martes, 18 de enero de 2022

"Proust (2)" por Jesús Ferrero



Mientras me licenciaba en Historia, estuve trabajando de portero de noche en el hotel Marigny de París, cerca de la Madelaine. En ese mismo hotel Turgueniev había escrito Nido de nobles, en 1857, y allí iban a visitarle a veces Tolstoi y Nekrassov. Más de medio siglo después, Abert Le Cruziat, lacayo del príncipe Radziwill, transformó el Marigny en un burdel de chicos, ayudado económicamente por Proust. Muy pronto el escritor convirtió el hotel en el teatro íntimo de sus ceremonias sádicas, y fue en los sótanos del Marigny donde Proust llevó a cabo el ritual de las ratas laceradas con agujas.
Cuando yo trabajaba en el Marigny, el establecimiento distaba mucho de ser el Templo del Impudor, como llegó a ser llamado en tiempos de Proust, pero algo quedaba de su antiguo esplendor. Un alto porcentaje de sus clientes habituales eran homosexuales, y a menudo acudían prostitutas: unas eran chicas de bulevar, que abordaban a los transeúntes junto al café de la Paix y el Olimpia, y otras procedían de agencias dedicadas a la prostitución de lujo y venían acompañadas de ejecutivos de Arabia Saudita. Solían ser chicas muy hermosas, y tanto ellas como sus clientes buscaban la máxima discreción: en el Marigny la tenían asegurada. Era la norma de la casa: el que pierde palabras pierde amigos, me decía el amable y hermético propietario del establecimiento, que me trataba como a un hijo y que me dio grandes lecciones sobre el arte de vivir. Era un hombre católico pero de mentalidad luterana y estaba obsesionado con el ahorro, si bien conocía “el arte de la generosidad comedida.”
Había leído a Proust pero no sabía que el establecimiento del que era propietario había estado muy vinculado a uno de los escritores más asombrosos de todos los tiempos. Vivía en la ignorancia y estaba libre del fantasma de Marcel, tan presente todas las noches, y tan ausente.
La noche es el verdadero alambique de las pasiones, que destila lo mejor y lo peor de nosotros mismos, y es de noche cuando mejor se ve la rueda del deseo. Desde esa perspectiva, la recepción del antiguo hotel de Proust se convertía, con el caer de la noche, en el mejor mirador para observar al animal humano de la frondosa jungla de París. También era un buen lugar para desplegar tus armas psicológicas, si las tenías, y si no las tenías era el mejor lugar para adquirirlas rápido. En el Marigny vi toda clase de combinaciones posibles entre cuerpos y personas: parejas, tríos, juegos de cuatro y de cinco, relaciones escandalosamente edípicas, incesto. Se trataba de asuntos a veces trasparentes y a veces no, que te ayudaban a comprender mejor el ambiguo tejido del mundo y su alto contenido de deseo.
La imaginación se despegaba porque a menudo la mecánica de la noche la podía superar. Bastaba con tener los ojos abiertos para derivar de esa noche deseante las mejores creaciones de la imaginación, las más audaces y trasparentes, y también las más despojadas de esa mezquindad y esa falta de miras en la que a menudo ha caído la literatura realista. Todo lo dicho no convertía la noche del Marigny en una sucursal del infierno de Dante. Muy al contrario, las noches en el Marigny eran suaves como el aire de algunas novelas de Fitzgerald, y se respiraba una gran tranquilidad unida a una intimidad muy especial y a la vez muy parisina.
Proust adornó algunos espacios del Marigny con totografías y muebles de sus familiares, de modo que se sentía como en su casa, junto a la butaca de su padre y la imagen de su madre. A veces le encantaba que los chicos del hotel insultasen a algunos de los personajes de sus fotografías y los calificasen de gente degenerada y lasciva.

lunes, 17 de enero de 2022

"La pedagogía de los clásicos: alegoría del amor desinteresado" por Rafael Narbona



La pedagogía y la literatura parecen incompatibles. Sin embargo, Homero, Píndaro, Arquíloco y los grandes trágicos (Esquilo, Sófocles, Eurípides) utilizaron la poesía y el teatro para transmitir una determinada idea de la cultura. Homero fue el educador de los pueblos de la Hélade, a los que hoy llamamos griegos. La llíada y la Odisea inculcaron una constelación de valores en sucesivas generaciones, incitando al valor, la prudencia, el ingenio, el honor, la fidelidad. Dejemos de lado las polémicas sobre la identidad de Homero, quizás una mera leyenda que encubre la autoría colectiva de dos poemas separados por un siglo. Quedémonos tan solo con que fue un gran poeta y un gran educador. No es posible deslindar esas facetas, sin desfigurar su actividad creadora. Podemos decir algo semejante de Esquilo, Sófocles y Eurípides, que plantearon –entre otros dilemas- el conflicto entre la moral privada y las obligaciones ciudadanas. La conmovedora historia de Antígona, que sepulta el cadáver de su hermano Polinices, desafiando a Creonte, rey de Tebas, sigue atrayendo poderosamente la atención casi dos mil quinientos años después. ¿Quién no piensa que el afecto a un ser querido está por encima de la ley? Edward Morgan Foster afirmaba que si tuviera que elegir entre traicionar a su patria y traicionar a un amigo, escogería traicionar a su patria. Las historias de Prometeo y Medea también nos continúan planteado agudos dilemas. ¿Acaso no hemos sentido alguna vez que el anhelo de poder o venganza ofuscada nuestra razón? ¿Quién no ha experimentado alguna vez una ira ciega o una ambición insensata, olvidando las objeciones morales?

Los clásicos griegos se habrían quedado muy desconcertados si hubieran conocido la doctrina del arte por el arte. Supuestamente, esa teoría emancipó a la creación literaria de servidumbres morales, pero lo cierto es que la exaltación del arte por el arte no es una filigrana amoral. Simplemente, expresa otra moralidad, según la cual la vida solo se justifica como fenómeno estético. Esa perspectiva atribuye a la forma una trascendencia paradójica, pues si la existencia solo es juego y devenir, una obra es tan efímera y frágil como una pompa de jabón. ¿Por qué atribuirle importancia si su destino es desaparecer sin dejar huella?

Al igual que los poemas homéricos, la Comedia de Dante es una obra con una intensa vocación pedagógica. Dante es un poeta y un maestro. Sus tercetos endecasílabos en bellísimo toscano no se limitan a encadenar imágenes o tejer metáforas, puliendo las palabras hasta obtener su tono más arrebatador. Su intención última es averiguar el camino de la salvación. En nuestra época descreída, esa intención se menosprecia o se pasa por alto, alegando que la mentalidad del siglo XIV aún chapoteaba en el cieno de la superstición, pero lo cierto es que la Comedia perdería su hondura si quedara reducida a meros hallazgos verbales o a un asombroso ejercicio de la imaginación, capaz de describir regiones inexistentes. Dante no pretende cartografiar el más allá, sino interpretar su época y clarificar el sentido de la existencia. Su descenso al Infierno intenta mostrar la impotencia del ser humano cuando sucumbe a la lujuria, la pereza, la ira, la avaricia o la violencia. Los suplicios de los que se dejaron arrastrar por estas pasiones solo son escenificaciones de las tempestades acontecidas en el interior de la conciencia. Los castigos que narra Dante no son fantasías barrocas, sino representaciones simbólicas de la infelicidad que produce el mal. El júbilo que inunda el Paraíso muestra la dicha que se desprende de actuar de forma ética, sin transigir con las penumbras que nos acechan. Dante es el poeta de la esperanza, el educador de una humanidad desbordada por las pasiones, el maestro que aplaca los impulsos dañinos y desordenados. Su Comedia es una pedagogía de la vida, una lección de amor que encauza nuestra sed de absoluto.

Como Dante, Shakespeare no se conformaba con entretener. Sus obras de teatro y sus sonetos reflexionan sobre el poder, el amor, la traición, la templanza, los celos, la lealtad, el mal. Macbeth nos muestra el abismo por el que se despeñan los traidores. El asesinato del rey Duncan abre las puertas del infierno, reduciendo la existencia a un vendaval de furia. Otelo nos revela que los celos no nacen del amor, sino de la posesividad y por eso prefieren la muerte del ser amado a la posibilidad de la pérdida. Hamlet nos enseña que concebir la vida como una sombra o una ficción paraliza nuestra capacidad de decidir, sumiéndonos en la angustia existencial. Shakespeare es un humanista acosado por la melancolía. Su sensibilidad mórbida y crepuscular nos adentra en los páramos del nihilismo. Embriagado por la tristeza, nos advierte que la felicidad no es algo sobrevenido, sino un imperativo ético que nos saca de la apatía. Shakespeare dedicó mucho tiempo a explorar el tema del mal, construyendo personajes inolvidables: Ricardo III, lady Macbeth, las hijas desleales del rey Lear, Cayo Casio, Calibán. Todos acaban sus días de forma trágica o indigna. No son castigados por la providencia, sino por la misma perversidad de sus acciones, que se revuelven contra ellos. La pedagogía de Shakespeare invita a obrar el bien, pero advierte que ser justo no conduce necesariamente a la felicidad. Monarcas ecuánimes, inocentes doncellas, hijos que honran a sus padres, jóvenes amantes, vasallos leales, mueren de forma cruenta y vejatoria. Cuando se sufre injustamente y no hay forma de evitarlo, solo cabe afrontar la desdicha con entereza. Es la única alternativa que no pueden arrebatarnos. Shakespeare parece ajeno a la moral cristiana. Su filosofía está más cerca del estoicismo, quizás porque vivió una época de guerras y epidemias, donde la muerte imponía un tributo desmesurado.

Cervantes tal vez inició el Quijote con el simple propósito de entretener, pero enseguida trascendió ese horizonte. Viejo, pobre y fracasado, había renunciado a sus ambiciones de juventud. El humor se perfilaba como el único refugio donde cabía cobijarse, sin caer en la hiel del desengaño. Cervantes empezó a escribir hilando bufonadas, pero enseguida surgió esa mirada humanista de inspiración erasmista que impregna toda su obra. A diferencia de Shakespeare, su contemporáneo y, en algunos aspectos, su espejo, Cervantes sí es un cristiano convencido. Se aflige con el dolor de los más vulnerables y piensa que el cielo algún día reparará los agravios, reconfortando a los inocentes y castigando a los réprobos. A lo largo del Quijote, Cervantes reflexiona sobre los clásicos griegos y latinos, el buen gobierno, la honra, la amistad, el amor, la poesía, la historia. Su sabiduría, serena y nada superficial, descansa sobre una enseñanza amarga: el idealismo está abocado al fracaso. La realidad siempre derrota a los sueños. Sin la perspectiva de la justicia ultraterrena, Cervantes quizás se habría dejado arrastrar por el pesimismo.

Los clásicos son nuestros maestros. Por utilizar una expresión de George Steiner, podemos decir que su magisterio es “la alegoría del saber desinteresado”. A pesar de los reparos que nos suscita la pedagogía cuando la vinculamos a la literatura, sería ingrato no reconocer que durante siglos los escritores han sido los educadores de la humanidad. ¿Podemos aventurar que los autores de hoy han renunciado a esa tarea? Pienso que no. Quizás son más individualistas, pero siguen alumbrando reflexiones que sirven de paradigma moral. Citaré solo tres casos, tres autores que ya pertenecen a la selecta galería de los clásicos. Coetzee ha dedicado su obra a reparar las heridas que abrió en el apartheid en Sudáfrica y ha denunciado la crueldad del hombre con el resto de las especies. Sebald ha meditado sobre la Shoah en sus libros, mitad novela, mitad ensayo, abordando aspectos poco comentados de esa tragedia, como el sufrimiento del pueblo alemán, cuya complicidad con el régimen nazi hizo que nadie lamentara los salvajes bombardeos de los aliados, ni los desplazamientos forzosos de la posguerra. En su última novela, Tomás Nevinson, Javier Marías plantea el dilema de cómo deben responder los gobiernos democráticos al desafío del terrorismo. ¿Es lícito matar al que ha destruido vidas inocentes para imponer una idea? ¿Es el hombre verdaderamente libre o se deja arrastrar por el torrente de la historia? ¿Podemos vivir al margen de los problemas morales o siempre acaban atrapándonos, obligándonos a adoptar al menos una posición de aquiescencia o repudio?

Los grandes escritores de hoy no han abandonado ese propósito pedagógico que advertimos en Homero, Dante, Shakespeare o Cervantes, pero como sus egregios predecesores evitan el moralismo explícito. Sus enseñanzas están hábilmente mezcladas con los hechos que relatan, componiendo un tapiz sin estridentes contrastes que afecten al equilibrio del conjunto. Pienso que la literatura es un hecho moral y estético. Busca la verdad y la belleza. Primo Levi, Wolfgang Koeppen, Virginia Woolf o Michel Tournier, por citar a un puñado de maestros modernos, han cumplido una función similar a la de Homero, promoviendo valores que han considerado apropiados para nuestro tiempo, como la libertad, la solidaridad, la igualdad entre clases y sexos, el espíritu crítico o la memoria de las víctimas. Pocos autores de genio han cantado a la guerra, el individualismo o el desprecio por la inocencia. Cuando leemos Tempestades de acero, de Ernst Jünger, Los sótanos del Vaticano, de André Gide, o Madrid, de corte a cheka, de Agustín de Foxá, admiramos su perfección formal, pero sentimos frío en el alma. Personalmente, reivindico el magisterio de Galdós, Gabriel Miró y Miguel Delibes. Cada vez que me adentro en sus libros, pienso que el ser humano, imperfecto y a veces miserable, merece ser celebrado, pues ha inventado la literatura, un taller que nos ayuda a educar nuestras emociones y exorcizar nuestros demonios.

lunes, 10 de enero de 2022

La contrahecha realidad

 La vuelta a clase ha resultado ser mucho más tranquila de la que yo y todos los medios de comunicación, que me habían puesto los testículos entre los dientes, habíamos previsto. En mi centro no faltaba ningún profesor y tan solo ha habido una ausencia de los casi 80 alumnos a los que imparto clase. No, no ha sido necesario forrarse las meninges con felpa ni hemos tenido que asistir a montones de chicos sin cencerro (léase profesor). No sé en otros sitios, pero en el nuestro ha ocurrido lo habitual cuando se predice una hecatombe: que no sucede. Las "filomenas" nos pillan desprevenidos porque no están anunciadas en toda su virulencia, porque nadie se las espera. El cierre de los centros en marzo de 2020 y el confinamiento consecuente nadie lo había previsto, fue algo sorpresivo. La vuelta al cole después de Navidad se presentaba caótica y, seguramente, debido a ese anuncio reiterado, la realidad se encapricha en no seguir los malos augurios. La realidad es contrahecha, como un niño caprichoso, malcriado. Solo cumple los peores augurios cuando no están anunciados. Le gusta llevar la contraria.