El comienzo de La madre de Máximo Gorki es demoledor. Se describe con crudeza naturalista el paisaje de los obreros de principios del siglo XX: su situación de alienación, esclavitud y embrutecimiento. El relato está inspirado en los movimientos prerrevolucionarios de 1905 en San Petersburgo. Esta novela supone un ejercicio de memoria muy interesante para recordar de dónde procede el capitalismo, cuáles son sus medios y a qué monstruo se enfrentaban sus primeras víctimas. No hay mejor manera para comprender la Revolución Industrial y los movimientos obreros que acercarse a obras como esta. También es una buena forma de ver el desgaste de palabras como "socialista" y de comprobar por qué es necesaria la educación y por qué son inevitables las revoluciones. Que luego tiranos y asesinos se aprovechen del sacrificio del pueblo, es una maldición eterna.
"Cada mañana, entre el humo y el olor a grasa del barrio obrero, la sirena de la fábrica mugía y temblaba. De las casuchas grises salían apresuradamente, como cucarachas asustadas, gentes hoscas, con el cansancio todavía en los músculos. En el aire frío del amanecer, iban por las callejuelas sin pavimentar hacia la alta jaula de piedra que, serena e indiferente, los esperaba con sus innumerables ojos, cuadrados y viscosos. Se oía el chapoteo de los pasos en el fango. Las exclamaciones roncas de las voces dormidas se encontraban unas con otras: injurias groseras desgarraban el aire. Había también otros sonidos: el ruido sordo de las máquinas, el silbido del vapor. Sombrías y adustas, las altas chimeneas negras se perfilaban, dominando el barrio como gruesas columnas.
Por la tarde, cuando el sol se ponía y sus rayos rojos brillaban en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba de sus entrañas de piedra la escoria humana. Y los obreros, los rostros negros de humo, brillantes sus dientes de hambrientos, se esparcían nuevamente por las calles, dejando en el aire el aliento húmedo de la grasa de las máquinas. Ahora, las voces eran animadas e incluso alegres: su trabajo de forzados había concluido por aquel día, la cena y el reposo los esperaban en casa.
La fábrica había devorado su jornada: las máquinas habían succionado en los músculos de los hombres toda la fuerza que necesitaban. El día había pasado sin dejar huella: cada hombre había dado un paso más hacia su tumba, pero la dulzura del reposo se aproximaba, con el placer de la taberna llena de humo.
Los días de fiesta se dormía hasta las diez. Después, las gentes serias y casadas, se ponían su mejor ropa e iban a misa, reprochando a los jóvenes su indiferencia en materia religiosa. Al volver de la iglesia, comían y se acostaban de nuevo, hasta el anochecer.
La fatiga, amasada durante años, quita el apetito, y, para comer, bebían, excitando su estómago con la aguda quemadura del alcohol.
Cuando se encontraban, hablaban de la fábrica, de las máquinas, o se deshacían en ataques contra los capataces. Las palabras y los pensamientos no se referían más que al trabajo. Apenas alguna idea, pobre y mal expresada, arrojaba una solitaria chispa en la monotonía gris de los días. Al volver a casa, los hombres reñían con sus mujeres y con frecuencia les pegaban, sin ahorrar los golpes. Los jóvenes permanecían en el café u organizaban pequeñas reuniones en casa de alguno, tocaban el acordeón, cantaban canciones innobles, bailaban, contaban obscenidades y bebían. Extenuados por el trabajo, los hombres se emborrachaban fácilmente: la bebida provocaba una irritación sin fundamento, enfermiza, que buscaba una salida. Entonces, para liberarse, con cualquier excusa, se lanzaban unos contra otros con furor bestial. Se producían riñas sangrientas, de las que algunos salían heridos; algunas veces había muertos...
En sus relaciones, predominaba un sentimiento de violencia al acecho, que dominaba a todos y parecía tan normal como la fatiga de los músculos. Habían nacido con esta enfermedad del alma que heredaban de sus padres, los acompañaba como una sombra negra hasta la tumba, y les hacía cometer actos odiosos, de inútil crueldad.
Los días de fiesta, los jóvenes volvían tarde por la noche, los vestidos rotos, cubiertos de lodo y polvo, los rostros contusionados; alardeaban, con voz maliciosa, de los golpes propinados a sus camaradas, o bien, llegaban furiosos o llorando por los insultos recibidos, ebrios, lamentables, desdichados y repugnantes. A veces eran los padres quienes traían su hijo a casa: lo habían encontrado borracho, perdido al pie de una valla, o en la taberna; las injurias y los golpes llovían sobre el cuerpo inerte del muchacho; luego lo acostaban con más o menos precauciones, para despertarlo muy temprano, a la mañana siguiente, y enviarlo al trabajo cuando la sirena esparcía, como un sombrío torrente, su irritado mugir.
Las injurias y los golpes caían duramente sobre los muchachos, pero sus borracheras y sus peleas les parecían a los viejos perfectamente legítimas: también ellos, en su juventud, se habían embriagado y pegado; también a ellos les habían golpeado sus padres. Era la vida. Como un agua turbia, corría igual y lenta, un año tras otro; cada día estaba hecho de las mismas costumbres, antiguas y tenaces, para pensar y obrar. Y nadie experimentaba el deseo de cambiar nada.
Algunas veces, aparecían por el barrio extraños, venidos nadie sabía de dónde. Al principio, atraían la atención, simplemente porque eran desconocidos; suscitaban luego un poco de curiosidad, cuando hablaban de los lugares donde habían trabajado; después, la atracción de la novedad se gastaba, se acostumbraba uno a ellos y volvían a pasar desapercibidos. Sus relatos confirmaban una evidencia: la vida del obrero es en todas partes la misma. Así que, ¿para qué hablar de ello?
Pero alguna vez ocurría que decían cosas nunca oídas en el barrio. No se discutía con ellos, pero escuchaban, sin darles crédito, sus extrañas frases, que provocaban en algunos una sorda irritación, inquietud en otros. No faltaban quienes se sentían turbados por una vaga esperanza y bebían todavía más para borrar aquel sentimiento inútil y molesto.
Si en un extraño observaban algo extraordinario, los habitantes de la barriada no lo miraban bien, y lo trataban con una repulsión instintiva, como si temiesen que influyera en su existencia, algo que podría turbar la regularidad sombría, penosa, pero tranquila. Habituados a ser aplastados por una fuerza constante, no esperaban ninguna mejora, y consideraban que cualquier cambio solo les haría el yugo todavía más pesado.
Las gentes del barrio huían en silencio de los que hablaban de cosas nuevas. Entonces estos desaparecían, volvían al camino, o si se quedaban en la fábrica, vivían al margen, sin lograr fundirse en la masa uniforme de los obreros...
El hombre vivía así unos cincuenta años; después, moría..."
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