Evocar el Siglo de Oro desde el barrio de las Letras de Madrid es siempre posible. Pero retornar a aquella grandiosa centuria de las letras y las artes hispanas parece hoy verdaderamente real si se hace desde el número 11 de la calle de Cervantes, la misma morada madrileña en que habitó Félix Lope de Vega y Carpio, quizás el madrileño más insigne de cuantos hijos entonces la ciudad tuvo.
Hasta el 1 de febrero, por iniciativa de la Real Academia Española, que quiere así festejar su tercer centenario como institución, y con el aval de la Consejería de Empleo, Turismo y Cultura del Gobierno regional, la Casa de Lope de Vega muestra una interesante exposición sobre su tan egregio dueño. En ella se da noticia directa de la atmósfera en la que se desplegó su vida y, más precisamente, de sus escritos, su hechura y alcance. Lo cual equivale, en su caso, a dar fe de su placentera y turbulenta vida. Porque fue Lope de Vega el hombre más capaz de convertir lo vivido en escritura, la emoción en palabra y, en poema, la mirada mera y pura.
Quien naciera un 25 de noviembre de 1562 en una casa del platero Jerónimo Soto, hijo de padres montañeses, bordador él, ama de casa ella; quien quedara desbravado de su infancia traviesa en el Colegio Imperial de la calle de Toledo; quien, en 1587, permaneciera preso en la cárcel de Corte que hubo en la hoy plaza de la Provincia, tras escribir un libelo contra una actriz, Elena Osorio, pese a ser por él muy bienamada; quien, al fin, tras numerosos amoríos con cómicas, actrices y damas de cuna alta, sentara la cabeza y casara primero con la dulce Isabel de Urbina, en la iglesia de san Ginés, desplegó en Madrid lo mejor de su prodigioso genio literario.
Hasta 500 comedias, una excelsa obra lírica, cinco grandes poemas épicos, cuatro menores, épicos también, amén de cuatro novelas breves, otras tres largas, tres poemas didácticos y un sinfín de versos que escribía, provisto de un cuadernillo, incluso cuando caminaba por el Madrid de entonces, surgieron de su fértil pluma y dieron fe de su talento. Era capaz de versificar musicalmente cualquier tipo de situación, episodio o acontecimiento, desde el más fausto al menor y nimio incidente. Todas las Navidades acudía a un templo cercano a la hoy calle del Caballero de Gracia a cantar villancicos por él mismo compuestos.
Protagonista de tórridos amoríos, consecutivos y simultáneos, padre de una decena, conocida, de hijos, su vehemente sinceridad, como ha escrito el catedrático José Montero Padilla, más su “recio gozar del mundo”, convirtieron a aquel joven —enrolado dos veces en la Marina, una de ellas en la Invencible, desterrado seis años de Castilla y asentado en Valencia— en un torbellino de pasiones encendidas.
Grabados de época (sobre estas líneas) y actuales (debajo) forman parte de la muestra Es Lope.
Todo ello cabe imaginar, cuando no percibir, en esta pequeña pero densa exposición, donde algunos de sus manuscritos comunican aún ese latido que acompasó una vida tan vibrante y apasionada como la suya.
Manuscritos, libros suyos de poemas escritos a mano; valiosísimas primeras ediciones; documentos notariales o contratos se muestran al público estampados en duraderos pergaminos, desde el tiempo detenido en el asombro de su genio, a partir de su muerte, acaecida un 25 de agosto de 1635 en que su cadáver surcó el frontal del convento de las Trinitarias Descalzas de San Hermenegildo y San Juan de la Mata donde profesó como religiosa su adorada hija Marcela de San Félix.
Es el mismo convento al que acudiera a rezar, junto a su hija Isabel de Saavedra, Miguel de Cervantes, allí enterrado en 1616, antes vecino, colega y amigo del dramaturgo, quien dijera la frase “es de Lope”, que da lema a la exposición y que fuera acuñada en el Madrid entonces, como “decir que una cosa es buena”.
La fama adquirida en vida por el dramaturgo más importante de la historia de España, autor de Fuenteovejuna, El caballero de Olmedo, La Dragontea, La Jerusalén conquistada o Arte nuevo de hacer comedias, compensó buena parte sus intensas tribulaciones, sobrevenidas desde la fogosidad de un carácter creativo, propenso a la transgresión y al inmediato arrepentimiento, piadoso pero abrasado por la sed de amar cegadoramente, tanto, que para él “amar y hacer versos es todo uno”, como escribiera su discípulo y biógrafo Juan Pérez de Montalbán. Celoso quizá de aquella fama, como explica la exposición comisariada por el académico José Manuel Sánchez Ron, el poeta rival Luis de Góngora le disparó entonces un versito malicioso, tras colocar Lope en uno de sus libros un escudo heráldico en el que atribuía al linaje de su apellido Carpio hasta 19 torres: “Por tu vida, Lopillo, que me borres las 19 torres de tu escudo, pues aunque tienes mucho viento, dudo que tengas viento para tanta torre”.
Un valioso anagrama del setecientos, obra de Morante; hasta 140 cartas a su idolatrado protector, el duque de Sessa, postrer mentor ingrato por negarse a pagar la evitación de la monda de sus huesos en la iglesia de San Sebastián, donde Lope sería enterrado; el códice Durán Massaveu con sus autógrafos; inventarios protocolizados de sus bienes; más, incluso, una decimonónica colección de etiquetas de cajas de cerillas de Gaspar Camps y un soberbio retrato anónimo de cuando Lope de Vega fue nombrado protofiscal de la Cámara Apostólica del Arzobispado toledano tras tomar órdenes religiosas a edad avanzada, efigian su memoria y su figura, elogiada en otros textos mostrados por... “panegíricos a la inmortalidad de su nombre, escritos por los más esclarecidos ingenios”, como muestra uno de los textos exhibidos en la exposición. Es Lope. Martes a domingo, de 10.00 a 18.00. Entrada gratuita. Casa Museo de Lope de Vega. Cervantes, 11. Hasta el 1 de febrero.
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