viernes, 19 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Capítulo X)


Del traslado a la prisión de Cocheras en Valladolid, donde se sufría frío y el asedio de piojos y chinches, que terminaron con un viejo preso de Almería. Del decreto titulado "La magnanimidad del Caudillo" y de las esperanzas frustradas de libertad.

El 8 de agosto de 1939 me incorporé a la prisión Cocheras de Valladolid. Los nueve meses que permanecí aquí, los pasé relativamente bien. Nos daban de comer regular, pero se podía ir tirando porque tenía la ventaja de que vendían de todo en el economato, en particular pan. Con poco dinero se podía solucionar la vida. Por lo menos no se pasaba hambre. En cuanto a la disciplina, sí que era bastante fuerte, aunque, si no te extralimitabas en tu puesto y obedecías siempre al mando, no se metían con nadie. Ahora bien, contra el que se estiraba un poco o chorizaba algo, lo solucionaban enseguida. Nada de arrestos ni calabozo, solo una pasada de vergajo más o menos dura.
Esta prisión era un poco más llevadera, aunque "arrepretados", se estaba bien. Cada uno tenía su manta y su colchoneta para dormir, claro que la miseria abundaba por ser todos de lejos y tenernos que lavar todos la ropa. Por lo menos había facilidad de lavarse. Sin embargo, cuando llegaba el invierno y los fríos arreciaban, sufríamos unos hielos tan enormes que se cuajaba hasta el agua de las tuberías. Padecíamos un frío terrible en el dormitorio porque la cubierta era de uralita y muy alta. Pasábamos el día liados en una manta y tirados en el petate. Daba pereza hasta lavarse la cara y aún más lavar la ropa, en particular los viejos. Cuando se me ocurría ponerme a lavar, se me quedaban las manos agarrotadas y lo tenía que dejar estar. Al comenzar el invierno trajeron una gran cantidad de viejos de Almería, poco acostumbrados al frío. Con las tempestades de hielo y nieve no se movían del petate ni de día ni de noche, salvo cuando era a la fuerza, para comer o para recoger el rancho.
Durante este invierno hubo muchas infecciones porque no había medios para ir limpios. Había tíos que no se mudaban en cuatro meses, lo que provocaba que hasta el que se lavaba se infectara. Hasta los lavaderos estaban llenos de chinches y pulgas. Cuando se ponía la ropa a secar, te tenías que estar un par de horas quitando bichos. No era raro que le quitaras más de doscientos bichos a la ropa después de lavada, lo que era el cuento de nunca acabar. Se dio el caso de un viejo (al que llamábamos don Pedro porque tenía sarna), al que se le empoderaron los piojos y se lo comieron. Murió a consecuencia de tanto piojo. No había quien se acercara a él porque hasta las mantas se movían solas de plenas que estaban.
Yo lo pasé bastante bien en esta prisión, porque, aunque pegaban muchas palizas, a mí no me tocó más que un coletazo de vergajo de un oficial muy viejo que apenas me hizo daño, por descuidarme un día al salir al patio de los últimos cuando tocaron diana. Muy pocos podrán decir esto.
Mis amigos eran Descalzo, Sebastián de Alpera, Aranega y Formentera, natural de aquella capital. Aún no hemos dejado de cruzarnos correspondencia. Una noche, por estar hablando los cuatro, llegó un oficial y les pegó a ellos. A mí me dejó porque me tenían bien considerado y nunca se metían conmigo.
Durante estos meses, teníamos la esperanza de salir pronto. El Director nos dijo un día que para las navidades próximas estaríamos en casa más del ochenta por ciento. Se publicó por entonces el decreto titulado “La magnanimidad del Caudillo”. Después pudimos comprobar que la magnanimidad fue la “bufa la gamba”.
A los pocos días, cuando Francia declara la guerra a Alemania, con las primeras ofensivas, continúa la esperanza de salir. Pero cuando Francia claudica, entonces decae por completo, por la rendición francesa y por el pacto de Rusia con Alemania y la propaganda que hacen de la hermana Rusia. Parecía que ya tenían el triunfo total y esto hizo que decayera todavía más la moral. Yo, desde el principio, calculaba que este régimen no podía durar más de dos años, pero menos tampoco. En todo momento estuve contenido. Mi dicho era: continúo en las mías. Aunque esto va a ser más largo de lo que me había figurado.
Tengo que decir que desde el día primero de agosto que comparecí ante aquel consejo en la Santa Espina no se me requirió para nada hasta el 20 de febrero de 1940. Estando en Cocheras, fui llamado ante el teniente auditor de la séptima región, un señor bastante campechano. Se me interrogó con buenos modos y con excelente trato. Me manifestaban que no tuviera miedo, que no estaba en la Espina. Querían que contara la verdad de los hechos y que rectificara, si había algo que rectificar, de lo declarado en aquella otra declaración. Después de un largo interrogatorio, se me ordenó que me retirara, como así lo hice.

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