martes, 11 de junio de 2013

"La dolce vita" : quarto giorno, "Un vía crucis con Emmanuelle". Crónicas romanas.


Último día en Roma. Los cielos se han calmado y luce un sol espléndido dispuesto a despedirnos con todos los honores. La libertad que hemos dado a los chicos renueva nuestras fuerzas, aunque sean ya muchos los kilómetros que entorpecen nuestras piernas. Al llegar a la explanada en donde se yergue San Juan de Letrán, la luz ruge tan furiosa que nos parece oír ritmos caribeños mezclados con las letanías de las misas del Corpus. Pero no es un espejismo, realmente en las puertas del templo se dispone un escenario de donde sale la alegría contagiosa de los ritmos salseros. Chicos y chicas de una escuela de baile le dan vida a la imponente fachada de la primera basílica católica. Las esculturas que coronan el atrio neoclásico parecen bailar también sobre sus peanas de granito. Al penetrar en la frescura del templo, se amortiguan los ritmos cubanos para ser sustituidos por coros mortuorios de eunucos encarnados que empapan las bóvedas con rancias melodías. El contraste de la alegría del sol y de los bailes con la angustia de las imágenes y de los cánticos corales es una fiel metáfora de la muerte y de la vida. Impresionan las dimensiones de la nave y la magnificencia de las esculturas que representan a los fundadores de la Iglesia. Una sensación parecida sentimos al penetrar en Santa Mª la Mayor. Vaya peregrinación, nunca había tenido un domingo tan santo desde que mi madre me llevara a la iglesia de mi pueblo para tomar la comunión. Incluso nos topamos con los fastos finales de la misa del Corpus en la que la púrpura y el dorado de los casullones es tan obscena como el trono en el que Emmanuelle presentaba su película más escandalosa en los años 70. Los obispos muestran sus mitras, sus báculos, se levantan y comienzan la procesión dentro del templo, seguidos de una comitiva de militares con tricornio antiguo. Me parece haber entrado en una pelíicula tan rancia que apenas puedo dar crédito de lo que estamos viviendo. En cualquier momento, por cualquier rincón de la iglesia pueden cobrar vida todas las momias de papas, santones y curas enterrados en ese antro y levantarse para llevarnos con ellos. La luz de nuevo nos da un respiro, pero corto. Para terminar el vía crucis volvemos al Vaticano. Allí ríos y ríos de masa vuelven de una nueva sesión papal. Me siento realmente extraño, como en aquella película (y vuelvo al cine de los 70) en que una chica comienza a descubrir su sexualidad y todo se le vuelve sucio, hasta las tabletas de su falda. No buscamos los templos, sino el lugar en donde comimos unos tagliagolo que nos deleitaron con más fuerza que los museos vaticanos. Pero el domingo en los alrededores de la Plaza de San Pedro nada es lo mismo. Nos han cambiado el menú, la masa no permite cocinar con el sosiego que merecen esas comidas elaboradas, y nos defrauda la comida que los domingos reservan para los fieles fervorosos de las hostias y los sudores.
Por la tarde en el Palacio Borghese y en sus jardines disfrutamos de una jornada de puro arte. Aquí sí podemos gozar con la placidez de la contemplación. En las salas del palacio se dispone una colección de muy buen gusto, sin masificaciones, preparada para que un esteta se deleite con las delicias del arte sin prisa. En El rapto de Proserpina los dedos del fauno hollan los muslos de la ninfa para hacernos creer que el mármol es tan maleable y vivo como la carne deseada. Dafne se transforma en laurel de piedra ante la vista aterrada de un Apolo desconcertado. Los sátiros aparecen por todos los rincones con sus orejas afiladas de duendes pícaros, así como las ninfas desnudas, para contrarrestar el empacho de sotanas e incienso que habíamos recibido por la mañana. Seguro que en una de estas habitaciones, escondido, está uno de los Borghese esperando a que nos vayamos para seguir disfrutando de su palacio con el brillo de la lujuria tensando sus ojos repletos de sexo. A la salida, de nuevo el señor Peronni nos solaza del calor y nos relaja sobre un banco desde el que vemos correr a los muchachos por la hierba y rodar a los triciclos sobre el pavimento.
La última cena, cerca de la Vía Veneto. Los chicos vuelven a alardear de su capacidad para el alboroto y la alegría. Volvemos hasta la Plaza de España y la Fontana de Trevi para completar un final circular, agotador y espléndido con una grappa ardiente que nos deja el regusto de un viaje extenuante, sin términos medios, con primeros y segundos planos.

       

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