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sábado, 9 de agosto de 2025

Diarios de ella IV



Ripley

Ripley, el protagonista de la serie, arrastra un cadáver. Es en blanco y negro. Cómo se recrea en la melancolía. La recién asesinada se golpea la cabeza con cada uno de los escalones que van bajando. Cloc, cloc, cloc... A mí me atraen los thrillers, lo sabe, quizás por eso lo está viendo otra vez. Él despierta, alcanza la superficie del agua. Mira, desorientado, a un lado y a otro. Boquea, pez atrapado en el aire. Me mira, no me ve. Se sitúa. Vuelve la vista a la escena y busca el mando. Lo ha perdido. Es difícil saber dónde. Por fin lo encuentra y vuelve hacia atrás. Retrocede. ¡Ojalá pudiéramos! ¡Ojalá! Él, aunque no dice nada, también lo desea, seguro. El tiempo es despiadado, como el páramo. Nos priva de la complicidad, de la conversación, del amor, de la caricia, del orden.

La memoria

Por la tarde salimos a dar una vuelta por la ribera del Cinca. Baja poca agua. Los veranos son cada vez más secos. Las piedras blancas del río, demasiadas. Esas piedras redondeadas por la erosión de la corriente, suaves, viejas, sin aristas, como nuestra relación: pulida y destilada por los años. Por el cauce inmenso, apenas corre un regato ridículo. La desmesura de los deshielos se aprecia en las márgenes. Un recuerdo del caudal de primavera. Un recuerdo. Todo en verano se seca, desaparece. La corriente del agua solo vive en la memoria de las orillas. La memoria, esa desvaída memoria.

Villanúa

La perra, bien amarrada a la correa, para que los veraneantes no se espanten. Es grande y tan amenazante como atolondrada (no, yo no diría amenazante). Hay mucha gente de paseo. La tarde es agradable y beben, como nosotros, los últimos licores del verano.

En Villanúa no viven más de 400 habitantes durante el año. En agosto y Navidad crece con desmesura la población. Este dato nos lo proporcionan las chicas de "El Pajar del Troncho". Ellas están hasta el "papo" (así se desahogan) de la nieve y sus desmanes. Pero viven de los esquiadores. Lo que les da la vida las atormenta, como las células del cáncer. Nos pasa a muchas. Me ocurre a veces con los alumnos del instituto. ¡Ojalá y me siguieran atormentando! (No es verdad, nunca me atormentaron, es una hipérbole innecesaria). Nos acostumbramos sin razón a hablar mal de nuestro oficio, por mucho que lo amemos.

Bajamos a un campo de heno segado. Él y la perra corren, libres. Se persiguen el uno al otro. Vacían sus energías. Ella, fibrosa y retozona; él, renqueante y taciturno. Yo los observo desde la orilla del camino, agradecida. Cae la tarde. Sonrío.

Cenamos en la plaza principal. Las casas de piedra recia, las sombrillas de cerveza Ámbar, los tejados de pizarra negra, los atuendos de Decathlon, las bicicletas de montaña, los adolescentes de los albergues, los perros deslenguados. Casi todos son veraneantes, hay pocos naturales del pueblo. Quizás los dueños del bar. No sé.

Labordeta

Una vez coincidimos con Labordeta. En una tienda de deportes. Iría a renovar la mochila, supongo. Él aún presume de las botas de montaña que se compró ese día, y hace ya mucho tiempo de aquello. El calzado, a veces, sobrevive a nuestros pies. Labordeta era más feo al natural, más feo, pero muy simpático. Bueno, no sé, qué cejas, qué ojos fuera del rostro, qué mostacho. Una afabilidad hosca (yo no utilizaría esta expresión).

Conseguimos mesa de milagro. Torreznos y vino del Somontano. No se puede pedir más, bueno sí, que amaine el cierzo. La noche se pone fea. Él, como siempre, como nunca, no lleva ropa de abrigo. El viento de finales de agosto en el Pirineo no es para mangas cortas. Labordeta se protegía con un cortavientos y, calada, una gorra. La experiencia. No sé cuántas veces se lo he dicho. Siempre confía en los astros, pero casi nunca le son propicios. En verano todavía menos. Las estrellas van a caer a plomo sobre nosotros. En lo alto, ahí está nuestro destino. En el valle de Villanúa, la eternidad está más iluminada que en cualquier otro sitio. Mucho más que en el páramo. Solo hay que posar la copa sobre la mesa y mirar hacia arriba. Sonrío.

jueves, 7 de agosto de 2025

Diarios de ella III




Conexiones

Pensamos en la primera comida. Un paseo hasta el supermercado. No, mejor un bar, "frecuentamos tabernas mientras esperamos a la Parca", Valle, también me diría. "El Pajar del Troncho". Nombres recios del Pirineo. Dejamos a la perra en el patio. Siempre me convence (no es cierto). Al salir, vuelvo la vista atrás. El pasillo y la mirada del animal recriminan mi flexibilidad. Tantos años juntos se prestan a sintonías dulces, conexiones. Surgen casi sin hablarlas. Estupefacientes de lo cotidiano.

Me apetece agarrarlo de la mano para celebrar el nuevo asentamiento. A pesar de los muchos años, a pesar del tiempo que araña, desgasta, desmorona. Miramos hacia arriba, no hay otra dirección. Allá, en lo alto, está todo. Quizá nuestro destino. Lo noto acongojado, no sé por qué. Hemos venido a liberarnos del páramo, a respirar. Ese páramo inclemente y árido nos ha quitado tantas cosas. Ese despiadado sol de julio... Queda atrás. Y él tampoco se atreve a meterse nada. Tampoco tiene valor para salirse de sí mismo. Mi influencia, mi mesura.

Alturas

Las chicas de "El Pajar del Troncho" nos esperan. No podemos seguir martirizándonos, estamos en la época del "dolce far niente". La cerveza y el vino atenúan la soledad, el silencio. La terraza de la taberna se abre a la montaña, sin ningún pudor. El Collarada se cierne, majestuoso, sobre las copas y las mesas de plástico; sobre nuestros cuerpos. ¿Nuestros cuerpos? Hay que inspirar muy fuerte este viento puro, ancho, para ahogar las ausencias, los golpes de la desgracia, la vida. Para olvidarnos del páncreas.

Se me van a poner las piernas coloradas. Aunque refresca, el sol pega duro en la terraza y yo lo recibo en pantalones cortos. No importa, ya no importa. Él da un trago a la cerveza y mira hacia arriba: soledad y alturas. El alcohol siempre nos arropó, a los dos, siempre fue un vínculo que nos ayudó a besarnos. Y vuelve a alelarse, a ahogarse en la memoria. Las piernas casi no las siento. Será el sol o la brisa del norte o el despiadado mes de julio. Me gustan las suyas, siempre se lo he dicho. Sé que mi piel transparente y suave le atrae, y mis ojos verdes, también mis ojos, pero él me dosifica los cumplidos, como los adjetivos. "Si se abusa de ellos, pierden sentido, como visitar demasiado la montaña o la morfina. Por eso solo hemos tenido una hija, para no corromperla con la abundancia". Su esfuerzo por ahorrar alabanzas es chocante. También duele un poco.

La tarde

Cae la tarde. El descanso es necesario. Al volver a la casa, yo colocaría todo en su sitio. Prefiero el orden, lo bien hecho, la simetría. A él no le importa, los dos lo sabemos. Siempre juega al caos. Pura pereza. Yo no estoy cómoda en los espacios destartalados. Haría las camas, colocaría los bártulos de la cocina, arreglaría las sillas del patio, vencería su tendencia a abandonarlo todo donde ya está. 
El cuaderno impoluto, con la fecha del día, con caligrafía bien clara, con los márgenes firmes, con los colores necesarios, con títulos adornados, con pulcritud de escribano medieval. No sé cómo se aclara entre el desastre. Intento paliarlo, acondicionarlo. No reeducarlo (son muchos años), sino proponerle soluciones. Hasta él mismo se pierde en su propia algarabía. Si alguna vez se queda solo, se perderá en la inhóspita espesura. Antes que en el LSD. Sonrío.

Somnolencia

La tarde se presta a la somnolencia. Nos desparramamos sobre el sofá, conectamos el televisor y buscamos algo con qué sedarnos. Desde hace unos años, nos dormimos con suma facilidad viendo series y películas. Nos ilusionamos ante la perspectiva de encontrar algo parecido a Mad Men, por ejemplo, pero no aguantamos despiertos. No sé qué ha puesto, no conozco la serie y no es el primer episodio. Es igual, a los cinco minutos duerme. No importa.

Una brisa helada se cuela por las rendijas de la puerta. Es extraño. Son las cuatro de la tarde en el reloj. Es escalofriante este helor de agosto. Aún dormido, él tiembla, se estremece con el soplo invernal de este verano incompetente. No conozco la serie. Quizá se turba por alguna otra razón. Puede ser.

viernes, 25 de julio de 2025

Diarios de ella II





La carretera

La perra sube al coche, ya desahogada. Se tumba sobre el asiento de atrás. Animal de fondo. "¡Ay, Juan Ramón!", me diría.

Él conduce. Por egoísmo prefiero que se ponga al volante cuando descendemos el puerto. Lo he convencido de que él es más hábil en las carreteras sinuosas, un ingenuo. Disfruto de la panorámica a través de la ventanilla. Cómo se va asilvestrando el paisaje: los rastrojos, el pantano, el lago, el verde del Norte, el bosque, los pueblos blancos, los pueblos negros, el Pirineo. Cada vez menos casas, más naturaleza. De Sabiñánigo a Jaca, de aquí a Castiello, a Canfranc y, por fin, el valle del Aragón. Esplendor de lo creado. Vida nueva. Un trago de agua. Fin de trayecto.

Poco a poco, aunque cada vez más rápido. El coche, singladura hacia el alto mundo. Han abierto todos los tramos de la autovía. Ya no hay curvas peligrosas ni pasos arriesgados. El camino se ha vuelto más liviano. Atravesar la roca tajada por Carlomagno también impresiona desde el resplandeciente asfalto. Se adivinan rebecos entre los pinos. Él me recuerda una anécdota: un buitre varado en el arcén. Apenas presto atención, efecto de los alucinógenos. También hay escaladores en las paredes de los primeros desfiladeros. Él no los ve. No puede. Realidad restringida del conductor, un ingenuo. La montaña ofrece un panorama acongojante. Huesca queda atrás. Casi nunca vamos a esa ciudad, no sé por qué. Sí lo sé: imposible salir del valle si no nos empuja la obligación. De la ciudad, solo recuerdo una tienda antigua con estantes de madera. Droga dura.


El éxtasis

Cuatro horas de camino, nada más. Cuatro horas y alcanzamos el éxtasis. "¿Recuerdas en Roma el Éxtasis de Santa Teresa? ¿Lo recuerdas? En esa pequeña iglesia a quilómetros y quilómetros de nuestro hotel. ¿Lo recuerdas?", yo sí. Cuarenta grados de andadura sofocante. Bernini nunca defrauda, vale la pena el sacrificio. No sé si para él también, nunca lo sé.

No me explico por qué no venimos al Pirineo más a menudo. "Si se abusa del paraíso, al final te expulsan. Si se abusa de la morfina, apenas se disfruta del cuelgue". A lo mejor.

No estoy segura de que a él le entusiasme la montaña tanto como a mí, no lo sé. Tampoco le he preguntado. Me da reparo hacerlo. Por eso conduce. Presiento que necesita demasiado el abrigo de las gentes. No sé si es una impresión cierta. Tampoco le he preguntado.


Silencios

A veces sembramos nuestras conversaciones de dudas. Dudas que ayudan al misterio, sí, y también a la desconfianza. No sé si él se siente otra persona entre estos bosques. No sé si necesita tanto como yo pincharse en vena. Supongo que sí. A él siempre le ha ido esto del vicio. Solo me queda la fe en mi intuición. Y hablamos, claro que hablamos, pero a menudo lo trascendente queda al margen. No sé.


Alma

Yo sí soy distinta cuando atravieso Monrepós. Me cambia el alma. El alma, qué paradoja. Recibe un guásap de nuestra hija, Alma. Ella también ha cambiado. La escucho en el coche con entusiasmo. La oigo. Es ella. "Pásalo muy bien y no pierdas nada". Eso le dice a él. Me estremezco. Seguramente ya ha perdido algo. Algo importante. No hay día que no pase. No sé, un macuto, unos anillos, una cadena, no sé. Siempre pendiente de sus despistes, de su caos. Sonrío.


Orden

La casa de mi hermano, en Villanúa, acurrucada en el valle, cerca de la cueva de las Güixas (de las Brujas). Vaciamos el maletero y respiramos, hondamente. Este aire no es el mismo, es más ancho, mucho más ancho. Es distinto. Me cambia el alma. El alma, qué paradoja. La perra se despereza y salta del asiento, entusiasmada, como yo. No parece agosto, un viento de enero corta el sol radiante, lo desvirtúa.

Registro lo cotidiano: un maletero lleno de bártulos, de ilusiones, que pronto volveremos a comprimir con esfuerzo y desalentados. Es inevitable pensar en la vuelta, en el fin. Una sabe que todo acaba, hasta los viajes de la morfina. La ropa, la comida, los trastos de la perra, los cargadores, el ordenador... tantas pequeñas cosas, tantas necesidades creadas: comienzo del viaje. La esperanza, el júbilo. Seguro que olvida algo, pero no sabe aún qué. Un macuto, unos anillos, una cadena, algo, algo importante. Sonrío, a pesar de predecir la vuelta. Ahora lamento no habernos atrevido con drogas más duras. No las probé, demasiado riesgo, demasiados límites, hasta el páncreas.

Cerramos la puerta de la casa, antes revisamos las habitaciones: la cocina, el salón, el patio, el baño, la alcoba. Qué palabra tan sugerente, "alcoba", "mis dos trenzas por el suelo, de la cocina a la alcoba", Lorca, me diría. Todo fuera de sitio, todo por ordenar. Me retan nuestros bártulos en mitad del pasillo. A él no.

jueves, 24 de julio de 2025

Diarios de ella I



1. Verano

Pirineos
"Las sombras de las montañas se alargan, se ilumina el valle". Él comienza una nueva novela con esa frase. Aún se ilusiona. También advierto tristeza. Vive arrinconado, un poco más. La literatura le sirve para combatir las horas y la soledad. Sigo sus emociones, sus pálpitos, sus murrias, su dejadez, su caos. Hasta oigo sus músicas, aunque no coincidamos del todo en los gustos. La Velvet Underground, eso escucha. Esta banda sí me apetece, me trae imágenes dispersas de cuelgues y desfases. Tan lejanos... Lamento, lamentamos, no haberlos repetido más veces. A pesar de las consecuencias, las consecuencias, qué ironía, qué paradoja. Suena el tintineo del "Sunday Morning", la voz cadenciosa, drogada, de Lou Reed, y añoramos no habernos metido alguna dosis antes de la tragedia. Antes del páncreas.

Morfina
Llegamos al Pirineo, mi morfina: el trabajo queda lejos, el horizonte estalla, la naturaleza seca la garganta. Aislamiento lúbrico. Aparcamos el coche en un ensanche de la carretera. La mañana es fresca, no parece agosto. La perra ladra: ansia de libertad. Al fondo, las imponentes montañas, el fin del páramo. Pienso en la sensación desagradable del regreso: es agrio atravesar el puerto, volver la cabeza y perder de vista las alturas. Siempre quiero más. El mono. Se lo repito cuando regresamos. Él me mira y calla. No sé si goza tanto como yo de este solaz: de los valles pirenaicos, de su sosiego. Bajo las dosis de los abetos, de las hayas, bajo la estatura de los cielos. No sé si a él le va tanto como a mí la morfina. Sunday morning.

Vínculos
La perra se entusiasma, como yo, se arrebata, brinca, vuelve a ladrar (pleno cuelgue). Él, apoyado en el mirador, otea el horizonte: una metáfora de olas petrificadas, la atracción de lo agreste. Nos espera un mar distinto, paralizado. Veo a través de sus ojos. Solo quiero estar con él. No sé si está tan seguro como yo sobre nuestro vínculo exclusivo. Creo que sí, treintaiún años de binomio no se fingen. Hasta heroína habría consumido por él, aunque siempre he sido muy sobria. Solo necesito el Pirineo y su silencio, solo.


Él
Lo besaría. Me gusta besarlo, él finge frialdad, no es así. Observa la lontananza con la mirada muerta. Absorbido por la eternidad. Llegar a lo más alto del puerto de Monrepós, salir del coche y contemplar lo inmenso, la montaña: la escena la imagino todo el año. Nunca termina de llegar agosto, nunca. Es el final de nuestras vacaciones. Les ponemos colofón con este último viaje.
Vuelvo a observarlo y sigue perdido entre las nubes acechantes, entre las alturas sombrías. Me conmueve tanto misterio. La incógnita de sus pensamientos. Lo acariciaría, le rodearía la espalda con mis brazos, le susurraría al oído: "Otra vez aquí, qué paz, qué delicia, qué lejanía. Otra vez los dos. Otra vez los parches de morfina. Viento soy de agitar tu pena. Alta soy de mirar a las montañas." El verso de Miguel Hernández que él me citó, errado. Las palmeras, las montañas, la morfina, son lo mismo.
La mañana es fresca, sí, deseo que él me arrope, me abrace, que me caldee con su cuerpo. El sol comienza a reforzarse, pero su poder no es suficiente. El sol, el cielo, la montaña, el amor, la complicidad..., todo lo vamos perdiendo, triste e irremediablemente. Nada como esta calma. Promesa de los valles, de las trochas, de los arroyos, de las umbrías. Respiraremos, andaremos, callaremos, abrazados a la memoria, encendidos por la alucinación. Pasaremos nuestros últimos días de agosto aquí, arrebatados por los vientos feroces de los desfiladeros. Droga dura.


Mi cuaderno
Lo anotaré en mi cuaderno. Con sencillez. Registradora yo de los últimos días felices. Así, con letra clara, redonda. El cuaderno recién comprado, por abrir. Anotaré la monocorde sucesión de los días, de las horas. La rutina. La banalidad maravillosa. El sencillo pasar. El bolígrafo guarda tinta suficiente para retener nuestro recuerdo, espero. De todos modos, he preparado recambios. Los días de murria y sin peripecia también merecen ser estampados en el papel. Poesía de lo insignificante.

jueves, 5 de junio de 2025

Donostia



La playa de la Concha a la derecha, un atardecer lánguido, el mar eterno y rizado de fondo. Calma, esplendor, éxtasis. A la izquierda el monte Igeldo. En la playa corren los perros y los muchachos, sobrados de vida. Todo es melancolía, a pesar del soberano paisaje, todo. No hay naturaleza capaz de levantar un ánimo decaído, un espíritu muerto, un hálito exangüe. El fresco del atardecer obliga al refugio. Es inútil, ningún abrigo puede mitigar el frío de la ausencia.

martes, 3 de junio de 2025

59



Hoy hemos comido juntos. Es su cumpleaños. He elegido yo el sitio, con no mucha fortuna. No importa. Lo de menos es la calidad de la comida (ni siquiera el servicio ha sido aceptable). Lo emocionante es estar juntos de nuevo. Enfrente uno del otro. Me pregunta por mi nueva vida y sonrío: "Ya ves". No se extraña de nada. También sonríe. Pedimos vino y me toca el pelo, recién cortado. No dice nada. Calla y sonríe. A mí me basta. Sentir sus dedos en la cabeza, ver sus ojos, escuchar levemente su alegría, el eco de su escepticismo. No puedo coger su mano, ¡me gustaría tanto! Solos, como siempre, los dos solos. Animados y nostálgicos. El vino tiene estas propiedades. Cincuenta y nueve, nada menos. Hoy, 29 de mayo de 2025. Solo 59. Antes de irse, vuelve la cara, saca un cigarrillo de la pitillera y me parece oírla: "Vuelvo en seguida". Me pido una copa. La espero.

viernes, 17 de enero de 2025

Huir



Otra vez de viaje, de nuevo huyendo de mis demonios. Otra vez Sevilla, destino constante de mis últimas escapadas. El sur, tantas veces. Busco el olvido o el recuerdo, no sé. Es de los pocos lugares del mundo donde alguien me espera. Desasosiega esa sensación de no importarle a nadie, la insignificancia, la transparencia, ser desechable. En Sevilla sí, alguien espera mi llegada. La necesidad de ser tangible me lleva hasta allí, más allá de la benignidad del clima o del sabor de sus rincones. Ser esperado es siempre agradable, te vuelve corpóreo. “Buen viaje “, “¿a qué hora llegas?”… Cuando no son fórmulas de cortesía, alimentan.

viernes, 10 de enero de 2025

Machado y la lírica



Cuando leo los poemas de Antonio Machado dedicados a su esposa, no me duele su dolor, sino el mío, revivido a partir de la remembranza de Leonor en los estremecedores versos. En cierta forma, es una emoción espúrea, porque no nace de que el otro me dé pena, sino de que yo mismo me la doy por encontrarme en una situación similar a la de Machado en Soria. Es posible que la poesía auténtica consista en esto: en despertar los monstruos latentes del alma, los que te resquebrajan y te identifican con las pasiones y vivencias más desgarradoras. Todos somos polvo.

martes, 17 de diciembre de 2024

Sin Ítaca

 


No siento hogar en ningún sitio. No tengo Ítaca a la que volver. Imaginad que los pretendientes hubieran matado a Penélope y Telémaco hubiera huido. La casa arrasada, completamente, asolada. Imaginad. El viaje de Ulises no tendría sentido y su relato tampoco. Imaginad. La Odisea se habría quedado sin motivos. Odiseo se habría eternizado junto a la ninfa Calypso y no habría naufragado en la isla de Nausicaa. Imaginad. Homero se habría visto obligado a cambiar de héroe y hubiera escrito otra cosa, qué se yo, un anime, por ejemplo. 

Solo Sevilla me sabe a algo parecido a Ítaca. Solo siento hogar cuando estoy junto a mi hija, cuando hablo con ella, cuando comparto la mesa con ella, cuando me habla (con la "t" ya líquida) de sus esperanzas, de sus sueños, de sus peripecias, de su nuevo trabajo telemático (así renuevo yo los clásicos, con estos juegos de palabras). El resto es compañía, a veces muy grata, pero compañía solamente, restos del naufragio, restos de un viaje que apenas tiene sentido ya relatar. Y más sabiendo que Homero era mortal, que ya no está, que no va a volver para contar una historia sin destino final, sin Ítaca.       

martes, 24 de septiembre de 2024

Sobre el duelo y la ausencia (a partir de un artículo de Rafael Narbona)

 En un artículo tan estremecedor como certero, Rafael Narbona habla del duelo y del dolor que provoca la ausencia del ser amado. Es un homenaje a Javier Marías y se apoya en el libro que la mujer del escritor, Carmen Mercader, ha publicado hace poco en Reino de Redonda

De Duelo sin brújula, el libro de Mercader, extrae fragmentos como estos: "Nadie nos prepara para la pérdida" y añade el propio Narbona: "Es un dominio particularmente hostil, donde no es posible utilizar brújulas ni mapas, pues todo es incierto, desconocido y despiadadamente abrupto". Y sigue diciendo el articulista, apoyado en las palabras de Carmen: "El dolor asociado a las pérdidas no es una aflicción poética, sino algo “primario y animalesco”. Solo es posible soportarlo, cediendo el paso a las automatismos básicos del día a día: comer, dormir, trabajar". Y continúa: "Cuando le llega la muerte a un ser querido, piensas que nadie ha sufrido un duelo tan desgarrador, pero es una impresión falsa, fruto del desconocimiento de lo que acontece en el interior de los que ya han soportado algo similar (...) el matrimonio es una institución narrativa, afirmaba Javier Marías, y por eso, cuando uno de los dos falta, la historia se interrumpe bruscamente", para volver a apoyarse en las afirmaciones estremecedoras de Carmen: “Los muertos permanecen en el más absoluto silencio. […] Javier no está en ninguna parte. Y eso me resulta inconcebible más allá de lo que soy capaz de expresar”. Y sigue Narbona explicando de forma admirable los efectos devastadores de la ausencia: "Las fases del duelo solo son falsas estaciones de paso. El duelo nunca finaliza. Quizás te acostumbras a convivir con una ausencia particularmente dolorosa, pero ya nada vuelve a ser igual. El duelo no se supera. Sobrevives a él de mala manera, como el alpinista que casi muere en la montaña y vuelve a la vida con la mente contaminada por el recuerdo de las noches heladas, los aludes y el silencio sobrecogedor de la cordillera. Cuando crees que al fin has logrado algo de paz y serenidad, el dolor vuelve a golpearte con fiereza. No se avanza. Se camina en círculos. La Meca solo es el nombre de un lugar quimérico al que no llegarás nunca. Eres un peregrino hacia ninguna parte, un sonámbulo que camina a ciegas". 

No he encontrado mejor análisis que el de este artículo para definir mi propia experiencia. Ni el libro de Rosa Montero, ni el de Madame Curie, ni nada de lo que he leído hasta ahora sobre este asunto (y ha sido mucho) se acerca tan certeramente y sin subterfugios al sentimiento real que provoca la ausencia de la compañera o compañero. Dice, desengañada ante los consejos, la mujer de Marías: “Yo no quiero ser otra. Me había costado mucho llegar a ser la que era. Aunque veo que el cambio es inevitable”. Y concluye con un aserto incuestionable y tenebrosamente inapelable: "El duelo no enseña nada. No curte, no fortalece: Es malo de manera absoluta, completa y sin resquicios”. 

Como Carmen Mercader, yo también he sentido, al poco de morir, el tacto de la compañera en la cama, en el sofá, en todos lados y, como bien define ella, no es sino una "cruel elaboración de la mente afligida". Y sí, llega un momento en que los recuerdos dejan de ser fuente de dolor y se convierten en una extraña forma de alivio. 

Hay muchos aciertos, muchas certezas, mucha sinceridad y buen hacer ensayístico y narrativo en este artículo de Rafael Narbona, tanto que, a pesar de su descarnada crudeza, me ha proporcionado el consuelo necesario que se encuentra a veces en el arte. No hacen falta tratados ni grandes novelones. Un sencillo artículo periodístico tan cuidado como este es suficiente para comprobar la necesidad de la literatura. Agradecido.    

lunes, 23 de septiembre de 2024

"De duelos, brújulas e ilusiones: en recuerdo de Javier Marías" por Rafael Narbona




Hay artículos que cuesta trabajo escribir, pero que se imponen como una necesidad ineludible. Hoy, sábado 14 de septiembre, he recibido dos ejemplares de Duelo sin brújula, un pequeño libro de Carme López Mercader, editora y viuda de Javier Marías. Es la última obra que publicará Reino de Redonda, una editorial creada en 2000 y que ha alumbrado 40 títulos exquisitos en unas ediciones cuidadísimas. Marías seleccionaba los títulos con su finísimo olfato literario y su exquisito buen gusto, y López Mercader se ocupaba del proceso de edición y publicación. Solo aparecían dos o tres títulos al año y los beneficios eran irrisorios o inexistentes. En 2019, Reino de Redonda perdió 1.000 euros, pero ese descalabro no pudo oscurecer la gloria de haber aportado al idioma castellano títulos que aún no habían sido traducidos. Redonda es un pequeño islote deshabitado en las islas de Barlovento perteneciente a Antigua y Barbuda, uno de los trece países que forman las Antillas. Javier Marías la convirtió en un Reino literario y se coronó como el rey Xavier I, concediendo títulos de nobleza a figuras como Pedro Almodóvar, Francis Ford Coppola, Alice Munro, Umberto Eco, George Steiner, Ray Bradbury, Frank Gehry, J. M. Coetzee, Éric Rohmer y Philip Pullman. Ahora el trono ha quedado vacante, si bien el rey difunto dejó dispuesto que ocupara su lugar el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez.
Carme López Mercader aventura que algunos criticarán la publicación de su planto en Reino de Redonda, pero yo creo que no hay mejor homenaje a Javier Marías que evocar su figura y reflexionar sobre el duelo en una colección que constituye un fiel reflejo de su concepción de la vida y la literatura. Solo cabe lamentar que la colección se interrumpa, pero quizás es la inevitable consecuencia de la desaparición de su creador. Hergé dejó dispuesto que no se publicaran nuevas aventuras de Tintín después de su muerte. Así como Madame Bovary era Flaubert, Tintín era Hergé y creo que no equivocarme al afirmar que Reino de Redonda era Javier Marías. El pequeño libro de Carme López Mercader es un excelente broche de oro a una aventura romántica que nació del amor a la buena literatura. Su pequeño tamaño me ha recordado la excelente obra de Edmond Jabès, Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato, aparecido en 1989. Según Jabès, el libro es la patria de los espíritus libres, de los que prefieren echar raíces en las palabras, un territorio intangible, y no en un lugar físico, siempre propicio a los desengaños y a las pasiones más oscuras. El color negro de la cubierta y el rojo de la flecha ascendente no recuerdan a un réquiem, con su promesa de resurrección, sino a uno de esos poemas de George Trakl, con sus tristezas púrpuras y sus ocasos ahogados en la penumbra. Carmen López Mercader sitúa en el umbral de su texto una cita del psiquiatra Sue Stuart-Smith: “Aunque tenemos una gran capacidad innata para establecer vínculos, no hay nada en nuestra biología que nos ayude a lidiar con la ruptura de éstos, lo que significa que el duelo es algo que tenemos que aprender por experiencia propia”. Ciertamente, “nadie nos prepara para la pérdida”, como escribe López Mercader, y cuando esta se produce, hay que partir de cero, afrontarla como el explorador que se adentra en una “tierra incógnita” habitada por “dragones”. Es un dominio particularmente hostil, donde no es posible utilizar brújulas ni mapas, pues todo es incierto, desconocido y despiadadamente abrupto.
El dolor asociado a las pérdidas -aclara Carme López Mercader- no es una aflicción poética, sino algo “primario y animalesco”. Solo es posible soportarlo, cediendo el paso a las automatismos básicos del día a día: comer, dormir, trabajar. Es lo que hizo ella mientras Javier Marías permanecía en la UCI, aquejado por una neumonía bilateral. En esos momentos, no vives. Simplemente, funcionas, a veces con la ayuda de la farmacología, que permite conciliar el sueño. Cuando le llega la muerte a un ser querido, piensas que nadie ha sufrido un duelo tan desgarrador, pero es una impresión falsa, fruto del desconocimiento de lo que acontece en el interior de los que ya han soportado algo similar. La ausencia de alguien muy querido “cambia la inclinación del eje del mundo”. El matrimonio es una institución narrativa, afirmaba Javier Marías, y por eso, cuando uno de los dos falta, la historia se interrumpe bruscamente. Carme no cree que los difuntos sobrevivan en la memoria de los que los amaron ni que exista algo más allá de la muerte. “Los muertos permanecen en el más absoluto silencio. […] Javier no está en ninguna parte. Y eso me resulta inconcebible más allá de lo que soy capaz de expresar”.
Las fases del duelo solo son falsas estaciones de paso. El duelo nunca finaliza. Quizás te acostumbras a convivir con una ausencia particularmente dolorosa, pero ya nada vuelve a ser igual. El duelo no se supera. Sobrevives a él de mala manera, como el alpinista que casi muere en la montaña y vuelve a la vida con la mente contaminada por el recuerdo de las noches heladas, los aludes y el silencio sobrecogedor de la cordillera. Cuando crees que al fin has logrado algo de paz y serenidad, el dolor vuelve a golpearte con fiereza. No se avanza. Se camina en círculos. La Meca solo es el nombre de un lugar quimérico al que no llegarás nunca. Eres un peregrino hacia ninguna parte, un sonámbulo que camina a ciegas. Una compañera de UCI que también perdió a su pareja comentó a Carme que las dos habían bajado al infierno, pero volverían fortalecidas. Sin embargo, esa idea no le aporta ningún consuelo: “Yo no quiero ser otra. Me había costado mucho llegar a ser la que era. Aunque veo que el cambio es inevitable”.
El duelo no enseña nada. No curte, no fortalece: “Es malo de manera absoluta, completa y sin resquicios”. López Mercader cree que el mal existe y que algunos malvados disfrutan haciendo daño a los demás, pero al mismo tiempo admite que “el ser humano tiende a la empatía y la solidaridad”. No obstante, esa calidez puede ser intempestiva e hiriente. Preguntar cómo está a alguien que ha perdido a su pareja, solo produce incomodidad. ¿Qué se puede decir? ¿Estoy mal, mejor, tengo mis días? El culto al difunto tampoco constituye una ayuda. Carme cuenta que visitó con Javier las casas de muchos escritores ya fallecidos y contemplar sus pluma, sus pipa o sus escritorios no les sirvió para comprender mejor al autor o su obra. Por eso no le agrada la idea de que el hogar de Marías se transforme en un mausoleo, especialmente porque él apreciaba mucho su intimidad y detestaba el exhibicionismo. No le preocupaba lo que otros pensaran de él. Prefería callar y no deshacer malentendidos.
Carme nos cuenta que Javier bailaba mal, pero le gustaba dar unos pasos con ella. Por ejemplo, cuando llegaba el Año Nuevo y sonaba el Danubio Azul, el famoso vals de Johann Strauss hijo. Evocar esos momentos produce consternación, pero también cierto temor: “El miedo es un sentimiento que está siempre presente en el duelo, como he descubierto con infinito asombro”. C. S. Lewis confiesa lo mismo en Una pena en observación. De hecho, comienza así el libro dedicado a narrar el duelo por la pérdida de su mujer, la escritora Joy Gresham. El miedo a veces se mezcla con el estupor. A los pocos días de morir, Carme sintió el tacto de Javier en la cama y en el sofá: un brazo que se posaba en la cintura, una caricia en el cuello. Descarta que se trate de algo real, una especie de contacto entre el mundo físico y un hipotético más allá. Piensa que solo fue “una cruel elaboración de su mente afligida”. Una hoja del manuscrito de Tomás Nevinson introducida en el bolso al azar volvió a crear la impresión de que era posible la comunicación con los difuntos, pues en ella se leía: “…convenía que todo el mundo me creyera muerto y por lo tanto fuera de juego e inalcanzable…”. Carme descarta otra vez la posibilidad de una experiencia sobrenatural. La muerte solo es un vacío desolador, un espacio deshabitado, mudo. Sin embargo, al recordar la bondad, generosidad y paciencia de Javier mientras escuchaba sus explicaciones sobre las plantas que decoraban la terraza, escribe: “no me cabe la menor duda de que está en el cielo, sea este real o inventado por nosotros, pobres seres desolados, derrotados y anhelantes”.
Abatida por la pérdida, Carme descuidó las plantas de la terraza y murieron por culpa del calor y la suciedad, pero algo le impulsó a comprar un bambú y una orquídea. Aunque no se preocupó mucho de ellas, crecieron y, al llegar la primavera, adquirieron un aspecto luminoso. Gracias a ese milagro, sintió que los recuerdos podrían dejar de ser una fuente de dolor y proporcionar alivio. Una mimosa que plegaba sus hojas al sentir el tacto de la mano traía a la memoria la amabilidad distante de Javier, su pudor y su humor delicado, nada ofensivo. Carme cita la frase que un viejo jefe indio le dice a una mujer blanca en una película: “mi espíritu está dentro de ti y el tuyo dentro de mí”. El recuerdo de los seres queridos no es solo evocación, sino una forma de fusión con el ausente. Se puede decir que recordar es una manera de ser otro, de hacerle un hueco al que ya no está, de mezclarse con él y transformarse en algo distinto y mejor.
López Mercader se describe como una mujer independiente. De hecho, Javier y ella vivían en ciudades diferentes y, aunque compartían largos períodos, también permanecían separados durante muchas semanas. Aficionada al senderismo de montaña, Carme a veces realizaba extensas travesías sin la compañía de Marías, pues al escritor los paisajes naturales solo le producían indiferencia. Eso no significa que los paisajes urbanos le fascinaran. De hecho, los únicos paisajes que le cautivaban eran los interiores, los que podían encontrarse dentro de las personas o los que aparecían en una buena película, pues el cine era una de sus grandes pasiones. A pesar de esa independencia, Carme ha descubierto que no puede vivir sin Javier y su dolor parece una travesía inacabable. No pierde la esperanza de llegar a la meta, de conseguir cierta paz interior, pero de momento no atisba esa serenidad que supuestamente el tiempo suele proporcionar. No tira la toalla. Solo pide que los buenos amigos le permitan ir a su ritmo, que no le fuercen a quemar etapas, pues ella ha aprendido en la montaña que cada senderista necesita un ritmo diferente. Si acelera su paso por encima de sus posibilidades, lo más probable es que abandone su objetivo.
Javier Marías se sentía atraído por los fantasmas. Su película favorita era El fantasma y la señora Muir (Joseph L. Mankiewicz, 1947) y, aunque no creía en lo sobrenatural, sí pensaba que de alguna manera los muertos acompañan a los vivos. Siempre tenía muy presente en su memoria a su madre, Dolores Franco, a su hermano Julianín, que murió con solo tres años, a su padre don Julián, a los escritores Juan Benet, Heliodoro Carpintero y Rosa Chacel. Todos estaban presentes en él y, de alguna manera, lo acompañaban. Javier no tenía prisa por morir, pero a medida que pasaba el tiempo sentía que él también se convertía en un fantasma y confiaba reencontrase con sus seres queridos. Carme se considera una mujer estrictamente racional, pero siente la presencia de Javier a todas horas y su mente comienza a abrirse a perspectivas hasta ahora desechadas por absurdas o ilógicas: “Ojalá, ojalá ese otro mundo exista y lo haya recibido con los brazos abiertos, ojalá mi Javier esté rodeado ahora del cariño de los que le faltaban en su vida mortal y nunca se ausentaban de su pensamiento”. López Mercader finaliza su breve planto con una conmovedora rebelión contra la razón: “Que me lleve a creer que esa eternidad que decía concebir sólo conmigo exista y que él esté aguardándome pacientemente en ella. Que me haga soñar con lo que no puede ser”.
Siempre he admirado a Julián Marías. Padre e hijo convivieron durante un tiempo como dos solteros bien avenidos. Don Julián albergaba una profunda fe que su hijo no compartía y eso le ayudó a sobrellevar la pérdida de su mujer, Lolita Franco. Solía repetir que Lolita estaba en todas las páginas que había escrito. En 1897, Ramón y Cajal describió a la mujer intelectual, poco frecuente en esa época por culpa de los prejuicios sociales y los impedimentos legales, como una mujer “inteligente y ecuánime, rebosante de optimismo y fortaleza”. Heliodoro Carpintero utiliza esa cita para describir a Lolita en la nota de homenaje que escribió con ocasión de su muerte. Julián, que sufrió enormemente con su pérdida, estaba convencido de que “volvería a verla y a estar con ella”, pues “la persona que era Lolita no podía haberse destruido por un proceso corporal”. El amor que sentía por ella demandaba un mañana compartido: “En la medida en que se ama, se necesita seguir viviendo o volver a vivir después de la muerte, para seguir amando”. Julián Marías sostenía que “el hombre ha acontecido de manera fecunda y complejísima sobre la Tierra; no parece lícito entender su destino más alto como una simplificación”. ¿Cómo será esa eternidad donde Julián esperaba encontrarse con Lolita? En ningún caso, una vivencia estática, sino algo dinámico y creativo. “Nuestra realidad personal, inteligente, amorosa, carnal, ligada a formas históricas, hecha de proyectos de varia suerte, articulados en trayectorias de desigual autenticidad, es la que ha de perpetuarse, transfigurarse, salvarse. No puede imaginarse ninguna mutilación ni disminución”. Julián Marías no ignoraba que el racionalismo había mermado la esperanza, no reconociendo otro horizonte que el no ser. “Nuestros contemporáneos prefieren lo único de que se puede tener seguridad: la nada. Acaso la escasez de amor es un factor que entibia el deseo, la necesidad de otra vida: si no se ama, ¿para qué?”.
Sé que Javier Marías y Carme López Mercader están muy lejos de esta perspectiva. Entiendo su postura, pero yo prefiero guiarme por las razones del corazón y no por las evidencias empíricas. He perdido a muchos seres queridos y hace poco mi mujer ha superado un cáncer, lo cual ha convertido nuestra rutina en un camino de miedo e incertidumbre. La muerte me parece obscena e intolerable. Cuando El Cultural me comunicó que Javier Marías había muerto y me pidió un artículo sobre su desaparición, experimenté una profunda tristeza. Solo habíamos hablado por teléfono en tres o cuatro ocasiones. Después de leer mi relato “El día que no conocí a Javier Marías”, publicado en la revista Zenda, me llamó por teléfono para contarme cuánto le había gustado y, poco después, me concedió una de sus últimas entrevistas. Durante hora y media, hablamos por teléfono. Si alguien quiere escuchar la conversación, puede hacerlo en Youtube. Javier Marías me pareció un hombre bueno y amable, con un sentido del humor elegante y una inteligencia muy aguda. No descubro nada si digo que fue uno de los mejores escritores de los últimos cincuenta años y que -como escribió Pérez Reverte- el Nobel ha perdido mucho al no incluirlo entre sus premiados. Como sostiene Javier Gomá, el mundo se empobrece trágicamente cada vez que muere una persona buena y valiosa. Por eso, prefiero pensar que hay otra vida, similar a la que comparten la señora Muir y el capitán Gegg, una vida donde también se encuentra Julián y Lolita y, por supuesto, Javier Marías, esperando a todos los que le quisieron. William Blake sostenía que la existencia no discurre en el tiempo y el espacio, sino en el fecundo seno de la Imaginación. La Imaginación, y no la materia, es la realidad primordial. Esa idea es la brújula que debe guiar nuestros duelos. Soñar es la mejor forma de vivir y la única alternativa para adentrarse en la “tierra incógnita” de la muerte con la esperanza de no extraviarse en la oscuridad y el silencio.

miércoles, 24 de julio de 2024

La princesa Micomicona



Este texto, sobre un personaje del Quijote, lo escribí hace unos años. Era uno de los que más le gustaba a Eva, por la reivindicación de la libertad femenina en Cervantes. La recuerdo hoy, 24 de oscuridad, un día señalado con bilis en mi calendario:

La princesa Micomicona, antes de ser princesa, padeció un pasado oscuro, triste. Solo era Dorotea: huyó de su lugar, de su casa y se disfrazó de gañán para buscar a un hombre que la burló después de desflorarla. La princesa Micomicona lucha por sus derechos, por la voluntad robada, por las promesas incumplidas. Ella, Dorotea, a pesar de sus tribulaciones; a pesar de andar por Sierra Morena en traje de varón, ocultándose de los hombres que la querrían violar si la descubrieran mujer; a pesar de dedicarse a cuidar ganado por recuperar su dignidad, se presta a ayudar al cura y al barbero para sacar de su locura a don Quijote y devolverlo a su lugar. Y Cervantes la convierte en princesa. 
La princesa Micomicona, antes de ser princesa, se rebela contra los caprichos de los hombres, que no reparan en desgraciar a una mujer por satisfacer su hombría. Ha abandonado a su familia, su lugar, toda su vida, por encontrar a quien no tuvo escrúpulos en deshonrarla, huir y casarse con otra. Y, a pesar de sus cuitas; a pesar de la desgracia y la soledad; a pesar de vivir como un hombre, ocultando piernas y cabello para no encalabrinar a quienes no dudan en forzar a una mujer sola, se presta a salvar a un loco de su locura, disfrazándose de princesa e inventando una historia caballeresca en la que su reino es asediado por un gigante, que también la quiere como esposa.
La princesa Micomicona, Dorotea, es otra de esas mujeres del Quijote: aguerrida, astuta, leída, con sentido del humor y también bella, que se rebelan contra su propio mundo, que muestran un valor mayor que el del más esforzado caballero andante. La princesa Micomicona solo quiere casarse con el hombre que la desvirgó, aunque el proceso de su rebeldía es lo importante y no el desenlace. Cervantes convierte el dolor de la mujer en nobleza, la corona princesa porque no merece menos, la corona y se corona como adalid de las desfavorecidas, de las menesterosas, de las humilladas, de las mujeres todas.

miércoles, 10 de julio de 2024

Almagro

 


No hay nadie en la plaza de Santo Domigo. El empedrado agrupa el silencio y lo condensa bajo un cielo limpio, de azul puro. El palacio de los Torremejía espera a los visitantes tras su fachada de cal, pero no hay nadie, sigue sin haber nadie. La plaza, hermosísima, paciente, barroca, teñida de olivo, se tiende trémula para recibir al visitante, pero no hay nadie, sigue sin haber nadie. Almagro se ha quedado vacío. La plaza de los Fúcares sigue ahí, deslumbrante, centroeuropea, recién bañada, pero no hay nadie, nadie pisa las piedras de sillería, la cruz de Calatrava, el caldeado suelo de julio. No hay nadie, nadie puede admirar este prodigio sencillo de la arquitectura. El Corral de Comedias está preparado, con el pozo, la cazuela, el escenario de tablas, las sillas rústicas. Las celosías recién pintadas de ocre apagado. Pero no hay nadie, ni siquiera faranduleros, nadie tiene valor de representar nada. Recorro el Parador, sus pasillos de baldosas tan antiguas como brillantes, en el techo vigas azuladas, en la bodega las tinajas de barro, el sosiego, listo para ser saboreado, el abrevadero de piedra deja caer un borboteante chorro de agua que rompe el silencio, porque no hay nadie, nadie se ha sentado en ningún sitio, nadie se moja los labios, nadie se deja mecer por el cuidado placer de la piedra antigua, del azulejo rescatado, del zureo de las palomas. Nadie vigila el pozo, ni se sienta bajo la higuera, ni contempla el pasar de la vida con recogimiento, nadie. Y Almagro se duele de la soledad, de la ausencia, de la piedra antigua que tantas soledades, que tantas ausencias ha visto, ha sufrido. El agua de la piscina apenas se estremece, porque nadie, nadie, agita su piel quieta, cristalina. Solo el sol, implacable, sigue cayendo de allá arriba, impenitente.    

martes, 18 de junio de 2024

Necesidad de silencio


 

Oyes un susurro, crispación del silencio nocturno, un quejido, no sabes si vegetal, si animal, si humano. El viento puntea las ramas de un árbol, un autillo atrapa a un roedor, una mujer exhala su último suspiro. Lo oyes, lo oyes, con toda, con ninguna claridad. Se desgarra el silencio: el chirrido de una bisagra, la rendija de la ventana forzada por la brisa, el deambular ciego de unos pasos perdidos. Las puertas mal cerradas, la fragilidad del reino vegetal, el sueño de un hombre sin futuro. Son leves gañidos, casi mudos, de una noche perturbadora, silenciosa, rota por el eco de una voz indecisa herbácea animal esotérica. 

Riman los sueños con la vida, riman con la oscuridad, escenario teatral de una voz apagada, que no es voz, que es rumor, que es aire levantado. Los oídos nublados por la noche, tendidos confusos. ¡Chissss!, callad, callad, dejadme dormir en paz. Las almas sin rumbo necesitan la noche para reposar, para anular las voces de la vigilia. Dejad que el silencio se adueñe de todo, cerrad puertas y ventanas con pestillo, ajustad las claraboyas, calmad al viento, ahogad a los predadores, cortad las cuerdas vocales, renunciad a las pesadillas de los muertos. La desgracia necesita el silencio absoluto para licuarse, para entregarse a los vaivenes del mar, un mar sin orillas, sin playas. Un mar eterno, tan parecido a la muerte que se diría todo de oscuridad y silencio.  

martes, 4 de junio de 2024

Todavía


 

Todavía duermo contigo, todavía. Huelo tu cabello, tu crema hidratante, tu piel. Te acaricio la barbilla, los labios. Oigo tu respiración, leve, como si quisieras decirme algo, un susurro apagado. Me acurruco en tu seno y busco el sueño, el único lugar apacible. Te siento en la oscuridad, próxima, te veo, no es necesario abrir los párpados, te veo. El problema es la madrugada, llega, despierto, envejezco.  

jueves, 23 de mayo de 2024

Mayo


 

El pueblo es el lugar ideal para dejarte ir, para abandonarte en el lánguido precipicio de la abulia. Dentro de casa, duele el silencio, se mastica la ceniza. El sofá es un sepulcro mullido desde donde no pensar, asomado a las perlas narcóticas de la televisión. Todo sabe a murria, hasta las fresas recién compradas. Subo y bajo las escaleras del panteón. Me acuesto. Duele el silencio, se mastica la ceniza. Salgo a la puerta, en el jardín un arbusto se seca. La hiedra, agostada por los primeros calores, da muestras de su próxima agonía. Los pulgones han atacado al rosal, han devorado sus hojas y han secado hasta las espinas. Los lirios de agua se abren y, ahogados por el bochorno, rápidamente se marchitan. Un romero seco, un clavel sin flores. Solo sobreviven las malas hierbas y la tierra, desnuda, con sabor a tierra. Las aceras están despobladas, las persianas echadas, los balcones abandonados. Parece no haber acabado el tiempo de pandemia. Solo la luz de la tarde avisa de que es lenta la caída: un lánguido descenso a los infiernos. Duele el silencio, se mastica la ceniza. 

lunes, 13 de mayo de 2024

El país de mayo



Vengo de un país oscuro, muy oscuro; y frío, extraordinariamente frío. No sé si voy a saber adaptarme a la bonanza. Haber estado expuesto a las inclemencias más feroces de un mayo miserable, te predispone a la melancolía y al hundimiento del ánimo. No sé cuándo dejaré de estar en ese país del que provengo, no sé. La primavera ya no existe. El paisaje es tan asfixiante y el clima tan desalentador que apenas he tenido tiempo de vaciarme del hielo. Todavía contemplo la vida a través del filtro de la tormenta. Veo el mundo, aún, oscuro, frío, inhóspito, terrible, como lo fue mi estancia en aquel país lóbrego del cáncer. Nadie ha salido indemne de ese páramo, nadie. La muerte es la única habitante de sus lagos helados y de sus precipicios inaccesibles. Hay días en los que sigo cayendo en vacíos sin fondo, de yogur y parches de morfina. Y no consigo ver nada, y no cojo resuello, porque la caída es tan violenta que el aire se vuelve fuego y alrededor todo son sombras vertiginosas, imágenes de cuerpos famélicos, descarnados. Y bocas sin alimento, sin dientes. 

Ojalá y todo esto no fueran sino alegorías literarias, imágenes de ficción, pero no es así. El paisaje que habito sigue siendo ese inframundo de fuego, aborrecible, diseñado por un monstruo del horror. No es una imagen literaria, qué más quisiera yo. 

miércoles, 10 de abril de 2024

Me falta


 

Por estos caminos,

entre estos viñedos, 

paseaba con ella. 

Me falta su mano agarrada a la mía. 

Me falta su silencio cómplice, 

su compañía callada.

Me faltan las conversaciones inanes,

cotidianas,

"no queda vino",

"ya".

Me falta su mirada verde,

su blancura diáfana,

su nieve cálida.

Me falta su orden,

su firmeza,

su habilidad para desnudarme.

Me falta su voz al llegar a casa,

me abruma.

Me falta la atmósfera que inventamos.

Y, en medio de este vacío,

braceo, pataleo,

como un viejo astronauta en el espacio

que hubiera perdido el contacto con la nave.

Sin gravedad, los movimientos son densos,

torpes, grotescos. 

Este maldito traje y esta escafandra 

y este cordón umbilical que se rompió hace veinte meses.

¿Hasta cuándo llegará el oxígeno de la memoria?

¿Hasta cuándo? 

viernes, 8 de marzo de 2024

Vivir en el pretérito imperfecto

 


Comía por inercia, viajaba por inercia, paseaba por inercia, daba clases por inercia..., vivía por inercia. La pasión con la que antes comía, viajaba, paseaba y daba clases lo mantenían en marcha todavía, como a un tren sin motor que aún circulara por impulso de su velocidad pasada. Pero era evidente la ausencia de un generador de movimientos, de actos, de ideas. Se deslizaba por la vida con los restos de la energía producida hacía ya mucho tiempo. A veces, cuando se topaba con una cuesta abajo, el aumento de la velocidad era engañosa, le parecía haber recuperado el gusto por la comida, la emoción del viaje, la pasión por enseñar, pero no, pronto aparecía una cuesta arriba o un llano y era evidente que el motor estaba parado. En seguida desaparecían la pasión, la emoción, el gusto. No había fuente con la que alimentar el movimiento. Comía, viajaba, paseaba y daba clases por inercia. Vivía en el pretérito imperfecto.      

miércoles, 28 de febrero de 2024

Comiendo con Eva

 Hoy he estado con Eva en el restaurante Santolina. Antes era El Chato, para nosotros un templo en donde rendíamos pleitesía a Dionisos sin reparar en otra cosa que no fuera el vino del Terrerazo y los manjares de Luisi. Pido el vino que le gusta, para acabarlo en casa. Comemos y bebemos como siempre, como antes, divinamente, aunque demasiado solos. Llegamos a casa y pongo la tercera de una serie polaca de cuyas dos primeras temporadas vimos y comentamos hace unos años. Me gusta hablarle y descubrir que ya se ha dormido, vencida por los chicos de la mañana. La serie nos atrae por sus ambientes cutres, por su humor negro y por sus personajes atiborrados de alcohol. Aún así duerme, le puede el sopor de la comida y el desgaste de las aulas. Luego veo un partido de fútbol femenino. No sé por qué. Sí, sí lo sé. Lo último que vimos en televisión antes de que se fuera fue fútbol femenino. Bebemos, vivimos, revivimos, dormimos, añoramos.