Este nombre no es ficticio, ni se me habría ocurrido nunca por muchas
historias con personajes estrafalarios que hubiera inventado. Cristo está
acojonado, literalmente. “Me dan ganas de llorar y muchas”. “No te cortes,
desahógate”. Cristo es un mártir, una víctima de la mala suerte. Es la primera
vez que se escapa. Apenas tiene alguna falta de asistencia y se ha estrenado
con los dos porreros del instituto. “Ellos han sacado una cosa verde y se la
han fumado, pero le juro que yo no sabía lo que era”. A Cristo lo ha registrado
la policía y no se ha meado encima porque es joven, atlético y aún retiene bien
los esfínteres. No le han encontrado nada, pero él sigue angustiado. “¿Qué me
va a pasar? ¿Qué van a hacer conmigo?”. “El paredón o la cárcel”, estoy a punto
de decirle, pero me reservo la broma. El muchacho me da verdadera pena. Cristo
es repetidor de 2º de ESO, pero nunca ha pasado por jefatura. “Trabaja poco en
clase, pero no molesta”, esta es la declaración de los profesores que lo
conocen. La mayoría se apiadan del pobre Cristo, mártir y a punto de ser crucificado
mucho antes de los treinta y tres.
Al día siguiente de la aventura porrera, justo cuando me dirijo a
almorzar aparecen por el despacho Cristo y su madre. Esto, dicho así, sería
motivo de investigación eclesiástica, pero ni Cristo es Cristo ni su madre es
la Virgen. Cierro el despacho y comentamos lo ocurrido el día anterior. La
madre me escucha para cotejar mi versión con la de su hijo. Al comprobar que
coinciden, le recrimina a Cristo haberse escapado del centro y, encima, con
gente que conocía poco o nada. La colombiana se apasiona en el discurso y al
chico le brotan las primeras lágrimas. “Tu padre medio muerto, mihijo, y tú escapando de clase. Yo
limpiando el culo a las viejitas y tú, mihijo,
registrado por la policía. No ves que podían haberte degollado o haberte
pegado dos tiros”. La Virgen, perdón, la madre de Cristo habla de la
peligrosidad de las calles como si todavía se encontrara en algún barrio de
Cali o Medellín. “¿Y si se hubiera presentado la policía en casa para registrarla
por si escondemos droga? ¡Ay, mihijo,
esto no lo merecemos! Somos pobres, pero decentes y yo solo quiero que seas
bueno. Como tu padre, el pobrecito, que se está muriendo”. Ella también arranca
a llorar y le dice a su hijo que el instituto es su segunda casa y nosotros sus
segundos padres. Me conmueve. Cristo, vestido de chándal blanco impoluto, no
aguanta las lágrimas de su madre. Apenas puede articular palabra. La mujer, más
bajita que el chico, se abraza por fin a Cristo. Suena el timbre que indica el
fin del recreo y finaliza la sesión con un “muchas gracias por sus cuidados”
que me da de almorzar.
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