viernes, 27 de agosto de 2021

"Lo que Roma esconde" por Manuel Vilas



El 8 de marzo de 2020 me subí a un avión en el aeropuerto romano de Fiumicino y volé rumbo a Madrid. Tenía pensado estar en Madrid una semana y regresar corriendo a Roma para acabar el libro que estaba escribiendo sobre mis días vividos en la capital de Italia. Estaba viviendo en la Academia de España en Roma, en San Pietro in Montorio, en el Trastévere, al lado del Fontanone, ese templo del agua que aparece al comienzo de La gran belleza, la ya célebre película de Sorrentino. Me había hecho adicto a la belleza romana, y no lo sabía. Tampoco sabía que el derecho a la belleza tiene naturaleza política. Tampoco sabía que sin belleza la vida no es vida sino una rutina de días iguales que también destruye la salud.

Me encantaba la habitación romana que tenía en la Academia. Era larga y estrecha como un autobús. Cada vez que abría la puerta entraba en otra dimensión. Tenía cinco ventanales que daban al claustro de donde a veces subían voces de turistas. Yo no odio a los turistas, porque sería tanto como odiarme a mí mismo. De hecho, si por mí fuera, votaría a un candidato a la presidencia de gobierno que dijera “yo solo soy un turista más, soy como vosotros”. La única identidad existencial fraterna es la del turista. Cuando veo turistas en el sitio en el que estoy es que he acertado con el sitio. Y Roma es el acierto pleno. Con cada ventanal de mi enorme habitación tenía mi propia relación personal en función del descenso de la luz del sol. Ah, la luz del sol, su bajada hasta nosotros, pero Dios santo, cómo soportar tanta belleza. Hace unos días, cenando en un restaurante de León, delante de unos maravillosos bocartes, el escritor Juan Bonilla citó una frase de Cansinos Assens que decía: “Dios mío, no permitas que haya tanta belleza en este mundo”. Esa inundación de belleza te retuerce el alma y acabas convertido en un místico eufórico.

En mi casa romana había construido un orden. Por ejemplo, en la repisa de uno de esos ventanales, diseñé una pequeña fresquera, en donde dejaba agua mineral, fruta y algún yogur. Me servía de nevera. Pues la nevera de verdad, la eléctrica, se encontraba a tres pisos de escalera. Estaba muy orgulloso de mi fresquera. Me di cuenta de que tenía un pensamiento ecológico sin desarrollar, y me di cuenta de que en invierno, con un poco de imaginación, se puede vivir sin nevera. Había decorado mi pequeño apartamento romano con una mezcla de ternura y memoria. La cafetera eléctrica que me regaló Ana Merino por Navidades ocupaba un puesto central de mi apartamento, luego, meses más tarde, legué esa cafetera al poeta Carlos Pardo, y me consta que es feliz con ella. Yo creo que los objetos se llevan algo de nosotros. Yo he amado objetos en esta vida, por puro agradecimiento, por delicadeza. El armario de mi habitación, por ejemplo, me acariciaba por las noches, cuando yo me quedaba dormido. Ese armario era un padre y una madre, encarnados en madera antigua. Pasaba a veces largos ratos mirando el armario, dispuesto a asumir que en algún momento pudiera moverse o hablarme. Había un sillón, en donde leía a Dante en italiano (no me enteraba de nada), que parecía el sillón del Papa, que es el sumo pontífice de los turistas universales.

La luz romana que entraba en mi apartamento era brutal. Podría llamarla Dios, o María, o Elvis Presley, o Juana de Arco. Pero era solo luz. A veces tenía la sensación de vivir en el mismísimo cielo. Eran los fantasmas de la Academia de España en Roma quienes me regalaban este orden superior de la existencia, como un estado místico de contemplación, terror y alegría. Al fin y al cabo yo vivía en un edificio construido en 1873. Donde yo dormía, otros lo hicieron muchas décadas antes, y los seres humanos dejan rastros invisibles. No hace falta ser médium, ni espiritista, con poner un poco de amor es suficiente para que esos rastros invisibles se hagan visibles. De modo que vi un gentío de almas que paseaban por los largos pasillos de la Academia de España en Roma. Decenas de fantasmas venían a verme y se echaban a llorar de ternura, y si me asomaba al templete de Bramante, a pocos metros de donde estaba mi pequeño apartamento, las decenas de fantasmas se convertían en legiones de espíritus vagando en el aire. Ninguno era hostil. ¿Quién ha dicho que los fantasmas son malos y buscan aterrorizar a los vivos? Los fantasmas que yo vi eran todos encantadores, maravillosos, buena gente, y solo eran peregrinos inmateriales. Todos estaban iluminados, parecían farolas que ascendían a los cielos.

Mi vida romana terminó por culpa del virus. No pude regresar a Roma y hube de quedarme en Madrid. Me obsesioné con regresar a Roma. Hay un sentimiento que no quiero que me vuelvan a robar nunca. No es el sentimiento de la felicidad, ni el de la alegría. Es el sentimiento del entusiasmo, que consiste en vivir una alegría inventada, una felicidad catastróficamente infundada, eso es el entusiasmo, vivir una ficción, dar a las ilusiones consistencia, firmeza. La gente te ve y dice “mira, un entusiasta”. Vivir un amor a la vida sin ningún fundamento racional, eso es el entusiasmo. Tener la delicadeza de pensar que el amor es el motor del mundo, eso es entusiasmo. Ser un bendito, un clemente, un cándido confeso, eso es el entusiasmo. Me despertaba en Madrid, en el mes de abril de 2020, y pensaba en cuándo podría volver a Roma y calentaba el entusiasmo dentro de mi alma para que no se muriera de inacción. Los entusiastas a veces podemos parecer ridícu­los, cursis, pueriles, aniñados, simples, bobalicones. Los entusiastas no tenemos perdón de Dios, negamos con una frivolidad pasmosa la deslealtad de la vida, y seguimos cantando nuestra canción de amor.

Me resulta difícil explicar mi relación con Roma. A veces paseando por ella me he sentido como si estuviese en Barbastro, la ciudad de mi infancia. Esto parece inverosímil, pero tiene una explicación. Voy a intentar darla: en Roma te sientes a salvo de la fealdad del mundo. En la infancia, en mi infancia en Barbastro, me sentí a salvo de la ferocidad del mundo. Las dos ciudades me salvaban de algo y eso hacía que mi alma las confundiera.

En octubre de 2020, en la primera desescalada, regresé a Roma, con mi PCR en la mano. Estuve tres días y los tres días fueron tumultuosos. Salía a las calles con ganas de devorar la ciudad. Me paraba en mitad de la Piazza Navona y me preguntaba a mí mismo: ¿pero qué estás buscando aquí, alma de cántaro? No ves que te va a dar un infarto de tanto entusiasmo. Una ciudad no es un bien comestible. Ni siquiera se puede tocar. ¿Qué es una ciudad? Un misterio hecho de tiempo y deseo. Yo creo que en Roma busco el pasado, como hace todo hombre o mujer con más de 50 años. Buscamos el pasado. En esos días de octubre Roma no había decretado el uso obligatorio de la mascarilla. Así que para mí fue revolucionario quitármela y quedarme desnudo en mitad de las calles romanas. No he vuelto a Roma desde entonces, porque todo volvió a complicarse y surgieron la segunda, la tercera ola del virus, ya no sé cuántas olas más.

Mañana me ponen la segunda dosis de Moderna. A mí me encantan las vacunas. Pues por ser entusiasta lo soy hasta de las vacunas. Tengo que ir al Hospital Puerta del Hierro a que me pinchen. Llega la muerte del virus, al pobre bicho lo están friendo las vacunas. Parece un mártir del cristianismo. Los leones de la ciencia le están metiendo unos zarpazos y unos mordiscos tremebundos. Hasta ya da pena el pobre bicho. Y dentro de una semana regreso a Roma.

Y sé lo que haré nada más llegar al aeropuerto de Fiumicino. Justo al lado de las cintas de recogida del equipaje hay un pequeño bar. Allí me pido mi primer café expreso. Cuesta un euro veinte. No creo que haya mejor inversión de un euro y veinte céntimos que en un café expreso. Mi alma combustiona cuando ese café se cuela por sus rincones. ¿Existe el alma? Creo que vi la mía durante el confinamiento, creo que la oí decirme “llévame a Roma cuando esto termine y si algo así vuelve a suceder déjame libre, deja que me vaya al infinito, a la pura nada”.

Ya sé lo que me espera en Roma dentro de una semana. Me aguarda el entusiasmo. Roma regala muchas cosas, pero hay una que no se la da a nadie. Y los entusiastas nos volvemos iracundos cuando vemos que ese don se nos niega. Roma no permite ser conocida en su totalidad, en toda su vastedad. Roma se esconde. Pero sí permite verla mientras se esconde, porque quiere verte sufrir. Sufrir, un poco. Solo un poquito porque todo lo demás son besos, solo besos.

martes, 24 de agosto de 2021

"William Faulkner: 'Mientras agonizo', retrato de una tierra baldía" por Rafael Narbona



La escritura de William Faulkner es un río desbordado, una avalancha de agua que invade las orillas y arrastra todo lo que se cruza en su camino, un caudal que frustra todos los intentos de ser encauzado para frenar sus estragos. El escritor sureño que amaba los caballos, el tabaco de Virginia y el burbon single barrel escribe como el que se desangra, abriéndose las venas en cada frase. Cada palabra brota de sus entrañas, a veces sucia y agreste, dividida entre el anhelo de orden y la nostalgia del caos primitivo, cuando el lenguaje no se había sometido a la violencia de la gramática y la sintaxis.

Faulkner amontona asociaciones subjetivas, sin buscar un nexo lógico, pues sabe que el flujo de la conciencia no se guía por la razón. La razón es artificio, impostura, ficticia claridad. En realidad, la mente es una selva enmarañada, turbia y espesa. La escritura es un parto que saca a la luz esa confusión y, por tanto, no puede ser un proceso limpio y apolíneo, sino una explosión de ruido y furia. Lo que caracteriza al verdadero escritor es el estilo y el estilo debe ser honesto con lo real, mostrando que en el origen solo hay oscuridad y anarquía. El gabinete de un autor debe parecerse a un despacho en penumbra, semejante al del inicio de ¡Absalón, Absalón!, un espacio claustrofóbico, cálido y sin aire, donde la literatura se despoja de afeites para buscar el latido más profundo de la vida. William Faulkner explicó su poética, sumamente ambiciosa: “decirlo todo… entre la primera palabra y el punto… ponerlo todo en una frase —no solo el presente, sino todo el pasado del que depende y que supera al presente segundo a segundo”.

La temeraria e irrealizable pretensión de abarcar la totalidad de lo real mediante un texto conduce necesariamente al colapso del lenguaje, pero se trata de un colapso fecundo. La ininteligibilidad de algunas obras, como los pasajes más herméticos del Ulises de Joyce, es la prueba de que la literatura siempre apunta más allá, codiciando el más alto grado de comprensión, pero sin ignorar que su vuelo está limitado por las insuficiencias del conocimiento humano. Faulkner hace astillas la forma tradicional de narrar, cultivando la paradoja, el fragmento, la incongruencia. Frente a la perspectiva del narrador omnisciente, que ofrece una visión coherente y sin ambigüedades, opone el punto de vista múltiple, incluyendo la óptica deformada de personajes con graves deficiencias mentales, como Benjy, el hijo discapacitado de los Compson.

El ficticio condado de Yoknapatawpha, situado al noroeste de Mississippi, es una representación del cosmos y no puede prescindir de ninguna perspectiva, sin malograr su vocación de totalidad. El estilo de Faulkner eclipsa la nitidez, arrojando estratos de palabras que se atropellan y desplazan mutuamente, pero en ese desorden surgen nubes de significados más clarificadores que la transparencia más estricta. La luz de Yoknapatawpha es opaca, casi una fluctuación que surge de la nada y regresa a ella, pero ese fluctuar no cesa de crear universos.

Faulkner siempre deja dudas sin resolver, pues entiende que la incertidumbre es un principio vital y no una imperfección. Sus novelas casi reproducen las profecías de la física moderna, que augura al cosmos una imparable entropía. Algo similar puede decirse del concepto de identidad individual, especialmente después de los hallazgos del psicoanálisis. El yo, plural y caótico, no puede avanzar en el autoconocimiento, sin propiciar su autodestrucción. El último tramo del saber nos conduce a la disolución de todo lo existente. La literatura solo es la crónica de una decadencia global que afecta indistintamente a la materia y el espíritu, si es que se trata de dimensiones diferentes y no aspectos de una única e indivisible realidad.

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William Faulkner nació el 25 de septiembre de 1897 en New Albany, Mississippi, pero su familia se trasladó a los pocos años a Oxford, condado de Lafayette, donde residiría la mayor parte de su vida. Su nombre completo era William Cuthbert Falkner. De joven, añadiría la “u” —a instancias del impresor de El fauno de mármol (1924), uno de sus primeros libros— para reforzar su identidad como escritor y diferenciarse de su bisabuelo, William Clark Falkner, abogado, hacendado, oficial condecorado durante la Guerra Civil, político, empresario, novelista y poeta. Aunque no llegó a conocerlo, siempre se consideró su heredero espiritual. Su padre, Murry, fracasó en cambio como hombre de negocios, mostrándose incapaz de dirigir la compañía de ferrocarril creada por su padre. Tras varios años de inestabilidad, solo logró una plaza de secretario y administrador de la universidad de Mississippi, lo cual despertó en la familia cierta sensación de decadencia.

Estudiante mediocre —o, mejor dicho, indiferente—, Faulkner no llegó a graduarse en secundaria, pero gracias a su madre, un mujer refinada y algo dominante, se convirtió en un fervoroso lector de Shakespeare, Fielding, Voltaire, Dickens, Hugo, Balzac y Conrad. Gracias a su amigo Philip Stone ampliaría sus lecturas, familiarizándose con autores como W. B. Yeats, Ezra Pound y T. S. Eliot, pero nunca se involucró en camarillas, grupos o escuelas. Intentó alistarse en el Ejército de los Estados Unidos, pero lo rechazaron por su escasa estatura (medía un metro sesenta y cinco). Sin embargo, logró ser admitido en una unidad reservista del Ejército Británico en Toronto. Años más tarde, se inventó que había recibido instrucción para ser piloto de la RAF, pero no había llegado a entrar en combate porque la Primera Guerra Mundial finalizó antes de que lo enviaran al frente. Con el tiempo, añadió nuevas fábulas a su historia, afirmando que había sufrido varios accidentes durante el entrenamiento, quedando gravemente malherido en brazos y piernas.

La necesidad de estar a la altura del “viejo coronel”, el bisabuelo condecorado, le llevó incluso a sostener que había combatido en Francia, donde supuestamente fue abatido. Había sobrevivido, pero no sin una intervención quirúrgica y una placa de metal en la cabeza. La mitomanía es un vicio —o una patología— que suele acompañar a muchos escritores. Es comprensible, pues su profesión consiste en mentir.

En 1921, Faulkner logra ser admitido como estudiante en la universidad de Mississippi, pese a carecer del título de secundaria. Su padre realiza el milagro, aprovechando su trabajo en la universidad. No parece que la experiencia aporte mucho al futuro escritor, que será suspendido en la asignatura de inglés. Su próximo destino será Nueva York, donde trabajará en una librería. No tarda en volver a Oxford, donde trabaja como carpintero, pintor de brocha gorda y empleado de una estafeta de correos. Incapaz de soportar la rutina de un empleo, deja correos, explicando su dimisión con una frase airada: “¡Que me condene si pienso estar a la disposición de cualquier granuja que tenga dos centavos para gastárselos en un sello!”. En 1925 está en Nueva Orleans, relacionándose con un círculo de artistas y escritores entre los que se encuentra Sherwood Anderson. Lee a Joyce, Bergson, Frazer, y publica un puñado de apuntes en prosa y varios relatos. Viaja en barco a Europa, donde pasa seis meses. Son sus únicos viajes, salvo sus estancias en Hollywood para trabajar como guionista (entre sus trabajos, cabe destacar El sueño eterno, Tener y no tener y Tierra de faraones, todas de Howard Hawks; y Gunga Din, de George Stevens) y la gira por Europa, Francia y Japón organizada por la Academia Sueca cuando le concedió el Nobel de Literatura en 1949.

Casado con Estelle Oldham, pasa el resto de su vida en Oxford, llevando una vida de ermitaño, solo perturbada por el alcoholismo. Escribe poesía de corte simbolista y por fin aparecen sus primeras novelas: La paga del soldado (1926) y Mosquitos (1927). Inicia Padre Abraham, pero la interrumpe —no se publicaría hasta 1983— para concluir Banderas sobre el polvo. El editor Horace Liveright rechaza el manuscrito, alegando que la “historia realmente no llega a ninguna parte y tiene mil cabos sueltos”. A Faulkner le afectan mucho esas palabras, pero acaba pensando que constituyen una liberación: “un día súbitamente pareció que una puerta se había cerrado de golpe, […] pero me dije: ahora puedo escribir, es ahora cuando puedo escribir”.

En los dos años siguientes publicará dos de sus grandes novelas: El ruido y la furia (1929) y Mientras agonizo (1930). Ya es un autor con un pleno dominio del arte narrativo, un estilista consumado, con una prosa densa, poética e introspectiva, un demiurgo que ha usurpado el lugar de los dioses, creando un territorio: Yoknapatawpha. Yoknapatawpha County, Mississippi, con su capital Jefferson, una ciudad con las huellas de su decadencia económica y social en las viejas fachadas de los edificios, tiene un área de 2.400 millas cuadradas y una población de 15.611 habitantes. Tierra del delta, la caza es abundante y los terrenos arenosos y cubiertos de matorrales.

El paisaje de Yoknapatawpha County incluye carreteras polvorientas, pantanos, cementerios, un ferrocarril y el gran río, que se desliza como una gigantesca lengua de agua: a veces lento y solemne; otras, ciego y furioso, anegando granjas y destruyendo puentes. Allí viven indios, esclavos, soldados, plantadores, granjeros, buhoneros, predicadores, médicos, abogados. A pesar del aroma a madreselva y el sonido de los cascos de los caballos durante las bochornosas tardes de julio, es una tierra baldía poblada de criaturas desdichadas que muchas veces desean no haber nacido.

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Mientras agonizo es quizás la novela técnicamente más perfecta de Faulkner. El ruido y la furia representa un esfuerzo mayor por averiguar los límites del lenguaje, pero carece de su precisión casi matemática. Su trama evoca las tragedias griegas. Addie, matriarca de la familia Bundren, muere al comienzo de la novela y su marido, Anse, un granjero pobre, decide cumplir la promesa que le hizo de enterrarla en Jefferson. Addie engendró cuatro hijos con Anse: Cash, Darl, Dewey Dell y Vardaman. Su quinto hijo, Jewell, es fruto de una relación adúltera con el reverendo Whitfield. Atribuye todas sus desgracias —pobreza, incomprensión, enfermedades— a su aventura extraconyugal. En un territorio donde la Biblia impregna todos los aspectos de la existencia, la conciencia de pecado está muy arraigada. Addie piensa que su dolor es el precio de la expiación y no recrimina nada a Dios, pues considera que merece todas las calamidades que se abaten sobre ella.

Jewell es un joven fuerte e independiente, que se ha comprado un caballo trabajando para un vecino hasta la extenuación. Consciente de la miseria que aflige Yoknapatawpha, mira al cielo y se pregunta que “si hay Dios, para qué diablos existe”. Darl, su hermano, es un joven inestable que apenas entiende el mundo. Cuando escucha a los demás, tiene la impresión de oír un pandemónium sin ningún sentido. Su mente roza la locura y será la causa de su perdición. Sin un motivo claro, incendiará el granero que les ofrece Gillespie para pasar la noche en su penoso viaje hacia Jefferson. Enviado a la cárcel, no percibirá su destino como una desgracia, sino como un alivio, pues vivir entre rejas le parece más tolerable que soportar el desorden del mundo. Según Cora, esposa de Vernon Trull, un próspero granjero de la zona, era el único que quería a su madre, pese a que ella prefería a Jewell. Su emotividad es un mal negocio en una tierra áspera, donde la ternura equivale a fragilidad.

Vardaman, el hijo menor de los Bundren, no es más clarividente que Darl. De hecho, confunde a su madre con el gigantesco pez que ha atrapado en el río. La realidad exterior le aturde con su perpetua eclosión de formas y colores. Apenas discrimina entre lo vivo y lo inerte, lo puramente animal y lo específicamente humano. Anse es tremendamente egoísta y primitivo. Solo le preocupa conseguir una dentadura, pues lleva muchos años sin dientes y no puede comer bien. La muerte de su mujer apenas le conmueve. Vivir y morir son actos casi indiscernibles en una región donde la violencia y la enfermedad salpican el día a día.

El doctor Peabody, que atiende a Addie en su agonía y que se escandaliza de que Cash se haya roto la pierna y su familia haya continuado el viaje a Jefferson, escayolándosela de mala manera, contempla la existencia desde una perspectiva pragmática que excluye cualquier referencia sobrenatural. Es la voz de la razón en un universo contaminado por el fanatismo religioso. No cree que la muerte sea el final o el principio, sino “una función de las mentes de quienes sufren la pérdida”. Yoknapatawpha le parece una inclemente forja que endurece las almas hasta deshumanizarlas. Las personas se parecen al paisaje: opacas, implacables, taciturnas. Le escandalice que Addie le expulse de la habitación donde agoniza. Ya ha visto esa conducta otras veces. Las mujeres del condado se aferran a sus maridos, olvidando los malos tratos y la explotación. La oscuridad que se cierne cada noche sobre el condado parece la confirmación de que se trata de un territorio maldito.

Dewey Dell es la única hija de los Bundren. Embarazada de Lafe, que le ha dado diez dólares para comprar un abortivo en una farmacia, deambula de un lado a otro como un animal herido. Se percibe a sí misma como “una semilla silvestre y mojada, caída en la tierra ciega y ardorosa”. Engendrar vida solo le parece una desgracia. Vernon Trull se resiste a aceptar que la existencia solo sea fruto del azar. Dios ha dispuesto las cosas en beneficio de los hombres, pero no somos capaces de apreciarlo. Samson, un agricultor que cede su establo a los Bundren durante la primera noche de su viaje, opina que carece de sentido quejarse. Hay que aceptar las cosas como vienen. El estoicismo es la única respuesta digna a la adversidad.

El monólogo de Addie Bundren desprende una desolación infinita. Addie, ya difunta, se pregunta si la finalidad de la vida no es prepararse para estar muerto mucho tiempo. Piensa que cada individuo es una cabeza de alfiler en un despeñadero insondable. Maldice a su padre por haberla engendrado. Para ella, el mundo es un torbellino que te sacude con violencia para arrebatarte todas las ilusiones. No hay nada a lo que agarrarse. Ninguna certeza. Ninguna verdad. Las palabras no sirven de nada. Son imprecisas o mienten. Ni siquiera son capaces de ajustarse a lo que pretenden decir.

Amor es la palabra más falaz. Promete la felicidad, pero siempre desemboca en una soledad violada. Se pide a las mujeres que renuncien a todo para garantizar la continuidad de la vida, “esa corriente roja y amarga que corre por los campos”, pero lo cierto es que la vida solo es una larga preparación para el bien morir. Addie se pregunta qué es el pecado y si es posible la salvación, y no encuentra respuestas, solo palabras que añaden más confusión. Todo es absurdo. El mundo se parece a ese río que ahoga a las dos mulas que transportaban el féretro de Addie. Es un lugar sucio, turbio, oscuro, estrepitoso.

Publicada trece años antes que La náusea de Sartre, Mientras agonizo es una novela existencialista. Su pesimismo afecta a todos los aspectos de la realidad. Metafísicamente, no podemos esperar nada, pues la vida solo es un desgraciado accidente, una anomalía cósmica. Epistemológicamente, no podemos albergar ninguna expectativa de conocimiento, pues las palabras, principal fuente del saber, son inexactas, torpes y falaces. Éticamente, nunca sabremos qué es el bien y el mal, quizás dos conceptos inútiles en un mundo donde lo único que importa es sobrevivir. Teológicamente, no cabe aguardar nada de Dios, una ser terrible o una simple fantasía. Lo único sólido, cierto e incontestable es la náusea que nos produce contemplar la realidad, una trama carente de significado, un tumor que crece desordenadamente, una juego inútil, casi una obscenidad, que alumbra y disipa formas efímeras.

Faulkner bebe en las páginas más sombrías de Shakespeare, donde el ser humano solo es un pelele en manos del azar o una vasija muy frágil siempre a punto de romperse. También se abastece de las páginas del Antiguo Testamento, con sus historias de incestos, maldiciones y catástrofes naturales. El tratamiento que Faulkner hace de los elementos —el agua, la tierra, el cielo, el fuego— posee el aliento de lo primordial, de lo que acaba de salir de la oscuridad, reclamando un nombre. El estilo —lírico, elusivo, expresionista— desprende ese adanismo donde las palabras parecen expresar la esencia de las cosas y no limitarse a designarlas.

Mientras agonizo es un prodigio arquitectónico. La historia avanza con eficacia, añadiendo calamidades al trágico peregrinaje de los Bundren: inundaciones, escasez, un incendio, la putrefacción del cadáver, la pierna gangrenada de Cash, que ha construido el ataúd y que ahora parece el próximo difunto. Addie es enterrada en Jefferson, pero el fin del viaje no constituye una catarsis. De hecho, la familia Bundren no parece una comitiva de vivos, sino de muertos que flotan en el cieno, como ramas en proceso de descomposición. Su obstinación no nace de la piedad, sino del orgullo. Yoknapatawpha es una elegía por una constelación de muertos vivientes. Maestro de la introspección, Faulkner consigue que los monólogos de sus personajes parezcan parlamentos de difuntos que evocan su vida desde el más allá, preguntándose si la muerte no es más real que el leve y breve paso por la tierra.

Después de Mientras agonizo, Faulkner publicó Santuario (1931), Luz de agosto (1932), ¡Absalón, Absalón! (1936), Las palmeras salvajes (1939), El villorrio (1940), Desciende, Moisés (1942), Intruso en el polvo (1948). Solo son los títulos más notables de una fructífera producción narrativa que incluyó indistintamente cuentos, ensayos y novelas. La muerte sorprendió a Faulkner el 6 de julio de 1962. Un infarto de miocardio acabó con una vida mermada por la adicción al alcohol. Faulkner abrió un camino por el que han transitado García Márquez, Vargas Llosa, Onetti, Juan Benet, Javier Marías y otros muchos. William Styron habló en el funeral de Faulkner, afirmando que su muerte “nos disminuía”. No se equivocaba, pero nos dejó sus libros, que no son una tierra baldía, sino una explosión de vida, creatividad y pasión. Como escribió Jorge Luis Borges, “nos tocan físicamente, como la cercanía del mar o de la mañana”.

lunes, 16 de agosto de 2021

"Juan Carlos Onetti: la fatalidad de vivir" por Rafael Narbona



“Es cierto que no sé escribir –afirma Eladio Linacero en El pozo (1939), la primera novela de Juan Carlos Onetti-, pero escribo de mí mismo”. Nacido en Montevideo el 1 de julio de 1909, Onetti no poseía un ego superlativo. Lejos de cualquier forma de neorromanticismo, nunca concibió su literatura como una epopeya del yo, pero siempre fue dolorosamente consciente del aislamiento que afecta a todos los seres humanos, abocándoles a vivir en la claustrofóbica crisálida de la subjetividad. No hay grandes acontecimientos en su biografía, salvo tres meses de confinamiento en un hospital psiquiátrico por orden del dictador Juan María Bordaberry, irritado por la concesión del Premio Anual de Narrativa -organizado por el semanario Marcha- a Nelson Marra por su cuento “El guardaespaldas”. Onetti formaba parte del jurado y sufrió la represión que se abatió sobre el relato y el semanario, acusados de vilipendiar a las Fuerzas Armadas. Onetti recuperó la libertad gracias a las gestiones de Félix Grande, por entonces director de Cuadernos Hispanoamericanos, y Juan Ignacio Tena Ybarra, director del Instituto de Cultura Hispánica. Marra no tuvo tanta suerte y pasó cinco años encarcelado. Después de su liberación, Onetti decidió exiliarse en Madrid, donde pasaría el resto de sus días. El 30 de mayo de 1994 murió a causa de problemas hepáticos. Concluye de esa forma una existencia con escaso relieve biográfico, pero con mucha densidad vital. Cuando le recriminaron haber creado un orbe literario desconectado de la realidad, sin otro contenido que sus obsesiones y manías, Onetti contestó que la realidad no era un hecho objetivo, sino una vivencia personal. Sus libros tal vez estaban desconectados de la realidad de los demás, pero eran extremadamente coherentes con la realidad de su autor.

Para Onetti, la literatura no es un espejo ni una fotografía, sino un proceso de selección y deformación. El territorio de la literatura es lo irreal. Lo irreal no es lo fantástico, que mezcla lo posible y lo imposible, sino la ensoñación de una mente creadora que divaga, reflexiona, combina y omite. El escritor siempre debe silenciar algunas cuestiones, optando por lo fragmentario e incompleto. No por pudor, sino porque sabe que la fidelidad estricta al dato distorsiona el significado de las cosas. “Hay varias maneras de mentir –puntualiza Linacero en El pozo-, pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos”. Onetti siempre buscó “el alma de los hechos”, ensayando distintas técnicas que le permitían trascender la perspectiva realista. Descartó la fórmula del realismo mágico, que le parecía un ardid pueril, prefiriendo sostener sus ficciones mediante un punto de vista indirecto. Sus tramas nunca descansan en un narrador omnisciente. El narrador a veces es un testigo secundario. Su visión nunca es exacta ni fiable. Elude o desconoce datos básicos. Se limita a recoger chismes o relatos de tercera mano. Es lo que sucede en Los adioses (1954), donde el narrador es un almacenero que escucha detrás de un mostrador. En otras ocasiones, el narrador es un personaje impreciso, un ojo sin identificar que vaga por el texto, incapaz de superar su perplejidad. En Para una tumba sin nombre (1959), el doctor Díaz-Grey confiesa: “Esto era todo lo que tenía […]. Es decir, nada; una confusión sin esperanza, un relato sin final posible, de sentido dudoso, desmentido por los mismos elementos de que yo disponía para formarlo”. Atar todos los cabos y completar el puzle no es la alternativa: “Ignoraba el significado de lo que había visto –aclara Díaz-Grey-, me era repugnante la idea de averiguar y cerciorarme”. Onetti no persigue la verdad. Simplemente, la rechaza, considerando que siempre es fruto de un malentendido. Mentir es más ético que presumir de certezas.

Frente a la frustración que produce lo real, sólo cabe apelar a la imaginación. Para Onetti, la literatura es ensueño, ilusión, delirio. Soñar con los ojos abiertos nos permite escapar de los fracasos y sinsabores de nuestro miserable existir. El escritor es la memoria de los sueños. Su misión es preservar las ilusiones, afianzando su carga de nostalgia y dulzura. Santa María, la ciudad imaginaria inventada por Onetti, nace –según reconoció su creador- de la “nostalgia de Montevideo”, pero también de la necesidad de desbordar la realidad con un lugar donde la imaginación no está estrangulada por ningún límite. Santa María no se parece a Macondo, pues respeta las leyes de la física y no se desvía de las exigencias de verosimilitud histórica, geográfica y social. Es una ciudad típica e inequívocamente rioplatense, pero es un espacio independiente, el cosmos privado de Onetti, como lo era laYoknapatawpha de Faulkner. Una contrautopía habitada por la soledad y el desarraigo. No hay salvación ni esperanza para nuestra especie, maldecida por esa anomalía biológica que llamamos conciencia. No obstante, la literatura nos permite un paradójico acto de soberanía: crear universos imaginarios, pero sin ignorar que se trata de un gesto inútil. El pesimismo de Onetti es devastador. Nada puede aplacar el desamparo cósmico del hombre. Ni siquiera es posible el amor, pues el otro siempre es un desconocido, un ser impenetrable. Siempre nos queda la tentación de celebrar nuestra lucidez, pero esa clarividencia es frágil y engañosa. En realidad, no sabemos nada, salvo que respiramos, enfermamos, soñamos, gesticulamos y morimos.


Onetti nunca escribió sobre su infancia. Siempre desconfió de los libros que intentan reconstruir “un período de la vida tan profundamente personal, tan íntimo, tan mentiroso en el recuerdo”. De hecho, habló poco de su niñez. Se limitó a contarnos que fue “un niño conversador, lector, y organizador de guerrillas a pedradas entre mi barrio y otros. Recuerdo que mis padres estaban enamorados. Él era un caballero y ella una dama esclavista del sur de Brasil. Y lo demás es secreto. Se trata de un santuario sagrado”. En su opinión, los escritores que intentan recrear el mundo interior de los niños incurren siempre en “un exceso de perspectiva”. Onetti nos ha escatimado la confesión autobiográfica, pero nos ha contado lo esencial en sus libros. Sabemos que se ha sentido derrotado por la realidad, que no habría soportado la vida sin la literatura y el alcohol, que odiaba la exposición al público. Como explicó una vez a Vargas Llosa, no sin cierta malicia, su relación con la literatura no se parecía al vínculo tranquilo y ordenado que se mantiene con una esposa, sino al apego turbulento que se experimenta con una amante. El Nobel peruano siempre ha observado una rigurosa disciplina, respetando los horarios que se imponía para sacar adelante sus libros. En cambio, Onetti escribía cuando le apetecía, dejándose llevar por sus arrebatos. Nunca utilizó máquina de escribir. Prefería escribir a mano, recostado sobre una cama. A pesar de sus años como periodista, no era un autor de pluma ligera y fácil, sino un creador lento y meditabundo que maduraba concienzudamente sus ideas antes de trasladarlas al papel. Fumador obstinado y amante del vino tinto y, en sus últimos años, el güisqui, nunca ocultó sus vicios, ni su carácter retorcido: “El escritor es un ser perverso. Yo soy perverso. Tomo porque me gusta; fumo porque me gusta. El alcohol me ayuda a escribir. Todavía no he escrito borracho como Faulkner, mi maestro. Éste es mi maestro en lo literario, no en lo alcohólico. Hubo un tiempo en que tomaba pastillas, recetadas por un médico, para escribir. Ahora escribo en pelo, como dicen los gauchos que montan a caballo; o, si quiere, a capella”.Onetti no cambió desde sus inicios. Siempre fue el mismo hombre insatisfecho y rabioso. Al final de El pozo, confiesa: “Yo soy un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad; la noche me rodea, se cumple como un rito, gradualmente, y yo nada tengo que ver con ella”. Onetti es Aránzuru (Tierra de nadie), Ossorio (Para esta noche), Brausen (La vida breve), Larsen (El astillero).En todos los casos, un testigo que contempla la vida desde lejos, intentando no involucrarse en sus conflictos y evitando tomar partido. Sabe que existir es una fatalidad, un callejón sin salida que se estrecha día a día, una catástrofe que –pese a todo- merece ser contada, quizás porque así resulta menos penosa. Onetti no plantea reformas, alternativas o consuelos. Entiende que el papel de la literatura se circunscribe a narrar. Escribir no es un hecho moral, ni un acto político. El estilo es el rasgo diferencial de lo literario. El estilo es lo que permite crear atmósferas, personajes, simetrías, contrastes, historias. Onetti no pretende entretener ni seducir al lector. Sus frases son lentas y sinuosas, como un río de caudal generoso. No le interesa provocar avalanchas, sino abrir las entrañas de lo real, escarbando morosamente en el idioma. Se puede comparar su forma de escribir con un réquiem que celebra las exequias del género humano, irreversiblemente condenado desde el instante fatal en que despuntó la conciencia. Onetti impugna el mito del paraíso desde El pozo, donde la mirada retrospectiva sólo recoge fracasos y ultrajes. El erotismo esboza el espejismo de un territorio feliz, con la conciencia anonadada por el placer, pero esa posibilidad se desvanece enseguida, mostrando que la incomunicación es un muro infranqueable, incluso cuando hay deseo y reciprocidad. Aunque se cree que Onetti no había leído a Sartre en esas fechas, se aprecian notables coincidencias. Para Linacero, el infierno son los demás. Los europeos a veces se defienden de esa dolorosa percepción invocando la tradición. Un rioplatense no tiene ese recurso, pues su historia es demasiado exigua, casi inexistente: “Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos”.

La vida breve, El astillero y Juntacadáveres componen la trilogía de Santa María. No son las únicas novelas ubicadas en ese escenario, pero en las tres el mito de un mundo perdido en la banalidad y el tedio desempeña un papel esencial. Publicada en 1950, La vida breve es la piedra fundacional de Santa María. Su protagonista, Juan María Brausen, un publicista sin empleo y atado a una esposa enferma a la que no ama, libera su mente urdiendo un guión cinematográfico con personajes que encarnan sus distintas personalidades. Escindido hasta bordear la locura, no logra construir esa “vida breve” donde no hay tiempo suficiente para arrepentirse, envejecer o comprometerse. Sin embargo, su fracaso le proporciona una victoria inesperada: conquistar la soledad, disfrutar de la suprema libertad del que no necesita a nadie. El astillero (1961) también es la historia de un fracaso. Larsen, otro hombre solitario, acepta la gerencia de una ruinosa e irrecuperable constructora de barcos para huir del “espanto de la lucidez”. Sabe que su trabajo es una farsa, pero es su única tabla de salvación. “Fuera de la farsa que había aceptado literalmente como un empleo, no había más que el invierno, la vejez, el no tener dónde ir, la misma posibilidad de la muerte”. Larsen vuelve a fracasar en Juntacadáveres (1964). El burdel que abre en Santa María despierta una oposición que rebasa sus peores expectativas. De nuevo, consume sus energías en un esfuerzo inútil, pero más allá de ese despilfarro sólo se extiende la decrepitud. Onetti no desperdicia la oportunidad de airear de nuevo su pesimismo. Los habitantes de Santa María no son personas, sino “una determinada intensidad de existencia que ocupa, se envasa en la forma de su particular manía, su particular idiotez”.

¿No hay ni una hebra de esperanza en Onetti? Quizás en el mito de la muchacha que salpica sus primeras ficciones. En El pozo, Eladio Linacero ensalza la figura de la mujer joven, que sucumbe a los veinte o veinticinco años. Después, “terminan siendo todas iguales, con un sentido práctico hediondo, con sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un hijo”. La mujer joven encarna la rebeldía contra la vejez, las reglas sociales, las exigencias de la vida cotidiana. Es una especie de Prometeo, pero la realidad acaba derrotándola. Ahora que se cumplen veinticinco años de la muerte de Juan Carlos Onetti, ¿cómo debemos recordarle? De todas las fotografías que se conservan, siento un especial aprecio por una imagen de su vejez, donde aparece en la cama, apuntando al fotógrafo con una pistola. Su intención es muy clara: el mundo puede irse al carajo y, con él, todos nosotros. No le interesan nuestros halagos. Por fin ha encontrado el paraíso: una cama, un güisqui y algo de literatura. El resto es putrefacción, mediocridad y rutina.