domingo, 17 de marzo de 2019

"Agustín García Calvo sigue despotricando" por Javier Rodríguez Marcos


“Agustín se pasaba el día escribiendo. Nosotros le fisgábamos en la máquina para ver en qué andaba. Cuando daba algo por terminado lo metía en una carpeta y lo dejaba en esa estantería”, cuenta Sabela García Ballestero, hija de Agustín García Calvo, en una luminosa habitación de la casa familiar de Zamora. La estantería de la que habla está ahora ocupada por enciclopedias, pero cuando murió su padre —en 2012, con 86 años— encontraron allí varias carpetas con inéditos. Entre ellos estaba el original de Desnacer, un relato de 170 páginas narrado por una voz femenina anónima que realiza un viaje hacia atrás en el tiempo para ir convirtiéndose en un ser “más niño, más fresco, menos cargado de saberes”.
El libro es un alarde de construcción que resume bien el pensamiento de su autor: la crítica a una realidad formateada por el dinero; la aversión a sacrificar el presente en el altar del futuro. “Cualquier cosa es posible mientras no se le empiezan a poner nombres”, escribe en Desnacer. “Todos los días os cambian la vida por futuro”, decía megáfono en mano a los jóvenes reunidos en la Puerta del Sol durante el 15-M. “Os dicen que tenéis mucho futuro. Para el poder futuro significa muerte”.
¿Tenía miedo a la muerte Agustín García Calvo? “No decía nada. Era el futuro. No hacía proyectos”, responden completando la frase Sabela y dos de sus tres hermanos, Víctor y Ruth, que viven en la misma casa. A ellos se ha sumado en los últimos meses Silvia, hija de Sabela, encargada de la digitalización de los cientos de originales, notas, cuadernos, recortes y cartas dejados por su abuelo al morir en estas habitaciones, en su casa de Madrid y en la de su pareja, la poeta Isabel Escudero, fallecida hace dos años. De esos papeles salieron dos poemarios inéditos ya publicados —Sermón del dejar de ser y Yo misma—, dos ensayos pendientes de revisar y el mecanoscrito de Desnacer, al que precede una hoja de instrucciones “por si alguna vez mereciera la pena hacer una copia decente” de ese, dice, “astroso original”.
A toda una constelación de notas, márgenes y tipografías García Calvo añadía su tendencia a ajustar la ortografía al habla, de ahí que escriba “esplicación” y “esperiencia”. “Trasgresiones de ostáculos subcoscientes”, dice Sabela citando el título de un artículo de su padre, al que ella, como el resto de la familia, llama siempre Agustín. Todos los libros que publicó en su última década de vida los firmó en la cubierta con el nombre y los apellidos entre signos de interrogación. “Estaba en contra del nombre propio”, explica Silvia, que recuerda cómo su abuelo les grababa a ella y a su hermano cuando aprendieron a hablar para estudiar el modo en que construían las frases. García Calvo fue poeta, filólogo, dramaturgo, traductor y ensayista pero a él le gustaba hablar de sí mismo como gramático. Gran defensor de la tradición oral, solía comenzar sus recitales con una advertencia: todo lo que los lectores encontraran de bueno en sus versos —“todo lo que les hiera”—, eso no era de Agustín García Calvo. Todo lo malo —“lo obediente”—, sí.
La dificultad de hacer entender a las editoriales su forma de escribir y de componer los libros fue lo que le llevó a crear en 1978 su propio sello. Lo puso en marcha con la ayuda de su hijo mayor, Joaco, que ahora vive en Sevilla, y lo bautizaron con el nombre de la diosa romana de los partos: Lucina. La mariquita roja y negra que le sirve de logotipo preside discreta la puerta del caserón de la Rúa de los Notarios, en el puro centro de Zamora. En la planta baja está la oficina de Víctor, que ejerce de director editorial y —40 años después de que apareciera el primer lucino: Del lenguaje (1979)— lamenta la dificultad de reeditar títulos clave como el Tratado de rítmica y prosodia y de métrica y versificación (2006), un volumen de 1.700 páginas inaudito en la cultura española. “Lucina es un desnegocio”, explica con cierta sorna. El libro más vendido de la editorial —Canciones y soliloquios—, no ha pasado de los 10.000 ejemplares pero muchos no paran de reeditarse. Ahora espera la última revisión de la edición que su padre hizo de De Rerum Natura, de Lucrecio, uno de sus hitos como traductor junto a la versión rítmica de la Ilíada. “Lo dejó muy corregido y ahora lo revisan los filólogos de la tertulia”, dice en referencia a los encuentros que todavía se celebran en el Ateneo de Madrid cada miércoles.
García Calvo promovió esa tertulia en 1997, cinco años después de jubilarse de la cátedra de latín de la Universidad Complutense de Madrid, de la que fue expulsado durante el franquismo —junto a Enirque Tierno Galván, José Luis Aranguren, Santiago Montero y Mariano Aguilar— por apoyar las protestas estudiantiles de 1965. Tras enseñar en una academia de la calle del Desengaño en la que tuvo como alumno a Fernando Savater, se exilió en Francia e impartió clases en Nanterre y Lille. Su hija Sabela recuerda cómo poco antes de morir volvió a París para participar en un congreso mundial sobre Homero: “Recitó de memoria tiradas enteras de la Ilíada en griego. Y eso que ya estaba tocado. La gente se quedó pasmada”. No es difícil encontrar en Internet vídeos de García Calvo declamando sus propios versos, a los que pusieron música Chicho Sánchez Ferlosio o Amancio Prada.
La biblioteca de Agustín García Calvo se compone de cuatro estanterías. La primera conserva los libros de trabajo —Herodoto, Platón o Tito Livio en la edición de Oxford— y un remo de La perla del Duero, la barca en la que solía remar por el río. Se la llevó una crecida. La segunda, los libros dedicados y revistas como Archipiélago o Un ángel más. En las otras dos se agolpa un millar de libros en inglés con el lomo gastado por el uso. Son lo que la familia llama “las damas inglesas”, las novelas que el latinista leía cada noche.
Ahí están Edna O'Brien, Anita Brookner, Margaret Drabble, Patricia Highsmith y, por supuesto, Iris Murdoch. Impresionado con The Philosopher's Pupil, García Calvo dedicó a su autora —“que ha pintado compasivamente la miseria del filósofo contemporáneo viejo y malenamorado”— su traducción de los fragmentos de Heráclito: Razón común, de 1985. Entre ese año y los dos siguientes Murdoch escribió a “profesor Calvo” cinco largas cartas que completó con el envío de un poema escrito de su puño y letra: ‘John ve una cigüeña en Zamora’. La Rúa de los Notarios comunica la catedral con la iglesia de San Ildefonso, en la que todavía hoy puede verse un nido. De ahí el envío y la alusión a los impresionantes tapices de la guerra de Troya que cuelgan en el museo catedralicio. Su destinatario se lo devolvió traducido: “Al salir entre tranquila gente de la misa, / vio una cigüeña repentina / de su nido volar sobre una casa / —el cielo tan azul, tan blanca el ave—, / suceso acostumbrado para aquellas gentes: / él, de pura sorpresa, se quitó el sombrero, / se paró allí y abrió de par en par los brazos / dejando que la gente le pasara / por uno y otro lado, / atento a nada más que al vuelo de cigüeña. // Ahora (en el museo), sobre una tapicería negra / ese gesto de gozo, / tan absolutamente tú”.

Reconocimiento
Aunque en la casa de Zamora se conservan algunos borradores de las cartas de Agustín García Calvo, la familia rastrea en Oxford las enviadas a Murdoch. Las recibidas por él a lo largo de toda su vida ocupan 12 cajones en un armario. Están pendientes de una revisión detenida, explica Sabela, que reconoce que su carrera como filólogo y su larga amistad con autores como Carmen Martín Gaite o Rafael Sánchez Ferlosio tienen su reflejo en esos cajones. Ella, por ahora está transcribiendo los textos de su padre, que lo guardaba todo: desde un cuaderno escolar con apuntes sobre Tucídides hasta un recibo para una colecta contra la OTAN pasando por los guiones de los temas abordados tertulia tras tertulia. Ahora, de hecho, anda enfrascada en las llamadas “cartas circulares”, una suerte de ensayos epistolares con destinatario colectivo —Ferlosio, Dacio Rodríguez, Eugenio Gallego…— en los que García Calvo proseguía con sus amigos la discusión sobre un asunto concreto debatido en un encuentro pasado. El 18 de julio de 1960, por ejemplo, el tema es la idea de belleza partiendo de “los cristales de la nieve, el orden de los planetas, la simetría y gracia del cuerpo, el ritmo de los días y noches o del galope de un caballo”.
Cuenta su familia que Agustín García Calvo se quejaba de que se le hacía poco caso. “No tanto porque no se le diera reconocimiento”, aclara Sabela, “como porque no veía interés por los temas que le interesaban a él. ‘Se me da por supuesto’, solía decir”. También solía decir que era el precio que pagaba por negarse a salir en televisión, un “medio de formación de masas”. ¿La veía? “Algún partido de fútbol” ¿Fútbol? “Le gustaba por lo que tiene de coreografía y de cálculo de probabilidades. Por eso le daba igual que el partido fuera de hacía dos años. También le gustaban el ajedrez y los solitarios. Barajaba las cartas con tanta energía que las dejaba redondas”.
Silvia, la nieta, que actualiza continuamente la enciclopédica web de Lucina, matiza esa falta de reconocimiento: ella rastrea las muchas alusiones que se hacen en todo el mundo a los trabajos de su abuelo. “Los honores oficiales le horrorizaban”, cuenta. Se negó a que le pusieran una calle en Zamora y a que bautizaran con su nombre la estación del tren, de la que era habitual por su aversión al automóvil. Además de la labor de Lucina, Anagrama y Penguin Clásicos reeditan con frecuencia sus traducciones de Shakespeare y Ediciones del Salmón acaba de rescatar el ensayo ¿Qué es el Estado? con epílogo de Luis Andrés Bredlow, uno de sus grandes colaboradores. Por su parte, el Centro Dramático Nacional pone en escena su farsa trágica Pasión. De puertas para adentro, el orden en su archivo crece a diario aunque Sabela, bibliotecaria jubilada, no sabe si serán capaces de llevarlo a buen puerto con sus escasos medios: “Tal vez haya que plantearse crear una fundación. La idea es conservarlo para que se pueda trabajar en él. ¿Ofertas de instituciones? Ninguna. Agustín estuvo siempre al margen de lo institucional, despotricando contra los poderosos. Se entiende que nadie se haya preocupado”.

domingo, 10 de marzo de 2019

"Seudopoesía, una panorámica" por Antonio Rivero Taravillo


Cuando se habla de la poesía joven difundida en las redes sociales se suele confundir fondo y forma, contenido y continente. Porque si es cierto que ciertos textos han encontrado su natural forma de divulgación en Twitter, Facebook, Instagram y otros lugares por el estilo, no tan exacto es que sean poesía.
Podría más bien hablarse de subprosa (líneas cortadas caprichosamente que no alcanzan la condición de la prosa cuidada, a la que hay que exigir rigor, precisión e inteligencia) o de prepoesía (si concedemos que hay un runrún de símiles y sentimientos que podrían constituir la materia prima del poema, suponiendo que el texto se considere borrador y punto de partida, no final digno de darse a la estampa). Por lo tanto, cuando las listas de más vendidos bajo el epígrafe poesía están copadas por nombres de este nuevo fenómeno (muchos de ellos seudónimos como si en el fondo se avergonzaran de sus obras), se impone hacer una enmienda a la totalidad, una impugnación: no se trata de poesía.
Cierto es que entonces la lista bestselleriana quedaría raquítica, pero la literatura saldría gananciosa. Que no es poesía lo que quiere pasar por tal no es opinión gratuita, reproche elitista o desahogo temerario: es constatable si se tienen en cuenta algunos de los criterios que acompañan a la poesía. En primer lugar, esta es una tradición viva que los autores advenedizos parecen ignorar, víctimas de ese adanismo propio de la juventud (si es indocumentada, aún más); en segundo, sonroja una total falta de oficio, desconocimiento de los tropos, sentido de la contención, dominio de la arquitectura.
Finalmente, para no hacer el diagnóstico interminable, son textos que carecen de ritmo: como es sabido, la poesía puede hacer acto de presencia también en la prosa, no solo en el verso, pero en este subgénero que nos ocupa, cortado en renglones émulos de los que conoce la versificación, la prosodia está ausente casi por completo, no por voluntad sino por ignorancia, impericia y, por qué no decirlo, soberbia a la que amamanta el desprecio.
Esta seudopoesía es un fenómeno nuevo, pero no tan novedoso. Parece ceñirse a España y, por contagio, a algunos países de nuestro idioma, como México o Argentina, por los que han girado y giran representantes del engendro. Colinda con la Spoken Word y, menos, con el rap. Tiene mucho que ver con las formas populares de la literatura pensadas para un gran público poco o nada exigente. Letra impresa para un público alfabetizado pero no culto, hijo del folletín. No es necesaria en realidad la lectura, pues muchos de los representantes de esto de lo que hablamos difunden como rapsodas de nuevo cuño su creación en Youtube, en canales propios en los que recitan sus obras o, en puridad, sus desahogos sentimentales. 
Es como una ficción pulp, pero del verso: la etiqueta de Pulp poetry le conviene. Una lectura ligera, sin pretensiones, en este caso especializada en la casquería (aunque con menos presencia de los sesos que de las criadillas y su equivalente femenino, junto con los higadillos y los corazones, muchos corazones). Equivalen a las novelas del Oeste que se vendían en los quioscos pero sin el talento de César Mallorquí o Marcial Lafuente Estefanía, o las novelitas románticas al por mayor de Corín Tellado, también sin su solvencia técnica.
Igualmente, se la puede calificar de pornografía soft, fruto de un estado confuso de ideas, emociones e identidad sexual. No es ociosa, tampoco, la comparación con las telenovelas, con el uso de clichés y apasionamientos de garrafón. Es una poesía (aunque no lo sea propiamente dicha) más hecha con barrillos y granos de la inmadurez que con sílabas y acentos. Un batiburrillo que da la espalda a una verdad desde antiguo contrastada: los sentimientos desbordados no hacen la poesía; esta es, por el contrario, su sosegada reelaboración, con labor de artífice. Evidentemente, a ninguno de estos subpoetas se les podría aplicar el título de miglior fabbro, elogio que Dante refirió a Arnaut Daniel y desembocó, vía Eliot, en Pound.
¿Pasarán luego los lectores de este subgénero a leer verdadera poesía, como a veces se apunta de manera un tanto benévola? ¿Saltarán de Irene X o Defreds a García Lorca? Seguro que algunos sí, por curiosidad, pero no parece que vayan a ir más allá, pues un mínimo grado de dificultad retrae, así sean copiosas las recompensas. No es previsible que extiendan su interés a Montale, Heaney, Shakespeare o, por mantenernos en España, y sin que entrañe especial dificultad, Cernuda. Si hemos de buscar en la poesía joven, la verdadera, la valiosa, mejor miremos a María Alcantarilla, Andrés Catalán, Ben Clark, Jorge Villalobos, Rocío Acebal o, más vanguardista, Berta García Faet.
Internet ha ayudado sin duda a la distribución de la poesía: comenzó con el fenómeno ya en retirada de los blogs, los cuales permitieron que unos poetas de diferentes lugares se conocieran y leyeran entre sí. Luego han venido las redes sociales y otras formas de conectar al autor con sus lectores o, más bien, en el caso de este sarampión, su público. Quien edite una revista de poesía hoy puede bucear en la red y pescar a muchos autores interesantes que merecen trasladarse de la pantalla a la página impresa.
Está por otra parte el asunto de los intereses comerciales: salvo el caso de Visor con Elvira Sastre (poeta que procede de este mundo de la subpoesía pero en la que se aprecian ganas de superarla, y acaso capacidad de conseguirlo, aunque sonrojen los elogios que sobre ella ha vertido Fernando Valverde y el epílogo esforzado de Joan Margarit), ninguna editorial tradicional del género ha caído -y la palabra está aquí escogida deliberadamente- en la publicación de esta escritura débil que tampoco se asoma a ninguna de las revistas prestigiosas.
Valparaíso, con tantos vínculos con Visor, sí ha jugado con las dos barajas, la de la poesía de ley y la falsa. No merece la pena citar nombres. Quien lo desee puede consultar su catálogo, en el que poetas como Claribel Alegría, Piedad Bonnett, Rafael Cadenas, Charles Simic o Carol Ann Duffy se codean --o mejor, reciben los codazos-- de los no poetas. Luego hay un puñado de editoriales que han aprovechado la moda, cuando no la han creado. Y sellos de grandes grupos que se han subido a la cresta de la ola y, en este tsunami arrasador, han fichado a algunos de estos autores (los que pueden ofrecer más beneficios). 
La pulp poetry es un fenómeno afín al de la comida basura o los 40 Principales: satisfacción de instintos primarios sin mayor complicación. La industria sabe de eso. En descargo de los lectores hay que decir que, cuando se tiene hambre, a falta de otra cosa una hamburguesa llena de toxinas llena el estómago; si uno quiere embriaguez barata, tiene el alcohol barato o esas marcas de whisky que no son el orgullo de Escocia; si no se sabe distinguir un buen café de un bodrio y se tiene el reflejo de tomar algo caliente, se acude a un Starbucks; si uno es incapaz de disfrutar del silencio, cualquier ruido industrial aplaca el ansia, como la música enlatada que inunda las tiendas de ropa igualmente desechable, paraíso del consumismo.
Si alguien desea escuchar música -música de verdad- prestará oídos a Jessie Norman, Lúnasa, John Lee Hooker, Sandy Denny, Joaquín Díaz, Antonio Mairena. Naturalmente que lo popular no está reñido con la calidad: Pedro Infante fue muy popular, como Carlos Gardel, como los Beatles. Como Bécquer, pese a su quinceañerismo adherido. Lo popular puede ser bueno, excelente. El problema está cuando lo popular es un subproducto (subráyese la connotación industrial).
La lista de libros más vendidos en el apartado poesía son, por este orden, Defreds, Patricia Benito, Rozalén, Irene X, César Brandon, Defreds (sí, otra vez), Marwan, Srtabebi, Ripi Kaur y el pobre, como colado en una fiesta a la que no ha sido invitado, Roberto Bolaño. La lista de editoriales que publican estos libros es esclarecedora: todas, absolutamente todas pertenecen a los dos grandes conglomerados que copan el mercado del libro en general: Grupo Planeta (Espasa, Planeta y Seix Barral) y Penguin Random House (Aguilar, Montena y Alfaguara). Esta concentración no es dispareja de la que se viene dando desde hace años en la ficción y en la no ficción (la misma semana todos los títulos del hit parade en ficción pertenecen a los citados grupos; en no ficción, excepción hecha de un título aupado a la clasificación por circunstancias extraliterarias (Fariña, de Libros del K.O.), sucede igual. 
Pero esta plaga de la pulp poetry comenzó siendo un fenómeno independiente (la editorial Frida, nombre que explota el filón de la pintora Kahlo, o Harpo Libros). Como se ve, el mercado, que ha destacado un filón de ventas, ha engullido a los autores que despuntaban. Las grandes imperios editoriales compran a los señores feudales de estos textos con los respectivos siervos de la gleba (sus seguidores) en lo que es un suceso netamente español. 
Muchos de quienes no son ni poetastros realizan recitales para los que se compra entrada. Una cosa es ser letrista de canciones y otra bien distinta, y superior, ser poeta. Patricia de Benito confiesa tener “incontinencia sentiverbal”. Los poemas se aderezan con un “joder” aquí y un “cojones” allá, y listo. O se llenan de cursilerías sin cuento.
Defreds muestra sus cartas: “A la hora de escribir sobre sentimientos, no hay nada más honesto que hacerlo desde el corazón”. En la breve presentación que el autor hace de sí mismo en su página personal, tres faltas de ortografía. Ha vendido, según declara, 225.000 ejemplares. de sus tres primeros libros. Irene X ha declarado que escribe por necesidad y como quiere, pero confiesa que no hace poesía. Brandon también niega que escriba poesía. Al menos ellos lo reconocen. Mejor así, porque si lo que ellos escriben es poesía esta sería susceptible de crítica, y no resistiría la prueba.
Auden dijo que reseñar un libro malo es perjudicial para quien lo hace. Pues eso, mejor el silencio. Martín Rodríguez-Gaona ha ganado el X Premio Málaga de Ensayo con La lira de las masas, un libro que publicará pronto Páginas de Espuma y que estudia este tipo de poesía o no poesía. Todo indica que de ella, en el futuro, no quedará más que el fenómeno sociológico.

La lectura y el sarampión


Una pareja de compañeros de profesión y yo coincidíamos en que cada vez resulta más raro oír hablar de literatura en las salas de profesores. No de forma forzada o por imperativos del departamento de Lengua, sino como conversación que surge de forma natural. Porque cuando uno comparte la afición de la lectura siempre es agradable, entretenido y edificante comentar las impresiones acerca del argumento, del estilo, de las nuevas tendencias, de los advenedizos, de la atracción enfermiza que provocan algunos autores, de su conexión con la vida, con nuestro mundo o con otros mundos. Las ramificaciones de las charlas sobre literatura auténtica son infinitas (se comienza hablando de Ulises y se enreda uno en la inmortalidad o en las propiedades alucinógenas de la flor de loto). Coincidíamos en que, desde unos años a esta parte, se pueden oír en las salas de profesores (las que nosotros hemos frecuentado) todo tipo de conversaciones (pañales, coches, series de televisión, estándares...), pero son cada vez más raras las que tratan de los libros y sus alrededores.
A menudo nos quejamos en nuestro gremio (y en otros más estrambóticos) de que los chicos no leen; de que, en cuanto llegan a secundaria, los pocos que se han aficionado a la lectura en el colegio abandonan este vicio en las aulas del instituto.
La lectura es una afición que se extiende por contagio natural. Si los profesores y padres no leemos, no esperemos que de la nada aparezcan lectores juveniles. Y más si tenemos en cuenta la atracción irrresistible de lo audiovisual. Cuando muchos leen, la conversación sobre la lectura surge de forma espontánea, no hay que forzarla. Si se habla poco de libros en las salas de profesores, es porque no leemos. Y si nosotros no leemos, es difícil convencer al alumnado de que lo haga, por mucho que los obliguemos. La afición por leer se extiende como la gripe, como el sarampión. Si nos vacunamos los mayores, es difícil que nuestros pupilos contraigan la enfermedad. No hay forma de propagarla si no es por contagio natural. 

domingo, 3 de marzo de 2019

"Pérez Galdós: lecciones de misericordia" por Rafael Narbona


Nieto de un secretario de la Inquisición, sobrino de un sacerdote e hijo de un coronel que se batió contra las tropas napoleónicas en la guerra de Independencia, Benito Pérez Galdós utilizó su pluma para combatir la influencia de la iglesia católica en la política española, pero nunca despreció la experiencia religiosa. Su anticlericalismo a veces se ha confundido con hostilidad o indiferencia hacia la dimensión espiritual del ser humano. Esa apreciación no se corresponde con la realidad. No sabemos si Galdós llegó a conocer a Julio Sanz del Río, pero sí que se trató con Francisco Giner, identificándose con los principios de la Institución Libre de Enseñanza, que promovía un cristianismo liberal y no institucionalizado en el marco de una sociedad avanzada y laica. Fe y progreso no son excluyentes, cuando se cree en la posibilidad de regenerar al ser humano por medio de la educación.

Galdós nunca tuvo miedo a los contrastes. Republicano, apreciaba y respetaba a María Cristina de Habsburgo-Lorena, regente de España entre 1885 y 1902. Liberal, no ocultaba su estima por Antonio Maura, si bien no le gustaban sus métodos autoritarios. Anglófilo, deploraba que el imperio británico se hubiera construido a base de saqueos y violencia. Amante del Madrid castizo, aborrecía los toros, “escuela constante y cátedra siempre abierta de barbarie, insolencia y crueldad”. Escéptico ante la posibilidad de la vida eterna, se rebelaba contra la idea de un universo gobernado por un azar ciego y sin propósito ni finalidad. Toda su obra constituye una insobornable búsqueda de la verdad que jamás desembocó en tranquilizadoras certezas. Escribe Joaquín Casalduero: “Ni por un momento encontró la paz y el reposo sintiendo en aumento, a medida que pasaban los años, el pavor ante el misterio de la vida y la muerte” (Vida y obra de Galdós, 1951).

La crítica de Galdós a las injerencias políticas del clero nunca menoscabó su admiración por las enseñanzas evangélicas y las vidas ejemplares de algunos cristianos sinceros y consecuentes, como doña Ernestina Manuel de Villena. De familia aristocrática, Ernestina brilló en los salones de la alta sociedad por su belleza, inteligencia y refinamiento. Tras rechazar varias proposiciones de matrimonio, adoptó una vida de estricta austeridad, dedicando todas sus energías a la fundación de hogares y talleres para huérfanos y menesterosos. Ataviada siempre de negro, pronto fue conocida como “la santa” por sus incansables iniciativas a favor de las personas desamparadas. El pueblo de Madrid reconoció su labor humanitaria, acudiendo masivamente a su entierro. Pérez Galdós homenajeó su asombrosa vida en Fortuna y Jacinta, donde se limitó a cambiar su nombre por el de Guillermina Pacheco. “Doña Ernestina –afirmó- es la honra de su tiempo y de su raza”. Frente a la vida contemplativa de los conventos, Galdós exaltaba el compromiso práctico de los cristianos que permanecían en el mundo, aliviando las cuitas de los más infortunados. Desconfiaba del misticismo, demasiado volcado en el interior. Le parecía mucho más inspirador abrirse a los otros, compartir sus penalidades, cuidar sus heridas físicas y espirituales, atender sus demandas de acompañamiento moral y material. Pensaba que la virtud casi nunca brotaba de manera espontánea o abstracta. Muchas veces era la respuesta a una crisis personal que alteraba violentamente el paisaje de nuestra conciencia. Torquemada, un usurero sin escrúpulos, sólo experimenta la necesidad de ser desprendido durante la enfermedad de su hijo. Entiende que no es posible suplicar la indulgencia de Dios, si se cierra el corazón al dolor de los demás. Aunque su transformación es efímera y escasamente sincera, su conducta refleja la filosofía moral de Galdós. El bien no es un ideal que se adquiere mediante la reflexión, sino una experiencia de solidaridad. El hombre ético arroja sobre sus espaldas el dolor ajeno, sin perder el tiempo en elucubraciones.

Ángel Guerra, vástago rebelde de la burguesía y encendido partidario de la revolución social, no conocerá el auténtico bien hasta la muerte de su hija Ción. El dolor de la pérdida correrá paralelo a su gratitud hacia Leré, que ha cuidado a la niña enferma con desvelo y total desinterés. Conmovido por su ejemplo, Guerra abandonará el misticismo revolucionario, que justifica matar por un ideal, para abrazar la fraternidad universal. No es la historia de una conversión. De hecho, muere sin recibir los sacramentos. Sin embargo, su trayectoria posee un fuerte eco cristiano, pues adquiere la madurez moral mediante el encuentro con la caridad. Leré es el rostro de ese misterio que llamamos Dios. Su amor incondicional es una verdadera teofanía que derriba definitivamente a los ídolos de Ángel Guerra, un “Amadís de la virtud”, por utilizar las palabras de Valle-Inclán. En Nazarín (1895), Galdós da un paso más allá, abordando el tema de la imitación de Cristo, modelo supremo de caridad. Nazario Zaharín, un sacerdote manchego con rasgos árabes, intenta vivir la radicalidad del Evangelio, renunciando a cualquier privilegio mundano. Sobrevive a base de limosnas, cortejando a la penuria y la escasez. Socorre a todo el que le pide ayuda. Nunca responde a las ofensas. No conoce el rencor, ni el odio. Cobija a todo el que le pide amparo. Acompañado por dos mujeres de mala fama, recorre los pueblos del sur de Madrid, cuidando sin descanso a las víctimas de una epidemia de viruela. No pide explicaciones al cielo cuando la ley lo encarcela injustamente. Algunos le consideran un loco; otros, un santo. “¿Para qué sirve un santo más que para divertir a los chiquillos de las calles?”, se pregunta una mujer, expresando la perplejidad de la sociedad ante un comportamiento que escarnece las ambiciones del hombre común.

El idealismo siempre suscita rechazo, aunque teóricamente se reconozca su mérito. Nazarín, Alonso Quijano, el propio Jesús de Nazaret, suscitan incomodidad y malestar. Su fracaso, muy real (al menos, desde un punto de vista práctico, inmediato), parece corroborar el carácter descabellado de sus empresas. Amar a los demás, vivir para los otros, renunciar a cualquier ambición personal, es una insensatez que sólo acarrea calamidades. Se venera a los santos, pero en realidad se sospecha que son locos, bufones, inadaptados. Aparentemente inofensivos, muchos opinan que pueden llegar a ser peligrosos.

En un registro muy cervantino, Galdós nos narra en Nazarín el fracaso del idealismo, mostrando su aparatosa colisión con el mundo real. Nazario es fiel a Cristo, pero el mundo le da la espalda, escandalizándose con sus actos. Su desprendimiento se confunde con necedad. Su dulce timidez se rebaja a simple escasez de luces. Su amor al prójimo se despacha como absurdo sentimentalismo. Se podría apuntar que el siglo XIX, ebrio de ciencia y positivismo, ya no tolera ensoñaciones y extravagancias. No es un razonamiento falaz, pero conviene recordar que Francisco de Asís y Juan de la Cruz también soportaron la incomprensión de sus contemporáneos. El cristianismo ha forjado el espíritu occidental, pero muy pocos se lo han tomado en serio. Nazarín reaparece en Halma (1895), sometido a tutela judicial para dilucidar si es un loco, un sedicioso o un delincuente. Se le acusa de haber participado en el incendio de una corrala y haber ocultado a una prófuga de la justicia. Casi todo el mundo se inclina hacia el veredicto de inocencia, pero hay unanimidad en considerarlo un débil mental. Catalina de Artal, condesa de Halma-Lautenberg, triunfa donde Nazarín había fracasado, materializando una pequeña utopía cristiana. Al igual que Ernestina Manuel de Villena, muestra desde niña un profundo desapego a lo material. La pérdida prematura de su marido acentúa su deseo de emular a Cristo, convirtiendo el caserón familiar de Pedralba en una pequeña comunidad con un estilo de vida monacal. Nazarín, absuelto y confiado a la custodia de un párroco, participará en la experiencia. Halma no ha previsto que la iglesia, la política y la ciencia intentarán apropiarse de su pequeña ínsula, imponiendo sus intereses. La independencia llegará de la forma más imprevista. Nazarín animará a Catalina a casarse con su primo calavera, José Antonio de Urrea, que se ha mudado a Pedralba para expiar su pasado y convertirse en un hombre nuevo. “Nada conseguirá usted por lo espiritual puro –asevera Nazarín-; todo lo tendrá usted por lo humano”. Al recibir la noticia, Urrea, al que casi nadie creía sincero en sus propósitos de redención, exclamará desconcertado: “La suma ciencia parece locura; la verdad de Dios…, sinrazón de los hombres”.

Galdós no aporta ningún argumento a favor de la fe, pero muestra claramente su simpatía por los valores cristianos. ¿Cabe preguntar qué es lo cristiano? “Lo cristiano –escribe Hans Urs von Balthasar- no consiste en prácticas externas y en ir a la iglesia, sino en el cumplimiento de las enseñanzas básicas de Cristo, que él nos encareció en el lavatorio de los pies: debemos ser hermanos, servirnos y ayudarnos mutuamente, como hizo él, aun siendo Señor nuestro. Y esto significa que no debemos distinguirnos del resto de los mortales por ninguna singularidad, sino por una respuesta más rigurosa y consecuente que la de otros a las exigencias de humanidad y solidaridad general” (Quién es cristiano, 1993). En Misericordia (1897), lo cristiano tiene rostro de mujer. Nazarín es un Cristo que se libra del Gólgota, refugiándose en la ínsula de Pedralba. Su imitación se queda incompleta, pues no conoce el trágico desamparo del Nazareno, ejecutado de forma vergonzante y cruel. Por el contrario, Benina sí acaba en la cruz. Anciana, enferma y reducida a una hiriente miseria, la desgracia no enturbiará su alma. Frente a la ingratitud y la traición, sólo tiene palabras de perdón y afecto. No recrimina nada. No pide ninguna reparación. No sueña con ningún desquite. No desea ningún mal a quienes han olvidado su lealtad y sus cuidados. Su indulgencia no es aparatosa, ni autocomplaciente. Cuando Juliana, abrumada por sentimientos de culpa, se acerca a su chabola para contarle que ha soñado que sus hijos enfermaban, hace todo lo posible para disipar el sombrío presagio, asegurándole que sólo se trata de imaginaciones, pues sus niños están sanos. “Nina, Nina, es usted una santa”, exclama Juliana, que ha sido la responsable de que haya acabado en la calle. Sus motivaciones no han podido ser más mezquinas. Nina trabajaba como criada en casa de la suegra de Juliana. Cuando la pobreza llamó a la puerta, mendigó en secreto por las calles para poder comprar algo de comida y mantener a su señora. Ahora que las cosas han mejorado, Juliana quiere enterrar ese secreto, una verdadera afrenta para su conciencia burguesa. Al mismo tiempo, necesita la absolución de Benina para poder dormir tranquila. La antigua criada no se atribuye ningún mérito por su gesto de benevolencia: “Yo no soy santa. […] No llores…, y ahora vete a tu casa, y no vuelvas a pecar”. ¿Por qué Juliana busca el perdón de Nina, a la que ha tratado tan mal? María Zambrano responde: porque Nina “es la perenne fuerza del porvenir asentada en el pasado […], la tradición y la esperanza, el mañana, la vida” (La España de Galdós, 1982). Nina es otro Cristo. Su capacidad de perdonar los pecados así lo atestigua. Nazarín nunca gozó de ese poder.

Galdós nunca llegó a creer en Dios, pero sí dejó que la impronta de Cristo fraguara sus personajes. Su obra no es un testimonio de fe, pero nos ha legado algo quizás más importante, más cristiano: unas lecciones de misericordia.