«Las palabras nombran lo ausente, lo distante, lo que ha de venir».
Emilio Lledó, El silencio de la escritura
Aurora, alba o claror. El no-tiempo que precedió al Tiempo; la absoluta nada anterior a la gran explosión; el apeiron de Anaximandro; el verbo encarnado judeocristiano; el presocial Génesis bíblico; la oscura caverna platónica; la forma-sueño zambraniana; el Gran Tiempo de Mijail Bajtin o el Tiempo del Mito de Octavio Paz; el tránsito del venerable mythos, al reflexivo logos. Íncipit, agon, esto es, arcano conflicto de fuerzas, primera tensión que en el silencio nos hizo y, aún hoy, nos sedimenta. Porque antes de cualquier imaginable comienzo, hubo otro. El pretérito es una imagen en la que nos reflejamos; un relato que nos contamos a nosotros mismos, para sabernos.
En cierta ocasión, según explica Hugo Friedrich en Estructura de la lírica moderna, le preguntaron a Mallarmé qué hubo antes de Homero, a lo que contestó: «Orfeo». Para el poeta simbolista, Homero supuso una «aberración», que lapidaría el vuelo del canto órfico bajo el peso solemne del hexámetro. María Zambrano, por su parte, también nos advierte de que tuvo lugar: «un momento peligroso para la suerte de la poesía: el de la Épica». Fue con Orfeo y no con Homero, con quien dialogaron los nueve poetas mélicos de la antigua Grecia: Safo, Simónides, Píndaro… Siendo así, la monolítica Épica hace las veces de insondable pared, la cual nos oculta el verdadero origen material de la lírica, que no es sino el trino del mirlo; el balbuceo ininteligible del bárbaro. No es casual que, en su etimología, la voz bárbaro entrañe una onomatopeya nacida por la aglutinación del sonido bar-bar-bar, que rememora la inasible lengua de los pájaros. Porque existió un tiempo en que la incomprensión del insondable misterio fue explicada como materialización del lirismo. Atestiguan los textos bíblicos que al principio fue el verbo. Sin embargo, en términos poéticos, al inicio no fue ese verbo, −hacedor y omnipotente−, en tanto que objetivación del logos o razón platónico-aristotélica, sino que la poesía enraíza remontándose hasta phoné,−puro cántico o sencillo vagido−, el cual ya palpitaba, con anterioridad, «por de dentro» del tejido ciego que asentaron el mythos y el logos. Mientras que el cuento habita el «érase una vez…», la poesía se remonta a un orden de cosas anterior, hasta incardinarse en ese tiempo desdibujado por el eco de la oralidad.
En la noche de los tiempos, el gorjeo de un somormujo rasgó el silencio. Así brotó en nuestro mundo la poesía. El «[…] silencio se nos aparece como el lugar de la palabra poética. Un lugar al par limitado y limítrofe», dejó escrito María Zambrano. La poesía, asimismo, también está vinculada con la «virtud» (areté, en griego). Sobre esta cuestión diserta Platón, en su diálogo Protágoras o los sofistas, concluyendo que la areté, más allá de la mítica cadena de los inspirados, constituye un término sin concepto, una suerte de impulso imposible de ser enseñado o transmitido, que es inherente a quienes contemplan, interpretan y crean. Luego, poeta se es o no se es. Sin ambages. No hay grises en esta cuestión.
No obstante, bien es cierto que como en todo oficio, la poesía exige cierta orfebrería, techné, susceptible de ser transmitida y mejorada. Sea como fuere, a pesar de que el mundo helénico nos legue una imagen, ciertamente, divinizada del poeta, hemos de olvidar aquella romántica y trasnochada concepción huidobriana del poeta como «pequeño dios». Convicción que sólo colabora a la hora de hacerle el juego al capital, perpetuando la jerarquización y el elitismo, a través de una imagen inaccesible del mismo, elevándolo a una categoría superior de lo humano. A pesar de ello, el mundo griego también nos da la solución a esta disyuntiva, pues el quehacer poético, más que un «don» demiúrgico y divino, es una facultad llana, humana y terrenal, una suerte de «gracia», carites, que inclina a quien la posee al juego con la sintaxis, al paladeo de los nombres. Carites no entiende de riqueza, ni de pobreza. Pertenece al orden de la tierra y donde anida, ilumina. Sin distinciones, de forma gratuita. En cualquier caso, al margen de nociones, la poesía es, como toda literatura, una construcción ficcional eminentemente lúdica, un «como si…» donde se hace realidad, presentizándose, «lo que no es».
Como es sabido hace unos 2500 años, allá por el siglo V a. C., se produjo un notable ataque a los poetas por parte de los filósofos. Platón, sin ir más lejos, expulsa a los primeros de su polis ideal. En aquel entonces, habida cuenta de la extendida cultura oral epocal, poesía y filosofía funcionaban como dos herramientas transmisoras de conocimientos. Esto nos revela que hubo un tiempo en que ambas disciplinas estuvieron disputándose la hegemonía por ocupar el centro del espacio del saber. La condena platónica de la poesía exilia al poeta, lo expulsa la polis, condenándolo a vagar extramuros. De ahí que el poeta sea o, tal vez, esté condenado a ser un outsider proscrito que asalta la ciudad y escribe desde los márgenes del silencio: extrarradio, afueras y arrabales, para poner en cuestionamiento los aparatos de poder. En las antípodas del ruido urbano reina el silencio. El espacio del folio en blanco limita con lo silente. El silencio que rodea al acto poético es idéntico al silencio de la lectura. En este sentido, el silencio lírico es crucial, ya que violenta los ciclos del capital, quebranta la sobrexposición hiperactiva a lo massmediatico y pausa la desincronía del tiempo actual. La poesía anula el des-tiempo, esto es, colma el tiempo vacío propio de las sociedades posindustriales, referido por Byung Chul-Han, hasta trascenderlo.
La poesía es tiempo. Ya lo dejó escrito Antonio Machado en Nuevas canciones (1924): «Ni mármol duro y eterno / ni música ni pintura / sino palabra en el tiempo». Y por extensión, al igual que todo ser viviente, quien escribe poesía es un ser transido por el mismo. Lejos de la divinidad, el poeta es tan solo un individuo señalador. Su función social es deíctica, pues pone el punto de mira en aquello que ha sido reificado, plastificado y fosilizado por el sistema, hasta conseguir que todo cuanto señalado sea; refulja y cante con un color renovado. Para que ello se produzca el poeta ha de deshacerse de su identidad, permitiendo que el mundo hable a través de él. Sobre esta cuestión, el romántico inglés John Keats, en una carta fechada en octubre de 1818, que envía a Richard Woodhouse, escribe: «un poeta es lo menos poético de la existencia, ya que carece de identidad desde el momento en que se ve continuamente en la necesidad de ocupar el cuerpo de otro, el sol, la luna, el mar, los hombres y mujeres […]». Chameleon poet, escribirá en otro lugar Keats, pues el poeta, cuando habita la polis, canta por todos, vacío de sí. Por ello, después de décadas disertando sobre la «experiencia» en poesía española: mueran los poetas; olvídense, vacíense de sí.
Las palabras de Keats nos recuerdan aquellas otras que usara Sócrates, cuando hablaba de sí mismo en calidad de amante. Así las cosas, el filósofo ágrafo se definía como sujeto átopos, esto es, como no-lugar o ser sin identidad. No-ego, a la postre. El átopos socrático viene a significar algo así como «lo indefinido» o «lo inclasificable». Y, precisamente, esta indefinición es la naturaleza constitutiva del poeta, −individuo vacío de sí, capaz de eyectar su ser, en aras de colmarse del Otro−, en tanto en cuanto está atravesado por lo Otro ajeno: «el sol, la luna, el mar, los hombres y mujeres». Ahora bien, dejemos claro que el poeta solo alcanzará esta suerte de anulación del ego mediante un estado letárgico y meditativo, muy próximo a la inacción de la vita contemplativa. Someterse, por el contrario, a la neurosis compulsiva de la vita activa intrínseca al modus neoliberal y a la tiranía productiva del «estar haciendo», eliminaría cualquier rastro de lirismo. Llegados aquí es estimulante traer a colación aquel agudo artículo de Andrés García Cerdán, La poesía del desconocimiento: hacia un cántico cuántico, pues pone de manifiesto la acuciante necesidad de: « […] una poesía del desconocimiento, del descontento, de la inexperiencia, de la falencia, en la que el sujeto lírico deambule por los pasillos desconocidos de una inconsciencia poética primera, única y en flor. Amemos lo desconocido».
El no saber es germen de la lírica. Y lo inefable, es decir, aquello que no se puede fablar, su andadura. «No sé con qué decirlo / porque aún no está hecha / mi palabra» escribe Juan Ramón Jiménez al inicio de Eternidades (1918). El estatismo de la inexperiencia, que plantea García Cerdán, nos remite hasta Mandorla (1982) de José Ángel Valente, porque «escribir no es hacer, sino aposentarse, estar». Este estático recogimiento del ser, carente de acción y experiencia, choca frontalmente con la temporalidad atomizada de nuestros días.
Octavio Paz, en algún lugar de El arco y la lira, distinguió tres tipos de instantes: amoroso, místico y poético. Para el ensayista y poeta mexicano el instante amoroso es un sólo segundo en que «el tiempo no fluye colmado de sí». No obstante, como veníamos diciendo, nuestro presente no solo está vacío, sino también truncado. Habitamos un tiempo sin colmo, que no rebosa, ya que adolece de cuerpo, de anclaje, de sustancia. Así, respiramos fatigados, porque no hay esencia que nos calme. Solo un tiempo líquido tolera su desintegración y su consiguiente evaporación. Nada es asible, porque todo se diluye. El tiempo esquizofrénico, sincopado y frenético del siglo XXI expulsa de su seno a la poesía, dado que esta pide duración, demora y contemplativa espera. Los instantes amoroso, espiritual y lírico no tienen cabida en nuestro tiempo. Nuestro «ahora» no contiene tiempo alguno que los acoja.
Mientras que la poesía brota del interrogante, de la duda; la máquina no duda. Solo avanza, solo acelera. El zapping inquisitivo de nuestra sociedad elimina cualquier posible demora; toda lentitud existencial perece. Han muerto el sum y el essere filosóficos, esto es, aquel antiguo «dejarse ser» frente al mundo. El zapping quiebra la sintaxis del silencio poético. De ahí que Byung Chul-Han, en El aroma del tiempo, asevere: «La aceleración [del mundo actual] remite a la falta de fundamento, de estancia, de sostén». En cambio, por su parte, lo poético sustenta, detiene y fundamenta el tiempo, profundizándolo. «Vaciar el espíritu, liberarlo de los deseos, da profundidad al tiempo», reconoce el filósofo surcoreano. Es tarea del poeta devolvernos a la caverna, al vagido y al balbuceo del tiempo primero anterior a todo tiempo; a la pre-comprensión que en su día dialogó en el lenguaje de los pájaros. Remontarnos a las profundidades donde, desnudos y manchados por lo oscuro, fuimos criaturas primitivas, vacías de sí. Porque el silencio lírico, hoy por hoy, perdura por encima del poder, de sus aparatos. Y, sin duda, nos trascenderá, hasta que sobre la Tierra no haya más que ceniza. El silencio, ese reino que nos espera; esa sola verdad que nos acompaña, recordándonos qué somos o quiénes fuimos: lejana procesión de soles y de lunas; un antiguo rumiar del horizonte; este lento solfeo que «ni palabras pide», para llorar el tiempo.
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