jueves, 28 de diciembre de 2017

"El estreno del joven Valle" por Nuria Azancot



“A pesar de que en su tiempo le consideraban un autor antidramático, Valle amaba profundamente el teatro”, explica la profesora Santos Zas, coordinadora de las Obras Completas del escritor que edita la Biblioteca Castro. Tras la aparición de los tres primeros volúmenes, dedicados a la narrativa y el ensayo, estos días aparece el cuarto tomo, consagrado al teatro, en el que se reúnen sus once primeras piezas (dramas, comedias, farsas) siguiendo un orden cronológico y según la versión editada exclusivamente en librería, “ya que la que se difundía en los periódicos y por entregas solía estar llena de errores de transcripción”, explica Santos Zas. 

Comenta la editora que la pasión de Valle por el teatro fue tan constante como temprana: aunque luego firmó junto a otros escritores una carta en protesta por la concesión del Nobel a Echegaray, en su juventud Valle-Inclán le admiró casi tanto como a Zorrilla, cuyo Don Juan Tenorio era capaz de recitar completo y que tanto tendría que ver con futuros personajes valleinclanescos como el marqués de Bradomín. Además, vivió un tiempo en Pontevedra, una de las primeras ciudades españolas donde pudo disfrutarse el cinematógrafo (1897), tan vinculado a su dramaturgia, y en la que solían actuar las compañías teatrales más famosas de la época, como las de María Guerrero y Díaz de Mendoza, la de Carmen Cobeña, Rafael Calvo o Antonio Vico. 

Un debut desafortunado

A finales del XIX, y tras una breve estancia en México , Valle-Inclán marchó a Madrid en abril de 1895 con el sueño nada secreto de hacerse un nombre en el mundillo teatral. Frecuentó tertulias, polemizó con autores y llegó incluso a escribir en 1897 a Pérez Galdós, entonces dramaturgo de éxito, confesándole su deseo de ser actor. Finalmente debutó en el teatro de la Comedia, en noviembre de 1898, interpretando el papel de Teófilo Everit en La comida de las fieras de Benavente. En esa función, además, compartió las tablas con Josefina Blanco, su futura esposa, pero su actuación recibió muy malas críticas. 

Peor le fue tras interpretar un papel en la adaptación de Alejandro Sawa de Los Reyes en el destierro. Con todo, no fueron las críticas las que le obligaron a abandonar la interpretación, sino las consecuencias de un duelo con su amigo Manuel Bueno, que en julio de 1899 le convirtió en manco obligándole a volcarse en la producción, adaptación, dirección y, sobre todo, en la creación. Así, ese mismo año debutó como director con una versión de La fierecilla domada, de su admirado Shakespeare, aperitivo de su estreno como autor el 12 de diciembre de 1899 con Cenizas. Drama en tres actos. 

Representada por el Teatro Artístico, una agrupación creada por dramaturgos jóvenes liderada por Jacinto Benavente, y que intentaba hacer patente su disidencia respecto del teatro de su época, Cenizas fue dirigida por el futuro Nobel, que interpretó también un papel, pero la obra volvió a sufrir la incomprensión del espectador. Al día siguiente, se podía leer en la prensa que el público “no pudo premiar al dramaturgo pero sí celebrar el fino trabajo del escritor”, lo que sería una constante para el Valle dramaturgo. 

“En general -subraya Margarita Santos- la crítica solía reconocer la altura literaria de sus obras pero sus acotaciones resultaban imposibles para las puestas en escena de la época. También escribía piezas rompedoras con la estética de la escena española su tiempo, obras antirrealistas en una época en la que sobre nuestras tablas imperaba el realismo, el melodrama y el humor populachero. Y las obras con pocos personajes, cuando en las obras de Valle intervenían decenas...” 

A pesar de tanto rechazo, entre 1899 y 1914 Valle escribió once obras de todo tipo (dramas, comedias) con un éxito cada vez menor. Los empresarios acabaron rechazando textos como Voces de Gesta, o postergando los estrenos hasta que en 1914, tras escribir La cabeza del dragón -la obra que cierra este volumen-, Valle-Inclán padeció una profunda crisis personal y como autor, rompió con las principales compañías teatrales, que cerraron las puertas a sus obras hasta 1931, y abandonó el teatro. Incomprendido, menospreciado, no entendía la cerrazón del mundillo teatral a lo que estaba intentando. Conocía bien el simbolismo, la poesía, la modernidad, y quizá por eso la escena costumbrista, grandilocuente, que triunfaba en España, le espantaba. 

Solo dos años antes de su abandono temporal del teatro, en 1912, cuando le preguntaron en una entrevista por la puesta en escena de La marquesa Rosalinda, declaró que ninguno de los actores la había entendido, y que “apenas si María Guerrero dijo los versos como yo los escribí. […] en boca de los intérpretes, mis rimas parecían una mala prosa”. Su desdén hacia los actores era tal que también afirmaba no haber “escrito nunca, ni escribiré para los cómicos españoles”. Los empresarios no le merecían mejores palabras: “si Lope de Vega viviese hoy, lo más probable es que no fuese autor dramático, sino novelista. ¡Habría que oír al Fénix cuando los empresarios le hablasen de las conveniencias de escribir manso y pacato para no asustar a las niñas del abono…!”

El mal gusto del público

El espectador tampoco salía bien parado: “El autor dramático con capacidad y honradez literaria hoy lucha con dificultades insuperables, y la mayor de todas es el mal gusto del público. Fíjese usted que digo el mal gusto y no la incultura. Un público inculto tiene la posibilidad de educarse, y esa es la misión del artista. Pero un público corrompido con el melodrama y la comedia ñoña es cosa perdida”. 

Él prefirió abandonar, y su silencio duró seis años. De él resurgiría un Valle-Inclán distinto, maduro, revolucionario: el de los esperpentos, Divinas palabras, Luces de Bohemia... Pero esa es otra historia. La del quinto volumen de las Obras Completas que lanzará la Biblioteca Castro en unos meses, con el resto del teatro (otras once obras) y con la poesía.

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