domingo, 30 de noviembre de 2014

Bucólicas 3



Llegaron las lluvias
con el ímpetu del deseo sexual
largo tiempo retenido.
El cielo se derramó en humedades
que el suelo recogía con lubricidad;
los caminos, jalonados
con la consecuencia fértil
del bullicio erótico
del agua.
Ella tenía quince años,
él, no tantos.
Ella vestía una falda 
con vuelo,
poco apropiada para la estación.
Él, no importa.
Ella se divertía pisando los charcos,
saltando de lubricidad en lubricidad
hasta que las gotas de barro le mancharon
el interior de los muslos.
Escondió mal un grito agudo, 
se detuvo y se sonrojó, abochornada.
-¿Qué te ocurre?
-Nada, que nadie me había tocado nunca tan arriba.
Ella no conocía a Iseo, la otra,
la de las blancas manos,
la que no quiso nunca tocar Tristán,
la que, en venganza,
dejó morir a su esposo,
anunciando unas falsas velas negras.
Ella no conocía la literatura,
ni el rencor,
ni el despecho, todavía,
solo la alumbraba el embarazo de un placer
que sintió ese día de otoño
entre sus muslos,
como una caricia de cieno premonitorio.


sábado, 29 de noviembre de 2014

"Lope regresa a las letras" de Rafael Fraguas ("El País")


Evocar el Siglo de Oro desde el barrio de las Letras de Madrid es siempre posible. Pero retornar a aquella grandiosa centuria de las letras y las artes hispanas parece hoy verdaderamente real si se hace desde el número 11 de la calle de Cervantes, la misma morada madrileña en que habitó Félix Lope de Vega y Carpio, quizás el madrileño más insigne de cuantos hijos entonces la ciudad tuvo.
Hasta el 1 de febrero, por iniciativa de la Real Academia Española, que quiere así festejar su tercer centenario como institución, y con el aval de la Consejería de Empleo, Turismo y Cultura del Gobierno regional, la Casa de Lope de Vega muestra una interesante exposición sobre su tan egregio dueño. En ella se da noticia directa de la atmósfera en la que se desplegó su vida y, más precisamente, de sus escritos, su hechura y alcance. Lo cual equivale, en su caso, a dar fe de su placentera y turbulenta vida. Porque fue Lope de Vega el hombre más capaz de convertir lo vivido en escritura, la emoción en palabra y, en poema, la mirada mera y pura.
Quien naciera un 25 de noviembre de 1562 en una casa del platero Jerónimo Soto, hijo de padres montañeses, bordador él, ama de casa ella; quien quedara desbravado de su infancia traviesa en el Colegio Imperial de la calle de Toledo; quien, en 1587, permaneciera preso en la cárcel de Corte que hubo en la hoy plaza de la Provincia, tras escribir un libelo contra una actriz, Elena Osorio, pese a ser por él muy bienamada; quien, al fin, tras numerosos amoríos con cómicas, actrices y damas de cuna alta, sentara la cabeza y casara primero con la dulce Isabel de Urbina, en la iglesia de san Ginés, desplegó en Madrid lo mejor de su prodigioso genio literario.
Hasta 500 comedias, una excelsa obra lírica, cinco grandes poemas épicos, cuatro menores, épicos también, amén de cuatro novelas breves, otras tres largas, tres poemas didácticos y un sinfín de versos que escribía, provisto de un cuadernillo, incluso cuando caminaba por el Madrid de entonces, surgieron de su fértil pluma y dieron fe de su talento. Era capaz de versificar musicalmente cualquier tipo de situación, episodio o acontecimiento, desde el más fausto al menor y nimio incidente. Todas las Navidades acudía a un templo cercano a la hoy calle del Caballero de Gracia a cantar villancicos por él mismo compuestos. 
Protagonista de tórridos amoríos, consecutivos y simultáneos, padre de una decena, conocida, de hijos, su vehemente sinceridad, como ha escrito el catedrático José Montero Padilla, más su “recio gozar del mundo”, convirtieron a aquel joven —enrolado dos veces en la Marina, una de ellas en la Invencible, desterrado seis años de Castilla y asentado en Valencia— en un torbellino de pasiones encendidas.
Grabados de época (sobre estas líneas) y actuales (debajo) forman parte de la muestra Es Lope.
Todo ello cabe imaginar, cuando no percibir, en esta pequeña pero densa exposición, donde algunos de sus manuscritos comunican aún ese latido que acompasó una vida tan vibrante y apasionada como la suya.
Manuscritos, libros suyos de poemas escritos a mano; valiosísimas primeras ediciones; documentos notariales o contratos se muestran al público estampados en duraderos pergaminos, desde el tiempo detenido en el asombro de su genio, a partir de su muerte, acaecida un 25 de agosto de 1635 en que su cadáver surcó el frontal del convento de las Trinitarias Descalzas de San Hermenegildo y San Juan de la Mata donde profesó como religiosa su adorada hija Marcela de San Félix.

Es el mismo convento al que acudiera a rezar, junto a su hija Isabel de Saavedra, Miguel de Cervantes, allí enterrado en 1616, antes vecino, colega y amigo del dramaturgo, quien dijera la frase “es de Lope”, que da lema a la exposición y que fuera acuñada en el Madrid entonces, como “decir que una cosa es buena”.
La fama adquirida en vida por el dramaturgo más importante de la historia de España, autor de Fuenteovejuna, El caballero de Olmedo, La Dragontea, La Jerusalén conquistada o Arte nuevo de hacer comedias, compensó buena parte sus intensas tribulaciones, sobrevenidas desde la fogosidad de un carácter creativo, propenso a la transgresión y al inmediato arrepentimiento, piadoso pero abrasado por la sed de amar cegadoramente, tanto, que para él “amar y hacer versos es todo uno”, como escribiera su discípulo y biógrafo Juan Pérez de Montalbán. Celoso quizá de aquella fama, como explica la exposición comisariada por el académico José Manuel Sánchez Ron, el poeta rival Luis de Góngora le disparó entonces un versito malicioso, tras colocar Lope en uno de sus libros un escudo heráldico en el que atribuía al linaje de su apellido Carpio hasta 19 torres: “Por tu vida, Lopillo, que me borres las 19 torres de tu escudo, pues aunque tienes mucho viento, dudo que tengas viento para tanta torre”.
Un valioso anagrama del setecientos, obra de Morante; hasta 140 cartas a su idolatrado protector, el duque de Sessa, postrer mentor ingrato por negarse a pagar la evitación de la monda de sus huesos en la iglesia de San Sebastián, donde Lope sería enterrado; el códice Durán Massaveu con sus autógrafos; inventarios protocolizados de sus bienes; más, incluso, una decimonónica colección de etiquetas de cajas de cerillas de Gaspar Camps y un soberbio retrato anónimo de cuando Lope de Vega fue nombrado protofiscal de la Cámara Apostólica del Arzobispado toledano tras tomar órdenes religiosas a edad avanzada, efigian su memoria y su figura, elogiada en otros textos mostrados por... “panegíricos a la inmortalidad de su nombre, escritos por los más esclarecidos ingenios”, como muestra uno de los textos exhibidos en la exposición. Es Lope. Martes a domingo, de 10.00 a 18.00. Entrada gratuita. Casa Museo de Lope de Vega. Cervantes, 11. Hasta el 1 de febrero.

Crónicas cantábricas IV: "Altamira y el nieto de Uñas Blancas"


20 de noviembre de 2014, día de los santos indecentes: muere la duquesa de Alba en la misma fecha que lo hicieron Franco y José Antonio, mientras nosotros seguimos en el turbión de la furia adolescente.
Potes amanece con una frescura que se derrama por las laderas multicolores de los Picos de Europa. Buscamos la costa acanalando de nuevo el desfiladero de la Hermida. San Vicente de la Barquera abandona las barcas de sus pescadores en el estiaje de la bajamar. Un cielo sin nubes, coloreado con ceras Manley, se confunde en el horizonte con el calmo Cantábrico. Nada más: el sol se despereza con fuerza; los muchachos también.
En Comillas marqueses y jesuitas, floripondios modernistas y puertas de soberbia difíciles de cerrar. AMDG, reza el interior de la universidad, aún conservando el lema que Pérez de Ayala utilizó para cargar contra la enseñanza doctrinaria de cerrado y sacristía. En el patio, el nieto de Uñas Blancas nos deleita con su plan para el futuro: un buen martillo para aplastar el rosario electrónico de su madre, una finca con 18 puertas blindadas, un mirador desde donde vigilar sus pertenencias y una soltería permanente que le asegure no tener que compartir la herencia. El nieto de Uñas Blancas marca el paso sobre la pradera: los brazos pegados a los costados, el ritmo mecánico, el acné rezumando entre dos ojos de bondad. Se esconde una sabiduría milenaria tras sus mofletes imberbes y sonríe el viejoven cuando piensa en la fortuna que va a amasar en el interior de una cámara acorazada.
Un arcángel de piedra aletea en lo alto de las ruinas de una iglesia. Es un reclamo publicitario de la muerte: bajo sus alas, los nichos y panteones duermen al arrullo de rosas negras. Un deseo macabro de adolescente insatisfecho: "Qué tranquilo y qué bien se debe de estar bajo la tierra". El sol sigue resplandeciendo en lo alto y el mar pega bofetadas de sal en las narices manchegas. Entretanto, Antonio Banderas se esconde tras los muros de un palacio que solo podemos observar en la lejanía.
Parece que ha pasado toda una vida, pero aún nos queda la tarde. Nos adentramos de nuevo en la máquina del tiempo: la Neocueva de Altamira nos descubre instintos primitivos que nos conmueven. "¡Qué bien y qué tranquilos sin conciencia y con fuego!" Los ritos ancestrales de la caza remueven el espíritu cavernícola de uno de nuestros muchachos, entusiasmado por las escopetas, las miras telescópicas con cristales de Swarowski y las batidas de jabalíes. En su aventura del Paleolítico las botas de vino establecen íntimos lazos solidarios entre padres e hijos para salvar el juicio sumarísimo de la madre nutricia. Uñas Blancas lo observa todo con mirada de anciano codicioso. Cae la noche en la marina. Suances reposa del verano con un sosiego que Delibes disfrutaba entre perdiz y perdiz.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Crónicas cantábricas III: "El Beato de Liébana y un rosario electrónico"


Cuarto día apartados del mundo real, recluidos en el espacio de locura impuesto por 48 adolescentes alejados de su hábitat natural.
Ni los ecos de la Gran Cruzada Española voceados desde la cueva de Covadonga, ni la profunda impresión del bosque otoñal, ni siquiera la inscripción pornofranquista de la tumba de Pelayo han conseguido reducir la algarabía de los muchachos y el disparo de sus teléfonos móviles. Impregnados por la resina de la Iglesia, nos cuenta uno de ellos que su madre se ha comprado un rosario electrónico. Todas las mañanas oyen en su casa las letanías del difunto Juan Pablo II y maldice el chico la hora en que la Iglesia se incorporó a las nuevas tecnologías.
Y se insiste, sin pausa, en la necesidad de inculcar la raigambre católica en el corazón de nuestros adolescentes despistados por los guásaps y la adrenalina. En Potes visitamos el monasterio de Santo Toribio después de que el desfiladero de la Hermida nos haya rajado el aliento en el autobús con su cuchilla de piedra. Un fraile sobre el púlpito se empeña en insuflarnos de nuevo la fe inmarcesible de la España inmemorial. Nos invita a besar la reliquia de la cruz de Cristo, de "indudable" veracidad científica, ¡qué pereza y qué claustro más desangelado (perdón por la broma)!
Al acabar el día, una luz, el museo del Beato de Liébana en la Torre Medieval de Potes. Nos sumergimos en el infierno de la literatura a través de la guía de su Directora, un dechado de naturalidad y bien hacer. Las plumas del pavo real rasgan el papel y la letra de sangre medieval reproduce el sabor del scriptorium y el calvario al que se sometían los monjes traductores. El arte de la letra capital, de las miniaturas de minio, del veneno respirado en horas y horas de trabajo sobre el caro pergamino. Redondeamos el viaje al medievo con un paseo por el Barrio Viejo de Potes, apenas iluminado por unas teas que alumbran la piedra y la madera con aroma a cuero tundido. Las tabernas nos reclaman, nos espera la rústica solidez de sus brebajes, pero los chicos no dan tregua, son nuevos Ulises apartándonos de las sirenas de barro.Solo unas cañas y un tintillo, que no dan fuerza suficiente para adentrarnos en el verdadero Apocalipsis de una noche de hotel con 48 adolescentes en plena efervescencia de su libido.

martes, 25 de noviembre de 2014

Crónicas cantábricas II: "Ulises y unos radiadores a medio purgar"


Nuestro periplo por Asturias y Cantabria no se priva de prolepsis y analepsis, al estilo de las más atrevidas narraciones. Como si Ulises estuviera narrando nuestro destino, viajamos en el tiempo hacia los orígenes de la Revolución Industrial: las primeras locomotoras y vagones del siglo XIX nos trasladan en Gijón a los tiempos de la Restauración. Se aprietan los chicos en los asientos gastados de un compartimento de tercera que huele a pana y a miseria, mientras una doble exacta de la Vicepresidenta del Gobierno explica las diferencias sociales por medio de los vagones de tren. Huele a hollín y a humedad dentro de la estación de máquinas enmudecidas. En las paredes, carburos, básculas milenarias, fotos en blanco y negro de personajes hundidos en las profundidades de un mundo sepultado por el automóvil.
En la playa de Gijón, los surferos desaparecen engullidos por la pleamar y, como ellos, corremos a las tabernas en pos del chipirón y del oricio robado en las entrañas de Poseidón. Como los navegantes de Ulises, nos rendimos al loto y al encanto de las sirenas.
Saltamos hacia delante con mal pie para visitar la megalomanía franquista de la Universidad Laboral: piedra, bóvedas sin genio, santos descabezados por el rayo y un aire a pan negro que nos arrima a una nostalgia ahumada por el hambre y los militares. Por la tarde los prados de Lastres y la mar omnipresente, encendida sobre la roca y cauta en la arena: poderosa y libre. Un nuevo juego del narrador nos lleva hasta la edad de los dinosaurios: museo de cartón piedra muy útil para ampliar el bostezo.
Ya de noche, volvemos al presente: hotel de carretera cerca de Cangas de Onís, oscuro y misterioso, mucho más que el pasado del Tiranosauro. El trato es propio de la hospitalidad oriental, sin nada que envidiar a la de una isla turca. Reciedumbre y afabilidad, además de unos radiadores a medio purgar.

Crónicas cantábricas I: "Clarín era de Podemos"


La mañana, hermosa, sin lluvia, con los establecimientos todavía cerrados por la pereza. Oviedo, ciudad del paseo perfecto, de la piedra anaranjada por el sol, de bronces conversadores y sosiego provinciano. Clarín se remueve bajo las ortigas, al oler a los ediles modernos que cuentan en la sala de plenos del Ayuntamiento una historia que tantas veces ridiculizó en Vetusta. Vetusta, la vieja ramera, la rancia beata, anclada en el prejuicio tradicionalista de la vida envenenada. En Vetusta no hay gente de Podemos, nos dice la concejala de festejos. Estos desharrapados vienen todos de Sevilla para turbar la felicidad de nuestros premios principescos. A estos perroflautas los combatimos con la estridencia de nuestros gaiteros: cuantos más manifestantes, más gaitas.
El salón de plenos se ilumina con la incandescencia de nuestros estudiantes, abrumados por los retratos de los reyes asturianos que amenazan con descargar sus espadones oxidados sobre su frescura descerebrada.
Rápido paseo por Vetusta, aún dormida en la siesta de la madrugada. Lenta miel de peatones sin ruido endulza los labios. La catedral domina con soberbia y Ana Ozores le da la espalda, nuestra guía no. Nos relatan los milagros de los fundadores de la ciudad y las dogmas incuestionables de una historia carcomida por la polilla de los clérigos.
Más templos, ahora prerrománicos, encaramados en el sosiego de los prados. El Naranco acogotado por el turbión de la borrasca. Las vacas observan el discurso insufrible de las leyendas de Fruela, Favila y Alfonso II el Casto, rumian la hierba sin que la monserga del historiador las inquiete.
Es difícil, muy difícil, dejar en mal lugar a la cocina asturiana, pero un viaje organizado por el Ministerio de Educación es capaz de este milagro, más increíble que el de las cántaras de Caná.
De tarde, el mar, la mar embravecida, espectacular, furiosa, rompiendo contra las rocas y contra el rostro de Cousteau. La playa de Salinas nos alumbra con el cielo ceniciento y la ira bramadora del oleaje. Los surfistas las retan.
Enfriamos la mirada con el museo Niemeyer. Paisaje helado de arquitectura moderna, desoladora. La luz de las explicaciones de una guía entusiasta derrite la frialdad vanguardista.
Queda en el recuerdo del día, en las manos de la noche, una declaración de principios, una duda trascendente: "Entonces, ¿Clarín era de Podemos?".    

sábado, 15 de noviembre de 2014

Bucólicas (otoño 2)


Me encularás mañana por la noche,
cuando el clamor de la lluvia
rompa los cristales.
Te seré fiel hasta que
desgarres este verano
lánguido y eterno,
después te dejaré un racimo
de dolor en mis gemidos
y me marcharé lejos del calor
implacable y perezoso.
Descubrirás la boca de la madriguera,
retirarás la tierra que la obstruye
para que los predadores
desangren a sus víctimas.
Te esperaré desnuda sobre las sábanas
y cuando suene el tamborileo
del otoño en las ventanas,
vendrás para segar
las mieses con tu bálano afilado.
Nunca más nos rendiremos a la rutina,
nunca más lo haremos boca arriba,
las predicciones de la meteorología
anuncian lluvias por toda la Península.
Me encularás mañana por la noche
y acabaremos con este estío 
que nos dejó las manos llenas de ceniza
y los huesos corrompidos
por la monotonía.

"No me puedes mirar" de Gustavo Martín Garzo ("El País")


¡Pobre Orfeo! Una serpiente acaba con la vida de Eurídice el día de su boda y su desesperación es tan grande que pierde el deseo de vivir. Su canto se vuelve entonces tan triste que los dioses se apiadan de él y le permiten descender al reino de los muertos en busca de su esposa con la condición de que no se detenga a mirarla hasta que no haya alcanzado con ella el mundo exterior y los rayos del sol bañen su cuerpo. Pero Orfeo vuelve la cabeza antes de tiempo y la pierde para siempre. En su película El testamento de Orfeo, Jean Cocteau hace una curiosa interpretación del mito, ya que Eurídice consigue regresar al mundo de los vivos pero conserva la cualidad de no poder ser mirada, de forma que tiene que esconderse bajo la mesa o entre las cortinas de la casa cuando Orfeo vuelve a casa, dando lugar a un juego tan gracioso como disparatado que termina fatalmente cuando Orfeo sorprende por casualidad el reflejo de su rostro en un espejo.
Todos los amantes actúan así. Todos juegan a esconderse, a que no se sepa quiénes son, con quién anduvieron antes de conocerse. No me puedes preguntar quién soy, se dicen el uno al otro. Es una prohibición que se repite en un sin fin de historias. En la historia de Lohengrin y Elsa, en la de Psique y Eros, en El último tango en París, la película de Bertolucci. Ese “tienes que vivir sin conocerme” ¿no significa lo mismo que el “no me puedes mirar” de Eurídice?
“No debes saber que estoy muerta” es lo que su amada le dice a Orfeo. La muerte sigue nuestros pasos, nos aguarda en las esquinas, llama a nuestra puerta cuando menos lo esperamos, tiene nuestro rostro al mirarnos al espejo. Se lleva a nuestros padres, a nuestros amigos, husmea en nuestros armarios, enmudece a los escritores que amamos. Los muertos están en nuestras palabras, en nuestros recuerdos, cuando entramos en un cuarto, cuando recorremos una calle o visitamos un jardín, cuando leemos un libro. Nos siguen a todos los sitios, velan nuestros sueños, se sientan en la mesa con nosotros. Los muertos no saben nada, se lee en el Eclesiastés. ¿Es verdad esto o acaso nos dicen cosas que no queremos oír?
Están ahí, pero no debemos volver la cabeza para mirarlos. Sólo el psicótico lo hace, sólo él se empeña en mirarlos. Ve a los muertos, como el niño de El sexto sentido, la película de Shyamalan. Por eso no vive ni deja vivir. Si hubiera un vampiro se acercaría a él para servirle, porque el único enigma que le interesa es el enigma de la muerte. ¿Está más cerca que nosotros de la verdad? Es posible, pero ¿quién quiere vivir con la verdad? ¿Quién querría tener unpadre como Abraham, un Dios como el que tortura a Job, como el que vive en las páginas del Antiguo Testamento?, ¿quién querría vivir en un mundo como el que postulan hoy algunos científicos?
Narrar es escapar a la tiranía de la verdad. Sherezade lo hace. Ella acude a la alcoba del sultán pero le pide, con cada una de las historias que le cuenta, que no la mate esa noche. También la joven esposa de Barba Azul acude a una alcoba así. Barba Azul ha tenido otras mujeres que han desaparecido misteriosamente, y en todo el reino del sultán es sabido que la muchacha que duerme en su lecho será decapitada por la mañana. Si las dos saben qué pasa en esas alcobas ¿por qué van? Sherezade encandila al sultán con sus historias, y bien podemos imaginar a la joven esposa de Barba Azul haciendo otro tanto con las suyas. Si solo las moviera el temor sus historias no habrían podido ser tan cautivadoras. Van porque la alcoba que visitan es también la alcoba del deseo. Son apenas dos muchachas al comienzo de la vida, y si acuden a la alcoba de los ogros es para desvelar el misterio de su sexualidad naciente. Porque ¿quién sabe más de sexo que los ogros?
Fernando Colina dice que el psicótico no sabe mentir. En la Odisea todos mueren menos Odiseo, que logra salvarse porque es el gran embaucador. El psicótico es uno de esos marineros ahogados que jamás regresa con los suyos, uno de los príncipes vencidos del cuento de los hermanos Grimm. Todos ellos carecen de astucia. En el ciclo de los Argonautas hay un personaje así. Se llama Hilas y es el favorito de Heracles. La nave en la que navegan en busca del Vellocino de Oro recala en una isla para abastecerse e Hilas se interna en ella en busca de agua. Mas nunca regresa, pues cautivadas por su belleza las ninfas le raptan y sus compañeros no pueden dar con él.
El mundo del relato está poblado de personajes que como Hilas nunca regresan. Apenas reparamos en ellos, ya que es el relato de los héroes el que absorbe nuestra atención. Pero en cierta forma el compromiso de Hilas con lo que encuentra, como pasa con el del psicótico, es más hondo que el del héroe y esa es la razón de que no encuentre la forma de regresar. La verdad es una araña tejedora, en el centro de sus telas siempre espera la muerte. En la novela del conde Drácula es la alocada Luci la prisionera. Ella vive su sexualidad de una manera más libre e intensa que la recatada Mina, y si cae en manos del conde es porque en el fondo está más viva y llena de deseo que su amiga. Las muchachas que precedieron a Sherezade ¿eran menos cautivadoras que ella y por eso no se lograron salvar? No, no lo eran, simplemente se dejaron arrastrar por las promesas del placer del Sultán.
¡Qué importa el Árbol del Conocimiento, nos dice el Placer, son los frutos del Árbol de la Vida los que debes probar! Sherezade no se deja seducir por tales promesas y por eso empieza a hablar. Tanto a ella como a Odiseo no les basta con vivir sino que quieren saber quiénes son, abandonar el ámbito del deseo puro, que pertenece a los ogros, para entrar en el de amor, que es siempre la espera de un otro al que escuchar y por el que ser escuchado. Hilas desaparece en ese Otro absoluto que es la naturaleza y Odiseo regresa dueño de una historia. Y tener una historia es ir al encuentro de los demás, lo que solo el lenguaje nos permite. Es justo eso lo que simboliza la lámpara que enciende Psique para contemplar a Eros, su amante dormido. “Quiero hablar”, dice la luz que desprende. Contar es llevar una lámpara, conformarse con el pequeño espacio de visión que su luz abre en la oscuridad. El psicótico no se conforma con ese poco, lo quiere todo. No le basta con llevar una lámpara; quiere ver en la oscuridad. Pero en la oscuridad sólo ven los ogros y su reino es un reino mudo. Por eso el psicótico no sabe contar lo que le pasa, lo que es lo mismo que decir que no sabe amar, pues no hay amor sin palabras.
“Cuesta entender la vida, no la muerte. La muerte nunca encierra enigma alguno”, escribe Joan Margarit. Entonces ¿por qué Sherezade y la joven esposa de Barba Azul van a la alcoba de los ogros? Quieren contar la historia de las muchachas que murieron en ella, la historia de sus deseos. El enigma es la vida, todo lo que es pequeño y frágil. El enigma está en la debilidad, en una muchacha contándole historias a un ogro. Sólo ella guarda la verdad de lo humano.

martes, 11 de noviembre de 2014

Bucólicas (otoño)


El crepúsculo se desangra,
gotea sobre las vides
y tinta sus brazos derrengados
de cárdeno y hastío.
La leve brisa de un verano
que no quiere marcharse,
que aspira a conquistar octubre
(como lo hizo con septiembre),
roza la piel muerta de los rastrojos,
levanta escamas de tierra y de paja inútil.
El sol se tumba sobre el horizonte,
se deja mecer por la línea adusta
de un perfil sin ondulaciones.
Retumba en la oquedad de la tarde
un ladrido que se pierde,
que se desvanece
como la luz,
que se deshace en el borde 
de la nada.
Un hombre solo
desciende por el camino,
con el azadón al hombro,
recortado por la penumbra
que va cayendo
inexorablemente.
El viento levanta escamas
de su piel muerta
y las voltea en el aire
junto a la tierra y a la paja inútil.
La noche se hace dueña
de la luz
y apaga con mano firme
el inútil esfuerzo de este verano eterno.

domingo, 9 de noviembre de 2014

"Bugia, menzogna, mentire" de Juan Bonilla

De las diversas disciplinas en que se derrama la crítica, sólo la crítica literaria se ve abocada de manera irremisible a pertenecer al propio campo sobre el que gravita y en el que pretende influir. Obviamente la crítica de arquitectura no es arquitectura, como la crítica de cine no es cine ni la crítica deportiva es ningún deporte: pero la crítica literaria sí debe ser literatura. Y en este requisito esencial reside buena parte de su potencia o de su insignificancia. No es raro por ello que los mejores críticos literarios sean casi siempre escritores que han demostrado lo que valen en otros géneros y que utilizan la crítica como herramienta para, no sólo indagar en las obras de otros puntualmente, sino también para ahondar en su propia concepción de la literatura y a través de esta en el significado y alcance de la literatura en una época determinada. No es raro que uno de los mejores críticos de la literatura en inglés sea T.S. Eliot, que con sus ensayos hizo renacer una tradición enterrada que sólo interesaba a arqueólogos, como uno de los mejores críticos de la literatura en español sea Luis Cernuda, que supo ver, por ejemplo, cuánto de poético y esencial había en el prosaísmo de alguien tan ridiculizado como Campoamor o supo darle su sitio como poeta a Gómez de la Serna. Podríamos citar unos cuantos casos más: Leon Bloy, Octavio Paz, Clarín, Edmund Wilson... hasta llegar a aquel en el que el crítico supera con mucho al escritor que ha probado su talento en otros géneros: Cyril Conolly. En cualquier caso, quizá no haya crítica más honda a una obra de creación que otra obra de creación. Y si te paras a pensarlo así es, así fue siempre: la gran crítica es antes que nada creación, el gran crítico de Lope no fue ninguno de los que se dejaron los ojos tratando de desentrañarlo, sino Moratín, proponiendo un arte nuevo de hacer comedias, y el gran crítico de Rubén Darío -que a su vez fue el gran crítico de la poesía ya obsoleta del XIX- fue Huidobro, como el gran crítico de Pérez Galdós fueron los vanguardistas de la 'Revista de Occidente' que a su vez recibieron su merecida crítica en Torrente y en el primer Cela.
Esos son los críticos que hacen girar la rueda de la literatura, apoyados casi siempre en circunstancias sociales que sirven de trampolines donde pisar para dar el salto, como es bien visible hoy mismo con este renacimiento de la novela social que ya a finales de los 20 y comienzos de los 30 reaccionaron contra "la estetización de la novela" (Benjamín Jarnés, Juan Chabás, Antonio de Obregón) y cuyos resultados, lamentablemente, no alcanzaron logros magistrales a pesar de alguna pieza interesante firmada por Joaquín Arderius -y su mezcla de expresionismo y realismo social- o José Díaz Fernández o Ramón J. Sénder.
Es también paradójico que una de las victorias de la crítica literaria consista en alejar a un lector de un libro. La crítica negativa trata de alejarlo arrastrando por el barro a una obra determinada, pero también la crítica entusiasmada puede hacer retroceder a un lector ante la obra sobre la que reflexiona: consigue extraer su esencia de tal modo que quien lee un buen ensayo sobre alguna obra puede llegar a dar por leída esa obra, el crítico se ha convertido en su embajador, su representante, alguien lo suficientemente convincente como para que no le pese al lector dar por bueno su informe. Eso, creo, pasa con las majestuosas críticas de Giorgio Manganelli recopiladas en 'La literatura como mentira' (publicadas por Dioptrías en traducción de Mariagiovanna Lauretta). Muchos de estos textos agotan de tal modo las obras que utilizan de trampolín que se sale de ellos con la rara sensación de haber leído libros que no hemos leído (o que leímos pero apenas recordamos). Tal prestidigitación sólo está al alcance de un maestro, un guía lo suficientemente inteligente y luminoso como para conseguir hacernos creer que hemos estado en D'Anunzio o en Firbank o en Beckett a pesar de que nunca pisamos esos lugares o no nos trajimos ningún recuerdo preciso, nada que no fuera una impresión general, cuando los pisamos.
Manganelli parece tener claro que la crítica es un género yedra: necesita una pared para erguirse y escalar. Y no le importa que después de hacerlo la pared no se vea: que quede a la vista sólo la yedra. En sus reseñas prestan paredes Nabokov, Lady Chatterley, Ivy Compton Burnett, Dickens o 'Los tres mosqueteros', la literatura fantástica o los cuentos de O'Henry, la poesía de Yeats o Hoffmann. El resultado es siempre el mismo: una pieza antológica donde vamos viendo cómo la yedra de la prosa de Manganelli y su inteligencia viva, audaz y descarada, nos va guiando por mundos tan distintos como el silencioso y económico mundo de Beckett o el ampuloso y enjoyado mundo de d'Annunzio: de uno y otro lo mejor que se nos queda en las meninges es la pieza que les dedica Manganelli. Piezas autosuficientes que son por sí solas excelente literatura.
El libro se cierra con un famoso ensayo de Manganelli en el que la literatura es descrita como un artificio inmoral y cínico, antisocial y desobediente. Una herramienta para desertar que trata de imponer una renuncia tanto al que la utiliza -el escritor- como al que la recibe -el lector. ¿De qué nos hace desertar la literatura? ¿A qué renunciamos a su través? Manganelli tiene claro que la respuesta a ambas preguntas es una sola: la verdad. La literatura no tiene más remedio que ser mentira y toda su historia es la historia de un mismo engaño que va repitiéndose a lo largo de los siglos una y otra vez. "Las imágenes, las palabras, las distintas estructuras del objeto literario, están obligadas a moverse según el rigor y la arbitrariedad propios de las ceremonias, y es precisamente en lo ceremonioso que la literatura despliega el acmé de su revelación mistificadora. Todos los dioses, todos los demonios le pertenecen, ya que están muertos: fue precisamente ella quien los mató. Pero, a la vez, extrajo de ellos la potencia, la indiferencia, el estro taumatúrgico. La literatura se estructura como una pseudoteología en la que se celebra un universo entero, con su fin y su principio, sus rituales y sus jerarquías, sus seres mortales e inmortales. Todo es exacto, y todo es mentira."
Dada la importancia que en el libro se le concede a este ensayo -el último de la recopilación, el que da título al volumen- se diría que está ahí para desmentir de alguna manera todo lo que ha venido antes, para rebajarle grandeza o restarle importancia. Es una coquetería pues, en todo el libro, Manganelli ha dado constantes ejemplos de que la literatura es una fricción, el choque de dos piedras que inventan el fuego: un libro y un lector. Y de esas fricciones de los libros sobre los que discurre con el lector que es, nos queda precisamente el precioso fuego que aún calienta en estas reseñas escritas hace 50 años. Sin timideces, una obra maestra.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Fábula de Vandalia


Érase una vez un pueblo arrinconado en un extremo de las Europas. Después de salir de un tiempo de rigidez en el que se tuvo que lidiar con un tirano infame que marcó su destino, Vandalia se preparaba a vivir un periodo de prosperidad y libertad, en el que sus habitantes podrían, por fin, elegir sus propios gobernantes. Los muchos años de sumisión y humillación convirtieron a los vándalos en seres temerosos y poco inclinados a la aventura. Eligieron a un seguidor del tirano, menos feroz, que aseguraba no cambiar en exceso las reglas del juego.
Pasaron algunos años, los vándalos comenzaron a dudar de su elección y en la primera oportunidad tomaron, envalentonados, un riesgo. Pese a los vaticinios de los agoreros, pese al temor que se voceaba desde los púlpitos del poder, un nuevo clan se hizo con el gobierno del país empujado por la inusitada valentía de sus pobladores. Al principio, parecía que algo iba a cambiar, que las costumbres milenarias de sumisión e ignorancia se transformarían, pero pronto los nuevos gobernantes se dieron cuenta de que un pueblo más avispado y moderno podría acabar con sus privilegios y dieron marcha atrás en su proyecto de renovación.
Durante más de 30 años, se fueron turnando en el poder los oligarcas de los dos clanes: los herederos del tirano y los traidores a la renovación. Los rebeldes parecían ya domados, no se atisbaba ningún signo de insumisión, se había alcanzado un tiempo de sosiego. Se les hinchó la panza con monedas de oro, se los siguió alienando a  base de automóviles y entretenimiento. Se consiguió con disimulo lo mismo que el pequeño tirano había logrado con una represión feroz. Era cuestión de alimentar a los pregoneros y de mantener al pueblo en la inopia. Hacerles creer que eran ellos mismos quienes elegían su destino.
Con el paso de los años y gracias a la sociedad con sus vecinos, la voracidad de los clanes turnantes devoró las riquezas que producía el bosque: talaron los árboles, devastaron la riqueza del suelo, a punto estuvieron los oligarcas de reventar, en el empeño de devorar las miserias de sus conciudadanos. Se revolcaban en una orgía de placeres obtenidos con facilidad de la tierra que cultivaba el sumiso y entregado vándalo. Hasta que no quedó nada.
El sol hería con fuerza las cabezas de los pobladores, el bosque había desaparecido, las gentes apenas tenían para alimentarse. Solo entonces levantaron los vándalos la cabeza y sufrieron el sol impenitente. Por primera vez, con el estómago vacío, contemplaron a los que gobernaban, iluminados por una luz cegadora: sus vientres hinchados, sus manos sucias, sus pies enormes aplastándolo todo. Era el tiempo de los pregoneros, ahora mucho más poderosos, con un mensaje impuesto por los gerifaltes para calmar a la masa hambrienta. Servían con docilidad a los clanes gobernantes y participaban de la rapiña con avidez.
Cuando se taló el bosque, cuando ya no quedaban riquezas que repartir, los vándalos comenzaron a reprochar el desmán de los clanes. Los pregoneros seguían machacando al pueblo por mandato supremo, con lo que se fue generando un odio visceral hacia ellos y hacia sus amos.Los vándalos se levantaron por necesidad, por la angustia de la supervivencia y la hoguera se convirtió en una esperanza de regeneración.Surgió un nuevo clan que aprovechó la desesperación para medrar.
Era el tiempo de los pregoneros: si los ciudadanos optaban por quitar de en medio a los clanes tradicionales, Vandalia se hundiría en la peor de las oscuridades, se derrumbarían las bases de la sociedad. Pero la voz de los pregoneros caía en el vacío de los estómagos, su prestigio se había hundido como el de los clanes ancestrales. Cuanto más se empeñaban en desacreditar al nuevo ídolo, más crecía, y más aumentaba el odio a los oligarcas. La sumisión, la humillación y el miedo no parecían cundir en un nuevo territorio arrasado por la rapiña de los poderosos, a pesar de que era ímprobo el esfuerzo por implantarlos.
Se esperaban las nuevas elecciones con esperanza. Los agoreros predecían que el miedo vencería, y seguirían imperando la humillación y la sumisión. Los más aventurados predecían una victoria del nuevo ídolo. Otros estaban convencidos de que sin una regeneración verdadera, el nuevo clan sería fagocitado por la malversación atávica de un pueblo sometido a las pulsiones de una moral putrefacta.