sábado, 2 de noviembre de 2019

Galdós cumple cien años


El primer recuerdo que tengo de Galdós es neutro, Trafalgar, uno de sus episodios nacionales. Me avisó de que la novela es mucho más que la historia: una ficción que transmite vida, como no lo hacen las crónicas. Sin embargo, el aroma de esa novelita, que aún persiste en mi memoria, me dejó un no sé qué de antiguo, un no sé qué de tramoya al aire.
Fue mucho después cuando percibí el verdadero vigor del canario. Las lecturas de Fortunata y Jacinta, Tormento, Miau y Misericordia me descubrieron un Galdós moderno, notario de un mundo burgués decadente y alejado del lenguaje oxidado de Valera, Pereda y muchos de sus contemporáneos. Galdós es Dickens, es Dostoyevski, es Clarín, es Balzac. Y todo esto es decir mucho, mucho. Galdós cae bien (es anticlerical), es un tipo que pocas veces aparece en sus novelas y, a pesar de su invisibilidad, simpatiza con el lector.
 Se le critica por su falta de estilo y es esa crítica la que lo eleva. Es muy difícil no encumbrarse cuando se tiene delante una página en blanco y todavía más contar algo sin dejar un rastro de baba. He vivido más de cerca el Madrid del siglo XIX en sus novelas que en la mayoría de los viajes reales que he hecho al Madrid del siglo XX y XXI. Y las he vivido en un transporte donde no se veía al conductor.  
Don Benito es garbancero, sí, como quisieron afeárselo Valle y Umbral. Equivocaban el tiro. No se puede criticar a un escritor por hacernos percibir el sabor de un cocido o de un chocolate de jícara, a no haber por medio un ánimo elitista, muy habitual entre nuestra élite intelectual. Y he disfrutado tanto o más de Umbral y de Valle como de Galdós, pero subyace en ese menosprecio un qué sé yo de pedantería, de esnobismo, que me los hace, en esa crítica, antipáticos.
Galdós tiene el aura de Homero, los dos son vates ciegos que le dieron voz limpia a sus edades: el griego es mar, lorigas y dioses; el canario, Madrid, chalinas y adulterios.          

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