domingo, 26 de mayo de 2019

El Gambitero 2019

Hemos publicado "El Gambitero 2019". Pincha sobre el enlace para leer la versión en papel y la digital:




viernes, 17 de mayo de 2019

No leas


No leas.
Serás un apestado,
un raro,
un hierbajo en el asfalto.
No leas.
Es el tiempo de la imagen,
del desdén;
el tiempo de los ojos entregados
al vértigo,
a la sumisión.
No leas.
Te saldrás del camino marcado,
serás un apestado,
un raro,
un apedreador de iconos,
un violentador de convenciones.
No leas, contente.
No te contagies con el virus
de las palabras.
Nadarás con esfuerzo y amarás la soledad,
avanzando con lentitud
a través de la imaginación,
proceloso mar de las entrañas.
No leas.
Serás uno,
apartado de la masa.
Negarás la procesión de los alienados
y lo pasarás mal,
angustia
por defender la dignidad
de los distintos,
de los no inscritos.
No leas.
¿Para qué?
Es más cómodo sentarse,
mullido, aturdido, distante,
y dejar que el tiempo pase
rápido, diligente,
como una tarde de domingo en el fútbol.
No leas.
Te revolverás contra los tuyos,
al verlos desnudos,
sin encanto,
adocenados,
masa informe
sin levadura.
No leas.
Al fin y al cabo,
todos moriremos
y la tumba nos acogerá
como un sofá vespertino
acostumbrado al bulto inane de los huesos.
No leas, no vivas.
Las palabras, la vida,
son lujo de esforzados
que hacen hervir las bubas
de los leprosos.
No leas, no vivas.
La muerte no necesita instrucciones de uso,
leer, vivir,
es un trabajo sin destino.

lunes, 13 de mayo de 2019

Un poema de José Hierro



Así era

Canta, me dices. Y yo canto.
¿Cómo callar? Mi boca es tuya.
Rompo contento mis amarras,
dejo que el mundo se me funda.
Sueña, me dices. Y yo sueño.
¡Ojalá no soñara nunca!
No recordarte, no mirarte,
no nadar por aguas profundas,
no saltar los puentes del tiempo
hacia un pasado que me abruma,
no desgarrar ya más mi carne
por los zarzales, en tu busca.

Canta, me dices. Yo te canto
a ti, dormida, fresca y única,
con tus ciudades en racimos,
como palomas sucias,
como gaviotas perezosas
que hacen sus nidos en la lluvia,
con nuestros cuerpos que a ti vuelven
como a una madre verde y húmeda.

Eras de vientos y de otoños,
eras de agrio sabor a frutas,
eras de playas y de nieblas,
de mar reposando en la bruma,
de campos y albas ciudades,
con un gran corazón de música.

Un poema de José Ángel Valente



Cuando el amor

Cuando el amor es gesto del amor y queda
vacío un signo solo.
Cuando está el leño en el hogar,
mas no la llama viva.
Cuando es el rito más que el hombre.
Cuando acaso empezamos
a repetir palabras que no pueden
conjurar lo perdido.
Cuando tú y yo estamos frente a frente
y una extensión desierta nos separa.
Cuando la noche cae.
Cuando nos damos
desesperadamente a la esperanza
de que solo el amor
abra tus labios a la luz del día.

miércoles, 8 de mayo de 2019

Propuesta de una educación diferente por el compañero Alberto Sacido

A partir de la elaboración de un periódico, el profesor Alberto Sacido nos propone, a través de sus alumnas, cómo darle la vuelta al asunto de la educación.



martes, 7 de mayo de 2019

"Pandemia" por Manuel Vicent

Según Richard Dawkins, biólogo evolucionista, el término lingüístico meme es una unidad básica de información cultural que se transmiten unos a otros los individuos y los grupos sociales. El meme opera con la misma carga trasmisible y replicable de un gen. Media humanidad lo expande hoy con los móviles a través de tuits, whatsapps, facebooks e instagrams, sin saber que alberga una adicción obsesiva semejante al más potente de los opiáceos. Los memes se propagan como una pandemia de modo incontrolado y su capacidad de réplica y acumulación genera estructuras que se insertan en el cerebro humano en forma de teorías, religiones, fobias, filias, rechazos, banderas, patrias, nacionalismos y pasiones deportivas. Los memes acaban creando una nueva realidad ajena al conocimiento empírico y científico, compuesta de unidades elementales, que en su mayoría son chistes, bulos, ocurrencias, mentiras, calumnias e insultos. Estos sencillos mensajes se clavan en el encéfalo del receptor y allí se multiplican saltando a todos los que entran en contacto con el infectado. En política los memes replicantes constituyen un arma letal, rápida y con una capacidad de difusión similar a los virus y durante las campañas electorales crean un ambiente febril y convulso que llega a su clímax en el momento del recuento de votos. Así ha sucedido en las recientes elecciones generales. Así sucederá en las autonómicas, municipales y europeas que se avecinan. Sobre ellas se abatirá una nueva epidemia de memes sin que el recuerdo del anterior fracaso produzca cierta inmunidad, ya que el virus mutará y no habrá vacunas que prevengan la próxima infección. A un adolescente le quitas el móvil y comienza a berrear como cuando de bebé le quitabas el chupete. Así sucede con el resto de la humanidad, que enganchada a esta droga se está volviendo idiota.

lunes, 6 de mayo de 2019

"Baudelaire en el siglo XXI" por Andreu Jaume



El 31 de agosto de 1867, hace ciento cincuenta años, murió en París Charles Baudelaire. Desde que se había caído en la iglesia de Saint-Loup de Namur, en la Bélgica que tanto detestó, no había recuperado el habla y tan solo acertaba a decir “¡Non, crénom!”, una contracción de “Sacré nom de Dieu” (“sagrado nombre de Dios”). No era casual, en quien había vivido su catolicismo con tanta seriedad, que su última vinculación con el lenguaje fuera una blasfemia, un residuo de lo sagrado escupido a la muerte como última negación. En el hospital religioso de Bruselas donde se le habían tratado los primeros síntomas de afasia y hemiplejia, las monjas agustinas, cuando el poeta por fin se marchó, exorcizaron la habitación que había ocupado, escandalizadas por su comportamiento. Su madre se lo llevó entonces a París, donde lo ingresó en la clínica hidroterapéutica del doctor Émile Duval. Allí le visitaron unos pocos amigos como Sainte-Beuve o el fotógrafo Nadar y las esposas del novelista Paul Meurice y del pintor Manet acudieron a tocarle al piano fragmentos de Tannhäuser. Cuando murió estaba en brazos de su madre, que contó cómo había sonreído a sus caricias. La imagen es una pietà moderna, casi inverosímil de tan perfecta.

En sus escasos cuarenta y seis años de vida, Baudelaire se expuso a todos los males de su tiempo, se dejó llevar por el alcohol y las drogas, contrajo la sífilis, experimentó toda la sordidez imaginable en su relación con Jeanne Duval –la actriz mulata y probablemente lesbiana, reverso de la Beatriz de Dante– y bordeó la indigencia, pero a todo ello le opuso siempre una terrible lucidez, tanto en verso como en prosa, observándose a sí mismo, diseccionando cada una de sus emociones y sin dejarse llevar nunca por el desvarío, hasta que en enero de 1862 anotó en su diario que por primera vez había sentido pasar a su lado “el aleteo de la locura”. Apenas setenta años antes, Hölderlin había podido escribir todavía que los poetas, con la cabeza descubierta, recibían el rayo del dios como niños, con corazones puros y manos inocentes. El Baudelaire que murió en brazos de su madre era todavía ese niño, pero el rayo que le había fulminado ya no venía de lo alto. Como observó Walter Benjamin, el crítico que en las primeras décadas del siglo XX sacó a Baudelaire del panteón de los clásicos y lo puso a trabajar para entender las claves de la vanguardia y del mundo contemporáneo, en Las flores del mal el cielo está vacío, apagado por el resplandor de la ciudad.

Todo lo que vio constituye para nosotros un origen, puesto que desde su muerte no ha dejado de crecer y extenderse. Internet ha transformado a todo el orbe en una urbe, en un inmenso pasaje, unos grandes almacenes cuyo flâneur –convertido, como profetizó Benjamin, en hombre anuncio– es hoy el internauta, mercancía de sí mismo en los mares de la publicidad. Las ciudades son ahora nuestras verdaderas naciones y la multitud que describió Baudelaire es el precedente de las masas que fluyen entre ellas para ser vendidas o masacradas. Cuando ensalzó a un pintor menor como Constantin Guys –en detrimento de Manet–, estaba en realidad detectando la nueva velocidad de la calle, presagio de la actual metástasis de la imagen y de la progresiva ceguera que conlleva. Aun más que en sus versos, en la prosa desnuda de El Spleen de París puso en tela de juicio los nuevos mitos surgidos de la revolución de 1789, como la igualdad, modelo de la dictadura de lo políticamente correcto. Y seguramente fue uno de los primeros en darse cuenta de que la ley moderna solo puede ser apariencia de ley y por tanto inevitablemente arbitraria y lábil.Es muy extraña la pervivencia de la gran poesía. A casi nadie parece importarle y casi nunca produce actualidad literaria, pero en cambio tiene mayor capacidad de resistencia y de visión que cualquier otra disciplina. Mantiene el lenguaje en alerta y es siempre, sobre todo en tiempos de penuria, uno de los últimos refugios del pensamiento. Baudelaire es ya un tópico de la cultura europea y, como tal, ha vivido cientos de vidas, desde su consagración póstuma hasta su metamorfosis en distintas lenguas a lo largo del siglo pasado. T. S. Eliot dijo que la inmensa deuda que había contraído con él podía resumirse en dos versos: “Fourmillante cité, cité pleine de rêves / Ou le spectre en plein jour raccroche le passant” (“Hormigueante ciudad, ciudad llena de sueños / donde a pleno día el espectro agarra al transeúnte”), con lo que venía a decir que Baudelaire había sido el primero en cartografiar poéticamente esa nueva naturaleza que es la ciudad. Toda la literatura urbana es inevitablemente baudeleriana, hasta tal punto que nuestra lectura de muchos poemas de Las flores del mal está distorsionada por el influjo que ejercieron, convirtiendo en copia al original. Pero volver a su obra, ahora que ya estamos en el siglo XXI y podemos vislumbrar cuál va a ser nuestro horror, es un ejercicio de preparación imprescindible. Del mismo modo que Shakespeare desapareció tras su muerte para volver en el siglo XVIII y entrenarnos para la crisis del romanticismo, Baudelaire, cerrado el paréntesis ilusorio que se abrió tras la segunda guerra mundial, regresa para abrirnos los ojos al abismo de nuestro tiempo.

Como poeta, Baudelaire se atrevió a violar la melodía del alejandrino francés con todo el ruido del París del Segundo Imperio, preparando a la poesía para su destierro agónico en el ámbito de la prostitución, la publicidad y el periodismo. En uno de sus mejores poemas en prosa, identificó a un viejo saltimbanqui, solo a las puertas de su barraca, contemplando con mirada profunda e inolvidable a la multitud que a su alrededor se divierte, con “el viejo poeta sin amigos, sin familia, sin hijos, degradado por la miseria y por la ingratitud pública”. Y en un párrafo estremecedor de sus diarios se preguntó: “¿Qué tiene que hacer el mundo de aquí en adelante bajo el cielo? La mecánica nos habrá americanizado de tal modo, el progreso habrá atrofiado tanto en nosotros toda la parte espiritual, que nada, entre las fantasías sanguinarias, sacrílegas o antinaturales de los utopistas, podrá compararse a sus resultados positivos". Un siglo y medio después de su muerte ya sabemos cuáles fueron esos resultados, algo que de ningún modo debe impedirnos mantener viva la petición que hizo a continuación: “Pido a todo hombre que piensa que me muestre lo que subsiste de la vida”. Ese sigue siendo, hoy incluso más que ayer, el cometido de la literatura arriesgada.

sábado, 4 de mayo de 2019

"De copas con James Joyce, Samuel Beckett y John Ford" por Rafael Narbona



Las últimas palabras de Dylan Thomas fueron: “He bebido dieciocho vasos de whisky. Creo que es todo un récord”. Los primeros rumores sobre su prematura muerte –solo tenía treinta y nueve años- afirmaron que una severa intoxicación etílica había provocado una hemorragia cerebral. El examen del patólogo desmintió esa versión, aclarando que la letal inflamación del cerebro se debía a una neumonía. ¿Debemos quedarnos con la realidad o el mito? Una neumonía solo produce desolación y tristeza. Por el contrario, el mito del poeta ebrio ejerce una poderosa fascinación, pues vincula la creatividad con una espontaneidad irracional e ilimitadamente libre. El artista solo logra convertirse en un genio, aboliendo la represión ejercida por la razón y la moral. La poesía es una pirueta del inconsciente, no un frío ejercicio de una mente serena y despejada. No creo que ese razonamiento sea completamente falso, pero tampoco afirmaría que expresa una verdad absoluta. Un buen poema no irrumpe en medio de una borrachera monumental, pero sí puede surgir de una moderada embriaguez. Creo que el vino y la cerveza son estimulantes más eficaces que bebidas como el vodka o el ron, que sumen al cerebro en un estupor improductivo. El oído del poeta ebrio se afina hasta escuchar “el despertar amarillo y azul de los fósforos cantores” (Rimbaud), pero cuando su cerebro zozobra en el coma etílico estalla como una quilla que choca contra los arrecifes, extraviándose en “la noche del alma” (Georg Trakl).

En Las bacantes, la gran tragedia de Eurípides, Tiresias atribuye a Dioniso la invención del vino, gracias al cual la existencia resulta más grata y placentera: “Calma el pesar de los apurados mortales […] y les ofrece el sueño y el olvido de los males cotidianos”. Una ligera embriaguez no es una forma de ofuscación, apunta Nietzsche en El origen de la tragedia (1872), sino un éxtasis que nos permite experimentar la “unidad mística” del ser. La “divina comedia de la vida” sólo se revela al que sabe liberarse temporalmente del yugo de la razón y el lenguaje. Nietzsche afirma que la esencia de lo dionisíaco aún perduraba en la Edad Media, cuando grandes muchedumbres rodaban de un lugar a otro, cantando, bebiendo y bailando. En esas fiestas imbuidas de saludable paganismo, “lo subjetivo se desvanecía hasta llegar al completo olvido de sí”. Los apologistas de la mesura socrática desprenden un hedor cadavérico. Invocando la salud del espíritu, desvían la mirada cuando la vida pasa rugiendo a su lado. Son “los predicadores de la muerte”, incapaces de soportar la creatividad desordenada e imprevisible del mundo. Jamás entenderán que “cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires” (traducción de Andrés Sánchez Pascual).

Tierra de santos y poetas, Irlanda ha engendrado a grandes bebedores, como James Joyce, Samuel Beckett o John Ford. James Joyce afirmaba que necesitaba el alcohol para sentir en su cerebro la chispeante electricidad sin la cual no avanzaba su caudalosa y feraz prosa. El Ulises puede leerse como una inmersión en las aguas del inconsciente. Quizás por eso su lectura produce la impresión de viajar por una región dominada por el caos. No creo ser el único que ha finalizado el trayecto con una reconfortante embriaguez. La frustración que produce el Ulises nace del prejuicio de justificar cada experiencia con argumentos y no con sensaciones. Joyce escribía bajo la influencia electrizante del whisky, pero no lo hacía de forma arbitraria o caprichosa, sino con la perspectiva de un moralista que intenta alumbrar una nueva imagen del mundo basada en los hallazgos del lenguaje cinematográfico, el impresionismo pictórico, la libre asociación de la terapia psicoanalítica y la filosofía trágica de Nietzsche. Joyce no podría haber escrito su asombrosa recreación de la Odisea, si hubiera afrontado la página “en sus cabales y repugnantemente sobrio”, como Leopold Bloom en “Eumeo”, parte III, capítulo 16, donde la belleza se manifiesta como un licor capaz de dinamitar el cerebro más ecuánime. Samuel Beckett, discípulo y amigo de Joyce, prolongó la ceremonia de la confusión, deplorando que las palabras demandaran un significado. El lenguaje es una anomalía, mero ruido entre el silencio y la nada. Cada palabra es una mancha que solo se redime mediante el humor. Un verdadero poeta canta al absurdo, nunca a la razón, el bien o la belleza. Con unas copas de whisky, sus creaciones adquieren la dolorosa clarividencia del canto dionisíaco, que celebra la finitud, mofándose de cualquier forma de trascendencia. Frente a esa “indecencia ontológica” que llamamos Dios, el poeta ebrio debe pulir sus palabras para adentrarse en la Nada, única realidad incontrovertible. Beckett y Joyce no son ajenos a la alegría, pero su risa está lastrada por el nihilismo. Como grandes bebedores, transitan una y otra vez de la euforia a la melancolía.

John Ford no nació en Irlanda, sino en Cape Elizabeth, Maine, pero era hijo de emigrantes irlandeses. Su familia prosperó gracias al contrabando de alcohol en la época de la ley seca. En sus películas, casi nunca falta un borrachín elocuente, como el periodista Dutton Peabody (Edmond O’Brien) en El hombre que mató a Liberty Valance, Michaleen Flynn (Barry Fitzgerald), cochero, casamentero y chismoso incorregible en El hombre tranquilo o “Doc” Boone (Thomas Mitchell), médico y vagabundo de alma inquieta en La diligencia. Ford transmite humanidad a sus personajes mediante gestos y detalles que evidencian su nobleza y simpatía. Michaleen Flynn no necesita tirar de las riendas de su caballo para que éste se detenga delante de la taberna del imaginario Innisfree. Cuando sucede algo que considera épico y asombroso, siempre lo califica con el mismo adjetivo: “homérico”. “Doc” Boone ofrece su brazo a Dallas (Claire Trevor), una desdichada prostituta, cuando es expulsada de la ciudad por las odiosas señoras de una liga de moralidad. Su afición al alcohol le sume en estados deplorables, pero en los momentos importantes sabe actuar como un perfecto caballero. Dutton Peabody se tambalea por las calles y, en ocasiones, farfulla, pero planta cara a “Liberty Valance y sus mirmidones”, escribiendo valerosos artículos sobre la libertad y la democracia. Quizás el borrachín más entrañable de Ford sea su hermano Francis, que siempre interpreta papeles secundarios, exhibiendo una garrafa de whisky o bebiendo una pinta de Guinness tras otra. Cuando en El joven Lincoln le preguntan: “¿Bebes? ¿Dices palabrotas? ¿Te gusta haraganear? ¿Mientes a menudo?”, contesta afirmativamente con la cabeza, bajando la mirada con la picardía de un niño que ha sido sorprendido cometiendo una fechoría. “Un perfecto ciudadano”, comenta Lincoln, por entonces un modesto abogado de Springfield. John Ford, un alcohólico sin mala conciencia, se autorretrató en los borrachines de sus películas. Siempre pensó que las flaquezas humanas favorecían la indulgencia y la tolerancia. En cambio, desconfiaba de la virtud, semillero de intransigencia y fariseísmo.

En Cadena perpetua (Frank Darabont, 1994), el infierno de una prisión queda suspendido durante unos instantes gracias a unas cervezas. El astuto Andy Dufresne (Tim Robbins) logra que un celador violento y corrupto suministre tres botellines por cabeza a una cuadrilla de presos encargados de impermeabilizar una azotea con alquitrán. A cambio, le ahorrará los impuestos de una herencia mediante una argucia legal. Por unos instantes, los desdichados convictos se sienten hombres libres, olvidando que aún les quedan largos años de encierro. Ese clima se repite cuando Dufresne hace sonar un breve dueto de Las bodas de Fígaro en el patio de la prisión, utilizando el sistema de megafonía de los celadores, lo cual le costará dos semanas en una celda de castigo. No me parece una herejía equiparar a Mozart con la cerveza, pues tanto uno como otra “respiran el triunfo de la existencia, un exuberante sentimiento de vida” (Nietzsche). Red (Morgan Freeman) comenta al escuchar el dueto: “No tengo ni la más remota de lo que cantaban aquellas dos italianas y lo cierto es que no quiero saberlo. Las cosas buenas no hace falta entenderlas”.

Pienso que Dylan Thomas se equivocó. Dieciocho vasos de vino o de cerveza no habrían acabado con su vida, si es que realmente fue el alcohol lo que le mató. En su “Soneto al vino”, Borges escribe: “En la noche del júbilo o en la jornada adversa / exalta la alegría o mitiga el espanto”. Una leve embriaguez es un ditirambo, una arrebatada expresión de goce. Una ebriedad descontrolada, un canto fúnebre. Dionisio nunca quiso que se le honrara con poemas sombríos, sino con estrofas que nos enseñaran el arte del buen vivir.

miércoles, 1 de mayo de 2019

La comunión y el porno


Hay una relación inmediata entre el hecho de que los niños comiencen a ver porno a edad muy temprana y el regalo de moda en las comuniones, el móvil. Es una relación perversa y, a priori, paradójica: el regalo de moda de un ritual religioso sirve para pecar sin pausa a partir de nueve años. Pero si lo pensamos detenidamente, la paradoja no es tal. Y me explico. Las religiones exhibicionistas y el porno tienen más puntos en común de los que podríamos pensar. 
Un católico practicante se debe a sus imágenes y a sus rituales: romerías, paseos en andas de vírgenes y santos, misas multitudinarias, procesiones con todo tipo de lujos y trajes estrambóticos, sacramentos (bautizo, comunión, confirmación, boda...). Sí, es cierto que muchas de estas celebraciones comunales no provienen de la propia religión, sino de ritos atávicos en los que a los pueblos les gustaba conmemorar sus hábitos y su vida en común. La religión católica los ha absorbido y los ha hecho suyos a base de siglos, miedo y poder. Se celebra la vida y, sobre todo, la muerte: hay una especial delectación en la representación de la cruz, del sepulcro, de los martirios, del sufrimiento. La gente se disfraza, se cuelga sus mejores galas, para ver pasear imágenes e iconos o para cargarlos a hombros. Todos los ritos basados en la ficción y el exhibicionismo.
Pues bien, ¿cuáles son las cualidades más apreciadas por los directores de porno?: saber exhibirse y una buena... ficción. Sí, criaturas, los personajes del porno son exhibicionistas por naturaleza. Les gusta pasearse en bolas y mostrar sus atributos de ficción, como si de iconos procesionales se tratara. La historia de una película porno es muy simple y va dirigida a un fin exclusivo: la captación de pornoadictos. También las historias de las vírgenes y santos son muy simples y tienen una finalidad única: la captación de fieles. El consumidor de porno, como el de procesiones, ama el espectáculo, le gusta participar de un placer que no sabe explicar, que le resulta inefable. Cuántas veces he oído en una procesión, como en el clímax de una escena porno, esta coletilla (y no va con segundas): "Quien no ha vivido esto, no sabe lo que se siente". Y tanto los poderes religiosos como las productoras de porno se aprovechan de lo mismo: de nuestros impulsos humanos. 
Pues sí, son muchos más los puntos de unión entre el porno y la religión exhibicionista que las diferencias. El porno es una ficción del acto sexual como una procesión de Semana Santa es una ficción de la muerte y de la comunión popular. Son expresiones del placer que nos transmite la relación con el otro. Ficciones que atraen con un "no sé qué que queda balbuciendo". San Juan ya sabía esto, pese a que no conociera el porno (o sí, no sé). Su poesía erótico religiosa deja muy clara esta confusión. Por eso no me parece tan paradójico que comunión y porno estén unidos en un ritual. Lo que ya no tengo tan claro es que con nueve años se pueda asimilar tanta imagen y tanto entrar y salir de miembros y santos.