sábado, 23 de noviembre de 2019

20 de noviembre de 2045

Corre el 20 de noviembre del año 2045. Los seguidores de san Quim nos mesamos los cabellos en recuerdo de su insustituible persona. Hace ya cinco años que murió el eximio impulsor de la nación catalana y nadie lo ha olvidado, nadie, ni siquiera el anciano Puigdemont, que sigue huido de la justicia en Tailandia. 
Adoramos en una capilla de la Sagrada Familia la montura de las gafas que acabó con la vida del eximio. Aún se conserva el rastro de sangre en la patilla, que se incrustó, inclemente, en su ojo derecho. Algunos dudamos de que se tratara de un desgraciado accidente. Mis amigos oculistas aseguran que nadie se clava sin ayuda la patilla de las gafas mientras se lee una resolución del Supremo. Por eso los representantes de la marejadilla democrática han organizado una exposición de monturas de gafas en la puerta principal de la Sagrada Familia, con la que intentarán colapsar el flujo turístico y de paso sacarán algunos euros para sufragar el asilo en Tailandia de Puigdemont. 
Sí, Torra ha sido beatificado junto a Franco, a José Antonio y a la duquesa de Alba por la curia vaticana. Tanta coincidencia en las fechas fue interpretada como un designio divino. Han muerto ya muchos de los presos políticos y se ha erigido un altar para adorarlos, porque no hay fronteras para los santos. En lo más alto la reliquia de Torra: una montura negra con dejes granates. Loor y gloria por siempre. 
Mientras tanto, en Mingorrubio se celebran las exequias de Estado en honor de su excelencia el Generalísimo Franco al que, además de santo, se le ha nombrado presidente impertérrito y eterno de la nación española. Y en el plató de Telecinco se glorifica con sesión de 24 horas a su primera santa: la duquesa de Alba. 
Loor y gloria a todos ellos. Fundidos por el destino en una fecha magnífica.     

"La tormenta de Goya" por Antonio Muñoz Molina

Goya vivió 82 años y desde la adolescencia y probablemente desde la niñez no dejó nunca de dibujar. Las cartas de juventud a Zapater están ilustradas con dibujos tan rápidos y vigorosos como la misma letra, tan procaces muchas veces y tan burlescos como las cosas que le cuenta a su amigo del alma. Cuando estuvo en Italia en el viaje preceptivo de estudios de todo pintor académico, compró uno de esos cuadernos tentadores que solo se encuentran allí y lo llenó de bocetos sobre las cosas que veía y sobre las que se le pasaban por la cabeza, lo mismo cabezas de monstruos que recetas de cocina. Goya dibujaba con perfecta solvencia académica los bocetos para sus cartones de escenas populares, pero en su disciplinada corrección ya había una inmediatez de observación directa de la vida, que inevitablemente quedaría atenuada luego en los cartones acabados, y más aún en los tapices. Hay una naturalidad asombrosa de gestos en ese majo que lleva el compás de una canción con las palmas, en un anticipo de actitud flamenca, o en ese otro que está tumbado y fuma mirando el humo con perfecta indolencia.
El dibujo en Goya es un ejercicio profesional y un desahogo del espíritu, un método de aprendizaje y un testimonio urgente de lo que tiene delante de los ojos. En la Academia de San Fernando, en las colecciones reales, en las galerías y en las iglesias de Italia, Goya copió estatuas antiguas y obras maestras de Velázquez, y al dibujarlas aprendía a mirarlas mejor y a comprender cómo estaban hechas, porque la emulación era una forma insuperable de estudio. El que dibuja adquiere precisión, simplifica, sintetiza. Al dibujar con pincel y pluma una mujer desnuda de espaldas, Goya está observando un cuerpo concreto y al mismo tiempo repite con exactitud el desnudo carnal de la Venus de espaldas de Tiziano que habría estudiado en una sala reservada de la Academia. Con los ojos adiestrados de mirar a Velázquez y a los maestros antiguos, Goya salía a fijarse en esa parte inmensa de la vida real que el arte de la pintura no había sabido o querido representar, a no ser con la inflexión de burla y condescendencia con que los artistas holandeses y los autores de grabados y estampas reproducían escenas de la vida popular: escenas callejeras, mujeres que lavan en el río y tienden la ropa y son despeinadas por el viento, mendigos que exhiben con descaro mercantil sus deformidades, clérigos glotones, prostitutas y celestinas a la caza de clientes, locos furiosos en los corralones de los manicomios, gigantes y cabezudos.
Goya empezó esbozando figurines de tipos populares para las decoraciones de los palacios rococó del Antiguo Régimen y unos pocos años más tarde, cuando la Revolución Francesa y luego la invasión de las tropas napoleónicas derrumbaron de golpe aquel mundo que parecía que iba a durar para siempre, fue el cronista de la transformación del pueblo sumiso en pintoresco, en masas humanas sublevadas, en carne de cañón, en multitudes uniformizadas y oscurecidas por el despotismo y la ignorancia. Empezó siendo un pintor de corte de impecables credenciales académicas y solo unos años más tarde dinamitó con la furia de sus dibujos y de sus aguafuertes la tramoya de los simulacros de aquel mundo que se derrumbó entre los escombros dejados atrás por una tormenta de destrucción a la que nadie había asistido nunca antes. El pintor de cámara de un rey de peluca empolvada se convierte en algo muy parecido a un fotógrafo de guerra. La inmediatez del lápiz, de la pluma, del pincel empapado en tinta garabateando sobre el papel es casi tan eficiente en su capacidad documental como una cámara. Más de medio siglo de dibujo incesante deja un rastro de imágenes tan abrumador por su pura abundancia como por la puntería y la furia de cada una de ellas. Vamos de una a otra, año tras año, a través de los avatares de la vida del pintor y de la historia de las calamidades de su país y la pesadumbre final de la vejez y el destierro, y nos parece que escuchamos a cada momento el rumor del lápiz sobre el papel recio del cuaderno, el rasgar veloz de la pluma, la taquigrafía visual de la brutalidad, el desamparo, la desgracia, el espanto.
En los dibujos hay caras de gente que mira con los ojos muy abiertos lo que es intolerable mirar y otras caras que los testigos se tapan con las dos manos para no ver: también son caras a veces de animales acosados y despavoridos, de caballos que miran como los del gran lienzo del 2 de mayo en Madrid, caballos asediados por humanos que esgrimen navajas homicidas o por manadas de lobos contra los que sus cascos no pueden defenderlos. Goya empieza siendo en su primera madurez un moralista ilustrado y satírico, que censura vicios, errores y abusos con una firme voluntad de reforma, y poco a poco, en golpes bruscos, tan influido por la enfermedad como por los desastres políticos y luego por el cataclismo de la guerra, se convierte en un visionario y en un panfletario, en un observador desalentado pero también insobornable de lo que parece que no tiene remedio. Ha visto que al final de un horror puede no haber ningún alivio, sino otro horror semejante. La barbarie insolente de los invasores franceses, con sus fusiles y sus sables de última tecnología militar, se corresponde con la otra barbarie de los españoles que ejercitan sus propias formas primitivas de saña contra el enemigo. Después de la guerra, las matanzas, las fosas comunes, el hambre, no vienen la libertad ni la paz, sino el despotismo vengativo de Fernando VII, con sus nuevas cohortes de frailes y sus multitudes soeces que linchan a los liberales y arrancan las lápidas de la Constitución. Desde el interior de la campana de cristal de la sordera absoluta, el espanto del mundo se ve con más claridad: las caras deformadas por quejidos o gritos que el testigo no puede oír. El artista desolado y enfermo emprende en su extrema vejez el camino de un destierro que sabe irreversible. Pero en Burdeos tampoco descansa: sigue mirándolo todo a su alrededor, se pone a aprender la técnica vanguardista de la litografía. Al pie del dibujo de un anciano de barbas blancas que se apoya en dos muletas escribe, con su precisa caligrafía de siempre: “Aún aprendo”.

"Rilke: rebelde, poeta y trashumante" por Antonio Lucas


Podemos entender a Rainer Maria Rilke desde el fetiche del poeta abducido por una vocación total, pero también como el hombre radical que hizo de su desagrado ante la realidad una torre fortificada en la que habitaba él con sus demonios, con princesas, duquesa, marquesas y baronesas a las que fue enamorando de golpe con una mezcla de pasión por el arte y fracasos de vida. Rilke fue una de las encarnaciones de la poesía en alguien que supo hacer del poema un cobijo, una luz nueva, un egoísmo y una herramienta para alcanzar un mecenazgo de alcobas dispersas.
Rilke alcanzó pronto la combustión vital de las leyendas que van confeccionando la biografía entre el talento desbordado, la pureza dudosa y una pulida condición novelesca en el vivir. En esto último traía el antecedente de su propia madre, que lo depositó en el mundo una tarde de 1875, en Praga (parte aún del imperio austrohúngaro), como si hubiera nacido un príncipe en vez del resultado de un matrimonio formado por un militar frustrado que quedó en factor de los ferrocarriles y una dama que combatió su condición de clase media con una fantasía de alcurnias improbables. Quiso desde el principio que el chico fuera poeta. Pero lo vistió de niña hasta los cinco o seis años por la imposibilidad de aceptar la muerte prematura de la hermanita mayor. A la vez se sobrepuso a la incapacidad del marido (del que se separó) afirmando su dignidad como mujer. Aquello condicionó el mundo del joven, sometido a una sastrería de lazos y diademas que acuñó aún más su extrañeza y su condición desigual en medio de la manada silvestre de los chicos de su edad. "He pasado mi infancia en apartamento mezquino y triste", escribió.
Rilke era distinto por vocación y por destino. Un rebelde hacia dentro. Un chico vencido por sus alucinaciones. Un poeta extremo y extraordinario capaz de interpelar a lo invisible, lanzando cabos entre lo humano y lo divino. También un icono de su tiempo. La figura rotunda del intelectual europeo. Hoy es uno de los creadores principales de la poesía contemporánea. Y esa pasión que desbordó en su vida de trashumante siempre a la caza de benefactoras que le sacasen de la intemperie y de la pobreza, ha generado arrobas de textos especulativos sobre la verdad de su vida y de su obra. Todo fascinante, pero todo siempre pasado de vueltas en cierta ficción. De ahí que el estudioso Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943) se propusiera una labor tan ímproba como necesaria, decodificar un poco más la figura adulterada de Rainer Maria Rilke a través de una biografía que tiene en el rigor y en el detalle una de sus esquinas; en la pasión y una pulsión de relato incesante la otra. Rainer Maria Rilke (El vidente y lo oculto), publicada por Acantilado.
"Toda su vida podría escenificarse con signos y símbolos", sostiene Wiesenthal. "Sin aristocracia, sin pasiones, sin una terrible y angustiosa confección del ego, sin narcisismo, sin fetiches, sin magia, sin objetos simbólicos, sin conocimientos iniciáticos, sin imágenes religiosas y sin fe, no se puede entender a Rilke. Es un hombre desclasado, distante, contradictorio, psicológicamente complejo y muy inadaptado al mundo que le tocó vivir". Es decir: desdicha y tenacidad. Ese fue su itinerario. Y así levantó algunas de sus obras esenciales: Nuevos poemas (1907), Elegías de Duino (1923), Sonetos a Orfeo (1923), además de un abundante y excepcional epistolario de donde salió el volumen Cartas a un joven poeta, correspondencia que mantuvo con uno de sus jóvenes admiradores, el escritor Franz Xaver Kappus.
La itinerancia fue otro de los motores de su existencia, siempre errante. Quizá por la sospecha de que su destino siempre estaba en otra parte. San Petersburgo, Estocolmo, Florencia, Roma, París (donde entre otras hazañas fue secretario de Rodin), Ginebra (donde afianzó su romance con Baladine Klossowska, madre del pintor Balthus), Capri, Duino, Toledo (donde entró en éxtasis con la ascesis de El Greco), Ronda... Y en cada escenario un tormento, un amor, unas cartas, un poema. Su viaje a España sucede en la época más atormentada de su vida. Estaba trabajando en las Elegías, de condición simbólica y hermética. Como su ánimo. "Rilke es un mago al crear en sus versos una sensación de pérdida y, por eso, inventa palabras que no pueden traducirse. Son palabras inexistentes, pero nos dejan una dramática transparencia de luz interior", apunta el biógrafo.
Empeñó tanta vocación en escribir como en acumular amantes que siempre venían con un apellido largo y una fortuna extensa. De todas ellas fue Lou Andreas-Salomé una de las mejor afianzadas. Rilke tenía 21 años y ella 10 más. Por sus manos habían pasado ya Nietzsche, Freud y Mahler. Pero con el poeta alcanzó un punto de combustión que se prolongó durante años. Sus dos soledades combinaban bien, prometiéndose el jamás prometerse nada. Lou entendió que Rilke llegaba, enamoraba y huía dejando unos versos o unas cartas o un algo que mantenía la llama viva: "El amor vive en la palabra y muere en las acciones", decía. También cuenta en la nómina de escogidas Marie von Thurn und Taxis, que le acogió en el castillo de Duino, donde trazó las Elegías. Así se compuso la vida, parasitando.
Rilke se casó con la escultora Clara Wethoff. El matrimonio duró lo que tardó en nacer su única hija. Pero él tenía que seguir huyendo en favor de la belleza y perseguido por el espanto. En el verano de 1921 fijó su residencia permanente en el castillo de Muzot. Le quedaban cinco años de vida. Escribió furiosamente en ese tiempo. Su historia, como cuenta Wiesenthal, tenía ya la épica urgente y prematura de los hombres a contrapelo, de los seres tocados por el inapelable destino de la poesía. Falleció de leucemia el 29 de septiembre de 1926. Tenía 51 años. Y una biografía para la que otros requerirían seis o siete vidas. Poco antes de la despedida fijó su propio epitafio: "Rosa, oh contradicción pura en el deleite/ de ser el sueño de nadie bajo tantos/ párpados". Rainer Maria Rilke, mitad miseria, mitad maravilla. No saber vivir más allá de sí mismo: esa fue su conquista.

El secreto de las rosas

"Rilke, feliz e ilusionado, bajó al jardín a cortar unas rosas. Recordaba los tiempos de Rusia, cuando Tolstoi se perfumaba acariciando las flores. Un pinchazo le hizo sangrar la mano izquierda. Al día siguiente la infección le llegaba hasta el codo...". Así cuenta Mauricio Wiesentahl los últimos meses del poeta. Aquel pinchazo con la espina de la rosa supuso la aparición de los primeros síntomas de la enfermedad que acabaría con el poeta. "Realmente estaba muy enfermo y los pocos amigos que pasaban a visitarlo quedaban asustados. En Muzot solo escuchaba ya los rumores de la oscuridad cerrada". La muerte se la anunció la última rosa del verano.

viernes, 22 de noviembre de 2019

"Estrafalario" de Rafael Azcona

Azcona, Rafael Azcona, ese sí que era un genio. Leí hace poco un libro de cuentos titulado Estrafalario. Pocas veces me he reído tanto leyendo, sobre todo con el primero de los relatos. Os dejo aquí algunas de las perlas:

"Este sí que es feliz. Claro, como está capado."
Dedicatoria: "A las Pompas Fúnebres, sin cuyo concurso la Muerte no sería una cosa de tanto lucimiento."
"Si los extranjeros comieran cocido, se harían católicos en el acto."
"El hambre representa la mayor fuente de riqueza para las naciones: si los pobres estuvieran ahítos, a buenas horas se iban a dedicar a picar piedra, ni a matar toros."
"El realismo, si no exagera un poco, se queda en nada."

El loco y yo

No hace mucho me topé con uno de los locos de mi pueblo. Andaba él, desastrado en su fachada, calle arriba y abajo, conversando consigo mismo, gesticulando con pasión de político en campaña. En un momento dado, reparó en mi presencia y se dirigió hacia mí. Comenzó a enlazar un discurso sobre su vida cotidiana al que no le faltaba coherencia. Ordenaba su día hora a hora. Me contaba lo que hacía desde que se despertaba hasta que se acostaba (nada muy distinto a lo que yo hago) y terminó hablando de la televisión, "yo la quito en cuanto me pongo delante de la pantalla, porque es para volverse loco". Ahí estaba la diferencia, yo no la quito, aguanto horas y horas sin inmutarme.

martes, 19 de noviembre de 2019

"Usted también puede ser caballero medieval y conquistar a una dama" por Javier Bilbao


Hay dos recompensas que nos aguardan, el cielo y el reconocimiento de una dama. (Wolfram von Eschenbach)

Lejos de ser el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo —como incomprensiblemente se ha sostenido en alguna ocasión—, convertirse en un caballero andante no solo nos abrirá a una vida repleta de pendencias, batallas, desafíos, requiebros, tormentas y disparates imposibles, todo lo cual suena muy prometedor, sino que además nos volverá i-rre-sis-ti-bles ante el sexo femenino. En estos tiempos en los que están de moda la pomposamente llamada «seducción científica», los manuales y cursillos para ligar, las aplicaciones móviles y webs de contacto presuntamente infalibles… ya va siendo hora de volver a la tradición. Si hace ocho siglos funcionaba, ¿por qué ahora iba a ser distinto? Eso es lo que me propongo en las siguientes líneas, y si al terminar no he logrado que el lector se lance a algún descampado con una cazuela en la cabeza y escoba en ristre a la manera de lanza para retar a quien se cruce, entonces habré fracasado en mi propósito. Pero, según atribuyen precisamente a cierto honorable caballero, «la derrota es botín de las almas bien nacidas», así que me quedaré también satisfecho.
La literatura y el cine han asentado firmemente en nuestro imaginario cómo era un caballero medieval, nos resulta un cliché cultural perfectamente distinguible y, sin embargo, no hay una fecha exacta que diera origen a la caballería ya que, al fin y al cabo, los guerreros son tan antiguos como la propia humanidad. Sí podemos encontrar ciertos hitos históricos que fueron definiendo sus características principales, como por ejemplo la vida de Judas Macabeo. Líder de la revuelta judía contra el rey de Siria y defensor del Templo de Jerusalén en el siglo II a. C., su ejemplo mostraba que se podía servir a Dios empuñando las armas, algo en principio poco compatible con el estricto pacifismo que predicaría Jesús tiempo después. La Europa de finales del primer milenio y comienzos del siguiente vivía asediada por los invasores e infieles y ya no andaba como para ir poniendo la otra mejilla, así que el papa Urbano II dio comienzo a las Cruzadas en el siglo XI, haciendo la vista gorda sobre el «no matarás» si era por una buena causa: «dejad a aquellos que han sido ladrones ser ahora soldados de Cristo, dejad a aquellos que han sido mercenarios por unas pocas monedas de plata conseguir ahora una recompensa eterna». Dicho y hecho. La llamada logró un gran eco y la dedicación a la guerra pasó a contar así con sanción religiosa que añadía gloria celestial a la terrenal, tal como Godofredo de Charny en su Libro de caballería dejó escrito: «¿Qué más puede pedir un caballero que lograr lo mismo que Judas Macabeo, el guerrero del Señor, logró: honor en este mundo y salvación en el otro?». En parecidos términos se expresaba el autor del otro manual de caballería que, junto al citado, definiría el ideal caballeresco, el Libro del Orden de Caballería de Ramón Llull. Se trata, por cierto, de uno de los primeros autores en lengua catalana y patrón de los ingenieros informáticos, ahí es nada, así que bien merece que centremos nuestra atención en él.

Libro del Orden de Caballería

Escrito en el siglo XIII, plasma sobre el papel el código de honor caballeresco definiendo en primer lugar quién es apto y en qué consiste el oficio, el examen que habrá de superar el aspirante a ser armado como tal, la ceremonia de ingreso, el significado de cada arma, las costumbres y el honor que deberán guiar la voluntad de tan distinguido sujeto. En primer lugar el caballero es definido como uno entre mil, alguien más amable, y más sabio, más leal, más fuerte, de más noble ánimo, de mejor instrucción y de mejores costumbres que los demás ¿Reúne usted todas esas cualidades? No se preocupe, pregúnteselo a su abuela y ya verá como le dice que sí. Más complicado es disponer como cabalgadura de lo que define como la bestia más noble y que da nombre al propio oficio, pues a ver qué es un caballero sin caballo. Así mismo, también se requiere disponer de escudero, garzón y vasallos que «aren y caven y limpien de cizaña a las tierras para que den los frutos de que debe vivir el caballero y sus bestias». Respecto al oficio, consiste en primer lugar en que «por fuerza de armas, venzan y se apoderen de los infieles que cada día se afanan en destruir la Santa Iglesia». Aunque no es menos importante mantener y defender a su señor terrenal, así como mantener viudas, huérfanos y pobres. Siempre ha de buscar la justicia y defender al débil, pues «así como el hacha ha sido hecha para cortar los árboles, así el caballero tiene el oficio de destruir a los malvados». Tan elevada misión requiere un constante entrenamiento, que debe consistir en «cabalgar y moderarse; correr lanzas; concurrir con armas a torneos y justas; hacer tablas redondas; esgrimir; cazar ciervos, osos, leones».
Particularmente interesante resulta la parte en la que describe el examen que el escudero aspirante a caballero deberá superar. Afortunadamente para ellos no existían por entonces los departamentos de recursos humanos, así que las preguntas planteadas son en su mayoría bastante razonables y no provocan esa incómoda sensación de estar siendo objeto de una extraña broma, tan común hoy en las entrevistas de trabajo. En primer lugar se ha de preguntar si se ama la caballería y se siente temor de Dios, eso es básico, y a continuación se ha de comprobar que tenga un antiguo linaje, que tenga suficiente riqueza para mantenerse y así no caer en la tentación del pillaje, que tenga buenas costumbres e intenciones, que no sea demasiado joven ni demasiado viejo, que no sea «orgulloso, de poco seso, sucio en sus palabras y en sus vestidos», que no sea demasiado pequeño o demasiado gordo, que tenga buena forma aunque sin necesidad de ser guapo pues, afirma, «si fuesen precisas las bellas facciones, la elegancia del cuerpo, la rubia cabellera, o llevar espejito en la faltriquera, el hijo de un rústico o una hermosa hembra también podría armarse caballero». Y no queremos que eso pase, naturalmente.
Si se logra superar el filtro, entonces llega el solemne rito por el que se es armado caballero. Es recomendable que la fecha coincida con la de alguna otra festividad importante del año para que realce su honor. Pero antes de ese momento debe confesar todos sus pecados, pasar el día previo de ayuno, la noche en vela rezando y evitar en todo momento «escuchar a juglares que cantan o hablan de cosas descompuestas, indecencias o pecado». Por la mañana deberá oír misa y recordar los diez mandamientos y los siete sacramentos. A continuación, «el escudero se debe arrodillar ante el altar, levantando a Dios sus ojos corporales (entendemos que con los de la cara basta) y espirituales y extender sus manos a Él. El caballero le debe ceñir la espada, significando castidad y justicia. Y en significación de caridad, ha de besar al escudero y darle la mejilla, para que recuerde siempre lo que promete y el gran cargo a que se obliga, y del gran honor que el orden de caballería le proporciona». Y ya está. ¡Misión cumplida! ¿A que no era tan complicado?

Torneos y justas

En las líneas previas hemos visto de la mano de Ramón Llull los requisitos exigidos para ser un caballero, a los que añade en dicho libro una serie de consideraciones generales sobre la vida, la moral y la religión en las que ya no entraremos. Pero, debido a ese carácter tan pío, hay un tema que no aborda y seguramente habrán echado en falta, pues es aquello que prometimos al comienzo: y de ligar, ¿qué? Para ello, entre otras cosas, estaban los torneos. Así lo contaba Godofredo de Monmouth en su Historia de los reyes de Bretaña: «Los caballeros miden sus fuerzas en viriles juegos ecuestres que imitan los combates reales, mientras las damas los contemplan desde lo alto de las murallas, estimulándolos a combatir y apasionarse ellas mismas por el juego y sus protagonistas».

Pero después de haber sido armado caballero y antes de poder acudir a un torneo a lucirse, es necesario dotarse de un blasón. Él nos proporcionará honor e identidad, pues hay que tener en cuenta que un guerrero dentro de su armadura resultaba difícilmente reconocible. Cómo saber entonces si se había desempeñado con cobardía o valor —y en tal caso convertirlo en leyenda— si no portaba algún distintivo, tal como las camisetas de los jugadores en los actuales espectáculos deportivos. A ello se dedicó la disciplina conocida como heráldica. Este saber seglar llegó a sofisticarse hasta convertirse en todo un lenguaje, del que sus intérpretes eran los heraldos, encargados de dar cuenta del linaje y los méritos de cada caballero, en definitiva, de escribir la historia (por eso hoy día tantos periódicos se llaman así). Establecieron un número limitado de colores, formas geométricas y animales así como las combinaciones entre ellos que podían ser representadas en un escudo, expresando de tal manera uno u otro mensaje. Hay que tener cuidado en cuáles uno escoge o acepta de quien se los otorga, pues su significado puede ser deshonroso. Así, por ejemplo, el conde de Salisbury otorgó un emblema con tres perdices a un caballero que nombró, identificándole de esa manera como un sodomita. Los heraldos, pues, se convirtieron en figuras relevantes dentro de la corte, que además servían de mensajeros entre los caballeros y entre estos y las damas a las que intentaban seducir. Con ellos tomó forma el amor cortés.
De manera que una vez se es caballero y se porta un digno emblema, ya solo falta darse a conocer en los torneos. Pese a la oposición de la Iglesia, estos adquirieron una gran popularidad a lo largo y ancho de la cristiandad a partir del siglo XII. Se celebraban en campo abierto, a medio camino entre dos municipios, para contar con el espacio suficiente para las justas, que podían congregar a varios cientos de contendientes y muchos más espectadores, así como para los mercadillos, bailes y demás espectáculos que acompañaban al evento. En Los cuentos de Canterbury de Chaucer, podemos leer una vívida descripción en «El cuento del caballero»: «Los heraldos se retiran y suenan las trompetas y clarines. Sin más preámbulos, las lanzas se ponen en ristre con seriedad mortal para el ataque, y todos los contendientes clavan sus espuelas en los caballos. Pronto se verá quién sabe justar y cabalgar mejor. Las varas vibran al chocar contra los gruesos escudos, y alguno siente el empuje de una lanza que penetra en su costillar. Las lanzas saltan veinte pies por el aire; se desenvainan las espadas, que lanzan destellos de plata; los yelmos son heridos y destrozados; la sangre brota en forma de ríos rojos y los huesos quedan quebrados por las pesadas mazas». Parece entretenido, al menos para los espectadores. Aunque también es descorazonador lo arduo y peligroso que resultaba llamar la atención de las chicas… Si, como citábamos al comienzo, el reconocimiento de una dama era comparable al cielo, muchos, por intentar lograr el primero, fueron directos al segundo. En el torneo de Neuss de 1241, por ejemplo, se dice que murieron ochenta caballeros. Eran, al fin y al cabo, un entrenamiento para la batalla, así que por fuerza debían ser violentos, aunque hubo también una voluntad de que fueran civilizándose, introduciendo reglas de enfrentamiento y exigiendo el uso en ellos de armas rebajadas, es decir, sin punta ni filo. Si los torneos eran pequeñas batallas entre dos bandos, las justas eran duelos individuales donde lo más valorado era descabalgar al oponente, después, romper una lanza (de ahí la expresión actual) y, en tercer lugar, golpearle en el yelmo.
Ese aspecto de representación fue afianzándose con el paso del tiempo: para el siglo XV —cuando ya se aproximaba su declive por la profesionalización y el avance tecnológico de la guerra— tanto las vestimentas como las ceremonias que tenían lugar en los torneos estaban fuertemente inspiradas en las novelas y muy especialmente en lo que se conoce como Materia de Bretaña, que es el conjunto de leyendas en torno al rey Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda. La realidad, una vez más, imita al arte. Citábamos al comienzo a Cervantes, cuando definía la iniciativa de su protagonista como «el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo». Seguramente tendría razón en considerar que no estaba en su sano juicio, pero la pretensión de don Quijote de comportarse de acuerdo a lo que había leído en los libros no era distinta de la que previamente habían seguido muchos otros. Tanto Ramón Llull como los escritores de novelas de caballerías describieron en parte una realidad, pero también estaban creándola, al ser tomados desde entonces como referencia. En palabras del medievalista Maurice Keen, la caballería era —aunque en parte y sin olvidar otros aspectos, aclara— «un sistema de formas, palabras y ceremonias que proporcionaban unos recursos gracias a los cuales las personas de noble origen podían suavizar la crueldad de la vida adornando sus actividades con el brillo de oropel tomado de una novela». Esa inclinación del Caballero de la Triste Figura por ver gigantes donde hay molinos, por mitificar la vida, en definitiva, fue propia del conjunto de la caballería y, si me apuran, de una u otra forma, también de toda la humanidad. Así que si salen ahí fuera decididos a ser caballeros andantes, sí, puede que estén locos, pero no serán los únicos.

sábado, 16 de noviembre de 2019

"Una torre de Babel de marfil" por Antonio Muñoz Molina


Al menos una entrevista forma parte de la historia de la literatura. Se la hizo Bernard Pivot a Vladímir Nabokov, en su programa de televisión, Apostrophes, en mayo de 1975, y se ha publicado ahora en un libro de prosas sueltas, Think, Write, Speak, en una edición de Anastasia Toltoy y Brian Boyd. Boyd contó la vida y los libros de Nabokov en los dos tomos de una biografía que es de las mejores que pueden leerse de un escritor. A lo largo de la conversación, Nabokov iba bebiendo una taza de té que Pivot rellenaba de vez en cuando, no sin ceremonia, con una tetera. La tetera, cuenta Boyd, estaba llena de whisky. Preguntas y respuestas fluían con una agudeza admirable, sin duda avivada por el contenido de la tetera, y también por el hecho de que Nabokov había sabido las preguntas con mucha antelación y en realidad estaba leyendo las respuestas, escritas meticulosamente a lápiz en esas fichas de cartulina que le gustaban tanto, y que en este caso quedaban mal que bien disimuladas por los libros dispuestos sobre la mesa del estudio. Leídas ahora, al cabo de tantos años, son muestras de brevedad resplandeciente de la prosa de Nabokov, animadas por un impulso de oralidad y hasta de ese humorismo esquinado que era tan suyo, y que en un momento dado le lleva a hacer una definición de lo que para él es un novelista: “Un feliz inquilino de una torre de Babel de marfil”.
Pero el corazón de la entrevista es de una seriedad absoluta, aleccionadora. Con desenvoltura algo cínica de intelectual francés, Bernard Pivot le pregunta por Lolita, “esa hija suya singular, ligeramente perversa”. La respuesta de Nabokov es tan contundente que parece que hubiera brotado de golpe en ese momento. “Lolita no es una adolescente perversa. Es una pobre niña de la que han abusado, y sus sentidos nunca se despiertan bajo las caricias del inmundo Humbert Humbert”. Pivot, un lector tan entrenado, parece haber caído en la trampa que el personaje de Humbert tiende al lector desde el arranque mismo de la novela, la de confiar en él, en su voz persuasiva y de apariencia sofisticada, en la que sin embargo hay tantas notas falsas, tantos indicios justo de lo que ese narrador quiere ocultar y no ver, hechizándonos mientras tanto con su palabrería exquisita y depravada, que envuelve la cruda realidad de los hechos. Lolita es una niña de 12 años secuestrada y violada a lo largo de mucho tiempo por un hombre mucho mayor que ella. “Es la imaginación de este sátiro triste la que convierte en criatura mágica a una niña normal americana”, le dice Nabokov a Pivot: “La nínfula no existe fuera de la mirada de maniaco de Humbert. Lolita la nínfula existe solo a través de la obsesión que destruye a H. H.”.
A Nabokov le entristecía ese persistente malentendido, esa “inepta degradación que el personaje de Lolita había sufrido en la imaginación del gran público”. Parte de la culpa la tenía el modo en que las portadas de las ediciones internacionales —y también la película de Stanley Kubrick— cambiaban su aspecto físico y su edad, convirtiéndola casi en una mujer plena. Quizás hay cosas que el cine no puede hacer. Su visibilidad literal haría intolerable lo que la novela dice y lo que sugiere, la brutalidad del sometimiento sexual de una niña por un adulto mucho más fuerte que ella, aunque no, ni de lejos, ese modelo de masculinidad entre animal y refinada que Humbert Humbert fantasea para sí mismo, y que es tan inexistente como la Lolita perversa que le gusta imaginar, no se sabe si para eludir el remordimiento o para excitarse más aún, o las dos cosas mezcladas.
Nabokov le dice a Pivot que le gusta que en sus novelas haya, detrás de la historia principal, o al fondo, otra historia indicada que en realidad es igual de importante, y que actúa como contrapunto de la primera. En el interior de una novela ha de haber al menos otra novela. Como tantos otros lectores, en una época todavía reciente en la que una especie de ceguera colectiva escondía o tergiversaba el escándalo del abuso sexual, yo creí, en mis primeras lecturas de Lolita, que estaba leyendo sobre todo la novela del enamoramiento trágico, pero en el fondo noble, de Humbert Humbert. Con el tiempo, y con la influencia de las lecturas de mujeres próximas a mí, fui prestando más atención, y fijándome en detalles que antes no había advertido, y que no pueden ser del todo evidentes, porque llegan a nosotros en la voz misma de quien no quiere que se sepan. La novela de Humbert Humbert contiene otra novela opuesta que es la de Lolita, y también la de la niña que tuvo otro nombre antes de que le fuera usurpado, Dolores Haze, y la de la mujer todavía demasiado joven y ya embarazada que vive en un paraje desolado de pobreza americana y que muere de parto bajo otro nombre que tampoco es el suyo, Dolly Schiller, o más anónimamente todavía,
Ese final está en la segunda página del libro, y pasa inadvertido como los indicios de otras historias que son visibles y a la vez invisibles en los segundos planos de algunos cuadros antiguos. Es el final verdadero, más triste aún que el bien ostensible de Humbert Humbert. La identidad de la niña vulnerada y de la mujer joven que no ha podido sobrevivir queda tan ignorada como su tumba en un cementerio “del más remoto Noroeste”. Yo tardé varias lecturas en caer en ese detalle. La voz de Vladímir Nabokov en esa entrevista de 1975 nos sorprende porque parece una voz de ahora mismo. Tantos años después, aún quedan lectores que se las dan de agudos, y hasta de transgresores, defendiendo la presunta perversidad de Lolita, y de la propia Lolita, frente a una especie de nueva censura que quiere proscribirla. Ni una cosa ni la otra. Lolita, con todos sus extraños destellos de humor, es sobre todo una novela tristísima. Se va volviendo más triste, más empapada de sensibilidad y respeto hacia el dolor y asco hacia el abuso, cada vez que uno vuelve a leerla.

jueves, 14 de noviembre de 2019

El cavernícola

El cavernícola está intranquilo. Se han colado en su madriguera. Gentes que no conoce, gentes de otro idioma y, algunos, de otro color. Desconfía, no se siente seguro. Le irrita que vengan de fuera a contaminar la cueva abrigada con las pieles de sus animales. El cavernícola no se fía de los desconocidos: es un instinto primitivo que lo mantiene alerta. Cierto es que, cuando alguna vez lo han engañado, lo han hecho vecinos suyos; pero son timos aceptables, reconocibles, familiares. 
Nunca se sabe por dónde te va a salir la gente extranjera. Provocan desconfianza, temor y repulsión, sobre todo los desharrapados. No ocurre esto con los bárbaros del Norte, hombres de ley, que lucen corbata, hablan bajo y conducen coches de exposición, como los compatriotas admirados por el cavernícola.
El cavernícola, a veces, no comprende a sus hijos. Los observa con desconfianza si no siguen las tradiciones ancestrales, las costumbres que desde niño él ha venerado. Las novedades en el comportamiento, la revolución de los hábitos, lo desconciertan y le afilan los colmillos.
El cavernícola viaja para añorar lo que deja en casa, para reafirmarse en que lo mejor siempre está en la tierra de uno. El cavernícola gusta de agujerear animales de pelo; aboga por la pena de muerte; y desea a las hembras, no a las mujeres.
El instinto obtura la capacidad de raciocionio del cavernícola y se siente incómodo con los que reflexionan, piensan y argumentan sus opiniones. El cavernícola es tan directo como una bala de escopeta, lo guía la testosterona, no las meninges. No le gusta que se dude, que se cuestione lo convencional, que se remuevan las bases de su comportamiento. El cavernícola es varón de colegio religioso, portador de andas, cabeza de familia  numerosa, amante de putas extranjeras, defensor de la bandera e implacable con subordinados y pobres.
Al cavernícola no le gustaría ser gobernado por filósofos. Prefiere espadones de pecho recio, machos de orden, con autoridad y pocos escrúpulos; que sigan una directriz única, sin titubeos ni melindres.
El cavernícola es peludo, como yo, por eso lo temo.

jueves, 7 de noviembre de 2019

"Yo vine al siglo XIX a pasar miedo" por Carlos Mayoral



Excepto la vida, Poe había perdido todas las cosas que podía tocar. Había perdido a sus padres, los biológicos, cuando aún no sabía que los desengaños duelen todavía más cuando asimilas que tienes que vivir con ellos. Así que aquella fría noche en la que sus otros padres, los adoptivos, le confesaron su verdadera condición, Eddie ya era Poe y su capacidad para perdonar ya había sido enterrada bajo una triste infancia. Había perdido también a su hermanastro y, prácticamente, cualquier cosa que pudiera parecerse a una familia. Por ende, había perdido el trabajo que su padrastro le había proporcionado. Había perdido hasta el último céntimo recaudado a lo largo de su carrera literaria y periodística. Pero, por encima de todo, había perdido a su amada Virginia, presa de una enfermedad que terminaría por machacar el corazón de la joven y la sobriedad de su marido.

Y fue así, a medida que iba perdiendo todo lo que podía acariciar, como Poe empezó a imaginar su mejor literatura. Porque así, en la soledad de su cuarto en Fordham, tocaba cantarle a aquello que nadie ve. Las apariciones se van paseando por la estancia vacía: cuervos parlantes que visitan a un hombre destrozado, gatos que descubren cadáveres escondidos en la pared, la muerte enmascarada que también acudió al último baile. Qué más da si un loco se obsesiona con los dientes de su amada muerta, es el Poe más tétrico, al que ya no le importa perder más. Cuando por fin acabó con su última posesión, la vida, quedaron para siempre sus miedos incrustados en la literatura norteamericana, desde Lovecraft hasta Stephen King.

El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. (Berenice, Edgar Allan Poe).

Su casa de Baltimore, ahora convertida en museo, heredó su gusto por lo paranormal. Algunos visitantes han notado cómo alguien los acariciaba. Otros han asegurado que las voces del más allá son perfectamente perceptibles. Cuentan, incluso, que aquella noche de abril del 68, el día que Martin Luther King fue asesinado, las autoridades decidieron que Baltimore debía pasar la noche a oscuras. Solo un pequeño resplandor escapó al apagón, ¿imaginan de qué casa escapaba? Las apariciones de Poe, al contrario de lo que pensaba el famoso cuervo, seguirán siempre ahí.
Pero el siglo XIX no había comenzado con Poe, ni mucho menos. Es más, si de alguien podemos sospechar como fundador de este macabro siglo, ese es Goethe. Ya desde el principio se había inventado el mito de Fausto, el hombre preferido por Dios, en quien Mefistófeles había puesto su punto de mira. Al final, el mito de Fausto es el mito de cada uno de nosotros. Porque, como reza la célebre copla: el diablo está en todas partes, allí donde Pilatos se lavó las manos, allí donde mataron al zar.
Pero, simpatías por el diablo aparte, lo curioso aquí es cómo Fausto nunca se salva del susto de turno. Y, además, con apariciones muy poco elegantes, lejos de otras fantasmadas de tronío. Si con Poe la muerte se aparece vestida con un traje sofisticado y una máscara a juego con la pitillera, con Goethe, el diablo hace lo propio convertido en caniche. Y es que, si en algo han destacado los americanos a lo largo de la historia, es en el arte de presentar el producto como ningún otro. Además, Fausto termina con un final relativamente feliz, algo que Poe nunca hubiera permitido. Y más sabiendo que, tratándose del diablo, en lo incomprensible está la derrota.

De Mr. Hyde a Drácula

Ni siquiera con el diablo de tu lado escaparás de ti mismo. Eso debió pensar Stevenson cuando ideó ese maravilloso personaje llamado Mr. Hyde. Y eso que Robert Louis fue un niño criado para reconocer perfectamente la delgada línea que separa a Dios del mal, pues había sido aleccionado al son de las campanas de una pequeña iglesia de Edimburgo. Solo cuando hubo escapado de aquel ambiente al ritmo que le dictaba su fiel tuberculosis (segunda vez que aparece, no será la última) y su también inseparable alcoholismo, fue capaz de acariciar a Hyde y sentirse libre.
Cayó primero en Francia, luego en Suiza, en Inglaterra, en Nueva York, en California y así en tantos sitios hasta terminar perdido en unas diminutas islas del Pacífico. Huir de tu propio Mr. Hyde puede resultar costoso. Porque Hyde no es un fantasma cualquiera, Hyde es un fantasma al que alimentas tú mismo. En el caso de Stevenson, con litros y litros de whisky escocés de primera calidad. Ya era tarde cuando aquella mañana, en Samoa, su cerebro estalló para siempre. Atrás, como en el caso de Poe, quedaban esas obras que sí reflejaron el miedo que lo atenazaba.
Cambiando de isla, la literatura se iba sofisticando. Entre esta sofisticación apareció Oscar Wilde, un hombre polémico y sutil, un tipo de los que justifican un siglo. La diferencia entre Wilde y el resto es clara: no tiene miedo. Abandonó Irlanda sabiendo que, en caso de convertirse en el mayor sinvergüenza de Londres, siempre tendría un retrato al que cargar el muerto. La literatura le resulta innecesaria: «Todo arte es más bien inútil». Así que, sin moral y sin imagen, ¿qué miedo puede tener nadie a nada?
Con semejante patrón, El fantasma de Canterville es el contraejemplo de lo aquí expuesto. Wilde se ríe del miedo. En esta obra, el que sufre es el fantasma, como en un calco de la vida de Oscar. Quién imaginaba que vivir sin miedo le traería innumerables problemas. El más sonado de todos ellos, aquel por el que acabaría en la cárcel acusado de sodomía e indecencia. Había mantenido un affaire con un noble sin que todavía hoy sepamos cuánta literatura y cuánta realidad hubo en aquel romance. Sí creyó saberlo el padre del marqués, que lo denunció ante la justicia.
Wilde se defendió acogiéndose a la amoralidad del arte. Injusticia legal o no, él sabía perfectamente que, bajo la escala de valores del XIX, su vida era tan amoral como cualquiera de sus manifestaciones artísticas. Dio con sus huesos en la cárcel, condenado a dos años de trabajos forzados. Salió de allí destrozado física y económicamente. Como había sucedido con el fantasma de Canterville, toda la sociedad anglosajona lo había ninguneado, pisoteándolo sin piedad. Ni siquiera entonces se apiadó del pobre fantasma, como nunca nadie se apiadó de él. Y es que a veces, por atroz que resulte, es necesario abrazarse a tus miedos hoy para ser consciente de quién podrá frenarte mañana.

Virginia no contestó, y el fantasma se retorcía las manos en la violencia de su desesperación, sin dejar de mirar la rubia cabeza inclinada. De pronto se irguió la joven, muy pálida, con un fulgor en los ojos: «No tengo miedo, y rogaré al ángel que se apiade de usted». (El fantasma de Canterville, Oscar Wilde).

Tuvo que ser también un irlandés, coetáneo además de Wilde, el que colocara el miedo anglosajón en su sitio. Bram Stoker representaba todo aquello que Wilde odiaba. Todo excepto su afición por Sheridan Le Fanu, un autor irlandés especializado, por cierto, en el cuento de terror. Quizás por tratarse de polos opuestos fueron grandes amigos, y quizás también por eso Bram acabó casándose con una antigua novia de Oscar. Pero lo cierto es que Stoker había nacido en una familia burguesa que le había inculcado el gusto por la vida austera y el carácter moderado. Había triunfado como atleta y contaba con un trabajo fijo como secretario personal de no sé qué actor. Era un hombre de bien.
Pero también el yerno que toda madre quiere para su hija siente miedo. Y quizá del oscuro recuerdo que su niñez le había clavado en la memoria nació Drácula, uno de los personajes de terror más famosos de la historia. Lo interesante del célebre vampiro es que al pavor habitual le suma un simbolismo elegante, una mezcla de miedo y de seducción, de muerte y de erotismo. Al contrario que Wilde, Stoker sí murió con el respeto de la sociedad británica sobre su epitafio. Es el precio del pánico.

De Maupassant a Bécquer

Al otro lado del canal, los franceses experimentaban el terror de un comienzo de siglo autodestructivo. Todo lo que había importado ahora vivía en el exilio. Las ideas ilustradas del siglo pasado, el orgullo napoleónico que había hecho temblar los cimientos de la vieja Europa… El país viajaba por su particular odisea cuando empezó a germinar una semilla que terminaría desembocando en el corazón artístico del siglo: París. Allí, Baudelaire ya le cantaba al espectro en sus Flores del malYo, yo quiero reinar por el terror») cuando apareció por la ciudad un muchacho solitario, bigotudo y mordaz. Decían de él que había nacido en un castillo encantado y que sus primeros lloriqueos ya los había dado en latín.
Maupassant derribó las puertas de la bohemia francesa a base de cuentos que le helarían el alma a cualquiera. Con Baudelaire ya muerto (dicen que la cabeza del monumento dedicado a la poesía en París rodó inexplicablemente por el suelo al paso de su caravana fúnebre), Guy de Maupassant recogió el testigo del poeta con esqueletos que borran lo que en sus epitafios han dejado escrito sus parientes (La muerta) o espectros femeninos obsesionados con su pelo (Aparición). El final de cada cuento maupassantiano siempre esconde una sorpresa. Y casi siempre trágica, como el destino de todas aquellas aventuras políticas en las que se había embarcado el país. Murió en un manicomio parisino, con un amplio historial de intentos de suicidio a sus espaldas y una frase para el recuerdo: «Tengo miedo de mí mismo, tengo miedo del miedo».
Mientras, en España, el terror lo llevábamos de serie. Con una invasión, una guerra de la independencia, una constitución fallida, un monarca que pasa por ser el peor de la historia, tres guerras carlistas o una primera república chapucera entre otras lindezas, lo cierto es que no parece necesario acudir a la imaginación para construir relato gótico alguno.
No obstante, algunos de los escritores que poblaron el XIX español sí quisieron llevarse el terror de la realidad a la página. Quizás el más elegante de todos ellos fuera Larra. El joven articulista había crecido de manera notable gracias a su mezcla de costumbrismo, mordacidad y fina prosa. Pero es a partir del desastre político español, con el país abocado a un absolutismo feroz, y del desastre amoroso propio cuando aparecen sus mejores párrafos. Ahora se nos aparece un lúgubre cementerio con cadáveres tan refinados como el ingenio español y la libertad de pensamiento («Día de Difuntos»), ahora nos muestra a la ebriedad y a la conciencia con forma de mayordomo («Nochebuena del 36»).

Figuróseme ver de pronto que se alzaba por entre las montañas de víveres una frente altísima y extenuada; una mano seca y roída llevaba a una boca cárdena, y negra de morder cartuchos, un manojo de laurel sangriento. Y aquella boca no hablaba. Pero el rostro entero se dirigía a los bulliciosos liberales de Madrid, que traficaban.Nochebuena de 1936», Larra).

Porque, en Larra sí, las apariciones cruzan en puente de plata de la realidad al papel y del papel a la realidad. Terminó encajando los miedos en su sien izquierda una fría tarde de febrero. Había hecho acto de presencia el último de sus fantasmas: Dolores Armijo.
Unos cuantos años más tarde, un joven llamado Bécquer seguía fracasando. Al intentarlo como pintor, su tío lo dejó claro: «Tú no serás nunca un buen pintor, sino un mal literato». Con la derrota en los talones, tras su pintoresco fracaso quiso dedicarse a las letras. Tampoco aquí tuvo suerte, apenas le publicaron unas cuantas rimas en periódicos de baja tirada. A esto hay que añadir que su mujer, Casta, le golpeó con el mazo de la infidelidad e incluso todo apunta a una falsa paternidad de su tercer hijo. Bécquer está destrozado y es entonces cuando nacen sus mejores rimas. Son las últimas, las que presentan a al amante herido de muerte. Por supuesto, la mejor composición lírica de la historia de la poesía en castellano no podía escapar del miedo.

Y oí como una voz delgada y triste
que por mi nombre me llamó a lo lejos,
y sentí el olor de cirios apagados,
de humedad y de incienso.

Entró la noche y del olvido en brazos
caí cual piedra en su profundo seno:
Dormí y al despertar exclamé: «¡Alguien
que yo quería ha muerto!».

(Fragmento de la «Rima LXXVI»).

Pero aún quedaban por llegar las composiciones más tétricas de la literatura española del XIX. Nacen gracias a la enfermedad que envuelve a Bécquer desde mediados de siglo. La tuberculosis (quién si no) amenaza con destruir sus pulmones, por lo que Gustavo Adolfo decide que habrá de refugiarse en el aire del Moncayo para salvar la vida.
Lo que quizás Bécquer no sabía es que se adentraba en un territorio oscuro, plagado de secretos y de cuentas pendientes. Pero él, lejos de asustarse, decidió llevarse al papel lo que allí nadie se atrevía a contar. Así nacen las Leyendas, un puñado de historias tenebrosas nacidas de lo más profundo del miedo español. El espectro de un organista, unos ojos verdes endiablados, campanas que suenan sin nadie que las taña, batallas con ejércitos de muertos… Bécquer ha buceado en la historia de España y ha encontrado lo que ya todo lector criado en brazos del XIX sabe: que hemos venido a este siglo a pasar miedo.

sábado, 2 de noviembre de 2019

Galdós cumple cien años


El primer recuerdo que tengo de Galdós es neutro, Trafalgar, uno de sus episodios nacionales. Me avisó de que la novela es mucho más que la historia: una ficción que transmite vida, como no lo hacen las crónicas. Sin embargo, el aroma de esa novelita, que aún persiste en mi memoria, me dejó un no sé qué de antiguo, un no sé qué de tramoya al aire.
Fue mucho después cuando percibí el verdadero vigor del canario. Las lecturas de Fortunata y Jacinta, Tormento, Miau y Misericordia me descubrieron un Galdós moderno, notario de un mundo burgués decadente y alejado del lenguaje oxidado de Valera, Pereda y muchos de sus contemporáneos. Galdós es Dickens, es Dostoyevski, es Clarín, es Balzac. Y todo esto es decir mucho, mucho. Galdós cae bien (es anticlerical), es un tipo que pocas veces aparece en sus novelas y, a pesar de su invisibilidad, simpatiza con el lector.
 Se le critica por su falta de estilo y es esa crítica la que lo eleva. Es muy difícil no encumbrarse cuando se tiene delante una página en blanco y todavía más contar algo sin dejar un rastro de baba. He vivido más de cerca el Madrid del siglo XIX en sus novelas que en la mayoría de los viajes reales que he hecho al Madrid del siglo XX y XXI. Y las he vivido en un transporte donde no se veía al conductor.  
Don Benito es garbancero, sí, como quisieron afeárselo Valle y Umbral. Equivocaban el tiro. No se puede criticar a un escritor por hacernos percibir el sabor de un cocido o de un chocolate de jícara, a no haber por medio un ánimo elitista, muy habitual entre nuestra élite intelectual. Y he disfrutado tanto o más de Umbral y de Valle como de Galdós, pero subyace en ese menosprecio un qué sé yo de pedantería, de esnobismo, que me los hace, en esa crítica, antipáticos.
Galdós tiene el aura de Homero, los dos son vates ciegos que le dieron voz limpia a sus edades: el griego es mar, lorigas y dioses; el canario, Madrid, chalinas y adulterios.          

viernes, 1 de noviembre de 2019

"Benito Pérez Galdós. Vida, obra y compromiso" por Rafael Narbona



La imagen de Galdós (1843-1920) ya forma parte de la historia de España. Ataviado con un abrigo de paño grueso, chalina o bufanda al cuello, una gorra de lana y un bastón recio, su estampa decimonónica se pasea por la memoria colectiva, invocando el Madrid castizo, la Guerra de Independencia, las conspiraciones liberales y las insurrecciones carlistas. Patriota, humanista y solidario, Galdós inspira simpatía casi sin esfuerzo. “Jornalero de las letras”, según sus propias palabras, su ética del trabajo le permitió elaborar una vasta obra que recrea los grandes acontecimientos de la historia y las humildes peripecias de la existencia cotidiana. Fumador empedernido, amante de los animales y particularmente afectuoso con los niños, su carácter tolerante y bondadoso le permitió cultivar la amistad con espíritus de convicciones opuestas, como José María Pereda y Marcelino Menéndez Pelayo. Su republicanismo, que incluyó severas críticas a la monarquía, no le impidió solicitar una entrevista con Isabel II. La reina accedió y, tras el encuentro, Galdós compuso un retrato benévolo, afirmando que siempre había actuado de buena fe, pero con escaso tino: “La nación era para ella una familia”. Era una forma de decir que carecía de visión de Estado. Años más tarde, escribió su necrológica, mostrándose aún más indulgente: “Era una gran revolucionaria inconsciente, que hubiera repartido los tesoros del mundo”.

Benito Pérez Galdós. Vida, obra y compromiso, del profesor, investigador e historiador Francisco Cánovas Sánchez (1949), nos ofrece un retrato muy humano de un autor que preservó su intimidad con extremo rigor. Cánovas Sánchez no incurre en la bellaquería de airear trapos sucios y, en ningún momento, rebaja la estatura del personaje. Tampoco lo idealiza. Se atiene a los hechos con escrupuloso buen gusto. Galdós siempre fue reacio a hablar sobre cuestiones personales, pero esa omisión es irrelevante en una trayectoria que adquirió desde muy temprano una clamorosa dimensión pública. Sin pretenderlo, el escritor se convirtió en la conciencia nacional de un país convulso. Laico, liberal y republicano, condenó con la misma contundencia la impaciencia revolucionaria y el tradicionalismo intransigente. En su juventud, apostó por la emergente clase media. La renovación de sociedad española sólo sería posible mediante una burguesía que liderara un cambio progresivo y realista. En sus últimos años, decepcionado por el conformismo burgués, apeló al pueblo, pero sin incitar a la revuelta. Admirador del krausismo, siempre creyó que la educación era la herramienta más eficaz para cualquier transformación social. El porvenir debía construirse con pedagogía y no con violencia.

Galdós era anticlerical. Opinaba que la iglesia se había aliado con el ejército y los caciques para consolidar sus privilegios. Lejos de practicar la caridad, los sacerdotes manipulaban las conciencias. El desdén por los “agrestes clérigos” no implicaba hostilidad hacia el legado cristiano. No creía en Dios. La duda había echado raíces en su interior, ensombreciendo su ánimo: “Pereda no duda, yo sí. Él es un espíritu sereno; yo, un espíritu turbado, inquieto”. A pesar de eso, contemplaba con simpatía la figura de Cristo. Nazarín y Benina son cristianos auténticos. Viven para los demás, perdonando toda clase de agravios. Austero y discreto, Galdós se aproxima al ideal de santo laico, con una existencia ejemplar y comprometida con los más débiles. Cuando unos pintores destruyeron los nidos de golondrina de San Quintín, su residencia de Santander, lamentó que se tratara así a unas criaturas “tan buenas, leales y consecuentes”. Las golondrinas volvieron a anidar en balcones y cornisas, provocando su regocijo. A pesar de su aversión a la tauromaquia, se hizo muy amigo del matador “Machaquito” y su hija Rafaelita, a la que trataba con muchísima dulzura. El Bachiller Corchuelo, pseudónimo del periodista Enrique González Fiol, escribió: “Los niños le adoran; […] por su ternura es digno de ser abuelo”. Sus problemas con su madre, fría y autoritaria, mantuvieron a Galdós alejado del matrimonio. Mantuvo varios romances, el más sonado con Emilia Pardo Bazán, pero no fue un donjuán. Jamás se desentendió de la suerte de sus amantes y reconoció a su única hija, María, concebida con Lorenza Cobián. Hacia el final de su vida, cuando ya disfrutaba de fama y reconocimiento, se lanzó a la aventura política, luchando por el entendimiento entre republicanos y socialistas. Su salud ya había comenzado a declinar, particularmente la de sus ojos, cada vez más fatigados y reacios a la luz, pero consideró que su obligación era implicarse en la modernización de España. Su compromiso le costó el Nobel, pues los sectores más conservadores se movilizaron para evitar que le concedieran el galardón.
Cánovas Sánchez aborda todas las facetas de Galdós, destacando aspectos poco conocidos por el gran público, como su pasión por el dibujo, la arquitectura y la música. Buen dibujante y aceptable pianista, escribió críticas de exposiciones de arte y crónicas de representaciones operísticas. Se opuso a la pintura histórica, reclamando a los artistas que prestaran más atención a la vida contemporánea. No se sintió atraído por el clasicismo, sino por la humanísima imperfección de los modelos de Leonardo, Van Dyck y Andrea del Sarto, con sus bocas torcidas y sus narices aplastadas. La biografía de Cánovas Sánchez pertenece al terreno de la alta divulgación: fluida, amena, elegante y rigurosa. El capítulo dedicado a la relación de Galdós con Santander es particularmente emotivo. Entristece saber que la dictadura franquista desdeñó el legado del escritor, lo cual provocó –entre otras cosas– que la Universidad de Harvard adquiriera el manuscrito de Fortunata y Jacinta. Galdós no se hizo rico con su obra. Tuvo que trabajar hasta la vejez, dictando sus últimos libros, pues sus ojos enfermos lo recluyeron en una cruel penumbra. En 1914, La Esfera entrevista al escritor. El redactor no oculta su indignación. “Es el patriarca, el maestro, el padre espiritual de todos los escritores jóvenes”, pero su aspecto se corresponde con “la visión horrible del menesteroso”. Encorvado, casi ciego y con el gabán desgastado, su timidez acentúa su fragilidad. El coloquio finaliza con un lamento de La Esfera, que había apoyado su candidatura al Nobel: “¡Nuestra tristeza ha sido profundísima!”. Galdós aún tiene tiempo de manifestar su apoyo a la causa aliada, pero su salud empeora. Atendido por Gregorio Marañón, muere en la madrugada del 4 de enero de 1920. El traslado de sus restos al cementerio de La Almudena suscita un homenaje multitudinario del pueblo de Madrid, pero la presencia institucional es puramente testimonial. “La España oficial, fría, seca, protocolaria –escribe José Ortega y Gasset– ha estado ausente en la unánime demostración de pena”. No creo que a Galdós le hubiera dolido mucho, pues su pluma siempre estuvo al servicio de las clases populares.
¿Se ha pasado la época de Galdós? En absoluto. Galdós fue un pionero. Promovió la emancipación de la mujer, la democracia y el laicismo. “Es nuestro contemporáneo”, asegura Cánovas Sánchez. “Me inclino ante el maestro”, escribió Valle-Inclán. Habría sido más justo decir: “¡Me quito el cráneo!”. Don Benito no fue “un garbancero”, como se apunta con malicia en Luces de bohemia, sino el mejor discípulo de Cervantes –sus personajes “vivirán siempre como él los echó al mundo” (Sainz de Robles)- y un cronista extraordinario de la historia de España. En tiempos revueltos, conviene releerlo, pues nos da una lección de convivencia, tolerancia y amor al prójimo.