martes, 18 de septiembre de 2018

"Tirano Banderas: Valle-Inclán en Tierra Caliente" por Rafael Narbona


Cuando Ramón María del Valle-Inclán añadió a Tirano Banderas el subtítulo de “Novela de Tierra Caliente”, quiso subrayar la atmósfera sensual, violenta y primitiva de su obra, ambientada en la imaginaria República de Santa Fe de Tierra Firme. Publicada en 1926, el escritor gallego había superado por entonces la perspectiva romántica de la Sonata de estío (1903), impregnada del espíritu de los segundones, bastardos y aventureros que colonizaron América del Sur. Ya no se consideraba un hidalgo en las provincias de ultramar, obligado a defender la causa de la Monarquía Hispánica, católica e imperial, sino un rebelde que simpatizaba con las masas oprimidas, ya fueran indígenas o proletarias. Había perdido un brazo y llevaba dos años aireando su oposición a la Dictadura de Primo de Rivera. En la ampliación de Luces de bohemia publicada en 1924 había añadido dos escenas que exaltaban la lucha obrera contra la España de Alfonso XIII, pidiendo la guillotina para los verdugos del pueblo. Aunque no había elaborado su posición política, experimentaba cierta afinidad con el anarquismo, donde apreciaba esa resistencia al mundo moderno que también bullía en el carlismo. Su odio a la sociedad industrial obedecía a una obstinada inadaptación a los cambios. No hay que olvidar que había perdido el brazo en una pelea con Manuel Bueno, discutiendo sobre un duelo en el que uno de los contendientes era menor de edad. No se había reconciliado con los nuevos tiempos, alejados de los viejos códigos de honor, pero había abrazado la ira de los humillados y ofendidos.

Valle-Inclán no inventa la “novela del dictador” –algunos críticos señalan que el inicio del género corresponde a Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas, de Domingo Faustino Sarmiento, publicada en 1845, y otros retroceden incluso hasta Bernal Díaz del Castillo y su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, aparecida en 1632-, pero sí crea una nueva fórmula estética para abordar la figura de los sátrapas que ejercen despóticamente el poder. Ya no se trata de recrear fielmente sus abusos, sino de escarbar en las patologías colectivas que propician el surgimiento de caudillos providenciales. Esa tarea exige el conocimiento del contexto histórico y cultural, y un estilo audaz que combine la metáfora, la intuición y la hipérbole, deformando sistemáticamente a los personajes. No es posible llevar adelante este planteamiento sin adoptar la mirada de los dioses que contemplan a sus criaturas desde lo alto, desplegando una visión despiadada de sus miserias y pecados. Es la famosa estética del esperpento, donde no hay piedad ni simpatía hacia las debilidades humanas. En Tirano Banderas, no hay ningún héroe, ni ninguna conducta ejemplar. Zacarías el Cruzado, un antiguo bandolero, venga la muerte de su hijo, devorado por los cerdos, ahorcando al usurero que denunció a su madre. No lo cuelga de un árbol o una cornisa, sino que lo arrastra con un caballo, después de echarle el lazo al cuello. No obra por sentido de la justicia, sino por una comprensible rabia. El Coronelito Gándara y el criollo Filomeno Cuevas no se sublevan contra el General Santos Banderas para restablecer la libertad de la República, sino por despecho y turbios intereses. Don Roque Cepeda, un liberal con la mente animada por ideas ilustradas, cristianas y teosóficas, es un hombre honesto, pero terriblemente ingenuo y algo ridículo: un cordero de la misma pasta que Francisco Madero. Valle-Inclán, que ya había flirteado con el paganismo en las Sonatas, desdeña la piedad evangélica, componiendo un fresco de las bajezas e imperfecciones humanas que no transige en ningún momento con la esperanza. Santos Banderas muere acribillado, pero los que cortan su cabeza y descuartizan su cuerpo, arrojando los restos “de frontera a frontera, de mar a mar”, actuarán con el mismo despotismo. La historia está condenada a repetir una y otra vez sus errores, víctima de una fatalidad irreversible.

La trama de Tirano Banderas sólo dura tres días, y avanza de forma fragmentaria y discontinua, creando un clima onírico y asfixiante. No hay sucesos fantásticos, pero los hechos parecen alucinaciones o escenas demoníacas extraídas de una tabla de Brueghel o el Bosco, con sus criaturas martirizadas o impotentes ante la inexorable marcha de la Muerte. Mientras el tirano observa la calle desde el balcón de su palacio, el pueblo celebra el Día de Muertos o Día de Todos los Santos. No parece casual que el nombre del déspota coincida con la famosa festividad católica, que en México se funde con las tradiciones aztecas, desatando un frenesí colectivo. Santos Banderas podría ser Mictlantecuhtli, el dios de los muertos y el inframundo, que sólo se aplaca con la ofrenda de pieles de seres humanos ritualmente desollados. Mictlantecuhtli es representado como un esqueleto con una calavera con muchos dientes y se le asocia con el murciélago, la araña y el búho, un pájaro de mal agüero. En México, aún hoy se considera fatal escuchar su canto nocturno. Valle-Inclán destaca la calva de Santos Banderas, comparando su rostro con una máscara y, en reiteradas ocasiones, asimila su mirada y sus facciones con las de un búho o una lechuza. El escritor procede de Galicia, donde las viejas leyendas perviven en apacible promiscuidad con el cristianismo. Tal vez por eso no le cuesta comprender el latido del alma mexicana, convulsa, apasionada y creativa. A diferencia del Día de Todos los Santos, el Día de Muertos no expresa la comunión de los vivos con los difuntos, sino el reinado inexpugnable de la Muerte. Su corona tiene un precio terrible: la soledad. Santos Banderas sólo cuenta con una hija loca. Su aislamiento es total, pues nadie le ama. Sólo le adulan. Inspira miedo, pero no afecto. Su caída sólo provocará regocijo, no duelo. El sonido de los fusilamientos que se producen cada día incrementa su sensación de poder, pero también acentúa su incomunicación.

La imaginaria República de Santa Fe aún vive bajo la influencia católica, pero el racionalismo europeo ya ha echado raíces. Santos Banderas no es un déspota oriental, sino un dictador que finge respetar la democracia parlamentaria. Se podría afirmar que el Generalito Banderas es una síntesis de Lope de Aguirre, Porfirio Díaz y Miguel Primo de Rivera. Cuando sus adversarios avanzan hacia San Martín de los Mostenses, antiguo convento y palacio presidencial, apuñala a su hija hasta la muerte, poseído por la misma locura que el conquistador español. Con sangre india como Porfirio Díaz, cree en el progreso y la modernización, pero bajo el dominio de la oligarquía. Como Primo de Rivera, es paternalista, presumido y sentimental. Afirma que ha escalado hasta la cima del poder por sentido de la responsabilidad y afán de servicio, pero que apenas arregle los asuntos de la República se retirará a su predio, imitando al dictador Lucio Quincio Cincinato, elogiado por Catón el Viejo y otros notables romanos como ejemplo de integridad, honradez y rectitud. Entre sus sagradas obligaciones, se encuentra la ingrata tarea de firmar sentencias de muerte. Aunque su corazón supuestamente se desgarra cada vez que envía a un hombre al paredón, su mano no le tiembla, pues un prócer no puede permitirse flaquezas ni sentimentalismos. Piensa que el pueblo tiende a la molicie, la sedición y el latrocinio, por lo cual es necesario mantenerlo bajo un permanente régimen de terror.

Valle-Inclán se muestra implacable con sus personajes. Su descripción de la colonia española, que levantó ampollas, es demoledora: “El abarrotero, el empeñista, el chulo de braguetazo, el patriota jactancioso, el doctor sin reválida, el periodista hampón, el rico mal afamado”. Todos se inclinan ante el dictador, al que el escritor retrata como una “momia taciturna con la verde salivilla en el canto de los labios”. Don Celestino Galindo, “orondo, redondo, pedante” encarna el oportunismo de esa colonia, que sólo piensa en consolidar y extender sus privilegios. Su “búdico vientre” y “el cebollón de su calva” se conciertan con la afectación “cuáquera” y la facha de “pájaro nocharniego” del Generalito Banderas para mantener a raya al criollo, el indio y el negro, las “tres cabezas” de Santa Fe. El Barón de Benicarlés, Ministro Plenipotenciario de su Majestad Católica, adicto a la morfina y “con la voz de cotorra y el pisar del bailarín”, no quiere prestar un apoyo incondicional a Santos Banderas, pues sabe que la facción revolucionaria que conspira contra él, podría hacerse con el poder y no quiere perder la oportunidad de congraciarse con ella. “Las revoluciones, cuando triunfan, se hacen muy prudentes”, advierte a Don Celes. Con “manos de odalisca”, “sonrisa de oros ondontálgicos”, “boca belfona, untada de fatiga viciosa” y figura “elefantona, atildada, britanizante”, fracasará en sus intrigas por su homosexualidad encubierta. Aficionado a disfrazarse de mujer y a participar en orgías grotescas, donde un hombre simula un parto y otros le asisten como comadronas, Santos Banderas le chantajeará con cartas comprometedoras. Las dictaduras sobreviven, explotando las debilidades humanas. La hipocresía y la corrupción siempre juegan a su favor. Mientras los revolucionarios son pasados por las armas cada tarde, el Generalito Banderas hace política con el juego de la rana, recordando a sus aduladores que no tendrá compasión con traidores y desleales. El juego de la rana evidencia el carácter grotesco de las dictaduras, donde gobiernan el azar, la intriga y el capricho. Cuando no hay libertades ni derechos, todos los ciudadanos se pasean por la cuerda floja, expuestos a una caída fatal en cualquier momento. Su suerte se decide con un gesto.

El mitin de Don Roque Cepeda en el Circo Harris incita a poner fin a la dictadura con argumentos utópicos. No es suficiente derrocar al tirano. Hay que liberar al conjunto de la Humanidad: “Queremos convertir el peñasco del mundo en ara sidérea donde se celebre el culto de todas las cosas ordenadas por el amor: El culto de la eterna armonía, que sólo puede alcanzarse por la igualdad entre los hombres”. Cuando es confinado en el Fuerte de Santa Mónica, Don Roque habla con un compañero de encierro, explicándole que “el revolucionario es un vidente” inspirado por la “intuición de eternidad”. Evocando a Bartolomé de las Casas, sostiene que la piedra angular del ideario revolucionario en la República de Santa Fe es la redención del indio, “un sentimiento fundamentalmente cristiano”. El pensamiento político de Don Roque no se alimenta exclusivamente de cristianismo. Ha asimilado las máximas indostánicas, la cábala, el ocultismo, la filosofía alejandrina y las doctrinas teosóficas. Desde su punto de vista, “los hombres eran ángeles desterrados: Reos de un crimen celeste, indultaban su culpa teologal por los caminos del tiempo, que son los caminos del mundo”. De unos cincuenta años, “la frente ancha” y “pulida calva de santo románico”, su cuerpo posee “la fortaleza dramática del olivo y de la vid. Su predicación revolucionaria tenía una luz de sendero manantial y sagrado”. A pesar de sus extravagancias, Don Roque de Cepeda está muy cerca de Valle-Inclán, que desde joven se interesó por las doctrinas esotéricas y siempre simpatizó con la causa de los desheredados y marginados. Santos Banderas, cínico, pragmático y escéptico, reprocha a Don Roque su fervor utópico: “Usted, criollo de la mejor prosapia, reniega del criollismo. Yo, en cambio, indio por las cuatro ramas, descreo de las virtudes y las capacidades de mi raza”. El dictador prefiere la retórica hueca, latinizante, que no compromete a nada. Sus aduladores le comparan con Quevedo y Juvenal, pero él contesta: “Ni Quevedo ni Juvenal: Santos Banderas. Una figura en el continente del sur”.

Los embajadores de Francia, Reino Unido, Alemania, Estados Unidos y otras potencias no son menos petulantes y cínicos. Los fusilamientos de revolucionarios les parecen excesivos e inhumanos, pero se limitan a presentar una nota de protesta, pidiendo el cierre de los expendios de bebidas y una protección reforzada de las embajadas y los bancos extranjeros. Los momentos de mayor patetismo se producen en el Fuerte de Santa Mónica y en el hogar del mismísimo dictador, cuya hija no logra salir de la locura que ha convertido su rostro en “máscara de ídolo”. Los presos del Fuerte contemplan desde lo alto de la muralla “una fúnebre ringla [de cadáveres] balanceándose en las verdosas espuma de la resaca”. El espectáculo es sobrecogedor: “Vientres inflados, livideces tumefactas”. No ignoran que es su destino. No es menos trágico el final de la hija de Tirano Banderas, quince veces apuñalada por su padre para no permitir que sus enemigos puedan deshonrarla.

La “visión estelar” del esperpento cristaliza en una compleja estructura que parece un ardid de nigromante. Tirano Banderas es una “sinfonía del trópico” que combina el tres y el siete, dos números mágicos, para plasmar un conjunto de simetrías. Como ha señalado Alonso Zamora Vicente, la arquitectura de la novela no es casual: “Hay siete partes. La central consta de siete libros, y las otras de tres. El número total es de veintisiete, es decir, tres por tres por tres”. El Valle-Inclán ocultista y teósofo imprime a su novela una dimensión pitagórica, como si el universo fuera producto de números que se multiplican y dividen. Hay un orden invisible que no deja nada en manos del azar, salvo las pasiones humanas, turbias e imprevisibles. Se ha comentado muchas veces que Valle-Inclán se inspiró en el cuadro de El Greco El entierro del Conde de Orgaz para concentrar en un espacio exiguo un alto número de personajes. Esta concepción sería inviable sin un dominio de los distintos espacios de la novela (el palacio presidencial, la prisión, la ciudad, las legaciones diplomáticas) que permite circular a los personajes por un mosaico de enorme vitalidad y fisicidad. Cuando se marcha de Santa Fe, el Barón de Benicarlés comenta: “Es posible que me acompañe ya siempre la nostalgia de estos climas tropicales. ¡Hay una palpitación del desnudo!”. El soberbio estilo de Valle-Inclán se despliega con todo su esplendor, conjugando todos los elementos en un concierto con armonías modernistas y disonancias esperpénticas. A veces, las audacias estilísticas se convierten en licencias (“¡Son pidazos del corazón”, exclama Zacarías, refiriéndose a los restos de su hijo, que le acompañan en un saco) y desafíos a las normas del idioma: “Tuvo lugar, es un galicismo”, observa el director de un periódico a uno de sus plumillas. “Tuvo verificativo”, rectifica el autor. “No lo admite la Academia”, concluye el director, mostrando el carácter restrictivo –y empobrecedor- de las normas y reglas. Valle-Inclán utiliza todos los registros del español de América, añadiendo algunas palabras inventadas, que enriquecen el texto con una connotación hermética. Como deslumbrante espadachín del idioma, se considera investido con poderes de demiurgo.

Tirano Banderas es un clásico que muestra con crudeza la violencia de las dictaduras, donde la ambición de poder anula cualquier reparo moral. Su estilo perfila con extraordinaria vivacidad la psicología de los personajes, sacando a luz su depravación moral o su ingenuidad franciscana. Aunque su marco de referencia es Hispanoamérica, su reflexión sobre el poder puede trasladarse a otras latitudes, pues todos los déspotas son hijos de la locura de Aquiles y el delirio del superhombre. Gómez de la Serna escribió que Valle-Inclán fue “el ogro de la España literaria y amena, el literato de figura caballeresca”. Quizás por eso comprendió tan bien a Santos Banderas, ogro de Tierra Caliente, y a Don Roque Cepeda, figura caballeresca de una América que aún sueña con utopías y bienaventuranzas. Déspotas y libertadores escriben la historia, y los poetas nos cuentan sus andanzas, evidenciando que en nuestro interior habitan –y luchan– ángeles y demonios.

lunes, 17 de septiembre de 2018

"Ordesa" de Manuel Vilas, poesía en vaso limpio


Si tienes cierta edad, es difícil no identificarte con el protagonista de Ordesa, la última novela de Manuel Vilas. Y si, además, eres de la misma generación que él y has sido profesor de instituto, hijo y padre como lo fue y es él, todavía resulta más inverosímil que no te parezca haber pensado alguna vez lo mismo que cuenta su narrador. 
La novela fluye en un constante oleaje determinado por el recuerdo de su padre, de su madre, de sus tíos y de un pasado que lo absorbe hasta ocuparlo, como si el individuo estuviera abocado a ser un copia imperfecta del padre, el otro. Con un estilo lírico y sencillo, sin ampulosidades, como es raro observar en la literatura española actual, Vilas te arrastra hasta tus propias perversiones nostálgicas, hasta un mundo que todos los de su generación hemos olido. 
Pocas obras del actual panorama literario en español exudan tanta sinceridad y tan buen hacer. En Ordesa se define con acierto y crudeza a esa generación silenciosa de la posguerra, la del padre y la madre del protagonista: "Ni mi madre hablaba de su padre ni mi padre del suyo. Era el silencio como una forma de sedición. Nadie merece ser nombrado, y de esa manera no dejaremos de hablar de ese nadie cuando ese nadie muera".Y se reflexiona continuamente sobre ese pasado que pesa, que amarga y que no debemos olvidar para no enajenarnos: "Vivir obsesionado con el pasado no te deja disfrutar del presente, pero disfrutar del presente sin que el peso del pasado acuda con su desolación a ese presente no es un gozo sino una alienación". 
Así es Vilas, un filón de frases lapidarias en las que el contenido pulveriza la forma. Desde una humildad aparentemente sincera, proclama lo siguiente: "Somos vulgares, y quien no reconozca su vulgaridad es aún más vulgar". Vilas estremece por su laconismo, por emplear el lenguaje en su justa medida. No hace falta más que esta frase para definir la madurez: "Me asustan los viejos. Son lo que seré". La novela resuda sinceridad, verdad, porque para él la literatura solo lo es si es verdad, que no es, ni mucho menos, un equivalente de la vida: "La verdad es lo más interesante de la literatura. Decir todo cuanto nos ha pasado mientras hemos estado vivos. No contar la vida, sino la verdad. La verdad es un punto de vista que enseguida brilla por sí solo". 
De su paso por las aulas, también se recoge alguna perspectiva tan interesante como la que habla del oficio de enseñante: "Había profesores que amaban la vida e intentaban transmitir ese amor a sus alumnos. Es lo único que debe hacer un profesor: enseñar a los alumnos a amar la vida y a entenderla, a entender la vida desde la inteligencia; debe enseñarles el significado de las palabras, pero no la historia de las palabras vacías, sino lo que significan; para que aprendan a usar las palabras como si fuesen balas, las balas de un pistolero legendario. Balas enamoradas. Pero yo no veía hacer eso. Están mucho más alienados los profesores que sus alumnos. Oía insultar a los alumnos en las juntas de evaluación, castigarlos por cómo eran, suspenderlos en sádicos ejercicios de poder. Ah, el sadismo de la enseñanza". De los adolescentes, Vilas, aprende un sentido de la libertad, que no tienen la mayoría de los profesores, empeñados en acabar con ella y con ellos.
 La novela está cargada de tanta poesía y de tantas cargas de profundidad que deslumbra: "Los espejos son para los jóvenes. Si respetas la belleza, no puedes respetar tu envejecimiento". Carga contra todo convencionalismo y lanza verdades como crucifijos: ""El gran enemigo de Dios en España no fue el Partido Comunista, sino la Iglesia católica". Y, a pesar de arañar sin parar el pasado y los recuerdos, nunca llega a dañar la superficie de su pulida y medida melancolía: "No, mamá, no volveremos a mirar juntos el sol jamás. Pasarán millones de años y seguiremos sin vernos". 
Pocas veces he leído algo tan estremecedor expresado con tanta sencillez. Poesía en vaso limpio.     

sábado, 8 de septiembre de 2018

España no es un país aconfesional


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España no es un país laico, no, tampoco aconfesional. Vamos a dejarnos de falsas aspiraciones de modernidad. No, Voltaire no pasó por aquí, ni Spinoza, ni hubo una revolución contra el poder establecido, ni una purga del aparato manipulador y omnipotente de la Iglesia Católica. La Inquisición desapareció en el siglo XIX, más de cien años después que en el resto de Europa, y nunca ha habido separación real de poderes entre Iglesia y Estado. No se debe mentir en la Constitución, ni debemos mentirnos a nosotros mismos por aparentar una progresía que nunca ha podido superar los traumas de la Contrarreforma. Los pueblos hierven con sus procesiones, con sus santos, con sus vírgenes, con sus capuchinos, con sus penitentes, con las camareras y mayordomos de dios, con las fiestas en honor a la patrona, con romerías desnaturalizadas por la autoridad de obispos, cardenales y otros togados. 

No se os ocurra objetar ni un reparo a los patrones y patronas (vamos a ser inclusivos) de esta España nuestra (incluidas Cataluña y el País Vasco). No se os ocurra calificar de superstición medieval el fervor por su virgen o de argumentar, desde el racionalismo del siglo XVIII, por qué estos ritos fueron desapareciendo en casi toda Europa. No se os ocurra decir que la Iglesia, desde la Edad Media, aprovechó las celebraciones populares para apropiárselas, extirpar les su sentido erótico-festivo y convertirlas en adoración fanática a un ídolo para su propio provecho material. No, este tipo de crítica no cabe en España porque el racionalismo no ha penetrado en el ámbito de los ritos tradicionales, ni hay voluntad alguna de abandonar las costumbres impuestas por la superstición. 
Se identifica a la patrona o al patrón con el espíritu del pueblo. La fusión de lo religioso con lo político e ideológico se ha trabajado durante tanto tiempo y con tanta sangre que no hay forma de separarlos. Para cualquier vecino de la España rural, y también urbana, deslindar la celebración religiosa de la popular no tendría ningún sentido, no se concibe. ¿Qué serían las fiestas de nuestros pueblos sin procesiones, sin ofrendas de flores a la virgen, sin homenajes a la patrona, sin misas de celebración, sin romerías, sin camareras y mayordomos de la virgen, sin campanas hipnóticas? Nada, no serían nada. Nadie se atreve, ni siquiera los alcaldes más progresistas, a modificar ninguna de estas tradiciones porque la Iglesia se ha encargado de engastarlas con tanto ahínco en la idiosincrasia de los pueblos que todos ellos identifican su identidad social con el patrón o la patrona de su localidad. 

Durante los años ochenta pareció abrirse una brecha en la intocable tradición nacionalcatólica, pero fue una ilusión. En el siglo XXI, el matrimonio de la religión y la identidad popular es más firme que nunca: los ediles siguen presidiendo las procesiones al lado de los obispos; la Iglesia es el centro neurálgico del pueblo y de sus celebraciones; las fiestas locales se celebran en honor de una virgen o un santo; los colegios religiosos siguen teniendo tanto prestigio como siempre (a pesar de Blasco Ibáñez, de Machado o de Pérez de Ayala); se viste a los niños con capuces y se les carga con andas ante la mirada convulsa y apasionada de los padres; se lanza por los aires a los bebés para que rocen el manto de las vírgenes; la propaganda católica se apropió hace mucho tiempo de la calle y de los ayuntamientos… Todo sigue igual desde la Contrarreforma, o casi todo. 

No, no somos un país laico ni aconfesional. Asómate a la ventana, a internet, y lo podrás comprobar. En agosto y septiembre es más fácil apreciarlo. Cristo Rey goza de una vitalidad envidiable. 

Sería razonable que, en la próxima reforma de la Constitución, se redactara de nuevo el artículo 16.3, que reza así: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Una redacción más fiel a la realidad sería esta: “La confesión del Estado es la católica, apostólica y romana. Los poderes públicos seguirán sometidos a los designios divinos de la Iglesia Católica, determinados por sus obispos y cardenales, porque esa es la voluntad mayoritaria de la sociedad española”.