martes, 22 de noviembre de 2022

Volver a Shakespeare


Vuelvo a Shakespeare cada cierto tiempo, ahora con más fe que nunca, porque Shakespeare, como dice Rafael Narbona, es el poeta del caos y, para mí, el poeta del páramo. Sí, me imagino a los personajes de Shakespeare deambulando siempre en un paisaje árido, sin posibilidad de vida, sin esperanza, con un destino fijo, la muerte. Un camino desdibujado en el que solo el final trágico es evidente. Veo una tierra seca (a pesar del bufón de Lear y su lluvia constante, a pesar de las humedades del norte), una encina bajo la que cobijarse, un árbol que será arrasado por el rayo, sin remisión, en cuanto los caminantes se sirvan de su refugio. El tormento de Hamlet, la desesperación de no encontrar soluciones a la existencia, la siento más viva que nunca y, en esas analogías, veo a Shakespeare como mi autor de cabecera, el que ha sabido plasmar la tragedia humana con mayor efectividad. 

El destino es la caída en un pozo: vemos con horror a Macbeth y a Otelo, espantados de su propia crueldad; sentimos el amor sin horizonte de Romeo y Julieta o la frustración de Falstaff al constatar la ingratitud de su amigo íntimo. Shakespeare es un dios registrador, nos da fiel testimonio de lo que nos espera y no hay ninguna pluma que haya estado tan iluminada como la suya. La muerte crea un vacío, una angustia en sus personajes tan viva como si fuera cierta. Por eso veo las creaciones de Shakespeare siempre en la paramera, en el rastrojo, en una naturaleza inhóspita, sin refugio, con un horizonte tan plano y evidente como el de nuestra propia naturaleza. 

Y a pesar de todo, Shakespeare reconforta, porque aunque sus argumentos no dan respiro a la esperanza, sin quererlo, nos brindan la clave para sobrevivir: el amor por la palabra. Escarbando entre las vísceras de un cuerpo derrengado, aparece la rosa, no la toquéis, dejadla.     

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