. Sus novelas casi reproducen las profecías de la física moderna, que augura al cosmos una imparable entropía. Algo similar puede decirse del concepto de identidad individual, especialmente después de los hallazgos del psicoanálisis. El yo, plural y caótico, no puede avanzar en el autoconocimiento, sin propiciar su autodestrucción. El último tramo del saber nos conduce a la disolución de todo lo existente. La literatura solo es la crónica de una decadencia global que afecta indistintamente a la materia y el espíritu, si es que se trata de dimensiones diferentes y no aspectos de una única e indivisible realidad.

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William Faulkner nació el 25 de septiembre de 1897 en New Albany, Mississippi, pero su familia se trasladó a los pocos años a Oxford, condado de Lafayette, donde residiría la mayor parte de su vida. Su nombre completo era William Cuthbert Falkner. De joven, añadiría la “u” —a instancias del impresor de El fauno de mármol (1924), uno de sus primeros libros— para reforzar su identidad como escritor y diferenciarse de su bisabuelo, William Clark Falkner, abogado, hacendado, oficial condecorado durante la Guerra Civil, político, empresario, novelista y poeta. Aunque no llegó a conocerlo, siempre se consideró su heredero espiritual. Su padre, Murry, fracasó en cambio como hombre de negocios, mostrándose incapaz de dirigir la compañía de ferrocarril creada por su padre. Tras varios años de inestabilidad, solo logró una plaza de secretario y administrador de la universidad de Mississippi, lo cual despertó en la familia cierta sensación de decadencia.

Estudiante mediocre —o, mejor dicho, indiferente—, Faulkner no llegó a graduarse en secundaria, pero gracias a su madre, un mujer refinada y algo dominante, se convirtió en un fervoroso lector de Shakespeare, Fielding, Voltaire, Dickens, Hugo, Balzac y Conrad. Gracias a su amigo Philip Stone ampliaría sus lecturas, familiarizándose con autores como W. B. Yeats, Ezra Pound y T. S. Eliot, pero nunca se involucró en camarillas, grupos o escuelas. Intentó alistarse en el Ejército de los Estados Unidos, pero lo rechazaron por su escasa estatura (medía un metro sesenta y cinco). Sin embargo, logró ser admitido en una unidad reservista del Ejército Británico en Toronto. Años más tarde, se inventó que había recibido instrucción para ser piloto de la RAF, pero no había llegado a entrar en combate porque la Primera Guerra Mundial finalizó antes de que lo enviaran al frente. Con el tiempo, añadió nuevas fábulas a su historia, afirmando que había sufrido varios accidentes durante el entrenamiento, quedando gravemente malherido en brazos y piernas.

La necesidad de estar a la altura del “viejo coronel”, el bisabuelo condecorado, le llevó incluso a sostener que había combatido en Francia, donde supuestamente fue abatido. Había sobrevivido, pero no sin una intervención quirúrgica y una placa de metal en la cabeza. La mitomanía es un vicio —o una patología— que suele acompañar a muchos escritores. Es comprensible, pues su profesión consiste en mentir.

En 1921, Faulkner logra ser admitido como estudiante en la universidad de Mississippi, pese a carecer del título de secundaria. Su padre realiza el milagro, aprovechando su trabajo en la universidad. No parece que la experiencia aporte mucho al futuro escritor, que será suspendido en la asignatura de inglés. Su próximo destino será Nueva York, donde trabajará en una librería. No tarda en volver a Oxford, donde trabaja como carpintero, pintor de brocha gorda y empleado de una estafeta de correos. Incapaz de soportar la rutina de un empleo, deja correos, explicando su dimisión con una frase airada: “¡Que me condene si pienso estar a la disposición de cualquier granuja que tenga dos centavos para gastárselos en un sello!”. En 1925 está en Nueva Orleans, relacionándose con un círculo de artistas y escritores entre los que se encuentra Sherwood Anderson. Lee a Joyce, Bergson, Frazer, y publica un puñado de apuntes en prosa y varios relatos. Viaja en barco a Europa, donde pasa seis meses. Son sus únicos viajes, salvo sus estancias en Hollywood para trabajar como guionista (entre sus trabajos, cabe destacar El sueño eterno, Tener y no tener y Tierra de faraones, todas de Howard Hawks; y Gunga Din, de George Stevens) y la gira por Europa, Francia y Japón organizada por la Academia Sueca cuando le concedió el Nobel de Literatura en 1949.

Casado con Estelle Oldham, pasa el resto de su vida en Oxford, llevando una vida de ermitaño, solo perturbada por el alcoholismo. Escribe poesía de corte simbolista y por fin aparecen sus primeras novelas: La paga del soldado (1926) y Mosquitos (1927). Inicia Padre Abraham, pero la interrumpe —no se publicaría hasta 1983— para concluir Banderas sobre el polvo. El editor Horace Liveright rechaza el manuscrito, alegando que la “historia realmente no llega a ninguna parte y tiene mil cabos sueltos”. A Faulkner le afectan mucho esas palabras, pero acaba pensando que constituyen una liberación: “un día súbitamente pareció que una puerta se había cerrado de golpe, […] pero me dije: ahora puedo escribir, es ahora cuando puedo escribir”.

En los dos años siguientes publicará dos de sus grandes novelas: El ruido y la furia (1929) y Mientras agonizo (1930). Ya es un autor con un pleno dominio del arte narrativo, un estilista consumado, con una prosa densa, poética e introspectiva, un demiurgo que ha usurpado el lugar de los dioses, creando un territorio: Yoknapatawpha. Yoknapatawpha County, Mississippi, con su capital Jefferson, una ciudad con las huellas de su decadencia económica y social en las viejas fachadas de los edificios, tiene un área de 2.400 millas cuadradas y una población de 15.611 habitantes. Tierra del delta, la caza es abundante y los terrenos arenosos y cubiertos de matorrales.

El paisaje de Yoknapatawpha County incluye carreteras polvorientas, pantanos, cementerios, un ferrocarril y el gran río, que se desliza como una gigantesca lengua de agua: a veces lento y solemne; otras, ciego y furioso, anegando granjas y destruyendo puentes. Allí viven indios, esclavos, soldados, plantadores, granjeros, buhoneros, predicadores, médicos, abogados. A pesar del aroma a madreselva y el sonido de los cascos de los caballos durante las bochornosas tardes de julio, es una tierra baldía poblada de criaturas desdichadas que muchas veces desean no haber nacido.

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Mientras agonizo es quizás la novela técnicamente más perfecta de Faulkner. El ruido y la furia representa un esfuerzo mayor por averiguar los límites del lenguaje, pero carece de su precisión casi matemática. Su trama evoca las tragedias griegas. Addie, matriarca de la familia Bundren, muere al comienzo de la novela y su marido, Anse, un granjero pobre, decide cumplir la promesa que le hizo de enterrarla en Jefferson. Addie engendró cuatro hijos con Anse: Cash, Darl, Dewey Dell y Vardaman. Su quinto hijo, Jewell, es fruto de una relación adúltera con el reverendo Whitfield. Atribuye todas sus desgracias —pobreza, incomprensión, enfermedades— a su aventura extraconyugal. En un territorio donde la Biblia impregna todos los aspectos de la existencia, la conciencia de pecado está muy arraigada. Addie piensa que su dolor es el precio de la expiación y no recrimina nada a Dios, pues considera que merece todas las calamidades que se abaten sobre ella.

Jewell es un joven fuerte e independiente, que se ha comprado un caballo trabajando para un vecino hasta la extenuación. Consciente de la miseria que aflige Yoknapatawpha, mira al cielo y se pregunta que “si hay Dios, para qué diablos existe”. Darl, su hermano, es un joven inestable que apenas entiende el mundo. Cuando escucha a los demás, tiene la impresión de oír un pandemónium sin ningún sentido. Su mente roza la locura y será la causa de su perdición. Sin un motivo claro, incendiará el granero que les ofrece Gillespie para pasar la noche en su penoso viaje hacia Jefferson. Enviado a la cárcel, no percibirá su destino como una desgracia, sino como un alivio, pues vivir entre rejas le parece más tolerable que soportar el desorden del mundo. Según Cora, esposa de Vernon Trull, un próspero granjero de la zona, era el único que quería a su madre, pese a que ella prefería a Jewell. Su emotividad es un mal negocio en una tierra áspera, donde la ternura equivale a fragilidad.

Vardaman, el hijo menor de los Bundren, no es más clarividente que Darl. De hecho, confunde a su madre con el gigantesco pez que ha atrapado en el río. La realidad exterior le aturde con su perpetua eclosión de formas y colores. Apenas discrimina entre lo vivo y lo inerte, lo puramente animal y lo específicamente humano. Anse es tremendamente egoísta y primitivo. Solo le preocupa conseguir una dentadura, pues lleva muchos años sin dientes y no puede comer bien. La muerte de su mujer apenas le conmueve. Vivir y morir son actos casi indiscernibles en una región donde la violencia y la enfermedad salpican el día a día.

El doctor Peabody, que atiende a Addie en su agonía y que se escandaliza de que Cash se haya roto la pierna y su familia haya continuado el viaje a Jefferson, escayolándosela de mala manera, contempla la existencia desde una perspectiva pragmática que excluye cualquier referencia sobrenatural. Es la voz de la razón en un universo contaminado por el fanatismo religioso. No cree que la muerte sea el final o el principio, sino “una función de las mentes de quienes sufren la pérdida”. Yoknapatawpha le parece una inclemente forja que endurece las almas hasta deshumanizarlas. Las personas se parecen al paisaje: opacas, implacables, taciturnas. Le escandalice que Addie le expulse de la habitación donde agoniza. Ya ha visto esa conducta otras veces. Las mujeres del condado se aferran a sus maridos, olvidando los malos tratos y la explotación. La oscuridad que se cierne cada noche sobre el condado parece la confirmación de que se trata de un territorio maldito.

Dewey Dell es la única hija de los Bundren. Embarazada de Lafe, que le ha dado diez dólares para comprar un abortivo en una farmacia, deambula de un lado a otro como un animal herido. Se percibe a sí misma como “una semilla silvestre y mojada, caída en la tierra ciega y ardorosa”. Engendrar vida solo le parece una desgracia. Vernon Trull se resiste a aceptar que la existencia solo sea fruto del azar. Dios ha dispuesto las cosas en beneficio de los hombres, pero no somos capaces de apreciarlo. Samson, un agricultor que cede su establo a los Bundren durante la primera noche de su viaje, opina que carece de sentido quejarse. Hay que aceptar las cosas como vienen. El estoicismo es la única respuesta digna a la adversidad.

El monólogo de Addie Bundren desprende una desolación infinita. Addie, ya difunta, se pregunta si la finalidad de la vida no es prepararse para estar muerto mucho tiempo. Piensa que cada individuo es una cabeza de alfiler en un despeñadero insondable. Maldice a su padre por haberla engendrado. Para ella, el mundo es un torbellino que te sacude con violencia para arrebatarte todas las ilusiones. No hay nada a lo que agarrarse. Ninguna certeza. Ninguna verdad. Las palabras no sirven de nada. Son imprecisas o mienten. Ni siquiera son capaces de ajustarse a lo que pretenden decir.

Amor es la palabra más falaz. Promete la felicidad, pero siempre desemboca en una soledad violada. Se pide a las mujeres que renuncien a todo para garantizar la continuidad de la vida, “esa corriente roja y amarga que corre por los campos”, pero lo cierto es que la vida solo es una larga preparación para el bien morir. Addie se pregunta qué es el pecado y si es posible la salvación, y no encuentra respuestas, solo palabras que añaden más confusión. Todo es absurdo. El mundo se parece a ese río que ahoga a las dos mulas que transportaban el féretro de Addie. Es un lugar sucio, turbio, oscuro, estrepitoso.

Publicada trece años antes que La náusea de Sartre, Mientras agonizo es una novela existencialista. Su pesimismo afecta a todos los aspectos de la realidad. Metafísicamente, no podemos esperar nada, pues la vida solo es un desgraciado accidente, una anomalía cósmica. Epistemológicamente, no podemos albergar ninguna expectativa de conocimiento, pues las palabras, principal fuente del saber, son inexactas, torpes y falaces. Éticamente, nunca sabremos qué es el bien y el mal, quizás dos conceptos inútiles en un mundo donde lo único que importa es sobrevivir. Teológicamente, no cabe aguardar nada de Dios, una ser terrible o una simple fantasía. Lo único sólido, cierto e incontestable es la náusea que nos produce contemplar la realidad, una trama carente de significado, un tumor que crece desordenadamente, una juego inútil, casi una obscenidad, que alumbra y disipa formas efímeras.

Faulkner bebe en las páginas más sombrías de Shakespeare, donde el ser humano solo es un pelele en manos del azar o una vasija muy frágil siempre a punto de romperse. También se abastece de las páginas del Antiguo Testamento, con sus historias de incestos, maldiciones y catástrofes naturales. El tratamiento que Faulkner hace de los elementos —el agua, la tierra, el cielo, el fuego— posee el aliento de lo primordial, de lo que acaba de salir de la oscuridad, reclamando un nombre. El estilo —lírico, elusivo, expresionista— desprende ese adanismo donde las palabras parecen expresar la esencia de las cosas y no limitarse a designarlas.

Mientras agonizo es un prodigio arquitectónico. La historia avanza con eficacia, añadiendo calamidades al trágico peregrinaje de los Bundren: inundaciones, escasez, un incendio, la putrefacción del cadáver, la pierna gangrenada de Cash, que ha construido el ataúd y que ahora parece el próximo difunto. Addie es enterrada en Jefferson, pero el fin del viaje no constituye una catarsis. De hecho, la familia Bundren no parece una comitiva de vivos, sino de muertos que flotan en el cieno, como ramas en proceso de descomposición. Su obstinación no nace de la piedad, sino del orgullo. Yoknapatawpha es una elegía por una constelación de muertos vivientes. Maestro de la introspección, Faulkner consigue que los monólogos de sus personajes parezcan parlamentos de difuntos que evocan su vida desde el más allá, preguntándose si la muerte no es más real que el leve y breve paso por la tierra.

Después de Mientras agonizo, Faulkner publicó Santuario (1931), Luz de agosto (1932), ¡Absalón, Absalón! (1936), Las palmeras salvajes (1939), El villorrio (1940), Desciende, Moisés (1942), Intruso en el polvo (1948). Solo son los títulos más notables de una fructífera producción narrativa que incluyó indistintamente cuentos, ensayos y novelas. La muerte sorprendió a Faulkner el 6 de julio de 1962. Un infarto de miocardio acabó con una vida mermada por la adicción al alcohol. Faulkner abrió un camino por el que han transitado García Márquez, Vargas Llosa, Onetti, Juan Benet, Javier Marías y otros muchos. William Styron habló en el funeral de Faulkner, afirmando que su muerte “nos disminuía”. No se equivocaba, pero nos dejó sus libros, que no son una tierra baldía, sino una explosión de vida, creatividad y pasión. Como escribió Jorge Luis Borges, “nos tocan físicamente, como la cercanía del mar o de la mañana”.