Reivindico el páramo, el campo amarillo, seco, agostado por la falta de lluvias, el rastrojo, el paisaje sin horizonte, sin árboles, plagado de aerogeneradores, la intemperie asolanada, la Mancha esteparia, sin montañas, con horizontes eternos y caminos rectos como Bernarda. Reivindico el secarral, el llano en llamas, el vientre yermo de la paramera. Me abruma la belleza verde de los paisajes del norte, me intimida el fragor de la naturaleza, me ahoga la humedad permanente de esas praderas rozagantes. No, reniego de la fertilidad de las selvas, reniego de los arroyos, de las cascadas, del mar embravecido golpeando el acantilado espectacular. Quiero morir en el páramo, tumbado sobre un pedregal o sobre los restos del trigo recién segado, descoyuntado por el peso del sol, aturdido por la inmensidad de lo inabarcable.
Cuando viajo al norte, todo es tan feraz, tan deslumbrante, que asfixia tanta sorpresa; en cambio, cuando en el páramo, después de quilómetros y quilómetros, descubres un olivo, una acacia, un almendro, la rareza aquilata su belleza, se realza, como una metáfora solitaria en mitad de una poesía desnuda. Reivindico la encina sola, el techo derruido de una casa de barro, la tierra agrietada, el polvo de la mies recién recogida. No más parques naturales, ni montañas nevadas, ni frondosos bosques de hayas. Prefiero extasiarme con la inconsistencia de la nada.
No hagáis mucho caso de lo que digo. Ahora mismo estoy bajo cubierto, no veo ningún paisaje, salvo el de las paredes del salón, la calefacción funciona a toda tralla y oigo a Etta James. Ni praderas verdes, ni páramos somnolientos. Lo mismo me daría estar en Cantabria que en Albacete. La intemperie es para los intrépidos.
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