De las diversas disciplinas en que se derrama la crítica, sólo la crítica literaria se ve abocada de manera irremisible a pertenecer al propio campo sobre el que gravita y en el que pretende influir. Obviamente la crítica de arquitectura no es arquitectura, como la crítica de cine no es cine ni la crítica deportiva es ningún deporte: pero la crítica literaria sí debe ser literatura. Y en este requisito esencial reside buena parte de su potencia o de su insignificancia. No es raro por ello que los mejores críticos literarios sean casi siempre escritores que han demostrado lo que valen en otros géneros y que utilizan la crítica como herramienta para, no sólo indagar en las obras de otros puntualmente, sino también para ahondar en su propia concepción de la literatura y a través de esta en el significado y alcance de la literatura en una época determinada. No es raro que uno de los mejores críticos de la literatura en inglés sea T.S. Eliot, que con sus ensayos hizo renacer una tradición enterrada que sólo interesaba a arqueólogos, como uno de los mejores críticos de la literatura en español sea Luis Cernuda, que supo ver, por ejemplo, cuánto de poético y esencial había en el prosaísmo de alguien tan ridiculizado como Campoamor o supo darle su sitio como poeta a Gómez de la Serna. Podríamos citar unos cuantos casos más: Leon Bloy, Octavio Paz, Clarín, Edmund Wilson... hasta llegar a aquel en el que el crítico supera con mucho al escritor que ha probado su talento en otros géneros: Cyril Conolly. En cualquier caso, quizá no haya crítica más honda a una obra de creación que otra obra de creación. Y si te paras a pensarlo así es, así fue siempre: la gran crítica es antes que nada creación, el gran crítico de Lope no fue ninguno de los que se dejaron los ojos tratando de desentrañarlo, sino Moratín, proponiendo un arte nuevo de hacer comedias, y el gran crítico de Rubén Darío -que a su vez fue el gran crítico de la poesía ya obsoleta del XIX- fue Huidobro, como el gran crítico de Pérez Galdós fueron los vanguardistas de la 'Revista de Occidente' que a su vez recibieron su merecida crítica en Torrente y en el primer Cela.
Esos son los críticos que hacen girar la rueda de la literatura, apoyados casi siempre en circunstancias sociales que sirven de trampolines donde pisar para dar el salto, como es bien visible hoy mismo con este renacimiento de la novela social que ya a finales de los 20 y comienzos de los 30 reaccionaron contra "la estetización de la novela" (Benjamín Jarnés, Juan Chabás, Antonio de Obregón) y cuyos resultados, lamentablemente, no alcanzaron logros magistrales a pesar de alguna pieza interesante firmada por Joaquín Arderius -y su mezcla de expresionismo y realismo social- o José Díaz Fernández o Ramón J. Sénder.
Es también paradójico que una de las victorias de la crítica literaria consista en alejar a un lector de un libro. La crítica negativa trata de alejarlo arrastrando por el barro a una obra determinada, pero también la crítica entusiasmada puede hacer retroceder a un lector ante la obra sobre la que reflexiona: consigue extraer su esencia de tal modo que quien lee un buen ensayo sobre alguna obra puede llegar a dar por leída esa obra, el crítico se ha convertido en su embajador, su representante, alguien lo suficientemente convincente como para que no le pese al lector dar por bueno su informe. Eso, creo, pasa con las majestuosas críticas de Giorgio Manganelli recopiladas en 'La literatura como mentira' (publicadas por Dioptrías en traducción de Mariagiovanna Lauretta). Muchos de estos textos agotan de tal modo las obras que utilizan de trampolín que se sale de ellos con la rara sensación de haber leído libros que no hemos leído (o que leímos pero apenas recordamos). Tal prestidigitación sólo está al alcance de un maestro, un guía lo suficientemente inteligente y luminoso como para conseguir hacernos creer que hemos estado en D'Anunzio o en Firbank o en Beckett a pesar de que nunca pisamos esos lugares o no nos trajimos ningún recuerdo preciso, nada que no fuera una impresión general, cuando los pisamos.
Manganelli parece tener claro que la crítica es un género yedra: necesita una pared para erguirse y escalar. Y no le importa que después de hacerlo la pared no se vea: que quede a la vista sólo la yedra. En sus reseñas prestan paredes Nabokov, Lady Chatterley, Ivy Compton Burnett, Dickens o 'Los tres mosqueteros', la literatura fantástica o los cuentos de O'Henry, la poesía de Yeats o Hoffmann. El resultado es siempre el mismo: una pieza antológica donde vamos viendo cómo la yedra de la prosa de Manganelli y su inteligencia viva, audaz y descarada, nos va guiando por mundos tan distintos como el silencioso y económico mundo de Beckett o el ampuloso y enjoyado mundo de d'Annunzio: de uno y otro lo mejor que se nos queda en las meninges es la pieza que les dedica Manganelli. Piezas autosuficientes que son por sí solas excelente literatura.
El libro se cierra con un famoso ensayo de Manganelli en el que la literatura es descrita como un artificio inmoral y cínico, antisocial y desobediente. Una herramienta para desertar que trata de imponer una renuncia tanto al que la utiliza -el escritor- como al que la recibe -el lector. ¿De qué nos hace desertar la literatura? ¿A qué renunciamos a su través? Manganelli tiene claro que la respuesta a ambas preguntas es una sola: la verdad. La literatura no tiene más remedio que ser mentira y toda su historia es la historia de un mismo engaño que va repitiéndose a lo largo de los siglos una y otra vez. "Las imágenes, las palabras, las distintas estructuras del objeto literario, están obligadas a moverse según el rigor y la arbitrariedad propios de las ceremonias, y es precisamente en lo ceremonioso que la literatura despliega el acmé de su revelación mistificadora. Todos los dioses, todos los demonios le pertenecen, ya que están muertos: fue precisamente ella quien los mató. Pero, a la vez, extrajo de ellos la potencia, la indiferencia, el estro taumatúrgico. La literatura se estructura como una pseudoteología en la que se celebra un universo entero, con su fin y su principio, sus rituales y sus jerarquías, sus seres mortales e inmortales. Todo es exacto, y todo es mentira."
Dada la importancia que en el libro se le concede a este ensayo -el último de la recopilación, el que da título al volumen- se diría que está ahí para desmentir de alguna manera todo lo que ha venido antes, para rebajarle grandeza o restarle importancia. Es una coquetería pues, en todo el libro, Manganelli ha dado constantes ejemplos de que la literatura es una fricción, el choque de dos piedras que inventan el fuego: un libro y un lector. Y de esas fricciones de los libros sobre los que discurre con el lector que es, nos queda precisamente el precioso fuego que aún calienta en estas reseñas escritas hace 50 años. Sin timideces, una obra maestra.
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