Gibraltar no quiere ser español, quiere continuar como colonia
inglesa. Ceuta y Melilla desean seguir perteneciendo a España y no a Marruecos.
El rincón de Ademuz nunca ha pedido su anexión a Cuenca, están muy satisfechos
de formar parte de una comunidad más rica. A alguien del barrio de Salamanca le
costaría mucho vivir en San Cristóbal de los Ángeles. En cambio, a cualquier vecino del sur de Villaverde le
gustaría disfrutar de las comodidades del barrio de Salamanca. Al restaurante
de lujo de mi pueblo le cuesta admitir a la gente que llega con malas pintas;
en cambio, en el antro donde se juntan los desahuciados y quinquis, se desviven
por servir a los encorbatados que entran de vez en cuando. Nos apartamos cuando
nos cruzamos con un marroquí o con un rumano, mientras montamos en la costa
levantina negocios exclusivos para ingleses y alemanes. No queremos que
nuestros hijos sean agricultores ni pastores, ni albañiles, ni camareros. Deseamos
para ellos la comodidad de un banco, la poltrona de una gran empresa, un equipo
de primera división o la bata de un buen hospital. No porque se asegure la
felicidad en estos últimos oficios, sino por otra cosa, por algo que llevamos bien
agarrado a las tripas.
Nos estorban los vecinos pobres, los jóvenes con rastas, los
colegios públicos, el borracho desharrapado, el drogadicto enfermo, el obrero,
los gitanos, los barrios de la periferia, los camareros latinoamericanos, las
putas de la rotonda… Pero nos privan los señores banqueros, las escuelas de
fútbol, el constructor adinerado, los jeques árabes, las cenas de empresa, las
comuniones, los desfiles de moda, el tenista famoso, los colegios religiosos, las
putas de lujo…
No sé por qué nos extrañamos de que los catalanes no deseen ser
españoles. Es algo que (ellos todavía más, porque son más ricos) llevan bien
agarrado a las tripas. No es cuestión de exaltación de los sentimientos, como
se viene insistiendo; sino de indigestión burguesa.
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