sábado, 30 de septiembre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": territorio húngaro, segundo día (22-IX-2017)


La lluvia nos ha abandonado. Budapest se muestra distinta, con imperial arquitectura y una solidez aplacada por el inmenso Danubio, que amansa los edificios austrohúngaros con placidez de matrona. El Parlamento bebe de sus ubres y se yergue dominador sobre el río: la piedra blanca, la cúpula florentina, la memoria gótica de sus arcos, resplandecen y abruman al fluir manso de la corriente. A sus pies, en uno de sus muelles, una historia terrible se desprende del monumento de los zapatos: durante la Segunda Guerra Mundial, a los judíos de Budapest se los emparejaba a la orilla del río y se disparaba a uno de cada pareja para ahorrar balas después de quitarles los zapatos; el muerto arrastraba a su compañero hasta el fondo del Danubio, que los devoraba con tristeza infinita. Sobre el muelle, los zapatos de bronce, desordenados, aúllan la terrible realidad del fanatismo nazi y sirven de pasto melancólico a los turistas, que se estremecen imaginando las entrañas del río arañadas por manos crispadas. 
Proseguimos el paseo a orillas del Danubio. El sol nos descubre la maravilla arquitectónica del imperio Austrohúngaro: puentes majestuosos (hundidos también durante la guerra), templos impávidos, piedra ilustrada y romántica. Diferente, acogedora y distante a la vez, como una institutriz germana que intimida y asombra. La calle Vacy abre los brazos a la avidez comercial de los turistas: locales caribeños se mezclan con gorras del ejército comunista, mientras los edificios imperiales siguen ordenando el espacio. En El Mercado Central no es menor la impresión de la arquitectura que en los edificio religiosos. En la entrada, una húngara ataviada con el traje regional ofrece pinchos de queso y una envergadura que asustaría a los amantes de gigantes y cabezudos. En el interior bulle la vida cotidiana de Budapest, aún bien hermanada con la turística: salchichas XXL, col, gulás, recuerdos del Danubio, langós, paprika, sudaderas de Sissi emperatriz, recuerdos made in China y la húngara rubia todavía fuera con la cofia sudada (en las alturas el tiempo es más caluroso). Las cervezas saben a cebada salvaje y a libro de historia.   
La tarde sigue siendo plácida para el paseo. La sinagoga de Budapest ha cerrado sus puertas, pero hay una noria. Nada se pierde, todo se transforma, como decía la canción y hasta un verso de un poeta conocido. Las calles de Budapest, hoy sí, dan para gente andariega y versátil, dispuesta al trasiego. 
Por la noche, el Danubio ha transformado su lecho melancólico por otro recreativo en el que nosotros, los turistas, terminamos de abrumarnos con la maravilla de la arquitectura austrohúngara. Buda y Pest iluminados a uno y otro lado son los compañeros ideales del fotógrafo constante en el que se ha convertido el viajero actual. En el crucero, la tertulia con los chicos es amena y escandalosa. No puede ser de otra forma. La serenidad de la travesía y la monumentalidad del paisaje se mezcla con la historia de unos cerdos estrujados. El mundo es pura contradicción, también en el Danubio, acunados por la serenidad de un río herido en su vientre con el espanto de los judíos descalzos.  

"Vendimia a garrotazos" por Manuel Vicent


Recuerdo aquella mañana de un otoño ya muy lejano en que entré totalmente fumado en la sala de las pinturas negras de Goya en el Museo del Prado y la sensación que me produjo el cuadro Duelo a garrotazos bajo los efectos de la marihuana. Eran tiempos de batallas urbanas contra la policía en los estertores de la dictadura. Por Atocha y la Ciudad Universitaria madrileña había manifestaciones cada día con pancartas y gritos de libertad, amnistía y estatutos de autonomía, con nubes de gases lacrimógenos, balas de goma y algunas de plomo que habían acarreado varios muertos.
En aquel tiempo, el Museo del Prado estaba prácticamente deshabitado. En un ángulo de cada sala vacía dormitaba un bedel y mientras avanzaba en soledad entre óleos de reyes, santos, caballeros y batallas me acogía la sensación alucinada de que aquellas figuras de las paredes solo eran la creación del sueño de sus vigilantes dormidos. La hierba dividía los cuadros en dos: los que te subían y los que te bajaban. La hierba exaltaba hasta un grado indecible El Jardín de las delicias de El Bosco y a todo el Greco, a Tiziano y Velázquez. Sus personajes abandonaban los marcos y ocupaban todo el aire por donde veía volar a las meninas, a las vírgenes de Murillo, al adusto caballero de la mano en el pecho junto con alguna venus muy carnal. Era una sensación placentera. En cambio, al entrar en la sala donde se exhibían las pinturas negras de Goya notaba que no había forma de que aquellas figuras diabólicas las diluyera la morbidez del cannabis. Esta paranoia se acrecentó al contemplar de cerca el cuadro de Duelo a garrotazos. Tal vez este rechazo se debía a que esta pintura solo expresaba el odio profundo entre las dos Españas, que había aflorado de nuevo en la calle. De hecho, desde allí se oía en ese momento un helicóptero de la policía sobrevolando una asonada.En Ámsterdam, había adquirido una hierba de excelente calidad en los tenderetes de la discoteca Paradiso, una antigua iglesia convertida por los hippies en su tabernáculo, y en aquel Madrid descoyuntado por los dolores de parto de una democracia extraída con fórceps, dentro del coche aparcado a la sombra de la Academia Española de la Lengua, liaba un canuto en forma de trompeta, lo apuraba con lentas caladas, me paseaba primero sobre las hojas caídas, rojas, amarillas, moradas del Jardín Botánico y luego, fumado hasta muy abajo entraba en el Museo del Prado con la esperanza de que la hierba me abriera las puertas de la percepción hasta las entrañas invisibles que había debajo de la belleza. En cierto modo este placer era también una forma de resistencia al franquismo.
Según su doble fuente de inspiración, Goya pintaba juegos de columpio y fiestas felices en la pradera, una duquesa desnuda con carne de nácar y aguafuertes llenos de brujas y ajusticiados, cartones para tapices con escenas galantes y ahorcados, capirotes de la Inquisición, el garrote vil, un asno con levita y un macho cabrío presidiendo un aquelarre. La España atroz y la de la Ilustración convivían en sus lienzos. Cuando Goya se fue a vivir a la Quinta del Sordo, hacia 1819, era un viejo lleno de cólera y sabiduría. Durante los cuatro años de misantropía que estuvo allí enclaustrado luchando contra sus demonios se dedicó a cubrir 32 metros cuadrados de pared con visiones corrosivas y pesadillas esquizofrénicas. En la cartela que acompaña al cuadro Duelo a garrotazos se explica que esa clase de pelea a muerte solo se permitía en Cataluña y en Aragón. En el resto de España estaba prohibida. En la pintura original esa pareja de españoles raciales tiene los pies sobre la hierba, pero al pasar la pintura al lienzo desde las paredes encoladas, la restauración deplorable hizo que aparecieran con las piernas enterradas y ese error ha convertido la escena en un símbolo del violento inmovilismo español como un destino aciago.
Algunos expertos opinan que Goya en los días felices había pintado bocetos de dulces vendimias con colores pastel debajo de esas pinturas negras y uno en aquel lejano otoño trataba de adivinarlas inútilmente ayudado por el cannabis dentro de las nubes azules y rosas que presiden la pelea de los dos villanos. Hoy, la sala de las pinturas negras de Goya está siempre abarrotada de espectadores que solo buscan la belleza, pero la incompetencia de los líderes políticos ha hecho que el desafío independentista contra el Estado reproduzca la escena de una España ciega con las piernas enterradas. Hubo un tiempo en que un sueño de ética y libertad unió a los catalanes y el resto de los españoles. Ignoro si todavía es posible imaginar que un delicado racimo de uvas invisible se halla en medio de esos dos bellacos que se están matando a garrotazos.

viernes, 29 de septiembre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": territorio húngaro, primer día (21-IX-2017)


Un aeropuerto siempre ofrece sorpresas y cavilaciones. Nos llaman por megafonía debido a un retraso que inyecta emoción al comienzo del viaje. Iberia es diferente y cumple con los horarios. Nosotros somos los mismos: dos profesores angustiados y un grupo de adolescentes embelesados con las colonias de los aeropuertos. Trabajar un año en la elaboración de un periódico no enseña a que las puertas de embarque no están abiertas hasta que uno deja de contemplar las cerraduras de los baños. Por fin en el avión. Las ventanillas muestran unos Alpes majestuosos, nevados y sosegados casi tanto como los dos profesores en sus asientos. Viajamos hacia la tierra de los húngaros, aquellos bárbaros que se trenzaban las barbas con los huesecillos de los enemigos. 
Llueve a jarras en Budapest. La tarde se presenta difícil para el paseo y la contemplación, pero se intenta, a pesar de una iluminación callejera de bujías gastadas. Kebabs y cervecerías, peluquerías antiguas y fachadas desconchadas, no da tiempo ni luz para más. Los bares de Budapest nos alegran el bolsillo y, está comprobado, Hölderlin es demasiado bucólico para engullirlo en los aviones. Las chicas achispadas del IMSERSO inglés alegran el vestíbulo del hotel. Los bárbaros se han rapado las barbas, pero presentan la altura y la corpulencia de sus medievales antecesores. El Danubio no es azul y Centro Europa no se explica en una tarde lluviosa, esperaremos a mañana.

sábado, 9 de septiembre de 2017

Comienzo de curso en la Consejería de Educación de Toledo


Comienzo del curso escolar. Finales de agosto en la Consejería de Educación de Toledo. Cantina.
-Bueno, qué, ¿se os va ocurriendo algo para comenzar el curso con alegría?
-Espera que nos tomemos dos más y ya verás cómo fluye.
-¡Juanito, otra ronda!
...
-¿Qué os parece que les digamos a los interinos que se incorporen a su centro nuevo el 1 de septiembre, aunque el curso anterior hayan estado en otro?
-¡Hostia, tío, eso va a estar bien! Ya verás qué lío: sin profesores para corregir las pruebas de septiembre, sin tutores en las evaluaciones, sin miembros en las juntas de evaluación para que se vote, reclamaciones desatendidas.. Sí, sí, de puta madre.
-¡Pon otra, Juanito! que ya van saliendo ideas.
...
-¿Y si les decimos que van a ir este año a 20 horas?
-Joder, no sé, ¿eso no es darles facilidades?
-Sí, pero hacerlo en septiembre tiene su gracia. Ahora, cuando en muchos centros ya están hechos los horarios y el reparto de grupos. Ya verás la que se monta. Lo mismo hasta tienen que reunirse en fin de semana para organizarse.
-Eso ya lo hizo la Cospedal, ¿no es repetirse?
-No, porque lo hizo al revés. De 18 pasaron a 20, aunque es verdad, también en septiembre. No es malo alimentarse de la tradición.
-¿Y de dónde sacamos el dinero para los nuevos cupos de profesorado?
-Ahí está la gracia. Si no montamos revuelo, esto es muy aburrido. Tenemos que agitar el cotarro desde el principio, que no se aburra esta gente, que vea que no se nos acaban las ideas.
-Yo estoy de acuerdo. Nos tendrían que pagar un suplemento porque sorprender a los claustros un año sí y otro también tiene mucho mérito. ¡Ronda de cañas y pon tapa!
...
-Se me ha ocurrido otra: y si decimos que vamos a eliminar el cuerpo de inspección.
-Ya no le sirvas más cerveza al nuevo. Vamos a ver, se trata de causar problemas en los claustros para ver cómo los resuelven, no quitárselos todos de golpe. ¿Qué quieres, acabar con la diversión? ¡Cuánto tienes que aprender!

"Matadero Cinco: un soldado perdido en el tiempo" por Grace Morales



Alemania, febrero de 1945. La ciudad de Dresde era un gigantesco hospital de campaña, sus edificios, convertidos en refugio para los heridos del frente oriental. El abastecimiento de comida, cada vez más escaso. Muchas fábricas ya habían sido destruidas por las bombas aliadas. Pero Dresde mantenía un nudo ferroviario que podía dañar los intereses soviéticos, cuyo ejército ya se encontraba a las puertas de Silesia. La inteligencia británica decidió reabrir la Operación Thunderclap del 44, rendir por aire los enclaves del oeste, pero esta vez solo las ciudades más importantes. Para acelerar en el tiempo el final de la guerra, decidieron bombardear Dresde, conocida como la Florencia del Elba por la enorme cantidad de museos y monumentos, una ciudad repleta de belleza. La noche del 13 de febrero, los pathfinders británicos arrasaron Dresde en dos oleadas de bombas incendiarias. Dejaron casas y seres vivos consumidos por una lluvia de fuego gigantesca que succionó el oxígeno e hizo explotar todo lo que había debajo. Al día siguiente, los cazas norteamericanos dejaron caer otras tantas toneladas de bombas sobre diversos objetivos en la ciudad y sus alrededores. A causa de la nube de humo y las condiciones climáticas, algunas bombas se desviaron, llegando hasta Praga.

Durante mucho tiempo, este episodio del fin de la Segunda Guerra Mundial quedó oculto por los acontecimientos de Hiroshima y Nagasaki del verano del 45. Pocos datos se ofrecieron con precisión, especialmente el número de víctimas. Eran casi todos civiles o soldados heridos y la ciudad, su centro urbano, un lugar de gran valor histórico que no poseía interés militar alguno, salvo la venganza del mando británico por los raids alemanes. Los libros hablaron de ciento treinta mil personas muertas, mientras que las cifras oficiales oscilan entre las veinticinco y las sesenta mil. Las pocas imágenes que hay de Dresde tras los bombardeos son terribles, y cuesta imaginar la reacción de los escasísimos supervivientes.

Por puro azar o broma del destino, uno de esos supervivientes fue un soldado norteamericano. Dejémoslo más bien en un crío de diecisiete años, sin la más mínima habilidad militar, que había sido hecho prisionero por los alemanes en Bélgica y trasladado a Dresde para trabajar en una fábrica de jarabe para preparados de vitaminas. Se salvó de morir en estos pavorosos ataques porque corrió a esconderse con sus compañeros en un enorme almacén de carne del antiguo matadero de la ciudad, donde los alemanes los tenían confinados, excavado en la piedra bajo la ciudad. El Matadero n.º 5. El prisionero se llamaba Kurt Vonnegut y venía, sí, de una familia de inmigrantes alemanes que se habían instalado y prosperado en Minneapolis. Ya convertido en escritor, tardó veinte años en llevar a una novela lo que había vivido aquellos días en Europa. Sobre todo, lo que vio nada más subir del improvisado refugio, entre el telón de humo que tapaba el sol. Lo que quedaba de Dresde. Según él, no había mucha diferencia entre la superficie de la Luna y aquello, salvo que el suelo estaba caliente y los pies se hundían en una papilla de cenizas.

Un escritor con semejante experiencia a sus espaldas podría haber aprovechado para formar parte de la lista de autores que han retratado estos acontecimientos, aunque desde distintas posturas ideológicas, siempre con una mirada épica sobre la batalla y sus trágicos desenlaces (desde Jünger a Hemingway). Pero Kurt Vonnegut no era un escritor como ellos. Sus recuerdos de la Segunda Guerra Mundial suponían un peso que le resultaba imposible de reproducir con palabras. En el primer capítulo de Matadero Cinco, que sirve como asidero explicativo de donde parte esta increíble historia, Vonnegut expone la dificultad que le supuso describir lo indescriptible, la contemplación de una ciudad destruida hasta los cimientos, confundiéndose el polvo de los edificios con el de los huesos de los muertos, o cómo antes de llegar a Dresde pasó unos días infames en un campo de concentración para soldados, donde se alumbraban con velas hechas de sebo humano. En el estilo satírico que le hizo mundialmente famoso, el autor explica que él quería hacerse rico con un libro en esa tradición de la literatura bélica, pero tras escribir cientos, miles de páginas, no le salía. ¿Cómo era posible escribir sobre una matanza de este calibre? En sus propias palabras, «No se puede decir nada inteligente».

También deja clara la intención en estas primeras páginas. La novela puede y va a ser muchas cosas, pero por encima de todo es un desesperado alegato antibelicista, una narración que mostrará un mensaje mil veces repetido, pero no por ello escuchado lo suficiente: el absurdo, más trágico que la propia muerte, de las campañas militares. La sucesión de hechos espantosos y situaciones ridículas, a la que vez que idiotas, no exentos de comicidad que rodean a cualquier enfrentamiento de esta clase. Los seres humanos lo sabemos, pero volveremos a la guerra una y otra vez, en un ciclo imperturbable de locura y desgracia.

Matadero Cinco tiene otro título: La cruzada de los niños, en referencia a la edad de los soldados que, como Vonnegut, participaron en la batalla de las Ardenas. En ese primer capítulo nos muestra otros ejemplos de fanatismo loco, por ejemplo, la «cruzada» medieval en la que se embaucó a miles de niños que creían que iban a luchar en Tierra Santa, cuando en realidad, y después de un viaje penoso, serían vendidos como esclavos en África. A lo largo del libro aparecerán mencionados títulos de novelas muy célebres ambientadas en una guerra y más casos de traumas, como el del escritor Ferdinand Céline, quien, tras ser herido en la Primera Guerra Mundial, quedó perturbado, obsesionado por el tiempo y la muerte. El autor también se detiene en la historia de Dresde y repasa sus etapas de esplendor artístico, así como anteriores episodios de destrucción, como el incendio de la guerra de los Siete Años, en el que también quedó reducida a escombros. Igual que fueron devastadas Sodoma y Gomorra, con una lluvia de fuego. Vonnegut incide de esta manera en el aspecto cíclico de la historia, en la incansable e imbatible estupidez humana y la inevitabilidad de los acontecimientos. Las tres ideas sobre las que está construida Matadero Cinco.

Pero esa novela convencional sobre la guerra termina en el capítulo primero. A continuación se despliega una historia que tiene más que ver en el tono con crudas narraciones picarescas, tipo El aventurero Simplicíssimus(Von Grimmelshausen, 1668), o sátiras contemporáneas de Matadero Cinco, como la novela Trampa 22, de Joseph Heller (Catch-22, 1961). Esto es algo totalmente diferente. Vonnegut describirá las penalidades del soldado adolescente desde que es lanzado en paracaídas sobre algún punto de Luxemburgo en el invierno de 1944, pero no se limita a estos hechos, sino que pondrá delante de nosotros la vida entera de su protagonista, porque esta experiencia resonará y volverá a lo largo de todos los días, para que intentemos comprender con él de qué manera ha cambiado su percepción del mundo, cómo se ha trastocado su mente y la realidad. Y nos lo narra de forma no lineal sino a saltos temporales, tal y como los vive Billy Pilgrim, el alter ego de Kurt Vonnegut en la novela. El autor se desdobla en este personaje, muy típico de su literatura, un pobre hombre sobrepasado por las circunstancias, pero además se reencarna un par de veces a lo largo de la narración, apareciendo como él mismo y como el veterano escritor de ciencia ficción Kilgore Trout. Trout, uno de los más celebrados personajes de Vonnegut, está inspirado tanto en él mismo como en su amigo el escritor Theodore Sturgeon(llevando al límite la broma, el autor Philip José Farmer publicaría en forma de novela del espacio uno de los títulos que Vonnegut atribuye a Trout en su novela Dios le bendiga, Mr. Rosewater (1965), con ese mismo seudónimo: Venus en la concha, en 1975). El personaje del señor Rosewater, por cierto, también aparece en Matadero Cinco, un recurso habitual. De esta forma, escritor y personaje recorren un ciclo de realidad-ficción congruente con el de espacio-tiempo.

El soldado Pilgrim (‘peregrino’) experimenta en plena batalla un extraño fenómeno. Es capaz de ver su vida pasada y futura, puede sentirse y verse antes de nacer, saber cuándo y cómo va a morir, qué pasa después de la muerte, así como revivir episodios de su pasado o contemplar con todo detalle experiencias de su futuro. Una explicación racional a estos viajes en el tiempo la daría cualquiera, aludiendo a una herida de guerra o un profundo shock traumático, pero eso es lo de menos, porque la capacidad de Billy Pilgrim de ver el tiempo y ser consciente de que todo está escrito es la filosofía de Vonnegut que subyace en Matadero Cinco. Un determinismo fatalista del que solo cabe aprovechar los escasos momentos felices.

Desde la batalla de las Ardenas, Billy Pilgrim entra y sale de diferentes épocas de su vida con un parpadeo. Lo hace de tal forma que puede presenciar el momento de la muerte de su padre o volver a un instante de sus días como bebé. Así, vuelve a repetir de forma infinita todos los instantes de su vida. En un contrasentido humorístico, se dedicará profesionalmente a la gestión de una cadena de ópticas (un cargo millonario que recibe, de forma totalmente casual, de su yerno) y está empeñado en hacer que sus compatriotas obtengan una visión clara del mundo. Él, que ve las cosas de esta forma tan peculiar. Y si lo de los viajes en el tiempo ya es extraño, cuando Pilgrim es un hombre maduro, casado y con dos hijos, van y aparecen los extraterrestres. No aparecen de forma casual: es durante la fiesta de aniversario de su boda, y en un instante que hace saltar la emoción que el protagonista ha estado guardando desde los días de la guerra, cuando Billy es abducido por una nave espacial y es trasladado al planeta Tralfamador. Allí, los extraterrestres, unos seres de medio metro que parecen desatascadores puestos al revés, pero de color verde, encierran a Pilgrim con una famosa actriz de Hollywood, ambos desnudos, en una cúpula geodésica del zoo, para que los tralfamadorianos se entretengan observando las curiosas costumbres de los dos terrícolas, y a cambio le ofrecen información acerca de su mundo y la sabiduría que han acumulado tras recorrer el universo. La cúpula fue un invento de Buckmisnter Fuller, el arquitecto visionario que desarrolló soluciones para un planeta sostenible y creía que la guerra desaparecería. Será uno de los pocos lugares felices donde viva Pilgrim, que desde los episodios de la guerra vagará por su biografía sin tener conciencia de lo que hace. Se casa con una mujer a la que no quiere, sus hijos serán dos extraños y los acontecimientos del mundo habrán dejado de tener el menor interés.

La novela se desliza por la ciencia ficción, no como simple recurso cómico para aligerar la terrible experiencia del soldado Pilgrim, sino como la única salida que el escritor y también protagonista de los acontecimientos de Dresde encuentra para dar sentido a una vida absurda que culmina en la muerte. En el psiquiátrico donde es recluido tras volver a casa, Billy Pilgrim canaliza sus pesadillas en la lectura de las space operas de Kilgore Trout, el veterano escritor de sci-fi que no ha logrado el éxito comercial. Las historias de robots e invasores del espacio se mezclan con los acontecimientos de la vida de Pilgrim, que son, a su vez, los hechos de la biografía de Vonnegut. Como otros compañeros de generación (Robert Sheckley), el autor escribió la mayor parte de sus libros en clave de ciencia ficción, con un profundo mensaje crítico sobre la sociedad estadounidense. Los mensajes religiosos del cristianismo se subliman en relatos pulp sobre máquinas del tiempo, sus experiencias en Tralfamador se convierten en un novela de Trout titulada El gran tablero, los marcianos devienen en dependientes de librerías de revistas porno, y los militares son constantemente ridiculizados, por ejemplo, a través de Joseph W. Campbell Jr., el histriónico jefe de los Free American Corps, un desertor que se ha pasado a los nazis para luchar contra los comunistas y quiere devolver a sus compatriotas el orgullo perdido. (Salvo en el uniforme y una fantasía como de superhéroe entre cowboy y mando de las SS, el discurso recuerda y mucho al actual presidente de los Estados Unidos. Recomiendo vivamente la novela de Vonnegut donde Campbell es el protagonista absoluto, Madre noche [1961]).

Matadero Cinco se cierra en uno de sus numerosos círculos. Las últimas páginas son las más duras, un viaje a un planeta de sabios tralfamadorianos que conocen la cuarta dimensión. En ellas se revela el corazón de las tinieblas de este viaje del soldado Pilgrim. No se encuentra al final de su vida, sino justo al principio, cuando él y los supervivientes de la destrucción de Dresde tienen que cavar entre las ruinas y encontrar a los muertos, miles de cadáveres reunidos bajos refugios inútiles. La muerte es un absurdo inevitable que solo pueden controlar ciertas entidades extraterrestres con conocimientos superiores a los nuestros. Los seres humanos podemos sobrellevarla de diversas formas —con la religión, el amor a los semejantes, la locura, los tebeos de ciencia ficción o el existencialismo filosófico—, pero lo que no se puede superar son los efectos de la guerra.

Así es la vida

La novela se publicó en un momento crucial de la historia. Kennedy y Martin Luther King habían sido asesinados y la guerra de Vietnam era duramente contestada en la calle. Un relato sobre un episodio tan espantoso, que la opinión pública no conocía, escrito con la mirada sabia y humorística de su autor, en el mejor estilo de escritores como Mark Twain o Cervantes, le convirtió en un ídolo de la contracultura. Por ser «antiamericana», «ofensiva en el lenguaje» y posiblemente también «comunista», Matadero Cinco fue y sigue siendo perseguida por la censura (en algunos lugares de Estados Unidos han llegado a quemarla en público), pero es una obra a la que hay que volver, por el valor literario y por el testimonio personal. Kurt Vonnegutmurió hace diez años, pero yo también creo en la noción del tiempo tralfamadoriana. Las ideas e imágenes de su obra son momentos únicos que permanecerán siempre y al mismo tiempo. And so it goes…