jueves, 9 de agosto de 2018

"Carmen Baroja y Nessi, una mujer del 98" por Rafael Narbona


Durante mucho tiempo, las memorias de Carmen Baroja y Nessi, hermana de Pío y Ricardo, y madre de Julio Caro, permanecieron inéditas y olvidadas. La filóloga y traductora Amparo Hurtado conoció su existencia al leer Los Baroja, la autobiografía de Julio Caro, que incluía semblanzas y peripecias de toda la saga familiar. En el capítulo dedicado a su madre, Julio se muestra partidario de “cultivar la conciencia del recuerdo”, quizás para que la muerte no devore e iguale todo lo acontecido en una descorazonadora insignificancia: “Acaso esto sea producto de una manía familiar, de la que participamos mis dos tíos y yo… junto con mi madre. Porque mi madre ha dejado, también, unas notas de recuerdo escritas en sus últimos años, que yo he leído varias veces, pero muy de prisa siempre, porque me producen gran tristeza. Por ellas sé que no fue feliz en su vida”. Amparo Hurtado leyó este comentario y experimentó el deseo de leer esas “notas de recuerdo”, pero después de realizar varias búsquedas infructuosas, descubrió que la obra no había visto la luz. Decidió entonces recurrir a la familia Baroja, escribiéndoles una carta. Julio Caro contestó enseguida, invitándola a Itzea, el caserío de Vera de Bidasoa, donde guardaban papeles inéditos de su madre. En una carpeta, aparecieron narraciones breves, reportajes, apuntes, conferencias, guiones de cine, una comedia, pero no las codiciadas memorias. Cuando ya habían perdido la esperanza de hallar el manuscrito, Julio Caro encontró por azar un sobre con papeles de su madre. Se trataba de sus memorias, encabezadas por un título elocuente, que manifestaba la adhesión de Carmen Baroja a las tesis de Azorín: “Recuerdos de una mujer de la generación del 98”. La autora había añadido su nombre con su puño y letra. A diferencia de su hermano Pío, Carmen Baroja sí creía que había existido una generación del 98, caracterizada por una ardiente vocación literaria y una concepción romántica de la vida: “Gente de café, de discusión, todos ellos algo bohemios”.

Amparo Hurtado se enfrentó a la compleja tarea de ordenar un material compuesto por hojas de distintos tamaños y colores, páginas mecanografiadas o escritas a mano. Carmen Baroja se había limitado a escribir por impulsos, sin un plan previo y sin numerar las páginas. Sin embargo, su obra inacabada reflejaba inteligencia, sensibilidad y sentido del humor. Aunque había mantenido serias diferencias con sus hermanos Pío y Ricardo, su temperamento inconformista y mordaz reflejaba el estilo del clan, con sus brotes de arbitrariedad, su humor algo cruel y su pesimismo existencial. Nacida en Pamplona el 10 de diciembre de 1883, Carmen era hija del ingeniero de minas Serafín Baroja Zorzona, apasionado por la música y la literatura, y Carmen Nessi Goñi, una matriarca tradicional. Los frecuentes cambios de destino de su padre determinaron que pasara su infancia y adolescencia entre distintas ciudades, como Valencia -donde estudió con las monjas del Sagrado Corazón-, Madrid, Pamplona y San Sebastián. Años más tarde, se casó con Rafael Caro Raggio. El matrimonio defraudó sus expectativas románticas. Perder dos hijos pequeños no contribuyó a mejorar la relación. Durante la Guerra Civil, la mala fortuna mantuvo al matrimonio separado. Carmen pasó la mayor parte del tiempo en Itzea. Rafael no pudo abandonar Madrid. Cuando al final se reunieron en la capital, Caro Raggio era un hombre destruido por el sufrimiento físico y psicológico, con el pelo blanco, la piel gris, deshidratada, encorvado y sin dientes: “No sabíamos qué decirnos. Yo no hacía más que llorar. Julito estaba desesperado”. Carmen no simpatizó con ninguno de los bandos. La sublevación le pareció una nueva “carlistada”. Su familia siempre había apoyado las ideas liberales y le repugnaba la perspectiva de una España dominada por el ejército y el clero. En Navarra, conoció la represión del bando nacional, que incluyó actos de barbarie como la ejecución de una madre y sus hilos pequeños, arrojados a una sima aún con vida. Años más tarde, su marido, expulsado de su trabajo en Correos por ser un pequeño burgués, le narró los “paseos” por la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria, donde muchas personas fueron fusiladas por el simple hecho de ser católicas y de derechas. Carmen Baroja habla con el mismo desprecio de los “rojos” y los “pollos fascistas”, movidos por un fanatismo de distinto signo, pero con el mismo fondo cainita.

La época más feliz de Carmen se corresponde con sus años en la casa de calle Mendizábal nº 34, donde se estableció el clan Baroja al completo. En 1926, surgió de forma imprevista la compañía de teatro de cámara llamada El Mirlo Blanco. Todo empezó una tarde de domingo, el Día de Difuntos de 1925, cuando se improvisó una representación de Don Juan Tenorio, con la participación de figuras tan ilustres como Valle-Inclán, Manuel Azaña y Rivas Cherif. El creador del Marques de Bradomín exhibió sus grandes dotes como histrión, realizando una interpretación inolvidable de doña Brígida. Después de esta experiencia, toda la familia Baroja –salvo Rafael Caro Raggio y la matriarca Carmen Nessi- se volcó en las representaciones. Para Carmen Baroja, las funciones no eran un simple ejercicio dramático. En Adiós a la bohemia, “Pío hizo del señor que lee El Heraldo. Ricardo, del mozo de café. No creo que jamás se pueda hacer una representación más perfecta. ¡La esencia, el alcaloide del 98…! Con toda su nostalgia, con todo su sabor”. También en 1926 se fundó el Lyceum Club Femenino, con María de Maeztu ocupando la presidencia. Carmen Baroja jugó un papel importante organizando conferencias y exposiciones. El Lyceum se convirtió en una plataforma feminista y, poco a poco, adquirió una orientación política radical, que desagradó a Carmen hasta el punto de darse de baja. La derecha y la iglesia católica atacaron al Lyceum con saña, acusando a sus asociadas de promover el ateísmo y la destrucción de la familia. Ernesto Giménez Caballero ridiculizó sus actividades en varios artículos y Jacinto Benavente declinó la invitación de impartir una conferencia, alegando que no le gustaba hablar “a tontas y a locas”. La Guerra Civil acabó con El Mirlo Blanco y el Lyceum. Una bomba destruyó el hotelito de la calle Mendizábal y el nuevo régimen cedió el Lyceum a la Sección Femenina, que lo convirtió en el Centro Cultural Medina. Carmen Baroja era una mujer de su época y entendía que su sexo debía participar en los cambios sociales y artísticos. Poco a poco, perdió la fe que le había inculcado su madre, adoptando una perspectiva que rompía con la tradición: “Tengo el Arte y la Ciencia como auténticas religiones. En el primero están mis principales santones, en la segunda mis creencias. De la religión verdadera prefiero no hablar…”.

Carmen Baroja era una mujer hermosa. Alta, delgada, rubia y con unas manos muy bonitas, solían confundirla con una inglesa. Aceptó con humor el declive de la edad: “Estoy francamente fea, se me figura que tengo un gesto trágico que haría llorar a los niños. ¡No conservo más que el tipo! Hasta ahora he sido delgada, tiro más a bacalao que a hipopótamo”. Carmen estudió francés, inglés y piano. Escribió poemas, cuentos infantiles (Martinito el de la casa grande, 1942) y ensayos sobre etnografía. Además, ganó varias medallas por sus obras de arte decorativo (repujados, arquetas, grabados). De joven, era soñadora y algo ingenua: “He sido y sigo siendo una mujer muy ambiciosa. Yo ambiciono todo, lo he deseado todo, he creído en todo. En religión, llegar al misticismo; en amor, al sacrificio; en amistad, a la fidelidad; en la vida, al lujo, y todo esto tal y como yo quería, a mi manera. La desilusión fue terrible”. Desde joven, se sintió “francamente feminista” y nunca soportó al “señorito chulo y majadero”. La idea del honor siempre le pareció “monstruosa” y sólo pudo ocultar a duras penas que se aburría mortalmente, cosiendo al lado de su madre y sus tías. Aunque quería a Pío y Ricardo, sabía que los dos eran roñosos y egoístas. Nunca simpatizó con Alfonso XIII, pero tampoco se hizo ilusiones con la República. De hecho, pensó que el cambio en la forma del Estado podría desestabilizar a un país con grandes tensiones sociales. Su opinión sobre literatos y artistas nunca fue indulgente: “Quien ha vivido entre artistas, hombres de letras, etcétera, sabe la poquísima cordialidad que reina entre ellos y la falta absoluta de amistad”. Apreció a Manuel Azaña como amigo, pero no como político, y tributó afecto a Valle-Inclán, pese a su carácter conflictivo. Admiró a María de Maeztu, a la que consideraba una gran pedagoga, e hizo buenas migas con Elena Fortún, “pequeñita, de ojos negros, ocultista, teósofa y espiritista, muy simpática, excelente persona, vegetariana, y un poco chiflada”. Ernestina de Champourcín le pareció “una muchacha un poco rara […] que se casó con un gamberro, que creo que también hacía versos y se llamaba Domenchina. ¡Pobre muchacha!”.

Durante la guerra, crió cerdos y trabajó en la huerta de la casa de Itzea para contribuir al sustento de la familia. No le desagradó el trabajo físico: “La cuestión de la labranza confieso que me gustaba y me sigue gustando apasionadamente. Allí está divinamente comprendida, las tierras son pequeñas, se dominan con facilidad, no es lo mismo que en Castilla”. La Guerra Civil le dejó una sensación de “asco, una náusea, que todavía y a pesar de los años sigue y perdura”. En Navarra, los requetés quemaron libros y fusilaron sin tregua. Muchos fueron pasados por las armas por tener fama de ateos o nacionalistas. No le pareció menos horrible la violencia del otro lado. En ambos bandos, proliferaron las denuncias, las venganzas personales y la corrupción. Al poco de regresar a Madrid, se quedó viuda, pero el afecto a sus dos hijos, Julio y Pío, le proporcionó felicidad y sosiego. Al igual que su hermano Pío, Carmen formula unos juicios feroces y descacharrantes sobre sus contemporáneos y conocidos. Ortega y Gasset le parece “el colmo de la cursilería”. Sus discípulos –no menciona a ninguno- son aún peores: “Todos estos pollos fascistas son sus legítimos herederos, amamantados con sus teorías, y siempre con la cara vuelta a la última moda, o sea, al sol que más calienta”. Describe al pintor José Gutiérrez Solana como “uno de los hombres más brutos que he conocido” y a Gómez de la Serna como un tipo ridículo y amargado: “parecía una de aquellas señoras que se disfrazaban de hombre en el Carnaval, de las que tienen un culito redondito y unas caderas salientes”. Carmen Baroja no se muestra especialmente comprensiva con la literatura de Pío, que considera superficial y triste: “Nunca vio ni le interesó lo que había a su lado. Gran desacierto para un escritor, no porque lo cercano fuera interesante, sino porque era suyo”.

Carmen Baroja es realmente una mujer de la generación del 98, con su prosa fresca y chispeante, preocupada por la realidad circundante y con la sensibilidad concertada con los cambios estéticos y sociales. Descartó el papel de matriarca que le correspondía, prefiriendo situarse en un plano de igualdad con sus hermanos y su marido. Según su hijo Julio estuvo a punto de casarse con un diplomático chino del régimen imperial. Simpatizó con la bohemia, pero no con la penuria y los excesos. Con los años, creció su escepticismo religioso, pero agradeció el funeral católico que se organizó en Vera de Bidasoa cuando murió su madre, pues le mostró la solidaridad de los vecinos y le distrajo de su dolor: “Acaso toda esta serie de ceremonias no fueron del agrado de algunas personas, no sé; a mí me parece que rodean a la muerte de algo muy dulce, mitigando lo más trágico y desolado”. Julio Caro Baroja describe a su madre como una mujer dulce, comprensiva y cariñosa: “No hay día en que no piense en ella”. Admite que se preparó para su pérdida, sabiendo el gran vacío que dejaría en su vida. Cuando la veía sobre el piano con una sonata de Haydn, pensaba que algún día evocaría ese momento desde la soledad. Y así fue. Eso sí, le ayudó a soportar el dolor su peculiar filosofía de la existencia: “Desde muy joven, he considerado que medir la vida en términos de felicidad o infelicidad es un hábito que conviene desterrar de la mente”. Quizás la insatisfacción de Carmen Baroja se hubiera aplacado, interiorizando esta reflexión de su hijo. Tal vez la reflexión de Julio sólo es una enseñanza indirecta de su madre, que forjó su carácter y le despejó el camino hacia el saber, la meditación y la serenidad.

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