jueves, 16 de mayo de 2024

"Rimbaud: pasión por lo imposible" por Rafael Narbona




Yo también soñé con ser un artista adolescente, pero me faltó tu audacia y tu pasión por lo imposible. Yo también senté a la Belleza en mis rodillas y la injurié al descubrir que su rostro era amargo y venal. La Belleza es una prostituta que finge amarte en una pensión barata, susurrándote al oído que nadie le ha hecho sentir algo semejante. Yo también soñé con corazones que se abrían y liberaban ríos de arañas y murciélagos. Yo también soñé con falsas auroras, mañanas irrealizables e improbables reencuentros y no tardé en descubrir que la poesía puede ser un vino agrio, un veneno insidioso, una estrella enferma.

Al releer tus poemas, siento que una copa de cristal estalla en mi garganta. Tus versos son dos amantes que se inmolan en una pira, lamiéndose la piel con una lengua áspera, de perro sediento.

A los quince años ya eras un vidente que anunciaba la seriedad del suicido y la grandeza de las existencias malogradas. A los veinte arrojaste las palabras lejos de ti, asqueado de su triste quehacer. No te interesaba la eternidad ni el nombre exacto de las cosas. No querías ser un poeta laureado, sino un ladrón, un canalla, un forajido, un hombre libre, que se ríe de la moral y el pecado. De niño, paseabas por las calles con un cartel donde se leía: “Muera Dios”. A los dieciséis, ya eras un bandido adolescente, que se había regocijado con el baile de los ahorcados, títeres negros con lenguas cárdenas y ojos de espanto.


Aunque los hombres estaban en guerra, no te interesaban sus querellas. Sentías el mismo desprecio por todas las banderas. La sombra roja de la Comuna de París te deslumbró durante un tiempo, pero enseguida descubriste que no deseabas ser un revolucionario, sino un alquimista, un chamán, un nigromante. Aunque pertenecías a la familia humana, no experimentabas ningún amor por tus semejantes. No apreciabas ninguna diferencia entre obreros y burgueses, proletarios y explotadores, hombres y mujeres. Todos te resultaban igualmente repulsivos.

Escribiste “Yo es otro”, pero el otro solo era para ti una tela de araña, una trampa mortal, un aire negro. Cuando llegaste a París, Victor Hugo afirmó que eras “Shakespeare niño”, pero en realidad eras un Calibán furioso, un caníbal que solo aceptaba la compañía del hachís y el ajenjo. Cuando alguien se acercaba a enseñarte un poema, le escupías en la cara. Verlaine se enamoró de ti y te invitó a su casa: “Ven, querida gran alma. Te esperamos, te queremos”.

No apreciabas ninguna diferencia entre obreros y burgueses, hombres y mujeres. Todos te resultaban repulsivos.

Verlaine te acogió con su joven esposa Mathilde Mauté, una “virgen demente”, una doncella de diecisiete años monstruosamente embarazada y acostumbrada a la violencia de un esposo con aspecto de fauno. Enseguida os hicisteis amantes. Enseguida comenzaron las reyertas y las humillaciones. Os marchasteis a Londres, abandonando a Mathilde con su hijo, el triste fruto de un matrimonio aciago. Vivisteis en la pobreza en Bloomsbury y en Camden Town. Cuando anunciaste que te marchabas, Verlaine enloqueció. No era la primera ruptura, pero esta vez tu determinación parecía inquebrantable.

Verlaine te disparó y te hirió en la muñeca. La justicia le envió a prisión, pese a tus súplicas de indulgencia. Después de esa experiencia, renunciaste a escribir, pero no a ser una canalla, un forajido, un hombre sin miedo a pecar y a extraviarse en el último círculo del infierno. Te enrolaste en el ejército holandés para viajar a Java. Desertaste, convirtiéndote en prófugo. Viajaste a Chipre y a Yemen. En Adén, hiciste el amor con las nativas y paseaste por plazas y calles con una abisinia, que te amó sin esperar nada a cambio. En Harar, Etiopía, empezaste tu carrera como traficante de armas.


Te gustaba fotografiarte con rifles y una pipa, sin ocultar tu arrogancia de blanco europeo que no se avergüenza de esclavizar a los pueblos inferiores. Algunos dicen que comerciabas con los nativos, capturándolos en sus aldeas y vendiéndolos a los capitanes de barco que se dirigían a la joven América, donde les aguardaban las plantaciones de algodón y los capataces brutales. Hiciste una pequeña fortuna, pero tu rodilla derecha era un árbol enfermo, que propagaba el cáncer por tus huesos.

Regresaste a Marsella y te amputaron la pierna, pero ya era demasiado tarde. Tu hermana Isabelle te cuidó durante largas semanas. Mientras agonizabas, dibujó tu rostro una y otra vez. Ya no eras un joven hermoso, sino un hombre de 37 años con los días contados. “Dentro de poco yo estaré bajo tierra y tú caminarás bajo el sol”, le dijiste a Isabelle, aceptando que un capellán absolviera tu alma sufriente y desfallecida. Ya conocías el infierno y te preguntabas si existía el paraíso.

Nunca ocultaste tu arrogancia de blanco europeo que no se avergüenza de esclavizar a los pueblos inferiores

Tal vez el miedo se apoderó de ti en el último momento, pero nunca buscaste la paz ni la fraternidad. Ser otro no significó para ti adentrarse en el otro, sino liberarse del yo para bailar ebrio y desnudo. El amor siempre te pareció una farsa, un viaje estéril por la carne. Tú único anhelo era desordenar los sentidos y atisbar lo incomprensible. No creías en Dios, pero sí en tus iluminaciones, que hablaban de relámpagos y vigilias, lejanías y confines, albañales y cimas. Sabías que el yo no piensa ni escribe. Nos escriben y nos piensan los otros. Nunca presumiste de hombre civilizado.

Eras un bárbaro que festejaba la sangre y los cielos llenos de pavesas escupidas por ciudades en llamas. Descubriste el color de las vocales y el estridor del silencio. A veces he envidiado tu vida y tu muerte, tus poemas precoces y tu prematuro exilio del mundo. ¿Dónde estás ahora? ¿En el infierno, reconciliado con la Belleza y con la risa de los niños? ¿O sigues con nosotros, escuchando la fanfarria atroz de este tiempo de asesinos? Siento tu presencia cuando escribo, pero no es una compañía benévola, sino una mirada feroz que celebra el vértigo de no ser.

martes, 14 de mayo de 2024

DOS HISTORIAS DE AMOR





1. Amor caprino

Todos los miércoles aparecía por la tienda de comestibles, sobre las diez de la mañana. Se proveía de víveres: latas de fabada, callos, garbanzos con chorizo, jurel... Era un hombre sencillo. Bajaba todas las semanas desde un pueblecito de la serranía conquense porque se alimentaba de conservas. Disfrutaba con deleite de los sabores de siempre: el regusto a hojalata de los guisos recalentados sobre la estufa de leña.

Todos los miércoles lo recibía el tendero, a quien conocía desde tiempos inmemoriales, cuando su padre lo llevaba de la mano. Hacían buenas migas. Los dos eran apretados como la mojama, pero se reblandecían con la historia de su amorío. Y no había que contar demasiado, porque su romance siempre fue sosegado y de pocas palabras. Un amor sin saliva. Sin los aditivos de la retórica ni del estridente romanticismo.

"Y cómo va Rosita". "Pues tranquila, como siempre. Ella pide poco: algo de hierba y un paseo por la tarde, ya la conoces. Ahora, eso sí, la lana cada vez más suave. Le sienta bien estar conmigo. Yo, para mí, que me entiende. En cuanto entro en casa, me recibe con un balido. Se pone a mi lado cuando recojo sus miserias y no me deja solo ni un minuto. Por eso no puedo perder el tiempo cocinando, porque me quiere cerca. De vez en cuando, me suelta un "beeee.." que me deshace. Sobre todo cuando tengo intimidad con ella. Si la vieras volver la cabeza... Me mira y bala con agradecimiento. Y luego calla. Me siento en el sillón, miro la montaña a través de la ventana y pienso que no puede haber nadie más feliz, mientras le acaricio el morrillo. A las mujeres ni las miro".

Un miércoles, como otro cualquiera, apareció por la tienda un poco más tarde de lo habitual. No parecía el mismo. Se limitó a darle la nota del pedido al tendero con la cabeza gacha, sin dar los buenos días.

"¿Te pasa algo?" "No tengo ganas". "¿No tienes ganas de hablar?". "No. Se me ha muerto la Rosita". "Pues te acompaño en el sentimiento". Levantó la cabeza y el tendero vio cómo se empañaban los cristales de sus gafas. "El moquillo". Mejillas abajo le corría una lágrima. Sacó el pañuelo, se sonó con fuerza y se despidió sin dar las gracias, sin las conservas y sin poder aguantarse el soponcio.No lo volvimos a ver.


2. Amor entre cipreses

Ella era joven, tan joven como para no creer en las peluquerías. Él también era joven y tampoco creía en las pizarras. Él se compró una moto de motocrós con el dinero que sacó de la vendimia. Dejó las clases porque no vio nada de interés en ellas. Sus padres lo amenazaban con el subsidio de desempleo. A ella no, porque ella sí seguía estudiando. Estaba de acuerdo con él, pero no quería alejarse de los botellones.

Se conocieron en los autos de choque. Él conducía con una mano y ella se arriesgó a que la invitara a una ficha, a pesar de que las amigas no hablaban bien de él. Se acababa de comprar la moto y, cuando se detuvo el auto de choque, la invitó a dar una vuelta. Ella se agarró fuerte a su cintura. Le apretó una barriga incipiente que a ella le pareció puro metacrilato. Él no se explicaba cómo la tenía tras, él sobre la moto recién estrenada. Sintió sus manos firmes a través del chándal de espumilla y se saltó tres stops y un ceda el paso. Ella no se dio cuenta. Apoyaba su mejilla en la espalda de él, con fuerza, para refugiarse de un viento helado que no se atrevía a atravesarlo. Él sintió la mejilla de ella a través del chándal y se subió a la acera, atropelló a un perrito y rozó, con los nudillos, la pared de la cooperativa agrícola. Dio dos bandazos que estuvieron a punto de estamparlos en el suelo, pero ella ni se inmutó, sentía el calor de los riñones de él en su mejilla y la digestión del coco y el algodón dulce en la palma de la mano. Nada más. Con lo ojos cerrados se adivina más a gusto.

Él no sabía a dónde iba. Había perdido la orientación desde el momento en que sintió las manos de ella sobre el vientre y la mejilla en sus riñones. Subían a toda velocidad por el camino del cementerio. La moto se paró de repente. No tenía gasolina. Él se avergonzó y ella lo besó, todavía con los ojos cerrados. Se sentaron en un banco y apretaron sus cuerpos hasta no saber de quién era esa mano ni de quién esa pierna.

El coche fúnebre subía de camino al cementerio, despacio, muy despacio, seguido por una comitiva que arrastraba los pies. Él y ella no vieron ni el coche fúnebre ni oyeron, por supuesto, el rastro de las plañideras. Ella acababa de meter su lengua en la de él y él, abrumado, no sabía dónde meter la suya. La moto interrumpía, caída en el suelo, el paso del coche fúnebre. Él no sabía dónde meter la lengua, ni si la pierna que tocaba era suya o de la chica. Ella rastreaba el paladar de él y buscaba su lengua con desesperación, solo halló restos de coco y un sabor dulzón de azúcar granulada. El conductor del coche fúnebre paró el motor, después de hacer sonar el claxon varias veces, y bajó a apartar la moto. Llamó la atención a los muchachos, pero ellos seguían buscando y rehuyendo lenguas. Bramó, los insultó, fue hacia ellos, golpeó el hombro de él (¿o sería el de ella?), pero no se inmutaron. Su tarea era demasiado nueva para que la muerte la detuviera.

lunes, 13 de mayo de 2024

El país de mayo



Vengo de un país oscuro, muy oscuro; y frío, extraordinariamente frío. No sé si voy a saber adaptarme a la bonanza. Haber estado expuesto a las inclemencias más feroces de un mayo miserable, te predispone a la melancolía y al hundimiento del ánimo. No sé cuándo dejaré de estar en ese país del que provengo, no sé. La primavera ya no existe. El paisaje es tan asfixiante y el clima tan desalentador que apenas he tenido tiempo de vaciarme del hielo. Todavía contemplo la vida a través del filtro de la tormenta. Veo el mundo, aún, oscuro, frío, inhóspito, terrible, como lo fue mi estancia en aquel país lóbrego del cáncer. Nadie ha salido indemne de ese páramo, nadie. La muerte es la única habitante de sus lagos helados y de sus precipicios inaccesibles. Hay días en los que sigo cayendo en vacíos sin fondo, de yogur y parches de morfina. Y no consigo ver nada, y no cojo resuello, porque la caída es tan violenta que el aire se vuelve fuego y alrededor todo son sombras vertiginosas, imágenes de cuerpos famélicos, descarnados. Y bocas sin alimento, sin dientes. 

Ojalá y todo esto no fueran sino alegorías literarias, imágenes de ficción, pero no es así. El paisaje que habito sigue siendo ese inframundo de fuego, aborrecible, diseñado por un monstruo del horror. No es una imagen literaria, qué más quisiera yo. 

martes, 7 de mayo de 2024

La mujer de Chocolate



Chocolate y María se casaron con muy poca convicción, por inercia, sin apenas mirarse, sin mediar siquiera un interés económico. Chocolate era asiduo a los bares, tabernas, cafés, cantinas, gastrobares y urinarios. Tenía el carácter de un gato de cámara y una sola afición: la pérdida de dientes. Durante el noviazgo, no se besaron. No porque ella se negara (debería haberlo hecho), sino porque para él un beso era un acto absurdo de gente de otra especie. Él solo ansiaba la penetración de la hembra y para ese fin no era necesario andar mezclando labios, lenguas, dientes y salivas.

Desde muy joven, Chocolate perdió el pelo y con él, lo poco que tenía de homo sapiens. Pertenecía a una especie muy antigua. Era pendenciero, intrigante y del Real Madrid. Le gustaba hablar mal de unos y de otros, sin tener en cuenta las ofensas ni la verdad. Tenía mal vino, no reparaba en diplomacias. Le solían partir la cara, aunque con menos frecuencia de lo necesario.

Si el noviazgo de Chocolate fue triste, el matrimonio aún lo fue más. Al principio, ella también se tuvo que dar a la bebida para aguantar las arremetidas de la bestia parda. Chocolate llegaba a casa dando tumbos y con ganas de penetrar a su mujer como a una vaca o de golpearla como a un televisor estropeado. Ella intentaba evitarlo, primero, bebiendo más que él; luego, refugiándose en casa de su madre, la única mujer a la que Chocolate no se atrevía a ponerle la mano encima. No por nada especial, sino porque era leída y racional, además, la leyenda aseguraba que había matado a su marido de un sartenazo en la cabeza cuando él intentó darle una bofetada.

María nunca pensó en separarse de Chocolate. Corrían tiempos en los que apartarte de tu marido no era de ley (en un pueblo menos). Las mujeres soportaban a cualquier energúmeno con tal de evitar las afrentas que la comunidad reservaba para quienes no respetaban la convención. María quería a su madre con delirio, con arrobo: como un beato adora a la virgen del pueblo o un hooligan, al equipo de sus amores. La madre de María era su protectora, su refugio, el vientre al que volver. Su ermita, su campo de fútbol.

Cuando su madre falleció, María habría preferido caer muerta con ella. Chocolate celebró del entierro con una tremenda borrachera. Se plantó en casa más descompuesto que nunca. Ella no sabía dónde meterse. Su madre vivía al lado, pero ya no estaba. María escapó por la ventana, perseguida a trompicones por el bulto calvo, deforme y maloliente. Él era un tentetieso con halitosis; ella, un personaje de Dickens. Corrió por la calle, a oscuras, sin saber dónde esconderse. El berrido del marido, al fondo. Su desesperación la condujo al cementerio. Una vez allí, se dirigió hacia el nicho donde estaba encerrado el cuerpo de su madre. Todavía no habían colocado la lápida. En la pared de yeso que ocultaba el cadáver, el sepulturero había grabado el nombre y las fechas de nacimiento y muerte.

María se quedó ante el nicho, sudorosa y desconcertada, sin saber qué hacer. Oyó el crujir de unos pasos inquietantes y, enseguida, el bramido vinoso de Chocolate agrió el silencio de los muertos. María, sin resuello y acongojada, comenzó a picar con un trozo de mármol el murete de yeso, que cedió con facilidad. Abrió el ataúd y allí estaba su madre, rígida, fría, pero reconocible. Se tumbó junto a ella, la abrazó y la besó. No le cabían las piernas en el hueco, era bastante más alta. Cuando el bulto de Chocolate llegó hasta la tumba de la suegra, vio unos pies agitándose con desesperación. Espantado, por la posibilidad de que la madre hubiera vuelto de entre los muertos, salió corriendo, tropezó con unas coronas y cayó a una fosa que el sepulturero había dejado a medio cavar. Se apagó el resuello de aguardiente de Chocolate y remitió el pataleo de María. El cementerio recuperó el canto del autillo y la madre, de nuevo, amparó entre sus brazos a la hija, que parecía reclamar un último beso.