viernes, 29 de diciembre de 2017

29 de diciembre, seis años después


Hoy, 29 de diciembre de 2017, tengo mal cuerpo y no solo por la fecha (y todavía me quedan 24 años por vivir, porque en mi familia todos morimos a los 78). Si la descomposición sigue en aumento, no sé si podré cumplir las expectativas. Hoy, 29 de diciembre de 2017, hace seis años que murió mi padre, cumpliendo rigurosamente los plazos establecidos por nuestra genética, 78 años había celebrado en septiembre de 2011. Tengo mal cuerpo y no es por la fecha, no solo por eso. 
El tiempo amortigua el dolor, como un colchón neumático que se hincha con el paso de los años. Todo lo mezcla y lo confunde, el tiempo, digo. Todo lo enreda. Esta mañana mientras dormitaba, me he trasladado a la tienda de ultramarinos de mi padre. Al verano de 2011. Hablaba con él distendidamente, como pocas veces lo hicimos. Me contaba sus peripecias de adolescente en el almacén de coloniales donde pasó su juventud. Yo lo anotaba todo. Me documentaba para escribir mi segunda novela, Bilis. Mi padre solo pudo leer el borrador de las primeras páginas. Lo hizo junto a mí, detrás del mostrador donde sacaba las cuentas. Cuando terminó, se metió en la trastienda sin decir nada. Quizás no le había hecho ninguna gracia que en las primeras páginas recreara la muerte trágica de su propio padre (él tampoco cumplió la premisa de la genética por fuerza mayor). Pero no. Salió restregándose los ojos por debajo de las gafas con un pañuelo. Era la primera vez que lo veía llorar (bueno, recuerdo ahora otra, cuando se sacó él mismo una muela con unos alicates). 
La única bondad que le conozco al tiempo es la de restañar heridas, ninguna más. Y nunca las cierra del todo. Es un cirujano voluntarioso al que le falta delicadeza. Solo hay que verlo cuando colabora con los espejos. Se mezclaban en el recuerdo las imágenes de mi padre joven, maduro y viejo, como si se tratara de una conversación que hubiera durado toda la vida (la memoria es más considerada que el tiempo). En realidad solo fueron unos días, los que precedieron a su muerte. El destino es así de caprichoso. Lo que entonces vi como una crueldad (que mi padre muriera al poco de terminar la novela) hoy lo veo como una suerte, se fue el 29 de diciembre. Si hubiera muerto en enero, no habría podido conversar con él.       

jueves, 28 de diciembre de 2017

"El estreno del joven Valle" por Nuria Azancot



“A pesar de que en su tiempo le consideraban un autor antidramático, Valle amaba profundamente el teatro”, explica la profesora Santos Zas, coordinadora de las Obras Completas del escritor que edita la Biblioteca Castro. Tras la aparición de los tres primeros volúmenes, dedicados a la narrativa y el ensayo, estos días aparece el cuarto tomo, consagrado al teatro, en el que se reúnen sus once primeras piezas (dramas, comedias, farsas) siguiendo un orden cronológico y según la versión editada exclusivamente en librería, “ya que la que se difundía en los periódicos y por entregas solía estar llena de errores de transcripción”, explica Santos Zas. 

Comenta la editora que la pasión de Valle por el teatro fue tan constante como temprana: aunque luego firmó junto a otros escritores una carta en protesta por la concesión del Nobel a Echegaray, en su juventud Valle-Inclán le admiró casi tanto como a Zorrilla, cuyo Don Juan Tenorio era capaz de recitar completo y que tanto tendría que ver con futuros personajes valleinclanescos como el marqués de Bradomín. Además, vivió un tiempo en Pontevedra, una de las primeras ciudades españolas donde pudo disfrutarse el cinematógrafo (1897), tan vinculado a su dramaturgia, y en la que solían actuar las compañías teatrales más famosas de la época, como las de María Guerrero y Díaz de Mendoza, la de Carmen Cobeña, Rafael Calvo o Antonio Vico. 

Un debut desafortunado

A finales del XIX, y tras una breve estancia en México , Valle-Inclán marchó a Madrid en abril de 1895 con el sueño nada secreto de hacerse un nombre en el mundillo teatral. Frecuentó tertulias, polemizó con autores y llegó incluso a escribir en 1897 a Pérez Galdós, entonces dramaturgo de éxito, confesándole su deseo de ser actor. Finalmente debutó en el teatro de la Comedia, en noviembre de 1898, interpretando el papel de Teófilo Everit en La comida de las fieras de Benavente. En esa función, además, compartió las tablas con Josefina Blanco, su futura esposa, pero su actuación recibió muy malas críticas. 

Peor le fue tras interpretar un papel en la adaptación de Alejandro Sawa de Los Reyes en el destierro. Con todo, no fueron las críticas las que le obligaron a abandonar la interpretación, sino las consecuencias de un duelo con su amigo Manuel Bueno, que en julio de 1899 le convirtió en manco obligándole a volcarse en la producción, adaptación, dirección y, sobre todo, en la creación. Así, ese mismo año debutó como director con una versión de La fierecilla domada, de su admirado Shakespeare, aperitivo de su estreno como autor el 12 de diciembre de 1899 con Cenizas. Drama en tres actos. 

Representada por el Teatro Artístico, una agrupación creada por dramaturgos jóvenes liderada por Jacinto Benavente, y que intentaba hacer patente su disidencia respecto del teatro de su época, Cenizas fue dirigida por el futuro Nobel, que interpretó también un papel, pero la obra volvió a sufrir la incomprensión del espectador. Al día siguiente, se podía leer en la prensa que el público “no pudo premiar al dramaturgo pero sí celebrar el fino trabajo del escritor”, lo que sería una constante para el Valle dramaturgo. 

“En general -subraya Margarita Santos- la crítica solía reconocer la altura literaria de sus obras pero sus acotaciones resultaban imposibles para las puestas en escena de la época. También escribía piezas rompedoras con la estética de la escena española su tiempo, obras antirrealistas en una época en la que sobre nuestras tablas imperaba el realismo, el melodrama y el humor populachero. Y las obras con pocos personajes, cuando en las obras de Valle intervenían decenas...” 

A pesar de tanto rechazo, entre 1899 y 1914 Valle escribió once obras de todo tipo (dramas, comedias) con un éxito cada vez menor. Los empresarios acabaron rechazando textos como Voces de Gesta, o postergando los estrenos hasta que en 1914, tras escribir La cabeza del dragón -la obra que cierra este volumen-, Valle-Inclán padeció una profunda crisis personal y como autor, rompió con las principales compañías teatrales, que cerraron las puertas a sus obras hasta 1931, y abandonó el teatro. Incomprendido, menospreciado, no entendía la cerrazón del mundillo teatral a lo que estaba intentando. Conocía bien el simbolismo, la poesía, la modernidad, y quizá por eso la escena costumbrista, grandilocuente, que triunfaba en España, le espantaba. 

Solo dos años antes de su abandono temporal del teatro, en 1912, cuando le preguntaron en una entrevista por la puesta en escena de La marquesa Rosalinda, declaró que ninguno de los actores la había entendido, y que “apenas si María Guerrero dijo los versos como yo los escribí. […] en boca de los intérpretes, mis rimas parecían una mala prosa”. Su desdén hacia los actores era tal que también afirmaba no haber “escrito nunca, ni escribiré para los cómicos españoles”. Los empresarios no le merecían mejores palabras: “si Lope de Vega viviese hoy, lo más probable es que no fuese autor dramático, sino novelista. ¡Habría que oír al Fénix cuando los empresarios le hablasen de las conveniencias de escribir manso y pacato para no asustar a las niñas del abono…!”

El mal gusto del público

El espectador tampoco salía bien parado: “El autor dramático con capacidad y honradez literaria hoy lucha con dificultades insuperables, y la mayor de todas es el mal gusto del público. Fíjese usted que digo el mal gusto y no la incultura. Un público inculto tiene la posibilidad de educarse, y esa es la misión del artista. Pero un público corrompido con el melodrama y la comedia ñoña es cosa perdida”. 

Él prefirió abandonar, y su silencio duró seis años. De él resurgiría un Valle-Inclán distinto, maduro, revolucionario: el de los esperpentos, Divinas palabras, Luces de Bohemia... Pero esa es otra historia. La del quinto volumen de las Obras Completas que lanzará la Biblioteca Castro en unos meses, con el resto del teatro (otras once obras) y con la poesía.

martes, 26 de diciembre de 2017

"Expiación" de Ian McEwan


Expiación de Ian McEwan es todo un novelón. Sí, un novelón de la más arraigada estirpe decimonónica, aderezado con lo mejor de la innovación narrativa del siglo XX. El propio autor nos expone su libro de estilo por boca de un editor, quien recomienda cómo pulir su obra a la protagonista. Metaliteratura de lo más digerible y muy útil para cualquiera con exceso de testosterona literaria moderna y trascendente. 
Fue un error ver la película antes de leer el libro, pero lo hice inconscientemente. Y no es que la película carezca de valor, todo lo contrario, pero habría disfrutado mucho más de la trama. La novela no solo ofrece una anécdota jugosa y llena de peripecias que mantiene la expectativa con firmeza, sino que, además, profundiza en el carácter de los personajes con maestría, lejos de esos best seller aliterarios con las costuras al aire. 
McEwan es un maestro de la narrativa. Me alegro de encontrarme con estos autores para certificar que la novela no solo no es un género en decadencia, sino pleno de vitalidad. Si a una buena historia se le une el genio y una técnica literaria impecable, obtenemos estos placeres. La estructura de la novela juega con esa protagonista-escritora que tendrá que publicar su obra póstuma para que no se querellen contra ella, a pesar de que es ella la "mala" de la historia. La habilidad de McEwan para escoger narradores y dotarlos del habla y de la personalidad necesarias es uno de sus principales logros. En Cáscara de nuez riza el rizo (un feto narra el asesinato de su padre a manos de su madre y su hermano), pero en Expiación, no se queda corto. La narradora (lo conocemos al final) es una autora de éxito que cuenta un pasaje de su vida para expiar una culpa de adolescente. La novela es un género sin fondo y algunos, como este autor inglés, saben muy bien como buscar en sus profundidades.    

lunes, 11 de diciembre de 2017

"Poesía y tiempo: la muerte del poeta" por Juan Antonio Fernández



«Las palabras nombran lo ausente, lo distante, lo que ha de venir».
Emilio Lledó, El silencio de la escritura

Aurora, alba o claror. El no-tiempo que precedió al Tiempo; la absoluta nada anterior a la gran explosión; el apeiron de Anaximandro; el verbo encarnado judeocristiano; el presocial Génesis bíblico; la oscura caverna platónica; la forma-sueño zambraniana; el Gran Tiempo de Mijail Bajtin o el Tiempo del Mito de Octavio Paz; el tránsito del venerable mythos, al reflexivo logos. Íncipit, agon, esto es, arcano conflicto de fuerzas, primera tensión que en el silencio nos hizo y, aún hoy, nos sedimenta. Porque antes de cualquier imaginable comienzo, hubo otro. El pretérito es una imagen en la que nos reflejamos; un relato que nos contamos a nosotros mismos, para sabernos.

En cierta ocasión, según explica Hugo Friedrich en Estructura de la lírica moderna, le preguntaron a Mallarmé qué hubo antes de Homero, a lo que contestó: «Orfeo». Para el poeta simbolista, Homero supuso una «aberración», que lapidaría el vuelo del canto órfico bajo el peso solemne del hexámetro. María Zambrano, por su parte, también nos advierte de que tuvo lugar: «un momento peligroso para la suerte de la poesía: el de la Épica». Fue con Orfeo y no con Homero, con quien dialogaron los nueve poetas mélicos de la antigua Grecia: Safo, Simónides, Píndaro… Siendo así, la monolítica Épica hace las veces de insondable pared, la cual nos oculta el verdadero origen material de la lírica, que no es sino el trino del mirlo; el balbuceo ininteligible del bárbaro. No es casual que, en su etimología, la voz bárbaro entrañe una onomatopeya nacida por la aglutinación del sonido bar-bar-bar, que rememora la inasible lengua de los pájaros. Porque existió un tiempo en que la incomprensión del insondable misterio fue explicada como materialización del lirismo. Atestiguan los textos bíblicos que al principio fue el verbo. Sin embargo, en términos poéticos, al inicio no fue ese verbo, −hacedor y omnipotente−, en tanto que objetivación del logos o razón platónico-aristotélica, sino que la poesía enraíza remontándose hasta phoné,−puro cántico o sencillo vagido−, el cual ya palpitaba, con anterioridad, «por de dentro» del tejido ciego que asentaron el mythos y el logos. Mientras que el cuento habita el «érase una vez…», la poesía se remonta a un orden de cosas anterior, hasta incardinarse en ese tiempo desdibujado por el eco de la oralidad.

En la noche de los tiempos, el gorjeo de un somormujo rasgó el silencio. Así brotó en nuestro mundo la poesía. El «[…] silencio se nos aparece como el lugar de la palabra poética. Un lugar al par limitado y limítrofe», dejó escrito María Zambrano. La poesía, asimismo, también está vinculada con la «virtud» (areté, en griego). Sobre esta cuestión diserta Platón, en su diálogo Protágoras o los sofistas, concluyendo que la areté, más allá de la mítica cadena de los inspirados, constituye un término sin concepto, una suerte de impulso imposible de ser enseñado o transmitido, que es inherente a quienes contemplan, interpretan y crean. Luego, poeta se es o no se es. Sin ambages. No hay grises en esta cuestión.

No obstante, bien es cierto que como en todo oficio, la poesía exige cierta orfebrería, techné, susceptible de ser transmitida y mejorada. Sea como fuere, a pesar de que el mundo helénico nos legue una imagen, ciertamente, divinizada del poeta, hemos de olvidar aquella romántica y trasnochada concepción huidobriana del poeta como «pequeño dios». Convicción que sólo colabora a la hora de hacerle el juego al capital, perpetuando la jerarquización y el elitismo, a través de una imagen inaccesible del mismo, elevándolo a una categoría superior de lo humano. A pesar de ello, el mundo griego también nos da la solución a esta disyuntiva, pues el quehacer poético, más que un «don» demiúrgico y divino, es una facultad llana, humana y terrenal, una suerte de «gracia», carites, que inclina a quien la posee al juego con la sintaxis, al paladeo de los nombres. Carites no entiende de riqueza, ni de pobreza. Pertenece al orden de la tierra y donde anida, ilumina. Sin distinciones, de forma gratuita. En cualquier caso, al margen de nociones, la poesía es, como toda literatura, una construcción ficcional eminentemente lúdica, un «como si…» donde se hace realidad, presentizándose, «lo que no es».

Como es sabido hace unos 2500 años, allá por el siglo V a. C., se produjo un notable ataque a los poetas por parte de los filósofos. Platón, sin ir más lejos, expulsa a los primeros de su polis ideal. En aquel entonces, habida cuenta de la extendida cultura oral epocal, poesía y filosofía funcionaban como dos herramientas transmisoras de conocimientos. Esto nos revela que hubo un tiempo en que ambas disciplinas estuvieron disputándose la hegemonía por ocupar el centro del espacio del saber. La condena platónica de la poesía exilia al poeta, lo expulsa la polis, condenándolo a vagar extramuros. De ahí que el poeta sea o, tal vez, esté condenado a ser un outsider proscrito que asalta la ciudad y escribe desde los márgenes del silencio: extrarradio, afueras y arrabales, para poner en cuestionamiento los aparatos de poder. En las antípodas del ruido urbano reina el silencio. El espacio del folio en blanco limita con lo silente. El silencio que rodea al acto poético es idéntico al silencio de la lectura. En este sentido, el silencio lírico es crucial, ya que violenta los ciclos del capital, quebranta la sobrexposición hiperactiva a lo massmediatico y pausa la desincronía del tiempo actual. La poesía anula el des-tiempo, esto es, colma el tiempo vacío propio de las sociedades posindustriales, referido por Byung Chul-Han, hasta trascenderlo.

La poesía es tiempo. Ya lo dejó escrito Antonio Machado en Nuevas canciones (1924): «Ni mármol duro y eterno / ni música ni pintura / sino palabra en el tiempo». Y por extensión, al igual que todo ser viviente, quien escribe poesía es un ser transido por el mismo. Lejos de la divinidad, el poeta es tan solo un individuo señalador. Su función social es deíctica, pues pone el punto de mira en aquello que ha sido reificado, plastificado y fosilizado por el sistema, hasta conseguir que todo cuanto señalado sea; refulja y cante con un color renovado. Para que ello se produzca el poeta ha de deshacerse de su identidad, permitiendo que el mundo hable a través de él. Sobre esta cuestión, el romántico inglés John Keats, en una carta fechada en octubre de 1818, que envía a Richard Woodhouse, escribe: «un poeta es lo menos poético de la existencia, ya que carece de identidad desde el momento en que se ve continuamente en la necesidad de ocupar el cuerpo de otro, el sol, la luna, el mar, los hombres y mujeres […]». Chameleon poet, escribirá en otro lugar Keats, pues el poeta, cuando habita la polis, canta por todos, vacío de sí. Por ello, después de décadas disertando sobre la «experiencia» en poesía española: mueran los poetas; olvídense, vacíense de sí.

Las palabras de Keats nos recuerdan aquellas otras que usara Sócrates, cuando hablaba de sí mismo en calidad de amante. Así las cosas, el filósofo ágrafo se definía como sujeto átopos, esto es, como no-lugar o ser sin identidad. No-ego, a la postre. El átopos socrático viene a significar algo así como «lo indefinido» o «lo inclasificable». Y, precisamente, esta indefinición es la naturaleza constitutiva del poeta, −individuo vacío de sí, capaz de eyectar su ser, en aras de colmarse del Otro−, en tanto en cuanto está atravesado por lo Otro ajeno: «el sol, la luna, el mar, los hombres y mujeres». Ahora bien, dejemos claro que el poeta solo alcanzará esta suerte de anulación del ego mediante un estado letárgico y meditativo, muy próximo a la inacción de la vita contemplativa. Someterse, por el contrario, a la neurosis compulsiva de la vita activa intrínseca al modus neoliberal y a la tiranía productiva del «estar haciendo», eliminaría cualquier rastro de lirismo. Llegados aquí es estimulante traer a colación aquel agudo artículo de Andrés García Cerdán, La poesía del desconocimiento: hacia un cántico cuántico, pues pone de manifiesto la acuciante necesidad de: « […] una poesía del desconocimiento, del descontento, de la inexperiencia, de la falencia, en la que el sujeto lírico deambule por los pasillos desconocidos de una inconsciencia poética primera, única y en flor. Amemos lo desconocido».

El no saber es germen de la lírica. Y lo inefable, es decir, aquello que no se puede fablar, su andadura. «No sé con qué decirlo / porque aún no está hecha / mi palabra» escribe Juan Ramón Jiménez al inicio de Eternidades (1918). El estatismo de la inexperiencia, que plantea García Cerdán, nos remite hasta Mandorla (1982) de José Ángel Valente, porque «escribir no es hacer, sino aposentarse, estar». Este estático recogimiento del ser, carente de acción y experiencia, choca frontalmente con la temporalidad atomizada de nuestros días.

Octavio Paz, en algún lugar de El arco y la lira, distinguió tres tipos de instantes: amoroso, místico y poético. Para el ensayista y poeta mexicano el instante amoroso es un sólo segundo en que «el tiempo no fluye colmado de sí». No obstante, como veníamos diciendo, nuestro presente no solo está vacío, sino también truncado. Habitamos un tiempo sin colmo, que no rebosa, ya que adolece de cuerpo, de anclaje, de sustancia. Así, respiramos fatigados, porque no hay esencia que nos calme. Solo un tiempo líquido tolera su desintegración y su consiguiente evaporación. Nada es asible, porque todo se diluye. El tiempo esquizofrénico, sincopado y frenético del siglo XXI expulsa de su seno a la poesía, dado que esta pide duración, demora y contemplativa espera. Los instantes amoroso, espiritual y lírico no tienen cabida en nuestro tiempo. Nuestro «ahora» no contiene tiempo alguno que los acoja.

Mientras que la poesía brota del interrogante, de la duda; la máquina no duda. Solo avanza, solo acelera. El zapping inquisitivo de nuestra sociedad elimina cualquier posible demora; toda lentitud existencial perece. Han muerto el sum y el essere filosóficos, esto es, aquel antiguo «dejarse ser» frente al mundo. El zapping quiebra la sintaxis del silencio poético. De ahí que Byung Chul-Han, en El aroma del tiempo, asevere: «La aceleración [del mundo actual] remite a la falta de fundamento, de estancia, de sostén». En cambio, por su parte, lo poético sustenta, detiene y fundamenta el tiempo, profundizándolo. «Vaciar el espíritu, liberarlo de los deseos, da profundidad al tiempo», reconoce el filósofo surcoreano. Es tarea del poeta devolvernos a la caverna, al vagido y al balbuceo del tiempo primero anterior a todo tiempo; a la pre-comprensión que en su día dialogó en el lenguaje de los pájaros. Remontarnos a las profundidades donde, desnudos y manchados por lo oscuro, fuimos criaturas primitivas, vacías de sí. Porque el silencio lírico, hoy por hoy, perdura por encima del poder, de sus aparatos. Y, sin duda, nos trascenderá, hasta que sobre la Tierra no haya más que ceniza. El silencio, ese reino que nos espera; esa sola verdad que nos acompaña, recordándonos qué somos o quiénes fuimos: lejana procesión de soles y de lunas; un antiguo rumiar del horizonte; este lento solfeo que «ni palabras pide», para llorar el tiempo.

"Troyanas" de Eurípides, en versión de Alberto Conejero y Carme Portaceli


Ver representada una obra escrita hace más de 2400 años supone, de entrada, una emoción especial. Es como asistir al desenterramiento en directo de un monumento arqueológico. Así esperábamos en la platea del teatro Español el comienzo de la obra, como si con paleta y pico en ristre nos dispusiéramos a excavar en los alrededores del Partenón o  en el teatro de Epidauro. 
Cuando aparecen sobre el escenario las seis mujeres que protagonizan Troyanas de Eurípides, el público calla y espera, expectante, a que el demiurgo pronuncie su palabra milenaria por boca de las actrices actuales. La sorpresa es mayúscula cuando se advierte que el tema de la obra no puede ser más actual y que los padecimientos que se desarrollan sobre la escena son los mismos que afligen a las mujeres del siglo XXI. Son seis víctimas de los hombres y de las guerras, seis mujeres que gritan, gimen, se desesperan y protestan por la crueldad a las que las somete el poder del hombre y su feroz comportamiento. Aitana es Hécuba, la mujer de Príamo, rey de Troya; Alba es Políxena, hija de Hécuba; Míriam es Casandra, hija de Hécuba; Maggie es Helena, amante de Paris y esposa de Menelao; Pepa es Briseida, esclava de Aquiles y raptada por Agamenón; y Gabriela es Andrómaca, esposa de Héctor. Las seis han sufrido la violencia y la muerte y lamentan su suerte ante su verdugo, el hombre; ante Nacho, Taltibio, el mensajero de los griegos, que viene a arrancar al hijo de Andrómaca para que los troyanos no tengan futuro. El paisaje devastado, sembrado de muertos, podría ser el de Troya o el de Madrid en el 39 o el de París en el 40, o el de Sarajevo en los 90, o el de Alepo o el de una ciudad del Congo en la actualidad. Las mujeres se llevan la peor parte de las tragedias y, además, se las utiliza como excusa para justificar el hambre de riquezas y poder que conduce al desastre bélico. Helena lo padeció y se lamenta de ello ante una Hécuba desatada contra ella, contra la propia mujer. Andrómaca llora el asesinato de su hijo y Hécuba la anima a vivir a pesar de todo, "no dejéis que a la injusticia siga el silencio". El trayecto es demasiado largo para repetir una y otra vez los mismos errores, para volcar sobre la mujer el cuenco ardiente de la injusticia y el terror, pero así es. La obra es tan actual como hace 2400 años, muy a nuestro pesar. El coro ha desaparecido, pero la tragedia se mantiene con una intensidad desgarradora gracias a que la desgracia femenina sigue alimentado las fauces del monstruo ya se llame este guerra, violencia, poder o simplemente hombre.      

sábado, 9 de diciembre de 2017

"La dama boba" representada por la Joven Compañía


Los versos de Lope no necesitan otro añadido, solo decirlos bien. En esto, los que amamos el teatro clásico estamos de acuerdo. Que el texto de Lope se puede representar totalmente desnudo, siempre y cuando haya un trabajo concienzudo previo de dicción, es una evidencia. Ahora bien, si a la representación de las obras de Lope añadimos un vestuario adecuado y una escenografía efectiva, ¿pierden entonces su esencia? Es también evidente que no. Siempre que he visto una obra del Fénix representada por la Compañía Nacional lo accesorio nunca ha absorbido al texto, todo lo contrario, lo ha realzado. Por tanto, ¿qué puede aportar una representación de La dama boba como la que actualmente está haciendo la Joven Compañía? Sin vestuario, sin escenario, en una pequeña sala con muy pocas localidades. Un intento de romper esa "cuarta pared" que separa al público del actor. Me dirán que se establece una intimidad mayor entre espectador y actor, que ese círculo rodeado de sillas hace que se viva el teatro como si se asistiera a un ensayo o, yendo un poco más allá, a la vida misma, puesto que no hay distancia ninguna entre público y representantes. El verso, como siempre, fluye correcto y fácil de la Joven Compañía, la puesta en escena es dinámica y atrapa al espectador, pero a mí me sigue bullendo la idea de que no sé si aporta algo esa desnudez absoluta. Es cierto que solo la palabra es la protagonista, pero en una buena obra bien representada nunca el verso de Lope queda oculto detrás de nada.
Finea, boba al principio de la obra y sabia al final, sufre un milagro procurado por el enamoramiento. El amor la hace sabia hasta el punto de que es capaz de fingirse tonta como era antes. Es capaz de volver a su naturaleza anterior cuando ella lo desea. Muestra su bobería con el lenguaje amoroso, porque no sabe interpretar las metáforas: cree que quien ha puesto sus ojos en ella, debe quitárselos cuanto antes y que debe desabrazarla quien lo ha hecho, porque no le gusta sentirse llena de ojos ni de brazos. Su bobería, en fin, es una parodia del lenguaje amoroso petrarquista plagado de tópicos tan usados como el vino para curar las heridas. La gracia, la espontaneidad, la frescura de esta obra pervive por los siglos de los siglos. Y ya digo, pese a no creerme del todo esa desnudez con la que la ha representado la Joven Compañía. Si es por falta de presupuesto, nada que objetar. 

"Teatro de texto" por Antonio Muñoz Molina



Dice Raquel Vidales en una crónica reciente que al cabo de muchos años están volviendo a publicarse obras de teatro en España. La noticia me da alegría y hasta una cierta nostalgia, porque mi primera vocación literaria sostenida fue la de escribir teatro. Como cuenta Vidales, hasta los años setenta eran muy frecuentes, y muy visibles, las ediciones de literatura dramática, y no solo de los clásicos. Hasta en una ciudad apartada como la mía, y gracias a la biblioteca municipal, podía encontrarse una gran parte del mejor teatro del siglo XX. En Úbeda, hacia los primeros setenta, yo descubrí con asombro, con admiración, riendo a carcajadas, o quedándome completamente perdido, todo el teatro de Eugène Ionesco. Inmediatamente me convertí en autor de teatro del absurdo, con ese tajante mimetismo de la adolescencia. Un poco antes me había hecho autor de teatro lorquiano, al leer una tras otra todas las obras de Lorca, si bien esa fase creativa quedó clausurada cuando vi en televisión una comedia de Pinter —El portero, recuerdo que se llamaba— y me dediqué a imaginar situaciones como de misterio lacónico, con frases breves y grandes silencios. Cada pocas semanas cambiaba por completo la forma de mi vocación, según el autor al que hubiera descubierto. Lo que no variaba era mi amor por el teatro, la determinación de escribir cosas que acabaran cobrando una presencia física sobre un escenario, palabras que podrían existir en las páginas de un libro igual que poemas o novelas pero que solo alcanzarían su plena realidad al ser dichas en voz alta. Al final de septiembre, en la época de la feria, buenas compañías de Madrid llenaban el teatro Ideal, que el resto del año era cine. Había, desde luego, mucho teatro de consumo, que yo estaba aprendiendo a llamar burgués, pero también podíamos ver las obras velada o abiertamente subversivas de Antonio Buero Vallejo, con sus alegorías políticas y sus símbolos laboriosos que luego nos gustaba tanto interpretar. Había una urgencia, una vitalidad, una fuerza visceral en un escenario. Recién llegado a Madrid yo vi Los acreedores, de Strindberg, en el Pequeño Teatro de la calle de Magallanes, y salí trastornado, como el que ha bebido mucho y se tambalea saliendo de un bar.En las ediciones baratísimas de la colección Escelicer estaba todo el teatro contemporáneo español e internacional y una parte del gran teatro clásico europeo. Leer teatro era para mí tan estimulante, tan provechoso como leer poesía o novelas, y provocaba un reflejo inmediato, entusiasta y calamitoso de emulación. El teatro parecía la forma estética más vigorosa y la más adecuada y eficaz para la rebeldía personal y la sublevación política. No había muerto Franco y ya se publicaban y hasta se representaban, no sin sobresaltos, las obras mayores de Bertolt Brecht y Peter Weiss. Ni a Úbeda ni a Granada podían llegar el Marat-Sade de Weiss que montó heroicamente Adolfo Marsillach: pero sí los textos publicados en libros, o en la revista Primer Acto, acompañados con fotos de las representaciones que nos enfebrecían más aún la imaginación: aquellos actores imponentes, envueltos en harapos, contra fondos oscuros, con gestos de oráculos o de enajenados. Hasta Lorca, que corría el peligro de parecer anticuado por comparación, revelaba toda su cruda furia cuando se veían fotos de Núria Espert medio desnuda saltando por la lona de la versión de Yerma que hizo Víctor García.

Entre los 15 y los 20 años yo escribí teatro con una fecundidad de autor urgido por los encargos. Escribía sucedáneos de Lorca, de Ionesco, de Beckett, de Mihura, de Pinter, de quien se me pusiera por delante. Escribía a máquina, lo cual facilitaba la velocidad y la fantasía de ser un verdadero escritor. A partir de un cierto momento también escribía fumando, y eso ya me parecía el colmo de la vocación literaria. Una cima temprana de mi carrera vino cuando unos amigos que estudiaban en la Escuela de Magisterio regentada por los jesuitas me pidieron que les escribiera una función para su grupo de aficionados. Escribí, inevitablemente, una alegoría política a la manera de Buero Vallejo: en una academia privada regida por un director despótico (y sexista), unos estudiantes organizan un levantamiento, con el consiguiente final trágico. Durante meses, los de mi último curso en el instituto ensayamos la función, como una fraternidad de conjurados. La dirección de la Escuela la prohibió el día antes del estreno. El prestigio de perseguidos y censurados que esa prohibición nos concedía a nuestros propios ojos compensaba de sobra el disgusto de tanto esfuerzo inútil.

Seguí escribiendo teatro. Imaginaba que cuando viviera en ciudades con universidad encontraría oportunidades de estrenar mis trabajos solitarios, guardados en el célebre cajón en el que se aseguraba que languidecía el mejor teatro escrito durante la dictadura. Los tiempos cambiaban muy rápido, y en cuanto cayera el régimen o muriera el dictador todo aquel caudal de imaginación teatral proscrita se desbordaría en los escenarios.

Lo que ocurrió fue, misteriosamente, que cuando se pudo escribir teatro en libertad no hubo casi nadie dispuesto a representarlo, y ni siquiera a editarlo. No por nada, sino porque era “teatro de texto”, y lo que se imponía era la improvisación colectiva, el espectáculo en el que la palabra perdía su relevancia, bien la primacía absoluta del director. La última pieza que escribí no necesitó ser prohibida para no llegar a representarse nunca. Era, como las anteriores, un refrito, esta vez entre Valle-Inclán y Fernando Arrabal. Las varias copias a máquina que hice circularon durante meses por grupos de teatro independiente, tan numerosos entonces, y la respuesta que obtuve fue en todos la misma. Aquello estaba bien, hasta tenía posibilidades, me decían consoladoramente, pero era “teatro de texto”, o peor aún, “teatro de autor”.

Por esa época cayó en mis manos una edición de El Aleph. Fue una iluminación. A diferencia de las palabras del teatro, aquellas de Borges no habían necesitado, para llegar a mí, la mediación de un director investido con poderes de gurú que quisiera cambiarlas o suprimirlas a su gusto, ni las de unos actores que pudieran desfigurarlas, convertirlas en gritos, hacerlas inaudibles, cambiar su sentido con una entonación. En la página impresa se celebraba en soledad y en silencio la irrupción de la palabra escrita en la imaginación del lector. Una tarde, con mi obra manoseada y rechazada bajo el brazo, saliendo de otro encuentro sin fruto, decidí que no escribiría teatro nunca más. Lo que había escrito hasta entonces no tenía ningún mérito, pero el esfuerzo y la paciencia de llegar a ser mejor no valdrían la pena.