jueves, 22 de julio de 2021

"La reducción de Mairena" por Carlo Frabetti



Cada día, señores, la literatura es más escrita y menos hablada. La consecuencia es que cada día se escriba peor, en una prosa fría, sin gracia, aunque no exenta de corrección, y que la oratoria sea un refrito de la palabra escrita, donde antes se había enterrado la palabra hablada.

Antonio Machado, Juan de Mairena

En el primer capítulo de Juan de Mairena, el profesor apócrifo creado a su imagen y semejanza por Antonio Machado le pide a un alumno que ponga en lenguaje poético la siguiente frase: «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa». El alumno escribe en la pizarra: «Lo que pasa en la calle», y Mairena comenta: «No está mal».

Toda una declaración de principios: para Machado, precisión y síntesis son condiciones necesarias de la poesía y, en general, de la literatura toda (condiciones necesarias, aunque no suficientes: de ahí el comedido «No está mal»). Una declaración de principios de la que se podría derivar una técnica de eliminación de paja superflua y desenmascaramiento de charlatanes literarios.

Tomemos, por ejemplo, el siguiente párrafo:


El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Esas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos mostraban las profundas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.

Apliquémosle la reducción de Mairena:


Un viejo pescador flaco, arrugado y pecoso con antiguas cicatrices en las manos.

¿Qué se ha perdido con la reducción? No mucho. Que las pecas corran por los lados de la cara hasta bastante abajo y que las antiguas cicatrices sean tan viejas como las erosiones del árido desierto no añade gran cosa a la descripción, ni en el orden literario ni en el informativo, como no sea advertirnos de que el autor se dispone a atacar nuestras zonas más desprotegidas y menos exigentes.

El tópico de que los escritores siempre escriben sobre sí mismos se queda corto. Aunque no siempre sea consciente de ello, el escritor escribe sobre el sí-mismo que tiene en primer término en el momento de escribir, que es el sí-mismo que está escribiendo. Escribir es entrar en un bucle autorreferencial que se retroalimenta sin fin, invocar —o conjurar— a un ouroboros insaciable. Aunque el escritor hable de algo tan aparentemente lejano como su infancia, no habla del niño que fue, sino del que sigue vivo en él en el momento de hablar de su infancia. Y cuando habla del heroico fracaso de un pescador acabado, habla de su propio fracaso, de su propio acabamiento como escritor.

Quien se haya dado cuenta de que me refiero a El viejo y el mar pensará que tengo una idea un tanto peregrina del fracaso, puesto que con esta novela corta ganó Hemingway el Pulitzer en 1953, se convirtió en un superventas a nivel internacional y allanó el camino al Nobel, que le concedieron en 1954. Y sin embargo fue su autoderrota como narrador: renunció al estilo sobrio y contundente de Fiesta y Adiós a las armas para elaborar —como quien, agotados sus recursos, echa mano de una receta facilona y ajena— un producto comercial y sentimentaloide en las antípodas de su obra anterior y de sus ideas sobre literatura. Paradójicamente, su suicidio literario, anticipo del suicidio físico, fue su mayor éxito, como le ocurrió a Saint-Exupéry con El principito.

Consideremos este párrafo:

Mi vida es muy monótona. Yo me dedico a cazar gallinas y los hombres me cazan a mí. Todas las gallinas son muy parecidas y todos los hombres se parecen entre sí; de modo que, como puedes ver, me aburro continuamente. Pero si tú me domesticas mi vida se llenará de sol y conoceré el rumor de unos pasos diferentes a los de otros hombres, que hacen que me esconda bajo la tierra; sin embargo, los tuyos me llamarán fuera de la madriguera como una música. Además, ¡mira! ¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo no significa nada para mí. Los trigales no me recuerdan nada y eso me pone triste. Sin embargo, tú tienes el cabello dorado como el trigo y, cuando me hayas domesticado, será maravilloso ver los trigales: te recordaré y amaré el canto del viento sobre el trigo.

Apliquemos la reducción de Mairena:

Un zorro aburrido confunde el afecto con la sumisión y quiere que un niño rubio lo domestique.

Con la reducción se han perdido algunas variantes zorrunas de las metáforas más manidas de la mal llamada literatura romántica (que, dicho sea de paso, convendría mantener fuera del alcance de los niños), como «tú eres el sol que ilumina mi vida» o «tu cabello dorado es como el trigo mecido por el viento». No parece una pérdida irreparable.

Tal vez no sea casual que dos de los mayores éxitos comerciales de la narrativa del siglo pasado hayan sido los emotivos testamentos literarios de dos grandes escritores-aventureros que se suicidarían poco después de publicarlos. Diríase que una agonía edulcorada es un alimento mental idóneo para un público que apetece la catarsis de la tragedia, pero necesita que le doren la píldora para poder tragársela. La frontera entre la sensibilidad y la sensiblería, entre lo cursi y lo sublime, es movediza e incierta, y parece ser que cuando un gran escritor se instala —o se pierde— en ella su número de lectores crece vertiginosamente. Los dos casos citados no son únicos.

Acerquémonos ahora, con permiso de Machado, a un poeta al que quería y admiraba:

Yo me quedo extasiado en el crepúsculo. Platero, granas de ocaso sus ojos negros, se va, manso, a un charco de aguas de carmín, de rosa, de violeta; hunde suavemente su boca en los espejos, que parece que se hacen líquidos al tocarlos él; y hay por su enorme garganta como un pasar profuso de umbrías aguas de sangre.

Apliquemos una última vez (por ahora) la reducción de Mairena:

Mi burro bebe mientras contemplo la puesta de sol.

El espejo líquido de aguas multicolores y la profusión de aguas umbrías poco añade a la gloria de uno de los grandes poetas de la lengua castellana, que cometió el perdonable error de escribir un libro «para niños» sin estar preparado para tan difícil cometido.

Puedo imaginar un par de objeciones (seguro que hay más) por parte de mis amables lectoras/es. La primera, difícil de rebatir, es que la reducción de Mairena es, valga la perogrullada, muy reduccionista. Tan difícil de rebatir que no voy a intentarlo siquiera. Lo admito, la reducción no demuestra nada, solo nos da una pista, nos invita a separar por un momento, y en la escasa medida en que ello es posible, el plano denotativo del connotativo, el fondo de la forma; pero creo que el ejercicio puede ser revelador. O no.

La segunda objeción (doble) es más bien un comentario malévolo (o dos), pero seguramente merecido. Si le aplicamos a este mismo texto la reducción de Mairena, ¿qué queda? Y, por otra parte, si el escritor escribe sobre el sí-mismo que está escribiendo, ¿no será este artículo una denuncia inconsciente de mi propia charlatanería?

Podría contestar a esto último que el «efecto ouroboros» es característico de los textos literarios; si se puede escribir el manual de instrucciones de una lavadora sin hablar de uno mismo, también un artículo. Pero, si he de ser sincero, en este caso no lo tengo del todo claro.

lunes, 19 de julio de 2021

"El mito de la pareja: el antifaz de Romeo y la venda de Cupido" por Carlo Frabetti


Tengo miedo a perder la maravilla
de tus ojos de estatua y el acento
que de noche me pone en la mejilla
la solitaria rosa de tu aliento.


Federico García Lorca, «Soneto de la dulce queja».


El amor es el mito nuclear de nuestra cultura, y en la medida en que los mitos son relatos, el mito del amor es el relato del emparejamiento.

Los cuentos maravillosos tradicionales culminan casi siempre con la boda de los protagonistas masculino y femenino (la función 31 de Propp), y las comedias románticas al uso, así como casi todas las películas anteriores a los años setenta del siglo pasado y muchas de las posteriores, responden a la consabida fórmula «chico encuentra chica». Independientemente de su edad, los protagonistas son, en la terminología popular, «el chico» y «la chica»; no un hombre y una mujer, como en la paradigmática cinta de Claude Lelouch que intentaba actualizar —con el viejo truco de la falsa desmitificación— una fórmula que empezaba a mostrar signos de agotamiento (Un homme et une femme, 1966), sino «el» y «la», para subrayar su supuesta singularidad —y su función arquetípica—, y «chico» y «chica», porque antes del emparejamiento todo es proyecto, incompletitud, adolescencia; una adolescencia que para los antiguos romanos duraba hasta los veinticinco años y que en la actualidad puede prolongarse hasta más allá de los cuarenta.

Y los relatos de emparejamiento convencionales suelen expresar, de forma más o menos explícita, el mito del «alma gemela».

Tanto en la tradición grecolatina como en la judeocristiana, las dos corrientes principales de las muchas que alimentan —y contaminan— nuestra cultura, el mito del alma gemela ocupa un lugar destacado en los relatos amorosos, e incluso en los discursos filosóficos y morales.

En su diálogo El banquete, Platón pone en boca de Aristófanes una versión crudamente carnal del mito, según la cual los humanos tenían, en origen, cuatro brazos, cuatro piernas y una cabeza con dos rostros. Había tres géneros: hombres, mujeres y andróginos, y cada individuo tenía dos dotaciones de genitales, masculinos en el primer caso, femeninos en el segundo y uno de cada en el caso de los andróginos. Los hombres eran hijos del Sol, las mujeres eran hijas de la Tierra y los andróginos eran hijos de la Luna, que a su vez era hija del Sol y la Tierra. Los humanos originarios se rebelaron contra el Olimpo, y como los dioses no querían aniquilarlos para no prescindir de sus ofrendas, Zeus tuvo la brillante idea de partirlos por la mitad: de este modo, a la vez que castigaba su rebeldía, duplicaba el número de individuos que veneraban a los dioses. Apolo se apiadó de los humanos demediados y remendó sus mitades desgarradas, y el ombligo, la puntada final, es el testimonio de la labor reparadora del dios de la sanación. Pero los humanos no acababan de adaptarse a su nueva naturaleza, y cada cual añoraba a la otra mitad de su forma originaria. Y si ambas mitades se encontraban, se apoderaba de ellas el incontenible deseo de unirse de nuevo, y esa pasión fusionadora es lo que llamamos amor.

De hecho, el ombligo es el costurón que nos recuerda que nuestro cuerpo estuvo unido a otro del que fue separado bruscamente, mediante un tajo menos violento que los rayos de Zeus, pero igual de inapelable. E inconscientemente buscamos regresar al estado edénico en el que éramos parte de otro ser, antes de la irreductible soledad de la vida posnatal. El amor es nostalgia, dice un irónico adagio alemán.

Según una antigua tradición judía recogida en el Talmud, cuarenta días antes del nacimiento de un varón una voz celestial susurra en la mente de sus progenitores el nombre de la niña destinada a convertirse en su esposa. El término idish bashert (destino), referido a los cónyuges o los enamorados, expresa la idea bíblica de que los emparejamientos se llevan a cabo en el cielo, por lo que las almas incompletas de hombres y mujeres buscan ansiosamente a su pareja predestinada para alcanzar la plenitud.

Y ambas tradiciones, la grecolatina y la judeocristiana, confluyen en el neoplatonismo, y el mito androcéntrico de la esposa predestinada se prolonga y sublima en la idea renacentista de la amada angélica —la donna angelicata— cuya belleza inefable es un reflejo de la divinidad.

El antifaz de Romeo

Romeo y Julieta son muy jóvenes, casi adolescentes, y se conocen en el bullicio de una fiesta multitudinaria en la que él se cuela ocultando su rostro tras un antifaz. En el más famoso de los episodios «chico encuentra chica», en el paradigma universal de los relatos de emparejamiento, se concitan todos los obstáculos imaginables: la juventud e inexperiencia de los protagonistas, la enemistad de sus familias, la fugacidad del primer contacto y, por si esto fuera poco, la máscara que se interpone entre sus rostros, metáfora de la venda que cubre los ojos de Cupido. Shakespeare viene a decir, en plena sintonía con el mito del alma gemela, que el amor no necesita más argumentos que una mirada ni admite más normas que las de su propia realización. Ama y haz lo que quieras, dijo el neoplatónico Agustín de Hipona. Amor ch’a nullo amato amar perdona, sentenció el neoplatónico Dante Alighieri.

No es casual que La excelentísima y tristísima tragedia de Romeo y Julieta, como reza el título completo, se desarrolle en la Italia renacentista, heredera directa, en lo poético y en lo filosófico, del dolce stil nuovo y su idealización de la amada, que, en última instancia, es la sacralización del amor cortés y la cosificación definitiva de la mujer, a la que se pone en un pedestal para convertirla en una estatua. Y tampoco es casual que la obra termine con la muerte de los protagonistas, como es habitual en los mitos clásicos, pues, por una parte, la muerte «completa» el relato mítico, lo blinda al clausurarlo de forma definitiva, y así lo vuelve inmortal. Y, por otra parte, la unión de dos almas gemelas es inenarrable, en el más literal sentido del término, porque no hay nada que narrar: es una fusión instantánea y extática, una culminación sin proceso, un desenlace sin nudo ni desarrollo significativo. Romeo y Julieta mueren para que no nos demos cuenta de que ya no tienen nada que decir. Por eso los cuentos tradicionales suelen terminar con un expeditivo «y fueron felices comiendo perdices». Por eso las comedias románticas —y la mayoría de las películas anteriores a los años setenta— terminan con un beso que parece un punto y seguido, pero en realidad es un punto final, cuando debería ser un punto de partida.

Dicho sea de paso, el beso/punto final de una historia que concluye sin haber empezado tiene su más extrema y conocida expresión en los cuentos «Blancanieves» y «La bella durmiente», cuyos descerebrados príncipes azules se enamoran de sendas estatuas yacentes: mujeres profundamente dormidas, casi muertas, con las ventanas del alma cerradas de par en par y, por ende, sin identidad manifiesta.

La venda de Cupido

Cabría pensar ingenuamente que nuestro actual concepto de pareja ha dejado atrás el mito del alma gemela; que, del mismo modo que podemos disfrutar de un relato fantástico sin creer en dragones ni unicornios, podemos emocionarnos con un musical de Hollywood sin creer en el flechazo ni en la media naranja; pero, si lo primero no es del todo cierto, lo segundo lo es todavía menos. El pensamiento mágico está lejos de haber sido superado en nuestra cultura supuestamente racionalista, y la creencia de que se puede compartir la vida —no algunas cosas, o incluso muchas, sino la vida toda como proyecto global— con otra persona, y que esa persona es única e insustituible, sigue siendo la mayor mentira piadosa con la que intentamos engañar a nuestra irreductible soledad.

La función de la venda no es cegar a Cupido, sino impedirnos ver sus ojos de estatua.

"Instrucciones para escribir un cuento" por Carlos Mayoral

Desde que llegó a la bandeja el correo con la fecha límite de entrega para este artículo, se despertó en mí, puesto que la temática argentina invita a ello, la necesidad de plantear una suerte de cuento que glosara los encantos de, como dijo Sabina, el culo más bonito del mundo. Pero, como quiera que yo me afano y me desvelo por parecer que tengo de cuentista la gracia que no quiso darme el cielo, la necesidad que entonces volvió a despertarse aquí adentro fue la de plantear un cuento que explicase cómo escribir un cuento. No es tarea fácil, amigo lector, porque a este lado del Atlántico nunca se ha llevado este modelo narrativo, pero me lo ponía mucho más fácil la temática general de la revista: ¿qué es Argentina sino eso, un manual de instrucciones para escribir un cuento? Así que de este modo se lanza a la aventura el artículo, con las ínfulas inevitables de quien intenta rozar con los dedos esa narrativa hispanoamericana que convirtió las cinco mil palabras en un género a la altura del más prestigioso.


Borges y Cortázar

Lo primero que hago —no por evidente deja de ser necesario— es dirigir el timón hacia Jorge Luis Borges. Si la cordillera de la literatura hispánica tiene cuatro o cinco cimas inalcanzables, Borges es una de ellas. En uno de los famosos diálogos con Osvaldo Ferrari, el maestro explica cómo se desarrollaba sobre sus cuartillas la vida eterna a la que se ven condenados todos sus cuentos. No parece cosa fácil. Principalmente porque, para Borges, el primer paso que ha de dar toda narración es un milagro: el inicio y el final son una revelación divina. Es decir, según Borges, el punto de partida y la meta no son escritos por él, no son ideados por él, sino que le vienen dados por una suerte de confesión celestial. Después quedan por resolver dos variables mucho más pedestres: primero, si utilizará la primera o la tercera persona; por último, la época en que se desarrollará la trama. Y con esa receta, corta pero imposible, el autor argentino (o suizo, qué más da) tejió, probablemente, los mejores cuentos que se han escrito nunca en castellano.

No parece viable que en las instrucciones para escribir cualquier cosa se incluya un milagro, salvo que te llames Borges, así que dejo atrás a un santo para vestir entes más humanos. Convendrá usted, lector, conmigo en que Cortázar es un espíritu más terrenal, más cercano. Para él, la novela es al cine lo que el cuento es a la fotografía. Esto es, que del mismo modo que con una ficción de quinientas páginas o con un largometraje de hora y media el clímax se alcanza tras una sucesión de pequeñas partes de un todo; en un cuento o en una foto ese orgasmo está ahí, condensado, como un boxeador que desde el primer golpe busca el knock-out. Con esa premisa clara, añade Cortázar, lo imprescindible es que haya una alteración de la normalidad. Es decir, que surja un movimiento que altere el régimen de la rutina, y que este suceso fantástico se inserte en las reglas cotidianas de las que nunca debió salir. No hay otro secreto para un buen cuento que buscar esa fantasía.


Quiroga, Storni, Lugones

Salgo de Cortázar para entrar en Horacio Quiroga. El escalofrío inicial que me sobreviene, como siempre que me fijo en este genio, se produce al echar un vistazo a su tenebrosa biografía: su padre, su padrastro, su mujer, sus dos mejores amigos —a los que más tarde me acercaré— y él mismo eligieron la puerta del suicidio para abandonar este mundo. No es tampoco cosa baladí. Por todos es sabido que la biografía y la obra se tocan en un punto, así que me agarro a la silla mientras escribo estas líneas. No obstante, le pierdo el miedo a Horacio cuando me topo con su decálogo para el buen cuentista. Le ahorraré a usted ocho de los diez preceptos, ya que solo con dos todo se despeja. El primer consejo, dice Quiroga, es que debe buscar el cuentista un maestro, y creer en él como en Dios mismo. Sugiere Horacio cuatro tutores, cuatro deidades por las que dejarse guiar a pies juntillas: Poe, Maupassant, Kipling y Chéjov. Faros que alumbran el paso de la literatura universal. El segundo consejo es mucho más claro: no escriba usted bajo el imperio de la emoción.

Así que me despojo de dicha emoción para acudir a los dos amigos a los que me referí renglones atrás, esos que, como Horacio, no soportaron el peso de la vida y acabaron despeñándose por el abismo del suicidio. La primera de ellos es Alfonsina Storni, mujer decimonónica pese a no haber pisado prácticamente el siglo, que cultivó el cuento de manera minoritaria, aunque sea un elemento esencial para comprender su estallido como escritora. Resulta que, allá por los primeros años de la década de los veinte, Alfonsina quiso dedicarse a esto de la escritura publicando algunos relatos cortos en la revista Mundo Argentino, con pseudónimo y otras precauciones, pese a las cuales fue descubierta por los gerentes de la empresa para la que trabajaba, que no dudó en despedirla. Hoy Alfonsina es un mito, pero para llegar a eso tuvo que ser ninguneada y pisoteada antes de que sus cuentos se enderezasen. Esta actitud sirve para dejarnos una muesca más en el revólver de nuestro listado: sé valiente.

El otro de los dos amigos suicidas es Leopoldo Lugones, que como cuentista tiene en su haber un mérito excepcional: fue el impulsor de los microcuentos, fenómenos que hoy, en la época de las redes sociales y del tiro corto, juegan un papel fundamental en la narrativa imperante. Y precisamente en ese arte de innovar se halla el consejo para cuentistas que nos deja Lugones: él pasa por ser un innovador de primer orden. Se anticipa al modernismo, es el creador de la literatura de ciencia ficción en el país, introdujo la ciencia a la manera positivista en la novela y, tras ingerir cianuro por desamor, su muerte es hoy celebrada como el Día del Escritor en Argentina. Pero principalmente queda en el regazo de este texto la invención del microrrelato, que nos recuerda que, si quieres destacar en el mundo del cuento, has de salir por la tangente. Descubrir, reformar, concebir. No pise lugares comunes. Invente.


Bioy, Pizarnik y Piglia

La vocación. Sostiene Bioy Casares que a él le hubiera gustado ser boxeador, pero que, inexplicablemente, cada vez que algo le conmovía construía un relato. Esa vocación le llevó a escribir un cuento para una prima a la que amaba, y otros tantos para amigos a los que pretendía impresionar. Esta emoción natural puesta en el contexto del tiempo y de la experiencia construye una mente procesadora de relatos, donde el cerebro discrimina qué hay en la vida cotidiana por lo que merezca exclamar: aquí hay un cuento. Por tanto, no sé si puede pasar por instrucción, pero Casares nos sugiere que, si usted, amigo lector, siente esa vocación, anímese a despertarla.

Estas instrucciones empiezan a difuminarse el 16 de octubre de 1968. Alejandra Pizarnik estaba garabateando una carta en su escritorio de Buenos Aires. Pese a que su pareja, una fotógrafa argentina, le proporcionaba algo de paz, la reciente muerte de su padre y la adicción a las pastillas la acercaban cada vez más al precipicio. Pero sigue creyendo en sus relatos. La receptora de la carta es Ivonne Bordelois, y en ella escribe: «Ando escriturando un cuentito: una niña ve a un hombrecillo de antifaz azul, la sigue, cae en un pozo (y esto es lo principal: qué piensa ella al caer) y en el fondo la espera un colchón». Este cuento no verá la luz hasta fines del año 1972. Es decir, Alejandra invierte cuatro años en tallar un cuento de apenas tres mil palabras. Tres mil palabras pulimentadas, abrillantadas y engarzadas perfectamente en el corpus de su prosa. Pizarnik, que pasó a la historia como una escritora maldita que vive del impulso, nos recuerda una nueva lección: si quieres un cuento, trabaja.

Al último maestro que habremos de acudir para diseccionar el proceso creativo de la narrativa corta es ni más ni menos que Ricardo Piglia. El escritor del Gran Buenos Aires cuenta cómo, en uno de sus cuadernos de notas, Chéjov dejó registrado este relato: «Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida». Piglia cree que las formas clásicas del cuento están condensadas en el alma de ese relato, pese a no haber sido nunca publicado. La paradoja entre el triunfo y la muerte, el contraste frente a la secuencia lógica (perder y suicidarse) es lo que para Piglia da sentido a cualquier narración. Es decir, lo que Piglia ve necesario a la hora de dar forma a cualquier relato, necesidad de la que hacen acopio nuestras instrucciones para escribir un cuento, obviamente, es desafiar las reglas de la lógica.

En este sentido, Piglia nos traslada a usted y a mí al inicio de este texto, al maestro común Jorge Luis Borges. Porque el cuento, como Argentina, rivaliza con el desarrollo normal de los acontecimientos, desafía la ley narrativa, impone reglas individuales y acota un lugar propio, ajeno, mágico. Un género imprevisible para una región imprevisible. Literatura, amigo lector, para un país de cuento.

viernes, 16 de julio de 2021

"Todas las novelas" por Antonio Muñoz Molina



Un joven oficial de húsares, Nikolái Rostov, lanza su caballo al galope en la confusión de una batalla. Alza el sable desnudo y se dispone a descargarlo sobre un jinete francés que acaba de caer al suelo, y que no puede escapar porque un pie se le ha enganchado en el estribo. En ese momento, cuando tiene al enemigo del todo a su merced, Rostov siente que su furia guerrera y homicida ha desaparecido: ve los ojos claros del oficial francés, el miedo en su cara sucia de barro, su pelo rubio. Se fija en que tiene un hoyuelo en la barbilla. Esa cara, piensa Rostov, no concuerda con el campo de batalla. “Su expresión no era hostil, sino simplemente la de un hombre que se puede encontrar en cualquier salón”.

El enemigo abstracto y anónimo, uno más entre los centenares de miles de soldados del ejército francés que invade Rusia a las órdenes de Napoleón, se ha convertido en un instante, a los ojos del oficial ruso que estaba a punto de matarlo, en un ser humano concreto, distinto a cualquier otro, y al mismo tiempo un semejante. Nikolái Rostov no es un hombre particularmente observador ni reflexivo y se ha arrojado a la batalla en un momento menos de coraje que de colectiva ofuscación. Pero ese instante de lucidez le ha abierto los ojos de golpe y le ha deparado una sabiduría tan instintiva que no llega plenamente a su conciencia, y que tal vez se le borre un momento después. Es el azar permanente de la vida, la primacía de lo involuntario y lo fugaz sobre lo premeditado, el devenir voluble que rige por igual los acontecimientos históricos y las vidas privadas, los movimientos colosales de los ejércitos y los deseos íntimos y las decisiones valerosas o mezquinas de cada persona. Es el territorio inmenso e infinitamente detallado de la novela, que Cervantes fundó con el Quijote y Tolstói llevó a una cumbre insuperada con Guerra y paz.

Al Quijote estoy volviendo siempre. Guerra y paz lo leí en el verano de mis 30 años, así que he tardado más de media vida en leerla de nuevo. Lo he hecho en la traducción de Irene y Laura Andresco para el Libro de Bolsillo de Alianza. Son dos tomos gruesos, pero muy manejables, que favorecen la condición transeúnte de la lectura, en este verano en el que por ahora nos hemos visto absueltos del sedentarismo forzoso. El regreso a esta novela que no puede compararse a ninguna otra lo asocio al hábito recobrado de los viajes en tren, a los primeros vuelos después de año y medio en tierra, a la indolencia frente al mar después de tanto encierro en Madrid. El hombre joven que terminó aquella lectura no sé en qué medida se parece a quien soy ahora, pero sí me acuerdo de que llegué al final en un estado de sobrecogimiento y como de revelación de lo que podrían ser las mejores posibilidades no ya de la literatura, sino de la misma vida.

Lo que no sé si advertí entonces fue la prodigiosa ambivalencia de una novela que tiene la amplitud y la escala de lo que suele llamarse “un gran fresco histórico” y en realidad está hecha no de grandes brochazos y visiones generales, sino de escenas breves como cuentos de Chéjov, de apuntes rápidos y como sobrevenidos en el momento mismo de la escritura, de observaciones agudas sobre lo más impalpable de la percepción de las cosas y de los sentimientos. Sutilezas psicológicas sobre el amor o los celos a las que Henry James o Proust dedican párrafos de media página, Tolstói las resuelve como de pasada en una frase de dos líneas. Los historiadores —los de su tiempo, y en parte también los del nuestro— organizan la secuencia de los acontecimientos como un proceso inevitable, una cadena necesaria de causas y efectos, gobernada por leyes que en la época de Tolstói oscilaban entre la necesidad impersonal, el destino de las naciones, la influencia de los grandes hombres, los varones colosales cuyo ejemplo máximo sería Napoleón. A esas certezas mayúsculas Tolstói opone una visión irónica y del todo terrenal que se parece al principio de indeterminación y a la teoría del caos. Nada está escrito de antemano. Nadie puede predecir las consecuencias que tendrá una decisión, ni en la vida pública ni en la privada. Nadie puede estar seguro de las causas que llevaron a un determinado desenlace con el que nadie contaba, pero que todo el mundo se apresura a profetizar como inevitable una vez sucedido.

En Guerra y paz, Napoleón es un sujeto vanidoso y distraído, tan seguro de su capacidad estratégica que no se da cuenta de que se dirige en línea recta hacia el desastre: en su soberbia insensata se cree protagonista de acontecimientos que en realidad lo arrastran tan a ciegas como a cualquier otro: la victoria o la derrota no dependen de su voluntad, ni de su coraje o su inteligencia, ni de los de nadie, sino de una constelación de hechos mínimos, de interacciones tan innumerables como las de las partículas que forman la materia. Unos generales cabalgan con sus uniformes resplandecientes y sus cataratas de condecoraciones, y una liebre huye en zigzag entre los cascos de los caballos.

El príncipe Andréi Bolkonsky yace malherido en el campo de la batalla de Austerlitz y se fija en la forma particular de unas nubecillas blancas en el cielo muy azul. El viejo general Kutúzov, que conoce por experiencia la futilidad de todos los planes militares, se queda dormido en la reunión donde los mandos supremos del ejército ruso discuten en varios idiomas y sin entenderse entre sí sobre posibles ofensivas, gesticulando en torno a una mesa llena de mapas. Kutúzov y sus generales están reunidos en la isba de una familia campesina: el punto de vista, que está siempre desplazándose, ahora es el de una niña de seis años que acaba de bajar descalza por unos peldaños de madera y observa con simpatía a ese anciano al que todos rodean y al que ella llama en secreto “el Abuelo”. Un momento antes estábamos en mitad de una reunión de hombres de uniforme cargados de medallas y de arrogancia: ahora los vemos como fantoches pomposos a través de los ojos de esa niña, que ya no volverá a aparecer, vista y no vista en el torrente del tiempo, en la galería instantánea de retratos, en la geografía convulsa de una novela en la que parece que están contenidas todas las novelas, todas las vidas, incluidas la nuestra.

viernes, 9 de julio de 2021

"Atontar por la izquierda" por Najat el Hachmi



Dejó dicho el ministro de Universidades, Manuel Castells, que es injusto y elitista impedir que los alumnos pasen de curso por tener algún suspenso porque con esto se va machacando a los de abajo y favoreciendo a los de arriba. Así que ahora lo más progresista es decirles a los estudiantes que saben cuando no saben, que aprenden cuando no aprenden, que son aptos cuando no lo son. Los de abajo van a ser más felices creyendo que tienen la misma educación de calidad que los de arriba aunque acaben la escolarización con déficits vergonzosos en materias básicas. A este paso volveremos a lo de las cuatro reglas y poco más. ¿Para qué quieren los pobres alcanzar la excelencia? ¿Esforzarse? ¿Que maestros y profesores sigan insistiendo en dotarles de algo más que lo instrumental? ¿Para qué? ¿Para acabar repartiendo paquetes en bicicleta o engrosando las cifras del paro juvenil?

Tiene razón el ministro cuando dice que no todo depende del esfuerzo, que las circunstancias condicionan el rendimiento académico. Pero digo yo, ¿no podríamos, en este caso, mejorar tales condiciones en vez de rebajar el nivel educativo de quienes las sufren? Estoy segura de que muchos alumnos tendrían mejores resultados si pudieran comer bien (28,8% de pobreza infantil en España según Save the Children), si sus padres pudieran tener trabajos estables con salarios decentes (el 46% de las familias monomarentales vive en situación de exclusión social, según la Federación de Asociaciones de Madres Solteras), si los centros a los que asisten estuvieran en buenas condiciones (50.000 estudiantes en barracones según este diario) o no fueran segregados según la clase social y el origen (España es el tercer país de la OCDE con más escuelas gueto según un estudio de Save the Children y EsadeEcPol). Pero supongo que poner fin a todos estos problemas es más caro que convertir los aprobados en premio de consolación para paliar la miseria en la que viven tantos menores.

Tampoco es que me sorprendan las palabras del ministro: a los pobres se les dan trabajos basura, comida basura, viviendas basura y vidas basura. Una educación de calidad, como la que seguramente recibió él mismo, sería una incongruencia. No sea que los niños marginados acaben creyéndose con derecho a dejar de serlo al darse cuenta de que el talento, la inteligencia y el esfuerzo se manifiesta igual en ellos que en los hijos de los de arriba.

miércoles, 7 de julio de 2021

"La incapacidad de escuchar" por Manuel Cruz




Hay gente que confunde argumentar con hablar sin parar. Suele ser la misma que confunde hablar de corrido con hablar corriendo. Otros, en cambio, hablan tan despacio que parece como si les fatigara su propia habla y tuvieran que sentarse a descansar a media palabra. Tanta es su lentitud que uno acaba temiendo que vayan a desfallecer a la mitad de una esdrújula (por no hablar de los adverbios de modo terminados en -mente, que se les deben hacer un auténtico calvario).
Quienes hablan tan deprisa pueden transmitir dos sensaciones, bien diferentes entre sí. Una es la de que tienen tantas cosas que decir que las palabras se convierten para ellos en una rémora para su pensamiento, una especie de maleza lingüística en sus bocas que obstaculiza que por ellas pueda salir, fresco y poderoso, todo un caudal desbocado de ideas. No se me ocurre mejor ejemplo de persona que transmitiera esta sensación que el de Manuel Fraga. Pero luego están quienes con su atropellamiento lingüístico lo que transmiten es la sensación de que les atenaza un auténtico horror al vacío y necesitan llenar con su incesante parloteo todo el tiempo en el que están en el uso de la palabra. Parece como si para esas personas no debiera haber, entre frase y frase, resquicio alguno de silencio, tal vez porque prefieren tener a su interlocutor pendiente por completo de lo que ellos están diciendo antes que darle la oportunidad de que pueda tomar alguna distancia reflexiva sobre lo que está escuchando. Evidencian con ello que en realidad hablan sin parar porque, en sentido propio y fuerte, no tienen nada que decir.
Por su parte, también quienes hablan despacio pueden subdividirse en dos grupos, de acuerdo igualmente con la sensación que transmiten. Los hay, en primer lugar, que con su lentitud en el hablar hacen llegar a su interlocutor una sensación de enorme profundidad y poderío en el mensaje. Sobre todo si esa lentitud va acompañada de la debida gestualidad. La mirada sostenida y la pausa en el lenguaje pueden ser percibidas como indicadores de que esa persona no solo no teme lo más mínimo ser contrariado, sino que, por el contrario, con sus silencios invita a su interlocutor a que le interrumpa para dialogar con él en cualquier momento.
Aunque los hay también, claro está, que utilizan esa misma pausa, esa misma mirada intensa y sostenida, para dar apariencia de hondura y trascendencia a las mayores insustancialidades o tópicos. ¿Quién no se ha encontrado en alguna ocasión, pongamos por caso, con el presuntuoso de turno que, achinando los ojos como el que está sufriendo mucho al evacuar su propia reflexión o como si se le estuviera ocurriendo en el mismo momento en el que la dice, termina profiriendo, mientras clava su mirada en la de su interlocutor con expresión pretendidamente inteligente, trivialidades del tipo “¿verdad que el ser humano es lo más importante que hay?”, “la libertad es algo fundamental en la vida” y otras parecidas, tan indiscutibles como vacías? En este caso, la imponente gestualidad de quien parece estar masticando sus palabras mientras las pronuncia se diría que persigue más una cierta intimidación simbólica a su interlocutor que el refuerzo propiamente dicho del mensaje.
Hace algunos meses, en el transcurso de una entrevista en la televisión pública catalana, un periodista me preguntaba si mi experiencia en el Congreso de los Diputados y en el Senado me había llevado a la conclusión de que ya no hay oradores como los de antes. Tuve que responderle que sí, pero no sin dejar de añadir a continuación que lo propio podría decirse no solo de los políticos sino también de los periodistas que cubren la actuación de aquellos en las Cortes. Si hubiera cronistas parlamentarios como los de antes (un “antes” que, sin necesidad de alejarse demasiado en el tiempo, alcanzaría hasta la Transición y los primeros compases de la democracia: pienso en Luis Carandell, en Víctor Márquez Reviriego o en el propio Miguel Ángel Aguilar) habrían encontrado un filón para sus crónicas no solo en la forma de hablar de algunas de sus señorías sino, más importante aún, en la forma de pensar que transparentan sus palabras. Nunca se me olvidará aquel diputado que presentó su intervención en la tribuna del hemiciclo anunciando que iba a formularle al ministro de turno una batería de preguntas (obviamente retóricas), y procedió a continuación a leerle lo que de toda evidencia era una ristra de tuits.
¿Cómo calificar un pensamiento que funciona a golpe de este tipo de ocurrencias? En el benévolo supuesto de que lo consideremos pensamiento, lo que no podremos es concederle el calificativo de discursivo. Por supuesto que en ocasiones hay quienes intentan disimular la materia prima con la que han construido sus intervenciones (esto es, con sus mensajes en las redes sociales), pero el origen termina por resultar indisimulable. Cuando alguien echa mano reiteradamente del “… y diré más”, suele ser indicio inequívoco de que está procediendo a la mera yuxtaposición de elementos del mismo signo, demostrando con su empecinamiento en las copulativas, en la mera adición, su completa incapacidad para argumentar.
Porque no es casual que del repertorio lingüístico de este tipo de hablantes haya desaparecido todo rastro, por ejemplo, de adversativas, disyuntivas, causales, comparativas, concesivas o condicionales. Lejos de ser una desaparición casual, constituye un síntoma claro de empobrecimiento en materia de pensamiento. Acaso lo que nos debería preocupar entonces es, mucho más que la desaparición de los brillos oratorios de antaño, el ocaso de ideas que dicha desaparición parece estar expresando. Pero, por no abandonar el hilo de lo que estábamos planteando, tal vez lo que debería constituir una preocupación aún mayor, si cabe, es el miedo a la palabra del otro que este tipo de actitudes comporta.
He aquí el denominador común que comparten un sector de los que hablan tan deprisa y de los que hablan tan despacio: la resistencia a que sus palabras puedan encontrarse con las del otro. Una resistencia que expresa no ya solo la escasa seguridad en lo que están defendiendo –hasta el punto de que ni se atreven a correr el riesgo de ponerlo a prueba- sino, me atrevería a decir que sobre todo, una profunda, estructural, incapacidad. Es la incapacidad de quien no alcanza a percibir el valor de la palabra ajena, de quien no es capaz de apreciar el regalo intelectual que significa que el otro nos haga caer en la cuenta de que estábamos equivocados.
No creo que quepa hacerse demasiadas ilusiones al respecto. La tendencia que parece dominante en nuestra sociedad es la que considera un valor –o incluso una virtud- ser capaz de desplegar una defensa numantina de palabras alrededor de las propias convicciones, como si no hubiera mayor triunfo que el conseguir mantener a salvo de la crítica aquello de lo que se venía convencido de casa. Quizá deberíamos actualizar la exhortación kantiana a que la humanidad alcance su mayoría de edad reinterpretando esta última bajo una nueva clave, en la que la palabra del otro tenga cabida. O, si prefieren decirlo de una manera apenas diferente: el día que la gente descubra el placer de escuchar, nuestro mundo será una fiesta.