Hay gente que confunde argumentar con hablar sin parar. Suele ser la misma que confunde hablar de corrido con hablar corriendo. Otros, en cambio, hablan tan despacio que parece como si les fatigara su propia habla y tuvieran que sentarse a descansar a media palabra. Tanta es su lentitud que uno acaba temiendo que vayan a desfallecer a la mitad de una esdrújula (por no hablar de los adverbios de modo terminados en -mente, que se les deben hacer un auténtico calvario).
Quienes hablan tan deprisa pueden transmitir dos sensaciones, bien diferentes entre sí. Una es la de que tienen tantas cosas que decir que las palabras se convierten para ellos en una rémora para su pensamiento, una especie de maleza lingüística en sus bocas que obstaculiza que por ellas pueda salir, fresco y poderoso, todo un caudal desbocado de ideas. No se me ocurre mejor ejemplo de persona que transmitiera esta sensación que el de Manuel Fraga. Pero luego están quienes con su atropellamiento lingüístico lo que transmiten es la sensación de que les atenaza un auténtico horror al vacío y necesitan llenar con su incesante parloteo todo el tiempo en el que están en el uso de la palabra. Parece como si para esas personas no debiera haber, entre frase y frase, resquicio alguno de silencio, tal vez porque prefieren tener a su interlocutor pendiente por completo de lo que ellos están diciendo antes que darle la oportunidad de que pueda tomar alguna distancia reflexiva sobre lo que está escuchando. Evidencian con ello que en realidad hablan sin parar porque, en sentido propio y fuerte, no tienen nada que decir.
Por su parte, también quienes hablan despacio pueden subdividirse en dos grupos, de acuerdo igualmente con la sensación que transmiten. Los hay, en primer lugar, que con su lentitud en el hablar hacen llegar a su interlocutor una sensación de enorme profundidad y poderío en el mensaje. Sobre todo si esa lentitud va acompañada de la debida gestualidad. La mirada sostenida y la pausa en el lenguaje pueden ser percibidas como indicadores de que esa persona no solo no teme lo más mínimo ser contrariado, sino que, por el contrario, con sus silencios invita a su interlocutor a que le interrumpa para dialogar con él en cualquier momento.
Aunque los hay también, claro está, que utilizan esa misma pausa, esa misma mirada intensa y sostenida, para dar apariencia de hondura y trascendencia a las mayores insustancialidades o tópicos. ¿Quién no se ha encontrado en alguna ocasión, pongamos por caso, con el presuntuoso de turno que, achinando los ojos como el que está sufriendo mucho al evacuar su propia reflexión o como si se le estuviera ocurriendo en el mismo momento en el que la dice, termina profiriendo, mientras clava su mirada en la de su interlocutor con expresión pretendidamente inteligente, trivialidades del tipo “¿verdad que el ser humano es lo más importante que hay?”, “la libertad es algo fundamental en la vida” y otras parecidas, tan indiscutibles como vacías? En este caso, la imponente gestualidad de quien parece estar masticando sus palabras mientras las pronuncia se diría que persigue más una cierta intimidación simbólica a su interlocutor que el refuerzo propiamente dicho del mensaje.
Hace algunos meses, en el transcurso de una entrevista en la televisión pública catalana, un periodista me preguntaba si mi experiencia en el Congreso de los Diputados y en el Senado me había llevado a la conclusión de que ya no hay oradores como los de antes. Tuve que responderle que sí, pero no sin dejar de añadir a continuación que lo propio podría decirse no solo de los políticos sino también de los periodistas que cubren la actuación de aquellos en las Cortes. Si hubiera cronistas parlamentarios como los de antes (un “antes” que, sin necesidad de alejarse demasiado en el tiempo, alcanzaría hasta la Transición y los primeros compases de la democracia: pienso en Luis Carandell, en Víctor Márquez Reviriego o en el propio Miguel Ángel Aguilar) habrían encontrado un filón para sus crónicas no solo en la forma de hablar de algunas de sus señorías sino, más importante aún, en la forma de pensar que transparentan sus palabras. Nunca se me olvidará aquel diputado que presentó su intervención en la tribuna del hemiciclo anunciando que iba a formularle al ministro de turno una batería de preguntas (obviamente retóricas), y procedió a continuación a leerle lo que de toda evidencia era una ristra de tuits.
¿Cómo calificar un pensamiento que funciona a golpe de este tipo de ocurrencias? En el benévolo supuesto de que lo consideremos pensamiento, lo que no podremos es concederle el calificativo de discursivo. Por supuesto que en ocasiones hay quienes intentan disimular la materia prima con la que han construido sus intervenciones (esto es, con sus mensajes en las redes sociales), pero el origen termina por resultar indisimulable. Cuando alguien echa mano reiteradamente del “… y diré más”, suele ser indicio inequívoco de que está procediendo a la mera yuxtaposición de elementos del mismo signo, demostrando con su empecinamiento en las copulativas, en la mera adición, su completa incapacidad para argumentar.
Porque no es casual que del repertorio lingüístico de este tipo de hablantes haya desaparecido todo rastro, por ejemplo, de adversativas, disyuntivas, causales, comparativas, concesivas o condicionales. Lejos de ser una desaparición casual, constituye un síntoma claro de empobrecimiento en materia de pensamiento. Acaso lo que nos debería preocupar entonces es, mucho más que la desaparición de los brillos oratorios de antaño, el ocaso de ideas que dicha desaparición parece estar expresando. Pero, por no abandonar el hilo de lo que estábamos planteando, tal vez lo que debería constituir una preocupación aún mayor, si cabe, es el miedo a la palabra del otro que este tipo de actitudes comporta.
He aquí el denominador común que comparten un sector de los que hablan tan deprisa y de los que hablan tan despacio: la resistencia a que sus palabras puedan encontrarse con las del otro. Una resistencia que expresa no ya solo la escasa seguridad en lo que están defendiendo –hasta el punto de que ni se atreven a correr el riesgo de ponerlo a prueba- sino, me atrevería a decir que sobre todo, una profunda, estructural, incapacidad. Es la incapacidad de quien no alcanza a percibir el valor de la palabra ajena, de quien no es capaz de apreciar el regalo intelectual que significa que el otro nos haga caer en la cuenta de que estábamos equivocados.
No creo que quepa hacerse demasiadas ilusiones al respecto. La tendencia que parece dominante en nuestra sociedad es la que considera un valor –o incluso una virtud- ser capaz de desplegar una defensa numantina de palabras alrededor de las propias convicciones, como si no hubiera mayor triunfo que el conseguir mantener a salvo de la crítica aquello de lo que se venía convencido de casa. Quizá deberíamos actualizar la exhortación kantiana a que la humanidad alcance su mayoría de edad reinterpretando esta última bajo una nueva clave, en la que la palabra del otro tenga cabida. O, si prefieren decirlo de una manera apenas diferente: el día que la gente descubra el placer de escuchar, nuestro mundo será una fiesta.
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