Las densas esperas de los viajes los hacen interminables. Las salas de embalsamamiento de los aeropuertos y los vestíbulos de los hoteles se han inventado para destruir la ilusión del viajero. En nuestro caso, solo la presencia de Peronni, un señor rubio con la hospitalidad de los antiguos anfitriones, nos permitió disimular los sinsabores de la llegada a Roma. El señor Peronni, humilde y fresco, nos acaricia y nos consuela de nuestro desgaste turístico.
El primer contacto con la ciudad fue gastronómico. Emulamos la frugalidad de los pajaritos que, por las aceras, picoteaban pan empapado en los charcos. La culminación de nuestro banquete se nos sirvió en un dedal de plástico, un sorbete ridículo que nos dejó las tripas tan claras como las habíamos llevado. El Guzmán de Alfarache, cuando pasó por estas tierras (ya en el siglo XVII) no salió mejor alimentado y, como él, aprendimos pronto de la experiencia (no se debe confiar en los falsos consejos de los posaderos).
Por la tarde, en la escalinata de la imponente iglesia de Santa Mª la Mayor se preparan los fastos para recibir al Papa Francisco. Un cordón de carabinieri presume de sus uniformes rancios, con aire soviético. Los guardias de seguridad rodean cardenales ensotanados que entrelazan a la altura del pecho sus manos aguanosas. Los fieles se atropellan en el redil de vallas, cuatro horas antes de que comience la misa. La parafernalia se prepara con esmero, engrasada con el lujo del poder. En la fachada opuesta de Sta. Mª la Mayor, los inmigrantes africanos se pasan las botellas de la pobreza de mano en mano que sirven para tragar las miserias del día. Nada se mueve aquí, todo es como siempre. Alguien con malos instintos ha encarbonado los rostros de los africanos para arrojarlos sobre la escalinata de la pobreza y disponerlos así, sin error posible, en la contrafachada del oropel. Desde los cielos, el Espíritu Santo baja, ya no en forma de paloma, sino transformado en gaviota. Muestra su vuelo amenazador de ave de rapiña y se cierne sobre las cabezas ensortijadas de los pobres que se esconden en la fachada falsa de la Iglesia.
Todo penitente tiene su recompensa y lo que habíamos penado durante la comida, lo cobramos en la cena. El hambre aguza el ingenio y el instinto. Tras sufrir el tumulto que enjuga las bellezas de la Fontana de Trevi y las absorbe en los objetivos de las cámaras, decidimos tomarnos la revancha y sustituimos el fervor espiritual de la fachada principal de Santa Mª la Mayor por un manjar divino que nos convierte en devotos de una nueva religiosidad, cuyo objeto es el placer: fundamos la secta del "Papardell
e de marisco". Levantamos cálices de vidrio tan pesados que se nos quiebran las muñecas, sorbemos el líquido divino y ofrecemos los manjares a los japoneses que nos miran con gesto de admiración por nuestro fervor sincero. Una fuente deliciosa de bogavante y pasta nos libra del mal y nos hace caer en la tentación, amén. Las gaviotas sobrevuelan las callejuelas convertidas en turistas asiáticos y olvidamos pronto la escena de los inmigrantes entregados a su indolencia.
Los muchachos, entretanto, han ocupado los rediles de la feligresía papal. Son materia inocente y maleable, deslumbrada por los rayos de la fama y de la masa. Se mezclan sus fotografías, cofundidos en el tumulto de la Fontana de Trevi y apretujados por los fieles del Papa. La noche cae, envuelta en el sopor de una primera jornada agotadora, aunque esperanzados por la venida próxima de nuestro mesías.
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lunes, 3 de junio de 2013
"La dolce vita" (Crónicas romanas- primo giorno): "Los fastos del PAPArdelle"
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¡Qué placer rememorar la noche de los papardelle!
ResponderEliminarLa crónica, genial, como siempre.
Pues sí, nos tenemos que hacer con la receta y organizar una comida romana (sin chicos). Gracias.
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