miércoles, 24 de abril de 2024

Ferlosio y Lope de Vega

 


Según Sánchez Ferlosio el tiempo no es quién para poner a cada uno en su sitio, es más, el tiempo es un ente ciego y le niega la cualidad de cribar las obras o la calidad de los autores literarios. Para demostrarlo pone como ejemplo el XVII. Según don Rafael, la fama de los autores de este siglo viene dada, no porque el tiempo haya hecho una labor de sedimentación, sino porque en la época se elevó a estos escritores a los altares y una turba de seguidores ciegos los ha seguido levantando, a pesar de los intentos de algunos intelectuales del XVIII por bajarlos del pedestal. Arguye que la fama del Siglo de Oro es el mantenimiento de una pasión nacional nacida precisamente en ese siglo y alimentada a partir de los siguientes. Llega a afirmar que cuando la cultura del XVII se convierte en pasión nacional, la literatura es peor que nunca: deja de tener calidad porque lo importante es el literato. A más ruido, más vaciedad literaria. 

Como ejemplo máximo de esta decadencia, pone en la picota a Lope, quien, a su juicio, elabora una literatura vacía, entregada al endiosamiento del autor, rendido ante el vulgo. La literatura de Lope, entregada a los juegos cortesanos de su época no tendría ningún valor en la actualidad. Cito a Ferlosio directamente, "su sentido y contenido nos importa ahora un bledo". De hecho propone su enterramiento, porque según su criterio, cuando un español comienza a hacerse simpático, se vuelve insoportable.  

Hay que tener en cuenta que todas estas opiniones de Ferlosio las vierte en un artículo conmemorativo del centenario de Lope de Vega, en 1962. No sé yo si todo esto lo pensaba de veras o simplemente era una manera de hacerse notar o de negar la mayor. Despreciar la calidad literaria del Siglo de Oro y proponer el enterramiento de la misma solo lo harían actualmente los estudiantes de ESO y bachillerato, más que nada para reducir contenidos. Aunque esté en total desacuerdo con ellos, los provocadores siempre me han atraído, sobre todo cuando utilizan argumentarios tan complejos como don Rafael. Bueno, he dejado aparte un pecio del filósofo sobre el Fénix de los Ingenios, es este: "Lope fue un chapucero, un mamarracho y un sinvergüenza". Por cierto, estoy escribiendo sobre él. 

jueves, 18 de abril de 2024

El sol del futuro


 

Acabo de ver la película El sol del futuro de Nanni Moretti, una maravilla. Y lo mejor es que me ha conectado con un estado de ánimo que ahora mismo debería tener. Debería estar inmensamente feliz, satisfecho, pero no lo estoy del todo. Desde hace unas semanas, estoy conectando con los chicos de 2º de ESO de una manera especial, como en la vida lo había hecho. Me había ocurrido con cursos superiores, pero nunca con muchachos de 13 años. Estoy entusiasmado, tanto, que he escrito una comedia para ellos. Estamos ensayándola y el proceso no puede ser más feliz. Se desviven por participar, piden horas, guardias, pierden recreos, y yo con ellos. 

Tanto Nanni Moretti como Marcello Mastroianni y también Franco Battiato me provocan reacciones contrapuestas, me elevan a lo más alto del optimismo y me hunden en una tristeza infinita, insondable. No sé qué tienen que ver con lo que estoy contando, pero hay relación, seguro. La conexión con estos chicos especiales de 13 años puede ser consecuencia de mi edad. Ellos y yo estamos en la edad de la locura, de la inconsecuencia, se ruborizan en las escenas de amor, se entusiasman con la estrechez de un disfraz, se alteran con un parlamento que no les sale, se apuran y se emocionan por todo. Y a mí me contagian, porque estoy fuera de mí, porque me emociono con cualquier minucia. Ya me lo dijo Eva, estos cursos te trasladan a un lugar desconocido de tu naturaleza que a menudo olvidamos: la inocencia. 

Una chica se pone roja como la grana cuando el protagonista (un muchacho de 13 años) le besa la mano. No puede parar de reír y malogra la escena teatral, pero, a la vez, le da un significado especial al ensayo. Otra de las chicas, especialmente vital e inocente, me enciende el rescoldo de estar en un mundo distinto al que habito. Un muchacho especialmente locuaz y alegre despliega su encanto y felicidad, lo impregna todo de entusiasmo.  

Debería estar inmensamente feliz. He tenido esta sensación con cursos superiores, en acontecimientos mucho más espectaculares, pero nunca había sentido esta comunión con alumnos tan jóvenes. ¿Y por qué no termino de disfrutar de esta situación?, pues es evidente, no se la puedo contar a Eva, bueno, sí se la cuento, pero no la oigo disfrutar conmigo, como hacía siempre cuando compartía con ella alguna buena experiencia del aula. Y esta sería especialmente significativa para ella, porque me lo estuvo repitiendo durante toda su vida: a esos chicos de 1º y 2º de ESO no les sacas el partido que merecen. Ya lo estoy haciendo, Eva, ahora, te lo digo para creérmelo y para estar seguro de que lo estoy viviendo. No vivo nada en profundidad si no te lo cuento. No has dejado de ser mi confidente, mi cómplice, y ahora más que nunca te necesito para que oigas este relato de felicidad, para que lo ratifiques, para que me digas: "Ya te lo dije". Te oigo, te lo agradezco.   

martes, 16 de abril de 2024

"Escribir para la posteridad" por Rafael Narbona




Cuántos escritores trabajan hoy pensando en la posteridad? ¿Es un planteamiento razonable acumular páginas pensando en el mañana? ¿Acaso no es cierto que todo se lo lleva el viento? Poco antes de morir, Javier Marías me comentó que no se hacía ilusiones sobre el porvenir. El destino de casi todos los escritores es sumirse en el olvido.

Solo un puñado de nombres se libran de esa caída en la insignificancia: Cervantes, Shakespeare, Dante, Goethe. Ni siquiera podemos asegurar que se seguirá leyendo a Thomas Mann dentro de cien o cincuenta años. Hace poco, el editor de un prestigioso sello me reconocía que hoy en día sería muy difícil publicar una novela como La montaña mágica, pues su trama lenta y morosa, salpicada de disquisiciones filosóficas y apuntes líricos, no atraería a muchos lectores. Podría decirse lo mismo de grandes clásicos como El hombre sin atributos, de Robert Musil, En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, El proceso, de Franz Kafka o El sonido y la furia, de William Faulkner.

Los lectores ya no quieren romperse la cabeza, especulando sobre temas como la soledad, el tiempo, la identidad, la memoria, la belleza, el bien o la muerte. Se ha impuesto la estéril e inane filosofía del “carpe diem”. Aprovecha el momento, disfruta del presente, no mires más allá, pues nada nos aguarda. El ser humano es una pasión inútil, un ser-para-la-muerte. El mundo comenzó sin nuestra especie y finalizará sin ella. “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos” (1 Corintios 15:32). O, en su defecto, leamos cosas ligeras y amenas.


¿Por qué preocuparse por la posteridad? Cuando acontezca, no estaremos allí para verla. Solo seremos polvo y no polvo enamorado, sino un residuo miserable. El tiempo vuela, especialmente en la época de la revolución digital, con su bombardeo ininterrumpido de novedades. Los libros nacen y mueren enseguida. Apenas duran unas semanas en los expositores de las librerías. Son materia fungible, una onda de vida efímera. La posteridad no importa. Solo cuentan las ventas. Un autor no existe -o existe de forma pálida y difusa, como la sombra del padre de Hamlet- hasta que vende miles de ejemplares. El éxito es la varita mágica que imprime vida al creador de ficciones o ensayos. Los premios añaden espesor, consistencia, relumbrón.

No importa que se negocien de forma venal. O que se concedan para otorgar lustre a la entidad que los concede. Hace tiempo que los premios dejaron de ser una apuesta por la excelencia. El caso de Carmen Laforet, galardonada con el primer Nadal cuando era una joven desconocida, pertenece a un pasado ingenuo y quizás irrepetible. Se olvida que la escritura nació con vocación de permanencia. Como advirtió Platón, su propósito era neutralizar los estragos del tiempo. Carecía del dinamismo del diálogo, pues la interlocución se convertía en un fenómeno diferido, pero salvaba del olvido.


Gracias a las obras de Platón, Aristóteles y otros filósofos, seguimos en contacto con Atenas. El Antiguo y el Nuevo Testamento nos mantienen conectados con Jerusalén, y Séneca, Marco Aurelio, san Agustín y Boecio nos abren las puertas de la cultura latina. Atenas, Jerusalén y Roma configuraron eso que llamamos cultura occidental. Después, vendrían el Renacimiento, la Ilustración y el Romanticismo, completando lo que somos. Si nadie escribe para la posteridad, si los autores y las editoriales solo piensan en el éxito, que solo es una fugaz pompa de jabón (¿quién recuerda hoy en día a José María Gironella, Vizcaíno Casas o Alfonso Paso?), algún día no sabremos quiénes somos, de dónde venimos ni hace dónde vamos. De hecho, esas cuestiones ya empiezan a pesar muy poco.

Que los muertos no resuciten no es un motivo para desentenderse de la posteridad. Trascendemos nuestra condición de individuos aportando nuestro sello personal al caudal del tiempo. El devenir solo se vuelve fructífero cuando surgen obras que garantizan la comunicación con el pasado y renuevan nuestra perspectiva de las cosas. Sin Homero, no entenderíamos tan bien lo que significa el regreso al hogar. Todos necesitamos una Ítaca que nos libre del desarraigo. Sin Cervantes, no advertiríamos que el fracaso puede ser un éxito, pues el hidalgo apaleado y escarnecido es un ejemplo universal de nobleza y dignidad.

Muchos interpretan el ocaso de las religiones como un triunfo del progreso y la razón, pero su declive ha acarreado desafecto hacia el porvenir. Si la muerte térmica es el inevitable futuro del cosmos y no hay nada más, ¿cabe otra alternativa que el nihilismo y el desapego? “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”. En el caso de los escritores, además de comer y beber, se impone vender libros, ganar premios, acudir a El hormiguero y, en algunos casos, aparecer en la prensa del corazón.

George Steiner afirmó que si algún día desaparecía la pregunta sobre Dios, el arte se degradaría a mero entretenimiento, sin ningún vínculo con la verdad y la belleza. Parece que nos acercamos a ese punto. Solo se me ocurre una forma de resistencia contra esa triste deriva. Releer a poetas esenciales, como Czesław Miłosz, que escribió:


¿Qué clase de poesía es aquella que no salva
Naciones o pueblos?
Una conspiración de mentiras oficiales.
Una tonadilla de borrachos cuyas gargantas serán cortadas de inmediato,
Una conferencia para señoritas.
He deseado la buena poesía sin saberlo,
He descubierto, ya tarde, su saludable objetivo.
En ella y solo en ella, encuentro salvación.

Entiendo que estos versos no conmoverán a los que piensan que no hay salvación posible y que lo único sensato es comer, beber y, si es posible, no pensar el futuro ni en el ayer. Sin embargo, yo aprecio en ellos la grandeza que se presupone a la literatura.

Fragmento de "Dostoievski y el Cristo de Holbein" por Rafael Narbona



(...) La cultura se ha sumado a la industria del entretenimiento. Se ha cumplido la profecía de T. S. Elliot en La tierra baldía. Escéptico y desencantado, el ser humano se ha refugiado en los pasatiempos banales, obviando cuestiones como el sentido de la vida, el origen del mal o la existencia de Dios. Aunque intentamos no pensar en la muerte, la idea de que no hay nada más allá, nos ha hecho olvidar la obligación de sembrar hoy para que fructifique mañana. Eliot invita a recobrar la costumbre de convertir el presente en un suelo fértil.
No debemos olvidar que si la semilla no muere, no produce fruto. Para que la tierra deje de ser un yermo, debemos fijar la mirada en lo terrible y comprender que la vida se gesta en sus turbulencias. Dostoievski escogió como epitafio un versículo de san Juan: “En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto”. Me atrevo a aventurar que el Cristo de Holbein inspiró esa elección. La muerte suscita espanto, pero también esconde una promesa de vida.

lunes, 15 de abril de 2024

Leer La Galatea hoy


 

Leer en la actualidad La Galatea es un ejercicio de fe, aunque no del todo. Pese a que el género ha perdido toda su vigencia, la verosimilitud de las peripecias es irrisoria, los personajes son estereotipos y las claves encubiertas de los pseudónimos ya no tienen ningún sentido, no puedo dejar de leerla. La prosa de Cervantes es adictiva. No hay nada huero que su palabra no convierta en nutritivo. Que un grupo de pastores compitan por ver quién es más desgraciado en el cuento de sus amores, que lo expresen en composiciones poéticas repletas de tópicos y lugares comunes o que las pastoras se comporten como ninfas de la mitología griega, no sirve para echarme del libro, todo lo contrario. No sé qué es, no sé qué ingrediente psicotrópico utiliza en su narrativa Cervantes para no permitir despegarme del libro. 

¿Me interesa la historia de Elicio y Galatea?, no, en absoluto; ¿la de Arminda?, ni de coña; ¿la de Artandro?, menos todavía. Entonces, ¿por qué sigo enganchado a este libro y lo voy a releer hasta el final? No lo sé. ¿Será esto el estilo? Lope me encanta cuando desarrolla las peripecias de sus personajes en sus comedias, pero me carga en la prosa. Gracián se me hace insufrible. Quevedo casi también. ¿Qué maligno poder tiene este manco maldito para empotrarme páginas y páginas de pasto para ovejas y convertirlas en manjar de obispos? No lo sé. He dicho que leer La Galatea es un ejercicio de fe y no es verdad, es un poder lisérgico el que esconden sus páginas, como el que imagino en el LSD, lo imagino porque no lo he probado, pero me gustaría. Y este texto no es una invitación para camellos, o sí. La fe nunca es fiable; las drogas, sí. 

miércoles, 10 de abril de 2024

Me falta


 

Por estos caminos,

entre estos viñedos, 

paseaba con ella. 

Me falta su mano agarrada a la mía. 

Me falta su silencio cómplice, 

su compañía callada.

Me faltan las conversaciones inanes,

cotidianas,

"no queda vino",

"ya".

Me falta su mirada verde,

su blancura diáfana,

su nieve cálida.

Me falta su orden,

su firmeza,

su habilidad para desnudarme.

Me falta su voz al llegar a casa,

me abruma.

Me falta la atmósfera que inventamos.

Y, en medio de este vacío,

braceo, pataleo,

como un viejo astronauta en el espacio

que hubiera perdido el contacto con la nave.

Sin gravedad, los movimientos son densos,

torpes, grotescos. 

Este maldito traje y esta escafandra 

y este cordón umbilical que se rompió hace veinte meses.

¿Hasta cuándo llegará el oxígeno de la memoria?

¿Hasta cuándo? 

Me basta

 Barba de cuatro días, un hematoma amarillo que baja hacia el gemelo, una película de Alfredo Landa en el bar, "dabadabadá, dabadá, daba, dabadá, daba", también sale Lina Morgan, ambiente festivo en las terrazas primaverales, cañas a 2,50, más años que el sol, menos compañía que un profesor medieval de informática, estornudo, moqueo; pero hoy me he escrito cinco páginas, me basta (que decía el poeta bueno).