jueves, 31 de octubre de 2013

"La fritura y la pereza" (del poemario "Los placeres y otros fluidos")


Me rebozo de pereza.
Cierro los ojos y oigo de fondo
al locutor de radio,
pero no lo escucho.
Doy una vuelta más
para empaparme
con la harina de la dejadez
y se aleja la voz del transistor.
Entreabro los ojos,
unas hebras de luz
entran por la ventana.
Una vuelta más
para sentir la molicie espesa
de la modorra
y freírme en el placer 
del abandono.
¡No duermas!
Este espacio intermedio
entre la luz y la muerte
es una delicia
para los paladares mediocres
que gustan de los sencillos sabores
de la cocina tradicional 
y de la cama de media mañana.

miércoles, 30 de octubre de 2013

"Registro en el aeropuerto" (del poemario "Los placeres y otros fluidos")


Se abrió el vestido 
para que viéramos su piel de maleta.
Se pellizcó los cierres 
y también los pezones.
Se desplegó, sospechosa, su carne de cuero
y mostró sus huesos de lencería
y sus nervios de seda.
Bajó la mano hasta la falda
y desabrochó las gomas de la funda,
aparecieron dos muslos de plástico
amoratados por los golpes del aeropuerto.
Me enamoré de los candados de sus bragas
y fingí un registro minucioso
en la cocaína de su sexo.
La interrogué con vehemencia 
hasta que quedó desnuda,
con las valvas abiertas de par en par.
La detuve por una corazonada 
y la llevé a las celdas del aeropuerto
para que me arrancara el disfraz de policía corrupto.

viernes, 25 de octubre de 2013

"Metaliteratura de las lombrices"


En los barros literarios encuentro el placer de las lombrices. Como cieno y veo poco, me muevo con dificultad impedido por el lodo pegajoso que me envuelve y, sin embargo, gozo de esta nueva condición. Ya no hay estímulos que afecten a mis sentidos. Lo único que importa es tragar limo hasta hartarme, no escuchar, aislado del mundo en el fondo de los charcos, y de vez en vez salir a la superficie para notar la suavidad del agua y enfangarme de nuevo en los lodos del suelo. Si no soy una lombriz, ¿por qué disfruto de este placer de los invertebrados?, ¿por qué me parezco cada vez más a una piedra?, ¿por qué me recreo en la soledad de las profundidades? Nada me es más grato que el silencio y la oscuridad, nada me reconforta tanto como el hueco que consigo hacerme con el esfuerzo pausado de mi cuerpo empujando poco a poco, anillo a anillo a cada porción de barro que se interpone en mi camino. Y queda un rastro vano a mi paso, pegajoso y estrecho por el que podrá arrastrarse con menor dificultad otro cuerpo cilíndrico y torpe como el mío. Somos muchos los que intentamos atravesar el barro, muchos los que horadamos la carne de la tierra sin conseguir otra cosa que unas pequeñas burbujas que revientan en aire a nuestro paso. Y eso es suficiente: esas pompas de podredumbre que se desvanecen en cuanto nacen, esos efímeros globos de aire corrompido que apenas resisten el soplido del ave que nos devora atravesándonos el cuerpo con la punta del pico.

domingo, 20 de octubre de 2013

"Los mitos" por Carlos García Gual




Es difícil dar una definición del Mito, como término unívoco y digno de letra mayúscula. Me parece que situar el “pensamiento mítico” como una forma simbólica singular y oponer el Mito a la Razón como incompatibles simplifica demasiado el enfoque. “No hay ninguna definición del mito. No hay ninguna forma platónica del mito que se ajuste a todos los casos reales”, escribió G. S. Kirk, helenista experto en el tema. Evitemos enredarnos en la retórica y la metafísica. Es más claro enfocar “lo mítico” como una vasta región de lo imaginario y tratar de “los mitos” como resonantes relatos que configuran lo que llamamos la mitología. Partamos de un trazo claro: los mitos no son dominio de ningún individuo, sino una herencia colectiva, narrativa y tradicional, que se transmite desde lejos (a veces unida a la religión, en los ritos o en la literatura).

Toda cultura alberga una tradición mítica. Según Georges Dumézil: “Un país sin leyendas se moriría de frío. Un pueblo sin mitos está muerto”. Desde siempre, “los mitos viven en el país de la memoria” (Marcel Detienne). Es decir, pertenecen a la memoria comunitaria y, como señaló el antropólogo Malinowski, ofrecen a la sociedad que los alberga, venera y difunde “una carta de fundación” utilitaria. Son, en sus orígenes, las fundamentales “historias de la tribu”; ofrecen a sus creyentes una interpretación del sentido del mundo.

Partiendo de esa consideración de la mitología, podemos proponer una definición sencilla y funcional. Con la venia del escéptico Kirk, tomemos, modestamente, esta: “Un mito es un relato memorable y tradicional que cuenta la actuación paradigmática de seres extraordinarios (dioses y héroes) en un tiempo prestigioso y lejano”. El insistir en lo narrativo y no en las vacilantes creencias que los individuos pueden tener al respecto nos permite aceptar como “mitos” no solo a los mitos religiosos, sino también a los “literarios”. Ese aspecto narrativo es el rasgo esencial del mito ya en la palabra griega mythos, que los sofistas y Platón opusieron al vocablo logos (palabra, razón, razonamiento), en el sentido de “narración tradicional, relato antiguo”. (Antes, en Homero, mythos y logos eran sinónimos). Una frase famosa define el progreso filosófico en Grecia como avance “del mito al logos”; pero ese avance —en términos absolutos— está hoy muy cuestionado. La contraposición sirve para señalar el claro progreso histórico de la razón en la Grecia antigua, en la filosofía, la historia y las ciencias, ideas y no creencias, que explican el mundo, marginando las creencias míticas. Sin embargo, ya el mythos era una búsqueda de verdad, ya el mito ofrecía, en su estilo, una ilustración (Hans Blumenberg). Hay “mito en el logos y logos en el mito”, dice Lluís Duch, que apunta la conveniencia de una ágil combinación “logomítica” para la comprensión cabal del mundo y la condición humana.

Nuestra mitología clásica viene de la antigua Grecia, aunque solo persiste como brumosa herencia cultural, desde hace siglos desvinculada de su fundamento religioso. (Cómo el cristianismo la sustituyó y desterró a sus dioses es una historia bien conocida y que podemos dejar de lado ahora). Pero cualquier religión tiene su propia mitología, es decir, su oferta narrativa, que puede adquirir pretensiones dogmáticas, reforzada por los rituales y la espiritualidad personal. La cristiana se recoge en la Biblia. Con todo, la mitología griega (y su versión romana) se nos ha transmitido en la literatura europea con una belleza poética que le ha permitido una pervivencia fantasmal a través de los siglos. Recordemos que la gran poesía griega (la épica, la tragedia y gran parte de la lírica) se fundaba en la evocación de los mitos: las acciones de los famosos héroes y los dioses, y su celebración y reinterpretación constante en los poemas y los teatros. Esos mitos, que suelen designarse con el nombre de sus protagonistas, perduran así como ejemplos y enigmas (como los de Prometeo, Odiseo, Edipo, Medea, Orfeo, Casandra y otros). Y los poetas, transmisores por excelencia de los mitos, fueron, en Grecia, populares “maestros de verdad” antes de ser desplazados en esa tarea educativa por los filósofos. Pero, sin embargo, no lo olvidemos, Platón es un gran narrador de mitos, metidos en sus Diálogos. Lo que no deja de ser una admirable paradoja: el gran filósofo, tan crítico con las opiniones ajenas, tan duro con los poetas, resulta luego un fabuloso mitólogo.

Pero no solo los griegos; toda cultura tiene sus mitos, como ya sabemos. Y su, más o menos fantástica, brillante tradición mitológica. Que se caracteriza, por doquier, por ese carácter memorable, en gran medida educativo. Pues un mito no se inventa, sino que se cuenta como un saber acreditado. Ya estaba antes; como una creencia, como un enigma, como lección de sabiduría, una reliquia de las “historias de la tribu”. Podemos preguntarnos qué lo hace duradero y ubicuo, ¿cómo persiste así, arcaico, y, tal vez, reactualizado? Sin duda es su temática. Los mitos hablan de los grandes temas de la existencia. Y dan respuesta. De por qué existimos, de quién hizo el mundo, cuál es nuestro destino, qué hay tras la muerte, qué significa vivir en un tiempo breve, y en una condición de dudosa justicia. Los filósofos —desde los sofistas griegos— han ofrecido respuestas varias: según unos, fueron el espanto y el agradecimiento ingenuo ante los prodigios naturales los que les crearon los dioses; según otros ilustrados, fue la codicia y astucia de los sacerdotes. Me parece más convincente la tesis de Hans Blumenberg: los mitos animan y dan sentido profundo a lo real. Frente al “absolutismo de la naturaleza”, los seres humanos ansían vivir en un albergue benévolo, un mundo humanizado y con sentido trascendente, donde, más allá de la inevitable muerte, quede algo perdurable, respondiendo al anhelo humano de pervivir y no ser un absurdo accidente disuelto en la nada. Según Blumenberg, el ser humano anhela esperanza y consuelo. El mito lo da. En otras versiones, como en la de Jung, los temas de los mitos están en la propia alma de forma innata, y tienen, como arquetipos, honda relación con el mundo de los sueños.

El caso es que los mitos están ahí, desde muy antiguo y en todas partes. Aunque, desde luego, hay épocas y culturas que los cuidan más y los tienen de mejor calidad. Y, por otra parte, parece que conviene distinguir entre los grandes y fundamentales (como los de la creación, del mundo divino, de las almas y sus viajes de ultratumba) y mitos menores, por ejemplo, los de tipo político o nacionalista más o menos manipulados. En fin, los mitos se insertan en la cultura y suelen recurrir a símbolos propios y expresarse de modo vivaz en imágenes impactantes. El código simbólico que usan con frecuencia los relatos míticos viene requerido por su propia temática, fabulosa y trascendente. El símbolo remite a algo ausente, difícil de representar por los signos de la comunicación habitual; sugiere más que dice e invita a ir más allá de lo real aparente y objetivo. Sobre todo en los símbolos religiosos. Las imágenes mitológicas actúan en el mismo sentido. Invitan a la imaginación de ese universo fabuloso de dioses, monstruos y seres extraños y prodigiosos con más fuerza que las palabras. Cada cultura, luego, elabora imágenes y símbolos propios, aunque la mitología comparada puede revelar entre mitos, imágenes y símbolos de lugares muy lejanos coincidencias sorprendentes. (Acaso porque la imaginación humana tiene sus límites). El repertorio de símbolos e imágenes resulta, en la mirada comparatista, fascinante.

He apuntado ya que hay mitos de primera instancia y mitos de segunda fila. En el mundo griego, los relatos de los dioses contados por Hesíodo evocan los orígenes del cosmos, los mitos de la épica heroica nos hablan de un mundo más cercano. Y también hay, en esa mitología y en otras, frente a los mitos religiosos y cósmicos (los de los orígenes, de los que tanto escribió Mircea Eliade), mitos literarios, esto es, productos míticos de prestigio más limitado y pedigree más moderno, ya que se inscriben en una tradición libresca. A esos mitos literarios (como el de Don Juan o el de Fausto) se les puede encontrar un primer autor —lo que va en contra de lo que hemos dicho antes—. Pero el personaje literario deviene mítico tan solo cuando pasa a la memoria colectiva y no es necesario recordar quién los inventó. En ese sentido, creo, la mayoría de la gente que los conoce no sabe quién fabricó a Frankenstein o a Carmen, o a Robinsón, no menos que quién, antes de Homero, relató las aventuras del griego Ulises; los héroes se han mitificado al perdurar en el imaginario colectivo, sin que la gente necesite el texto original. Y también hay —descendiendo de nivel— héroes del cómic que pueden revestir un tono mítico (son la calderilla del fondo, para el consumo popular y más mediático). Son “superhéroes” de papel; pero conservan algunas chispas del fulgor de los clásicos, ya desconocidos para el público juvenil. (Grant Morrison subraya bien, en Supergods, su impacto social, y apunta sagazmente que “Supermán es un héroe apolíneo y Batman un héroe dionisiaco”).

Es usual calificar de “míticos” o “mitos” a las grandes estrellas del espectáculo, a futbolistas y atletas, y ahora también a algunos cocineros. “Mito” es así un sinónimo de “ídolo adorado por las masas”; “ídolo” es, en cambio, vocablo pasado de moda. Para sus fans son seres mitológicos, tan de fábula como los superhéroes, glorificados por los focos de la actualidad.

Si bien entró bastante tarde en nuestra lengua —último tercio del XIX—, la palabra “mito” tuvo un éxito enorme: hoy, “el mito se dice de muchas maneras”. En el sentido de “lo fabuloso”, el término “mito” apunta a lo irreal, y se confunde con “lo falso”, y con esa fuerte connotación negativa se usa para descalificar exageraciones, bulos, y creencias ajenas. En ese sentido, los “mitos” son vanas “ilusiones” de los otros. A las “creencias” se contraponen “ideas”, como dijo Ortega, y antes los sofistas griegos. Pero los mitos perviven, se prestan a relecturas y a manipulaciones, a veces perversas.

sábado, 19 de octubre de 2013

La Odisea según Ítalo Calvino y poema de Kavafis




Poema de Konstantin Kavafis sobre Ítaca:

ÍTACA.

Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
debes rogar que el viaje sea largo,
lleno de peripecias, lleno de experiencias.
No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni la cólera del airado Poseidón.

Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta
si tu pensamiento es elevado, si una exquisita
emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.
Los lestrigones y los cíclopes
y el feroz Posidón no podrán encontrarte
si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,
si tu alma no los conjura ante ti.

Debes rogar que el viaje sea largo,
que sean muchos los días de verano;
que te vean arribar con gozo, alegremente,
a puertos que tú antes ignorabas.
Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia,
y comprar unas bellas mercancías:
madreperlas, coral, ébano, y ámbar,
y perfumes placenteros de mil clases.

Acude a muchas ciudades del Egipto
para aprender, y aprender de quienes saben.
Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca:
llegar allí, he aquí tu destino.
Mas no hagas con prisas tu camino;
mejor será que dure muchos años,
y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla,
rico de cuanto habrás ganado en el camino.
No has de esperar que Ítaca te enriquezca:
Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje.
Sin ellas, jamás habrías partido;
mas no tiene otra cosa que ofrecerte.
Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.
Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,
sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas.



La Odisea según Ítalo Calvino:

¿Cuántas Odiseas contiene la Odisea? En el comienzo del poema, la Telemaquia es la búsqueda de un relato que no es el relato que será la Odisea. En el Palacio Real de Ítaca, el cantor Femio ya conoce los nostoi de los otros héroes; solo le falta uno, el de su rey; por eso Penélope no quiere volver a escucharlo. Y Telémaco sale a buscar ese relato entre los veteranos de la guerra de Troya: si lo encuentra, termine bien o mal, Ítaca saldrá de la situación informe, sin tiempo y sin ley, en que se encuentra desde hace muchos años.
Como todos los veteranos, también Néstor y Menelao tienen mucho que contar, pero no la historia que Telémaco busca. Hasta que Menelao aparece con una fantástica aventura: disfrazado de foca, ha capturado al «viejo del mar», es decir a Proteo, el de las infinitas metamorfosis, y le ha obligado a contarle el pasado y el futuro. Naturalmente Proteo conocía ya toda la Odisea con pelos y señales: empieza a contar las vicisitudes de Ulises a partir del punto mismo en que comienza Homero, cuando el héroe está en la isla de Calipso; después se interrumpe. En ese punto Homero puede sustituirlo y seguir el relato.
Habiendo llegado a la corte de los feacios, Ulises escucha a un aedo ciego como Homero que canta las vicisitudes de Ulises; el héroe rompe a llorar; después se decide a contar él mismo. En su relato, llega hasta el Hades para interrogar a Tiresias, y Tiresias le narra a continuación su historia. Después Ulises encuentra a las sirenas que cantan; ¿qué cantan? La Odisea una vez más, quizás igual a la que estamos leyendo, quizá muy diferente.
Este retorno-relato es algo que existe antes de estar terminado: preexiste a la situación misma. En la Telemaquia ya encontramos las expresiones «pensar en el regreso», «decir el regreso». Zeus «no pensaba en el regreso» de los atridas; Menelao pide a la hija de Proteo que le «diga el regreso», y ella le explica cómo hacer para obligar al padre a decirlo, con lo cual el Atrida puede capturar a Proteo y pedirle: «Dime el regreso, cómo iré por el mar abundante en peces».
El regreso es individualizado, pensado y recordado: el peligro es que caiga en el olvido antes de haber sucedido. En realidad, una de las primeras etapas del viaje contado por Ulises, la de los lotófagos, implica el riesgo de perder la memoria por haber comido el dulce fruto del loto. Que la prueba del olvido se presente en el comienzo del itinerario de Ulises, y no al final, puede parecer extraño. Si después de haber superado tantas pruebas, soportado tantos reveses, aprendido tantas lecciones, Ulises se hubiera olvidado de todo, su pérdida habría sido mucho más grave: no extraer ninguna experiencia de todo lo que ha sufrido, ningún sentido de lo que ha vivido.
Pero, mirándolo bien, esta amenaza de desmemoria vuelve a enunciarse varias veces en los cantos IX-XII: primero con las invitaciones de los lotófagos, después con las pociones de Circe, y después con el canto de las sirenas. En cada caso Ulises debe abstenerse si no quiere olvidar al instante... ¿Olvidar qué? ¿La guerra de Troya? ¿El sitio? ¿El caballo? No: la casa, la ruta de la navegación, el objetivo del viaje. La expresión que Homero emplea en estos casos es «olvidar el regreso».
Ulises no debe olvidar el camino que ha de recorrer, la forma de su destino: en una palabra, no debe olvidar la Odisea. Pero tampoco el aedo que compone improvisando o el rapsoda que repite de memoria fragmentos de poemas ya cantados deben olvidar si quieren «decir el regreso»; para quien canta versos sin el apoyo de un texto escrito, «olvidar» es el verbo más negativo que existe: y para ellos «olvidar el regreso» quiere decir olvidar los poemas llamados nostoi, caballo de batalla de sus repertorios.
Sobre el tema «olvidar el futuro» hay algunas consideraciones: «Lo que Ulises salva del loto, de las drogas de Circe, del canto de las sirenas no es solo el pasado o el futuro. La memoria solo cuenta verdaderamente —para individuos, las colectividades, las civilizaciones— si reúne la impronta del pasado y el proyecto del futuro, si permite hacer sin olvidar lo que se quería hacer, devenir sin dejar de ser, ser sin dejar de devenir». Edoardo Sanguineti objeta: «Porque no hay que olvidar que el viaje de Ulises no es un viaje de ida, sino un viaje de vuelta.Y entonces cabe preguntarse un instante, justamente, qué clase de futuro le espera: porque el futuro que Ulises va buscando es entonces, en realidad, su pasado. Ulises vence los halagos de la Regresión porque él tiende hacia una Restauración.
»Se comprende que un día, por despecho, el verdadero Ulises, el gran Ulises, haya llegado a ser el del Último Viaje, para quien el futuro no es en modo alguno un pasado, sino la Realización de una Profecía, es decir de una verdadera Utopía. Mientras que el Ulises homérico arriba a la recuperación de su pasado como un presente: su sabiduría es la Repetición, y se lo puede reconocer por la Cicatriz que lleva y que lo marca para siempre».
Pero en el lenguaje de los mitos, como en el de los cuentos y la novela popular, toda empresa que aporta justicia, que repara errores, que rescata de una condición miserable, es representada corrientemente como la restauración de un orden ideal anterior: lo deseable de un futuro que se ha de conquistar es garantizado por la memoria de un pasado perdido.
Si examinamos los cuentos populares, vemos que presentan dos tipos de transformaciones sociales, que siempre terminan bien: primero de arriba abajo y después de nuevo arriba: o bien simplemente de abajo arriba. En el primer caso un príncipe, por cualquier circunstancia desafortunada, queda reducido a cuidador de cerdos u otra mísera condición, para reconquistar después su condición principesca; en el segundo un joven pobre por su nacimiento, pastor o campesino, y tal vez pobre también de espíritu, por virtud propia o ayudado por seres mágicos, logra casarse con la princesa y llega a ser rey.
Los mismos esquemas valen para los cuentos populares con protagonista femenino: en el primer caso la doncella de condición real o acaudalada, por la rivalidad de una madrastra (como Blancanieves) o de las hermanastras (como la Cenicienta) se encuentra desvalida hasta que un príncipe se enamora de ella y la conduce a la cúspide de la escala social; en el segundo, se trata de una verdadera pastorcita o joven campesina que supera todas las desventajas de su humilde nacimiento y llega a celebrar bodas principescas.
Se podría pensar que los cuentos populares del segundo tipo son los que expresan más directamente el deseo popular de invertir los papeles sociales y los destinos individuales, mientras que los del primero dejan traslucir ese deseo de manera más atenuada, como restauración de un hipotético orden precedente.
Pero pensándolo bien, la extraordinaria fortuna del pastorcito o la pastorcita representan solo una ilusión milagrera y consoladora, que después será ampliamente continuada por la novela popular y sentimental. Mientras que, en cambio, las desventuras del príncipe o de la reina desgraciada unen la imagen de la pobreza con la idea de un derecho pisoteado, de una injusticia que se ha de reivindicar, es decir, fijan (en el plano de la fantasía, donde las ideas pueden echar raíces en forma de figuras elementales) un punto que será fundamental para toda la toma de conciencia social de la época moderna, desde la Revolución francesa en adelante.
En el inconsciente colectivo el príncipe disfrazado de pobre es la prueba de que todo pobre es en realidad un príncipe, víctima de una usurpación, que debe reconquistar su reino. Ulises o Guerin Meschino o Robin Hood, reyes o hijos de reyes o nobles caballeros caídos en desgracia, cuando triunfen sobre sus enemigos restaurarán una sociedad de justos en la que se reconocerá su verdadera identidad.
¿Pero sigue siendo la misma identidad de antes? El Ulises que llega a Ítaca como un viejo mendigo, irreconocible para todos, tal vez no sea ya la misma persona que el Ulises que partió rumbo a Troya. No por nada había salvado su vida cambiando su nombre por el de Nadie. El único reconocimiento inmediato y espontáneo es el del perro Argos, como si la continuidad del individuo se manifestase solamente a través de señales perceptibles para un ojo animal.
Las pruebas de su identidad son para la nodriza la huella de una dentellada de jabalí, para su mujer el secreto de la fabricación del lecho nupcial con una raíz de olivo, para el padre una lista de árboles frutales: señales todas que nada tienen de realeza, y que equiparan a un héroe con un cazador furtivo, con un carpintero, con un hortelano. A estas señales se añaden la fuerza física, una combatividad despiadada contra los enemigos, y sobre todo el favor evidente de los dioses, que es lo que convence también a Telémaco, pero sólo por un acto de fe.
A su vez Ulises, irreconocible, al despertar en Itaca no reconoce su patria. Tendrá que intervenir Atenea para garantizarle que Itaca es realmente Itaca. En la segunda mitad de la Odisea, la crisis de identidad es general. Solo el relato garantiza que los personajes y los lugares son los mismos personajes y los mismos lugares. Pero también el relato cambia. El relato que el irreconocible Ulises narra al pastor Eumeo, después al rival Antinoo y a la misma Penélope, es otra Odisea, totalmente diferente: las peregrinaciones que han llevado desde Creta hasta allí al personaje ficticio que él dice ser, un relato de naufragios y piratas mucho más verosímil que el relato que él mismo había contado al rey de los feacios. ¿Quién nos dice que no sea esta la «verdadera» Odisea? Pero esta nueva Odisea remite a otra Odisea más: en sus viajes el cretense había encontrado a Ulises: así es como Ulises cuenta de un Ulises que viaja por países por donde la Odisea que se da por «verdadera» no lo hizo pasar.
Que Ulises es un mistificador ya se sabe antes de la Odisea. ¿No fue él quien ideó la gran superchería del caballo de Troya? Y en el comienzo de la Odisea, las primeras evocaciones de su personaje son dos flash-back de la guerra de Troya contados sucesivamente por Elena y por Menelao: dos historias de simulación. En la primera penetra bajo engañosos harapos en la ciudad sitiada llevando la mortandad; en la segunda está encerrado dentro del caballo con sus compañeros y consigue impedir que Elena, incitándolos a hablar, los desenmascare.
En ambos episodios Ulises se encuentra frente a Elena: en el primero como una aliada, cómplice de la simulación: en el segundo como adversaria que finge las voces de las mujeres de los aqueos para inducirlos a traicionarse. El papel de Elena resulta contradictorio pero es siempre la contramarca de la simulación. De la misma manera, también Penélope se presenta como una simuladora con la estratagema de la tela: la tela de Penélope es una estratagema simétrica de la del caballo de Troya, y es a la par un producto de la habilidad manual y de la falsificación: las dos principales cualidades de Ulises son también las de Penélope.
Si Ulises es un simulador, todo el relato que hace al rey de los feacios podría ser falso. De hecho sus aventuras marineras, concentradas en cuatro libros centrales de la Odisea, rápida sucesión de encuentros con seres fantásticos (que aparecen en los cuentos del folclore de todos los tiempos y países: el ogro Polifemo, los veinte encerrados en el odre, los encantamientos de Circe, sirenas y monstruos marinos), contrastan con el resto del poema, en el que dominan los tonos graves, la tensión psicológica, el crescendo dramático que gravita hacia un final: la reconquista del reino y de la esposa asediados por los proceos.
Aquí también se encuentran motivos comunes a los de los cuentos populares, como la tela de Penélope y la prueba del tiro al arco, pero estamos en un terreno más cercano a los criterios modernos de realismo y verosimilitud: las intervenciones sobrenaturales tienen que ver solamente con las apariciones de los dioses del Olimpo, habitualmente ocultos bajo apariencia humana.
Es preciso sin embargo recordar que idénticas aventuras (sobre todo la de Polifemo) son evocadas también en otros lugares del poema; por lo tanto el propio Homero las confirma, y no solo eso, sino que los mismos dioses discuten de ello en el Olimpo. Y que también Menelao, en la Telemaquia, cuenta una aventura del mismo tipo (las del cuento popular) que la de Ulises: el encuentro con el viejo del mar. No nos queda sino atribuir la diferencia de estilo fantástico a ese montaje de tradiciones de distinto origen, transmitidas por los aedos y que confluyeron después en la Odisea homérica, que en el relato de Ulises en primera persona revelaría su estrato más arcaico.
¿Más arcaico? Según Alfred Heubeck, las cosas hubieran podido tomar un rumbo absolutamente opuesto. Antes de la Odisea (incluida la Ilíada), Ulises siempre había sido un héroe épico, y los héroes épicos, como Aquiles y Héctor en la Ilíada, no tienen aventuras del tipo de las de los cuentos populares, a base de monstruos y encantamientos. Pero el autor de la Odisea tiene que mantener a Ulises alejado de la casa durante diez años, desaparecido, inhallable para los familiares y los ex compañeros de armas. Para ello debe hacerle salir del mundo conocido, pasar a otra geografía, a un mundo extrahumano, a un más allá (no por nada sus viajes culminan en la visita a los Infiernos). Para este destierro fuera de los territorios de la épica, el autor de la Odisea recurre a tradiciones (estas sí, más arcaicas) como las empresas de Jasón y los Argonautas.
Por tanto la novedad de la Odisea es haber enfrentado a un héroe épico como Ulises «con hechiceras y gigantes, con monstruos y devoradores de hombres», es decir, en situaciones de un tipo de saga más arcaica, cuyas raíces han de buscarse «en el mundo de la antigua fábula y directamente de primitivas concepciones mágicas y xamánicas».
Aquí es donde el autor de la Odisea muestra, según Heubeck, su verdadera modernidad, la que nos lo vuelve cercano y actual: si tradicionalmente el héroe épico era un paradigma de virtudes aristocráticas y militares, Ulises es todo esto, pero además es el hombre que soporta las experiencias más duras, los esfuerzos y el dolor y la soledad. «Es cierto que también él arrastra a su público a un mítico mundo de sueños, pero ese mundo de sueños se convierte en la imagen especular del mundo en que vivimos, donde dominan necesidad y angustia, terror y dolor, y donde el hombre está inmerso sin posibilidad de escape.»
Stephanie West, aunque parte de premisas diferentes de las de Heubeck, formula una hipótesis que convalidaría su razonamiento: la hipótesis de que haya existido una Odisea alternativa, otro itinerario del regreso, anterior a Homero. Homero (o quien haya sido el autor de la Odisea), encontrando este relato de viajes demasiado pobre y poco significativo, lo habría sustituido por las aventuras fabulosas, pero conservando las huellas de los viajes del seudocretense. En realidad en el proemio hay un verso que debería presentarse como la síntesis de toda la Odisea: «De muchos hombres vi las ciudades y conocí los pensamientos». ¿Qué ciudades? ¿Qué pensamientos? Esta hipótesis se adaptaría mejor al relato de los viajes del seudocretense...
Pero apenas Penélope lo ha reconocido en el tálamo reconquistado, Ulises vuelve a narrar el relato de los cíclopes, de las sirenas... ¿No es quizá la Odisea el mito de todo viaje? Tal vez para Ulises-Homero la distinción mentira-verdad no existía, él contaba la misma experiencia ya en el lenguaje de lo vivido, ya en el lenguaje del mito, así como para nosotros también todo viaje nuestro, pequeño o grande, es siempre Odisea.

viernes, 18 de octubre de 2013

"Teoría y práctica del poder" de Alfonso Vila Francés

Estupendo artículo sobre las tropelías de los poderosos y las represalias contra los escritores. Una cita que no tiene desperdicio: "Vamos a matar a todos los que lleven gafas".

Publicado por 
Alexander Bogdanov y Lenin juegan al ajedrez. Maximo Gorki observa.
Alexander Bogdanov y Lenin juegan al ajedrez. Maximo Gorki observa.
El poder y los intelectuales: «Vamos a matar a todos los que lleven gafas»
Pierde usted los nervios. Llega a la conclusión de que la revolución no se puede hacer sin los intelectuales
(…). Esos intelectualillos, larvas del capital, que se creen el cerebro de la nación. En realidad no son el cerebro,
sino la mierda… (Carta de Lenin a Gorki, citada por Vitali Chentalinski en su libro De los archivos literarios
del KGB, ed. Anaya/ Mario Muchnik, 1994).
De ahí a matar a los que lleven gafas no hay tanto trecho como se piensa. De la Rusia de 1919 a la Camboya 
de 1975 las líneas generales de los gobernantes comunistas siempre han sido las mismas: los intelectuales 
solo son necesarios si ponen su pluma al servicio del poder. Y solo durante momentos muy concretos 
(por ejemplo cuando la revolución está en marcha o aún no está suficientemente asentada). Después se 
convierten en un elemento molesto, inservible, peligroso.
Pero, ¿qué pasa en el resto del mundo? ¿Cuál es la relación del poder con los intelectuales? Dejemos que el 
profesor Benedetti nos lo explique:
El poder de los gobernantes nunca se siente influenciado por los intelectuales o artistas. En la extrema 
derecha generalmente los expulsan, torturan y matan. El neoliberalismo, en cambio, cree que artistas 
e intelectuales son objetos decorativos. A los políticos les gusta hacerse fotos al lado de un pintor o un escritor, 
pero no le dan la menor importancia. Y hasta la propia izquierda usa a intelectuales y artistas. En el terreno 
político nadie da importancia a lo que piensan. Eso no quiere decir que uno no hace lo que puede. 
Podemos cambiar la mentalidad de la gente, pero no vamos a liderar ninguna transformación. Nunca supe de 
una revolución hecha con un soneto, con una obra de teatro. Ni se derrocó ninguna dictadura con un cuento. 
Los intelectuales participan en los movimientos, pero no pueden cambiar la vida. El poder siempre desprecia 
al intelectual y lo considera peligroso.
«Pero no pueden cambiar la vida», a mí esta frase, cuando la leí por primera vez, me recordó inmediatamente 
unas palabras de Haroldo Conti: «Tarde o temprano la vida se me pondrá delante y saltaré al camino. Como un león».
A Haroldo Conti la vida se le puso delante la madrugada del cinco de mayo de 1976. Y se lo tragó. Se lo tragó tan bien
 tragado que hoy en día aún está (y estará, me temo, tal vez para siempre) en la lista de desaparecidos de la dictadura
 militar argentina. El escritor se quiere comer la vida. Pero la vida se come al escritor. Por desgracia es más que una metáfora
 y por desgracia casos como el de Conti hay muchos, muchísimos. Y en esto parece que todas las dictaduras del mundo
 compiten entre ellas por ver quién hace la lista más larga. Y en esto (en el fondo es muy lógico) no hay diferencias
 ideológicas. «Terrorista no es solo el que pone bombas. El que escribe libros también es terrorista», decían
 Videla y su chusma. Y Pinochet se reía y aplaudía repantigado en su sillón.
Stalin con Gorki.
Stalin con Gorki.
Y mientras el intelectual, esa mierdecilla
¿quién se cree que es? Cuando Lenin se ponía 
muy borde, al final, la única excusa de Gorki 
y la única manera de evitar más broncas era: 
«Los artistas son unos locos». Curiosamente
esa fue la misma frase con la que se defendió el 
Veronésde las acusaciones de la Inquisición en 
1573. Si bien en este caso el pintor incluyó en el 
grupo a los poetas, supongo porque pensó que la 
unión hace la fuerza.
Pero volvamos a Gorki; al final Lenin, por no echar 
más leña al fuego, aceptaba como buena la excusa 
de Gorki y después de un «cuánta razón tienes» se 
quedaban tan contentos y pasaban a otra cosa. Pero 
que no hubiera más broncas y reproches en las cartas 
no quiere decir que Lenin estuviera dispuesto a tolerar 
todos los caprichos y ambigüedades de su amigo. No. 
Gorki era, lo dice él mismo, «un mal marxista» y Lenin 
Stalin (que le tomó el relevo) lo sabían muy bien. ¿Y cómo no iban a saberlo, si para ellos no había ni un 
solo escritor que verdaderamente fuera un buen marxista? Había que tenerlos vigilados. Había que ser paciente con 
ellos. Había que ser duro cuando tocaba. Había que mostrarles el camino, y no una vez, sino muchas. Los 
escritores, los intelectuales, eran como hijos tontos. En ningún momento se podía dejar de estar encima de ellos. 
Así, cuando en 1918, el diario en el que trabajaba Gorki como redactor jefe fue prohibido por orden misma 
de Lenin, este se apresuró a defender a su amigo diciendo:
—No, Gorki no nos abandonará. Todo esto es marginal, temporal. Ya lo veréis. Estará necesariamente con nosotros.
Gorki volvió al redil. Pero el hombre es débil y tropieza siempre con la misma piedra. De manera que, en 1920, muy 
poco después de la carta con la que he iniciado el artículo, Lenin sugirió amablemente a su amigo que se tomara un 
descanso… en Italia, en Suiza…
Y por si no estaba claro, añadió, concluyente:
—Y si no se va, le obligaremos a exiliarse…
(En 1920 los comunistas aún toleraban el exilio de los intelectuales y de otros individuos desleales al régimen. 
Con Stalin las puertas de la patria se cerrarían y todo el país, como bien dijera el filósofo, científico y escritor 
Pável Florenski, se convirtió en una inmensa cárcel. «Estaba en el destierro. He venido a presidio», se atrevió a 
declarar Florenski cuando volvió a Moscú después de un primer destierro. A lo que le siguió, por supuesto, una 
nueva y definitiva detención).
Pero Gorki no era Florenski. Sabía estar callado cuando tocaba. Y por otra parte el Partido lo trataba bien, 
dándole cargos y responsabilidades (que luego sabía quitarle con mucha diplomacia). Gorki fue obediente y se 
exilió. Se estableció en Italia y vivió un periodo de relativo olvido. Y luego se le pidió que regresara y regresó. 
Y en todo este tiempo, en todos estos años, ya dentro o fuera de la URSS, siempre estuvo sometido a una 
estrecha pero discreta vigilancia. La mayoría de las visitas que recibía, la mayoría de las personas que 
vivían en la casa o que trabajaban de algún modo con él, eran agentes soviéticos o colaboraban con 
el poder soviético. Eran informadores que contaban todo lo que veían y oían y tenían una misión muy 
clara: mantener a Gorki aislado de la realidad y al mismo tiempo evitar que elementos contrarios al régimen 
pudieran llegar a él, o pudieran tener alguna influencia sobre él. Vitali Chentalinski, el primer civil que pudo 
conocer los archivos confidenciales de la KGB, cuenta en su libro cómo se llegaron a imprimir diarios especiales 
para Gorki, con el fin de que él no llegara a conocer lo que había publicado la prensa de ese día. ¡Y la prensa 
de ese día era una prensa absolutamente controlada y leal al Partido! Pese a todo, el caso de Gorki, como el 
caso de Pasternak, como el caso de Bulgakov son excepciones. Se les vigiló, se les atacó incluso en algún 
momento, pero no se les detuvo, no se les metió en una celda ni se les torturó, se les permitió vivir, y a veces, 
hasta se les permitió escribir. Todo un lujo para un escritor.
Franco, que no entró a la escuela de dictadores con muy buena nota, sino de rebote y por los pelos, se 
espabiló al final y supo aprender de Stalin y de todos los demás. No sabemos qué apuntes tomó pero me 
atrevo a decir que serían algo así:
  • Toda dictadura necesita su escritor oficial. (Por ejemplo Gorki para los rojos).
  • Con un escritor oficial ya es más que suficiente. Los demás solo están para hacer bulto. (Nota: el 
  • escritor oficial también está para hacer bulto, pero se tiene que notar menos que con los otros).
  • Toda dictadura necesita alguna oveja negra. (Cuidado: las ovejas negras tienen que ser 
  • ABSOLUTAMENTE INOFENSIVAS, y solo están para cuándo esos enemigos extranjeros que se 
  • disfrazan de periodistas nos quieran poner verdes. Entonces enseñamos a la oveja negra y les 
  • decimos: «No. ¡Qué va! Mira… Si toleramos las críticas. Si somos muy demócratas. De hecho, somos 
  • los más demócratas del mundo. ¿No lo ves?». Entonces se le deja hablar a la oveja negra. Pero poquito, no 
  • vaya a ser que la líe…).
  • Toda dictadura necesita alguien a quien echar la culpa. Y los escritores, una vez se ha acabado con los 
  • enemigos más poderosos, son tan buenos como cualquiera. Y hacerlos peligrosos no cuesta nada. Se les 
  • puede hacer tan peligrosos como convenga y en el momento que convenga. A un escritor se le puede 
  • acusar de cualquier cosa. Y él mismo se encarga de fabricar las pruebas… ¡Con sus libros!


¿Recuerdan a un señor llamado José Luis López 
Aranguren? ¿Recuerdan a un señor llamado Tierno Galván
¿Y a un señor que cantaba algo de una gallina que ponía 
huevos y de una estaca que no sé qué le pasaba? Sí. Sí. 
Ese que cantaba en catalán pero pese a todo era prohibido o 
tolerado según convenía… Revisen las hemerotecas 
y las videotecas. Y verán como los protagonistas hablan sin 
pelos en la lengua. Pero los déspotas también hablan. Por acción o por 
Jose Luis Lopez Aranguren.
omisión. Se atreven a mentir sin vergüenza alguna. 
Como el mismísimo jefe de la KGB diciéndole a un 
cándido escritor francés de visita por la URSS 
(de visita guiada, obviamente) que en su país 
no hay censura… Como Stalin haciéndose 
el bondadoso y el comprensivo con Bulgakov (pero 
no permitiendo que se estrenaran más obras suyas 
en el futuro), o bromeando en una cena de escritores 
(precisamente en la casa de Gorki) con un poeta un 
pelín demasiado «contentito» (el vodka, es lo que tiene) 
para luego mandarlo fusilar. Aunque Stalin por lo menos 
se permitía las bromas, otro día hablaremos de Hitler
Decía que los déspotas manifiestan su poder por acción 
o por omisión. Acabaré con una cita que creo que 
es bastante clarificadora…
Por otra parte, las autoridades todavía veían la 
revolución según los planteamientos naródnikis y terroristas, y no les desagradó la aparición de esa nueva 
secta que dividía al movimiento revolucionario, que no parecía predicar la acción inmediata y que se 
ocupaba sobre todo de analizar el crecimiento del capitalismo ruso. Durante unos años los escritos de 
los marxistas, siempre que se disimularan tras una forma expresiva culta y no usasen abiertamente un 
lenguaje provocativo, recibieron el imprimatur de los censores. Fue el periodo que llegó a ser 
conocido como «marxismo legal». (Estudios sobre la revoluciónEdward Hallett Carr, Alianza 
editorial, 1968).
Carr pone dos ejemplos dentro de la Rusia zarista que me permitiré citar. El caso de La Campana
periódico editado por «un noble con mala conciencia», el reformista (más que revolucionario) Alejandro 
Herzen. Este periódico se editaba en Londres pero en ruso y sin censura alguna. Algo que sí existía en 
Rusia. Y pese a todo el emperador ruso Alejandro II llegó a conocer el periódico, y no solo eso, sino 
que fomentó la llegada de algunos ejemplares a la misma Rusia durante unos años, hasta que el 
periódico atacó directamente su política. En el momento en que Herzen llegó demasiado lejos con 
sus críticas, el periódico dejó de circular en la práctica, puesto que en teoría su circulación nunca había 
estado permitida.
Y el caso del primer libro editado en Rusia de Plejánov, con el adecuado título de Contribución al 
problema del desarrollo de la concepción monista de la historia. Ese libro fue leído por un joven 
abogado que empezaba a ser conocido en los círculos marxistas y difundido sin ningún problema. 
En 1894 la revolución comunista era un sueño difuso y lo que asustaba al Gobierno eran los 
asesinatos anarquistas. Algunos años después, el zar pasó de la omisión a la acción. Los censores 
y aduaneros dejaron de hacer la vista gorda. Los principales teóricos y activistas marxistas o 
fueron detenidos o tuvieron que exiliarse, Plejanov y Lenin incluidos. El poder respiró tranquilo 
por un tiempo. Y Benedetti tiene razón. No fue un cuento lo que empezó la revolución. Fue el 
hambre del pueblo. La política de seudotolerancia de Alejandro II había fracasado. Pero la política 
represiva de Nicolás II no fue, ni mucho menos, una opción mejor.
La mecha y la pólvora
París, 1847. Alejandro Herzen, un aristócrata con mala conciencia llega a la capital después de 
un viaje de siete semanas. Se ha exiliado voluntariamente de Rusia con su familia y criados 
(un total de trece personas) porque la política del nuevo zar Alejando II le ha desilusionado 
profundamente y porque espera encontrar en París el ambiente de libertad y cambio que tanto anhela 
para su país. Se va a convertir, sin saberlo, en el testigo de la destrucción de eso que tanto anhela. 
Y esa destrucción va a ser muy pronto, apenas un año después de su llegada.
Alejandro Herzen.Alejandro Herzen.
París, 1848. La monarquía de Luis Felipe de Orleans ha caído súbitamente. Este rey, que acabó 
definitivamente con los restos del absolutismo francés al suceder, también mediante una 
revolución, aCarlos X, se ha convertido, en sus dieciocho años de reinado, en el mayor 
protector de la alta burguesía y en el enemigo natural del proletariado y la baja burguesía. 
«El rey banquero», como lo denominan algunos, ha instaurado un régimen parlamentario 
que solo favorece realmente a una minoría de la población. Mientras la economía va 
bien, no hay problema, pero en 1847 se produce una crisis económica, como siempre 
(las cosas no han cambiado gran cosa) precedida por un periodo de malas cosechas. 
Los obreros se quedan en el paro, los campesinos pasan hambre. Tenemos otra vez el viejo 
caldo de cultivo para la revolución.
¿Nadie la vio venir? Sí. Algunas mentes lúcidas, como el gran, el enorme Tocqueville
del que hablaremos luego. ¿Qué le puede pasar a una revolución que tiene éxito sin grandes 
problemas? Que se tuerza. Que se eche a perder…
Al atardecer del 26 de junio, después de la victoria sobre París, escuchamos descargas 
regulares cada poco tiempo… Nos mirábamos unos a los otros, nuestras caras 
estaban pálidas… «Son pelotones de ejecución», nos decíamos, alejándonos unos de 
otros. Pegué mi frente a la ventana y permanecí en silencio: minutos semejantes merecen 
diez años de odio, una vida entera de venganza.
Así termina la revolución de 1848 en Francia. Una revolución que han empezado los estudiantes 
y obreros de París, aliados con la baja burguesía y que acaba con el fusilamiento en masa de 
los obreros y los estudiantes de París. ¿Y la baja burguesía? Pues mayormente cambia de 
bando. Las cosas se han radicalizado demasiado. Cierran filas con sus parientes cercanos. 
La familia está para eso, los primos pobres se van con los ricos, los primos ricos les abren 
la mano complacidos. Juntos pueden defender la propiedad privada, uno de los pilares del 
nuevo sistema. Las viejas historias de la lucha común contra los nobles les enternecen el corazón.
¿Cuánto ha durado la revolución? Poco, muy poco. Menos de un año. ¿Qué han conseguido 
los obreros: su mayor logro resulta su perdición. Para empezar el sufragio universal. Lo 
consiguen, ¿Y qué pasa? En las primeras elecciones los republicanos radicales son derrotados. 
Los obreros de París y de las grandes ciudades les votan. Pero los campesinos no. Y los 
obreros se quedan solos frente a los republicanos más tibios y a los monárquicos. La estructura 
del nuevo parlamento reproduce la estructura del viejo parlamento. Son los mismos sectores 
privilegiados que ya tenían el poder con Luis Felipe de Orleans. Y no se molestan ni en disimular. 
Lo primero es cerrar los Talleres Nacionales, el segundo gran triunfo de los obreros. Los siguiente 
detener, con cualquier excusa, a los pocos líderes socialistas que han conseguido entrar en el 
parlamento o que están acumulando demasiado poder. Evidentemente estas medidas 
provocan la respuesta de los obreros y evidentemente, esta respuesta es aplastada por la fuerza. 
Así se empieza y se acaba una revolución.
Mijail Bakunin.
Mijail Bakunin.
Y Herzen lo contempla todo horrorizado. 
Y toma buena nota de ello:
Francia está pidiendo la esclavitud. 
La libertad es una carga molesta.
Tenemos sus memorias. Pero otros 
intelectuales también tomaron 
buena nota de lo sucedido. Marx y 
Engels los primeros. Pero también Proudhon y 
Bakunin. Después de 1848 se acabó el 
socialismo utópico. La experiencia demuestra 
que hay que pasar a otra cosa. ¿Cuántos obreros 
mueren la noche del 26 de junio, mientras Herzen 
vaticina venganza? Se manejan cifras de mil 
quinientos muertos y veinticinco mil detenidos. 
¿Quién ordenó la represión? ¿El rey, 
regresado del exilio? ¿Los nostálgicos del 
Antiguo Régimen? Los propios burgueses, 
los miembros del parlamento resultado de las 
primeras elecciones con sufragio universal 
de Francia, los más beneficiados por el Código 
Civil napoleónico, por el fin de la propiedad de tipo feudal, por la nueva estructura de clases resultante de la 
Revolución francesa… En una palabra, los viejos revolucionarios, convertidos en conservadores y aferrados 
al poder, a un poder que les da una libertad y una posibilidad de enriquecimiento que jamás hubieran soñado 
sus antepasados. ¿He dicho libertad? Por desgracia siempre hay que renunciar a algo. Y, como dijo alguien, 
si los burgueses tienen que elegir entre orden y libertad siempre elegirán orden. Lo más terrible de todo 
es que la revolución de 1848 desemboca en la dictadura deLuis Napoleón Bonaparte (el emperador 
Napoleón III) y todas las conquistas de los obreros, todo lo que se había peleado en el 48, tendrá 
que volver a ganarse, y con mucho esfuerzo, a partir de 1870. Cuando el futuro emperador, no 
contento con ser simplemente el presidente de la República, da un golpe de Estado en 1851, 
prácticamente no encuentra oposición. Los burgueses lo aceptan como un mal menor. Los obreros 
son mantenidos a raya (y pobres de ellos como intenten reducir la jornada laboral, o tratar de hacer 
cualquier mejora que implique una pérdida de poder o de beneficios, aunque sea teórica, por parte de 
los patronos). Los campesinos van a lo suyo. Y Napoleón III se prepara para gobernar tranquilamente 
durante el resto de su vida, y casi lo consigue, si no se cruza en su camino el trono de España y el 
puñetero deBismarck, pero esa es otra historia…
¿Una frase que resuma la revolución de 1848 en Francia? La revolución que nadie vio llegar y que nadie 
despidió. Al menos así fue para los parlamentarios franceses, los parlamentarios de la monarquía 
constitucional de Luis Felipe de Orleans y los parlamentarios de la nueva, brillante y prometedora, Segunda 
República francesa. Y remarquemos lo de constitucional, en su momento, 1830, esto no era moco de pavo.
¿Nadie la vio llegar? Ya hemos dicho que hubo uno que sí la vio llegar. Un parlamentario de Bretaña. Alguien 
que sabía mucho de revoluciones y de cómo y por qué se producen: Alexis de Tocqueville.
Acabaremos este artículo hablando de él…


Si alguien quiere conocer la historia de la Francia 
anterior a la revolución de 1789, no tiene más 
remedio que leerse El Antiguo Régimen y la Revolución
Es el libro de alguien que ha vivido la Revolución 
francesa y que ha tardado casi toda su vida en poder 
sintetizar en un solo libro todos sus conocimientos 
del tema, que son muchos, porque Tocqueville hace 
algo que ahora nos parece muy lógico, pero que 
en su momento nadie hacía: se mete en los archivos, 
en todos los archivos, pero sobre todo en los 
archivos del Estado, en los archivos administrativos, 
y no solo en los archivos de la capital, no solo 
en los archivos reales, sino en los archivos de 
Alexis de Tocqueville.
provincias, en los pequeños y discretos 
archivos locales. Tocqueville se mete en la 
parte aparentemente aburrida de la historia, no 
busca a los héroes y sus batallas, no habla 
de masas populares cantando La Marsellesa y 
degollando a diestro y siniestro. Él simplemente 
estudia las leyes, los decretos, las normas, la 
labor diaria de los funcionarios del Antiguo Régimen, 
las quejas de los campesinos y de los burgueses 
y… ¡sorpresa!, las quejas de los propios nobles, 
las quejas de los que están arriba, en lo más 
alto de la sociedad estamental. Tocqueville 
llega a conclusiones sorprendentes, tan elementales 
como desconocidas en 1856, año de publicación 
del libro. No parte de ideas preconcebidas. Deja que 
hablen los documentos. Que le cuenten hasta 
qué punto estaba podrido el Antiguo Régimen, 
hasta qué punto era ineficaz y perverso hasta para 
los que durante siglos se habían beneficiado de él, para sus propios creadores. Descubre que la 
revolución no era inevitable, pues el sistema ya estaba mudando la piel desde dentro, por propio 
instinto de supervivencia.
Su lúcida mente ya había avisado públicamente al rey y a sus compañeros parlamentarios. 
En 1848, muy poco antes de la revolución que acabará con Luis Felipe de Orleans, que sacudirá 
momentáneamente la paz burguesa, les dice: «Cambien de política, ¿no ven que van al abismo?, 
¿no ven que sus antiguos aliados, los obreros, ya no van con ustedes, no ven que están CONTRA 
USTEDES?, ¡hagan algo, ustedes pueden hacerlo!». Nadie le escucha. Nadie se toma en serio 
su amenaza. Tocqueville sigue obsesionado con las revoluciones. La del 48 está muy reciente. 
Se pone a estudiar la primera de todas, la madre de todas las revoluciones. Y encuentra lo mismo: 
nadie se lo esperaba, nadie supo ver lo que le venía encima. ¿Cómo se pare una revolución? 
¿Cómo se concibe? ¿Cuál es su periodo de gestación? ¿Se puede abortar? ¿Se podía haber evitado? 
Todas las preguntas se van respondiendo una a una. Y la respuesta cae por su propio peso… 
Y así, su libro, involuntariamente, se convierte en un manual para revolucionarios, en un 
libro fundamental sobre lo que los gobernantes despóticos, absolutos, dictatoriales, deben hacer 
y no debe hacen si quieren conservar el poder. Y lo más curioso es que leído ahora, después de 
tantas revoluciones, el libro sigue siendo tan actual como entonces. Tan lúcido. Tan desolador…
Citar un párrafo de este libro resulta difícil… ¡Hay tantos para escoger! Pero si tengo que resumir el 

pensamiento y los hallazgos de Tocqueville en unas cuantas líneas, ahí van dos ejemplos:
Hay que estudiar en sus detalles la historia administrativa y financiera del Antiguo Régimen 
para comprender a qué prácticas violentas o deshonestas puede llevar la necesidad de dinero 
a un gobierno benigno, pero que no tiene publicidad ni control, una vez que el tiempo ha 
consagrado su poder y le ha librado del miedo a las revoluciones, la última salvaguarda de 
los pueblos.
Estar continuamente alerta para que las clases permanecieran separadas las unas de las otras, 
para que no pudieran acercarse y entenderse en una resistencia común, y que el gobierno 
nunca tuviera que entenderse a la vez más que con un número muy pequeño de hombres 
separado de todos los otros (…) en eso consiste la política real.
Afán recaudatorio, separación, desunión, vigilancia permanente, falta de transparencia y de control… 
¿Quieren más?
Lean el libro. Entenderán por qué, a veces, los pueblos se ven obligados a recurrir a esa última 
salvaguarda de su dignidad, de su propia existencia. Los papeles no son como los hombres: no 
tienen vergüenza de mostrar sus miserias.