Nabokov no comprendía a Dostoievski. Opinaba que sus novelas solo eran una deplorable combinación de caos y sentimentalismo. No soportaba su fervor religioso y su exaltación del pueblo ruso. A veces, las grandes antipatías surgen de secretas afinidades u obsesiones comunes. Nabokov y Dostoievski se asomaron a los mismos abismos: las pasiones desordenadas, las miserias de la razón, la impotencia ante la vida, el tacto áspero de la muerte, el filo acerado de las ideas.
Nabokov respondió a esos desafíos con escepticismo y desencanto, buscando en la literatura el orden que no apreciaba en el universo. La belleza le parecía el único consuelo al que se podía apelar desde la razón. En cambio, Dostoievski se refugió en la tradición y la fe. Responsabilizó a Occidente de propagar el nihilismo y la desesperanza, afirmando que solo el alma rusa, fiel a las enseñanzas del cristianismo primitivo, podía ofrecer una alternativa saludable a una humanidad sumida en la angustia y el miedo.
El tiempo parece haberle dado la razón a Nabokov, pero se trata de una victoria amarga, pues el desencantamiento del mundo ha producido un infortunio colosal. El hombre ha interiorizado que solo es una mota insignificante en un cosmos frío e indiferente y no percibe otro horizonte que la nada. El refinado y cínico Humbert Humbert se mofa del Príncipe Myshkin, un "idiota" que intentó obrar éticamente y al que la historia ha vapuleado sin compasión. Los libertinos han silenciado a los santos, celebrando el placer y el instante.
La carcajada estridente del Marqués de Sade es la melodía triunfante de nuestro tiempo. Nabokov no ha cesado de coleccionar "nínfulas", criaturas tan frágiles como esas mariposas que cazaba con su red y clavaba en un cartón. En cuanto a Dostoievski, se reconoce su genio literario, pero se escarnecen sus ideas. Arrodillado ante un icono, su imagen parece tan anacrónica como las reliquias de un viejo monasterio ortodoxo.
"Si Dios no existe, todo está permitido", sostiene Iván Karamázov. El actual concepto de la ética repudia esa reflexión, pues presupone que la moral es autónoma y no necesita un fundamento sobrenatural. La autonomía es un principio líquido que abona una perspectiva relativista. Si la razón humana es la única legisladora, ¿qué impide que los valores se desplacen o inviertan según las épocas? Para los héroes de la Ilíada, rematar al adversario herido y vencido no era una abominación, sino un acto virtuoso. Aquiles se compadece de Príamo, pero no lo hace por razones sentimentales.
En el mundo antiguo, perdonar al enemigo derrotado acredita magnanimidad, grandeza, no compasión. El perdón implica poder, magnificencia. Es un lujo, casi un despilfarro. No está al alcance de los débiles. Es una prerrogativa exclusiva de los grandes caudillos. Es lo que intenta explicarle Oskar Schindler al brutal Amon Göth, comandante del campo de concentración de Plaszow, en la famosa película de Steven Spielberg, pero el oficial nazi prefiere continuar satisfaciendo su instinto criminal.
Nietzsche consideraba que la magnanimidad era superior a la compasión. Su filosofía es un intento de restaurar la moral de Odiseo, Aquiles y Áyax el Grande. El superhombre es magnánimo, pero no compasivo. El filósofo alemán admiraba a Dostoievski por su intuición psicológica, por su capacidad de describir el paisaje interior de un hombre atormentado, por su recreación del resentimiento, la impotencia y el nihilismo. Estaba de acuerdo en que si Dios no existía, todo estaba permitido, pero no le desagradaba que fuera así, pues pensaba que la legitimidad de la moral procedía de la fuerza y no de sentimentalismos decadentes y opuestos al sentido ascendente de la vida.
Nabokov no es un filósofo, pero comparte con Nietzsche el desprecio por la tradición judeocristiana. No piensa que el hombre sea algo sagrado. No pretende invertir los valores. Simplemente, cree que no existen. Humbert Humbert deshumaniza a Lolita sin que le estorbe la mala conciencia. En cierta manera, es el heredero del Marqués de Sade, pues interpreta la vida como juego, exceso, éxtasis. Ni siquiera está cerca de Raskólnikov, pues este mata a la usurera para liberar a su hermana de un matrimonio indigno. Lolita no es simplemente una víctima. Simboliza la destrucción de la inocencia en un entorno contaminado por la frivolidad, el hastío y el cinismo.
En Los demonios, Dostoievski también aborda el tema de la inocencia profanada, pero no desde la perspectiva de Nabokov, sino desde el prisma de Nietzsche. Stavroguin viola a Matryosha, una niña de once años —la edad de Lolita— para demostrar que puede usurpar el lugar de Dios, decidiendo sobre la vida y la muerte de los otros. No acepta ningún mandato externo, pues cree en la autonomía absoluta de su voluntad. No comete su crimen con placer morboso, como Humbert Humbert, sino con desgana y hastío. "Su malignidad —explica Dostoievski— era fría, tranquila y, si se puede decir así, racional; por tanto, la más repugnante y terrible de entre todas las posibilidades". Su regla de oro es que no existen ni el bien ni el mal. Las categorías morales solo son prejuicios. Sin embargo, no puede evitar sentir lástima por su víctima, un sentimiento que lo enloquece y acaba llevándolo al suicidio. Humbert Humbert jamás conocerá el remordimiento. Solo le aflige la frustración de haber perdido a Lolita y, lejos de quitarse la vida, asesinará a Clare Quilty, otro perverso y el hombre que le ha arrebatado a su "nínfula".
Stavroguin pertenece a esa aristocracia educada en Occidente incapaz de comprender el alma del pueblo ruso. Por el contrario, María Lebyadkin, su esposa enferma y virginal, encarna las virtudes de ese pueblo desdeñado por los intelectuales y las clases altas. Inocente y sin malicia, su religiosidad desprende una sabiduría ancestral. Para ella, "la Madre de Dios es la gran madre, la tierra húmeda".
La obligación del ser humano es cuidar y cultivar esa tierra para que proporcione frutos. Para Dostoievski, la salvación de la humanidad solo puede venir de la fe sencilla del pueblo, que inspira hermosos gestos como la de esa niña de diez años que le dio una limosna cuando se hallaba deportado en Siberia y tiritaba de frío en una estación de tren en compañía de otros condenados. Conmovida por su miseria, la niña, una pobre campesina, se desprendió de una moneda, depositándola en su mano y le dijo: "Por el amor de Cristo".
En la estepa, Dostoievski aprendió que cuando el hombre pierde toda esperanza, se convierte en un ser abyecto o muere de dolor. Hijo de su siglo, todas las dudas y vacilaciones se disolvieron con el hambre, el frío y los malos tratos. Su conversión no se debió a una convicción racional, sino a un impulso del corazón semejante al de Kierkegaard, que descartó la posibilidad de la certeza en el terreno de lo espiritual. "Si alguien me demostrase que Cristo está fuera de la verdad, y que, en realidad, la verdad está fuera de Cristo —escribe Dostoievski—, entonces preferiría quedarme con Cristo antes que con la verdad".
Nabokov detestaba ese razonamiento, pues no creía en Cristo ni en la verdad. Al igual que Stavroguin, pertenecía a la élite educada en la cultura occidental. Con Humbert Humbert no quiso desafiar a Dios, sino mostrar cómo era el mundo realmente: un teatro donde no hay reglas morales universales ni permanentes, sino juegos perversos. Como Sartre, opina que el amor es una ilusión. Solo existe el deseo, que nos cosifica. De ahí que los otros sean el infierno.
Su mirada nos deshumaniza, pues solo aspira a la dominación y el sometimiento. Lolita es el ser humano abandonado a su suerte, una criatura a la que le han despojado brutalmente de su inocencia y que ya no espera nada de sus semejantes. De hecho, acabará asumiendo el cinismo de los adultos que han abusado de ella.
Dostoievski advirtió que la razón escondía grandes peligros. Stavroguin se convierte en un violador por un exceso de racionalidad. Humbert Humbert no parece tan racional, pero en el fondo comparte la convicción de que el bien y el mal son conceptos relativos y, por tanto, intercambiables. Dostoievski, al que se lee sobre todo por sus dotes como psicólogo y su capacidad para recrear experiencias como la soledad, la locura o el desamparo, prefirió dejar de lado la razón y confiar en el poder del espíritu.
Su fe siempre soportó el acecho de la duda, como cuando contempló en Basilea el Cristo muerto de Hans Holbein y casi sufrió una crisis epiléptica, pues solo advirtió en la imagen impotencia, dolor y miseria. Sin embargo, luchó contra esa impresión y prefirió aferrarse a la idea de que Cristo realmente era el camino, la verdad y la vida.
En nuestros días, el materialismo parece haber derrotado al espíritu, pero esa victoria no ha traído paz, sino desesperación. Sartre, Camus, Cioran, no ofrecen al ser humano otra salida que la náusea, el pesimismo o el sarcasmo. Dostoievski, con su mensaje de fe y esperanza, tal vez resulte incomprensible o irritante para los que reducen la verdad a evidencias empíricas, pero aún sigue reconfortando el alma de los que no pueden aceptar la idea de que el hombre solo sea un ser para la muerte.
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