jueves, 23 de agosto de 2018

"El capote" de Nikolái Gógol" por Rafael Narbona


Nikolái Gógol solo vivió cuarenta y dos años. Nació en 1809 en Soróchinsti (actualmente Ucrania) y murió en Moscú en 1852. Modesto funcionario de la Rusia zarista durante un breve período de su juventud, soportó malamente la rutina de un trabajo impersonal y con un sueldo miserable. Gracias al éxito literario, pudo abandonar las tareas administrativas, pero nunca olvidó su experiencia como burócrata, descubriendo que la despersonalización asociada a los quehaceres anodinos a veces produce paradojas inesperadas. No es posible desarrollar cotidianamente una actividad tediosa y empobrecedora, sin identificarse con ella antes o después. Hay que hallar un sentido y una justificación a una profesión que absorbe la mayor parte de nuestras horas. O, dicho de otro modo, hay que amar la vida que uno lleva, si no se quiere sucumbir a la desesperación. Publicado en 1842, El capote narra la historia de Akaki Akákievich, un humildísimo funcionario ruso que encarna esa paradoja. Puntual, meticuloso, dócil, se limita a copiar documentos con una caligrafía primorosa. No es capaz de asumir responsabilidades más complejas, pues carece de ingenio y perspicacia. Es un hombre sin atributos que acepta su destino y que jamás se ha planteado rebelarse o cambiar de vida. No se siente alienado, ni uncido a un yugo intolerable. Su escritorio es su tabla de salvación, el madero que le permite mantenerse a flote, creando la ilusión de que no va a la deriva, sino hacia un puerto que tal vez no es una utópica Arcadia, pero sí un lugar tranquilo y confortable. No sospecha que en realidad puede irse a pique en cualquier momento, pues sólo es un ser anónimo, insignificante, prescindible. Su precisión caligráfica, imitando los distintos tipos de letra, no es una virtud, sino una anécdota irrelevante en un mundo caótico, absurdo, gravemente desordenado por acontecimientos que trascienden las meras apariencias.

Es evidente que Gógol aprovecha su experiencia personal como funcionario y como ser humano para urdir la historia de Akaki Akákievich. De hecho, escoge como telón de fondo la ciudad de San Petersburgo, donde trabajó para la administración zarista, ocupando uno de sus peldaños más bajos. Descarta ser más concreto, alegando que las instituciones se sienten ofendidas cuando se ofrece una imagen poco favorable de su funcionamiento. La sombra del poder asoma desde la primera página, pero no como algo concreto, histórico, sino como una potencia oscura, irracional, metafísica. Akaki Akákievich no destaca por nada, salvo por su laboriosidad. Su apariencia se corresponde con la de un hombre perfectamente anónimo: pequeña estatura, calvicie incipiente, ojos miopes, piel enrojecida. Hijo de un funcionario, nadie recuerda cuándo empezó a trabajar para la administración y resulta difícil imaginar su existencia fuera de su escritorio, pues no se le conoce ninguna pasión o ambición. Su pundonor profesional le ha provocado unas severas hemorroides, pues pasa muchas horas sentado. No obstante, nadie aprecia su esfuerzo y, menos aún, lo respeta. Sus compañeros le gastan bromas crueles, los ordenanzas le prestan menos atención que al “vuelo de una mosca”, los jefes lo tratan con “una frialdad despótica”. Normalmente, el apocado funcionario ignora las distintas formas de maltrato que sufre a diario, pero a veces protesta débilmente, preguntando a sus compañeros por qué le ofenden. En sus palabras hay “algo extraño”, un tono o quizás un eco que “inducía a la compasión”. Cuando un joven funcionario recién incorporado al departamento se suma a la befas, “una fuerza sobrenatural” lo deja petrificado, cortando en seco sus sarcasmos. La cosa no acaba ahí. Desde entonces, cada cierto tiempo aparecerá en la conciencia del joven la imagen de Akaki Akákievich, exclamando como un espectro atormentado: “¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?”. Estas palabras siempre surgen acompañadas de otras aún más dramáticas: “¡Soy tu hermano!”.

A la hora de interpretar a Nikolái Gógol, no debe ignorarse su fervor religioso. Educado por una madre piadosa, su identificación con la iglesia ortodoxa se acentuó con los años, hasta el extremo de renunciar a su obra literaria. Su misticismo afectó a su salud, pues se impuso estrictos ayunos y durísimas penitencias. En mayor o menor grado, la fe impregna toda su obra. La “fuerza sobrenatural” que paraliza al joven funcionario no es una licencia fantástica, sino una alusión a la intervención de poderes sobrenaturales. La voz interior que invoca la fraternidad entre los hombres –“¡Soy tu hermano!”- tiene el mismo origen que la ley moral natural o -si se prefiere una expresión sin resonancias teológicas medievales- el imperativo categórico kantiano, donde se exige respetar la dignidad del hombre de forma incondicionada. Se trata de mandatos que brotan espontáneamente y que no pueden explicarse como productos del aprendizaje, ni de las convenciones sociales. La conciencia no puede desoírlos una vez que se han manifestado. El joven funcionario nunca podrá olvidar su visión. Durante el resto de su vida, será consciente de la depravación de la especie humana: “cuánta inhumanidad hay en el hombre, cuánta grosera ferocidad se oculta en los modales más refinados e irreprochables, incluso ¡Dios mío! en personas con fama de honradas y nobles…”. Podemos interpretar que Gógol alude a la gracia divina, pero sin citarla para no convertir el cuento en un sermón. Sin miedo al resplandor de la razón, Gógol concebía la gracia como un acto de amor unilateral e inmerecido que contrarresta el desorden imperante en el cosmos. Sumamente conservador, Gógol jamás simpatizó con el optimismo ilustrado, ni con las revoluciones liberales. Nunca creyó en el progreso moral de la humanidad, ni en la autonomía de la conciencia. Desde su punto de vista, lo que llamamos civilización surge con el pecado original y, en consecuencia, sigue un curso decadente. Satanás es “el príncipe de este mundo” (Juan 12:31) y sólo el auxilio divino puede frenar sus estragos. Akaki Akákievich es una víctima más de la trágica historia iniciada con expulsión del edén. Vivimos en mundo absurdo y grotesco, habitado por demonios y contaminado por la servidumbre de la materia. Akaki Akákievich no es un santo, pero sí un inocente, un pobre de espíritu, un hombre manso y pacífico, una de esas “almas muertas” que han perdido la capacidad de vivir, soñar y esperar. No fantasea con una vida alternativa, porque carece de imaginación. Su percepción de la realidad se reduce a su escritorio, donde se siente seguro y protegido.

En cierto sentido, Akaki Akákievich vive fuera del mundo. Carece de curiosidad. No presta atención al ajetreo de las calles. Come por necesidad, sin experimentar placer. No bebe alcohol y no le interesan las mujeres. Es innegable que Gógol traslada a su personaje aspectos de su personalidad. Tímido, abstemio, menudo y anoréxico, solo intentó casarse en una ocasión, obteniendo una contundente negativa. Sus biógrafos apuntan que murió sin haber experimentado la intimidad sexual. En sus obras, las mujeres suelen causar frustración, sufrimiento, degradación. Son la progenie de Eva, que precipitó la condenación de la humanidad. Akaki Akákievich no fantasea con el amor o el sexo. Dedica su tiempo libre al trabajo. Se lleva a casa los papeles de la oficina, incapaz de hallar otra forma de llenar su tiempo. Su obsesión por el trabajo evoca la pasión de Gógol por la escritura y su trágico final. Cuando entrega al fuego la inacabada segunda parte de Almas muertas, prometiendo no volver a escribir para dedicar todas sus energías a la salvación de su alma, cae en una apatía letal. Se recluye en la cama y deja de comer. Los médicos certifican su muerte por inanición. Sin la expectativa de escribir, Gógol abandona el mundo silenciosamente, pero permanecerá en él como un fantasma que incendia nuestra imaginación, poblándola de extraños sueños que aún no somos capaces de interpretar.

La razón que acaba con Akaki Akákievich y le convierte en un espectro es mucho más trivial, pero con un significado simbólico similar. Su capote ha envejecido tanto que ya no podrá protegerle del frío durante el próximo invierno. Con un sueldo raquítico, tendrá que hacer grandes esfuerzos para comprar otro. Su nuevo capote actúa como una prenda mágica, revelándole la existencia de pasiones hasta entonces desconocidas. Su curiosidad se activa, haciéndole reparar en un escaparate iluminado y adornado con el cuadro de una hermosa mujer, quitándose un zapato y dejando al descubierto “una pierna bien torneada”, mientras un hombre observa su gesto desde el umbral de una puerta. Akaki Akákievich menea la cabeza, sonríe y continúa su camino, interrogándose a sí mismo: “¿A qué venía esa sonrisa? ¿Se había topado con una realidad completamente desconocida, pero de la que todo el mundo tiene algún barrunto?”. Por primera vez, empieza a seguir por la ciudad a una dama que “contonea de manera inusitada todo el cuerpo”, pero de repente las calles se hacen oscuras, solitarias, hostiles. Dos hombres le asaltan y le quitan el capote, propinándole un rodillazo. Desolado, acude en busca de ayuda a un “personaje importante”, un alto funcionario de carácter adusto y arrogante. Sólo consigue gritos airados que le recriminan su atrevimiento, exigiéndole que respete los cauces legales habituales.

Abatido, Akaki Akákievich enferma y muere. Sólo deja “un pequeño paquete con plumas de ganso, una resma de papel timbrado, tres pares de calcetines, dos o tres botones desprendidos de un pantalón y el viejo capote” que ya no servía para nada. Su muerte pasó inadvertida, como si nunca hubiera existido: “Desapareció para siempre ese ser a quien nadie defendió, por quien nadie profesó afecto ni mostró el menor interés”. Al día siguiente de su fallecimiento, ocupa su puesto un joven bastante más alto, pero con una caligrafía más imperfecta. Nadie se ríe de él. Nadie intenta ridiculizarlo, pese a que la calidad de su trabajo era inferior. Akaki Akákievich reaparece, pero como fantasma que asalta los transeúntes de San Petersburgo, robándoles su capote. Sus apariciones crean alarma y miedo, pero no culpabilidad. Nadie se pregunta por qué actúa de esa manera, pero una noche aborda la calesa del “personaje importante” y le arrebata su capote, comprobando que le viene bien. No vuelve a cometer robos, pero sigue paseando por las calles de San Petersburgo. Un policía intenta detenerlo, pero le amenaza con el puño y le hace retroceder. El hombrecillo ha cambiado de aspecto. Alto, con bigote y con un puño descomunal, se parece al “personaje importante” o a los ladrones que le despojaron de su capote nuevo. Se ha cerrado el círculo, pero no se ha producido una redención. La rueda del mundo sigue girando con perversidad, escarneciendo los anhelos de paz, justicia y equidad.

Sería absurdo atribuir una intención social al relato de Gógol. El escritor defendía el régimen de servidumbre, odiaba los cambios sociales y no escondía su antipatía hacia el pueblo llano. En su opinión, el campesino nunca debería saber que existen otros libros, aparte de la Biblia. Su obligación era trabajar y obedecer. Dios así lo quería. Gógol procedía de la baja nobleza ucraniana y consideraba que la división de la sociedad en amos y esclavos reflejaba la voluntad divina. La aristocracia y la iglesia ortodoxa ostentaban legítimamente la autoridad política y moral. Las ideas reaccionarias de Gógol, que suscitaron la indignación de sus compatriotas liberales, marcan el rumbo de su pluma, pero no se puede explicar su obra simplemente como un romanticismo tradicionalista que explota los elementos folclóricos, históricos y fantásticos. Afirmar que Akaki Akákievich es un precursor del Bartleby de Herman Melville o el Gregorio Samsa de Kafka no aclara nada, pues Bartleby es el nihilista perfecto (“preferiría no hacerlo”) y Samsa, un inadaptado que sufre la exclusión familiar y social. El capote no aborda estas cuestiones. Si se compadece de su personaje, Gógol sólo lo hace de una forma tangencial, indirecta. Su peripecia únicamente le interesa en la medida en que le permite escenificar su interpretación del mundo. A su entender, no hay orden ni equilibrio en la trama de la vida. Todo es absurdo, irracional y grotesco. El ser humano podría ser digno de lástima, pero en realidad es el único responsable de su desdicha. En el principio, no reinaba el caos, sino la armonía, pero esa edad de oro casi ha caído en el olvido. Sólo tenemos viejos testimonios de esa época y hemos llegado a pensar que nunca existió. Ahora vivimos atrapados en el vértigo, el ruido, la confusión. En su Curso de literatura rusa (1981), Vladimir Nabokov lo expresa claramente: “Algo hay que funciona muy mal, y todos los hombres son lunáticos leves entregados a ocupaciones que a ellos les parecen muy importantes, mientras una fuerza absurdamente lógica les mantiene atados a sus inútiles trabajos: ése es el verdadero mensaje del cuento”.

El mundo desquiciado y cruel que nos relata Gógol puede interpretarse de distintos modos. Primero, conforme a las creencias del escritor, que suscribe los dogmas de la iglesia ortodoxa, según la cual el hombre fue creado en perfecta armonía con Dios, pero el pecado lo arrojó al vendaval del tiempo, donde reinan la fatiga, el dolor y la muerte. El desamparo y la indefensión Akaki Akákievich proceden esa catástrofe primordial. Podemos rechazar esta versión, rebajándola a la simple condición de mito, pero es esa dimensión mitológica la que imprime densidad narrativa y simbólica al relato de Gógol. En segundo lugar, podemos prescindir de las convicciones religiosas del escritor y aventurar que la obra anticipa la sensación de vacío existencial del hombre tras la muerte de Dios. Aunque Nietzsche aún no ha nacido en esas fechas, el desencanto del mundo ya ha comenzado. Sin una escatología sobrenatural, la realidad queda reducida a una pesadilla implacable. Gógol se asoma al abismo y nos muestra su fondo espeluznante. El hombre es una criatura patética porque es hombre, porque tiene lenguaje, porque sabe que va a morir, porque advierte la inutilidad de sus actos, abocados a borrarse en un porvenir cada vez más frío y desorganizado. La prosa de Gógol “haraganea”, por utilizar la expresión de Nabokov, en el filo del precipicio, desplegando su “pirotecnia verbal” para evidenciar que todo es ilógico. El arte no da respuestas, sólo atisba –concluye Nabokov- “ese fondo secreto del alma humana donde las sombras de otros mundos pasan como sombras de naves silenciosas y sin nombre”.

Por último, podemos renunciar a interpretar el cuento de Gógol, afirmando que sólo es lenguaje, literatura, forma. Nabokov también suscribe esta lectura, destacando las virtudes de un estilo que ha soportado el paso del tiempo sin mostrar signos de extenuación. Personalmente, yo he sentido al releer el cuento que asistía a un desfile de máscaras. Nadie es lo que parece. El “personaje importante” se vuelve insignificante tras sufrir el asalto de Akaki Akákievich. Akaki Akákievich se vuelve importante tras expirar, suscitando el miedo de los que antes se burlaban de su timidez y torpeza. El capote transforma a sus propietarios, invirtiendo sus roles sociales. Como en la parábola bíblica, los poderosos son humillados y los humildes ensalzados. El “hombre importante” se vuelve compasivo y el insignificante, feroz. Tal vez esas inclinaciones vivían aletargadas en su interior y sólo se han manifestado bajo la presión de los acontecimientos. “¿Quién puede meterse en el alma de una persona y adivinar lo que se le pasa por la cabeza?”, pregunta Gógol, insinuando que cualquier juicio sobre los otros constituye una temeridad. Lo cierto es que El capote, como buen clásico, conserva su misterio, con independencia de las interpretaciones. Sería una necedad intentar despejar definitivamente su enigmático significado. Podemos vivir sin certezas. O dicho de otro modo: debemos preservar el asombro, la perplejidad, la duda. Quizás esa es una de las grandes enseñanzas de la verdadera literatura.

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