Un joven oficial de húsares, Nikolái Rostov, lanza su caballo al galope en la confusión de una batalla. Alza el sable desnudo y se dispone a descargarlo sobre un jinete francés que acaba de caer al suelo, y que no puede escapar porque un pie se le ha enganchado en el estribo. En ese momento, cuando tiene al enemigo del todo a su merced, Rostov siente que su furia guerrera y homicida ha desaparecido: ve los ojos claros del oficial francés, el miedo en su cara sucia de barro, su pelo rubio. Se fija en que tiene un hoyuelo en la barbilla. Esa cara, piensa Rostov, no concuerda con el campo de batalla. “Su expresión no era hostil, sino simplemente la de un hombre que se puede encontrar en cualquier salón”.
El enemigo abstracto y anónimo, uno más entre los centenares de miles de soldados del ejército francés que invade Rusia a las órdenes de Napoleón, se ha convertido en un instante, a los ojos del oficial ruso que estaba a punto de matarlo, en un ser humano concreto, distinto a cualquier otro, y al mismo tiempo un semejante. Nikolái Rostov no es un hombre particularmente observador ni reflexivo y se ha arrojado a la batalla en un momento menos de coraje que de colectiva ofuscación. Pero ese instante de lucidez le ha abierto los ojos de golpe y le ha deparado una sabiduría tan instintiva que no llega plenamente a su conciencia, y que tal vez se le borre un momento después. Es el azar permanente de la vida, la primacía de lo involuntario y lo fugaz sobre lo premeditado, el devenir voluble que rige por igual los acontecimientos históricos y las vidas privadas, los movimientos colosales de los ejércitos y los deseos íntimos y las decisiones valerosas o mezquinas de cada persona. Es el territorio inmenso e infinitamente detallado de la novela, que Cervantes fundó con el Quijote y Tolstói llevó a una cumbre insuperada con Guerra y paz.
Al Quijote estoy volviendo siempre. Guerra y paz lo leí en el verano de mis 30 años, así que he tardado más de media vida en leerla de nuevo. Lo he hecho en la traducción de Irene y Laura Andresco para el Libro de Bolsillo de Alianza. Son dos tomos gruesos, pero muy manejables, que favorecen la condición transeúnte de la lectura, en este verano en el que por ahora nos hemos visto absueltos del sedentarismo forzoso. El regreso a esta novela que no puede compararse a ninguna otra lo asocio al hábito recobrado de los viajes en tren, a los primeros vuelos después de año y medio en tierra, a la indolencia frente al mar después de tanto encierro en Madrid. El hombre joven que terminó aquella lectura no sé en qué medida se parece a quien soy ahora, pero sí me acuerdo de que llegué al final en un estado de sobrecogimiento y como de revelación de lo que podrían ser las mejores posibilidades no ya de la literatura, sino de la misma vida.
Lo que no sé si advertí entonces fue la prodigiosa ambivalencia de una novela que tiene la amplitud y la escala de lo que suele llamarse “un gran fresco histórico” y en realidad está hecha no de grandes brochazos y visiones generales, sino de escenas breves como cuentos de Chéjov, de apuntes rápidos y como sobrevenidos en el momento mismo de la escritura, de observaciones agudas sobre lo más impalpable de la percepción de las cosas y de los sentimientos. Sutilezas psicológicas sobre el amor o los celos a las que Henry James o Proust dedican párrafos de media página, Tolstói las resuelve como de pasada en una frase de dos líneas. Los historiadores —los de su tiempo, y en parte también los del nuestro— organizan la secuencia de los acontecimientos como un proceso inevitable, una cadena necesaria de causas y efectos, gobernada por leyes que en la época de Tolstói oscilaban entre la necesidad impersonal, el destino de las naciones, la influencia de los grandes hombres, los varones colosales cuyo ejemplo máximo sería Napoleón. A esas certezas mayúsculas Tolstói opone una visión irónica y del todo terrenal que se parece al principio de indeterminación y a la teoría del caos. Nada está escrito de antemano. Nadie puede predecir las consecuencias que tendrá una decisión, ni en la vida pública ni en la privada. Nadie puede estar seguro de las causas que llevaron a un determinado desenlace con el que nadie contaba, pero que todo el mundo se apresura a profetizar como inevitable una vez sucedido.
En Guerra y paz, Napoleón es un sujeto vanidoso y distraído, tan seguro de su capacidad estratégica que no se da cuenta de que se dirige en línea recta hacia el desastre: en su soberbia insensata se cree protagonista de acontecimientos que en realidad lo arrastran tan a ciegas como a cualquier otro: la victoria o la derrota no dependen de su voluntad, ni de su coraje o su inteligencia, ni de los de nadie, sino de una constelación de hechos mínimos, de interacciones tan innumerables como las de las partículas que forman la materia. Unos generales cabalgan con sus uniformes resplandecientes y sus cataratas de condecoraciones, y una liebre huye en zigzag entre los cascos de los caballos.
El príncipe Andréi Bolkonsky yace malherido en el campo de la batalla de Austerlitz y se fija en la forma particular de unas nubecillas blancas en el cielo muy azul. El viejo general Kutúzov, que conoce por experiencia la futilidad de todos los planes militares, se queda dormido en la reunión donde los mandos supremos del ejército ruso discuten en varios idiomas y sin entenderse entre sí sobre posibles ofensivas, gesticulando en torno a una mesa llena de mapas. Kutúzov y sus generales están reunidos en la isba de una familia campesina: el punto de vista, que está siempre desplazándose, ahora es el de una niña de seis años que acaba de bajar descalza por unos peldaños de madera y observa con simpatía a ese anciano al que todos rodean y al que ella llama en secreto “el Abuelo”. Un momento antes estábamos en mitad de una reunión de hombres de uniforme cargados de medallas y de arrogancia: ahora los vemos como fantoches pomposos a través de los ojos de esa niña, que ya no volverá a aparecer, vista y no vista en el torrente del tiempo, en la galería instantánea de retratos, en la geografía convulsa de una novela en la que parece que están contenidas todas las novelas, todas las vidas, incluidas la nuestra.
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