martes, 12 de marzo de 2024

El castillo de Lindabridis


 

Los espectáculos teatrales que monta Ana Zamora, reciente Premio Nacional de Teatro, son exquisitos. El castillo de Lindabridis es verdadera arqueología dramatúrgica. Cuando estaba en la butaca tenía la misma impresión que al ver los cuentos del Decamerón de Pasolini: quien ha dirigido este montaje conoce tan a fondo la época y los rincones del teatro barroco que es capaz de trasladarnos en un vuelo (como el del propio castillo) a ese siglo decadente y oscuro, el XVII. En la sencillez y el cuidado de la puesta en escena, en la carpintería, en el vestuario, en el verso claro (del oscuro Calderón), me parece trasladarme en el tiempo e imagino que la obra la está viendo Felipe IV, atiborrado de vino y con la Calderona sobre el escenario. Me asomo a los palcos y no, el rey no está o se ha dormido o ha bajado a los camerinos a extender la gonorrea entre las actrices. La coreografía de los cómicos, la escenografía y la música nos indican que estamos ante un espectáculo total, un espectáculo barroco en toda regla, sin efectismos, sin falsas pirotecnias. Quizás Cosme Lotti lo habría adornado más, pero así, con esta sobriedad, el verso fluye cristalino, como si no fuera de Calderón. Miro otra vez hacia el palco. No, Felipe no está viendo la función, pero sí, es una obra cortesana, ligera, llena de tópicos que la eficacia de la Zamora convierte en maravilla teatral. Hasta los entremeses de las jornadas se cuidan y se engarzan en la temática de la obra con una dinámica festiva de muy difícil ejecución. La mojiganga, la jácara, todo está allí, sobre el escenario: un puzzle de madera que cobra una vida majestuosa y vivaz, alegre, para divertir a ese que no está en el palco y que debería haber venido, mejor nos habría ido. Los placeres de la carne, ¡ay!, los placeres de los sentidos, de todos los sentidos, porque hasta se huelen y se saborean los aromas del palacio de los decadentes Felipe IV y cortesanos. El oído y la vista casi han reventado. Y hemos tocado a Ana Zamora, que es mucho.      

sábado, 9 de marzo de 2024

Romeo y Julieta despiertan


 

Ana Belén vista desde el anfiteatro del Teatro Circo podría tener desde 15 hasta 70 años. Supongo que mantener ese cuerpo así de escueto debe conllevar una disciplina marcial. Es la actriz ideal para protagonizar Romeo y Julieta despiertan, sin duda alguna. Los enamorados vuelven a la vida después de pasar 50 años en un sepulcro y ella no es consciente del paso del tiempo. Una recreación correcta del clásico, sin más. Me quedo con la escena final: los protagonistas, una vez conscientes de los años transcurridos, conscientes de su vejez, optan por la única solución posible: el veneno. Ni siquiera ellos, Romeo y Julieta, aguantan el espejo y este es el gran acierto de la obra. Luego ha habido un diálogo, que no he entendido muy bien, con el que de alguna forma se dulcifica el impulso suicida (ya lo he olvidado). 

viernes, 8 de marzo de 2024

Vivir en el pretérito imperfecto

 


Comía por inercia, viajaba por inercia, paseaba por inercia, daba clases por inercia..., vivía por inercia. La pasión con la que antes comía, viajaba, paseaba y daba clases lo mantenían en marcha todavía, como a un tren sin motor que aún circulara por impulso de su velocidad pasada. Pero era evidente la ausencia de un generador de movimientos, de actos, de ideas. Se deslizaba por la vida con los restos de la energía producida hacía ya mucho tiempo. A veces, cuando se topaba con una cuesta abajo, el aumento de la velocidad era engañosa, le parecía haber recuperado el gusto por la comida, la emoción del viaje, la pasión por enseñar, pero no, pronto aparecía una cuesta arriba o un llano y era evidente que el motor estaba parado. En seguida desaparecían la pasión, la emoción, el gusto. No había fuente con la que alimentar el movimiento. Comía, viajaba, paseaba y daba clases por inercia. Vivía en el pretérito imperfecto.      

domingo, 3 de marzo de 2024

Mi entierro

 Hace unos días, las alumnas de Literatura Universal me sorprendieron con una pregunta: "¿Nos vas a invitar a tu entierro?" La truculencia es algo muy habitual durante la adolescencia y si compete a tus profesores todavía más. No creo que estas chicas deseen mi muerte (seguro que no, bueno, creo). Era una preocupación sincera porque según me decían, "a lo mejor no nos enteramos y entonces qué". Desean estar presentes en mis exequias, es evidente. Haré lo posible por invitarlas al velatorio y, si puede ser, en una ceremonia irlandesa con música, pub y güisqui, mejor.  

miércoles, 28 de febrero de 2024

Comiendo con Eva

 Hoy he estado con Eva en el restaurante Santolina. Antes era El Chato, para nosotros un templo en donde rendíamos pleitesía a Dionisos sin reparar en otra cosa que no fuera el vino del Terrerazo y los manjares de Luisi. Pido el vino que le gusta, para acabarlo en casa. Comemos y bebemos como siempre, como antes, divinamente, aunque demasiado solos. Llegamos a casa y pongo la tercera de una serie polaca de cuyas dos primeras temporadas vimos y comentamos hace unos años. Me gusta hablarle y descubrir que ya se ha dormido, vencida por los chicos de la mañana. La serie nos atrae por sus ambientes cutres, por su humor negro y por sus personajes atiborrados de alcohol. Aún así duerme, le puede el sopor de la comida y el desgaste de las aulas. Luego veo un partido de fútbol femenino. No sé por qué. Sí, sí lo sé. Lo último que vimos en televisión antes de que se fuera fue fútbol femenino. Bebemos, vivimos, revivimos, dormimos, añoramos. 

martes, 27 de febrero de 2024

Un sueño didáctico

 


Hace unas noches tuve un sueño muy didáctico. Me desperté sobre las siete, como siempre. Me aseé, como siempre. Me vestí, como siempre. Rellené la mochila, como siempre. Subí al coche, como siempre. Llegué al instituto, como siempre. Me bebí en la cantina un café con leche, como siempre. Y entré a clase, como siempre. Y en ese momento del sueño comenzó a diluirse el "como siempre". Al abrir el ordenador para empezar con la clase de ese día, caí (con angustia) en que no recordaba nada sobre mi materia, todo lo que aparecía en la planificación era para mí de contenido desconocido. ¿Quiénes eran Montaigne, Shakespeare, Molière? Ni puta idea. No había oído sus nombres en mi vida. Sobre qué iba a hablarles a las alumnas (solo había chicas) allí sentadas, expectantes, ávidas (no, eso no es verdad) de escuchar lo que yo tenía previsto decir sobre esa gente. Las presentaciones apenas tenían texto, al parecer no eran sino un apoyo para que yo me explayara sobre la obra y milagros de esos nombres desconocidos. No recordaba absolutamente nada. De hecho, me pregunté varias veces por qué estaba yo encargado de ilustrarlas sobre literatura. En un principio me angustié, comencé a sudar y empecé a divagar sobre temas triviales de ascensor: el mal tiempo, el frío que hace en clase, Operación Triunfo (de eso sabía tanto como de literatura), la fiesta del fin de semana... Mientras se desarrollaba esta conversación inane, yo iba pensando sobre qué hablar y no se me ocurría nada, absolutamente nada. Descubrí que en el ordenador aparecía una diapositiva con una cita de Montaigne: "Nadie está libre de decir estupideces, lo malo es decirlas con énfasis". No se me ocurrió otra cosa que comentar el significado de esas palabras. Había olvidado todos los contenidos estrictamente literarios, pero el raciocinio, por suerte o por desgracia, lo conservaba. Ensayé mi interpretación sobre el entrecomillado y ellas, en seguida, se lanzaron a contradecirme y a exponer sus versiones sobre lo dicho por el francés (porque con ese apellido solo podía ser francés). Me alivió que ellas hablaran, que tomaran el mando de la clase, que opinaran y debatieran con total espontaneidad sobre ese y otros muchos asuntos en los que se ramificó la conversación. Espoleadas por el interés de la cita, buscaron en sus teléfonos móviles más citas de Montaigne y el aula se convirtió en una tertulia de café. Apenas tuve que pronunciarme más, fueron ellas mismas quienes consumieron la hora entre risas, discusiones e intercambios de pareceres. Nunca he salido de una clase con mejor sabor de boca, lástima que fuera un sueño. Eso sí, un sueño didáctico.     

lunes, 26 de febrero de 2024

La heroína y la memoria


 

Hace unos años entrevistamos para El País de los Estudiantes a un personaje que había estado enganchado a la heroína durante 15 años. En el momento de la entrevista, cumplía dos con metadona. Nos contó situaciones escalofriantes y otras no tanto, todas muy curiosas, sobre todo las que concernían a su vida cotidiana una vez desenganchado, determinada por haber sido un yonqui durante tanto tiempo. Por ejemplo, podía ver hoy una película que había visto el día anterior como si fuera nueva, es decir, su cerebro ya no era capaz de acumular recuerdos de un día para otro. 

Desde hace unos años, a mí me pasa algo parecido. No sé si será por la ingente cantidad de contenido audiovisual que consumimos, por la edad o porque tengo el cerebro tan licuado como nuestro entrevistado, pero acabo películas que he visto recientemente y apenas me acuerdo de nada. Las reconozco porque me suenan los actores, los personajes y algunas de las escenas, pero no hay manera de recordar el argumento; es decir, las puedo gozar de nuevo como si de un estreno se tratara. También me pasa con la mayoría de los libros. ¿Será posible que ese cóctel formado por el exceso de consumo audiovisual, la edad y alguna cerveza que otra hayan provocado el mismo efecto en mi cabeza que 15 años de heroína? Al parecer sí. Tampoco es tan malo. Antes, en cuanto me sonaba de algo el título de un libro o de una película los descartaba, ahora tengo un abanico donde elegir mucho mayor. Sé que por mucho que me suenen los voy a disfrutar o a odiar como novedosos. Bueno, vamos a por el Quijote, me han dicho que no lo voy a comprender.     

jueves, 15 de febrero de 2024

Estampa infantil

 


Hacía calor en verano, ¡qué cosas!, aunque no tanto como en el siglo XXI. Protegía mis ocho años con un braguero de goma. Era molesto, sin embargo, hasta en bañador me sentía seguro con él. Notaba las tripas recogidas en las ingles y, al menos, sabía que no se me saldrían delante de todo el mundo, a no ser que reventaran las cintas ajustadas a las nalgas con botones blancos. Ya me había ocurrido más de una vez: el roce de la goma provocaba que se desgastara el tirante, se rajara y saliera por la pernera del bañador. Asomaba como un pingajo rosa con apariencia de reptil sintético. La suerte es que tenía ocho años y la vergüenza todavía no me impedía pensar en el ridículo de llevar colgando un lagarto de silicona en la parte alta del muslo.

Mi cuerpo de anemia soportaba una cabeza desmesurada, las costillas pugnaban por reventarme la piel y era inverosímil que unas canillas tan delgadas soportaran el peso de mi cabeza sin troncharse. Al subir las escaleras, hasta el sol de la piscina, me entretenía admirando la anacronía del señor con bigote y bañador años veinte pintado en la pared. Servía para identificar el vestuario masculino. En el femenino había una sirena.

No me atrevía a tirarme en la piscina grande. Todavía no sabía nadar y sentía pánico cuando comprobaba la insondabilidad del fondo. Hasta entonces, solo me había bañado en una zafa y en el abrevadero de las ovejas pastoreadas por mi abuelo. Vi a mi padre y a sus amigos lanzarse desde la palanca. Encogían las piernas en el aire y nadaban con la cabeza fuera, ladeada, alargando el brazo derecho una y otra vez con la inseguridad de la gente de secano. La piscina grande no era, como me habían asegurado, una diversión, sino un padecimiento. Resoplaban los hombres con furia hasta alcanzar la escalerilla que les llevaba de nuevo a la seguridad de las baldosas ardientes. Salían aliviados, se peinaban con el rastrillo de los dedos. Los bañadores de lana, deformados por el agua, abrían una holgura indecente en las perneras.

Mi padre me instó a tirarme a la piscina grande, me caló el flotador y me empujó hasta el borde de la piscina: "Los hombres se tiran de cabeza". No quería hacerlo, pero no podía defraudarlo. Me armé del valor necesario y me lancé. Cuando me vi sumergido, con las piernas atrapadas en la trampa del salvavidas, comprendí que nunca se debe abandonar el aire. Noté que una de las cintas del braguero se me desabrochaba e intenté respirar agua con desesperación. Braceé sin sentido, con pánico, intenté zafarme del flotador, pero el peso de la cabeza y las piernas no me permitían volver a la superficie.

Cuando un señor desconocido me sacó de allí, respiré con ansia, desconcertado. Recuperé el resuello, vi el rostro impasible de mi padre, esperé un reproche, una reprimenda por no haber mostrado suficiente valor o pericia o qué sabía yo. No me dijo nada, se dio la vuelta, me mostró su espalda imponente de posguerra y me dejó solo, con el braguero colgando y un moco líquido entre los labios. Ya no hacía calor, el frío me caló el pellejo y los huesos.

lunes, 5 de febrero de 2024

La ingenuidad de los muebles



Todo sigue donde lo dejaste: los vestidos a la espera de tu piel; en el congelador, guisos con etiquetas (tu letra), dispuestos para tu paladar; en las perchas, los pantalones desean rozar tus muslos; en el baño, tus perfumes conservan su esencia (abro alguno de vez en cuando); en una bandeja de cerámica, tu lima de uñas está lista para combatir los arañazos; en el coche, un amuleto (qué pobre papel ha cumplido); en el salón, el reloj (se ha parado a la espera de que vuelva el tiempo); en las estanterías, fotos tuyas, de tus alumnos, impacientes por ser renovadas; también los dibujos de nuestra hija; en el dormitorio, tu libro electrónico, tus pendientes, tus anillos, tus pulseras; en el baño, una esponja, preparada también para tu piel; en el sótano, tu orden; en el despacho, tu aroma; cada vaso, cada copa, cada  taza, anhela tus labios, como si supieran que alguien, solo tú, puede devolverles el roce del beso. Una manta te cita junto al sofá para calmar el helor de los días de invierno. El mismo sofá se impacienta al no notar el peso de tu liviano cuerpo. La novela negra a mitad de leer se revuelve por ser devorada cuanto antes. La libreta de la mesita reserva hueco para anotar las nuevas películas, las nuevas series, los nuevos libros. 

Los observo a todos con lástima, perplejo, y alimento su ingenuidad. No voy a sacarlos de la inopia: cuando puedo, leo unas líneas de esa novela negra, apunto el título de una película de estreno (imito tu letra), hasta me tumbo en el sofá para que no extrañe el peso de tu cuerpo. Aún así, se impacientan tus zapatos (mis pies son demasiado anchos), la pinza del pelo no encuentra asidero en mi cabeza y no entro en las faldas de tubo. Algún día les tendré que confesar la verdad. Hoy no.   

lunes, 29 de enero de 2024

El buen teatro


 

El buen teatro es nutritivo, es adictivo, es una purga necesaria para quien necesita salir de sí mismo. El buen teatro redime, da esperanza a quien ya le cuesta percibir emociones. El buen teatro es alimento necesario para quien ha perdido el apetito, un reconstituyente vital de propiedades muy recomendables. 

Vicky Luengo es una muchacha de frágil aspecto que se convierte sobre el escenario en una gigantesca catalizadora de palabras. Las palabras de Prima Facie, una obra que mide el tempo y el desarrollo de la trama con un cuidado digno del mejor experto en Derecho. Una obra que cuida el poder de la narrativa con esmero, que apela a la razón y a la emoción a partes iguales, con estudiada arte retórica.  Cuando la obra finaliza, uno suelta el aire como si lo hubiera estado reteniendo a lo largo de las casi dos horas de representación. No hemos mirado ni una vez el reloj porque la Luengo imprime un ritmo al texto casi extenuante. No cabe el aburrimiento ni el abandono de la escena, ni la impasibilidad. Todos estamos alrededor de la protagonista, oliéndola, palpándola, comprendiéndola y, al final, arropándola, compadeciéndola. La voz narrativa es potente y en seguida se adueña del jurado, perdón, del público. 

El buen teatro, la buena cómica, tan sencillo, tan difícil. El arte, el verdadero arte, te cambia el metabolismo, te convierte en mejor persona, te hace otro, ojalá lo consiguiera del todo.     

lunes, 22 de enero de 2024

Abulia


 

No caen bombas a tu alrededor, ni hay desastres naturales en lontananza; tienes un lecho donde dormir, un techo en el que refugiarte, dinero para comprar cerveza, güisqui y fresas, también para ir de viaje; dispones de tiempo libre para orearte al sol de la tarde. Eres un burgués, pocas comodidades te faltan, prácticamente ninguna, la barriga indecente lo señala. Hasta disfrutas de amigos de raíz y amigas de estirpe. Puedes ver series, películas, lees libros, tienes libros, muchos libros, incluso has descubierto que escribes con cierta claridad. Ni siquiera has padecido enfermedades significativas ni has sufrido accidentes. Sin embargo, a pesar de las comodidades, de los privilegios, te encuentras tan desolado como si vivieras en mitad de una zona de guerra, en medio de la debacle. No te bebes la lluvia como antes, ni escuchas la música con los oídos despiertos, ni bailas con el mismo escalofrío, ni ves el cine y el teatro con los ojos disparados. Una bruma constante te apaga el horizonte, una abulia insoportable te acompaña allá donde vas. La seguridad de que todo, todo, se acabó hace tiempo. La impresión de sentirse ajeno a uno mismo.   

miércoles, 17 de enero de 2024

El Jardín de las Delicias



He puesto el Jardín de las Delicias de El Bosco encima de mi sofá. Casi todos los cuadros que he colgado a lo largo de mi existencia, se han caído, por eso temo, con razón, que, en cualquier momento, se desplome el Infierno sobre mi cabeza. Y no como al jefe de la tribu de Astérix, quien temía que el cielo le cayera encima, no, literalmente, a mí, el Infierno me puede destrozar la cepa de la oreja. ¿Es esto una vida intrépida o no lo es? ¿Quién podría desear más emociones? Pensad que tengo más riesgo de acabar fulminado por el Infierno que Bezos o que Amancio Ortega, que ya es decir. Nadie, ningún aventurero que se precie vive con el riesgo que yo lo hago: en cualquier momento, en mitad de Fargo o al comienzo de Amor de Haneke, me puede caer el Jardín de las Delicias sobre la cabeza y acabar con mi intrépida existencia. ¿Es o no esta la vida de un aventurero, de un amante del riesgo?


martes, 16 de enero de 2024

Sábanas de raso

 Hoy dormiré entre sábanas de raso, delicadas, suaves, amorosas, nata de labios. No voy a preguntarme sobre ellas, ni tampoco quiero recordar la última vez que estuve compartiéndolas, ni el pasado que esconden, ni adivinaré los cuerpos que estamparon el sudor entre sus fibras. Sábanas de raso acunarán mi sueño, solo deseo sentirlas así, cursis y sedosas, como una bata de terciopelo. Solo gozar de su sensualidad, de su tacto líquido. Como si no las hubiera usado nunca, como si las acabara de comprar, como si nadie las hubiera guardado en el cajón de la cómoda, como de estreno. Hoy dormiré, o no. 

sábado, 13 de enero de 2024

Panegírico



Un rostro perfecto, duro y a la vez dispuesto a doblegarse incondicionalmente si la palabra lo merece. El verde Alhambra de su mirada acaba con los tópicos petrarquistas, como el Quijote con los libros de caballerías. Nadie hablaba como ella, con tanta autoridad y tanta dulzura. Estoy orgulloso de una cosa: de que me eligiera, porque, en lo demás, tenía un gusto exquisito. Desde que se fue, he perdido el norte de la estética (yo nunca lo tuve, era prestado, como el brillo de la luna). Pocas han hecho tanto por difundir el gusto de Botticelli, muy pocas. Cómo no voy a estar destrozado, si tenía en mi salón la proporción áurea. Quitadle la noche oscura a Juan de Yepes, a ver qué queda.

domingo, 7 de enero de 2024

Eva y la escritura

 Solo me siento acompañado cuando escribo, porque Eva leía todo lo que yo escribía, porque era mi correctora, mi lectora primera (y en ocasiones única). Y siempre lo hago para ella, aunque a veces no sea del todo consciente. Cuando se escribe, por mucho que lo nieguen algunos, siempre rondan latentes los posibles lectores, por muy humilde que sea el texto o el medio que se ha utilizado para transmitirlo. Después de terminar un fragmento de una novela o un estado de Facebook, incluso una nota cualquiera, me doy cuenta de que, de alguna manera, estoy condicionado por quienes van a leerme. A esos lectores hipotéticos se les unen todos aquellos que uno sabe a ciencia cierta que lo van a leer. 

Mi padre solo leyó las 20 primeras páginas de una novela en la que el protagonista era él, no le dio tiempo a más, y a pesar de todo, aun sabiendo que no podría o no querría leerla, influyó y mucho en la composición de este libro. Eva leía todo lo que yo escribía y era mi crítica más fiable, porque leía muchísimo, porque me conocía y porque no tenía pelos en la lengua a la hora de decirme lo que le parecía flojo. Solo pudo leer 36 páginas de la novela que aún no he terminado y recuerdo una frase que me animó como ninguna: "Esto es lo tuyo", se refería al género y al estilo. Quizá por eso ahora solo me siento acompañado cuando escribo, porque lo hago todavía, inconscientemente, pensando en si le parecerían o no digeribles cada una de las frases que compongo; porque cuando releo, lo hago en parte con sus ojos. Porque es la única manera que he encontrado para seguir comunicándome con ella y no defraudarla.