El 8 de marzo de 2020 me subí a un avión en el aeropuerto romano de Fiumicino y volé rumbo a Madrid. Tenía pensado estar en Madrid una semana y regresar corriendo a Roma para acabar el libro que estaba escribiendo sobre mis días vividos en la capital de Italia. Estaba viviendo en la Academia de España en Roma, en San Pietro in Montorio, en el Trastévere, al lado del Fontanone, ese templo del agua que aparece al comienzo de La gran belleza, la ya célebre película de Sorrentino. Me había hecho adicto a la belleza romana, y no lo sabía. Tampoco sabía que el derecho a la belleza tiene naturaleza política. Tampoco sabía que sin belleza la vida no es vida sino una rutina de días iguales que también destruye la salud.
Me encantaba la habitación romana que tenía en la Academia. Era larga y estrecha como un autobús. Cada vez que abría la puerta entraba en otra dimensión. Tenía cinco ventanales que daban al claustro de donde a veces subían voces de turistas. Yo no odio a los turistas, porque sería tanto como odiarme a mí mismo. De hecho, si por mí fuera, votaría a un candidato a la presidencia de gobierno que dijera “yo solo soy un turista más, soy como vosotros”. La única identidad existencial fraterna es la del turista. Cuando veo turistas en el sitio en el que estoy es que he acertado con el sitio. Y Roma es el acierto pleno. Con cada ventanal de mi enorme habitación tenía mi propia relación personal en función del descenso de la luz del sol. Ah, la luz del sol, su bajada hasta nosotros, pero Dios santo, cómo soportar tanta belleza. Hace unos días, cenando en un restaurante de León, delante de unos maravillosos bocartes, el escritor Juan Bonilla citó una frase de Cansinos Assens que decía: “Dios mío, no permitas que haya tanta belleza en este mundo”. Esa inundación de belleza te retuerce el alma y acabas convertido en un místico eufórico.
En mi casa romana había construido un orden. Por ejemplo, en la repisa de uno de esos ventanales, diseñé una pequeña fresquera, en donde dejaba agua mineral, fruta y algún yogur. Me servía de nevera. Pues la nevera de verdad, la eléctrica, se encontraba a tres pisos de escalera. Estaba muy orgulloso de mi fresquera. Me di cuenta de que tenía un pensamiento ecológico sin desarrollar, y me di cuenta de que en invierno, con un poco de imaginación, se puede vivir sin nevera. Había decorado mi pequeño apartamento romano con una mezcla de ternura y memoria. La cafetera eléctrica que me regaló Ana Merino por Navidades ocupaba un puesto central de mi apartamento, luego, meses más tarde, legué esa cafetera al poeta Carlos Pardo, y me consta que es feliz con ella. Yo creo que los objetos se llevan algo de nosotros. Yo he amado objetos en esta vida, por puro agradecimiento, por delicadeza. El armario de mi habitación, por ejemplo, me acariciaba por las noches, cuando yo me quedaba dormido. Ese armario era un padre y una madre, encarnados en madera antigua. Pasaba a veces largos ratos mirando el armario, dispuesto a asumir que en algún momento pudiera moverse o hablarme. Había un sillón, en donde leía a Dante en italiano (no me enteraba de nada), que parecía el sillón del Papa, que es el sumo pontífice de los turistas universales.
La luz romana que entraba en mi apartamento era brutal. Podría llamarla Dios, o María, o Elvis Presley, o Juana de Arco. Pero era solo luz. A veces tenía la sensación de vivir en el mismísimo cielo. Eran los fantasmas de la Academia de España en Roma quienes me regalaban este orden superior de la existencia, como un estado místico de contemplación, terror y alegría. Al fin y al cabo yo vivía en un edificio construido en 1873. Donde yo dormía, otros lo hicieron muchas décadas antes, y los seres humanos dejan rastros invisibles. No hace falta ser médium, ni espiritista, con poner un poco de amor es suficiente para que esos rastros invisibles se hagan visibles. De modo que vi un gentío de almas que paseaban por los largos pasillos de la Academia de España en Roma. Decenas de fantasmas venían a verme y se echaban a llorar de ternura, y si me asomaba al templete de Bramante, a pocos metros de donde estaba mi pequeño apartamento, las decenas de fantasmas se convertían en legiones de espíritus vagando en el aire. Ninguno era hostil. ¿Quién ha dicho que los fantasmas son malos y buscan aterrorizar a los vivos? Los fantasmas que yo vi eran todos encantadores, maravillosos, buena gente, y solo eran peregrinos inmateriales. Todos estaban iluminados, parecían farolas que ascendían a los cielos.
Mi vida romana terminó por culpa del virus. No pude regresar a Roma y hube de quedarme en Madrid. Me obsesioné con regresar a Roma. Hay un sentimiento que no quiero que me vuelvan a robar nunca. No es el sentimiento de la felicidad, ni el de la alegría. Es el sentimiento del entusiasmo, que consiste en vivir una alegría inventada, una felicidad catastróficamente infundada, eso es el entusiasmo, vivir una ficción, dar a las ilusiones consistencia, firmeza. La gente te ve y dice “mira, un entusiasta”. Vivir un amor a la vida sin ningún fundamento racional, eso es el entusiasmo. Tener la delicadeza de pensar que el amor es el motor del mundo, eso es entusiasmo. Ser un bendito, un clemente, un cándido confeso, eso es el entusiasmo. Me despertaba en Madrid, en el mes de abril de 2020, y pensaba en cuándo podría volver a Roma y calentaba el entusiasmo dentro de mi alma para que no se muriera de inacción. Los entusiastas a veces podemos parecer ridículos, cursis, pueriles, aniñados, simples, bobalicones. Los entusiastas no tenemos perdón de Dios, negamos con una frivolidad pasmosa la deslealtad de la vida, y seguimos cantando nuestra canción de amor.
Me resulta difícil explicar mi relación con Roma. A veces paseando por ella me he sentido como si estuviese en Barbastro, la ciudad de mi infancia. Esto parece inverosímil, pero tiene una explicación. Voy a intentar darla: en Roma te sientes a salvo de la fealdad del mundo. En la infancia, en mi infancia en Barbastro, me sentí a salvo de la ferocidad del mundo. Las dos ciudades me salvaban de algo y eso hacía que mi alma las confundiera.
En octubre de 2020, en la primera desescalada, regresé a Roma, con mi PCR en la mano. Estuve tres días y los tres días fueron tumultuosos. Salía a las calles con ganas de devorar la ciudad. Me paraba en mitad de la Piazza Navona y me preguntaba a mí mismo: ¿pero qué estás buscando aquí, alma de cántaro? No ves que te va a dar un infarto de tanto entusiasmo. Una ciudad no es un bien comestible. Ni siquiera se puede tocar. ¿Qué es una ciudad? Un misterio hecho de tiempo y deseo. Yo creo que en Roma busco el pasado, como hace todo hombre o mujer con más de 50 años. Buscamos el pasado. En esos días de octubre Roma no había decretado el uso obligatorio de la mascarilla. Así que para mí fue revolucionario quitármela y quedarme desnudo en mitad de las calles romanas. No he vuelto a Roma desde entonces, porque todo volvió a complicarse y surgieron la segunda, la tercera ola del virus, ya no sé cuántas olas más.
Mañana me ponen la segunda dosis de Moderna. A mí me encantan las vacunas. Pues por ser entusiasta lo soy hasta de las vacunas. Tengo que ir al Hospital Puerta del Hierro a que me pinchen. Llega la muerte del virus, al pobre bicho lo están friendo las vacunas. Parece un mártir del cristianismo. Los leones de la ciencia le están metiendo unos zarpazos y unos mordiscos tremebundos. Hasta ya da pena el pobre bicho. Y dentro de una semana regreso a Roma.
Y sé lo que haré nada más llegar al aeropuerto de Fiumicino. Justo al lado de las cintas de recogida del equipaje hay un pequeño bar. Allí me pido mi primer café expreso. Cuesta un euro veinte. No creo que haya mejor inversión de un euro y veinte céntimos que en un café expreso. Mi alma combustiona cuando ese café se cuela por sus rincones. ¿Existe el alma? Creo que vi la mía durante el confinamiento, creo que la oí decirme “llévame a Roma cuando esto termine y si algo así vuelve a suceder déjame libre, deja que me vaya al infinito, a la pura nada”.
Ya sé lo que me espera en Roma dentro de una semana. Me aguarda el entusiasmo. Roma regala muchas cosas, pero hay una que no se la da a nadie. Y los entusiastas nos volvemos iracundos cuando vemos que ese don se nos niega. Roma no permite ser conocida en su totalidad, en toda su vastedad. Roma se esconde. Pero sí permite verla mientras se esconde, porque quiere verte sufrir. Sufrir, un poco. Solo un poquito porque todo lo demás son besos, solo besos.
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