Parece que el éxito de la religión cristiana en sus primeros siglos tuvo algo que ver con la habilidad para obrar milagros que poseían muchos de sus predicadores y sus mártires. El apóstol san Pedro, aparte de resucitar a muertos, de devolver la vista a ciegos y el movimiento a tullidos con solo el roce de su sombra, resucitó también en una ocasión a un atún ahumado. Un perro, bendecido por él, rompió a hablar como un ser humano. A un judío lo dejó ciego en castigo por negarse a ver la verdad de la nueva fe. El apóstol san Juan, al acostarse en una posada en una cama llena de pulgas, les ordenó a éstas que lo dejaran dormir durante toda la noche, y descansar así de la fatiga de su ministerio, y a la mañana siguiente las hizo formar en fila y no moverse hasta que él no hubiera salido de la habitación. Cada milagro traía consigo un aluvión de conversiones fervorosas.
Después de muertos los apóstoles y los mártires seguían haciendo milagros, igual que algunas de sus más pequeñas reliquias. En Menorca, y gracias al influjo de una sola gota de la sangre seca de san Esteban, 500 judíos se convirtieron de inmediato. Este milagro recóndito lo cuenta el gran Edward Gibbon, añadiendo que quizás también influyó en tan multitudinaria conversión el incendio de la sinagoga a cargo de un grupo de fieles cristianos y la amenaza de arrojar por un acantilado a los judíos menorquines que no abjuraran a toda velocidad de sus anteriores creencias. El antisemitismo fue una de las diversas innovaciones que la fe cristiana trajo al mundo, por un doble motivo: los judíos se habían negado a recibir el mensaje evangélico y eran responsables de la crucifixión de Jesús.
Fue Gibbon, en el volumen segundo de su inmensa Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano —inmensa por la extensión, por la erudición histórica, por la fuerza narrativa, por la claridad y la ironía del estilo—, quien aplicó por primera vez el método de la indagación racional a un enigma que para los creyentes en la fe cristiana era un milagro de la divina providencia: cómo había sido posible que una secta marginal de seguidores de un agitador galileo se convirtiera en el espacio de poco más de tres siglos en la religión oficial del Imperio de Roma, condenando primero a la ilegalidad y luego a la irrelevancia a los seguidores de todos los demás cultos, y eliminando tradiciones religiosas y expresiones rituales y culturales que se habían mantenido firmes durante casi un milenio. No es una curiosidad arqueológica: casi nada de la historia de los últimos 15 siglos y del mundo presente sería como es si no hubiera sucedido aquel vuelco lejano.
Gibbon era un ilustrado vividor y erudito del siglo XVIII que llevó a cabo por su cuenta, con una especie de tranquilo optimismo, una tarea que parece inconcebible para un solo ser humano, quizás la obra maestra más extensa de toda la literatura. Un especialista contemporáneo, el profesor Bart D. Ehrman, acaba de publicar un libro que vuelve sobre el antiguo enigma nunca resuelto, o nunca del todo, The Triumph of Christianity. Los hechos básicos son inapelables: en el reinado de Tiberio, uno de los muchos agitadores políticos y religiosos que había entonces en Judea fue ejecutado según el procedimiento infame de la crucifixión, dejando un grupo disperso y atemorizado de seguidores; aproximadamente dos siglos y medio después, el año 312, un emperador de Roma, Constantino, se convirtió al cristianismo; unos 90 años más tarde, otro emperador, Teodosio, declaró el cristianismo la religión oficial del Imperio. La religión de los pobres, las mujeres y los esclavos era ahora la de los poderosos; los postergados se alzaban con la dominación; los perseguidos de otro tiempo se convertían rápidamente en perseguidores. El triunfo del cristianismo provocó, entre otras cosas, dice Ehrman, “la destrucción de obras de arte en una escala nunca vista hasta entonces en la historia humana”. Soldados y fanáticos religiosos asistidos por bandas de monjes asaltaban templos paganos, se esforzaban a veces sin éxito en arruinar sus muros y columnatas formidables, derribaban las estatuas de los dioses, les rompían a martillazos las narices, las orejas, los genitales para demostrar que no eran seres divinos sino bloques de piedra o metal, robaban o destruían los objetos litúrgicos, alzaban grandes hogueras, con una saña agotadora que a Ehrman le recuerda a los yihadistas del ISIS destruyendo los yacimientos arqueológicos en Irak y en Siria.
Tanta furia ayuda a entender también el éxito de una religión que en muchos aspectos no se parecía a ninguna otra, ni siquiera a la más cercana en apariencia, el judaísmo. Judíos y cristianos compartían algo que extrañaba mucho a cualquier persona religiosa de entonces, la creencia en un Dios único que excluía a todos los demás. Pero hay otro rasgo decisivo que es únicamente cristiano: el proselitismo. Los judíos creían en su Dios pero no se ocupaban de las creencias de otros. Los cristianos predicaban para convertir a otros a su fe. En los Hechos de los apóstoles y en las epístolas de san Pablo hay una ansiedad militante de proselitismo que tal vez solo tiene comparación con los movimientos revolucionarios mesiánicos del siglo XX. Se acercaba el fin de los tiempos y el regreso justiciero y triunfal de Cristo resucitado. Solo los que creyeran se salvarían para una vida eterna de dicha, mientras que todos los demás estarían condenados a otra eternidad de castigos feroces, de una prolija crueldad que según Ehrman es otra de las aportaciones del cristianismo a la imaginación humana.
En el amplio mercado de ofertas religiosas del Imperio, la de los cristianos era de una originalidad irresistible: el orgullo de pertenecer a un grupo selecto de elegidos; la exaltación de sentirse poseedores de la verdad suprema en medio de la multitud de los pecadores y los equivocados; la rigidez de un credo meticuloso en el que cualquier desviación era una apostasía; la promesa de la llegada inminente de un paraíso que sería el cumplimiento de un devenir anunciado desde el principio de los tiempos, el ajuste de cuentas definitivo de los inocentes contra los opresores; la alegría “piadosamente inhumana”, dice Gibbon, de asistir al castigo de los incrédulos o de los traidores o los desviados. Y sobre todo la gran coartada virtuosa para actuar sin miramiento contra todos ellos, una vez alcanzado el poder; y la determinación de no soltarlo ya nunca.
No es extraño que siga teniendo tantos seguidores, con la misma vehemencia, con diversas denominaciones.
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