martes, 31 de marzo de 2020

"Temo luego existo" por Tsevan Rabtan


En el mes de agosto de 1944, nosotros, internados cinco meses antes, nos contábamos ya entre los veteranos. Como tales, nosotros, los del Kommando 98, no nos habíamos asombrado de que las promesas hechas y el examen de química aprobado no hubiesen tenido consecuencias: ni asombrados ni demasiado tristes: en el fondo, todos teníamos cierto temor a los cambios: «Cuando se cambia, se cambia para peor», decía uno de los proverbios del campo. Mas en general la experiencia nos había demostrado ya infinitas veces la vanidad de toda previsión: ¿con qué objeto esforzarse en prever el porvenir cuando ninguno de nuestros actos, ninguna de nuestras palabras lo habría podido influenciar en lo más mínimo? Éramos viejos Häftlinge; nuestra sabiduría consistía en «no tratar de entender», ni imaginarse el futuro, no atormentarse por cómo y cuándo acabaría todo: no hacer y no hacerse preguntas.

¿Conozco el miedo? Me lo pregunto seriamente por no acumular más palabras inútiles y por no perpetrar nuevos énfasis. Primo Levi, en Si esto es un hombre, tarda pocas páginas, las mismas que le llevan a Auschwitz, en decir «Ya no teníamos miedo». No creo que mienta, aunque más tarde utilice la palabra miedo varias veces. Su narración es un work in progress. El mismo Levi lo explica mejor, lo pienso desde mi ignorancia, en el párrafo que comienza este artículo. El miedo se enraíza en la previsión. Lo hay cuando hay futuro.
Suelo mencionar una frase maravillosa de Polibio que conocí en la inigualable obra de Basil Liddell Hart, Estrategia: la aproximación indirecta, y que viene a decir que para el ser humano lo más insoportable es la incertidumbre y que, una vez ha tomado una decisión, es capaz de arrostrar las más terribles dificultades. La incertidumbre y el miedo fueron paridos por la misma madre. Los seres vivos somos extravagantes centros de disipación, aceleradores de la muerte térmica, estructuras transitorias, mejoradas por un impulso destructor. Y la muerte es la cuenta que nos trae la naturaleza después del festín.
Hay quien dice que no tiene miedo a la muerte. Incluso parecen existir pruebas circunstanciales de ello, aunque nunca conoceremos la verdad sobre tan interesante cuestión: los únicos testigos válidos no pueden ser traídos al tribunal porque están muertos. Admitamos como hipótesis verosímil que la frase «peor que la muerte» no solo sea un lugar común: cómo es posible que nos dé más miedo lo que pueda sucedernos que el propio hecho de dejar de existir y que, pese a ello, admitamos tanto para seguir viviendo.
Levi, en uno de los lugares más espantosos que pueda imaginarse, incurre en una aparentemente paradójica contradicción: afirma que tenían miedo al cambio, porque siempre era para peor, para luego afirmar que supieron de la vanidad de la previsión y decidieron no atormentarse por cómo y cuándo acabaría todo.
Creo, con una convicción llena de dudas, que la fuente principal del miedo es la incertidumbre. Es también la fuente de nuestro placer. Así, en cierto sentido, nuestro miedo sería producto de nuestro afán por ser felices. Las religiones, esas adormideras, lo saben bien: siempre intentan asegurar un estado final inmutable. No es que esa eternidad lo sea de felicidad por alguna cualidad añadida. Llaman felicidad a la ausencia de miedo. A la parálisis. A la nada. Al todo. A esas metáforas en las que fluimos hacia la quietud eterna. La manifestación más extrema de esta perversión se encuentra en el budismo, enemigo del yo.
Nuestro afán por el placer es tan poderoso que siempre hay quien explora caminos nuevos. La cultura es «lamarckiana»: los aciertos, tanto los imaginados como los insospechados, pueden ser retenidos. Y llegamos a deshacernos voluntariamente de lo que nos es absolutamente inútil, sin acumular órganos vestigiales. Los avances y la acumulación son resultado de la tensión entre el miedo a lo nuevo y la búsqueda de la felicidad.
Levi dice que tenían miedo al cambio porque siempre era para peor. Vivían y no querían dejar de vivir. No, al menos Levi, ni aquellos que no se quitaron la vida. Sin embargo, poco después afirma que su sabiduría consistía en no querer prever el futuro. No imagino nada más angustioso que saber que cada futuro segundo está en las manos de decisiones ajenas a toda racionalidad. Que no sirva para nada decidir hacer o no hacer, que cualquier cálculo sea inútil. Pese a ello, Levi afirma que se «acostumbraron». Que crearon en su mente una rutina que consistía en no tener rutina alguna. Que para no tener miedo al cambio excluyeron que el comportamiento arbitrario de sus verdugos se incluyera dentro del cambio. Es como si sus guardianes se convirtieran en el fondo, en el paisaje, como fenómenos naturales, como lo que los anglosajones llaman «actos de Dios». Es como si en las mentes de esas pobres gentes los nazis ya no fueran hombres.
A nosotros nos parece terrible. Nos atemoriza físicamente un lugar así, porque es imposible, sin sufrir el mal en grado tan extremo, alcanzar el estado psicológico de los que sí lo sufrieron, hombres para los que el futuro era ese lugar en el que no cambiaba nada, en el que su vida solo consistía en estar vivos, porque se les había privado de la oportunidad de escoger.
Por eso creo que vivir sin miedo es imposible. Hay placer y miedo, como ruido de fondo, en el simple hecho de poder actuar, es decir, de estar vivos. 
Avanzamos a tientas, intentando sucesivamente distinguirnos y camuflarnos. Cada decisión es la apertura de oportunidades para el error y el dolor, pero es la única manera de vivir. Y cada estructura creada, cada regla moral, cada costumbre, cada ley, son pasos sobre sagrado, mosquetones que aseguran las cuerdas con las que nos asomamos a los abismos. Somos conservadores por miedo. La incertidumbre es la fuente del miedo porque nos impide prever el futuro. Cuando repetimos caminos conocidos lo hacemos porque son los que nos permiten calcular las consecuencias de manera más fiel. Sí, lo sabido y perfectamente anticipado nos puede dar miedo o placer, pero de forma trivial. Lo prueba la disminución progresiva del placer y del dolor cada vez que recorremos el camino trillado. El éxito de las disciplinas dirigidas a controlar el miedo, a minimizar sus efectos, se basa precisamente en replicar situaciones que generan el estado mental que se pretende dominar. Es decir, se basa precisamente en la previsión y la repetición. No me extrañaría que alguien que busca controlar el miedo a toda costa tenga un miedo insensato por el miedo mismo, por dejarse llevar por él.
El miedo no mata la mente. A la mente solo la mata la muerte. Temes, luego existes.

domingo, 29 de marzo de 2020

Me despido del apocalipsis


No es nada atractivo ser protagonista, ni siquiera actor secundario de una historia apocalíptica real, nada, nada. Así os lo digo. Nadie nos llamó para el casting del coronavirus y aquí estamos, actuando en primera línea de plató, sin haber recibido ninguna justificación por parte del director de la película. Tampoco la ha dado la seleccionadora del reparto. Nunca he querido ser actor, nunca me ha apetecido la perspectiva de morir en el escenario, ni en un plató, y menos participar en una película en la que muchos secundarios van a desaparecer o a vivir situaciones dolorosas. Prefiero ser espectador, salir de la pantalla y apoltronarme de nuevo en el sofá para contemplar las desgracias de entes de ficción y regodearme en mi abúlica realidad. Quiero escapar de las páginas de este guion macabro en el que algún autor malicioso nos ha incluido sin habérselo pedido y en el que llevamos todas las de perder, y sin satisfacción artística alguna. 
Prefiero ser lector, sí, seguir disfrutando de las peripecias del doctor Rieux en Orán, sin mancharme las manos de sangre y pus. Prefiero disfrutar, desde la distancia de siglos, de los chascarrillos eróticos del Decamerón, sin ser yo uno de los diez amenazados por la peste. Prefiero quedarme aquí, en el sillón de lectura o en el sofá, aunque me llamen ataráxico o estoico, no me importa. No quiero participar en esta película o en esta novela de peste y apocalipsis. Estos domingos eternos que vivimos los actores principales y secundarios, estos rodajes interminables yo no los había pedido. Nunca he tenido afán de personaje distópico. 
Solo he asistido una vez a un rodaje y no me quedaron ganas de volver. Lo que duró casi doce horas solo correspondía, en el metraje de la película, a siete minutos. El protagonista murió en la escena treinta y cinco veces, de maneras diferentes, pero murió; aunque, eso sí, al terminar la jornada, se levantó y se fue a casa en metro. Ahora, en nuestra actuación de secundarios forzosos, el tiempo se ha estirado como en aquel rodaje: los siete minutos son doce horas, y doce horas son... sacad la cuenta. El problema es que si mueres, no vuelves en metro, sino en furgona acristalada, y no te lleva a casa. 
Insoportable hastío. Y el director pide más y más muertos, más y más escenas terribles, más y más acciones heroicas, más y más efectismos, más y más traidores que remuevan la trama. 
Me canso, me despido, no quiero participar de esta producción de serie B. Es grosera, tediosa y sin un guion coherente. Ahora comprendo las horribles actuaciones de algunos buenos actores cuando participan en una trama cuyo director ha perdido los papeles.       

miércoles, 25 de marzo de 2020

"El regreso del conocimiento" por Antonio Muñoz Molina



Por primera vez desde que tenemos memoria las voces que prevalecen en la vida pública española son las de personas que saben; por primera vez asistimos a la abierta celebración del conocimiento y de la experiencia, y al protagonismo merecido y hasta ahora inédito de esos profesionales de campos diversos cuya mezcla de máxima cualificación y de coraje civil sostiene siempre el mecanismo complicado de la entera vida social. En los programas de televisión donde hasta hace nada reinaban en exclusiva charlistas especializados en opinar sobre cualquier cosa en cualquier momento, ahora aparecen médicos de familia, epidemiólogos, funcionarios públicos que se enfrentan a diario a una enfermedad que lo ha trastocado todo y que en cualquier momento puede atacarlos a ellos mismos. Cada tarde, a las ocho, sobre las calles vacías, estalla como una tormenta súbita un aplauso dirigido no a demagogos embusteros sino a los trabajadores de la sanidad, que hasta ayer mismo cumplían su tarea acosados por los continuos recortes, la falta de medios, el desdén a veces agresivo de usuarios caprichosos o quejicas. Ahora, salvo en los reductos consabidos, no escuchamos eslóganes, ni consignas de campaña diseñadas por publicistas, ni banalidades acuñadas por esa especie de gurús o aprendices de brujo que diseñan estrategias de “comunicación” y a los que aquí también, qué remedio, ya se llama spin doctors: engañabobos, embaucadores, vendedores de humo.
La realidad nos ha forzado a situarnos en el terreno hasta ahora muy descuidado de los hechos: los hechos que se pueden y se deben comprobar y confirmar, para no confundirlos con delirios o mentiras; los fenómenos que pueden ser medidos cuantitativamente, con el máximo grado de precisión posible. Nos habíamos acostumbrado a vivir en la niebla de la opinión, de la diatriba sobre palabras, del descrédito de lo concreto y comprobable, incluso del abierto desdén hacia el conocimiento. El espacio público y compartido de lo real había desaparecido en un torbellino de burbujas privadas, dentro de las cuales cada uno, con la ayuda de una pantalla de móvil, elaboraba su propia realidad a medida, su propio universo cuyo protagonista y cuyo centro era él mismo, ella misma.
Yo iba por la calle y me fijaba en que casi todo el mundo a mi alrededor se las arreglaba para vivir dentro de su espacio privado, exactamente igual que si estuviera en el salón de su casa, en su dormitorio, hasta en su cuarto de baño: la diadema de los cascos gigantes para no oír el mundo exterior y estar alimentado a cada momento por un hilo sonoro ajustado a sus preferencias; la mirada no en la gente con la que te cruzas, sino en la pantalla a la que miras; la voz que habla en el mismo tono que en una habitación cerrada, tan descuidada de los otros que era habitual asistir involuntariamente a conversaciones íntimas embarazosas, a peleas, a estallidos de lágrimas.
Pero entre nosotros la experiencia había perdido cualquier valor y todo su prestigio, y el conocimiento provocaba recelo y hasta burla. Cuando todo ha de parecer ostentosamente joven y asociado a la última novedad tecnológica, la experiencia no sirve para nada, y hasta se convierte en una desventaja para quien la posee; cuando alguien cree que puede vivir instalado en la burbuja de su narcisismo privado o de ese otro narcisismo colectivo que son las fantasías identitarias, el conocimiento es una sustancia maleable que adquiere la forma que uno desee darle, igual que su presencia personal queda moldeada por los filtros virtuales oportunos. Y la política deja de ser el debate sobre las formas posibles y siempre limitadas de mejorar el mundo en beneficio de la mayoría para convertirse en un teatro perpetuo, en un espectáculo de realidad virtual, no sometido al pragmatismo ni a la cordura, una fantasmagoría que se fortalece gracias a la ignorancia y que encubre con eficacia la cruda ambición de poder, el abuso de los fuertes sobre los débiles, la propagación de la injusticia, el despilfarro, el robo de dinero público.“Usted tiene todo el derecho del mundo a sus propias opiniones, pero no a sus propios hechos”, escribió el gran senador demócrata y activista cívico Patrick Moynihan. Lo dijo antes de que un portavoz de Donald Trump acuñara el término “hechos alternativos”, y de que la penuria económica de los medios de comunicación los llevara a alimentarse de opiniones más que de hechos, ya que siempre será mucho más caro, más trabajoso y hasta más arriesgado investigar un hecho que emitir una opinión. Se suma a esto una difusa hostilidad colectiva, que los medios alientan, hacia todo lo que parezca demasiado serio, pesado, poco lúdico. El entrevistador no disimula su impaciencia ante el invitado que suena premioso en cuanto se esfuerza en una explicación. Lo interrumpe: “Dame un titular”. Investigar con rigor y explicar con claridad requiere conocimiento y experiencia, que es el conocimiento más profundo que solo se obtiene con el tiempo y la práctica: son las cualidades necesarias para ejercer una tarea pública comprometida, desde asistir a un enfermo en una sala de urgencias a mantenerla limpia, o conducir una ambulancia, o montar de la noche a la mañana un hospital de campaña.


Curiosamente, en España, la izquierda y la derecha se han puesto siempre de acuerdo en echar a un lado o arrinconar a las personas dotadas de conocimiento y experiencia en el ámbito público, y someterlas al control de pseudoexpertos y enchufados. Maestros y profesores de instituto llevan décadas sometidos al flagelo de psicopedagogos y de comisarios políticos; los médicos y los enfermeros en la sanidad pública se han visto sometidos al capricho y a la inexperiencia de presuntos expertos en gestión o en recursos humanos cuyo único talento es el de medrar en la maraña de los cargos políticos.En España, la guerra de la derecha contra el conocimiento es inmemorial y también es muy moderna: combina el oscurantismo arcaico con la protección de intereses venales perfectamente contemporáneos, que son los mismos que impulsan en Estados Unidos la guerra abierta del Partido Republicano contra el conocimiento científico, financiada por las grandes compañías petrolíferas. La derecha prefiere ocultar los hechos que perjudiquen sus intereses y sus privilegios. La izquierda desconfía de los que parezcan no adecuarse a sus ideales, o a los intereses de los aprovechados que se disfrazan con ellos. La izquierda cultural se afilió hace ya muchos años a un relativismo posmoderno que encuentra sospechosa de autoritarismo y elitismo cualquier forma de conocimiento objetivo. Ni la izquierda ni la derecha tienen el menor reparo en sustituir el conocimiento histórico por fábulas patrióticas o leyendas retrospectivas de victimismo y emancipación.

Nos ha hecho falta una calamidad como la que ahora estamos sufriendo para descubrir de golpe el valor, la urgencia, la importancia suprema del conocimiento sólido y preciso, para esforzarnos en separar los hechos de los bulos y de la fantasmagoría y distinguir con nitidez inmediata las voces de las personas que saben de verdad, las que merecen nuestra admiración y nuestra gratitud por su heroísmo de servidores públicos. Ahora nos da algo de vergüenza habernos acostumbrado o resignado durante tanto tiempo al descrédito del saber, a la celebración de la impostura y la ignorancia.

martes, 24 de marzo de 2020

"Albada" por Philip Larkin


Trabajo todo el día, y por la noche bebo.
Despertado a las cuatro, miro la calma oscura.
Tendrán luz las cortinas, despacio, en sus extremos. 
Miro mientras lo que hay ahí sin duda:
la muerte infatigable, hoy un día más cerca,
que no deja pensar más que de qué manera
y dónde y cuándo moriré yo mismo.
Árido interrogante: pero el miedo
a morirse, a estar muerto,
aterroriza y siempre está encendido.

Más luz. La mente en blanco. No por remordimiento
-el bien que no ha hecho uno, el amor que no ha dado,
tiempo arrancado intacto-, ni depresión ante esto
de que una sola vida tarde tanto 
en rehuir sus comienzos erróneos, si es que puede;
sino por el vacío total y para siempre,
la segura extinción hacia la que viajamos
a perdernos del todo. A no estar más aquí,
a no estar en ninguna parte y
pronto. ¿Hay algo peor y más exacto?

Es un modo especial de tener uno pánico
que no hay trucos que quiten. La religión lo quiso,
brocado musical y apolillado
creado para hacer como que no morimos,
o ese rollo engañoso de que Un ser racional
cómo puede temer lo que no sentirá,
cuando el miedo -no ver, no oír- es ese,
sin tacto, gusto, olfato, nada con qué pensar,
nada que amar o con qué conectar,
la anestesia total de la que nadie vuelve.

Y así está en el umbral de la visión,
vaho borroso y breve, un frío siempre ahí,
que frena cada impulso hasta la indecisión.
Tantas cosas es raro que ocurran: esta sí.
Y su conciencia nos irrita
igual que algo que quema, si nos pilla
sin nadie o sin alcohol. Inútil ser valiente,
es decir, no asustar a otros. La bravura
no libra a nadie de la sepultura.
En la muerte da igual blando o resistente.

Poco a poco hay más luz y el cuarto se percibe.
Simple como un ropero esto que sí se sabe,
que siempre hemos sabido, que no puede rehuirse
ni aceptarse. Tendrá que irse una parte.
Los teléfonos, prontos a sonar, laten mientras
en despachos cerrados; toda la indiferencia
amanece del mundo alquilado y complejo.
Blanco como la arcilla está el cielo, nublado.
Habrá que ir al trabajo.
Van de una casa a otra carteros como médicos.

"La peste" de Albert Camus


La peste de Camus traza una historia estremecedora sobre la epidemia que sufrió Orán en los años 40. La buena literatura sirve, entre otras cosas, para ilustrarnos sobre cómo el hombre, ante la catástrofe o el amor, se desenvuelve de manera similar en el siglo III y en el XXI. Extraigo algunos fragmentos del libro de Camus para intentar comprender a qué nos enfrentamos cuando una plaga trastorna nuestra forma de vida:

1. Cuando comienza a manifestarse la epidemia de peste en Orán, a través de las ratas muertas, la mayoría de los ciudadanos no quiere creer en la plaga:

"Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar".

2. Una vez conscientes de la epidemia, la población siente una especie de exilio dentro de su misma ciudad que la lleva a un refugio, el de la imaginación :

"Era ciertamente un sentimiento de exilio aquel vacío que llevábamos dentro de nosotros, aquella emoción precisa; el deseo irrazonado de volver hacia atrás o, al contrario, de apresurar la marcha del tiempo, eran dos flechas abrasadoras en la memoria. Algunas veces nos abandonábamos a la imaginación y nos poníamos a esperar que sonara el timbre". 

3. Se resignan a renunciar al futuro:

"Aceptábamos nuestra condición de prisioneros, quedábamos reducidos a nuestro pasado, y si algunos tenían la tentación de vivir el futuro, tenían que renunciar muy pronto".

4. Una de las primeras reacciones en la cuarentena es negar la evidencia y criticar a la organización:

"Nadie había aceptado todavía la enfermedad. En su mayor parte eran sensibles sobre todo a lo que trastornaba sus costumbres o dañaba sus intereses. Estaban malhumorados o irritados y estos no son sentimientos que puedan oponerse a la peste. La primera reacción fue, por ejemplo, criticar la organización".

5. En los inicios, el miedo casi niega la evidencia:

"Asustados, pero no desesperados, todavía no había llegado el momento en que la peste se les apareciese como la forma misma de su vida y en que olvidasen su existencia que hasta su llegada habían llevado. En suma, estaban a la espera".

6. El cambio en la ciudad:

"Por los barrios extremos, por las callejuelas de casas con terrazas, la animación decreció y en aquellos barrios en los que las gentes vivían siempre en las aceras, todas las puertas estaban cerradas y echadas las persianas, sin que se pudiera saber si era de la peste o del sol de lo que procuraban protegerse".

7. El sentimiento de desesperación comienza a aparecer ante la terrible duración y crueldad de la enfermedad:

"¡Ah, si fuera un temblor de tierra! Una buena sacudida y no se habla más del caso... Se cuentan los muertos y los vivos y asunto concluido. ¡Mientras que esta porquería de enfermedad! Hasta los que no la tienen parecen llevarla en el corazón".

8. La retórica antes y después de la plaga:

"Al principio de las plagas y cuando ya han terminado, siempre hay un poco de retórica. En el primer caso es que no se ha perdido todavía la costumbre, y en el segundo, que ya ha vuelto. En el momento de la desgracia es cuando se acostumbra uno a la verdad, es decir al silencio".

9. La risa también sufre sus transformaciones:

"No se ríe nadie más que los borrachos y estos se ríen demasiado".

10. El mal humor:

"En las paradas, el tranvía arroja cantidades de hombres y mujeres que se apresuran a alejarse para encontrarse solos. Con frecuencia estallan escenas ocasionadas únicamente por el mal humor que va haciéndose crónico".

11. El imperio de la ignorancia:

"El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad".

12. Las terribles consecuencias de la epidemia:

"Los enfermos morían separados de sus familias y estaban prohibidos los rituales velatorios; los que morían por la tarde pasaban la noche solos y los que morían por la mañana eran enterrados sin pérdida de momento".

13. La monotonía de la muerte:

"Nada es menos espectacular que una peste, y por su duración misma las grandes desgracias son monótonas".

14. La peste acaba con el futuro:

"La peste había quitado a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes".

15. Zombis en la ciudad:

"La ciudad estaba llena de dormidos despiertos que no escapaban realmente a su suerte sino esas pocas veces en que, por la noche, su herida, en apariencia cerrada, se abría bruscamente".

16. El cansancio, un buen antídoto contra el sentimentalismo:

"A decir verdad, era una suerte que existiese el cansancio. Si Rieux (el médico) hubiera estado más entero, este olor de muerte difundido por todas partes hubiera podido volverlo sentimental. Pero cuando no se ha dormido más de cuatro horas no se es sentimental".

17. La peste se disipa después de un largo periodo de sufrimiento y muerte:

"Una de las nuevas muestras de la era de la salud, sin ser abiertamente esperada, se aguardaba en secreto, sin embargo, fue que nuestros ciudadanos empezaron a hablar con gusto, aunque con aire de indiferencia, de la forma en que reorganizarían su vida después de la peste". "La liberación que se aproximaba tenía una cara en la que se mezclaban las lágrimas y la risa".

18. Los cambios que produciría el paso de la peste por la ciudad:

"La peste cambiaría y no cambiaría la ciudad, que sin duda, el más firme de nuestros ciudadanos era y sería siempre el de hacer como si no hubiera cambiado nada, y que, por lo tanto, nada cambiaría en un sentido, pero, en otro, no todo se puede olvidar, ni aun teniendo la voluntad necesaria, y la peste dejaría huellas, por lo menos en los corazones".

19. La peste como la vida:

"Él había ganado únicamente el haber conocido la peste y acordarse de ella, haber conocido la amistad y acordarse de ella,  conocer la ternura y tener que acordarse de ella algún día. Todo lo que el hombre puede ganar al jugo de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo".

20. La eternidad de la peste para quienes pierden a sus seres queridos:

"Para esos, madres, esposos, amantes que habían perdido toda dicha con el ser ahora confundido en una fosa anónima o deshecho en un montón de ceniza, para esos continuaba por siempre la peste".

21. El festejo después de la desgracia:

"Toda la ciudad se echó a la calle para festejar ese minuto en el que el tiempo del sufrimiento tenía fin y el del olvido no había empezado".

22. Y la expiación final:

"La mayor parte efectuó peregrinaciones sentimentales a los sitios donde habían sufrido. Querían enseñar a los recién llegados las señales ostensibles o escondidas de la peste, los vestigios de su historia". "Esas parejas enajenadas, enlazadas y avaras de palabras afirmaban, en medio del tumulto, con el triunfo y la injusticia de la felicidad, que la peste había terminado y que el terror había cumplido su plazo". "Para todos ellos la verdadera patria se encontraba más allá de los muros de esta ciudad ahogada. Estaba en las malezas olorosas de las colinas, en el mar, en los países libres y en el peso vital del amor. Y hacia aquella patria, hacia la felicidad era hacia donde querían volver".

23. Y el aprendizaje:

"Algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio".


sábado, 21 de marzo de 2020

"Miedo al Quijote" por Andrés Trapiello


Hay tres maneras más o menos fiables de saber si alguien ha leído o no el Quijote
Se refiere uno, claro, a personas que por una u otra razón muestran algún interés por la lectura, se trate de un best seller, de una novela de Baroja o de En busca del tiempo perdido. Plantear esta cuestión entre quienes no leen nunca ninguna clase de libros no tiene ningún sentido. 
La primera de estas maneras de saber si alguien ha leído o no el Quijote suele tener lugar en ambientes de cierta confianza o intimidad, entre personas cercanas, colegas, parientes o amigos. Sucede cuando alguien, en un arranque de sinceridad, admite: «Yo no he leído el Quijote». 
Por lo general esta confesión no suele ser ni arrogante, ni presuntuosa, ni cínica. No es habitual que alguien añada que no lo ha leído «porque es un libro que no me interesa absolutamente nada» o «porque no voy a perder el tiempo en un libro lleno de notas» o algo parecido. Al contrario, quien admite no haber leído el Quijote suele reconocer con humildad y pesadumbre que «tendría que leerlo» o que «lo he empezado muchas veces» o que «siempre que he querido hacerlo, se ha interpuesto algo».
Las dos siguientes maneras de saber si alguien ha leído o no el Quijote son también bastante elementales. 
La primera de ellas es la más frecuente: «Yo lo leí de pequeño, en el colegio. Teníamos un profesor entusiasta del Quijote, y lo leíamos en clase».
Si uno pregunta la edad en la que eso ocurría, se encuentra con que la mayoría de los que afirman haber leído el Quijote en clase, lo hicieron a edades relativamente tempranas, entre los diez y los catorce años, lo cual tiene su lógica, porque a los catorce años la subida de testosterona hace ingobernable cualquier grupo de más de una docena de púberes. Lo único probablemente que mantendría atentos y en silencio a más de treinta chicos de entre catorce y diecisiete años sería una película porno o el funeral de un amigo.
No es difícil hacer un cálculo del tiempo que se tarda en leer el Quijote. Hay una grabación, hecha por actores profesionales, cuarenta cedés, que editó Audio Libros Paloma Negra de Turner Overlook hace diez años. Dura unas cuarenta horas. Manuel Arroyo, el editor, recuerda aún las vicisitudes esperpénticas de aquellas grabaciones y cómo los actores no entendían la mayor parte de las cosas que leían, que leían muchas veces como papagayos, pero ponían tanta pasión y énfasis al hacerlo que no se nota. Es muy agradable dejarse llevar por el sonido de sus palabras, por la música cervantina, aunque a la mayor parte de los que oigan esa grabación, u otras parecidas, les sucederá lo mismo que a los actores, porque hay tantas cosas que no se entienden y el hipérbaton y los tiempos verbales son a veces tan intrincados y alejados de los nuestros, que se requerirían muchas interrupciones o vueltas atrás para saber qué han dicho y quién lo dice. Así que, finalmente, uno sigue esa lectura como cuando vamos en la popa de un barco, prendida la mirada en la estela que va dejando y las olas que se forman a su paso para desvanecerse al poco tiempo, sin saber qué deja en nosotros y en el mar ese camino.
Yo he contado las notas que hay en la edición reducida del Quijote de Rico: cinco mil quinientas cincuenta y dos. La lectura de esas notas, sin muchas de las cuales ni siquiera un lector cultivado no especialista entiende la mitad de lo que está leyendo, supongo que se puede llevar otras cuarenta horas, y si a esto añadimos las idas y venidas del texto a las notas y de las notas al texto, y las veces que a uno se le va el santo al cielo y las que tiene que reconsiderar qué es lo que estaba leyendo, podemos decir que la lectura del Quijote se puede ir a setenta o más horas, dependiendo de esas y otras circunstancias. Si se mira bien, no son muchas. Pero las horas de literatura o de lengua por curso en los planes de estudios son muchas menos que esas. Hace mucho que no tiene uno contacto con el mundo de la enseñanza, pero recuerdo que en mi época, y aun en la de mis hijos, las clases de lengua y literatura eran tres a la semana; haciendo un cálculo somero, unas, ¿cuántas, cincuenta, sesenta?, cada curso (porque es de suponer que el Quijote se lo leerían, a esos que dicen haberlo leído en clase, profesores de lengua o de literatura, y no de química o matemáticas).
Pido un poco de paciencia al lector, porque ya sabe uno que todas las operaciones de esta índole son muy aburridas. 
Estábamos en lo de que un alumno de lengua o literatura tiene unas cincuenta horas de clase por curso. Admitamos el caso de un profesor entusiasta de literatura. Admitámoslo incluso lo bastante forofo del Quijote para querer leérselo a sus alumnos cada día de clase. Es de suponer también que, además de leérselo, dedicará un tiempo a enseñarles la asignatura. ¿Ponemos, generosamente, una media hora por clase para la lectura? De esa media, lo probable es que dedique un cuarto de hora a comentar lo leído y leer las notas mientras los chicos y chicas meten ruido, se distraen, levantan la mano y gritan «profe, profe, porfa, yo» y esas y otras cosas que se dicen a esa edad. 
Bien, tenemos, pues, que siendo muy generosos en los cálculos y poniendo «de añadidura» o propina, como se dice en el Quijote, algunas horas más, andaríamos alrededor de las veinte horas al año dedicadas a la lectura del Quijote. Por tanto, para completar la lectura del Quijote en clase se necesitarían cuatro o cinco cursos.
Y todo esto, sin haber entrado en la cuestión de fondo: ¿qué es lo que uno puede entender del Quijote con doce años, y sobre todo, qué puede uno recordar a los cuarenta de lo que le leyeron a los doce, aparte del recuerdo del recuerdo y de cierto aroma que el tiempo irá desleyendo, por muy penetrante que sea, y el del Quijote lo es sin duda?
Hay también una versión adulta de todo esto: los que aseguran que lo tuvieron que leer en la universidad para un examen, en el caso de los alumnos de Filología. No está claro si leer para un examen es lo mismo que leer. Por ejemplo, el Quijote es un libro mucho más estudiado que leído y, como la mayoría de los clásicos, mucho menos leído que venerado.
En fin, uno, en principio, cree a todo el mundo, pero sabe que la mayor parte de los que aseguran haber leído el Quijote en el colegio, y aun en la universidad, y no han vuelto a leerlo desde entonces, lo han leído, en el mejor de los casos, parcialmente y, en todo caso, es como si no lo hubieran leído en absoluto, porque ya no recuerdan nada de él, fuera de esos episodios que, en España al menos, recuerdan incluso los que no lo han leído nunca: la aventura de los molinos, la de los pellejos de vino, la de Clavileño acaso, la derrota del caballero en la marina de Barcelona. Es decir, como si dijéramos que conocemos tal o cual ciudad a la que nos llevaron de niños nuestros padres y en la que pasamos unas horas, y a la que no hemos vuelto en treinta años. Nada que vaya más allá de la corteza de la letra.
¿Y por qué este comportamiento tan extraño? ¿Por qué la gente cree haber leído el Quijote o dice haberlo hecho? Seguramente porque prefieren creer lo que no sucedió nunca o no sucedió como creen, a admitir la intolerable idea de que no haya sucedido nunca. Todo antes que admitir que no han podido culminar no ya un libro, sino un acto cívico de primer orden, pues se les ha presentado a menudo el de la lectura del Quijote como un deber patriótico del tipo de la jura de la bandera o como un deber hacia la lengua que hablamos y a la que debemos la mayor parte de las cosas que tienen que ver con nuestra vida. ¿Qué menos que devolverle a la lengua que nos permite estudiar, declarar afectos, defendernos, divertirnos, comunicar nuestros pensamientos más íntimos un poco de atención y reconocimiento, leyendo una de las obras donde ella está mejor representada?
Solo quedan, en fin, los del tercer grupo, esos que aseguran que lo han leído de forma salteada… «a trozos»; todo, pero saltando de unos capítulos a otros. Sí, basta oír a alguien asegurar que él o ella lo han leído a trozos, para saber que no han leído probablemente ni la mitad de él, pero lo expresan de ese modo porque piensan que esos fragmentos les habilitan como verdaderos lectores del Quijote, tal y como sucede, por ejemplo, con una ciudad o un museo: haber visto una parte de París o unas salas del Louvre nos da derecho a decir que conocemos París o el Louvre. Haber leído una parte del Quijote nos hace del escogido y prestigiado (y heroico) grupo de sus lectores.
Yo no creo, ni mucho menos, que la gente no haya querido leer en España ni en la América hispanohablante el Quijote. Al contrario, creo que en España, y en todos los países hispanohablantes, hay millones de personas que lo han querido leer (y nadie hasta ahora, en una sociedad que hace encuestas de todo, hasta de las mayores chorradas y cada dos por cuatro, ha querido saber cuánta gente ha leído el Quijote, acaso para no llevarse un profundo chasco), hay millones, decía, que lo han querido leer y se han dado de bruces con él, con una lengua que, al que la conoce más o menos, le parece maravillosa, y al que no, ardua y difícil. El temor de reconocer y confesar que no comprenden un libro escrito en la lengua que ellos mismos creen hablar, «la lengua de Cervantes», les lleva a silenciar que no lo han leído, o a engañarse, o a mentir.
Y todo porque nadie les ha explicado aún que no han podido leer el Quijote porque este se escribió en una lengua, el castellano del siglo XVII, que no hablamos y que, a medida que nos alejamos de él, entendemos ya cada vez menos; que no es verdad que la lengua de Cervantes y la nuestra sean ya exactamente la misma. 
Esa es la razón por la que empecé a ponerlo en castellano actual hace catorce años.
Apenas se supo lo que yo había hecho, empezaron a oírse las voces, literalmente voces, de quienes lo consideraban un crimen de lesa humanidad. ¿Qué temían?
Así como el temor de los que no han leído el Quijote es muy respetable (y por respeto a ese temor ha traducido uno el Quijote con el mayor respeto), el temor de los que piensan que yo he querido acabar con el Quijote es ridículo.
Porque no cuestionan mi trabajo (que no han podido evaluar aún), sino la sola posibilidad de que nadie ponga sus manos en ese libro «sagrado».
Hubo unas cuantas polémicas en los periódicos, y en todas ellas dije lo mismo: «No se sabe por qué los alemanes, franceses, italianos, ingleses o los de cualquier otra a la que esté traducido pueden leer el Quijote en sus respectivas lenguas actualizadas —quiero decir, que un francés lo lee en el francés del siglo XXI, no en una versión del XVII, que existe, como puede leer también a Montaigne (su Cervantes) traducido al francés del XXI, si quiere, o los ingleses a Shakespeare en inglés también del XXI—, y a los españoles e hispanohablantes se les obliga a hacerlo en esa lengua que, insisto, apenas comprenden, si no es con esfuerzo y tenacidad».
Y cuando les decía que nadie les impediría seguir leyendo el Quijote en su «prístino estado», y que podrían seguir haciéndolo, se cerraban en banda con un cerrilismo bastante exasperante, como si pensaran: «no, no, aquí todo el mundo tendría que joderse y leer el Quijote y sus cinco mil quinientas cincuenta y dos notas, como hemos hecho todos», sin duda molestos de que un compatriota suyo pueda leer el Quijote con la misma soltura y gusto con los que leemos Guerra y paz o Las mil y una noches aquellos que no sabemos ni ruso ni árabe, o como se leía el propio Quijote hace cuatrocientos años, y como han de leerse las novelas… y todo lo demás.
Yo creo que el temor de los que no hayan podido leer el Quijote, queriendo haberlo hecho, quizá se disipe, porque podrán hacerlo a partir de ahora en su lengua viva, pero el de los otros no se disipará. Encontrarán razones para seguir dando la matraca y tratarán además de meter el miedo a todo el mundo para que no lean nada que no sea el Quijote tal y como apareció en 1605 y 1615 (incluso con sus mismas erratas, ¿por qué no?, o en griego, como la Ilíada, o en latín, como la Eneida, o en inglés, como Borges), porque de lo contrario sobrevendrá a la comunidad de hispanohablantes una infinidad de plagas, propias de estos tiempos degenerados en los que ya no se respeta nada. Yo a estos puedo oírles desde mi casa clamar al cielo: «¿Adónde vamos a llegar?». A esos yo les respondería: adonde ya estábamos antes, no temáis, al Quijote.

viernes, 20 de marzo de 2020

La muerte en bermudas (primer capítulo)





1. Ascetismo.

En el zaguán donde encontré el cadáver, se respiraba silencio y aspereza. El ambientador de frambuesa endulzaba la pestilencia de las vísceras aún calientes. Una joven de escayola yacía sobre una mesa de matarife. El asesino la había colocado allí con medida crueldad, para contemplarla como a un Cristo martirizado. La abuela descubrió a su nieta sobre ese altar: derrengada sobre la madera, las tripas fuera y los ojos absorbidos por las vigas del techo. El secretario de mi juzgado se echaba mano a la boca, como un turista en la India, extraña repulsión para quien trastea con cadáveres.
“Prueba en un pueblo. Verás qué alivio: todas las mañanas pasea la muerte por las aceras sin que nadie le preste atención. Allí está de más el asesinato. En cuanto vivas en uno de esos lugares olvidados por el correr de la sangre, recuperarás los nervios y la sombra. Nunca ocurre nada: las horas pasan tan lentas que es necesario avivarlas con un abanico para notar su aliento”. Al ver el cadáver de la chica, recordé las monsergas de Servando. La muerte siempre llama la atención, ama el protagonismo y le da igual el escenario. Le pone que la adoren en sus más descaradas poses. La muerte no pasa inadvertida, ni siquiera en un pueblo adormecido por campos de brasas. Allí estaba, frente a mí, obscena, profanando el cuerpo de una adolescente que abría su vientre de par en par como un baúl revuelto.
Era mi primer caso de sangre en el nuevo destino. Una semana llevaba allí cuando comprobé lo poco que sabe Servando sobre la muerte y sus costumbres.
La mañana de autos me había resistido a la sed de alcohol. Salí del bar mucho antes de lo que pedían mis temblores de manos. Un cielo recién estrenado me recibió, sobrio, sin estridencias. Solo se oía en la calle el rumiar del carro del barrendero y el zureo de las palomas. Una de ellas presentó sus credenciales sobre mi traje de lino y me condecoró el hombro con una gelatina que estuvo a punto de provocar mi vuelta al bar Miami. Mal augurio, pensé, con tino. Pasé mi pañuelo de tela sobre la cagada. Quedó un leve rastro que eliminé tras empapar el moquero en saliva libre de burbon.
El café con leche no me proporcionó el ánimo necesario. Siguiendo los consejos de Servando, evité la barra del bar para curarme del resto del día. “La España negra y profunda ya no existe. Es un invento de los medios. En el pueblo no te atragantarás con asesinatos, como mucho lidiarás con peleas de mozos, accidentes de tractor, mujeres maltratadas o con inmigrantes apaleados por el aburrimiento del fin de semana. Nada que pueda quitarte el sueño. Las tragedias rurales no se meten entre los dientes, como las hebras de esas carnes fibrosas y urbanas”. Era lunes, llevaba en el pueblo una semana, y, confiado en las promesas de Servando, esperaba no toparme con más escenarios criminales. Siete días resistiendo los copazos mañaneros suponían un logro para quien había copiado los hábitos de los detectives de telefilme. No solo había dejado los juzgados de Plaza Castilla, también la imitación del mal cine. Me empeñé en abandonar antiguos vicios. El ascetismo era la solución para purgar mi hígado y mi mal gusto televisivo. El ascetismo. Estaba iniciándome en él, lejos de la ciudad, de las coctelerías, de los asuntos criminales, del bullicio urbano, de la civilización, solo, sin tentaciones, sin Servando.
No llevé nada bien estar sobrio en el lugar del crimen. El paisaje era tan desencantador como los de la capital. Gracias a mi lucidez, me golpeó con dureza el espanto de la mirada adolescente, la violencia de los arañazos y cardenales; el vaho de las entrañas calientes… Hacía muchos años que no escarbaba en un cadáver con tanto esmero, que no sentía pasar la saliva tan espesa. La muchacha, con los ojos desgarrados por el pánico, miraba el techo con arrobo de beata, extática, tendida sobre una superficie maltratada por el cuchillo y el soplete. Recordé el testimonio de un matachín de cerdos del barrio de San Blas, que desolló a su esposa sobre una mesa parecida porque sentía nostalgia del oficio perdido. Hacía ya muchos años de ese caso.
Sin el efecto narcótico del alcohol, con la única defensa de una magdalena y un café con leche, escocía el espectáculo de la muerte joven: el cabello rubio teñido de sangre, los ojos de cristal, el rastro de las lágrimas en las laderas de la nariz, los labios de corcho… Quemaba aquel vientre de matadero.
Ante la ausencia del médico forense, el secretario y yo nos enfrentamos solos a la escena del asesinato. Demasiada crudeza para él, aún más que para mí: se sujetaba la tembladera en la manga de mi americana. Me contó entre dientes que esperara poca cosa del médico, que ojalá enviaran a alguien de la capital. El secretario no confiaba en él, “será mejor que tomemos nota nosotros mismos si queremos acabar pronto con esto”. Me ofreció su apoyo, aunque le delataban las ganas de escapar de allí cuanto antes. Tartamudeaba, temblaba, quería salir del zaguán y sepultarse de nuevo bajo los legajos del juzgado. Un mes antes, en Madrid, yo no habría reparado en su conmoción, ni me habría abrumado así el escenario del crimen. El ascetismo no iba a resultarme de fácil digestión.
Le pedí al secretario un cuaderno, un bolígrafo y una cámara fotográfica. Tardó en traerlos una eternidad y, al entregármelos, se le cayó la libretilla sobre el pecho de la muchacha, que alguien pudoroso –posiblemente la abuela- había cubierto con un mandil. Mi ayudante no soportó el accidente, rompió en sollozos mal disimulados en cuanto palpó el cadáver. La frialdad de la piel muerta siempre impresiona. Es una experiencia más traumática que la vista de cualquier atrocidad. El tacto de la muerte se pega a los dedos y la desazón no desaparece al lavarte las manos. Es como si dejara un recado en la caricia: “Esta áspera frialdad pronto será tuya”. Siempre que toco la piel de un cadáver, entablo una relación íntima con la muerte, con quien me poseerá sobre la cama o, peor, sobre las sábanas acartonadas de un lecho de hospital.
“Tatiana llegó al pueblo hace bastante. Era una muchacha rusa que terminaba sus estudios de bachillerato sin contratiempos. Su familia y ella llevaban en España más de ocho años y hablaba perfectamente nuestro idioma”. Esas fueron las primeras noticias que tuve de la chica, farfulladas por el secretario entre hipidos, aún conmocionado por la escayola destripada del cadáver. Él la conocía. La observaba de reojo, con aprensión, evitando la atrocidad del vientre abierto. No soportaba su mirada, colgada entre las vigas; ni su cuerpo destrozado.
Examiné las heridas con escrúpulo, sin embargo, no me sentía seguro de mi labor. El escalofrío de la crueldad atravesaba mi columna con pericia, como un cirujano viejo que abre por enésima vez el cuerpo de un enfermo terminal. Era difícil mantener una postura fría, ajena a los humores que desprendía el cadáver. Me empapaba de espanto a través de la nariz, de los oídos, de la boca, de la piel. 
“La madre de Tatiana no vivía con ella durante los días laborables. Trabaja en una ciudad costera y solo viene por el pueblo los fines de semana. El padre nunca salió de Rusia y su abuela, con quien más tiempo pasaba la chica, fue trasladada a un hospital próximo, destrozada por la tragedia”. El parte del secretario -a pesar de la turbación- se ordenaba con claridad. Me lo dictaba sin asomo de retórica y sin los gerundios de los plomos policiales. Al día siguiente, cuando recibí el informe del propio Luis Felipe Capacho, pude confirmar que el secretario se había visto afectado personalmente por la muerte de Tatiana. Aquello era algo más que una mera instrucción. Se percibía una emoción mal contenida y un reparo mal disimulado al describir las lesiones. Luis Felipe no mencionaba el enorme boquete por donde rebosaban las entrañas de la rusa. Pasaba por alto la crudeza de la escena. No se atrevía a describir aquella atrocidad porque ensuciaba la adoración que sentía por ella. El retorcimiento del estilo desnaturalizaba el escenario. Andaba enamoriscado de Tatiana -ella rozaba los dieciocho años y él no tenía más de 27-. El secretario colaboraba en la redacción del libro de las fiestas y quiso homenajear a la joven. Convirtió el informe en un panegírico dedicado a su amor platónico.
En cuanto pude, abandoné el salón donde yacía el cadáver. Las vigas crujían y me advertían de mi soledad en el zaguán. Luis Felipe había huido entre mocos y lágrimas. El médico no había llegado todavía y la guardia civil ordenó que nadie me molestara hasta que no finalizara la inspección. Tomé nota de poca cosa. Estaba demasiado despierto para enfrentarme a una realidad tan macabra: oía el gemido de las vigas; olía el ambientador de frambuesa mezclado con la corrupción de las vísceras; veía las muescas del machete en la madera, las lágrimas secas estampadas en las mejillas; y palpé de nuevo la piel de yeso. Su tacto me despertaría por la noche para hundirme en el desasosiego del insomnio. Salí sin atender a los requerimientos de guardias y curiosos que esperaban en la puerta. Di permiso a la guardia civil para que analizara el lugar del crimen, les pedí que llamaran con urgencia al médico y pregunté a los empleados de la funeraria si llevaban la bolsa reglamentaria para trasladar el cadáver hasta el depósito. Me miraron como dos colegiales a los que se les hubiera cogido en falta.
-¡La bolsa, coño!, ya te dije que se nos olvidaba algo -volvieron al coche fúnebre y salieron derrapando.

Al día siguiente, sin apenas haber dormido, bajé a la calle, sometido por las mismas angustias que me empujaban siempre a los mismos sitios. Pasé por delante del bar Miami. Lo evité. Pronto dejé atrás el pueblo, diez minutos andando y ya las viviendas escaseaban. Ante mí, el campo desangrado, expuesto al sol con el mismo impudor que el vientre de la rusa. Seguí la umbría de un camino bordeado de cipreses, hasta desembocar en la entrada del cementerio. De los muros encalados colgaban coronas de flores marchitas que recordaban a antiguos fusilados sin olvido. Traduje el lema latino que flanqueaba la cancela: “Por esta puerta se pasa a una nueva vida”. La muerte me acompañaba a todos lados: me abordó en el caserón de las rusas; y, ahora, ululaba en el cementerio, entre las ramas de los cipreses. La leyenda de la puerta ironizaba sobre mi proyecto de ascetismo.
Volví sobre mis pasos. Era inútil seguir un camino que conducía a una infinita paramera de rastrojos. Se imponía el regreso al alcohol. Las circunstancias no acompañaban a la regeneración. La muerte y el paisaje se reían de mis proyectos de cambio. Alguien con mucha retranca, no cabía duda, había grabado en el cementerio la inscripción en latín con muy mala intención: “Hic novae vitae porta est”. Humor negro y lenguas muertas, son proverbiales en esos lugares donde nunca pasa nada. El páramo se burlaba de mi destino.
Resistí. Al entrar de nuevo en Almente, me topé con una fachada que me iluminó: los colores de la bandera francesa rompían la monotonía del paisaje. El anuncio de una barbería reafirmó mi recién estrenado ascetismo. Sobre la puerta destacaba el clásico cilindro de peluquería, dentro del cual giraba la espiral del blanco, el azul y el rojo. Una invitación para entrar en un refugio donde adecentarme y salir nuevo al mundo. Entendí el signo de inmediato, para algo me habían servido mis pinitos en semiótica -otra ocurrencia de mi colega Servando, la de inscribirnos en cursos de verano-. El mundo nos ofrece en cada esquina algo que descifrar, una señal que concierne a nuestro destino. Así suelo ver la vida desde que asistí a ese cursillo: como una página cifrada en la que está descrita nuestra fortuna, solo hay que empollarse el código para estar atento a los cruces peligrosos y a las curvas sin peralte. La espiral tricolor que subía y bajaba sin interrupción ocultaba un mensaje: nada se destruye, todo se transforma, todo gira en el interior de una cápsula cilíndrica, dios es un barman nihilista que agita un cóctel cromático… Estos mensajes los apliqué a mi circunstancia: no podía rendirme, debía seguir con mi propósito de cambio, debía aprovechar esa peluquería redentora y tomarla por el Leteo, el río mítico donde se bañan los héroes para ahogar en el olvido sus preocupaciones. Era necesario sumergirme allí para limar las costras del sol y aligerar el peso de la muerte.
Esperaba encontrar en la peluquería a un barbero viejo, charlatán y bonachón, que amueblaría la conversación con sabiduría. Un demiurgo-rapador al que entregar mi cabeza para purificarla y despejarla. Decidí afeitármela al cero para comenzar mi nueva condición de asceta.
En el estrecho habitáculo, apenas cabía una mesa camilla, un perchero, un sillón de barbería y la nariz de cuervo de Mario Vélez, un peluquero que recibía a los clientes con la humillación propia de las aves carroñeras cuando escarban entre las vísceras. Nadie esperaba turno, tampoco el viejo que custodiaba la mesa camilla y me observaba de reojo.

-¡Buenos días!, este no va a raparse –me aclaró Mario-. Solo viene aquí a alcahuetear.

El amigo del peluquero se entretenía con una revista de chicas desnudas, arrugadas por la antigüedad del papel. Marcos alternaba la atención entre la foto de una rubia que en ese tiempo andaría por los 60 y el nuevo cliente. El nacimiento del pelo casi se fundía con sus cejas, lo que le daba un aspecto aún más silvestre. Ese detalle terminó de animarme al rapado completo.

-Pero, hombre, ¿cómo va usté a juzgar así? Permítame que le haga un arreglo de navaja y verá cómo le luce.

-¡Ah!, ¿me conoce?

-Hombre, claro. Usté es don Javier Castrado, el nuevo juez, el que va a lidiar el asesinato de la rusa. No somos muchos aquí, ¿sabe? Las noticias vuelan.

-Ya, ya veo.

-Entonces, ¿no lo rapo al cero, verdad? Con ese traje claro tan elegante no le pegaría nada ir así. Además, le quitaría, ¿cómo le dicen ahora?

-Glamur, le dicen glamur –dijo Marcos sin levantar la cabeza de la revista.

-Eso, ¡glamur!

¡Que me quitaría glamur ir rapado!, no era mi día de suerte. Esperaba encontrar un hombre sabio, prudente, un guía espiritual; en cambio, las palabras del barbero enseguida me despertaron del sueño mitológico para devolverme a la grosera realidad. Quizá lo que daba glamur en ese pueblo era la cortinilla con la que Mario intentaba cubrirse la calavera: cuatro pelos aceitados, tendidos sobre la calva para disimular la alopecia y la decrepitud. El guardián mitológico del Leteo era un personaje de cómic.
El viejecillo de la frente escasa seguía en la silla de anea sin decir nada, sonriendo con picardía, no sé si a causa de la lubricidad de la revista o imaginando a los reos muertos de risa ante un juez sin glamur. Encima de la cabeza de Marcos Rémora, una imagen de la patrona del pueblo y un póster de la selección española de fútbol disimulaban las mataduras de la pared. El elevado volumen del radiocasete le restaba gravedad a la conversación. La música sincopada de la máxima actualidad discotequera modernizaba la rusticidad del local. Me hacía sonreír mi imaginación: veía al peluquero y a su amigo -cuando faltaran los clientes- convulsionándose al son de los ritmos juveniles. 

-¡Que me rape, haga el favor!

-El señor manda, pero si va a parar mucho por aquí, le repito que yo no lo haría. Se respeta más a la gente con glamur.

Ni mi tono más autoritario, ni la violencia de una nueva pieza de percusión cibernética, fueron suficientes para detener la cháchara del barbero.

-¿Y qué me dice de esa muchacha?, ¡menuda desgraciada!

-Pues no le digo nada, porque los casos en los que trabajo no los voy comentando por ahí.

-No se preocupe, ya le digo yo. En cuanto amaneció por el pueblo, sabía que no terminaría bien. ¿Es así o no, Marcos, lo dije o no lo dije? –el viejo asintió con indiferencia y pasó la página de la revista con dificultad, forcejeando contra la humedad y el tiempo, para disfrutar del póster central-. Estas extranjeras que amanecen por aquí no se dan cuenta de que trastornan al personal. No estamos acostumbrados a las rubias naturales y menos de ese nivel, ¿es verdad o no, Marcos? –sonrió con la complicidad del amigo, mientras seguía sonando la cacharrería de una música estrepitosa que apenas permitía entendernos.

-¿Qué quiere decir, que cuando aquí no están acostumbrados a algo se lo quitan de en medio?

-No, hombre, no. No me entienda mal. Aquí nunca ocurre nada de eso, ¿verdad, tú? Aquí nunca ocurre nada. Del último suceso casi no me acuerdo, aunque también fue sonado, sonado, y también asunto de vientres. Fue lo de Justo, el otro barbero.

-¿Explíquese?

-Justo es sordomudo, pero hablaba por los codos, como le digo, por los codos. No paraba de chapurrear y hacer cucamonas para que lo entendieran. Espantaba a los parroquianos porque cascaba como un demonio, con ellos y con su mujer, que es también sordomuda y siempre andaba por la barbería. ¡Pues no me hice yo entonces con clientes suyos!, ¿verdad, Marcos? –el amigo ni siquiera se molestaba en asentir, aunque seguía la conversación, por lo que podía apreciar a través del espejo-. Los clientes huían de la barbería a chorros por la tabarra que les soltaban el sordomudo y su mujer. A Justo le gustaba ir de putas y a ellas también les ponía la cabeza como un sonajero. Eso me lo han confirmado, no ellas, sino algún que otro putero. Al mudo no se le entiende nada, pero él cree que sí. Bueno, pues su mujer se enteró de que lo engañaba y de que se gastaba lo poco que sacaba de la peluquería en los puticlubs. Una tarde, ella esperó a que se fuera el último parroquiano y sin decir ni “mu” se tiró sobre el marido y le clavó unas tijeras enrobinadas en la barriga. Las sordomudas son muy traicioneras, ¿verdad, tú?

-¿Y murió?

-No, ¡qué va! Solo le hizo un agujero en el mandil y otro en la tripa que lo convenció para no cascar tanto y le inutilizó el aparato. El mudo volvió eunuco a la barbería, por la infección, y mucho más callado. Desde entonces, el muy cabrón me roba la clientela. Todos van a verlo para enterarse del chisme y por reírse de él; y ahora que quieren que les hable, aunque sea por señas, Justo calla y se enfada cuando le nombran a la parienta. Hasta este estuvo rondando por allí, ¿es verdad o no?

-Muy poco –salió del mutismo Marcos, cuando Mario comenzaba a enjabonarme la cabeza para rasurar el último rastrojo. Vi al hombre sin frente en el espejo y no me arrepentí de mi decisión.

-Pero aquí no andamos matando gente, ni extranjeros, ni siquiera sordomudos. Para que se haga una idea: a mí me joden los granos, les tengo un asco que no los puedo ver; y siendo barbero, tienes, quieras o no, que lidiar con ellos. Algunas veces, cuando afeito a navaja, me encuentro con uno de esos, reventones, de cabeza amarilla. Los veo muy de cerca y aumentados por las gafas. No lo aguanto, me dan ganas de rebanarles el pescuezo a quienes los tienen. Y ¿lo hago?, pues claro que no. Me aguanto las ganas porque arruinaría el negocio y porque uno tiene sesera y sabe que no puede ir cortando pescuezos, por mucho asco que le den los granos. Uno tiene principios y sabe atarse los machos y así ocurre con casi todos los que vivimos en este pueblo. Lo que pasa es que a uno no lo pueden estar provocando de contino: no sería de ley que por conocer mi manía, los chavales con granos se plantaran aquí con la mala fe de verme rabiar. Tendría que abandonar el oficio porque si no, al final, a alguno le pasaría la navaja por el galillo. No se puede andar achuchando los malos instintos de la gente. Todos los tenemos. Hace falta cuidar las formas para no prenderlos. Este pueblo ha sido siempre muy tranquilo hasta que empezó a venir gente extraña, empezando por los mudos. ¿Es así o no, tú? -Marcos seguía empeñado en la operación de separar las páginas de la revista.

-Explíquese mejor, me he perdido.

-Estas extranjeras pervierten a nuestras muchachas y marean a los hombres; bueno, ellas, la televisión, los móviles y el internet. Los varones tenemos esa querencia que nos empuja hacia las mujeres (como el que a mí me lleva a cortar el cuello de los que tienen granos), y nos la aguantamos hasta que no podemos más. Tenía que haber visto a la rusa pasar por aquí: menudo buche y menudas ancas. Me sacaba una cabeza (a este, tres) y siempre con unos leotardos bien pegados al culo, que le marcaban hasta el apellido. Con 18 años sin cumplir, ¿dónde coño iba? Y esa melena rubia y esos morros de perdida y ese pendiente en la ceja. Y así un día y otro, paseando arriba y abajo, por la calle Mayor, a las horas en las que se da garbeos la gente; y así un día y otro, y los hombres al acecho y las muchachas copiándolas; y así un día y otro. Lo que le digo, como si yo tuviera que afeitar cada tarde a dos o tres que hubieran pillado la viruela, pues que no me aguantaría las ganas de rajarles el pescuezo. Eso le ha pasado.

-¿Quiere decir que a la chica la asesinaron por pasear demasiado por la calle Mayor, por ser bien plantada y por llevar un piercing?

-No, no me entiende usté. Aquí tenemos chicas parecidas y hasta más extravagantes, pero no se pavonean así. No pasan por la calle encalabrinando a los hombres, no tienen ese descaro, ni se dejan ver a todas horas, ni ponen esa cara de no importarles nada. Además, no conocemos a su padre, ni a su familia. No había ninguna linde que detuviera a los hombres. Se barruntaba que no iba a terminar bien, ¿es verdad o no que lo dije, tú?

No terminé de comprender el discurso del barbero o más bien no quise entenderlo. Tampoco valoré su calidad de profeta. Sus palabras nacían de la inconsciencia o de las pocas luces o de sus perversiones o de la insalubridad del local o de la algarabía producida por el martilleo del radiocasete. Las completó con algunos detalles, tras bajar unas décimas el volumen del aparato.

-La chavala iba siempre con otra extranjera, no sé de dónde, de uno de esos países nuevos que se ha inventado la televisión. Las teníamos siempre ahí enfrente –Mario señaló unas escaleras a través del cristal empañado, que Marcos aclaró con el vello de su antebrazo-, ¿verdad, tú? Se pasaban las horas muertas ahí, en cuclillas, sin hablarse, amorradas a los móviles. Este no sabía si mirar a la revista o a la calle –señaló el barbero a Marcos, para sacarlo de su mutismo.

-A mí no me líes –lo amenazó con el dedo extendido y volvió sobre la revista.

-Desde que aparecieron por el pueblo, no hacían otra cosa. Hace una semana pasó algo, aunque ya había ocurrido antes.

-¿Qué?

-Llegaron los chulos del puticlub rascándose los huevos. Dos extranjeros mayores que ellas. Y discutieron. No sabemos lo que les dijeron, no hablan en cristiano. Este y yo estuvimos asomados a la cortina hasta que Anastás volvió la cara hacia la puerta. Se llevaron a la otra, a la Ana, creo que se llama. A la Tati le dieron un bofetón y se quedó sentada, llorando. Podríamos haberlas ayudado, pero no nos gusta olisquear en las cosas de nadie. No somos como las mujeres. Nos quedamos aquí adentro, viendo cómo lloraba la muchacha, hasta que se fue –volvió la vista hacia Marcos, pero ya no requirió su consentimiento.

La peluquería no era el Leteo. Sin pretenderlo, estaba metiéndome hasta el tuétano en la tragedia de una joven que solo querría haber tratado en la instrucción judicial. El peluquero no me había ayudado en nada, todo lo contrario: me acercó al ambiente de la víctima, reconstruyó sus peripecias y comencé a verla a través de un microscopio que siempre terminaba por dañarme el ojo.

-¿Esto se lo habéis contado a la guardia civil o a la policía?

-¿Para qué?

-Mañana os quiero en el juzgado a los dos. A partir de las doce.

Marcos Rémora arrojó la revista al suelo, volvió a hablar y blandió un dedo amenazador para marcharse sin más.

-¡Mecagüen tus muertos, Mario!

-No le haga caso. Tiene un pronto jodido, pero no es nadie. Y aunque lo fuera, con el metro y medio que mide no se puede permitir el lujo de ser muy hombre. No sé para qué nos quiere allí, si ya se lo he dicho todo. No sabemos nada más. Además, esas chavalas no podían acabar de otra manera: o en el puticlub o destripadas en un ribazo. Es ley de vida. Las niñas no pueden hacer lo que se les pasa por las narices, no pueden torear sin un método. El público está ahí, esperando sus pases de pecho. Los que somos de aquí lo sabemos porque hemos vivido siempre con nuestras lindes, nos conocemos, pero estas chicas de fuera no se preocupan por aprenderlas y así les va.

La Revolución Francesa no había dejado ningún legado en la barbería, excepto los colores de la bandera. La tauromaquia, sí. De puertas adentro, solo destacaban, por su modernidad, el aporreo mecánico de la música de discoteca y el póster de la selección. Los personajes y el ambiente se habían merendado por lo menos doscientos años de civilización.
La citación en el juzgado apenas alteró a Mario. Siguió con su retorcido sermón sin que el hecho de tener que declarar le intimidara lo más mínimo. Hasta que no me embadurnó de loción y me cepilló los hombros, no paró de recitar el código medieval de conducta que debía seguir quien se arriesgara a cruzar la frontera del pueblo.
El olor de la loción era molesto. Se colaba por las narices con la violencia de un aroma rancio. Me dirigí con prisa hacia la pensión en la que me alojaba. Me apetecía remojar con alcohol la cháchara del barbero, para ahogarla, para no reconstruir la vida que comenzaba a dibujarse alrededor de la malograda Tatiana, pero había que aguantar. Debía mantenerme firme en el camino del ascetismo. Me acaricié el cráneo pelado, sin glamur, para insuflarme ánimo.
El fuerte olor de la loción se filtró y me aturdió. Era como si el barbero, convertido en brujo de feria, me hubiera untado la piel con un elixir mágico que impedía la sudoración y me sofocaba. El veneno trabajaba con la eficacia del amoníaco en las superficies cubiertas por la suciedad: eliminó todo resto de podredumbre, arrastró las sustancias que me permitían desarrollar el raciocinio, y me irritó el paladar y la pituitaria. Necesitaba una ducha fría para acabar con las propiedades del ungüento.
En cuanto noté el agua tibia sobre mi cabeza pelada, me encontré mejor. Había resistido por segunda vez los envites de los tugurios y el aroma de la loción quedó desvirtuado por el poder del gel de coco. Sin embargo, no aguanté la tentación de abrir el ordenador y teclear el nombre de Tatiana Vólkova en el buscador de Facebook. La página estaba abierta para todo el mundo. No había ningún filtro, ni nadie se había tomado la molestia de cerrarla tras la muerte de la chica. A primera vista, en las fotos de su perfil, cualquiera hubiera creído que se trataba de una actriz o de una modelo. Sobre la mesa de matarife, la frescura del rostro había desaparecido, apagada por la sangría. Al observarla más sereno, me sorprendió la exótica armonía de sus facciones y sentí el escalofrío que nos sacude cuando se le añade un gesto animado a quien hemos conocido desfigurada por la violencia, el dolor y la muerte.
Su seriedad destacaba en fotos donde las adolescentes suelen afectar una alegría artificiosa, producto de la neurosis que provoca la exposición pública. Tanya -como se hacía llamar- aparecía hierática en casi todas las imágenes, exhibiendo una perfección ensombrecida por la tristeza de su mirada. Se la veía frágil y a la vez segura. Su belleza le proporcionaba un salvoconducto de autoridad entre las chicas que posaban junto a ella. Se mostraba ajena al jolgorio y a la fiesta que se vivía a su alrededor, como si hubieran colocado su imagen de manera fraudulenta entre risueñas y alocadas muchachas.
La visita en Facebook fue más larga de lo que me prometí. Leí algunas de las conversaciones, intrascendentes, y analicé las imágenes. En una de ellas, descubrí, en segundo plano, un rostro muy familiar, el de Luis Felipe Capacho, el secretario judicial. Se le veía desenfocado, detrás del grupo de chicas y chicos que alardeaban de chupitos y embebían los labios para besar el objetivo. Solo Tanya permanecía impasible, en el centro, de negro, con un rictus que no se ajustaba al desenfado de sus compañeras. Luis Felipe era testigo de la escena, un actor secundario en el que no se cae si no se le conoce personalmente.
El descubrimiento del secretario entre las fotos juveniles despertó mi enfermiza imaginación literaria. Tengo que racionarme las novelas negras, influyen demasiado en mis indagaciones. Invento tramas enrevesadas y personajes atormentados que no responden a la realidad. Copiaba el comportamiento y las investigaciones de los detectives de ficción para evitar la consternación que me produce la violencia real.
Antes de cerrar Facebook, me paseé por la corta lista de amistades de Tatiana. No estaba Luis Felipe, pero sí una tal Agnes, que aparecía en varias fotos, rubia y despótica, como la rusa. Seguramente era la Ana a la que se refirió el peluquero, la que se fue con los chulos que golpearon a Tatiana. Intenté entrar en su perfil, pero me lo impidió la prudencia de Agnes. Su página estaba encriptada y no pude visitarla.
En el imaginario se me quedó grabada la tristeza insondable de Tanya. Detrás de sus ojos limpios, casi transparentes, se escondía una intranquilidad que enturbiaba de misterio la perfección de sus rasgos eslavos. Los labios encendían con vivo color la sordidez de una juventud que no parecía tal. Aquella fijeza en la melancolía no era la de una chica de 18 años, sino de muchos más. Tanya se rodeaba de jovialidad, de locura, de juerga, pero no participaba de ellas. Quedaba en el centro de la fiesta, incrustada como una corona de flores en mitad de un cumpleaños, estigmatizada por el anillo que le atravesaba la ceja. Rotunda, magnífica, con las potencias de mujer exaltadas hasta la indecencia, pero apagada por un interruptor oculto que la desconectaba del mundo febril que la rodeaba.
El caso contenía los ingredientes de una clásica novela nórdica: víctima rubia, sospechosos exóticos, fotos con pistas escondidas y violencia sádica. Yo mismo me solía ver como un clásico protagonista de este tipo de ficciones: borracho, solo, de uñas con la vida y con deseo de cambiar de aires para no enfrentarme a mis demonios. Pero esa noche estaba sobrio, recién duchado, con olor a gel de coco y con un ligero resto de loción Floïd que se diluía poco a poco, muy poco a poco. Siempre falla algo en la puesta en escena de mis investigaciones, siempre hay algún detalle que hace inverosímil la trama y me frustra como protagonista de novela negra. El pueblo donde busqué refugio tampoco era muy adecuado para convertirlo en escenario de las historias que en Madrid me solía beber con la misma ansiedad que los cócteles.
Quería abandonar la manía de imitar a los protagonistas de ficción y evitar también que ellos me copiaran a mí. Desde que llegué a Almente no había probado las bebidas estrafalarias a las que me aficioné en la ciudad. Cuando terminábamos la jornada en los juzgados de Plaza Castilla, Servando y yo bajábamos a los bares, obsesionados por estas novelas a las que nos habíamos enganchado. Ninguno de los dos había probado el burbon, ni el Dry Martini, ni el Rose´s Lime Juice, ni otras pócimas novelescas. Nos introdujimos juntos en un mundo de ficción, atraídos por los alcoholes de fantasía.
Fue una de las causas para solicitar el traslado a un lugar tan ajeno a lo libresco como a la furia de la civilización. Yo, un urbanita de nacimiento, me arriesgué a someterme a la monotonía de la vida rural con la esperanza de abandonar los derrotes que me habían embarrado en el alcohol y el plagio. No me esperaba el escenario con el que me encontré al poco de llegar, tan similar al que había abandonado y, para colmo, tan cercano a una versión de novela nórdica, que parecía preparado por un canalla para que no pudiera levantar cabeza y para impedir mi camino hacia el ascetismo.